Historias de Taller

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El copyright del texto publicado corresponde al autor, quien responde a la autoría del mismo. El autor que participa de esta edición digital me autoriza a publicar su obra. Esta edición es de distribución gratuita. Diseño de tapa e interior: Corina Vanda Materazzi tallernarrativaonline@gmail.com


PROPAGANDAS DANIEL IBAÑA


Daniel IbaĂąa

Escritor



En primera persona


Biografía - Daniel Ibaña

Biografía

N

ací en 1981, y pasé toda mi infancia, adolescencia y parte de mi vida adulta en Parque Patricios. De chico, no podía dormir si no leía una historieta de Patoruzú, Lupin, Condorito o Mafalda, entre otras. Años después, me hice fanático de Roberto Fontanarrosa, . luego de leer un cuento suyo que, de casualidad, había caído en mis manos. A partir de ahí, empecé a adquirir libros de cuentos de diferentes autores, como Edgar Allan Poe y Julio Cortázar. A principios de 2000, conocí el programa radial de Alejandro Apo “Todo con afecto”, en el que leía cuentos de Borges, Soriano y el hasta entonces desconocido Eduardo Sacheri, del que comencé a leer todo lo que publicara. Envalentonado por tanta lectura, me animé a escribir unos relatos. Participé de un taller literario virtual en el que me corrigieron algunos de mis textos. Después encontré un libro llamado “Escribir un cuento”, que explicaba los diferentes recursos narrativos que existen y que me ayudó 7


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mucho a mejorar. En 2011 edité, de manera independiente, un libro de cuentos titulado “La cábala”, en editorial Zeit. Desde entonces, escribo de manera intermitente algunos relatos que, a veces, envío a algún concurso. A principio de este año, me creé un blog llamado “Cuentos con la mano izquierda” para compartir algunos textos (cuentos-con-la-mano-izquierda.site123.me).

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Propagandas - Daniel Ibaña

Propagandas

—No te ofendas, pibe; pero yo esperaba a alguien un poco más experimentado. —No se preocupe. Me lo dicen todo el tiempo. Estoy bien preparado: me recibí hace cuatro años, y desde hace tres que coordino estas reuniones. También trabajo de forma particular, en mi propio consultorio. —No, está bien. Pasa que lo mío es algo muy particular. Te puedo tutear ¿no? —Sí, claro, Jorge. Y dígame, ¿a qué se refiere exactamente con eso de que lo suyo es algo particular? —No creo que lo hayas escuchado antes. —Mire, todos creen que el problema que tienen es único, que nadie más lo padece. Pero permítame decirle que no es así, que los inconvenientes terminan por repetirse más de lo que uno pueda pensar. Y es eso lo que nos permite sentirnos contenidos, ¿me entiende? Es por eso que tratamos de que estas situaciones, por más particulares que sean, se charlen en los grupos de autoayuda. —No, pibe. Habíamos quedado en que lo charlábamos 11


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hoy a solas y que veríamos si era para entrar a esos grupos. No me quieras meter de prepo. Si los demás están por acá, me voy a la mierda. No quiero estar en ese amontonamiento de gente… —No, tranquilo, Jorge. No hay nadie. —No me gusta. No me interesa hablar mis cosas con un montón de tipos que no conozco y a los que les chupa un huevo los quilombos que tengo. —Jorge, en serio. No vino nadie más. Mire, estamos solos. Esa puerta da al baño. Aquella da a otra habitación privada, en la que entro yo solo. Y esa de atrás es por la que usted entró. —Está bien, yo por las dudas, nomás. —Cuénteme ¿Cuál es el problema que tiene? —Es como si fuese una obsesión ¿viste? Es como cuando querés dejar algo y no podés, no podés, por más que peleás, por más que sabés que tenés que dejarlo, y hacés todo al pedo porque a la primera de cambio, vas y caés en la misma. —Una adicción. —Claro, podríamos decir que es una adicción. —¿Quiere contarme de qué tipo? —De esas fuertes, pibe. No sé cómo explicarte. Te vas a acostar, pero no te dormís ni en pedo hasta que no le das al cuerpo eso que necesita. Te lo pide a gritos, el cuerpo. Es como si fuera una criatura y te lo pidiera a gritos, el hijo de mil putas. 12


