COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS: Una Ventana a la Vida

COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS Una Ventana a la Vida

Aandrea Vogt

Diseño de portada e interiores: Sandra D. López Valdez José Humberto Gallegos Valdez

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, sin el permiso previo y por escrito de la autora y propietaria del Copyright.

Derechos Reservados © Aandrea Vogt, San Pedro Garza García, Nuevo León.

Primera edición, marzo 2018 Impreso y hecho en Monterrey, México

Agradecimientos A las Religiosas, por confiar en mí.

A Juan José Loa, por compartirme sus experiencias.

A mis hermanos Juanita y José de Jesús, por aportar sus memorias.

Al Arq. Juan Alanís Tamez, por escribir el Prólogo.

Al Lic. Alejandro H. Chapa Salazar, por hacer posible la publicación de este libro.

A mi esposo e hijos, por su apoyo en este proyecto.

A quien, involuntariamente me motivó a escribir la historia de mi Colegio.

CONTENIDO PRÓLOGO ............................................................................................. 13 PRESENTACIÓN ................................................................................. 17 INTRODUCCIÓN ................................................................................ 21 PRIMERA PARTE - NACE UNA HISTORIA Escuela de Papeleros y Boleros. ....................................................... 25 Crecen los grupos de alumnos.......................................................... 28 Caja de Ahorros y Cooperativa. ....................................................... 31 Años cuarenta, inicia el cambio ........................................................ 33 SEGUNDA PARTE - NUEVAS GUÍAS Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe ... 37 La Casa de las Madres y el Colegio de Niños................................. 39 El traspatio, proveedor de alimentos............................................... 44 Los días de campo. ............................................................................. 46 Casa antecesora de los edificios del Colegio .................................. 48 Los Benefactores. ............................................................................... 49 Don Andrés Chapa González .......................................................... 50 Padre Antonio de Padua Ríos........................................................... 52 Incorporación a la Dirección General de Educación Pública ..... 53 Una rígida pero efectiva disciplina ................................................... 55 Actividades extracurriculares. ........................................................... 57 Maestro Armando Villarreal Lozano ............................................... 58 Una educación integral ...................................................................... 60 Apoyo de los exalumnos ................................................................... 61 Apoyo espiritual. ................................................................................. 66 Becas para estudiar la Secundaria ..................................................... 68 Nace el Colegio de Niñas, 1963 ....................................................... 69

Situación socioeconómica de los alumnos. .................................... 70 Los nuevos edificios ........................................................................... 72 Inauguración de los nuevos edificios .............................................. 74 Don Luis Elizondo Lozano: Un gran corazón .............................. 78 Una nueva etapa ................................................................................. 79 Formación religiosa ............................................................................ 81 Las Peregrinaciones ............................................................................ 82 Primeras Comuniones........................................................................ 86 Ofrecimiento de flores a la Virgen .................................................. 87 Fiestas y festivales ............................................................................... 88 Las Religiosas ...................................................................................... 91 Reverenda Madre María Amada del Niño Jesús. ........................... 93 TERCERA PARTE - EN PRIMERA PERSONA Así lo viví. ............................................................................................ 97 Una temprana emigración. ................................................................ 98 Entre los lugares y las personas ........................................................ 99 El peregrinar por el Barrio. ............................................................. 103 Las inolvidables clases. .................................................................... 106 El mejor aprendizaje. ....................................................................... 108 Los cuatro. ......................................................................................... 109 Lo cotidiano. ..................................................................................... 111 Desde otra perspectiva. ................................................................... 113 Entre el Antonio de Padua Ríos y Yo. .......................................... 115 EPILOGO ............................................................................................. 119 BIBLIOGRAFÍA .................................................................................. 121

Dedico este libro a: Las Fundadoras, por forjar los cimientos de una obra de amor.

Las Religiosas, por su esfuerzo, paciencia, dedicación y amor, durante cincuenta años.

Los Benefactores, por su altruismo y filosofía de ayuda al prójimo.

Mis padres Modesto y Francisca, por los valores morales que me transmitieron con su ejemplo y que han sustentado mi vida.

Los Padres de Familia de cada generación, por colaborar al sostenimiento del Colegio a través de su trabajo en verbenas y cooperativas.

A cada uno de los Exalumnos, por compartir la historia, las memorias y las aulas.

A mis hermanos Mary (+), José de Jesús y Juanita, por acompañarme a recorrer el camino de la vida y hacia el Colegio.

PRÓLOGO Es un verdadero placer poder prologar este hermoso libro titulado “COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS: Una Ventana a la Vida”, de mi estimada amiga, quien con uno de sus seudónimos “Aandrea Vogt” hace una poética PRESENTACIÓN, donde logra atrapar al lector, con una peculiar forma de contar la historia, logrando trasmitir su pasión, su emoción, su orgullo de haber sido como muchos más, parte del alumnado que, en diversas generaciones, vivieron similares experiencias. Además, aflora en sus líneas, la gratitud para las seis señoras fundadoras, las religiosas, los benefactores, el patronato y, sobre cualquier recuerdo, el de sus padres, sus compañeros y sus queridos hermanos, a quienes dedica este libro.

Logra orientarnos en la INTRODUCCIÓN, en lo poco conocidos orígenes del Colegio Antonio de Padua Ríos, cuando en su inicial función, fue la Escuela de Boleros y Papeleros. Para iniciar, toca temas sumamente interesantes, como la industrialización de Monterrey, a partir de 1890. También el que esta Capital, sea tierra de inmigrantes, muchos de ellos, originarios de Zacatecas, Tamaulipas y San Luis Potosí, (los de ésta última entidad, se ubicaron en lo que es ahora la colonia Independencia y formaron el Barrio de San Luisito).

Los niños trabajaban en la Plaza Zaragoza y, alrededores de la Catedral, lustrando calzado y vendiendo periódicos, sin posibilidades de estudiar. La Autora investigó los nombres de las seis vecinas de Catedral, que fundaron la escuela, educaron, alimentaron e improvisaron aulas, en los rincones del atrio de Catedral, hasta conseguir su fundación en 1924.

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En su amena lectura, la Autora, nos va llevando de la mano, explicando de manera detallada con fechas, nombres, cantidades de alumnos y toda la rica historia de éste centro educativo, anotando puntualmente los nombres de los padres, patronatos, los benefactores, las juntas directivas y como si esto no fuera suficiente, nos recrea la pupila y nos aviva el pensamiento, con valiosas fotografías inéditas e históricas. También nos narra todos los apoyos recibidos de empresas, periódicos y de particulares; la formación de Cajas de Ahorro, Cooperativas, Servicio Médico gratuito (con ayuda de médicos del Barrio de Catedral, quienes consultaban de forma honorífica).

Nos describe las clases de catecismo, juegos, rondas, día de Reyes, y la transformación con las Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe. Nos ilustra con cada uno de sus nombres, así como de los sacerdotes, del Señor Obispo y del presidente del Patronato. También del padre Antonio de Padua Ríos y su casa conocida como “de la iglesia” o “de ladrillo rojo”. Tampoco olvida a las socias del Patronato, que impartieron clases de catecismo semanalmente; así como los ejercicios espirituales de cada cuaresma y los inolvidables días de campo.

Con lujo de detalles, nos describe el Colegio de niños y, por supuesto, la Casa de las Madres, (en Ocampo, entre Mina y Diego de Montemayor), cuando el centro de Monterrey terminaba en la calle de Naranjo al oriente y hacia el sur, bordeando el Río Santa Catarina, la calle Guillermo Prieto. La autora nos describe puntualmente: la escuela con patio, el traspatio, con la Virgen de Lourdes, el inolvidable huerto y aquél pequeño sótano, donde se castigaba con un encierro, a algún niño que se portaba mal.

Usted amable lector, estará feliz de recordar en cada página, la detallada crónica de este interesante libro, donde no pueden faltar las fotografías de grupo, las diferentes ubicaciones, en la constante transformación del Colegio, por su continuo crecimiento. Las anécdotas de supervivencia, como la ayuda con los restos de 14

Una Ventana a la Vida alimentos de los socios del Casino Monterrey, sobretodo, cuando el huerto no era suficiente. Nos describe la antigua casona de Ocampo 830, entre Diego de Montemayor y Dr. Coss, acera sur, los internos y las “medias internas”, cuando se creó el Colegio de niñas (de las cuales algunas no podían salir a comer, por vivir muy lejos).

Narra el tema de los benefactores de forma explícita, señalando la ayuda de los Caballeros de Colón, del Comité de Damas, del Club Árabe y de particulares como Don Andrés Chapa (a quien lo llama “la providencia de la obra”) y hace un listado de: industrias, financieras y comercios, señalando ayudas especiales, como la de la Sra. Elena Hinojosa de Rangel, para incorporar la Escuela, a la Dirección General de Educación del Estado. Narra sobre la formación de la Unión de Padres de familia, la Sociedad de Exalumnos y del Patronato de Papeleros y Boleros, A. C. y muchos bienhechores más.

Complementa su trabajo con interesantes biografías, como la del Padre Antonio de Padua Ríos, incluyendo su rígida disciplina para con los alumnos, que en la actualidad Derechos Humanos no aprobaría. La Autora, describe en este libro, las actividades extracurriculares, con maestros como el Prof. José Hernández Gama y el Maestro Armando Villarreal, produciendo una educación integral, con escoltas cívicas de gala y gimnasia, contando por supuesto con el apoyo espiritual, becas para continuar la secundaria, etc.

Nos describe los pormenores del Colegio de niñas desde 1963, con sus bienhechores, como lo fue la familia Junco Villarreal. Prosigue dándonos los detalles de los nuevos edificios y de los benefactores, todo bien documentado con recortes de periódicos y fotografías.

Habla también de actividades religiosas como: peregrinaciones, primeras comuniones, ofrecimiento de flores a la Virgen, sin faltar las fiestas de fin de cursos y la entrega de medallas, los bailables y mucho más. Igualmente, esta publicación contiene la participación de las Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe, los

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nombres de todas las directoras y una hermosa biografía de la fundadora Reverenda Madre María Amada del Niño Jesús.

Finalmente, encontramos el testimonio de la autora, en cuanto a “cómo lo vivió”. Su familia inmigrante, llegada de Totatiche, Jalisco.

También describe fielmente el Barrio de la Catedral, la Plaza Zaragoza, la Panadería El Nopal, narra los oficios diversos de los vendedores ambulantes y de personajes populares como Doña Ramona. Nos describe las clases académicas y conservadoras, en horarios de mañana y tarde. Describe los recreos y los juegos.

Menciona que la religiosa que más la inspiró, fue la madre Asunción.

Habla de los maestros seglares, de los honores a la bandera, de su conducta y todo su aprendizaje “desde párvulos”, donde sus hermanas destacaron con medallas de honor, mientras que ella (la Autora) con las de Aplicación, Aseo y Perseverancia. Recuerda los castigos de planas y planas de lo que “NO debía hacer”, también cuando era enviada al centro del patio a pleno sol. Describe los quehaceres de los vendedores afuera del Colegio, la misa dominical, donde los varones debían sentarse en la fila izquierda, mientras que las niñas en la fila derecha. Rememora su primera comunión y su amor platónico, que era el niño que interpretó el Príncipe Sigfrido, mientras que ella hacía un cisne más.

Luego recuerda su instrucción secundaria, iniciada en el Colegio Juana de Arco y su continuidad en la Escuela mixta y de Gobierno, la Secundaria No. 4 Lic. Miguel Alemán Valdez, transformada en su turno vespertino en la Secundaria No. 25 Emiliano Zapata. Termina con una bonita reflexión sobre su formación básica en el Colegio Antonio de Padua Ríos, que Usted debe leer.

En su epílogo reconoce que la historia del Colegio, es una obra de Dios. Reitera su reconocimiento a todos los que intervinieron en todas sus etapas y reconoce que el Colegio, nos pertenece a todos.

Arq. Juan Alanís Tamez

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PRESENTACIÓN Es un hermoso día de primavera del año mil novecientos noventa y ocho. Mientras mi auto avanza por una de las callecitas del Barrio Antiguo, mi mente merodea entre los recuerdos, como si al recorrer esos rincones volvieran otros tiempos. La calle está desierta.

Parece que se fue la vida en este barrio de mi niñez. Parece que el tiempo y el progreso, hicieron mella en las calles que antaño, eran invadidas por risas y juegos infantiles. Ahora, a plena luz del día, todo parece como muerto. Como atrapado en el tiempo esperando que alguien lo reviva.

De pronto, estoy frente al viejo edificio de ladrillo rojo. Me estaciono en el primer espacio vacío que encuentro. Siento el acelerado latir de mi corazón, mientras me aproximo hacia el amplio portón gris.

Evoco los recuerdos que fluyen uno a uno, como un repaso anhelado de aquellos años de la infancia que parece tan lejana. Apuro el paso, como tratando de ir hacia aquellos remotos días. Sé, que es ahora cuando quiero hacer un recorrido en el tiempo, con el único afán de construir una historia narrada en gran parte en primera persona; sin embargo, es la historia de muchos niños y niñas, que estudiamos en el Antonio de Padua Ríos.

Siento una particular emoción al entrar al edificio del colegio de niñas.

Creo que a pesar de haber transcurrido veintiocho años desde que me gradué del sexto de Primaria, mis días en esas aulas son parte esencial en mi formación. Es así, como sin ninguna idea preconcebida quiero contar su historia. Porque, aunque los días de la infancia hayan quedado atrás, es preciso volver a aquella época, cuando todo era más simple, más claro y en ocasiones, mucho más llevadero.

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Ostento con orgullo el título de exalumna de este Colegio e intento, reproducir en unas cuantas cuartillas las memorias de los sucesos, los lugares y las personas, que forman parte de su historia. Ahí, parada frente al edificio de ladrillo rojo del barrio que me vio crecer, me pregunto qué es la vida y descubro que son sólo reminiscencias que nos visitan a veces cargadas de melancolía, para recordarnos que el Mundo puede ser perfecto, porque un día lo fue y así lo vivimos o, al menos, así lo recordamos.

