Federico Urales

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Los peque単os delincuentes

Federico Urales

LA NOVELA IDEAL


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Los pequeños delincuentes Federico Urales Extraído de: http://jjllsudeste-cultura.nixiweb.com/wpcontent/uploads/2013/06/Lospeque%C3%B1os-delincuentes.pdf

Sobre esta edición. Se conserva el texto original, únicamente ha sido adaptada la acentuación y se han corregido los más obvios errores. Juan Puentes Juventudes Libertarias Elche-Vega Baja Mayo 2013

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¿Por qué La Novela Ideal? -En primer lugar, por su estilo simple y didáctico, que a través de diálogos plagados de ingenio es capaz de llegar a cualquier lector y, quizás en especial, a la juventud. Sector de la sociedad al cual nos agradaría llegar con esta reedición tal como la obra original lo hizo en su época. -Por su formato de novelas breves, que posibilita un fácil acercamiento por parte del lector a pesar de lo extenso de la obra (más de 590 novelitas). -Porque a pesar de la fecha en que se editó (1925-1938), trata temas que todavía pueden considerarse de plena actualidad sin ser farragosa. Además, puede resultar útil como acercamiento a la sociedad de los años 20-30, que a pesar de parecer tan lejana en el tiempo, guarda bastantes similitudes con la sociedad de nuestros días. -Por la variedad de los temas que trata; desde temas antirreligiosos, de propaganda libertaria y amor libre hasta “la mujer moderna” o el tratar de superar los prejuicios sociales. -Por pertenecer a un género que en la actualidad escasea, novela rosa de autoría anarquista; y por ser perfecta combinación de historias de amor, emociones y sentimientos. Siendo además literatura popular innovadora y revolucionaria en su fecha de aparición. -Por ser altavoz de la moral anarquista, que tan necesaria es recuperar. Tanto en los círculos militantes como en la sociedad en general. Digno de mención es el hecho de que lo haga de forma tan discreta que incluso pasaba la censura correspondiente en tiempos de Primo de Rivera. -Por no existir reedición alguna de esta obra y, en caso contrario, correr el peligro de quedar relegada al polvo que en las pocas bibliotecas que se conservan estas novelas ya las cubre. En palabras de sus propios autores y editores: ‹‹LA NOVELA IDEAL será casi el regalo que la pujanza de LA REVISTA BLANCA ofrece a sus lectores y público, con el propósito de interesarle, por medio del sentimiento y la emoción, en las luchas para instituir una sociedad sin amos ni esclavos, sin gobernantes ni gobernados. Advertimos que para redactar novelas tal como nosotros las deseamos, interesantes y amenas, se necesita saber escribir y además, haber concebido la sociedad apuntada. No queremos novelas rojas, ni modernistas, ni eclécticas. Queremos novelas que expongan, bella y claramente, episodios de las vidas luchadoras en pos de una sociedad libertaria. No queremos divagaciones literarias que llenen páginas y nada digan. Queremos ideas y sentimientos, mezclados con actos heroicos, que eleven el espíritu y fortalezcan la acción. No queremos novelas deprimentes ni escalofriantes. Queremos novelas optimistas, que llenen de esperanza el alma; limpias y serenas, fuertes, con alguna maldición y alguna lágrima.›› “La Revista Blanca, Nº 33. 1 octubre 1924” ‹‹Recuérdese que pedíamos novelas de pasiones y de ideas; de amor y de finalidad, que interesen por la fábula y convenzan por la razón.[…] No novelas cerebrales ni literarias en el sentido de escribir frases bellas sin trama ni sentimiento. Pasión, ideas y sencillez pedimos. Sólo de esta suerte interesaremos a los lectores.›› “La Revista Blanca, Nº 36. 15 noviembre 1924”

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Los pequeños delincuentes Federico Urales Por si resulta tristona esta novela que me dispongo a escribir, advertiré que, al coger la pluma, sufro fuerte depresión de ánimo. No estoy alegre, contra mi costumbre. ¿Por qué será? Varias circunstancias pueden concurrir a mi tristeza: Tener que pelear aún tanto contra los follones y malandrines del campo obrero, más por las querellas en sí, porque ellas suponen que continúe habiendo en los medios obreros quien no va de buena fe… Alguien podrá exclamar: Quizá estas luchas que sostienes, mejor se deben a tu carácter quisquilloso y pendenciero que a la existencia real de follones. No, amigos míos, no. No soy de natural quisquilloso y pendenciero. Al contrario, todo me parece bien y todo lo dispenso, aunque se haga mal, si se hace con buena voluntad. Si no siente uno estos o aquellos ideales, ¿por qué militar entre los que los sienten? El que no sea republicano, que sea monárquico; pero que lo sea de verdad. El que no sea socialista, que sea republicano; pero que lo sea de verdad. Y el que no sea anarquista, que sea socialista o comunista; pero que lo sea de verdad. Todo menos decir que se sustenta un ideal sin tener ninguna de sus virtudes y con el propósito de perturbarlo y explotarlo. Ver que algunos hacen lo contrario y que pueden hacer lo contrario un día y otro día, sin que se enmienden y sin que se les enmiende, echándolos del sitio donde no deben ni pueden estar, amarga, asimismo, un poco mis días. Puede que también los haya amargado la presencia de gente armada en nuestras última jiras. En la celebrada en la fuente de Can Corbera, del término de Rubí, no fuimos visitados ni molestados por la gente armada, pero se movilizaron los mozos de escuadra de la localidad y los de los pueblos vecinos, y a mí me cabe la duda de si en la masía cercana los había escondidos. Me hace sospecharlo el hecho de que, a pesar de haber pedido a la linda sirvienta de la casa que me permitiera dar las gracias a su amo por haber consentido que nos guardásemos de la lluvia en el zaguán, no pude lograrlo. -El señor está muy ocupado- me contestó la sirvienta al entrar yo en la masía, empezada la lluvia y después de la tormenta. El amo, no el

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masover de una masía catalana, en domingo no está tan ocupado que no pueda recibir las gracias por haber permitido que se guardaran de la lluvia en su casa unos excursionistas. Y la graciosa criada no se movía de la puerta entornada donde el amo de la heredad debía estar hablando con los que la guardaban de los niños, de las mujeres, de los jóvenes y de los viejos que habían ido a su finca a pasar unas horas de salud y alegría. Pero lo que nos ocurrió durante la jira celebrada en la fuente de La Cisa, sita en el término de Premiá de Dalt, no tiene nombre. Al llegar nosotros, a las 8 de la mañana, ya había más de cuarenta guardias civiles, apostados en las alturas, que nos vigilaron todo el día y que una vez que la juventud y la niñería, cansada de jugar y de cantar, se reunió, unos sentados en el suelo y otros de pie, para discutir los estragos que en el organismo humano causa el alcohol y el tabaco, los guardias dejaron las alturas para disolver la reunión. -Verá usted… Se intentó observarle. -Conmigo no se discute; se obedece- exclamó el cabo, creyendo que se las había con una tribu de forajidos o con un pelotón de soldados. Ante tal actitud, algunos niños, asustados, empezaron a llorar, y una joven, más sensible y más bella que otras, no pudiendo contener su indignación, dijo unas palabras que felizmente los guardias no debieron oír, dados los rumores de protesta y de desagrado que la actitud de aquella gente armada produjo. Y esta escena perturbadora de placeres y solaces y alteradora de temperamentos, serenos de por sí, puede también haber contribuido a la ola de tristeza que en este momento invade mi alma. Porque es lo que yo pienso: a los guardias se les habrá ordenado que vayan a vigilar a los casi malhechores o malhechores, mientras no se demuestre lo contrario, que han de reunirse en tal o cual punto, y como esa gente tiene de nosotros concepto tan equivocado y tan malo, cualquier incidente puede producir una catástrofe. Las autoridades todas tienen interés en confundir al sindicalismo y al anarquismo con el pistolerismo y el atraquismo, y con esta idea en la cabeza, que no hay quien se la quite, la menor indiscreción puede ser causa de una tragedia.