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—Sí, entiendo, Jorge. Necesito que me diga exactamente cuál es su adicción. —Estoy seguro de que nunca la escuchaste. —No sea tímido. Estoy para apoyarlo. No lo voy a juzgar por nada de lo que me cuente. —No, no me da miedo que me juzgues, eh. Pasa que no es fácil de explicar. ¿Viste cuando sabés algo, cuando lo tenés demasiado claro, pero no lo podés contar como para que otra persona lo entienda? Porque yo lo hablé con algunos amigos y algunos compañeros de diferentes trabajos, y la mayoría se me cagó de risa. Se cagaron de risa, los hijos de puta. Me dijeron que no sea pelotudo, y cosas así. —Le aseguro que nunca podría decirle una cosa semejante. —Lo que necesito es una solución, pibe. —Para eso, necesito que me diga cuál es su problema. No quiero que se sienta presionado, tómese su tiempo. Si lo prefiere, podemos charlar de otra cosa hasta que se sienta preparado. Cuénteme, ¿Usted con quién vive? ¿Cómo se compone su familia? —Mi familia es una mierda. Mi mujer ya ni me habla, mi hijo tiene treinta y pico de años, vive solo y nos vemos para algún cumpleaños o alguna cosa así. No vine a hablar de eso. Vine a hablar de mi adicción a los alfajores, ¿me entendés? Soy adicto a los alfajores. —Bueno, está muy bien, Jorge. Es un trastorno ali13


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mentario. —Es una obsesión que tengo. —Hay dos grupos en los que tratamos ese tipo de trastornos. ¿No le interesa sumarse a uno? Le aseguro que… —No, pibe. No me jodas con los grupos. —Funcionan muy bien, con resultados que suelen ser definitivos porque el apoyo que se siente… —No lo tomes a mal, pero no me va a servir y tampoco me interesa. Lo mío no es un descalabro con la comida. Son solamente los alfajores. —Insisto, Jorge, en que eso también es un tipo de trastorno alimentario. —No, pibe, porque no me los como. —No entiendo. —No me como los alfajores. No me gusta lo dulce, me empalago enseguida. Prefiero lo salado. Un poco de fiambre, unos manises, unas aceitunas. —Discúlpeme, Jorge, pero sigo sin entender. ¿Cuál sería el problema con los alfajores, entonces? —Los huelo. Necesito olerlos. Casi todo el tiempo. Si pasa un rato largo que estoy sin hacerlo, me agarran como temblores, mareos, empiezo a transpirar como salamín en la guantera. Me tiemblan las manos así, mirá. —¿Tanto? —No, bueno; estoy exagerando, pero es para mostrarte. —Ajá. Y usted, ¿qué piensa? 14


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—No sé, que son temblores de nervios, supongo. ¿Cómo se llama cuando el cuerpo necesita una cosa y no la tiene? —Abstinencia, pero me refería a los alfajores. ¿Qué piensa de los alfajores? —Que son un asco. —¿Cómo un asco, Jorge? ¿No me dice que le gusta olerlos? —Para comerlos son un asco. Demasiado dulces. En la boca se hacen un empaste que me descompone y me dan arcadas. Es lo peor que hay en el mundo. Prefiero una empanada de choclo, así que imaginate. —No tiene que ser tan determinante. Que para usted sean un asco, no significa que realmente lo sean. No pierda de vista de que solo se trata de una apreciación personal. —Sí, claro; no dije que sean un asco para todo el mundo. Para mí son un asco y punto. Que los demás opinen lo que se les cante. Me importa tres carajos. —De eso mismo estoy hablando, Jorge. No debería ser tan concluyente con su manera de pensar. Debería importarle lo que piensan los demás, darles lugar e interés a otros puntos de vista para no caer en la equivocación de que nuestra opinión es la acertada. Es solamente una, entre otras tantas posibles. —Decime pibe, ¿importarme lo que piensan los demás? ¿Para qué? ¿Para que después me terminen cagando, como siempre? 15


