cuento

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el hombrecito y su gorro

Había una vez un hombrecito de ciudad que tenía un lindo carrito cartonero. Salía muy temprano a recorrer las sucias calles y veredas con el objeto de recolectar cartones, hojas de oficio tamaño carta (sic) y, -lo que es más importante aún-, todo género de periódicos: valiéndose de ellos compensaba su déficit cultural, pues cada vez que se encontraba uno botado, leíalo. Con el paso de los años su facilidad para la lectura fue in crescendo porque al principio no dominaba la materia, pero después, sí. O sea, era una especie de intelectual labrado a puro ñeque. De continuo su personalidad se hallaba en franca rebeldía con su sentido común. Se podía atribuir esto al hecho de que en verdad el hombre leía harto, y más aún, podía decirse que una especie de obsesiva devoción por las primeras planas era objeto de su más serio interés. Era común verle reaccionar con trémulo rostro cuando alguna noticia lo conmovía; o notar cómo su faz se deformaba hasta el delirio cuando contemplaba alguna foto del diario, sobre todo las que mostraban al señor ministro estrechándole la mano a algún gringo desaliñado en el acto de firmar cierto acuerdo comercial (trascendental para el logro de los objetivos de nuestra economía social de mercado); o cuando contemplaba el retrato de algún político, o bien, la pose anodina y extravagante de algún tristemente célebre, archiconocido y recalcitrante personaje de farándula. Era, también, común verlo llegar muy tarde a casa y observar el zigzagueante resplandor de una vela flameando hasta altas horas de la madrugada encendida por su obstinación de lector empedernido. Todo esto debió provocar algún efecto nefasto en sus neuronas porque leer y leer era todo lo que hacía. Pero, ¡ojo!, la única forma que tenía el cartonero de conciliar el sueño era, sin duda alguna, la muda contemplación de los titulares de los diarios que acaparaba. El cartonero compartía sus sueños y frustraciones al amparo de una convivencia poco menos que paupérrima en compañía de su conviviente: una mujer que sin ser una Venus, al menos lograba cumplir –elementalmente, eso sí- sus funciones de concubina; sin embargo, no porque el cartonero tuviese sus facultades mentales perturbadas iba a enseñorearla con trazas de idealismo quijotesco porque bastante tenía ya con su propia realidad para estar ocupándose de otra que no fuera la suya; por lo demás su famélica figura, su carácter intratable y sus constantes rabietas -quejas y reproches por la falta de alimentos-, la hacían particularmente intragable tanto para él como para el resto del vecindario. Esta escasa apetencia afectiva que el malogrado cartonero sentía por su conviviente la compensaba con una desmesurada fijación por las primeras planas. A pesar de las circunstancias que pesaban sobre su existencia, se podía argüir, empero, que su leit-motiv; vale decir, su vida nómada, era la única balsa a la que se aferraba la precaria existencia de este náufrago moderno. Muy de mañana levaba las anclas de su carrito cartonero y remontando los desperdicios de su propia cloaca se lanzaba heroico y decidido en pos de idílicos itinerarios que iban de un basural a otro. Entre ires y venires la curiosa afición de nuestro personaje íbase labrando con el fuego fatuo de su imaginación. El sólo hecho de leer la página ajada y descolorida de los periódicos que acaparaba en sus correrías, hacía que su mente incubara extraños pensamientos…


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