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Supongamos que las palabras pronunciadas, en un momento de indignación, por la joven a que antes he aludido, hubieran sido oídas por el que dijo: -Mis órdenes no se discuten; se acatan. Y que habiéndose intentado detenerla, los jóvenes allí presentes se hubiesen opuesto a detención tan injusta. Entonces los de las armas, creyendo que se las habían con los lobos, las lobas y los lobeznos del pistolerismo y el atraquismo, hubieran empezado a disparar sus armas contra aquellos malhechores y criminales. Los del grupo, que discutían sobre los estragos que en el cuerpo humano hacen el alcohol y el tabaco, estaban ya rodeados por el piquete que había descendido de las alturas, para impedir la reunión; en lo alto de la vertiente se hallaban atentos a lo que pasaba, los demás guardias hasta el número de cuarenta y seis. La matanza hubiera sido horrible, mucho más teniendo en cuenta que se trataba de criminales y de bandidos cuya muerte hubiera sido, antes que castigada, premiada. Y he de advertir, para que se vea cómo está servida la República, que entre los guardias civiles estaban los caciques del pueblo, que no tan sólo habían servido antes a la Dictadura, sino que la habían ayudado a proclamar. *** Puede, también, que haya contribuido a acentuar mi tristeza de hace algún tiempo lo que se me contó y vi en la jira de Rubí y en la de Premiá de Dalt. Allí estaban Angelita y Pablillo, ella graciosamente cargada con un ser que aun no se veía, pero que ya se dibujaba en proporciones marcadísimas, y él radiante de alegría, porque iba a ser papá de un niño que, necesariamente, ha de ser estupendo, de no darse un paso atrás, como ocurre algunas veces, lo daba hacia delante, como ocurre casi siempre, el hijo de la diablilla y del santito había de ser cual Adonis; más guapo que Adonis aún, porque de aquellos a nuestros tiempos han pasado algunos siglos de evolución física. La próxima a ser abuela, Rosario, también había acudido a la jira. No iba a quedarse sola en casa sin tener nietecitos a quienes cuidar. Cuando los tuviera, muy gustosa se quedaría en casa a cuidarlos, mientras no estuvieran en la edad de las correrías y de las diabluras, que muchas habrían de hacer a juzgar por las que hizo el diablillo de su madre. ¡Qué bien le sentaba a ésta el abultamiento circunstancial! ¿Por qué a unas mujeres es tan gracioso el período interesante y a otras no? Pregunta es esta que me he hecho muchas veces, siempre sin resultado.

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-Cargadilla vas, diablillo -le dije al verla-. De aquellos polvos salen esos lodos o de aquellas noches salen estos días. -Voy cargada, pero muy a gusto. -¡Ya lo supongo, mujercita! ¿Qué tal la vida? -En casa, de primera; cuando voy por la calle, sólo de segunda. -¿Impertinentes, eh? -Los hay estúpidos. -¿Todos estúpidos? -Le diré; todos no. De cuando en cuando se encuentra algún gracioso. -¡Cuéntame, chiquilla, cuéntame!... Te advierto que no quiero conocer más que las gracias; las estupideces para el que las dice. -No me acuerdo de las gracias ni de las estupideces. -Ya suponía yo que no me lo ibas a contar de buenas a primeras, pero también supongo que acabarás por contármelo. Siempre les gusta a los diablillos, cuando son tan lindos como tú, comunicar a sus amistades las galanterías de que son objeto. -¿Pero en mi estado? -Tu cara es la misma de ayer, quizá más graciosa y tentadora, y como no puedes negar que hay en la tierra un hombre feliz… -Pues ahí está la gracia. Uno me paró para preguntarme, muy en serio, que dónde vivía. -Nada tiene de particular la pregunta. -Sí lo tiene, porque era para establecer su domicilio cerca del mío y esperar a que enviudara. -La gracia es un poco fúnebre. -Otro me dijo, al pasar: ‹‹¡Quién pudiera ser el padre!››

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-Mujer, ¿a quién, al verte, no se le ocurre lo mismo? -Se ve que usted no encuentra hoy gracia por parte alguna. -Habiéndote encontrado a ti, sería una ofensa que no quiero inferirte… -Supongamos que usted no me conoce y que me ve ahora por primera vez; ¿qué me diría? -Tienes que hacer más suposiciones. Supón, además, que soy joven y no mal parecido. -¿Por qué ha de ser usted todo eso? -Para que no me sueltes un bofetón acompañado de un ¡arre allá! -Si fuese usted joven y no mal parecido, entonces no me diría nada. -¿Por qué, chiquilla graciosa? -Porque yo no me pararía a hablar con usted. -Pero yo te seguiría. -¿En el estado en que me encuentro? -Y te diría: linda primeriza, que sea ahora mismo para poder tener yo la inefable dicha de recibir antes que nadie la criatura más sana, hermosa y buena que se ha conocido. Y Angelita, halagada en su amor de madre, que ya sentía en mayor grado que su satisfacción de mujer bellísima, exclamó: -Por mi hijo y por su padre lo celebraría. -Y yo, además, por ti, porque si fuese bueno no daría disgustos a su mamaíta. Oyó mis últimas palabras Rosarito, que ya llamaremos Rosario, porque empiezan a salirle canas, y dijo acercándose a nosotros: -En nuestros días los hijos mejores son los que más disgustos dan a sus padres.

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-¿Te refieres a los que te ha causado Pablito? -Naturalmente. -Entonces no tienes razón, Rosario, porque tu hijo no te ha dado disgusto alguno. -¡No pensara como piensa! -¿Lo quisieras sin cabeza? -En su sitio la llevan algunos que no piensan como él. -Te equivocas. Los que no piensan como tu hijo, no tienen cabeza, y si la tienen de nada les sirve, que es peor que no tenerla. Tan no tienen cabeza y tan si la tienen de nada les sirve, que se alcoholizan bebiendo; que se envenenan fumando; que riñen por cualquier cosa; que se juegan el jornal; que no gustan del trabajo; que pierden el respeto a sus padres; que aman poco o nada a su madre y que por amarla poco la dan diez disgustos al día. ¿Quisieras tú un hijo tal? -No. -¡Pues elige! O los hijos han de pensar como piensa el tuyo o han de querer a sus madres tanto como Pablillo te quiere a ti o han de ser tal como te lo he pintado antes. -¿Y no puede haber un término medio? ¿No puede haber hijos muy buenos y no tener ideas que hagan sufrir a sus madres? -Te diré, Rosario… -Como esto va para rato –observó Angelita-, me voy a sentar. -Nos sentaremos los tres –repuse yo-, porque también yo estoy cansado. Y buscamos sitio donde sentarnos. Cerca de nosotros lo hicieron varios amigos y amigas, amiguitos y amiguitas. -Te diré, Rosario. Las ideas están en relación con los sentimientos. Cuanto más tonto es un hombre, menos ama, hasta llegar al idiota y al loco, que han perdido todo sentimiento. Cuanto más inteligente es el hombre, más quiere porque su capacidad intelectual está en relación con su capacidad sentimental. Si los padres queremos hijos que nos amen, hemos de quererlos inteligentes; si los tenemos inteligentes habrán de 10