Esta reflexión personal me trae al aquí y al ahora, en que con muchos años a cuestas y una historia escrita en alguna parte, la nostalgia de mis años en la Primaria, me hace recorrer esos mismos rincones que alguna vez fueron mis sitios de juegos y aprendizaje. El mármol gris de los pasillos, tan brillante como siempre. El sencillo cemento del piso del patio, me recuerdan aquellas horas de castigo, parada en el centro (ahora sé que en realidad el patio no era tan grande) bajo los ardientes rayos de Sol de mediodía, cuando yo pensaba que era lo peor que podía sucederme. Después supe que había cosas peores.

Entre los callados muros que bordean el edificio, me rindo ante las emociones y surge en retrospectiva, el agradecimiento hacía las fundadoras, las religiosas, los benefactores, el patronato, mis padres, mis compañeros de esos años y a todos, quienes tuvieron que ver con la existencia del colegio. De esta forma, nace este libro como un pequeño homenaje en reconocimiento a todo cuanto recibí de él.

Quiero contar su historia con el único fin de difundir en forma de narrativa, el papel tan relevante que jugó en la formación de miles de personas que, sin duda, al leerlo retomarán sus propias memorias y probablemente, se sentirán bendecidos por haberse formado en sus aulas.

“COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS: Una ventana a la vida.” es un esbozo de su historia, desde que inició como la Escuela de Papeleros y Boleros, en los años veinte, hasta el año mil novecientos noventa y ocho, cuando todo cambió.

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Una Ventana a la Vida El libro muestra principalmente su trascendencia, con la intención de darle un merecido lugar en la historia regiomontana y, al mismo tiempo, dar testimonio de un intachable ejemplo de temple y fuerza emprendedora. Características que siempre han distinguido a los neoloneses.

La idea es difundir la visión de las fundadoras, sus valores y su entrega. La excepcional filosofía que sustentó a esta institución educativa que surgió de la nada, con el único fin de ofrecer una oportunidad a los niños más desprotegidos.

Al mismo tiempo, reconocer la huella de grandes esfuerzos, de sobresalientes acciones de altruismo, de evidentes pruebas que hablan de la grandeza de las seis mujeres que iniciaron esta obra de amor y que, con el tiempo, transmitieron a las religiosas, maestros, benefactores, padres de familia y alumnos.

Aandrea Vogt

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INTRODUCCIÓN Antes de contar cualquier historia es preciso ubicarnos en el tiempo y hacer un recorrido entre los sucesos y las circunstancias, que fueron creando el entorno. Sin duda, Monterrey es el producto de una serie de características especiales aprovechadas por personas excepcionales. Por eso es importante reconocer la relación entre la industrialización de Monterrey y el origen del colegio Antonio de Padua Ríos, creado inicialmente y, con justa razón, como Escuela de Papeleros y Boleros.

A mediados del siglo XIX, la ciudad era un pequeño poblado que vivía del comercio, la ganadería y la agricultura. Se puede decir que no fue un núcleo urbano significativo hasta finales de ese siglo, después del establecimiento de las primeras industrias.

Fue en el año 1890 cuando inicia formalmente la historia de la industria al fundarse la Cervecería Cuauhtémoc, empresa que simboliza fielmente el carácter emprendedor de los neoloneses, ya que a partir de la elaboración de la cerveza se dio origen a una serie de fábricas como la del vidrio (botellas), la metálica (corcholatas) y la de cartón (empaques) que, si bien nacen para cubrir las demandas de la Cervecería, más tarde se convirtieron en importantes centros de trabajo.

De esta forma, empieza el desarrollo económico y demográfico de Monterrey. Sin embargo, uno de los sucesos más relevantes fue la creación de la Fundidora de Fierro y Acero de Monterrey, S.A., el 5 de mayo de 1900. En ese año la ciudad contaba con escasos 62,000 habitantes.

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Así fue como los tiempos apacibles fueron desplazados por los silbatos de las fábricas y nacieron nuevas jerarquías sociales, culturales y económicas. Para que todo esto sucediera, debieron darse circunstancias especiales que fueron bien aprovechadas. Muy acertadamente don Raúl Rangel Frías decía: “Nuevo León no ha cesado de actuar como tierra de inmigrantes.” Se refiere a que, en la historia de Monterrey, el fenómeno de la inmigración de todo tipo y estrato social, figura como elemento principal para su desarrollo.

Indiscutiblemente, la más numerosa y silenciosa de estas inmigraciones fue la de los humildes campesinos y exmineros, que expulsaban los áridos campos y las agotadas minas de San Luis Potosí, Zacatecas y Durango. Fue a principios del siglo XX, cuando una vez conjugadas las condiciones, cientos de modestos inmigrantes arribaron al despoblado Monterrey dispuestos a entregar su mayor esfuerzo, con el único fin de ofrecer mejores condiciones de vida a sus familias. Las circunstancias de la Ciudad en aquellos años, les permitió lograrlo, ya que para entonces se contaba con los visionarios empresarios, pero hacía falta el trabajo del laborioso obrero mexicano que, de una forma u otra, conocía el auge que se vivía en Monterrey y acudían prestos en busca del progreso familiar.

Este auge industrial propició una considerable inmigración de jornaleros y obreros que, a su vez, originaron los barrios más populosos de Monterrey. Se asentaron principalmente en los sectores que empezaban a surgir y que más tarde, se convirtieron en los más populares y representativos de aquella época. Tal como sucedió desde finales del siglo XIX, cuando el sur de la ciudad estaba poblado por el llamado barrio de San Luisito, que después se llamaría colonia Independencia y Nuevo Repueblo. Este barrio se pobló por gente que venía principalmente de San Luis Potosí para trabajar en la entonces llamada “Maestranza” (Fundidora de Fierro y Acero) y las demás fábricas que conformaron la importante red empresarial que había en ese tiempo. Esta es la razón por la que tomó el nombre de San Luisito. Y aquí empieza la historia.

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Primera Parte NACE UNA HISTORIA: Escuela de Papeleros y Boleros

Escuela de Papeleros y Boleros.

A principios del siglo XX, Monterrey ofrecía un ambiente de prosperidad gracias a las primeras industrias instaladas en la ciudad y sus alrededores. Esta circunstancia provocó una importante emigración de familias enteras procedentes de estados aledaños como San Luis Potosí, Coahuila, Tamaulipas, Zacatecas y otros, no tan cercanos. En su gran mayoría, eran mineros que se habían quedado sin trabajo al cerrar algunas minas en esos Estados. Llegaron también campesinos, que en su afán de proveer cierto progreso a sus familias abandonaron el campo con el único deseo de mejorar su situación económica y así, poder dar mejores oportunidades a sus hijos para educarse y ser mejores personas en todos los sentidos.

Muchas de estas familias se instalaron en la entonces naciente colonia Independencia y otros barrios vecinos del centro de la Ciudad. Para subsistir, los padres pidieron a sus hijos realizar algún trabajo con el fin de que aportaran un poco de dinero para el sostenimiento de la familia. Así fue, como muchos de estos pequeños se iniciaron en la venta de periódico y la limpieza de calzado, convirtiéndose en “papeleros y boleros”, término con el que eran conocidos en aquel tiempo.

Todos ellos encontraron una buena fuente de trabajo en este sector de Monterrey, en donde había diversos comercios y oficinas, lo cual significaba muchos periódicos que vender y muchos zapatos que lustrar. Además, vivían cerca y eso facilitaba su traslado, cruzando alguno de los rústicos puentes que había en el río Santa Catarina en esos años.

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Estos niños frecuentaban también los alrededores de la Catedral y la Plaza Zaragoza, que ya desde entonces era el centro de reunión de los regiomontanos. Sobre todo, los fines de semana, cuando la comunidad regia acostumbraba pasear en esta zona, lo que permitía a los boleritos asear muchos zapatos los domingos y con ello, ganar algo más de dinero.

Dadas las circunstancias de su vida en el campo, estos pequeños no tenían una educación escolar y, desafortunadamente, su horario de trabajo como papeleros y boleros, no les permitía acudir a la escuela.

Se veían obligados a ocuparse solamente en las actividades antes mencionadas y con ello, cooperar para el sustento de sus familias. Sin ninguna esperanza de poder estudiar y progresar en la vida.

Manuela Treviño, Rebeca Paz (de pie izq. a der.)

María Valdés, Batilde Garza Sanmiguel, Mercedes Suárez y María Elizondo (sentadas de izq. a der.)

Enero, 1925

Inquietas ante estas circunstancias, seis vecinas del barrio de Catedral: Manuela Victoria Treviño, Rebeca Paz, María Valdés, Batilde Garza Sanmiguel, Mercedes Suárez y María Elizondo, decidieron reunirse y formar una escuela que se adaptara a las necesidades de estos pequeños.

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Una Ventana a la Vida En sus inicios, las aulas de clase eran improvisadas en el atrio de la Catedral con más carencias que recursos, pero con un gran amor de parte de las generosas señoras. Su único interés era dar a esos niños la oportunidad de progresar y ser útiles a sus familias y a la sociedad.

Emprendieron así, una tarea titánica por la que debieron luchar contra viento y marea.

Al principio, eran sólo seis o siete niños los que acudían a tomar sus lecciones. Sin embargo, poco a poco se fue corriendo la voz y fueron llegando más y más alumnos. Las profesoras, que eran las mismas seis mujeres, se repartían a los alumnos y elegían un rincón del atrio para impartir las clases. De alguna manera, conseguían libros, cuadernos y lápices para sus alumnos. A veces los compraban ellas mismas y, otras, se los proporcionaban algunas buenas personas vecinas también del barrio.

Lo mismo sucedía con los alimentos que les daban en la hora del recreo, ya que a causa de la precaria situación económica en la que vivían, muchos de ellos acudían a tomar las clases descalzos y hambrientos. Esto convirtió el trabajo de las profesoras en una ardua tarea, porque además de educarlos, debían alimentarlos. Sobra decir que en muchas ocasiones el refrigerio salía de las despensas de las casas de las señoras, convertidas en maestras de estos niños desamparados.

Con un entusiasmo fuera de serie, apoyaban la formación de los pequeños en todos los sentidos. Su compromiso era tal, que además de darles las clases echando mano de sus propios recursos, en la época navideña encontraban la manera de darles algún regalo y, hasta las tradicionales “bolsitas” de cacahuates, colaciones y naranjas, que les repartían durante las posadas que se realizaban también en el atrio de la Catedral.

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Crecen los grupos de alumnos.

Poco a poco, se hicieron más grandes los grupos de alumnos y, los rincones del atrio de Catedral ya no eran suficientes. Cada vez acudían más niños con el interés de estudiar, por lo que era ya imposible mantenerlos como estaban, así que, debían encontrar otra manera de seguir impartiendo las clases.

Buscando una solución a este inconveniente, alguien facilitó las ruinas de una casa que estaba en la calle de Guillermo Prieto y, con la ayuda de varias personas que apoyaron con recursos económicos, la casa se acondicionó como salones de clases.

Salón de Clases de la Escuela de Papeleros y Boleros, 1925

Así fue, como después de unos meses de operar en el atrio de Catedral, el 17 de septiembre de 1924, se fundó la Escuela de Papeleros y Boleros, funcionando ya en la casa que les fue prestada para ese fin. Se inició con párvulos, primero y segundo de primaria, nombrándose como directora a la Srita. Guadalupe Bernal y como ayudante a la Srita. Petra García.

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Una Ventana a la Vida Los primeros pupitres los proporcionó el M.I. Sr. Canónigo D. Rafael Plancarte Ygartúa, quien era el Párroco de la Catedral en ese tiempo y, las bancas, las donó la Unión del Magisterio Regiomontano, organización que apoyaba diversas causas.

Socios de la “Unión de Papeleros y Boleros” en el patio de juegos. Enero, 1925

Para el mes de febrero de 1931, había 10 niños en primer año, 6 en segundo, 8 en tercero y 10 en cuarto. En total 34 alumnos. La cantidad fue aumentando y se extendió gradualmente la instrucción, hasta contar con los seis años de primaria con una matrícula aproximada de 80 niños, en los años cuarenta.

Mientras en Monterrey nacían las industrias que ahora forman la columna vertebral de la economía mexicana, la labor que habían iniciado aquellas damas regiomontanas en un rincón del atrio de Catedral, iba dando frutos. Poco a poco, se fueron organizando hasta que, en el mes de febrero de 1942, durante una reunión en su sala de juntas, se fundó dentro de la Unión de Damas Católicas Mexicanas, el Patronato de Papeleros y Boleros, teniendo como presidenta a la Srita. Batilde Garza Sanmiguel; como secretaria a la Srita. Manuela V. Treviño y, como Tesorera, a la Srita. Rebeca Paz. 29

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Despacho del Sr. Cgo. Don Rafael Plancarte Ygarrtúa, 1925

Oficina y sala de juntas de la Unión de Damas Católicas Mexicanas de Monterrey.

Ya constituido formalmente el Patronato se reunía cada semana, ya fuera en su propia oficina o en la del Padre Plancarte. Su finalidad era procurar la elevación moral, intelectual y económica de los niños que, desde muy pequeños, trabajaban en la venta de periódicos y el aseo del calzado, con la firme intención de alentarlos para crear entre ellos una Unión de Papeleros y Boleros, que les permitiera estar mejor organizados.

Por mucho tiempo, la escuela se sostuvo con donativos mensuales de varias empresas, de los periódicos locales y de algunos particulares.

Además, para proveerse de fondos y contar con una pequeña reserva de previsión, las socias del Patronato, que ya eran más de cincuenta, 30

Una Ventana a la Vida se las ingeniaron para emprender algunas actividades que les produjeran algo. Se inició con la elaboración de chocolate que se colocaba entre las familias del mismo barrio de Catedral.

También se dedicaron durante un tiempo a la venta de calcetería Holeproof. Este negocio pronto se liquidó por incosteable y, el efectivo reunido, se invirtió en establecer una tiendita de artículos religiosos; especialmente de cera, aceite, incienso y veladoras, que se vendían a los templos, capillas y asociaciones de la Ciudad.

Caja de Ahorros y Cooperativa.

Fundadores de la Caja de Ahorros de la Escuela de Papeleros y Boleros. 1925

Desde sus inicios, se creó una caja de ahorros entre los alumnos y era manejada por ellos mismos. Después de sus labores, los niños contaban sus ganancias y un porcentaje ingresaba a sus ahorros, de tal forma que, cuando tenían un imprevisto podían hacer uso de ellos o bien, al final del curso, se les entregaba íntegro y los pequeños lo llevaban a sus padres para resolver alguna necesidad familiar.