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—No, Jorge. —Sí, ¿cómo que no? Siempre pasa así. A mí mujer le di toda la importancia en lo que pensaba. ¿Y qué pensaba? Que la casa era fea, que era muy grande, que el fondo daba mucho laburo porque cada quince días había que cortar el pasto. ¿Y quién cortaba el pasto? Decime, pibe, te pregunto en serio: ¿quién cortaba el pasto del fondo de casa? —¿Usted? —Este pelotudo. Un cuadrado de mierda; unos 8 metros por 6, nomás. No era un campo. Pero a ella se le puso que era mucho laburo, que cuatro habitaciones era demasiado, que la terraza se iba a rajar y se iba a filtrar la lluvia, que el baño era muy grande, que el garaje juntaba mucha mugre… —¿Y usted que opinaba? —¡Nada! ¿Qué iba a opinar, si era un pelotudo? Yo tenía veintisiete, veintiocho años. Mi viejo se murió cuando yo era un pibito, tíos no tengo, mis abuelos vivían en Trenque Lauquen, así que no tuve una figura paterna para apoyarme. Me rompió tanto las bolas y le di tanta importancia a lo que decía, que vendí la casa que me había quedado de herencia y compré el departamento. —¿Ella quería un departamento? —Sí. Porque de tanto mirar noticieros, se le puso que la casa era insegura, que nos podían entrar, que mejor vivamos en un edificio alto con muchos departamentos y muchos vecinos para que no sea tan inseguro y qué sé yo 16


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qué más. ¿Y sabés qué pasó? Compré el departamento que ella eligió, una cagada de 35 metros cuadrados, una sola habitación, chiquito como una caja de fósforos el muy hijo de puta, y a los meses, pero a los cinco meses, ya estábamos esperando un bebé. ¿Entendés? Nos mudamos por su culpa y terminamos viviendo todos amontonados como en un colectivo en hora pico. Un baño en el que te dabas las rodillas contra la puerta cuando te sentabas en el inodoro. ¿Y qué me pudo decir cuando Nicanor empezó a caminar y no podía dar el tercer paso sin llevarse algún mueble por delante? Que tendríamos que mudarnos a un lugar más amplio. ¿Te das cuenta? ¿Te das cuenta por qué ahora que tengo más de sesenta años me importa tres mil carajos y medio lo que opinen todos los demás, pibe? No, dejame de joder con esas cosas. Yo sé que los alfajores son una reverenda garcha empalagosa y que me dan asco, y se acabó. —Bueno, Jorge, ese tema de su mujer es como para desarrollarlo por separado, en sesiones totalmente dedicas al tema. Quedémonos en lo de los alfajores: ¿cómo es eso que necesita olerlos? —No sé, me gusta. El olor dulce me gusta. Es como que me llenan de energía. Me calman. Es eso. Me calman. Me pongo nervioso por el laburo, porque siempre pasa algo, y oler un alfajor me relaja, me deja tranquilo. —De verdad que es muy curioso su caso. ¿Probó con oler alguna otra cosa dulce? Una fruta, por ejemplo. 17


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—No, pero cuando siento los demás olores, no me hacen nada. Es como que no les doy pelota. Puedo pasar por delante de un puesto de flores o de una verdulería y no me pasa nada. Pero cuando siento el olor de un Chimuelo, me transformo. —Perdón, ¿de un qué? —De un Chimuelo. El alfajor Chimuelo. —Ah. ¿No es con todos los alfajores que le sucede eso que me describe? —No, no. Con los Chimuelo solo. Con los demás, me pasa al revés. Me repugna el olor a dulce. Y ojo que los Chimuelos también tienen olor dulce, eh. Pero no sé, tienen algo diferente que no sé qué es, no lo puedo explicar. Me pongo loco, necesito olerlo, lo huelo y listo, me calmo y sigo con lo mío, con lo que sea que estaba haciendo. —¿Y con otra cosa dulce parecida, como una factura o galletitas? —No, no. Para nada. —Es muy raro, Jorge. Tengo que admitir que no encuentro una explicación. Y dígame, ¿cuánto tiempo le dura el alfajor, una vez que lo abre? —Un rato, nomás. Dos, tres horas. Después se airea y el olor se lava. Se siente el olor, pero no es lo mismo. —¿Y cuántos alfajores compra? —¿Por día, decís? Qué sé yo… cuatro o cinco, seguro. Tengo que tener uno para la noche sí o sí. Me llego a despertar con ganas de oler uno y rompo todo si no tengo. 18