comprender que este mundo está mal constituido, injustamente constituido, querrán remediarlo y combatirlo. ¡No hay más dilema! ¡O hijos inteligentes, con todos los sentimientos de la inteligencia, o hijos tontos, con todos los peligros y todas las insensibilidades de la tontería. Por lo demás, tú, Rosario, has de preguntarte qué motivos había dado tu hijo para ser encarcelado y perseguido. -Ninguno. -¿Y pues? -Si no tuviera las ideas que tiene, la policía no se metería con él. -¿Y por qué no discurres de otro modo? Por qué no piensas: Si en el mundo no hubiera intereses encontrados, no habría ideas que son delictivas sólo por ir contra aquellos intereses y entonces a nadie se perseguiría por sus ideas. -Porque estimo más fácil que mi hijo deje de pensar como piensa a que vea un mundo como usted dice. -Pues te engañas en esto también, como se engañan cuantos persiguen y matan por opiniones y herejías. Cuando se tiene una cabeza como la nuestra, es imposible que dejemos de pensar como pensamos, como imposible es que dejemos de querer como queremos. Si fuera posible que dejáramos de pensar y de querer, o que pensáramos y quisiéramos a gusto de los que persiguen los pensamientos, en el mundo no habría habido herejías ni evolución del pensamiento. Se hubiera atascado ante el primer verdugo y a la vista del primer instrumento de tortura. ¿El pensamiento no se ha parado a pesar de todas las persecuciones y de todas las torturas? Pues es señal de que no ha sido posible pararlo y de que es más difícil que tu hijo deje de pensar como piensa a que este mundo deje de ser tan injusto como es. -¡Pero si son muchos más que nosotros! -Ellos cada día serán menos y nosotros cada día seremos más. -¡Pues esperemos a ser más! -¿Para que tu niño no sufra? -Para que no suframos las madres de tanto joven como hay aquí y de tanto niño como mañana será joven. 11


-No es posible parar al Sol. -¿Tan difícil resulta prescindir de ciertas ideas? Yo conozco a muchos que las han cambiado. -No las sintieron nunca. Y aun esos no podrán presentar vidas ejemplares. Ahora mismo se ha publicado un Manifiesto de unos que, según ellos, fueron y dejan de ser. No fueron nunca, no porque yo lo diga, sino porque lo dicen sus propias vidas. Débiles para ganar el pan con su esfuerzo personal, son como los perros que siguen al que les da de comer. Y ahora el que les da de comer es el Ayuntamiento, la Generalidad o la República. Y no hay más. -Pero viven mejor que nosotros. -También te engañas, Rosario, a no ser que para ti no haya más vida que la del vientre. Gusanos y no hombres seríamos si no tuviéramos otra. Hay una vida moral superior a la material. Hay, también, una vida intelectual. Y estas vidas nos dejan más satisfechos después de haber realizado una buena acción, que después de haber comido un buen plato. Así pues, no vive el mejor de los mundos el que mejor come, sino el que mejor obra. Y tanto es verdad que las buenas vidas materialmente consideradas no dejan recuerdos en las almas humanas, que un hombre puede comer muy bien durante toda su existencia, sin que nadie sepa una palabra de él ni de él hable. En cambio, un hombre obra bien toda su vida y sus obras se recuerdan siempre. Hasta las recordarán aquellos que sólo han procurado vivir bien materialmente. *** Conversaciones como la que se acaba de contar o parecidas, se sostienen muchas en las jiras. Al poco tiempo de llegar al sitio de antemano designado, ya se forman los corros; unos para jugar, otros para cantar, y bastantes para charlar y discutir. En la de Rubí, que es la de que ahora hablo, estuvo Martínez Novellas, el conferenciante continuo. Martínez Novellas está siempre en plan de conferencia, así como Federica y yo estamos siempre en plan de juego cuando vamos a las jiras. De conferencias y de mítines estamos dando siempre en casa con la pluma en la mano y a las jiras vamos a divertirnos, y, sobre todo, a mover las piernas. Sin embargo, no dejamos de reconocer que a la mayoría les gusta la charla y la discusión, sin duda porque durante toda la semana no han podido charlar ni discutir sobre los problemas de la vida que les interesan y afectan. Pero es indudable que hasta en las jiras, sobre todo en las numerosas, tenemos espías y que los espías deben decir a los que 12


los mandan a ellas que en las jiras se hace propaganda y se discute como si fuesen mítines y conferencias. Han de demostrar que ganan, con creces, lo que por espiar se les da, y exageran la nota. Quizá a esas confidencias se debe, en parte, la vigilancia que últimamente las autoridades han puesto en las jiras y que llega al aburrimiento y al fastidio, no porque hayan de oír cosas prohibidas, sino porque es ofensivo, fastidioso , vergonzoso y ridículo al mismo tiempo, tener que comer y que reír y que cantar y que jugar vigilados por la guardia civil, y que eso mismo hayan de sufrirlo los coros de niños, de jóvenes y de mujeres que van a las jiras en busca de sol, aire y diversión, que es además, a lo que vamos todos. Mientras nosotros jugábamos y Martínez Novellas charlaba ante un gran número de amigos y compañeros sobre ciencias históricas y sociales, temas perfectamente legales, cayó un chubasco, que es cuando tuvimos que refugiarnos en el zaguán de la masía donde vive el amo de la heredad y en cuyo portal leímos: Ave Maria Puríssima. Sens pecat fou concebuda (Sin pecado fue concebida), que eran las palabras con que siglos atrás y hasta la segunda mitad del pasado, se saludaban y llamaban al mismo tiempo, cuando se pretendía entrar en casa ajena. Nosotros, mi madre y yo, cuando íbamos los dos a vender tela a la Selva del Campo, que es de los pueblos de la provincia de Tarragona el más fanático y católico, lo hacíamos. Nos parábamos en el zaguán de las casas con los fardos a cuestas y gritábamos: ¡Ave María Purísima!, y sin que se nos contestara: Sens pecat fou concebuda, no entrábamos. Pero ya todo esto se ha perdido hasta en la Selva del Campo, y verlo sobre el portal de una masía cercana a Barcelona es algo raro y extraño que recuerda tiempos pasados. Sin duda el dueño de Can Corbera es un ser de ideas y de costumbres medievales, si es que las sostiene con fe. Reunidos en el amplio zaguán, los que en él pudimos entrar huyendo de la lluvia, y después de esperar, mojándonos, el permiso para cobijarnos, vi, entre muchas, una cara guapísima que creí reconocer y que no había visto aún. Llamó mi atención que aquella cara simpática y hermosa rehuyera la mirada de mis ojos, y me acerqué a los suyos lo más posible. -¡Pepita! -la grité, ahuecando mi voz al convencerme de que a ella me dirigía-. ¡Ven, ven! Y la llevé a unas sillas arrimadas a la pared que la muchachería había respetado.

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-Siéntate y cuéntame. Sentada que estuvo a mi lado, la dije: -¿Por qué huyes de mí? ¿Por qué no has venido a saludarme? ¡Con lo que yo te quiero! ¿Si has concurrido a esta jira, por qué no concurriste a las otras? Has de saber, niña mía, que eres de todas mis criaturas la que más quiero. -Ya lo sé –me dijo-, y porque lo sé no había venido a saludarle. -Rara contestación la tuya. -Hubiera usted querido saber de mi vida y se hubiera disgustado mucho al conocerla. -Claro que hubiera querido saber de tu vida y claro que tú, para contármela, has venido a la jira, aunque luego no supieras si era mejor callarte. No, no; lo mejor es decir cuanto te pasa. Así tendrás un consuelo, un desahogo y un consejo, que es lo que necesitan todas las almas que sufren, para sufrir menos. Cuéntame qué ha pasado; qué ha sido de tu salvador, el joven novelista… -Murió. -¡Caramba, cuánto lo siento muchacha! ¿Y de qué murió? -Aun no he podido saber si fue de un accidente o un suicidio . -Yo sí lo sé: fue un accidente. A tu lado no puede suicidarse nadie; digo, si es que antes no ha perdido el juicio. -Puede, puede. -¿Qué me dices, chiquilla? ¡Cuéntame, cuéntame de una vez! -Ya se lo contaré otro día. Aquí estamos demasiado apretados. Y Acercándose a mi oído, añadió: -Nos está escuchando mucha gente y quiero que sea de mí para usted lo que le voy a contar.