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La caja de ahorros tenía bases especialmente definidas para garantizar su buen uso. Aun así, para asegurarse de que funcionara correctamente, se contaba con la atenta supervisión de las socias, lo cual garantizaba que todo saliera como se había estipulado. Sobra decir que funcionó a la perfección durante muchos años.

Había también una cooperativa en la que los alumnos eran consumidores. Es decir, compraban todo lo que necesitaban para realizar su trabajo, como: cepillos, brochas, grasa, tinta y crema, para bolear el calzado y, además, algunas golosinas para su propio deleite.

Esto permitía a los chicos adquirir las cosas a mejores precios y con alguna utilidad, que después se repartían. Igual, como sucedía con la Caja de Ahorros, la Cooperativa era manejada por los interesados, siempre bajo la supervisión y dirección de las socias del Patronato, encargadas de esta tarea.

Se estableció el servicio médico gratuito, donde se atendía a los niños enfermos proporcionándoles consulta médica, medicinas, estudios y, en algunos casos, hasta algo de efectivo para aliviar, aunque fuera un poco, la precaria situación de muchos de ellos. Para lograrlo, se contaba con la colaboración de varios médicos del barrio de Catedral, quienes no cobraban ni un centavo por sus servicios.

Algunas de las socias del Patronato impartían a los niños clases de catecismo semanalmente. Para los niños que se preparaban para la primera comunión, la catequesis era dos veces por semana. Los perseverantes estaban subdivididos en pequeños grupos según su aprovechamiento. Se les inculcó siempre la devoción de comulgar el viernes primero de cada mes. Los domingos y días festivos, como el 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe entre otros, las socias del Patronato llevaban a los niños a misa y vigilaban su conducta atentamente. En el tiempo de cuaresma, asistían los alumnos a los ejercicios espirituales y a fin de año, se les hacía un retiro.

Pese a todas las carencias y dificultades, jamás se descuidó el proporcionar a los niños diversión y esparcimiento. Se les hacía cada 32

Una Ventana a la Vida mes un día de campo y una tardeada. Las socias se organizaban y les preparaban deliciosas comidas. Les ponían juegos y rondas infantiles que los niños disfrutaban enormemente. La fiesta del 6 de enero o Día de los Reyes Magos, era famosa porque se les servía una rica merienda y se les regalaba a todos pasteles, dulces, pequeños juguetes y una pieza de ropa.

Complementando la atención a los pequeños, cada mes se reunía a los padres de familia para intercambiar impresiones con ellos. Se les orientaba sobre el cuidado y la dirección que debían proporcionar a sus hijos, con el fin de formar seres humanos de bien.

Años cuarenta, inicia el cambio.

Para los años cuarenta la ciudad de Monterrey era otra. Las circunstancias de la Escuela de Papeleros y Boleros, habían cambiado y, el número de miembros del Patronato fue disminuyendo debido a que se dedicaron a otras obras de apostolado que antes no existían.

Además, los niños que acudían a la escuelita ya no eran papeleros ni boleros, ni podían serlo, ya que la Dirección de Educación había establecido un nuevo horario escolar en el que los niños que vendían periódicos muy temprano, podían acudir a clases en la tarde, sin mayor problema. Es decir, se determinó un horario en donde estos pequeños trabajadores pudieran acudir a la escuela y así, ofrecerles la oportunidad de superarse.

Por otro lado, se fueron estableciendo las primeras bolerías en el centro de Monterrey y, los pequeños que aseaban el calzado en las calles, fueron perdiendo poco a poco su trabajo. Al mismo tiempo, empezó la sindicalización de quienes se dedicaban a ese oficio y eso también complicó la labor de los boleritos. Con todo esto, los niños preferían asistir a las escuelas oficiales donde el horario era corrido, lo cual les permitía disponer de parte del día para desempeñar algún nuevo trabajo.

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Debido a estos cambios, la Caja de Ahorros y la Cooperativa, ya no existían. Los niños, por lo general, ya no contaban con dinero que pudiesen ahorrar. Tampoco tenían mucha necesidad de la Cooperativa porque ya no tenían las actividades que la reclamaba.

Pese a todo, el servicio médico seguía prestándose a través de las instituciones establecidas para el caso.

Al cambiar las condiciones de la Ciudad, los alumnos ya no eran ni papeleros, ni boleros. Aunque seguía habiendo muchos niños de escasos recursos, un buen porcentaje del alumnado eran hijos de los habitantes del Barrio de Catedral y otros aledaños, que pertenecían a la clase media y media alta, dando una característica muy especial a la convivencia donde no había o al menos, se pretendía que no hubiera distinciones por la condición socioeconómica de los niños.

A la muerte del Padre Rafael Plancarte, encabezó el Patronato el Padre Antonio de Padua Ríos, quien era el Párroco de la Catedral en ese tiempo.

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Segunda Parte NUEVAS GUÍAS: Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe

Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe.

Para mediados de la década de los cuarenta, la obra que habían iniciado las seis mujeres en el año de 1924 había crecido a tal grado, que se había convertido en una escuela con una importante comunidad estudiantil. Se habían adaptado a las circunstancias y funcionaba sin mayor problema. Se cubrían todas las necesidades de los niños, tanto en su formación intelectual, como moral y física.

Desde su creación y hasta el finalizar el curso 1946-1947, la escuela estuvo atendida por profesoras seglares que daban instrucción a ochenta niños. Sin embargo, el 12 de septiembre de 1947 a petición del padre Antonio de Padua Ríos, se hicieron cargo de la Escuela de Papeleros y Boleros, las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús y Santa María de Guadalupe, quienes eran dirigidas por su fundadora, la Reverenda Madre María Amada del Niño Jesús.

Sor Teresa Barba, Sor Mercedes Bravo, Sor Columba Vázquez y Sor Martha Penagos.

Las primeras religiosas que llegaron a Monterrey para atender el colegio fueron la Madre Teresa Barba García, quien fue la primera directora. La acompañaban las religiosas Mercedes Bravo, Columba Vázquez y Martha Penagos. Arribaron a la ciudad en tren y fueron recibidas en la estación por el mismo Padre Ríos, la Srita. Ana Ma. Arroyo y la señora Antonia Guzmán.

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COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS

Fueron trasladadas en la camioneta conocida como “La Misionera” propiedad del Padre Ríos, a la casa ubicada en calle Ocampo 918 Ote. Antes, llegaron a la Catedral y el sacerdote las presentó ante el señor obispo Dr. D. Guillermo Trischler. Por cierto, a la llegada de las religiosas, el Padre Ríos solicitó becas al Colegio Labastida para que realizaran sus estudios pedagógicos en beneficio de los alumnos de la Escuela. Gracias a esto, contaron con becas en esta institución durante muchos años.

Camioneta del Pbro. Antonio de Padua Ríos llamada “La Misionera”.

El día 19 del mismo mes de septiembre, se inició el curso escolar con una matrícula de 82 alumnos, teniendo como aulas algunos cuartos adaptados para este fin, en la misma casa de Ocampo 918, que ocuparon las Religiosas como su residencia. De esta casa, el colegio se cambió a la conocida como “casa de la iglesia o de ladrillo rojo” también en la calle de Ocampo, sólo que en el número 819. Al parecer, esta casa pertenencia por partes iguales a Monseñor Jesús G. Montemayor y al Padre Antonio de Padua Ríos.

Al morir el Padre Ríos el 12 de diciembre de 1959, el Colegio terminó el año escolar 1958-1959 en dicha casa y, para el año siguiente, se cambió a la casa ubicada en Ocampo 830 Ote, que estaba ubicada donde más tarde se construyeron los edificios que ocupa hasta hoy.

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Una Ventana a la Vida La Casa de las Madres y el Colegio de Niños.

El Barrio de Catedral era el núcleo de la sociedad regiomontana de aquella época. No existía la avenida Constitución. El centro de Monterrey terminaba en la calle de Naranjo y en la de Guillermo Prieto, bordeando el Río Santa Catarina. Por cierto, el primer paso a desnivel que existió en Monterrey fue el de la calle Morelos, que se construyó en los tiempos del presidente Adolfo López Mateos, quien vino a inaugurarlo. Entonces Monterrey era chiquito y podía recorrerse a pie.

Religiosas en el patio de la “Casa de las Madres”. 1951

Como se mencionó anteriormente, a su llegada, las religiosas pasaron a ocupar la que se denominaría más tarde la “Casa de las Madres” ubicada en Ocampo, entre Mina y Diego de Montemayor. Era la típica construcción de esa época. Originalmente, el techo era de lámina y algunos cuartos eran de madera. Poco después de que llegaron a vivir ahí las Madres, se le hicieron varios arreglos.

En el lado derecho de la propiedad había una bodega, la cocina, el comedor y el dormitorio de las Religiosas. El cuarto adecuado como bodeguita se le conocía como “el cuarto de las escobas” porque ahí se guardaban los enseres de limpieza. Tiempo después, en ese mismo cuarto se acondicionó el salón de párvulos.

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Alumnos en el patio de las aulas en la Casa de las Madres. 1951

Aulas adecuadas para el colegio de niños en la Casa de las Madres. Año 1951

Había también un recibidor o una pequeña sala y, enseguida, estaba la Capilla que adecuaron en un pequeño cuarto. Un amplio patio se extendía a lo largo de la propiedad.

Más tarde, se construyó en el lado izquierdo de la casa adaptándose esta área, como la escuela de los niños.

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Una Ventana a la Vida

Alumnos formados en el patio y en los salones de clase en los años cincuenta.

Al centro, quedó el patio, aunque un poco más reducido. En este nuevo espacio se contaba con un salón grande que se dividió en dos y, se convirtió en salones de clase. Una vez que el grupo de párvulos tomaba sus clases en la que antes había sido la bodega, en los dos nuevos salones se acomodaba el resto de los alumnos, ya que por ser poquitos, cabían varios grados en un mismo espacio.

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Además del patio, la propiedad tenía un traspatio. Ahí había una gruta con la imagen de la Virgen de Lourdes y, precisamente en el traspatio, las Religiosas tenían un huerto donde cultivaban hortalizas, vegetales y algunos frutos.

Grupo de alumnos de Primer Año. Octubre 1954

Antes de pasar al traspatio, estaba la pequeña bodega que se mencionó antes. Era algo parecido a lo que hoy sería la alacena de algunas casas. Era un pequeño sótano donde se almacenaban los costales de alimentos, como: papas, frijol, arroz, etc.

La entrada estaba en el piso. Éste, se levantaba y había una puerta de madera con dos hojas. Se abría esta puerta y enseguida, estaba una reja de fierro. Se abría la reja y había una escalera para bajar a dicho sótano.

El peor castigo para los alumnos en ese tiempo, era que los encerraran en ese pequeño sótano. Cuando algún niño se portaba mal, lo llevaban a rastras por todo el patio porque, obviamente, nadie quería llegar hasta ahí por su propia voluntad.

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Una Ventana a la Vida

Grupos de alumnos con su Maestra. 1954

Al entrar, se quedaban en las escaleras, se cerraba la reja y luego las puertas. Entonces, todo se quedaba en total oscuridad. Al ser muy pequeĂąos, los asustaba caer en ese lugar y algunas veces, su comportamiento mejoraba. Es conocido por todos que, en ese tiempo, una mala conducta se reprendĂ­a de una forma muy estricta.

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El traspatio, proveedor de alimentos.

En el traspatio, las Religiosas tenían un huerto donde ellas mismas cultivaban las hortalizas y los frutos, que eran la base su alimentación, tanto para ellas, como para los internos que tenían a su cuidado.

Aunque como era de esperarse, a veces no alcanzaba y debían tomar otras acciones para proveerse de todo lo necesario.

Primeros internos con la Madre Teresa Barba, primera directora.

De estos primeros internos, algunos provenían de familias en situación precaria; otros eran huérfanos o hijos de madres solteras e incluso, había niños que habían sido abandonados a su suerte y, no tenían a nadie que cuidara de ellos. Eran pequeños necesitados de la atención elemental, para crecer y desarrollarse en todos los sentidos.

Ante esta situación, a pesar de contar con el huerto que les proveía algo, buscaban apoyo en los negocios o restaurantes aledaños.

Algunos, como el Casino Monterrey, les daban las sobras o restos de los alimentos que servían a sus socios, lo cual era de gran ayuda, ya que había días en los que no tenían nada que ofrecer a los niños. Así de precarias eran las condiciones en que se encontraba el internado en ese tiempo. Sin duda, al recibir a estos niños como alumnos e internos de la escuela, la labor de las Religiosas se convertía en una acción altruista.

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Una Ventana a la Vida

Las primeras religiosas en el huerto.

Lo bueno es que su esfuerzo por atender a los pequeños, pronto se vería recompensada al acudir diversos benefactores en su ayuda. Ya que al visitar algunas personas la escuela y el pequeño internado, fueron dejándose ver las mil necesidades y apuros que pasaban, por lo que de inmediato se pusieron a sus órdenes.

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Los días de campo.

Día de campo en los años cincuenta.

A pesar de las penurias que pasaban en los años cincuenta, las Religiosas trataban de que los alumnos tuvieran actividades donde se divirtieran y pasaran un buen rato. Por esta razón, con cierta frecuencia, organizaban días de campo en algún paraje natural. Los niños disfrutaban de un delicioso refrigerio, participaban en los juegos o simplemente, se daban un chapuzón en el agua.

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Una Ventana a la Vida

Día de campo alumnos y Religiosas. 1950

Para apoyar estas actividades recreativas, se contaba con la colaboración de algunas personas de buen corazón, que donaban los lonches, refrescos y demás golosinas, que los niños disfrutaban durante el paseo por la naturaleza. Sin duda alguna, contar con estos momentos de esparcimiento facilitaba el aprovechamiento y disposición de los alumnos para mejorar su rendimiento escolar.

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Casa antecesora de los edificios del Colegio.