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Pero rompo todo en serio, eh. Por eso siempre tengo uno o dos guardados para la madrugada. Por las dudas. No me pasa siempre, pero cada tanto me despierto con unas ganas desesperantes de un alfajor. Lo huelo y ya está. Huelo el Chimuelo y empieza la fiesta, como dice la canción. —¿Qué canción? —La canción de la propaganda, pibe: “A la mañana o la hora de la siesta, huelo el Chimuelo y empieza la fiesta”. —No la conocía. Nunca la había escuchado. —“Parece que vuelo cuando abro un Chimuelo, no puedo parar. De lejos lo huelo y sé que es Chimuelo, lo voy a comprar”. —Muy ocurrente, la verdad. —Sí. Y lo loco es que la canción habla de olerlo y me dan ganas de uno. Permiso, pibe, pero me tenté. Necesito esto… es tan agradable. Olé. —La verdad, no se ofenda, tiene el olor parecido a cualquier otro alfajor. —Sí, ya sé. Es más, no creo que pueda diferenciarlo de otro por el olor. Es la sensación que me produce. No hay otro que me genere todo esto. Es como una droga. —Es muy curioso. Creo que tenía razón. Su caso es como para tratarlo de manera particular. —¿Viste, pibe? ¡Te lo dije! Me está volviendo loco. Especialmente por la guita. Son caros. Dejo de comprar carne para comprar los alfajores. Hay veces que tengo que comer arroz con aceite porque no me alcanza la plata para 19


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otra cosa. No puede ser normal. Oler un alfajor y después tirarlo, no puede ser normal. Necesito ayuda, pibe. —Sí, claro, por supuesto que necesita ayuda, Jorge, Y yo le voy a dar toda la contención que necesita. De todas maneras, no se preocupe, tiene solución. Como para empezar y para que se vaya tranquilo a su casa, tiene que saber que no es algo tan grave. Es una consecuencia de la exposición al bombardeo publicitario, es el resultado de las campañas ofensivas que alientan a un nivel de consumo desmedido y falto de control. —¿O sea que vos decís que serían las propagandas las que me hacen querer oler el alfajor? —En principio, esa parece ser la causa más importante. La canción que usted cantó hablaba de oler el alfajor y sentirse feliz. —Pero, ¿por qué me afecta esa sola propaganda? Yo miro tele de noche, antes de quedarme dormido y pasan propagandas de un montón de cosas: de vinos, de galletitas, de gaseosas, de relojes y no me acuerdo qué más. Y no me dan ganas de nada de eso. —Bueno, eso lo vamos a ir descubriendo juntos a medida que vayan transcurriendo las sesiones, Jorge. Pueden ser muchos factores los que influyan en ese comportamiento. —Está bien. Pero no me voy más tranquilo. Me asusta. La verdad que me asusta. —No, Jorge, no se preocupe. Está bien que le preste 20


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atención al tema, pero no se alarme demasiado. Mire, para que se quede tranquilo, le cuento algo: Tengo un fanatismo casi desmedido por la mayonesa Imperial. —¿Imperial? ¿Cuál es, la del sobre azul? —No, la verde. La única que es verde. —Ah, sí. Ya sé cuál es. Nunca la probé. —La de la canción que dice “No hay nada igual a la Imperial, la mayonesa del pibe ideal”. Y después la voz en off “Mayonesa Imperial, desde Napoleón hasta Alejandro Magno, con el liderazgo total”. —Sí, sí, la ubico. Pasa que no soy de comer mayonesa. Pero está buena la propaganda, es la que están esos dos, Napoleón y el otro, haciendo sánguches con un montón de mayonesa. —Claro, esa misma. —¿Y no la podés parar de comer? —La verdad que no. Me encanta. Le pongo a todo un poco de mayonesa: a la carne, al pollo, al arroz, a las ensaladas. Incluso a la pizza, Jorge. Aunque le parezca asqueroso. —No, no me parece asqueroso, pibe. Está perfecto. Si a vos te gusta, está muy bien. ¿Otra mayonesa no te gusta? Hay como tres marcas más. —No, ¿sabe que no? Me parecen desabridas, muy artificiales. Capaz que la Laisa puedo llegar a comer, pero tampoco. —La mayonesa El Colorado me parece muy rica. Igual 21