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-¿Y por qué no has procurado verme antes? A no ser la lluvia que nos ha reunido en este zaguán, ni me hubieras saludado siquiera. -De no haberme visto usted, antes que terminara la jira le hubiera saludado. -¡Cuando ya no hubiéramos podido hablar! -Hay en la jira mucha gente y nunca le deja a usted solo la juventud. Cuando no ellos, ellas. -Ellas, las pobres, son las que más me interesan. Me hablan de mis novelas y de los pocos hombres que hay como los que yo pinto, y esto me agrada y a ellas también. Pero de todas maneras, tú eres de las preferidas. Te considero una de mis obras. -En más o menos, todas las jóvenes aquí presentes son obra de usted. Unas como yo, porque usted nos ha creado y otras porque en sus creaciones, se forman. -Sí, sí; me voy convenciendo de ello, porque ellas mismas me lo confiesan. Ya comprenderás que esto a mí me alaga y me obliga. Pero mira, no desvíes el diálogo de ti, que es ahora lo que más me interesa. -Ya le he dicho que otro día. -¿Dónde nos veremos? -Donde se celebre la otra jira. -Si has de decirme en otra jira lo que yo tanto anhelo, ¿por qué no decírmelo en esta? -Por varios motivos: porque es ya tarde; porque deseo hablar con usted más solos, y porque me da mucha vergüenza tener que contarle ciertas cosas. Temo que me regañe por mi vida. -No creo que la hayas llevado mala. -Desgraciada. -A una vida desgraciada no vale reñirla. -Es que de mi desgracia quizá tenga yo la culpa. 15


-No lo creo. Eres demasiado inteligente y demasiado buena. -Lo malo es que, cuando llegamos a cierta edad, no pensamos más que en casarnos. Lo da la vida. Lo da también nuestro orgullo de mujer. La que no se casa, a sus ojos y a los ojos del vulgo, al llegar a cierta edad, se considera humillada y ofendida, y para salvar esa ofensa y esa humillación, nos cansamos sin mirar mucho con quién. Luego tocamos las consecuencias. -¿Qué entiendes tú por casamiento? -Vivir con un hombre. -¿Sin más ni más? -Sin más ni más. -Luego a ese hombre puedes dejarlo cuando te plazca. -Es un error de los que no son mujeres. Claro que podemos dejarlo, pero no en igualdad de condiciones con que nos pueden dejar los hombres, cuando se cansan de una. -¿Hablas por los hijos? -No, por algo más sutil. Estableceremos pronto el amor libre, pero costará mucho establecer la mujer libre. Aun unidas libremente, estamos sujetas al predominio del hombre y al qué dirán de una de las propias mujeres, al qué dirán de una de una que se equivocó una vez, que puede equivocarse dos, y que, al llegar a cierta edad, no puede esperar más hasta para su propio decoro y porque no hay mercado libre. -Es muy interesante cuanto me dices, Pepita, pero explícame lo del mercado libre, porque estas jóvenes que nos escuchan lo querrán saber también. -El amor no será libre y por tanto no lo serán las mujeres, mientras nosotras no podamos elegir. -Esto me parece muy bien y seguramente que también lo parecerá a las jóvenes que están presentes. -Es que aun no he concluido y que quizá lo que me falta por decir, les parezca libertinaje e inmoralidad a estas jóvenes que no conocen a los hombres, ni al matrimonio, ni al amor libre.

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-¡Dí, Pepita, dí! -Habla una mujer joven que ha sido soltera y soltera de verdad largos años, y que estuvo casada sin intervención de cura ni de juez. Las uniones libres no son libres, precisamente porque son uniones. Desde el momento que se establece un pacto para vivir juntos, ha desaparecido la libertad. -¡El pacto puede romperse, chiquilla! -¿Sí, eh? Rompa, rompa usted el pacto siendo mujer. -Para poderse romper son los pactos. -No. Los pactos son para poderse atar y no para poderse desatar. El amor no será libre, mientras se le diga a la gente: ‹‹Nos vamos a unir libremente; desde hoy en adelante no extrañéis ciertas cosas.›› ¿Qué necesidad tiene la gente de saber lo que una hace? ¿Ni qué necesidad hay de vivir unidos hasta que nos cansemos, que nos cansaremos? Queremos la vida de la naturaleza, pero hasta cierto punto. Y el punto es una nueva moral que los partidarios del amor libre han establecido, como establecían su moral los defensores del matrimonio canónico. Yo quiero ser libre, completamente libre en amor, y para serlo ni he de crear hogar (pacto, unión), ni he de comprometerme en nada. El amor dirá en todo momento. Ahora usted, novelista, partidario del amor libre y de otras cosas, ponga usted una mujer así en este mundo. Póngala solamente en una de sus novelas y ya verá lo que le pasa. -¿Y si tiene hijos –le preguntó una joven de las oyentes, o es que no han de tenerse? -Hijos tienen los pajaritos. -Pero son dos. -Hasta que los hijos pueden valerse; después cada uno por su cuenta, los hijos y los padres. -Sí, pero la naturaleza les provee la mesa– observó otra muchacha. -Ahora ha dado usted en el clavo –contestó Pepita que estaba en todas-. ¡Que entre la naturaleza y el hombre no haya más leyes que las que cada uno de nosotros lleva dentro de sí, y estableciendo el mundo para todo el mundo, quedarán resueltos todos los problemas de orden moral, social y 17


físico. La idea o el partido que resuelva el problema sexual de la mujer tendrá de su parte todas las mujeres. Con la particularidad de que si no se hace así, siempre habrá problemas. -Problemas es bueno que los haya –dije yo-. Lo esencial es que desaparezcan las luchas, que desaparezca la fuerza; que los problemas se resuelvan por convicción y no por imposición. Pero Pepita, como si obedeciera a una idea permanente en su cabeza, repuso, sin hacer caso de mis observaciones y dirigiéndose a mí: -¡Vaya usted, vaya usted a escuchar las conversaciones que sostienen las jóvenes en fábricas, talleres y despachos, y hasta quizá en salones. Muchas dicen: ‹‹Yo prefiero tener un hijo sin marido, a quedarme sin marido y sin hijo››. Este es el problema del amor, el gran problema de la mujer, problema que no resuelve por completo el amor libre con la misma moral del matrimonio. Y lo dicen jóvenes serias, honestas, nada casquivanas ni coquetas. Recaban el derecho al amor sin hogar matrimonial, ya que no hay amor ni hombres para todas, y ya que el amor es sólo de una o de dos primaveras. La de Pepita era una nueva visión del amor libre, quizá era una nueva visión de la vida libre, tan ajena, no sólo a la organización del Estado, sino a la organización de la propia sociedad y de la propia existencia. Dejémosla como una estrella del norte social que guíe a las humanidades hacia lo que nunca tendrá fin… Fue pasando la tormenta. La lluvia era cada vez más débil. El Sol salió de entre las nubes cuando aun goteaban y nosotros salimos del zaguán por debajo de aquellas letras que decían: Ave María Purísima. Sin pecado fue concebida, que tan lejos estaban de nuestros pecados, porque los nuestros son pecados de vida y de salud, y aquellos lo eran de hipocresía, enfermedad y muerte. Delante del portal de la masía había una era. Por ella nos paseamos un momento Pepita y yo, esperando que otra vez se encaminara la comitiva hacia el bosque donde murmuraba la fuente. Pregunté a Pepita que con quién había venido a la jira. Me contestó que con su madre, porque su hermano se había casado y su padre había muerto en un accidente del trabajo. No quiso decirme dónde vivía pretextando que antes había de hablar conmigo largamente.