Después de funcionar un tiempo en la conocida como “Casa de las Madres”, el Colegio se instaló en la casona antigua que estaba antes de que se construyeran los edificios en Ocampo 830, entre Diego de Montemayor y Dr. Coss, acera Sur. Era una propiedad muy amplia que contaba con un gran patio. Los salones de clases se adecuaron en los cuartos y eso, fue suficiente para que funcionara más o menos bien. Sin embargo, llegó un día en que ya no bastaba y se vieron en la necesidad de buscar la manera de instalarse en un lugar más amplio y más apropiado para el fin.

Salón de clases en la casa donde funcionó el Colegio algunos años.

En ese tiempo, había clases en la mañana y en la tarde. Los alumnos tenían dos horas a mediodía para ir a su casa, tomar sus alimentos, hacer la tarea y regresar a tomar las clases de la tarde. Los que vivían cerca de la escuela no tenían mayor problema, el tiempo les alcanzaba.

Sin embargo, para los que vivían lejos no era suficiente.

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Una Ventana a la Vida Por esta razón, había medios internos. Además, sucedía que algunas madres de familia trabajaban, por lo tanto, no podían preparar la comida o atender a sus hijos a esa hora del día, lo cual significaba que debían quedarse a comer en el Colegio. Es decir, tomaban sus clases de la mañana, pasaban al comedor y luego volvían a los salones a tomar las clases de la tarde.

Eran las propias religiosas quienes cocinaban y servían a los niños.

Aunque más tarde, al crearse el colegio de niñas y haber también “medias internas”, se repartían algunas tareas entre ellas, como: lavar los trastes, poner la mesa y otros quehaceres propios de esta actividad.

Asimismo, era una costumbre que, durante la hora de la comida, las Religiosas alternaban a los alumnos para que leyeran algún libro a los demás niños. Probablemente, desde ahí nació el gusto por la lectura para muchos de aquellos pequeños.

Los Benefactores.

Desde la llegada de las Religiosas para hacerse cargo de la Escuela de Papeleros y Boleros, el grupo de benefactores procuró aumentar la cantidad en efectivo que se les entregaba mensualmente y, además, querían proporcionarles todo aquello que a su juicio era indispensable, como: una estufa, refrigerador, loza, calentador, ventiladores y cobijas para sus camas, entre otras cosas. Siempre estaban al pendiente en todos los sentidos e incluso, en la época navideña, con la ayuda de los Caballeros de Colón y del Comité de Damas, esposas de los mismos, así como de algunos particulares, se acostumbraba obsequiar a los niños algo de ropa, juguetes y dulces.

Evidentemente, el colegio contó siempre con la ayuda de muchas personas de buen corazón, como el Club Árabe, que obsequió una docena de pupitres. Del mismo modo, tres particulares anónimos, regalaron televisores con el fin de que los alumnos pudieran ver los magníficos programas educativos que transmitía el Tecnológico de Monterrey en aquellos años. Dichos televisores se instalaron uno en 49

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el colegio de niños, otro en el colegio de niñas (al fundarse más tarde) y, el último, en el internado.

Los Caballeros de Colón ayudaron a la escuela desde muchos años atrás; sin embargo, su auxilio fue más amplio y efectivo desde la muerte del Padre Antonio de Padua Ríos y esto, significaba un verdadero apoyo para el Patronato. También se contaba con la franca y constante colaboración de Don Andrés Chapa, a quien se le podría llamar “la providencia de la obra”.

No obstante, al ver que la escuela tenía gastos fijos e inevitables y, que éstos, iban en aumento conforme se multiplicaban sus necesidades, se fueron buscando nuevos benefactores. Aunque ya se contaba, con la ayuda económica de Central Financiera y Fiduciaria de Inversiones, Cementos Mexicanos, S.A., Troqueles y Esmaltes, S.A., Fábrica de Ladrillos Industriales y Refractarios, S.A., Azcúnaga Hermanos, S.A. y de la Sra. Doña Concepción M. de Riestra, propietaria del entonces Hotel Monterrey, no era suficiente.

Don Andrés Chapa González.

Nació en Marín, Nuevo León, el 30 de noviembre de 1898. Sus padres fueron Don Salustiano Chapa Serna y Juliana González González. En el año 1921 contrajo matrimonio con la Srita. Otilia Salazar Aguirre y la ceremonia religiosa fue celebrada por el Pbro. Antonio de Padua Ríos. Tuvieron cuatro hijos: Rolando Júpiter, Magda y los gemelos Andrés y Alejandro.

Emigró a Monterrey y su primer trabajo, a los trece años de edad, fue empapelando los tubos de las camas de metal, en la fábrica de Don Benjamín Salinas y Don Joel Rocha (Salinas y Rocha). Después, 50

Una Ventana a la Vida trabajó en los Almacenes Luis Lauro González y más tarde, pasó a la firma R. González y Hermano, haciéndose cargo de la oficina en la Ciudad de México. Luego, empezó a trabajar por su cuenta. Sin embargo, estando en Tampico, en una huelga del ferrocarril, se le echaron a perder dos carros (de tren) llenos de maíz y, entonces, su hermano José A. Chapa, quien acababa de abrir el negocio de abarrotes llamado El Gallo, lo invitó como socio, aportando Don Andrés, como capital a la sociedad, una bicicleta y las arras de matrimonio. En el año 1928, cuando Ricardo, su hermano mayor se unió a ellos, El Gallo se convirtió en Chapa Hermanos Abarrotera Monterrey, S.A., y, posteriormente fue Casa Chapa, S.A.

Don Andrés Chapa González y su esposa Otilia Salazar de Chapa, con sus hijos Magda y los gemelos Andrés y Alejandro. 1930

Participó en innumerables clubes de servicio. Fue consejero de diversos bancos y empresas, como: la Canada Dry de Monterrey, S.A. y Monterrey Compañía de Seguros, entre otras. Además, fue presidente de la Cámara Nacional de Comercio de Monterrey y del Club Rotario de Monterrey. Después, fundó del Club de Sembradores de Amistad. En el año 1937, como primera obra social de este Club, se formó la Cruz Roja Mexicana, Delegación Monterrey, del cual fue el primer vicepresidente. También participó activamente en Caballeros de Colón.

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Fue un incansable lector y gran conversador. Es el autor del libro “Impresiones de Mi Viaje al Japón”, que escribió con las memorias del viaje que hizo a ese País en el año1940, en plena Segunda Guerra Mundial. También fue amante del teatro; principalmente, del teatro español. Promovió la creación del teatro María Teresa Montoya y, junto con Don Carlos I. Guajardo y otros apasionados del teatro, formaron una empresa llamada Teatral Regiomontana, A.C. Fue un hombre muy generoso. Dedicó parte de su vida a ayudar en diversas causas sociales, sobre todo, religiosas. Fue miembro original del Patronato de Papeleros y Boleros, A. C., y dio su apoyo durante muchos años al Colegio Antonio de Padua Ríos. Dada su generosa e incondicional ayuda, lo llamaron “la providencia de la obra”.

Don Andrés Chapa González, falleció en la Ciudad de México el 5 de diciembre de 1975.

Padre Antonio de Padua Ríos.

Nació en León, Guanajuato el 29 de marzo de 1895. Desde que se ordenó como sacerdote, formó parte de la Arquidiócesis de Monterrey. Fue Párroco de Villaldama en 1931.

Sustituyó en 1936 al Pbro. Jesús M. Sandoval en la Parroquia del Sagrario Catedral, que tuvo a su cargo hasta su muerte. Contribuyó en la construcción de varios templos como: San Ignacio de Loyola, San Juan Bosco y Nuestra Señora del Refugio, entre otros. Falleció el 12 de diciembre de 1958 en un accidente automovilístico cerca de San Luis Potosí. En su honor, la Escuela de Papeleros y Boleros, se convirtió en el Colegio Antonio de Padua Ríos, en el año de 1961.

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Una Ventana a la Vida Con esto se quiso perpetuar el altruismo de aquel buen sacerdote, que tanto se preocupó por la formación integral de los niños más pobres y necesitados de Monterrey, dando un gran apoyo en muchas formas a las Religiosas.

Al faltar el Padre Ríos, tomó su lugar el M.I. Sr. Cango. D. José de Jesús Rivera, quien también, siempre estuvo al pendiente de la atención espiritual al Colegio. A pesar de que éste, jamás perteneció o dependió, económicamente de la Catedral, siempre se contó con el apoyo en cuestiones religiosas tanto del párroco, como de los sacerdotes en turno.

Incorporación a la Dirección General de Educación Pública.

Durante muchos años, la escuela funcionó como pudo. Con más limitaciones que solvencia económica, pues no se cobraba colegiatura a los alumnos, a menos que los propios padres ofrecieran alguna cuota de acuerdo a sus posibilidades, considerando que algunos pertenecían a la clase media y otros pocos, a la media alta. Sin embargo, no era suficiente para cubrir todas las necesidades, por lo que el apoyo económico de algunas buenas personas era imprescindible. Esto, aunado a la gran determinación de las Religiosas a sacar adelante la escuelita que tomaron a su cargo en el año 1947, fue lo que le ayudó a crecer como institución educativa.

Así fue, como urgidos por la necesidad de que los estudios hechos en la escuela tuvieran validez ante las autoridades escolares, con la ayuda de la Sra. Elena Hinojosa de Rangel, se solicitó la incorporación de la escuela a la Dirección General de Educación Pública del Estado.

Quedó incorporada el 7 de junio de 1961, con el nombre de “Colegio Antonio de Padua Ríos”, en honor de quien fuera Párroco de la Catedral e incansable benefactor.

Debido a la bondad de la misma señora Hinojosa de Rangel, desde entonces, se contó con un subsidio de la Dirección General de 53

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Educación que fue aumentado cada año. En 1961, se recibía mensualmente la cantidad de $ 2,811.00 ya descontados los impuestos. Ese mismo año se formó la escuela ya con todos los reconocimientos oficiales y se registró ante Notario Público.

Se creó también la Unión de Padres de Familia. Celebraban sus juntas periódicamente y se llegaba a acuerdos pensando siempre en el beneficio del Colegio. En estas reuniones, se instruía a los padres orientándolos en el cumplimiento de sus deberes como cristianos, particularmente, los relacionados con la formación de los hijos. A las señoras se les impartía un curso de primeros auxilios médicos.

Del mismo modo, se fundó la Sociedad de Exalumnos, quienes tenían sus reuniones reglamentarias y recibían una clase de religión y jugaban a la pelota. Además, se les formó una pequeña biblioteca que ellos podían utilizar cuando quisieran. Los exalumnos ayudaban al colegio encargándose de dar clases de gimnasia e instrucción militar a los alumnos, así como la formación de la Banda de Guerra que participaba en ocasiones especiales, como festivales y peregrinaciones o competencias con otras escuelas.

Gracias al consejo de varias personas, se constituyó en el año de 1961 una asociación civil que ofreciera un mayor sostén al Patronato.

Quedó legalizada en la Escritura Pública con el Núm. 1578-61 bajo el nombre de Patronato de Papeleros y Boleros, A. C. Quedó integrado por: Don Andrés Chapa, Don Carlos Maldonado, Don Sixto Garza, Don Fortunato Esquivel, el Prof. Andrés Sauceda y el Lic. Alfonso González Segovia.

Formaron también parte del Patronato: Doña Antonia Guzmán de Guzmán, Doña Alicia Guajardo Davis de Segovia y las señoritas Ana Ma. Arroyo, Esther Voigt y Araceli González Segovia. Después, fueron aceptadas Doña Concepción Montemayor de Riestra, Doña Margarita Azcúnaga y la Profa. Etelvina Torres Arceo, quien era maestra del Tecnológico de Monterrey.

54

Una Ventana a la Vida Así fue como en el Año Escolar 1960-1961, el Colegio se incorporó a la Dirección General de Educación Pública del Estado, fungiendo como Asesora la misma Profra. Torres Arceo, quien instruyó a las Religiosas en el aspecto pedagógico y administrativo. También se dedicó durante algunos años, a la revisión de los grupos y, el buen funcionamiento del Colegio.

Además de las personas ya mencionadas como bienhechores, están otras que, de una forma u otra, apoyaron al Antonio de Padua Ríos.

Como el Dr. Miguel Vera, quien durante muchos años prestó sus servicios atendiendo cuantas veces fue necesario a los alumnos, maestros y a las Religiosas.

Igualmente, fueron benefactoras incansables la Sra. Irene Albuerne, la Sra. Concepción Adalid y la Sra. Paulina de Garza Lafont, quien los domingos guiaba la misa a la que asistían los alumnos en Catedral.

Por cierto, la Sra. Garza Lafont donó veinte camas y sus respetivos burós, así como una televisión, para el internado de niñas.

Son incontables las personas de buena voluntad que, generosamente, apoyaron esta obra a lo largo de su historia. Incluso, algunos padres de familia que tenían un poco de posibilidades económicas, aportaban algo al Patronato.

Una rígida pero efectiva disciplina.

En los años cincuenta, se instituyeron en el Colegio los exámenes finales orales. Se presentaban por grados y se realizaban en la Sala Capitular de la Catedral. Los alumnos se sentaban al centro y, alrededor de ellos, había un presidio formado por los maestros, la madre superiora y, como testigos, los padres de familia, miembros del Patronato y, el Párroco de la Catedral, que en ese tiempo era el Padre Antonio de Padua Ríos. Quien, por cierto, dicen que era muy enojón; aunque en el fondo era buena persona. Sólo imponía una disciplina muy rígida que era típica de esa época, porque si algún alumno sacaba 55

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malas calificaciones o le iba mal en la escuela, le daba un jalón de orejas o le jalaba el copete enfrente de todos. ¡Ah!, pero si reprobaba era peor, porque entonces le daba una cachetada bien tronada.

Alumnos egresados en el año de 1952, con la Madre Teresa Barba y la Madre Inés Rosales.

A pesar de todo, las bases educativas fueron buenas, porque en aquel tiempo el control de calidad en la educación era muy alto. Los alumnos realmente aprendían ortografía, gramática y, hasta matemáticas, en un nivel muy avanzado.

Incluso, se realizaban concursos de esta materia, lo cual mejoraba de manera importante el nivel en esta asignatura. Sorprendentemente, además de las materias antes mencionadas, durante un tiempo se dio también la materia de química en la Primaria.

El Colegio tenía cosas muy avanzadas para la época, que con el tiempo las hemos venido escuchando como normales. Es decir, fue una escuela donde la formación religiosa que se recibía era muy 56

Una Ventana a la Vida fuerte, pero también era muy importante la parte académica.