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uso poca. A una milanesa le puedo poner un cacho, pero apenas, por arriba. —No, no. A mi entender, es espantosa, Jorge. Me causa repulsión. Es demasiado espesa. Parece un engrudo. —Lo que tiene de bueno La Imperial es la propaganda ¿no? —¿A qué se refiere? —A eso, a la propaganda, que están Napoleón y el otro tipo… —Alejandro Magno. —Claro, Alejandro Magno. Y es como que te dicen que si la comen ellos que son emperadores, la tienen que comer todos los que quieran ser tan grosos como ellos. —Eeeh, sí… puede ser, es un buen análisis. —Fijate la propaganda de la otra mayonesa, la del coso azul. ¿Cómo es que se llama? —Laisa. —Esa. Mayonesa Laisa. Aparece una mujer con un delantal poniéndole mayonesa al sánguche del hijo y después la muestran poniéndole a una ensalada de papa con toda la familia sentada en la mesa. ¿Qué mensaje te da? —Entiendo a lo que apunta, Jorge, pero… —Te está diciendo que si comés esa mayonesa, vas a ser una señora muy delicada que atiende a su familia. Y un macho que se precie, no la va a querer comprar. —Volvemos a lo que le decía del bombardeo constante de… 22


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—Lo malo es que te va a joder la salud, pibe. ¿Cuánto hace que no te hacés un análisis clínico? —¿Yo? No sé, como dos años, más o menos. —Mirá, mi suegro se murió de un ataque al corazón por vivir comiendo pelotudeces así. Que la morcillita, que el salamín, que la manteca. Lo fulminó. —Sí, bueno, yo trato de cuidarme con otras cosas. —Tenía un amigo que se cagó muriendo hace un par de años. Primero le dio un ataque que lo dejó hecho un pelotudo. Internado como tres meses y después quedó en la casa postrado. Aguantó un tiempito y a la mierda. Se cagó la vida él y a toda la familia, todo por comer papas fritas, milanesas fritas, mayonesa, ese otro queso de mierda que parece de plástico y cosas así. —Sí, Jorge, entiendo. Yo, la verdad, que tengo que hacerme algún chequeo y cuidarme porque tengo antecedentes familiares de riesgo coronario. —Sos joven, dejate de joder. ¿Cuántos años tenés? ¿Treinta y dos, treinta y tres? —Treinta y cinco. —La puta que te parió, sos un pendejo. ¿Por qué no dejás de comer esa basura? —No puedo, Jorge. Usted no sabe lo que lucho para dejarla. —Es dejar de comprarla y punto. —No, no es tan fácil. ¿Usted cree que no sé todo lo que me dice, que esa porquería me está tapando las ar23


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terias? No puedo, Jorge. No puedo comer si no la tengo arriba de la mesa. A veces trato de comer rápido para no ponerle, y no aguanto. Le juro que no aguanto. Una vez pude comer una pechuga de pollo sola, sin ponerle mayonesa. Y al rato, tuve que ir a la heladera y comer un poco, directamente del envase. Lo chupé como si fuera un pote de yogur, Jorge. ¿Me entiende? No la puedo dejar. —Debe ser toda esa cosa de las publicidades. Capaz que tenés que buscar por qué te afecta tanto y te hace comerla con todo. —Sí, sí, tiene que ser algo profundo que se activa con un disparador impulsado por esas publicidades o tal vez por algún saborizante que la compone y que provoca cierta sensación de placer. —Pero, ¿no dicen que eso pasa con todas las cosas que tiene grasa y sal? —Sí. Es así. Pasa que no puedo terminar de entenderlo, Jorge. Sé cómo funciona el subconsciente, conozco los mecanismos cognitivos, los estímulos y las respuestas, las maneras para avanzar y evitar el estancamiento; y sin embargo, esto me bloquea. No puedo. Le juro que no puedo. —Bueno, pibe, calmate. Eso lo vamos a ir viendo de a poco. Vas a ver que en un par de semanas no la vas a comprar más. —¿Usted cree? —Olvidate, pibe. La semana que viene vengo de nuevo y lo seguimos charlando. 24




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