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-Pero ¿cuándo? -Durante la próxima jira, a la que acudiré temprano, si se hace público el sitio. La próxima jira, después de la de Rubí, era la que se acaba de celebrar en Premiá de Dalt, en medio de la guardia civil y vigilados por ella. Una vergüenza para todos. *** A la fuente de La Cisa llegamos los de casa con varios compañeros de Barcelona y los de Premiá que habían acudido a la estación, a las ocho y media de la mañana. Había aún poca gente y poco me costó comprobar que Pepita no había llegado. Nettlau y yo nos descargamos de las mochilas y nos sentamos debajo de un algarrobo. Federica, María y Magda se fueron a saludar a la gente conocida que había llegado antes que nosotros y a poco saltaban a la comba o jugaban a la gallina ciega o a los viudos. Pronto vi llegar a Pepita; me fui a su encuentro y después de saludarle nos alejamos un poco de los demás por entre el bosque de algarrobos que circundaba la fuente. -Ahora que estamos solos –me dijo Pepita-, le diré que tengo unas ganas locas de tratarle de tú. -¡De tú me hablabas antes! -No lo recuerdo, pero ya que ha muerto mi padre físico, deja que te estime mi padre moral. -Repito lo mismo, tal me considerabas antes… Cuéntame ahora que aun podemos estar solos; más tarde nos será muy difícil. -Yo no sé –empezó diciendo Pepita- lo que debe sufrir una mujer al lado de un hombre miedoso y pusilánime, pero sé lo que se sufre viviendo con un hombre temerario, siempre en estado heroico. -¿Hablas por el joven novelista? -Sí, hablo de Reinaldo.

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Yo celebraba casi que hubiese resultado ful el joven autor de novelas que encontraba las mías poco literarias, sin fijarse en sus muchas ideas y en sus muchos sentimientos. Lo único que sentía es la mala vida que podía haber dado a Pepita. -Aquello de: ‹‹Hay momentos en la vida de los hombres…›› se acentuó de tal modo que lo expresaba diez veces al día, y, lo que era peor, lo practicaba lo menos dos. En una ocasión dio de palos a un hombre que pegaba a un niño. -Estaban bien los palos en aquel caso. -Sí, pero el que pegaba al niño era su padre, y el juez estimó justo que los padres peguen a sus hijos en ciertas ocasiones. -Discuto la opinión del juez. -Sí, pero no se pudo discutir su sentencia y Reinaldo pasó unos días en la cárcel y encima tuvo que pagar una multa. -Yo no la hubiera pagado. -Hubiera sido peor, porque tenía que ir yo a la cárcel todos los días, perdiendo el jornal y la comida. Otra vez un perro enorme se echó encima de otro perro chiquito; lo mataba, y por salvar la vida del perro chico, Reinaldo tuvo que matar al grande a tiros. -Aparte lo de los tiros, no está mal. -Sí, pero salió de su casa el amo del perro grande y se liaron a tiros los dos. Suerte que no se dieron, pero a mi compañero lo condenaron a seis meses de cárcel, y durante ese tiempo tuve yo que perder el trabajo y traerle la comida a la cárcel; no había de permitir que comiera rancho. No sabe usted los apuros que pasé para darle de comer tan largo tiempo. -Otras hacen lo que tú. -Sí, pero no por liarse a tiros con un perro, o con dos perros, porque el amo del perro era otro can. Si le decía: ‹‹Ya ves las consecuencias de tus actos››, él contestaba: ‹‹Hay momentos en la vida de los hombres…››. Te digo que eran demasiados momentos. Nos fuimos a Mallorca unos días. Allí es costumbre, costumbre que será todo lo fea que se quiera, pero que es costumbre del país, trabajar en el campo lo mismo los hombres que las mujeres. Hacen igual trabajo: aran, cavan, siegan. Mi compañero increpó 20


al padre, al marido o al hermano de una mujer que trabajaba cual si fuera un gañán a sueldo. ‹‹-¿Y a usted qué le importa?- le contestó el labriego. ››-Ya lo creo que me importa –contestó Reinaldo-. Me importa todo lo humano y lo divino.›› Primero se liaron a insultos, luego a terrones, y, a no ser por mí, que me interpuse, aquel labriego y aquella mujer acaban con mi compañero. -¿También ella? -¡Ya lo creo! Los más gordos y los más certeros terrones, de su mano salían. -Tu compañero había tomado en serio a Don Quijote. -Chiquito se quedaba Don Quijote al lado de Reinaldo. En la mancha, según tengo entendido, las mujeres no sólo aran, sino que tiran del arado aparejadas con un burro o con un buey, y Don Quijote no se metió con aquellos labriegos ni con aquellos bueyes… En otra ocasión pasaba por la calle del Mediodía, cuando oyó que un chulo amenazaba a una de aquellas mujeres que habitan la calle. Reinaldo se fue hacia él y le dijo: ‹‹-Como le pegues, te doy un bastonazo.›› -Esto no está mal- observé yo. -No está mal según en qué barrio y según a qué gente. De momento los dos se volvieron contra mi compañero, y al poco tiempo más de cincuenta hombres y mujeres le golpeaban. Basta que diga que le pegaron cuatro navajazos, a consecuencia de los cuales estuvo varios días entre la vida y la muerte y dos meses en el hospital. Yo tuve que ir a verle y llevarle algo, teniendo en casa a mi padre moribundo ocho días, para al fin morirse. Un hombre como aquel no debería casarse, porque estaba destinado a no hacer más que víctimas. -Verdad es. ¿Y cómo acabó? -Como había de acabar: en temerario y heroico. El verano pasado vivíamos en el barrio de la Salud. Por la noche, después de cenar, nos sentábamos un rato a tomar el fresco cerca de la puerta de un pequeño jardín que teníamos al lado de la torrecilla. Estaba yo acariciando un 21


gatito que teníamos, por cierto muy lindo, muy juguetón, gracioso e inteligente, cuando de repente pasó un perro que se dio cuenta del gato y que se dirigió hacia él con las intenciones que es de suponer. El gato, horrorizado, dio un salto y se cayó en un pozo que había allí cerca. Pues has de saber que detrás del gato se tiró mi compañero de cabeza. Yo, como si se me hubiera pegado su heroicidad o su locura, porque no sé cómo llamarlo, me iba a tirar de cabeza al pozo también; pero lo impidieron mi madre y unas vecinas que con nosotros tomaban el fresco. Por poco que se tardara en acudir en auxilio de Reinaldo, cuando se encontró un heroico que quisiera bajar al pozo, mi compañero se había ahogado. -Comprendo que uno exponga su vida por salvar la de un semejante; pero por salvar la vida de un gato, no. -Naturalmente. Por esto me hubiera tirado yo al pozo, pero no por salvar al gato, sino por salvar a Reinaldo. -Yo no sé cómo llamarán los especialistas a la enfermedad que padecía tu compañero, pero que estaba enfermo de una enfermedad muy rara, por cierto lo tengo, y que seguramente ya la padecía cuando te salvó a ti. -¡Cuando me salvó a mí! Suerte fue para él que viniera el barquero y nos sacara a los dos del agua, porque sino aquel hubiera sido el último momento de Reinaldo. Todo el mundo, y yo también, lo tuvo por una heroicidad, cuando no fue más que una locura, no sabiendo nadar, como no sabía. -No digas, que bastante te gustó a ti. -De momento, sí; pero después lo he sentido mucho, porque sin él me hubiera salvado también y no me hubiera casado con su locura. Tú no sabes, amigo mío, lo que me hizo sufrir su manía. Todo tiene sus límites y hay que saber medir. Estrellarnos contra lo imposible, no. En su caso, no había siquiera la grandeza de poder exclamar: ‹‹Muero, pero muero por haber protestado de una gran injusticia o por defender una gran idea››. Su actitud fue un suicidio continuo, hasta que no se le pudo salvar. Que no me den más temerarios ni heroicos. Valentía serena es lo que yo quiero. No buscar el peligro, pero afrontarlo cuando se presente. Dar la cara por dignidad y por idealidad, pero sin menospreciar la vida. El hombre que no da valor a su existencia, no tiene mérito el hecho de perderla. El mérito está en perder la vida queriéndola mucho y defendiéndola hasta el último momento. Así entiendo yo el equilibrio