Podemos decir que era un excelente colegio, a pesar de que tenía una rígida disciplina que quizás ahora, los de Derechos Humanos no aprobarían, porque había reglazos, pellizcos, cachetadas y castigos al centro del patio a pleno mediodía, con los ardientes rayos del Sol.

Grupos de alumnos en los años cincuenta.

Cuando evolucionó el Colegio, empezó a haber sillas a las que llamaban “sillas de paleta”, que ahora son muy comunes. Cuentan que en la parte de abajo del asiento había unas rejillas donde se ponían los libros y, cuando se zafaban esas rejillas, se convertían en el objeto con que las maestras les pegaban a los alumnos. A veces en el chamorro, en las manos o donde cayera, pero como mencioné antes, en ese tiempo, la disciplina era así y la autoridad era la autoridad.

Nadie reclamaba.

Actividades extracurriculares.

Sin duda, la formación que ofrecía el Colegio era de una calidad muy alta, porque además de las clases del programa escolar, había otras actividades, como: gimnasia, carpintería, inglés y algunos trabajos artesanales, que consistían en elaborar piñatas de carrizo y figuras de papel maché. Don Cornelio era el encargado de impartir a los niños las clases de carpintería. Enseñó esta labor a muchas generaciones e incluso, hay exalumnos que todavía conservan alguno de los trabajos que realizaron en esta clase.

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De acuerdo al nivel escolar, cada año se encargaba a los alumnos realizar alguna manualidad para regalar a sus madres el 10 de mayo.

Se iniciaba con tiempo, para que se pudiera terminar para dicha fecha.

Durante el período escolar, los niños y niñas elaboraban también un trabajo manual que, al finalizar el curso se exponían en un salón. Se invitaba a los padres de familia, amigos y otros familiares, quienes acudían orgullosos a ver los trabajos de los niños.

Por lo general, las niñas hacían colchas, manteles o alguna carpeta bordada en punto de cruz. Los niños, en cambio, elaboraban algo de acuerdo a su género. Por ejemplo, hacían tapetes con corcholatas forradas de tela, figuras de papel maché o hasta alguna pieza de carpintería. Todos siempre bien supervisados por los maestros y las Religiosas.

También se impartían clases de dibujo por iniciativa de la familia Luke, quienes, a su vez, eran amigos de la Srita. Araceli González Segovia, gran benefactora del Colegio. Estas clases permitieron a los niños desarrollar trazos directos de dibujo, lo que les dio una enorme habilidad en esta área. En general, había un excelente nivel de maestros tanto en el colegio de niños, como en el de las niñas. Los maestros de música y canto en los años sesenta fueron el Prof. José Hernández Gama y el Maestro Armando Villarreal, quien en 1921 compuso la mundialmente famosa canción “Morenita Mía”. De esa calidad eran los maestros del Antonio de Padua Ríos.

Maestro Armando Villarreal Lozano.

Sencillo, modesto y afable, siempre dispuesto al trato y a la convivencia en su trabajo. Nació en Sabinas Hidalgo, Nuevo León, el 9 de agosto de 1903. Su canción más conocida es “Morenita Mía”, que por cierto es el primer bolero que se registró en México y el cual, escribió en 1921 dedicado a su novia María Guadalupe Salazar Rodríguez, con quien contrajo nupcias en 1926 y procreó seis hijos.

58

Una Ventana a la Vida Fue director por muchos años de la orquesta que formó el Teatro Independencia. También fue director de la orquesta del Salón Variedades y el Teatro Progreso, durante las temporadas de ópera, opereta y zarzuela. En el año de 1926, estuvo a cargo de la Banda de Música de Monterrey.

Su vocación y gusto por la música, le dieron la facilidad desde muy temprana edad para aprender violín y piano, conocimientos que años más tarde compartió con sus alumnos durante su labor como maestro de música, canto coral, orfeones y estudiantinas, en escuelas y colegios particulares, entre los que estaban: el Antonio de Padua Ríos, Fray Bartolomé de las Casas, San José, que más tarde fue el Colegio Mexicano. También estuvo en el Luz Benavides, Escuela Industrial Femenil Pablo Livas, Esc. Normal Miguel F. Martínez y Colegio Dolores Martínez.

En el año 1934 fue el creador del Quinteto Variedades y del Quinteto Daniel Zambrano, y director de la academia de música del mismo nombre. Dichos quintetos actuaban en reuniones de clubes, fiestas sociales, ceremonias religiosas y en el Casino Monterrey durante muchos años.

Trabajó también como pianista acompañando las sesiones de gimnasia del Círculo Mercantil Mutualista, colaborando con los maestros: Iparraguirre, Palacios, Molina, Lazo, Bernardo García y por treinta años, con el profesor Oscar F. Castillón.

Fue socio fundador de los clubes Rotario y Sembradores de Amistad de Monterrey. En 1946, recibió un homenaje en ocasión de los 25 años de su canción Morenita Mía, durante un festival que tuvo lugar en el Teatro Rex y que fue la culminación de una radionovela que se 59

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llamó Morenita Mía, basada en la historia de la canción y en detalles sobre la vida del compositor. El Profr. Villarreal murió en la ciudad de Monterrey, Nuevo León, el 15 de diciembre de 1976.

Una educación integral.

Como parte de su educación, los niños recibían clases de solfeo. Eran seleccionados de acuerdo a su voz por el maestro de música y poco a poco, se iba formado un orfeón y una vez que estaba listo, participaba con coros y canciones populares en diversos eventos, tanto escolares como culturales.

Presentación del Coro en el Salón Don Bosco

Durante un tiempo, fue el Profesor Rocha quien impartía dicha clase, donde los alumnos aprendían a leer las notas musicales y, a entonar la voz. Una vez formado el orfeón y los grupos de coro, junto con la rondalla, participaban en los festivales que se celebraban en el Salón Don Bosco con motivo del Día de las Madres, Día del Maestro o en los festivales de fin de curso.

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Rondalla conformada por alumnos en los años sesenta.

Tanto los alumnos del coro, como los de la rondalla, participaban en eventos muy importantes. En una ocasión el Prof. Hernández Gama y el Prof. Rocha, llevaron a los alumnos a un concierto de la Sinfónica que se realizó en el Cine Elizondo, que se localizaba en la calle de Zaragoza, entre Matamoros y Padre Mier.

Apoyo de los exalumnos.

Siempre se contó con el apoyo de los exalumnos, quienes encabezados por Gerardo y Francisco Arquieta, durante muchos años ayudaron a organizar y coordinar diferentes actividades. Por ejemplo, impartían la clase de educación física y la instrucción militar.

Se encargaban también de formar la escolta de gala y la banda de guerra. Con este fin, cada año se hacía una selección de los alumnos más destacados y con ellos, se formaban ambos grupos. Se presentaban en festivales, desfiles y otros eventos. Más tarde, el encargado de estas tareas fue Paco Salazar, haciendo también un excelente trabajo.

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Escolta de Gala en los años sesenta.

Gerardo Arquieta dirigiendo la Escolta de Gala.

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Una Ventana a la Vida Una de las fechas especiales en que participaba la Escolta de Gala, era cada 12 de diciembre, aniversario del fallecimiento del Padre Antonio de Padua Ríos, cuando junto con un selecto grupo de alumnos ataviados con el pulcro uniforme, hacían guardias de honor en su tumba. Solían encabezar también las peregrinaciones que se hacían cada año al Santuario de la Virgen de Guadalupe, ubicado en la colonia Independencia, así como otros eventos tanto religiosos, como escolares.

Otra de las actividades en las que participaba era en competencias o concursos, organizados por diferentes instituciones educativas o culturales. Algunas veces se lograba una actuación relevante, lo que habla de la entrega y dedicación, tanto de los alumnos que las formaban, como de los exalumnos quienes los instruían.

Grupo de alumnos de la Banda, frente a la casa antecesora de los edificios.

Cuando estaba por celebrarse algún evento o competencia especial, tanto la escolta, como la banda de guerra, debían ensayar y practicar durante horas y horas, incluso, en los fines de semana. Ambos grupos llegaron a tener cierto prestigio como unas de las mejores en ese tiempo.

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En los festivales del Día de las Madres y de Fin de Cursos, se hacían los honores a la bandera y se entonaba el himno nacional. Todo ello era dirigido por la escolta. También encabezaba las asambleas de los lunes y las de fechas conmemorativas.

Ser parte de la escolta se consideraba todo un honor y, se tomaba en cuenta a la hora de otorgar las medallas que se entregaban cada año al finalizar el curso escolar.

Honores a la Bandera con la Escolta.

Otra cosa que se daba bastante bien en el Antonio de Padua Ríos, era la gimnasia. Las tablas gimnasticas eran todo un suceso, ya que además de hacerse como ejercicio físico, participaban también en diversos eventos.

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Una Ventana a la Vida

Pirámides y gimnasia en los años sesenta.

De igual forma, estaban las pirámides que, después de muchas horas de práctica, se encontraban listas para ser presentadas en eventos escolares e incluso, algunas veces participaban en concursos. Por supuesto, eran los exalumnos quienes, con gran dedicación y haciendo un gran esfuerzo, enseñaban y ensayaban a los niños, tanto las tablas gimnásticas como las pirámides.

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Apoyo espiritual.

Grupo de alumnos con el Padre Roberto Méndez en los años sesenta.

A lo largo de su historia, el Colegio contó con el apoyo espiritual de los sacerdotes de Catedral en diversas actividades, como: las misas de los domingos, las confesiones y comuniones, del viernes primero de cada mes. También en los ejercicios espirituales durante la Cuaresma y los rosarios dedicados a la Virgen María en el mes de mayo, cuando los alumnos ofrecían flores en esta Iglesia o bien, cuando la Virgen visitaba las instalaciones y se realizaba algún rito en su honor, con los cantos típicos incluidos.

Visita de la Virgen al Colegio en los años sesenta.

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Una Ventana a la Vida

Alumnas de diversos grados en celebración del Día del Sagrado Corazón de Jesús.

Celebrando el Día del Sagrado Corazón de Jesús.

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Becas para estudiar la Secundaria.

Con gran satisfacción se advertía el deseo de los alumnos de continuar estudiando al terminar la primaria. Ante esto, el CUM y el Colegio José Calderón, daban becas para secundaria. Por lo tanto, quienes querían seguir preparándose podían hacerlo en estas instituciones privadas. Aun así, muchos se veían obligados a seguir sus estudios en escuelas públicas, porque a pesar de tener una beca, no podían cubrir los gastos de libros y demás útiles escolares, ya que la beca consistía solamente en el pago de los estudios.

Estaba también la Secundaria Melitón Villarreal, que se ubicaba en Martín de Zavala y Padre Mier, por el rumbo del Obispado. Era una escuela gratuita y sólo para varones. Fue abierta como una extensión del Instituto Tecnológico de Monterrey, para los jovencitos de escasos recursos, que tenían inquietud de superarse en la vida.

Alumnos egresados en el año de 1967 con la Madre Inés Rosales

Durante muchos años, cada generación de niños egresada del Antonio de Padua Ríos, aportaba un buen número de alumnos a la Melitón Villareal. Para tener una idea, en septiembre de 1963, quince de los niños que terminaron la Primaria en el Colegio, ingresaron a esta escuela para continuar con la Secundaria.

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Una Ventana a la Vida Nace el Colegio de Niñas, 1963 Desde sus inicios como Escuela de Papeleros y Boleros en el año de 1924, el Colegio Antonio de Padua Ríos era sólo para varones. No obstante, ante la reiterada petición de los padres de familia y viendo que, en realidad era necesaria una escuela donde las niñas de escasos recursos, pudieran recibir una educación y formarse cristianamente, el Patronato se lanzó a la empresa de establecerla.

Primeras alumnas del Colegio de Niñas, 1963

Fue en el mes de septiembre de 1963, cuando empezó a funcionar con los tres primeros grados de primaria. Se inscribieron 75 niñas en párvulos, 25 en primer año y 32 en segundo. Inicialmente, el colegio de niñas se instaló en una casa de renta en la calle de Ocampo 925 Ote., donde estuvo solamente un par de meses. Pronto se presentó la oportunidad de ocupar una propiedad que ofrecía mejores condiciones para su buen funcionamiento, por lo que se hizo el cambio a la casona ubicada en Ocampo 877 Ote., esquina con Diego de Montemayor. En esos años, en este mismo lugar funcionaba también la Escuela de Aprendizaje Especial, atendida por las Hermanas del Servicio Social.

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Esta casa fue cedida por la Familia Junco Villarreal, para que se instalara específicamente el colegio de niñas. El acuerdo había sido que podían disponer de ella sin condiciones, siempre y cuando fuera para el uso que se había acordado. Permaneció ahí desde el año 1963, hasta 1966, cuando se construyeron los nuevos edificios.

Gracias a la calidad en la educación, cada año fueron aumentando las inscripciones hasta llegar al Cuarto año. Se siguió trabajando hasta completar todos los grados de primaria. Fue en el año de 1970 cuando se graduó la primera generación completa egresada del colegio de niñas. Es decir, que cursaron desde párvulos hasta el sexto año.

Al trasladarse las alumnas al nuevo edificio en septiembre de 1966, la propiedad que ocupaba el Colegio, pasó a ser el internado de niñas.

También fue hogar temporal de las Religiosas, mientras se hacia la remodelación a la casa donde habitaban desde su llegada a Monterrey.

Los propietarios del inmueble conocido como “La Casa de las Madres”, eran los Señores Llaguno (de la Compañía Anderson Clayton) y, la habían prestado a las Religiosas para que vivieran en ella durante cuarenta años. Sin embargo, la Srita. Araceli González Segovia, quien en ese tiempo era la presidenta del Patronato de Papeleros y Boleros, intercedió ante los señores Llaguno, para que la casa fuera donada a la Congregación, lo cual no tardó en conseguir y así fue como pasó a ser propiedad de las Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe.

Situación socioeconómica de los alumnos.

Al iniciar el ciclo escolar 1964-1965, había inscritos en ambos colegios un total de 519 alumnos: 353 niños y 166 niñas. En el internado de varones había 20 niños y 15 en el de niñas. No obstante, debido a la falta de espacio y exigiéndolo así, las normas más elementales de higiene, ese año se redujo la admisión, matriculando

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Una Ventana a la Vida solamente 416 alumnos, 269 niños y 147 niñas. Los internados contaban con 15 niños y 10 niñas respectivamente.

Un poco antes, en el año de 1963, un grupo de trabajadoras sociales de la Sociedad de Exalumnas de Trabajo Social Pablo Cervantes, A. C., hizo a los alumnos y sus familias, un estudio socioeconómico que dio a conocer las condiciones en que vivían los niños y niñas del Colegio. Dicho estudio dio como resultado que, aunque ya no eran ni papeleros ni boleros, la mayoría pertenecía a la clase humilde, unos cuantos a la clase media y muy pocos, tenían una buena posición económica.

Entre estas familias, un número considerable tenía un nivel de vida muy bajo, ya que habitaban en tejabanes y casitas casi sin ventilación ni iluminación y, en algunos casos, carecían hasta de los servicios más indispensables como: agua, drenaje, gas y luz eléctrica. Muchos vivían en barrios pobres superpoblados y, en ocasiones, con un vecindario indeseable. Algunos otros, vivían en el centro de ciudad o en barrios aledaños al Antonio de Padua Ríos.

Pese a las condiciones precarias de la mayoría de los alumnos, el Colegio tenía la firme determinación de mejorar en todos los sentidos su calidad de vida. Con este fin, ofrecía servicios adicionales como llevar al médico a algunos niños de familias de muy escasos recursos económicos. Se les realizaban tanto radiografías, como análisis o exámenes clínicos y, se les daba atención médica. Todo esto lo hacía gratuitamente el Dr. Miguel Vera Jr. y algunos otros médicos de buen corazón.

Al ver que la desnutrición era una amenaza constante para la salud de los alumnos y, en muchos casos, un obstáculo para su aprovechamiento escolar, se atendían completamente las recomendaciones de los médicos. Con este fin, se consiguió lo necesario para dar desayunos a cincuenta niños, eligiendo a los más necesitados y a los que más urgencia tenían de ser atendidos.

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Se organizaron algunas madres de los niños para ayudar a la elaboración del pan, hidratación de la leche, etc., con objeto de no sobrecargar de trabajo a las Religiosas. Estos desayunos escolares fueron suministrados inicialmente gracias a la Canada Dry, por conducto de Don Andrés Chapa, quien proporcionó mesas y sillas de lámina esmaltada. Troqueles y Esmaltes, S.A., aportó la loza necesaria tanto para la elaboración de los alimentos, como para el servicio de los niños. Vidriera Monterrey, S.A., donó vasos y jarras de vidrio.

Azcúnaga Hermanos, S.A., la carne. GAMESA y MARSA, pastas y galletas. Fomento Moral y Educativo, la provisión de leche en polvo, más grasas y harinas de trigo y de maíz.

En el mes de junio de 1965, se hizo la Prueba Mantoux a los alumnos del Colegio, resultando 415 en estado normal y 111 positivos TB (Tuberculosis). Ante esto, se les envió con urgencia al centro de Salud Núm. 2, que se localizaba en la calle Morelos, casi esquina con Diego de Montemayor, para que se les hiciera el catastro torácico, resultando tres ya con padecimiento pulmonar, los cuales fueron atendidos inmediatamente.

Considerando que esto era el resultado de una alimentación escasa e inadecuada y con bajo valor nutritivo, a los 108 niños positivos TB restantes, se les proporcionó gratuitamente sobrealimentación con el fin de que pudiesen sanar por completo. De 60 a 65 niños de los más necesitados y desnutridos, asistían al comedor gratuito del Colegio que se organizó gracias a la generosa y eficaz ayuda de Don Andrés Chapa, quien cuidaba que no faltara maíz, fríjol, huevos y leche suficiente para quienes lo necesitaran.

Los nuevos edificios.

Fieles a la promesa que hicieron al Padre Antonio de Padua Ríos de proveer una propiedad para el Colegio, los Caballeros de Colón adquirieron las fincas marcadas con el 830 y 838 de la calle de Ocampo y se las obsequiaron al Patronato de Papeleros y Boleros, 72

Una Ventana a la Vida aportando éste, para la compra, sólo la suma de $ 70,000.00.

Asegurando de alguna forma la vida del Colegio, al darle un lugar fijo y estable.

El Antonio de Padua Ríos ya tenía las casas, pero todavía faltaba conseguir los recursos económicos para demolerlas y construir los nuevos edificios. Mientras tanto, al ser ya de su propiedad dichos inmuebles, se hicieron algunas mejoras con la intención de que los alumnos, maestros y religiosas, tuvieran las mejores condiciones para realizar sus actividades, mientras se lograba edificar las nuevas aulas.

Se despejó y pavimentó el patio. Se repusieron las canales para que la lluvia no se estancara en los techos. Se hizo una reparación general a las instalaciones sanitarias y eléctricas. Se acondicionó un servicio sanitario privado para uso de las religiosas y maestras. Se les puso alumbrado completo a los patios de recreo y deportes. Se instaló una cortina de loneta para quitar el Sol de los salones de clase y, se instalaron bancas para los niños alrededor del patio. Todo esto se hizo con la ayuda de la Sociedad de Padres de Familia, algunas industrias y varias personas generosas.

Construcción de los edificios del Colegio.

Al poco tiempo, se demolieron dichas fincas y se empezaron a construir los edificios que serían las nuevas aulas del Colegio. Fue Don Luis Elizondo quien, generosamente, donó para ello la cantidad de $ 250,000.00. Como es fácil deducir, el costo total de la 73

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construcción superó en mucho esta suma. Así que, se debieron buscar otra forma de conseguir los recursos que faltaban.

Lograron juntar lo que hacía falta para completar el costo total a través de otros donativos y, principalmente, gracias al trabajo de los padres de familia, quienes en equipo y auxiliados por las Religiosas, preparaban tamales, enchiladas y flautas, que vendían los domingos en el atrio de la Catedral. Este esfuerzo se vio recompensado con el resultado, ya que el Antonio de Padua Ríos se pudo sostener durante muchos años, gracias a la cooperación de todos.

Inauguración de los nuevos edificios.

Ceremonia de inauguración de los nuevos edificios.

A las seis de la tarde del 26 de diciembre de 1966, el arzobispo de Monterrey, Don Alfonso Espino y Silva, inauguró los nuevos edificios del Colegio. Estuvieron presentes el Pbro. José de Jesús Rivera, quien era el Párroco de Catedral, Don Carlos Maldonado, Don Andrés Chapa, Don Luis Elizondo, así como otros benefactores y representantes del Patronato de Papeleros y Boleros, A.C. 74

Una Ventana a la Vida

Benefactores en la ceremonia de inauguración de los edificios.

La Madre Inés Rosales y el Excmo. Sr. arzobispo Don Alfonso Espino y Silva, en la inauguración.

Al contar ya con aulas propias y un buen programa educativo, las Religiosas se enfocaron en mejorar el rendimiento escolar y, a proveer los espacios y las actividades necesarias, para que los alumnos de todos los grados, tuvieran el ambiente ideal que facilitara su desarrollo tanto físico, como intelectual.

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El periódico El Norte, documentó también la inauguración de los edificios en el año de 1966.

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Una Ventana a la Vida

Diversos periĂłdicos de la ĂŠpoca como El Porvenir, difundieron la noticia de la inauguraciĂłn de los nuevos edificios.

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Don Luis Elizondo Lozano: Un gran corazón.

Gran benefactor del Colegio, Don Luis Elizondo Lozano nació en Monterrey, N.L., el 25 de agosto de 1895. Sus padres fueron Lorenzo Elizondo y Genoveva Lozano, vecinos de Hidalgo, N.L. Sus primeros estudios los cursó en Monterrey en los Colegios Bolívar, Porfirio Díaz y en el Instituto Laurens. Para perfeccionar su inglés permaneció dos años en el St. Mary’s College en San Antonio, Texas.

En 1919 contrajo matrimonio con Doña Emma Osuna, originaria de Villa del Carmen, N.L. No tuvieron hijos, situación que aceptaron con sencillez y se dedicaron a compartir sus 37 años de matrimonio con muchas actividades filantrópicas, así como amenos viajes que realizaron juntos. El 5 de julio de 1954, Don Luis ingresó formalmente como socio de Fomento Moral y Educativo, A.C., institución con la que ya colaboraba, pero a la que se unió con todo gusto, invitado por su sobrino Lorenzo Elizondo, hijo de su hermano Encarnación. Desde ese momento contribuyó con los medios económicos necesarios para realizar un mayor número de obras de beneficencia.

Fomento Moral y Educativo, A. C. nace en junio del año 1953, gracias al altruismo de Don Genaro Cueva y Elías R. Villarreal, dos idealistas que sentían la necesidad de contribuir a la formación y educación de los neoloneses e invitaron a Don Oscar Elizondo López, a formar un grupo al que pronto se unieron otras personas que se fueron contagiando de su entusiasmo. Así fue, como ante la forma tan clara y altruista en que fue constituida la Asociación, un año después, Don Luis Elizondo Lozano decidió unirse como socio activo como consejero vitalicio hasta su muerte.

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Una Ventana a la Vida Como un incansable benefactor, fundó también varios asilos de ancianos, además del apoyo que daba a colegios y escuelas, hospitales y comedores para pobres. Asimismo, para honrar la memoria de su esposa, Don Luis Elizondo estableció la Academia de Bellas Artes Emma Osuna de Elizondo, en un terreno ubicado en la calle de José Calderón, en la colonia Deportivo Obispado.

Una nueva etapa.

Gracias al apoyo de muchas personas de buen corazón, que a lo largo de la historia del Colegio acudieron a prestar ayuda, las Religiosas pudieron continuar con la misión que emprendieron las fundadoras en el año 1924 y, con la cual, se comprometieron desde el año de 1947, cuando se hicieron cargo de la Escuela de Papeleros y Boleros, como era conocido en ese tiempo el Colegio Antonio de Padua Ríos.

En el año de 1966, con el cambio de instalaciones y ocupando ya, los dos flamantes edificios, se procedió a modificar algunas cuestiones académicas, como los exámenes finales. Se retomó la costumbre de que al terminar el ciclo escolar y después de las pruebas escritas, se hacían los exámenes públicos orales en los salones de clases.

Para este fin, se invitaba a los papás de los alumnos y, a alguna representación del Patronato. Ya casi no se reprendía enfrente de todos a los niños que fallaban a la hora de responder, sino que se hablaba con los papás para ver qué era lo que procedía. Lo bueno es que estas pruebas ya no eran en la Sala Capitular de la Catedral, ni eran tan intimidantes como en los años cincuenta.

Además de contar con salones perfectamente equipados con pupitres, pizarrones y escritorios nuevos, todo esto donado también por Don Luis Elizondo, había un gran patio al centro de cada uno de los edificios, así que, ya se contaba con suficiente espacio para realizar las actividades escolares, desde las solemnes asambleas, hasta otros eventos cívicos, artísticos y religiosos y, lo más importante, el recreo.

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Las niñas en la hora del recreo.

Honores a la Bandera.

Al ocupar los nuevos edificios, fue más fácil realizar las actividades escolares que antes se dificultaba por carecer de suficiente espacio en las aulas anteriores.

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Una Ventana a la Vida Formación religiosa.

Como en todos los colegios católicos de la época, el Antonio de Padua Ríos proporcionaba tanto la formación académica, como la religiosa. Dentro del programa escolar, se incluían una serie de actividades enfocadas en la fe católica. Por ejemplo, se preparaba a los alumnos para hacer la primera comunión. Una vez que la habían hecho, las Religiosas los llevaba a confesarse y, a recibir la comunión cada viernes primero del mes. Los mayores hacían guardia al Santísimo, expuesto ese mismo día.

Era obligatorio asistir a misa los domingos en la Catedral y, tanto niños como niñas, debían ir con el uniforme completo. Quienes ya habían hecho la primera comunión tenían que comulgar, porque si no lo hacían, recibían una fuerte reprimenda.

El Miércoles de Ceniza, que marca el inicio de la Cuaresma, se llevaba a los alumnos para que les fuera impuesta la ceniza.

Se cumplía también con todos los preceptos de la Semana Santa, como los ejercicios espirituales por edades. Se asistía al viacrucis y, a las ceremonias de los días santos.

No era obligatorio, pero sí recomendado para cumplir como buenos católicos.

A lo largo de los años, el Colegio recibió apoyo espiritual de los sacerdotes de la Catedral, parroquia a la que pertenecía por su cercanía física. El Párroco en turno, asignaba a uno de los presbíteros para esta tarea. En este grupo de sacerdotes destacaba uno muy peculiar: el Pbro. León Figueroa, mejor conocido como el Padre Leoncito. Fue vicario durante muchos años y apoyó, en gran manera tanto a los alumnos, como a las Religiosas.

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Era un sacerdote muy especial. Nunca tuvo auto así que, cuando tenía que ir a dar la comunión a los enfermos en los hospitales o algún otro servicio religioso, se paraba frente a la Catedral, se levantaba la sotana y la escondía debajo de su saco, de tal forma que no se viera. Le hacía la parada a un taxi y una vez que llegaba a su destino, se bajaba la sotana para que el taxista viera que era un sacerdote y, entonces, solamente le decía: “Que Dios se lo pague.” Era muy conocido entre el gremio de los carros de sitio en esa época y se iban pasando la voz.

Pese a todo, nunca le fallaba la técnica, ya que se hacía amigo de los choferes y lo trasladaban con mucho gusto, sin cobrarle nada.

Las Peregrinaciones.

Alumnas en peregrinación, año 1967

Una de las actividades religiosas más importantes que se celebraban en el Colegio, eran las peregrinaciones al Santuario de la Virgen de Guadalupe. Se hacían cada año, al acercarse el 12 de diciembre. Eran encabezadas por un grupo de matachines y un carro alegórico, desde donde se entonaban los típicos cantos a la Guadalupana. También participaba la escolta de gala y, algunos alumnos portando el banderín del Colegio, las ofrendas y las canastas con flores.

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Una Ventana a la Vida

Alumnas encabezando la peregrinación.

Se seleccionaba cuidadosamente a los alumnos que iban a participar.