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entre la vida y la muerte, entre el valor y la cobardía, entre el ideal y la dignidad. -¿Sabes, Pepita, que has aprendido mucho? -Ha sido la vida mi mejor maestra. -Hija, otras son más viejas que tú y no discurren como tú. -¡Quizá no han sufrido tanto! -Algunas sufrieron más. Es cuestión de ver claro, de tener talento. -Y sensibilidad. -¡También, también! -Porque a mí muchas de las ideas me entran por los sentidos. Primero siento el dolor o la alegría y luego pienso sobre aquella alegría y aquel dolor. De manera que en mí los pensamientos no son la consecuencia de una serie de raciocinios, sino de una serie de sentimientos. Opino por sensibilidad. Es todo el sistema nervioso que impulsa el cerebro, no es el cerebro que impulsa el sistema nervioso. -¿Sabes que quizá hayas descubierto la diferencia que media del pensamiento masculino al femenino? ¿Sabes que quizá la mujer piensa por lo que siente y el hombre siente por lo que piensa? -Yo no me he propuesto descubrir nada. Digo solamente lo que noto en mí. -Y yo voy aprendiendo mucho en lo que tú notas. Dime ahora lo que te ha pasado desde la muerte de tu compañero hasta este momento. Me interesa más lo que ha pasado dentro de ti que lo que ha pasado fuera. Es decir, me interesa más lo que has sentido que lo que has hecho. -Maestro, la novela de hoy será una novela psicológica y un poco melancólica. -Lo que sea; melancólico y pesimista me siento también. -Y que quizá no guste a tu público, que quiere aventuras de amor. -Luego vamos a correr una tú y yo. 23


-¡Si no fueses tan viejo! -¡Bueno, ya me has aguado la fiesta, chiquilla! -Déjame que te estime mi padre. -Estímame lo que quieras, pero no me amargues la vida. El día que yo pierda la ilusión de que aun ilusión inspiro, romperé la pluma y quizá otras cosas. Y no vayas a creer, ya la voy perdiendo. -¡Voy a ser piadosa contigo y no quiero matar ilusiones! -Eres cruel, Pepita, porque matas mis ilusiones. Y no pude contener las lágrimas. De verdad, ¿eh?, de verdad, que no es novela ahora: no pude contener las lágrimas. -Anda, no llores –me dijo Pepita, secando mis lágrimas con su fino pañuelo-. No llores, que yo te quiero mucho. De tus criaturas, soy la que más te quiero, y cuando te mueras seré la que más flores deposite sobre tu tumba. -¿De veras? -De veras. -Acércate, que voy a decirte una cosa al oído, pero por favor no se lo digas a nadie hasta que me muera. No sé por qué, estos días pienso en la muerte. Hace unos cuantos meses que pienso en la muerte. -¡Me vas a poner triste! -Ya lo sé. Te voy a poner triste, porque me quieres. Estoy enfermo, Pepita, no sé de qué. Quizá del mal de notar que envejezco. -El que nota que envejece, no envejece. -¡Y si lo nota, es horrible! -Esto, seguramente, no será más que una depresión moral; quizá un gasto excesivo del sistema nervioso. Descansa, descansa; tu sensibilidad ha trabajado mucho.

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Yo me quedé más pensativo y más triste que nunca ante las invocaciones cariñosas de Pepita. La inteligente y hermosa muchacha me contempló buen rato y, como si obedeciera a un propósito santo, se levantó, se acercó a mí, me meció la cabeza cogiéndola con ambas manos y me dijo: -¡Arriba el ánimo! ¡Arriba la fe en ti mismo! ¡Arriba la fe en los hombres y en las mujeres! -Bien haces en invocar las mujeres. He de decirles adiós, adiós para siempre, para siempre… Yo que tanto las quise. Pepita, entonces, se sentó sobre mis rodillas, diciendo: -¿Qué es eso? ¿Habré de llamar a la Diosecilla para que me ayude a fortalecer tu alma? -¡Pobre alma mía, sin la fortaleza del cuerpo! -¡Estás enfermo de verdad! ¡Ojo con la neurastenia! -Lo decía, Pepita, antes que tú figuraras en esta novela. No sé lo que me pasa ni por qué me pasa; pero me siento otro, más triste y más débil. Pepita arrimó mi cabeza sobre su robusto seno y me acarició con su blanca mano. -¡Qué bien estoy aquí! –le dije- y ¡qué bien me sientan tus caricias! -¿Vuelve en ti el optimismo? -¡Si se pudiera vivir siempre así! -Como para inocularme vigor, Pepita empezó a besar mi frente. Pero de verdad, que no es novela ahora. -Dime –repuso- aquello que querías decirme antes al oído. -No te lo digo hoy porque me queda tiempo para decírtelo. -¿Hay esperanzas? -Sí. Estoy muy bien recostado en tu seno y acariciado por tu mano. ¡Ya te lo diré otro día!

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-¿Ya no piensas en morirte pronto? -Es este quizá el último eco de mi juventud. Se está muy bien apoyado en tu seno y acariciado por tu mano; pero siéntate donde lo estabas antes, que, más que mi bien, quiero el tuyo. Nos están observando. Pepita hizo lo que yo le decía, pero no sin protesta. -¿Ves, ves –exclamó- la tiranía de nuestra moral? ¿Qué daño hago a nadie ahora? ¡En cambio, yo sé que te hago un gran bien! -Dime cosas de tu vida– exclamé yo, comprendiendo que tenía razón, pero no queriéndosela dar. -¿Pasó la tormenta? -¡Ya lo ves! El sol luce de nuevo sus galas ardientes y mis ojos brillan más que antes. Como observara que algunas familias de compañeros empezaban a preparar las comidas, le dije a Pepita si quería comer con nosotros. Ella contestó que traía comida y que quería comer sola y apartada del bullicio. Nos despedimos los dos, quedando en que, después de comer, nos veríamos de nuevo allí mismo. *** -¿Cuándo te vas a enamorar de nuevo?- le pregunté por la tarde a Pepita, tan pronto la vi. -Nunca- me contestó. -¡Eso sí que es extraño! ¿Voy yo a inocularte ahora la fe en los hombres? -Yo tengo fe en el hombre; en los hombres, no. En el hombre de mañana; en los hombres de hoy, no. -¿Qué te pasa con ellos? -Que no quiero ser su esclava. -No te cases, pero enamórate. Sin marido su puede vivir; sin amor, no.