El papel más destacado era el de la niña que representaba a la Virgen, seguido por el niño que sería Juan Diego y luego, las niñas que serían los angelitos.

Se invitaba a los maestros y padres de familia, quienes participaban guiando los cantos o los rezos, mientras la peregrinación avanzaba por las calles aledañas al Colegio. Acudían también algunas amistades, así como otros familiares de los niños.

Al llegar al Santuario había una misa, luego se disfrutaban las danzas de los matachines y, al terminar, era tradición pasear en los alrededores entre los puestos de dulces y fritangas; jugar al tiro al blanco o bien, subirse a los juegos mecánicos de la feria.

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Peregrinación en el año 1967.

Peregrinación al Santuario de Guadalupe en el año de 1967.

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Una Ventana a la Vida

Exalumnos participando en la peregrinaciĂłn al Santuario. 1970

Alumnas danzando hacia el Santuario de Guadalupe en el aĂąo 1970.

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Primeras Comuniones.

Primeras comuniones en la Catedral.

Cada año se preparaba un grupo de niñas y niños, para la primera comunión. Nunca eran menos de cincuenta alumnos. Las catequistas los instruían durante diez o doce meses y, una vez que estaban listos, se planeaba la ceremonia. Por lo general, se celebraban en la Catedral. aunque había sus excepciones, como en mayo de 1964 cuando decidieron que se hicieran durante la consagración de la Basílica del Roble.

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Una Ventana a la Vida Ofrecimiento de flores a la Virgen.

Desde el primer día del mes de mayo, los niños y niñas acudían ofrecer flores a la Virgen María, en la Catedral.

Algunos iban ataviados con sus vestidos y trajes, de la Primera Comunión, si es que ya la habían hecho. Otros, iban con el uniforme o, alguna ropa que sus propias mamás confeccionaban especialmente para la ocasión. Se rezaba el rosario y se entonaban algunos cantos. Los alumnos desfilaban hasta el altar para entregar las flores que casi siempre eran blancas. Las recibían alumnas vestidas como ángeles y, luego, las depositaban en silencio a los pies de la Virgen.

Eran guiadas por una de las Madres, quien se encargaba de entonar los cantos y los alumnos, la seguían con fervor. Esta era una de las actividades religiosas que más disfrutaban los niños y niñas.

Ofrecimiento de flores en la Catedral.

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Fiestas y festivales.

Los festivales de fin de año escolar eran todo un acontecimiento. Se efectuaban en el Salón Don Bosco. Asistían los familiares y amigos de los alumnos, así como algunos miembros del Patronato y el Párroco de la Catedral, a quien se invitaba por cortesía.

El Pbro. José de Jesús Rivera y miembros del Patronato en festival de fin de cursos.

Entrega de certificados y medallas.

Durante varios meses se planeaba este evento. Además de presentar los números artísticos en los que participaban tanto los niños como las niñas, se hacía entrega de los certificados de sexto año a quienes terminaban la Primaria. También se otorgaban los reconocimientos a los alumnos más destacados, razón por la cual, se convertía en el suceso más esperado del año escolar.

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Una Ventana a la Vida Uno de los reconocimientos más importantes eran las medallas.

Consistía en entregar a los alumnos una medalla de acuerdo a sus méritos o rendimiento escolar. Eran de diferente color. La de Honor era de color rojo y era concedida a la excelencia. También había de Aplicación, Conducta, Perseverancia y Aseo.

El Baile de las Mariposas en el año 1964

Tanto en el festival de Fin de Curso, como en el del Día de las Madres, se presentaban bailables y números musicales, que eran ensayados durante meses. Casi siempre, quien se encargaba de esta tarea era una de las religiosas. Una de ellas fue la madre María Rizo, quien por Payasitos, en los años setenta. años mostró sus dotes de bailarina al poner los pasos y coreografías, que presentaban principalmente las niñas. Algunas veces quienes ensayaban a los niños eran los exalumnos. Dependía del número que se fuera a exhibir.

En muchas ocasiones, eran las mamás quienes con gran entusiasmo elaboraban los trajes para los bailables o bien, se los encargaban a algunas de las costureras del Barrio.

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La Bamba.

La Danza Húngara.

Sin duda, la diversidad de los números que se presentaban era una aportación cultural muy importante, ya que se podían ver tanto los representativos del folklore mexicano: el Son de la Negra, el Jarabe Tapatío, Las Chiapanecas, La Bamba, entre otros. Así como bailes internacionales: Kasachok, Zorba el Griego, la Danza Húngara o bien, alguna obra como el Lago de los Cisnes, que se presentó en el festival del Fin de Curso en el año de 1970 90

Una Ventana a la Vida Las Religiosas.

Grupo de religiosas y maestras con la madre Inés Rosales, directora del Colegio de 1956 a 1970

En los cincuenta años que se hicieron cargo del Colegio, las Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe, encontraron grandes desafíos que supieron enfrentar uno a uno.

Nunca dieron marcha atrás. Trabajaron duro y cumplieron con la misión y deben sentirse satisfechas. Igualmente, todos quienes contribuyeron de alguna manera para apoyarlas en esta tarea, porque Cualquier obra que tiene como objetivo ayudar a los más desvalidos, siempre es socorrida por personas de buen corazón, que se convierten en benefactores en muchas formas y, el Colegio, tuvo muchos.

Nada hubiera sido posible sin la iniciativa de las seis mujeres que crearon la escuelita antecesora del Antonio de Padua Ríos. Sin embargo, no tenía muchos recursos y su continuidad requería un gran esfuerzo y, sobre todo, la creación de una forma de trabajo que permitiera encontrar la manera de resolver, por un lado, el sostenimiento económico y, por el otro, el sustento moral, humano y religioso. Para lograrlo, fue necesario un gran trabajo de equipo que, 91

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con los años, le dio una identidad propia fácilmente reconocible como una buena institución educativa con instrucción religiosa.

El Colegio alcanzó un nivel sobresaliente gracias al trabajo de las Religiosas, que supieron cumplir con la tarea que se les encomendó y que, durante medio siglo, atendieron con dedicación y amor. Misión cumplida.

A su llegada en el año de 1947 para hacerse cargo de la Escuela de Papeleros y Boleros, como se le conocía en ese tiempo al Antonio de Padua Ríos, estuvo a cargo de la Dirección la Madre Teresa Barba y después, hubo nueve directoras más: Madre Teresa Barba, 1947-1956 Madre Inés María Rosales Castañeda, 1956-1970 Madre Teresa Ávila Valenzuela, 1970-1974 Madre Eugenia Cardiel Débora, 1974-1976 Madre Elba García García, 1976-1977 Madre Guadalupe Herrera Rizo, 1977-1983 Madre María de Jesús Abarca Paredes, 1983-1989 Madre Elba Segoviano Alatorre, 1989-1992 (Primaria) Madre Eugenia Hernández, 1987-1993 (Secundaria) Madre Alicia Espino Martínez, 1993-1998 Los valores morales que, junto con la instrucción primaria ofrecía el Antonio de Padua Ríos, seguramente sustentaron la vida de cada uno de los niños y niñas, que estudiaron en sus aulas.

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Rectitud

Caridad

Deber

Justicia

Una Ventana a la Vida Reverenda Madre María Amada del Niño Jesús.

La congregación de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús y Santa María de Guadalupe, fue fundada por la R.M. María Amada del Niño Jesús, quien nació en Guadalajara, Jalisco el 7 de septiembre de 1895.

El día 9 de febrero de 1913, a los diecisiete años, ingresó a la Orden del Verbo Encarnado y del Santísimo Sacramento, en el Monasterio que recién se había fundado en Mascota, Jalisco. Perteneció a dicha Orden durante diecisiete años, hasta que un día, empezó a manifestar su deseo de fundar una congregación de religiosas que se dedicara a extender el reinado del amor.

Durante el año de 1926, se desató en México una fuerte persecución en contra de la iglesia católica y los niños, algunas veces caían en manos de maestros que, a cualquier precio, querían arrancar la fe de sus pequeños corazones.

Ante esta situación, la madre María Amada, se sintió fuertemente inspirada a fundar un instituto cuyas religiosas se dieran a la tarea a defender a la niñez más desvalida.

Su espíritu, su fe y su entrega incondicional, la sostuvieron en las innumerables penas y dificultades que se les presentaron durante toda su vida.

Sin duda, el amor que inspiró a su fundadora, supo transmitirlo a toda la Congregación, ya que a través de los años han atendido y acudido en ayuda de los más necesitados. El Antonio de Padua Ríos, es una más, de las muchas obras a las que han dedicado su vida.

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Durante cincuenta años, sirvieron al Colegio guiadas por el espíritu de la Madre María Amada y supieron salir adelante de las dificultades, siempre socorridas por los benefactores, padres de familia y mucha gente de buen corazón. Desde el año de 1947 hasta 1998, formaron muchas generaciones con bases morales, instrucción religiosa y una excelente formación académica. Lograron con creces, continuar con la tarea de las seis señoras regiomontanas que fundaron la Escuela de Papeleros y Boleros.

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Tercera Parte EN PRIMERA PERSONA: Así lo viví

Al compartir en primera persona esta parte de la historia del Colegio Antonio de Padua RĂ­os, no es porque crea que yo, soy importante; sino porque al hacerlo, quizĂĄs algunos exalumnos se pueden identificar un poco con las memorias de los hechos, las personas y los lugares, de aquellos aĂąos.

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Así lo viví.

Con un mayor conocimiento de las circunstancias, los sucesos y las personas, que escribieron la historia del Antonio de Padua Ríos, me doy cuenta de que siempre estuvo entrelazada al devenir de una ciudad en constante movimiento; con barrios especiales y personajes excepcionales.

Una naciente industria a finales del siglo XIX, aunada al empuje que ha caracterizado siempre al neolonés; gente altruista, de espíritu emprendedor y buen corazón, son las grandes cualidades que forjaron esta historia. La generosidad de las seis señoras fundadoras de la escuelita que, con este hecho, mostraron el amor más incondicional hacia los niños que debían trabajar desde muy pequeños, es el mejor ejemplo de los habitantes de Monterrey. Lo supe después, en primera persona.

Igual que las familias de los niños que fueron los primeros alumnos del Colegio, la mía fue una familia inmigrante más. Llegué a vivir a esta hermosa Ciudad, principios del año 1960, cuando tenía apenas dos años y dos meses de edad. Nos establecimos en el centro, exactamente en el Barrio de Catedral, como era conocido el primer cuadro alrededor de esta Iglesia. Ante esta circunstancia, entrar a estudiar al Antonio de Padua Ríos, fue algo completamente natural.

Además de estudiar en él, todas las casas que habitó mi familia cuando era niña, estaban ubicadas muy cerca del Antonio de Padua Ríos. Por esta razón, su historia es parte de la mía y eso, me motiva a compartir en primera persona, lo que fue mi paso por sus aulas y por el Barrio.

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Una temprana emigración.

Cuando por diferentes circunstancias se asienta una familia en alguna próspera ciudad mostrando signos de progreso, acuden tras ellos otros familiares en busca de mejores condiciones de vida. Este fue el caso de mi familia, cuando en los primeros días del mes de enero de 1960, llegamos a Monterrey procedentes de Totatiche, un pueblito ´localizado en la región norte del estado de Jalisco, a un barrio cuya importancia histórica desconocíamos.

Era muy pequeña cuando llegué (gracias a Dios) a radicar en esta Ciudad, la cual me ofreció una perspectiva de vida totalmente diferente, a la que me aguardaba en aquel pueblito, aislado de cualquier influencia de desarrollo y, por consiguiente, alejado del progreso.

Tuve el privilegio de crecer en el Barrio Antiguo y, hay lugares, personas y sucesos que se volvieron mis compañeros eternos.

Lugares como la Catedral y su Plaza Zaragoza, formaron parte de mi infancia. Viví con angustia la transformación que les dio la modernidad decidida no sé por quién, sin embargo, en mi memoria guardo el paisaje anterior: la Catedral, con su color natural de cantera y su interior dorado; con su majestuoso altar antiguo; con su Padre Rivera y su Padre Leoncito, quien era mi confesor favorito de ese tiempo.

A pesar de haber sido casi siempre forzada a ir a misa y, a confesarme, tomé como guía espiritual a este sacerdote de peculiar personalidad, preferido por casi todas mis compañeras del Colegio y algunas de mis hermanas, por su benevolencia a la hora de escuchar nuestros “pecados”.

Los demás sacerdotes nos inspiraban un poco de miedo, así que, la fila se hacía muy larga, pues evitábamos confesarnos con otro sacerdote que no fuera el Padre Leoncito. Ahora pienso: ¿Qué pecados podíamos tener a los siete u ocho años, para sentir ese temor?

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Una Ventana a la Vida El Padre Leoncito era muy activo. Además de decir misas, era el encargado casi siempre de rezar el rosario durante el ofrecimiento de flores en el mes de mayo. También daba los ejercicios espirituales durante la cuaresma, rezaban los viacrucis y participaba en muchos otros servicios religiosos.

En la antigua Plaza Zaragoza, se respiraba un aire de paz y tranquilidad. Su panorama me persigue a través del tiempo. Los sauces llorones, cuyas ramas colgaban hasta el suelo y cómo jugábamos a las escondidas entre ellas. La fuente que estaba en donde ahora es el Palacio Municipal, era mi lugar favorito. Donde caía el agua de la fuente, sobresalían unos recuadros de cemento donde los niños del barrio jugábamos brincando de uno a otro, hasta alcanzarnos. El juego terminaba cuando alguien caía al agua y, empapado y, algunas veces, se iba a su casa llorando, igual que los sauces.

Entre los lugares y las personas.

Como sucedía en los barrios en aquellos tiempos, en el de Catedral, todos los vecinos se conocían. Las personas se saludaban, aunque no se conocieran de nombre, sí de verse a diario al recorrer las calles para ir a misa, a la tienda, la carnicería o de compras al Centro. Entonces, la gente caminaba mucho, lo cual propiciaba la convivencia de una forma distinta. La vida en Monterrey era mucho más simple. Se podía andar en las calles sin ningún riesgo.