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-Muy bonito en la teoría; irrealizable en la práctica. Pon que estoy enamorada. ¿Qué hago yo con mi amor? -Decírselo y gozarlo. -¡Ah, sí! ¿Para que huyera y no le viese más en toda la vida? Prefiero callar y verle. Pon que un hombre se enamora de mí y que en el mejor de los casos me proponga un matrimonio o una unión libre. ¿Qué hago yo? Si le digo que sí, no sólo me ato a un ser que, cuando menos, se estimará mi protector, caso de que no se estime mi amo, aunque estemos unidos libremente, sino que me ato a lo desconocido. Si le digo que uniones no, pero que me voy con él o que él se venga conmigo hasta que la ilusión de los dos se desvanezca, se aparta de mí y no lo veo más en mi vida, como he dicho antes… No me interrumpas. Ya sé qué me vas a decir. Si no huye de mí, será con el propósito de pasar unos días agradablemente con esa loca guapa, de vida un tanto dudosa, porque dudosa ha de ser, para un hombre de hoy, la vida de una mujer que le proponga lo que yo le propondría. Me quedé un poco perplejo. -Así, pues, tu mal no tiene remedio- le dije al fin. -Me estimo una flor salida a destiempo o formada a destiempo, porque antes yo no era así. Quizá fuese mejor no tener las ideas que ahora tengo. Me hubiera casado con un animal y como Dios manda; hubiese recibido unas cuantas bofetadas creyendo que las merecía o creyendo que cuando me las daban era señal de que me querían, y en paz. -Tal vida no es digna de una mujer- repuse yo. -Pero quizá sería más feliz. -No lo creas; para ser feliz ha de tenerse conciencia de la felicidad y un inconsciente no la tiene. Los animales, satisfaciendo todos sus deseos materiales, no pueden ser felices, porque no tienen conciencia de las satisfacciones de que gozan. Si nos distinguimos de los animales es por nuestra conciencia, y el ser humano que no la tiene no ha llegado a ser humano. Eres más feliz tú con tu rebeldía consciente que la otra con su esclavitud moral y sus satisfacciones materiales. -Tienes razón, y es un consuelo para mí y para muchas que no se casan porque no encuentran un hombre digno de ellas. Quizá, quizá LA NOVELA IDEAL tenga su parte en tales mentes. Yo me limito a decirte: 27


cuando los hombres y las mujeres sean verdaderamente iguales; cuando el uno no dependa del otro, no sólo económicamente, sino moralmente; cuando desaparezca la idea de la propiedad del hombre y de la mujer, en la mujer y en el hombre; cuando no haya uniones libres alargadas fastidiosamente por no romper costumbres ni leyes y por temor a la crítica; cuando solamente hayan coincidencias más o menos largas, según el amor, sin presiones sociales de ninguna clase; cuando la mujer le pueda decir al hombre sin que el hombre se asuste: ‹‹¿Se quiere usted dar un paseo conmigo?››, entonces habrá llegado mi hora, pero entonces ya me habré muerto o habrá pasado mi juventud… A otro que no fueras tú tendría que advertirle lo que en mi alma significa lo del paseo, para que no creyera que quería remedar a los perros. El paseo o la conversación la quisiera para ver si me gustaba la moral de aquel cuerpo que me había gustado; para ver si se podían casar las dos almas, no sólo los dos cuerpos; casos que no se dan en los perros ni en ningún otro animal más que en el hombre, y aun en los hombres superiores… Y disculpa la molestia si antes dije que me estimaba una mujer superior… Ahora en los casamientos lo principal es el bolsillo y luego la figura. La inteligencia nunca se tiene en cuenta. Es ahora cuando empieza a darse importancia al casamiento de las almas. -Otra víctima, hijita- la dije tristemente. -No vayas a creer que no haya estado a punto de decirle a un guapo mozo: ‹‹Desearía hablar con usted unas cuantas horas o unos cuantos días››, pero no se lo he dicho por temor de perder las ilusiones si aceptaba mi oferta o si se asustaba de ella. -Yo, que tú, se lo diría. Si no aceptaba, buen viento. Si aceptaba y lo moral no correspondía a lo físico, otra ilusión nacería. -Quizá acepte tus consejos. -Te ruego que después me cuentes las consecuencias. -¿Para hacer más novelas a mi costa? -Para aprender un poco, porque las mujeres siempre ofrecen novedades -¿Y los hombres? -Hija, yo sólo me preocupo de las mujeres. He tenido este buen gusto toda la vida. Pepita se levantó y gritó: 28


-¡Vivan las ilusiones que vuelven! -¡Ojalá volvieran, Pepita, ojalá volvieran! -¿Has tenido algún desengaño? -¡Ah! Esta pregunta sí que me anima; me estimas capaz de haber recibido desengaños… Ello supone que alguna me habrá querido engañar. -¡Y tú que no lo digas! -Acércame tu mejilla, que la quiero besar. Por la verdad, si lo fuere, y por la intención de la mentira, si no fuera verdad. Pepita me ofreció sus dos mejillas, que fueron besadas al mismo tiempo que las mías. *** Hacia nosotros vimos venir tres mujeres. Eran Angelita, Rosario y una joven desconocida para mí. Hice la presentación. -Pepita, de La Tragedia (267). Rosarito, de La Repudiada (291). Angelita, de Los amores de un Pistolero (302). -Tanto gusto –exclamó Angelita con el corazón-. ¿Conque usted es la famosa Pepita? -¿Y usted el famoso diablillo? -Tenía muchos deseos de conocerla- dijo Rosario a Pepita. -Y yo también a usted. -Dejémonos de tratamientos –exclamó Angelita-. Pepita, estímame desde ahora tu verdadera amiga. -Y tú también a mí. Y se besaron las tres.

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-Esta –dijo Angelita, indicando a la joven que las acompañaba-, es la primera vez que asiste a nuestras fiestas de fraternidad y recreo, y está un poco cortada. -Naturalmente –repuso Pepita-, pero ya se acostumbrará. ¿De Barcelona o de Masnou? -De Mallorca –dijo Rosario-. Es la hija menor de la hermana menor de mi madre. -En la Isla, las mujeres están aún muy dominadas por el clero- advertí. -Yo misma –exclamó Luisa, que tal se llamaba-; pero, la verdad, esto me gusta; le encuentro no sé qué de agradable; como si le sentara bien a mi alma. -Como que responde a la naturaleza humana mucho mejor que todas las fiestas de la Iglesia –repuse yo-. Sin embargo –añadí-, su madre, señorita, no es lo que se llama una fanática. Lo demuestra lo que hizo por la madre de Pablillo al nacer éste. -No obstante, por el qué dirán, nos inclinan hacia la Iglesia. Y reparando en los corros que jugaban o cantaban, decía: -¡Esto me gusta mucho, mucho, mucho! -Federica –grité-, llévate a esta muchacha a jugar con vosotros. A buscarla se acercaron Federica, María y Magda. Al poco rato jugaba con los demás, mezclada con niños, niñas, chicos, chicas, unos vestidos y otros a medio vestir, sin que nadie se preocupase de la casi desnudez de algunas y de algunos. -Te vi en la otra jira –dijo Angelita, dirigiéndose a Pepita-. Recuerdo que estabas hablando con este señor, tan buen amigo nuestro, con mucho interés, pero no sabía que fueses Pepita de Las amapolas (252). -Nos debiste ver en el zaguán de aquella masía- repuse yo. -Cuidado que has hecho hablar –exclamó Rosario-. Todo el mundo preguntaba por Pepita; querían conocerte. -Desapareció como por encanto de nuestras fiestas- repuse yo.

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-Supongo –dijo Angelita- que ahora concurrirás a todas las jiras. -¿Y tú, Angelita?- pregunté yo. -Yo también, cuando pueda. Para el presente año, esta será la última, y para el venidero ya podré asistir con el nene. -¿Cuántas jiras faltan? Preguntó Pepita. -Hoy se tenía que celebrar, también la de Tarrasa, y para que no coincidieran se ha aplazado ocho días- dije yo. -Pero también coincidirá con la jira del Grupo Faros, en Las Planas. -Es preciso ponerse de acuerdo para que tales coincidencias no ocurran. -¿Irá usted a la de Tarrasa?- me preguntó Pepita, sin duda por no atreverse a tutearme delante de los demás. -Con mucho gusto iría, pero no sé si podré. He de escribir de prisa una novela que está en turno. Y ahora digo al lector: -Que es la novela que estoy escribiendo mientras se celebra la jira de Tarrasa. Y volviendo a dirigirme a los contertulianos en general, añadí: -Tengo en Tarrasa muy buenos amigos, y amigas buenas y guapas. En este momento es cuando se reunió la mayoría de los excursionistas para discutir el tema: ‹‹Estragos del alcohol y el tabaco en el organismo humano››, de que hablo al principio de esta novela, y cuando de las alturas circunvecinas descendió un piquete de la guardia civil para impedirlo. Los guardias civiles escucharon un momento, y el tema no debía ser muy de su agrado, puesto que todos fumaban enormes habanos. La escena ya está descrita. Aquello nos oprimió el alma. Salir para gozar de un día de inofensivo esparcimiento y encontrarse también con el guardián que te vigila, es muy molesto e irritante. Y todo, ¿por qué? ¿Qué hubieran hecho, de no ser vigilados, los padres y las madres de tantos niños y niñas en presencia de sus pequeñuelos? Gravísimas cosas serían, a juzgar por las precauciones que contra ellos se habían tomado.

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¿Es que a los caciques de Premiá de Dalt, que pidieron fuerzas que les guardaran, les remordía la conciencia por haber realizado algún hecho feo contra los trabajadores de la localidad? ¿Es que creían que en la fuente de La Cisa iba a reunirse una manada de lobos? Pepita, Angelita y Rosario se acercaron a ver cómo jugaban los demás y hasta, según me dijeron, Pepita jugó también. Yo me quedé solo, triste y pensativo. Nettlau estaba hablando con unos compañeros a poca distancia de mí. Él, que estaba tan ilusionado con la joven República española, ¿qué debe pensar ahora de ella? ¡Hasta a las jiras manda la República a la guardia civil! ¡Hasta la República es instrumento de los caciques de la Dictadura! La guardia civil se extendió por parejas por toda la vertiente, estrechando cada vez más el cerco. Se sacaron algunas fotografías, al parecer de grupos de excursionistas, pero con el propósito de ver si salían en las fotos también nuestros guardianes, y publicarlas en La Revista Blanca. Si ellos se daban cuenta de la máquina fotográfica, se escondían tras los troncos de los árboles. Yo guardé en la cámara de mi retina el amargo espectáculo que presenta la portada de esta novela. Resultaba un verdadero símbolo. Todos los concurrentes a la jira eran, poco más o menos tan infantiles e inocentes como aquellas niñas y aquellos niños que, ajenos a toda contingencia social y a las mezquinas luchas de los hombres, jugaban a ball rodó, cuyo nombre primitivo y traducido al castellano debe ser: baile de la redonda. Mientras aquellos niños jugaban y sus padres también o cantaban o discutían, si se les hubiese dejado discutir, los desastrosos efectos que en el organismo humano producen el tabaco y el alcohol, los verdaderos malhechores se verían libres de aquellos que fueron instituidos guardias para perseguir malhechores y que ahora algunas veces se les hace servir para protegerlos, si es que no se ven instigados y mandados por ellos. Yo me acerqué a los niños y a las niñas, como protegiéndoles del mal que les amagaba. -Hijos míos –les dije-, tan inocentes, tan cándidos, tan angelicales y tan juguetones, ya se os empieza a vigilar. No tenéis más que de seis a diez años y ya estáis destinados, no sólo a ser agostados en fábricas y talleres, sino además a ser carne de calabozo y de presidio. ¡Qué poco sabéis, inocentes criaturas, el porvenir que os espera! Los niños me miraban con curiosidad infantil. Algunos entendían algo; otros no entendían una palabra.

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-Yo me llamo Floreal- dijo uno, como si supiera quién les hablaba. -Yo, Armonía- adujo una niña, bellísima como la Armonía. -Pobre Floreal mío y pobre Armonía mía –exclamé yo uniendo las cabecitas de los dos niños ante la curiosidad y la sonrisa de los demás-. Muchos disgustos os esperan, hijitos míos; os esperan por vuestros nombres, por vuestros padres, por vuestras ideas y sobre todo por la maldad y la ignorancia de los hombres. ¡Con la ternura y el cuidado con que yo os concebí idealmente! ¡Con el amor y el cariño con que materialmente vuestros padres os concibieron! Día de júbilo fue aquel en que nacisteis en mi mente, Floreal y Armonía, y aquel en que nacisteis en la modesta, pero limpia, alcoba de vuestras casas. Días tristes para mí, que os di el espíritu, estos días que veo vuestro espíritu en peligro. Día triste es, también, para vuestros padres que os dieron la materia que ha de ser perseguida y apaleada irremisiblemente. Habéis de ser víctimas, hijos míos, queridos hijos míos, del ambiente inquisitorial que aun en República reina en España. En muchos otros países el pensamiento ya no es crimen ni pecado. En España aun lo es. Aquí aun no se ha resuelto el problema político ni se resolverá ya sin resolver el problema económico… Ya sé, hijos míos, que no me entendéis, y que no son mi lenguaje ni mi tema propios de vuestras cabecitas; pero respondo al agravio que hoy se nos ha inferido y que mañana, cuando tengáis la responsabilidad de vuestros actos, se os infligirá a vosotros, también, lo mismo en República que en socialismo. Vivimos en España, que tiene la mente intolerante del inquisidor y que persigue la manía de pensar. ¡Cuánta pena, hijos míos!… Acercaos, que quiero besaros a todos… Todos se acercaron y todos querían ser besados los primeros. -Cuando me muera –les dije después de besarles- que sobre mi tumba pongan el busto pequeñito de mi cabeza, para que vuestros hijos, ¡hijos míos!, puedan venir a besarme; para que me puedan besar todos los niños por pequeños que sean. Y dirigiéndome con la vista y con el pensamiento a las jóvenes que más abajo jugaban y reían, por suerte o por desgracia, indiferentes a la ofensa que se les infería, añadí: -Vosotras, cuando seáis madres, venid a verme con vuestros hijos en brazos para que besen mi fría frente, esta frente que tanto les quiso, sus purísimos labios. ¿Iréis? Besos, muchos besos. Y después, agrupando de nuevo a los niños a mi alrededor, seguí diciendo: 33


-Hijos míos, seréis perseguidos, seréis encarcelados, quizá seáis víctimas de atentados y de leyes de fuga, y cuanto más buenos e inteligentes seáis, más perseguidos habréis de veros, a no ser que vuestros padres, que todos los padres del mundo, por amor a sus hijos y por amor a la justicia, acaben con tanto dolor y con tanta vergüenza. Los niños me miraban un poco asustados de mis palabras, y también quizá de mi rostro, que debí ponerle un tanto ceñudo y sombrío. -¿Me queréis? -Sí, sí- gritaron todos. -Dadme otro beso. Y todos quisieron también ser el primero en dármelo. A más de media tarde, en grupos fuimos abandonando la fuente para dirigirnos a la estación, acompañados de los amigos de los dos Premiá y los dos Vilasar, siempre seguidos de la guardia civil. El dolor y la vergüenza continuaban en nuestros pechos. Por fin el tren que había de conducirnos a Barcelona; por fin nos veríamos libres de los instrumentos del caciquismo de la Dictadura, que continuaban siendo los instrumentos del caciquismo de la República; por fin los últimos besos de este día, que habían de ser para la linda cara de aquella joven que indignada protestó de los vejámenes de que éramos objeto; por fin los pequeños y futuros delincuentes se encontraban fuera de toda vigilancia en los amorosos brazos de sus madres. *** No quiero dejar a mis queridos lectores, sobre todo a mis queridas lectoras, con la ingrata impresión de que me encuentro realmente enfermo. Me queda mi habitual fuerza de voluntad, y con ella dominaré la presión moral que en este momento pesa sobre mi ánimo. Veremos otra vez a Pepita, y la veremos alegre y optimista, porque ella habrá encontrado a su hombre, y yo mi equilibrio orgánico, aunque me sea imposible recuperar la juventud perdida.

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