Son inolvidables las escenas de ese pintoresco Barrio de los años sesenta y setenta. Con sus tienditas de las esquinas, como la Abarrotera Garza que estaba en la esquina de Ocampo y Diego de Montemayor. La también tienda de abarrotes El Paso que, hasta la fecha, se yergue orgullosa en la esquina de Diego de Montemayor y Morelos, como única sobreviviente desde aquellos años. Enrique, su propietario, amable y carismático, atento a proveer de cuanto era necesario al vecindario, pues entonces no existían las cadenas de 99

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supermercados que hay hoy en día. Estaba también la tienda de Don Gerardo, en la esquina de Mina y Matamoros, entre muchas otras.

Crecer en el Barrio de Catedral fue una gran experiencia. Cada uno de sus rincones me arropaba imperceptiblemente. Mi andar por sus callecitas era una aventura llena de personajes, lugares, aromas y sensaciones, que hoy, se convierten en recuerdos llenos de nostalgia.

Por ejemplo, por la calle de Abasolo, entre Doctor Coss y Diego de Montemayor, estaba la tienda de artículos religiosos de Don Nacho Espronceda y su esposa, quienes cálidamente atendían a sus clientes y saludaban a todos quienes pasaban enfrente. La panadería El Nopal, que se ubicada en Morelos y Doctor Coss, proveía de pan recién hecho a todo el vecindario. Su aroma atraía poderosamente a personas de todas las edades. Era común ver a través del cristal del aparador, las piezas de pan que ahí se elaboraban, como: los marranitos, los tomates, las conchas, las margaritas, las campechanas y muchas otras, igual de deliciosas.

En contra esquina de esta panadería, estaba la mercería El Paje. Ahí vendían desde botones e hilos, hasta ojitos, caritas, manitas y piecitos para hacer muñecas, pasando, obviamente, por todo lo relacionado a este tipo de negocios. Como vecino muy cercano de ambos, estaba el Casino Monterrey. Por cierto, cuentan que sus socios, cansados de los olores que emanaban de El Nopal, le ofrecieron a su dueño Don José G. García, comprar su negocio, a lo que él respondió: “¿Cuánto quieren por su Casino?”. Personajes de este tipo eran los que conformaban el Barrio y sus alrededores.

Especialmente recuerdo la Imprenta Elizondo, que se localizaba en la calle de Ocampo, entre Zuazua y Doctor Coss, muy cerca del Antonio de Padua Ríos. Su propietario era muy amable y bueno con los niños de la zona. Nos regalaba libretitas que hacían con los sobrantes de papel. El lugar olía a tinta, a papel, a prensas, a libros y, estoy segura, que desde entonces nació mi amor por todos esos aromas. Más tarde se volvieron parte de mi profesión.

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Una Ventana a la Vida No faltaban los típicos personajes como el “verdulero”, quien gritaba a todo pulmón para promocionar las frutas y verduras, que cargaba en el destartalado carretón de madera que apenas podía rodar por el peso de la mercancía y las malas condiciones de las llantas. El lechero, que hacía sus repartos de madrugada colocando al pie de las puertas los litros de leche en botellas vidrio transparente, cubiertas por una tapa de cartón. El tamalero que, cargando a los hombros las pesadas ollas con los deliciosos tamales de puerco, dulce o frijoles, antojaba al vecindario gritando: “Hay tamaaaaleeeessssss”. El dulcero, que con la charola en la cabeza ofrecía los de coco, camote, calabaza o chilacayote.

Durante mis recorridos cotidianos por el Barrio, las rutas variaban muy poco: de la casa al Colegio, a la Catedral a oír misa, a pasear a la Plaza Zaragoza o a jugar a casa de alguna amiga. En estos recorridos se cruzaban en mi camino diversos personajes que, por su peculiar aspecto y personalidad, llamaban mi atención. De entre todos ellos destacaba una viejecita pequeña, mejor dicho, encorvada y de apariencia peculiar. Nunca la vi vestida de otro color que no fuera el negro e incluso, creo que siempre llevaba puesto el mismo vestido.

Fueron muchos años de verla casi a diario, merodeando por el vecindario. Ignoro en donde vivía, sólo la recuerdo andando muy despacio por la calle de Abasolo, rumbo a la Catedral.

Se le conocía como Doña Ramona. Era pequeña y gruesa. Su pecho era enorme y, más bien, parecía una gran bodega de donde la veíamos sacar o guardar cosas. Al caminar, miraba siempre al piso, quizás por la pesada carga que llevaba en sus senos. Apática, levantaba la mirada sólo cuando se acercaba alguna mujer con minifalda (era la moda de ese tiempo). Su compañero inseparable era su bastón que le ayudaba a sobrellevar sus muchos años, que se hacían sentir igual que su mal olor al pasar cerca de ella. Caminaba lentamente, sin prisa. Como si no tuviera un destino o alguien, que la esperara en alguna parte. Era un misterio su persona y aparentaba ser inofensiva.

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Sin embargo, en muchas ocasiones fui testigo de cómo Ramona, atacaba a las muchachas que se encontraba a su paso, vestidas con falda corta. Con un buen tino, las agarraba por sorpresa a bastonazos en las piernas e irremediablemente, rodaban por el suelo mientras ella les regalaba algunas “palabrotas”, porque su léxico no era muy fino que digamos. Su bastón era el arma más temida del rumbo.

En cambio, si la saludábamos, Doña Ramona respondía cortésmente, siempre y cuando no llevara uno minifalda. Se comentaba que en su seno guardaba billetes y monedas. Su apariencia no era precisamente de pordiosera. Solía andar bien peinada. Siempre traía medias y zapatos negros, igual que el resto de su atuendo. En lo que pudo haber sido su cintura algún día, llevaba puesto un ancho cinturón también negro, lo que le ayudaba a que las cosas que guardaba en su seno estuvieran seguras.

Era fácil deducir que no era una pedigüeña, aunque no rechazaba lo que le daban algunas personas del Barrio, guiadas un poco por su buen corazón y, más que nada, por el aspecto de Doña Ramona. Al parecer no tenía ninguna perturbación mental; su conducta era más o menos cuerda, aunque sí un poco huraña y antisocial.

En una ocasión, Ramona estaba en la Catedral oyendo misa y yo, estaba con mi Mamá en una banca cercana. Pude ver su comportamiento dentro de la iglesia, de respeto absoluto. Inclusive, a la hora de recoger la limosna, sin levantar la mirada, ella aportó algunas monedas. Cuando las sacó de su enorme seno, que servía como “caja fuerte”, vi caer al suelo un rollo de billetes que ella se apuró a recoger, volteando hacia todos lados para ver si nadie había visto.

No se sabía a ciencia cierta si tenía familia o dónde vivía. Se le veía todos los días a la misma hora, yendo hacia la Catedral y merodeando por los alrededores. Por razones obvias, Doña Ramona llegó a ser muy popular y reconocida en el vecindario.

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Una Ventana a la Vida El peregrinar por el Barrio.

Mis primeros años en Monterrey, transcurrieron en una casa de la calle Diego de Montemayor 619 Sur, casi esquina con Matamoros.

Era una casa muy antigua, con la típica construcción de habitaciones en serie (tipo chorizo). Todas comunicadas por una puerta interior.

Contaba con un patio paralelo a estas habitaciones y un traspatio muy grande, donde había muchas plantas y enormes árboles.

El dueño de esta propiedad era Don Jorge Villarreal, un hombre soltero (jamás se casó), corpulento, agradable y bueno. Con un corazón tan grande como su barriga. Era también propietario de la tienda de frutas y abarrotes que se localizaba al lado de esta casa, en la esquina de Diego de Montemayor y Matamoros, en contra esquina del Hotel Don Diego. Era conocida como la “Tienda de Don Jorge”.

Don Jorge pertenecía a la Gran Logia Masónica de Nuevo León. No tenía gran interés en la religión, menos en la católica, (arraigada doctrina en mi familia). En ese tiempo, en mi casa, como en muchas otras, no había televisión y nos veíamos en la necesidad de acudir con algún vecino para disfrutar de las caricaturas. En nuestro caso, el favorito era Don Jorge, ya que él no nos cobraba nada por “el servicio” y, en las demás, debíamos pagar por lo menos, cinco centavos cada quien.

Como mencioné antes, Don Jorge era muy generoso y lo demostró especialmente durante la visita a los Estados Unidos del Papa Pablo VI, guía de la Iglesia católica en aquella época. Amablemente, él mismo llevó a nuestra casa su aparato de televisión para que pudiéramos ver este acontecimiento. Sobra decir que esta atención de nuestro casero fue sumamente agradecida por la familia, refrendando en nosotros el concepto del regiomontano amable, amigable y servicial. En lo personal, desde entonces aprendí que la bondad no es cuestión de Credo.

Después de unos años de vivir en esta casa, empezó mi peregrinar por el Barrio, yendo de una casa a otra. Todas, construcciones 103

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antiguas y muy parecidas. Durante siete años, mi recorrido diario fue por las callecitas estrechas hasta llegar al Antonio de Padua Ríos, a donde ingresé a párvulos en el año 1963 y, terminé la Primaria en 1970.

Para entonces, el Colegio ya tenía varias décadas de haber sido fundado, sin embargo, hasta el año 1963 era solamente para varones.

Gracias a la petición de algunos padres de familia, la iniciativa de las religiosas y la generosidad de los benefactores, se abrió también para niñas. Igual que la mayoría de los exalumnos, yo no conocía su historia y mucho menos, su trascendencia como la escuela que educó y formó a miles de niños, incluyendo a los hijos de los mineros y campesinos que emigraron a Monterrey a principios del siglo XX, con el fin de trabajar en las industrias regiomontanas.

Como ya sabemos, antes de contar con el edificio, el colegio de niñas funcionaba en una casa antigua, que se encuentra todavía (ya remodelada), en la esquina de Ocampo y Diego de Montemayor. Era muy amplia. Tenía un patio central y, alrededor, había una serie de habitaciones grandes; con techos muy altos. Estos cuartos fueron habilitados como los salones de clase. En ese tiempo, la población escolar de niñas era escasa y con eso era suficiente. Había sólo cinco grados de Primaria, de párvulos a cuarto año. Además, los grupos eran pequeños, quizás por eso, para tomar las clases se juntaban varios grados en un mismo salón.

Uno de los cuartos se utilizaba como bodega, donde se guardaban muebles y diferentes objetos que no se usaban. Tal vez, era el mobiliario de la casa de las Religiosas que guardaban ahí, mientras terminaban los trabajos de remodelación en su vivienda. El caso es que este cuarto se convertía de vez en cuando y, en ocasiones, muy frecuentemente, en un lugar de castigo para las alumnas. Era muy obscuro. No tenía ventanas y sólo se percibía la luz que pasaba a través de las rendijas de las dos puertas adyacentes, que daban a otras habitaciones.

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Una Ventana a la Vida Se corrían ciertos rumores acerca de este digamos “salón de castigo”.

Algunas alumnas que pasaban por ahí, contaban que por debajo de los muebles se apreciaba una llama de lumbre y, que se escuchaban una serie de ruidos extraños. Claro que esto nos asustaba de momento y nuestro comportamiento mejoraba un poco. Cuando alguna de las niñas era confinada ahí, esperábamos ansiosas su salida para que nos contara si había visto lo mismo. Por supuesto que yo caí ahí alguna vez, sin embargo, me reservo mi experiencia. Pienso que al afirmarlo o negarlo de voz propia, pierde el misterio.

En el año 1966 se construyó el edificio del que ya hablé y, esta casa, pasó a ser el internado para niñas. Sus instalaciones fueron adecuadas para que vivieran en ella una considerable cantidad de internas.

Algunas eran huérfanas y otras, habían sido abandonadas a su suerte por su familia. Otras más, eran de escasos recursos económicos, por lo que las religiosas las tomaban a su cargo. Incluso, había también medias internas. Es decir, ya sea por el trabajo de sus padres o la lejanía de sus casas, debían comer con las religiosas, pero se iban a dormir a sus casas.

Algunas internas contaban una serie de experiencias extrañas que vivieron en esta casa. Decían que, a cierta hora de la noche, se podía ver a una persona salir de uno de los cuartos situados en una esquina de la casona. Atravesaba el patio central e iba hasta el cuarto que se usaba como “salón de castigo”. Aparentemente, salía de otra de las habitaciones con una vela encendida en la mano y se dirigía directamente a dicho salón. De alguna manera, esto podría explicar la llama de lumbre que algunas niñas decían haber visto en ese lugar.

Se comentaba también, que en las noches se escuchaban como voces que rezaban al mismo tiempo. Había una interna en particular, de cara pecosa y expresivos ojos verdes, que al relatar todo esto, temblaba incontroladamente y decía que sólo esperaba el momento de crecer y salir de ahí. Desafortunadamente, al terminar la Primaria, pasó al Hospicio Ortigosa a continuar sus estudios y a seguir con su vida de interna.

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COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS Las inolvidables clases.

La formación que recibíamos en el Antonio de Padua Ríos, era muy conservadora. No nos permitían convivir entre niños y niñas. Las Madres eran muy estrictas en este sentido. Incluso, había un “muro” que separaba ambos colegios. Estaban divididos por algunos salones y los sanitarios de las Religiosas, así que, era casi imposible tener alguna relación niños-niñas o, mejor dicho, no existía.

La entrada a clases era a las ocho de la mañana, con un recreo a media mañana. Salíamos a comer a las doce del mediodía y regresábamos a clases, a las dos de la tarde. Por esta razón, como comenté antes, algunas alumnas debían comer en el internado debido a lo lejos que vivían del Colegio. La salida era a las cuatro de la tarde.

Al menos para mí, la mejor hora era la del recreo. En cuanto sonaba la campana, salíamos corriendo del salón para disfrutar los pocos minutos que duraba. De acuerdo a la edad, eran los juegos. Algunos eran de “alto riesgo”, al menos para las más pequeñas, pues las alumnas de quinto y sexto, jugaban al “chicote” o a la “ola” y se llevaban de encuentro a las más chicas que, casi siempre terminaban en el piso, con la blusa de fuera, la corbata chueca, las medias rotas y raspones en los codos o en las rodillas.

Cada una de las clases debió tener su propio atractivo. No obstante, recuerdo especialmente la clase de religión en párvulos, cuando la Madre Asunción pegaba las figuritas de Adán y Eva, sin faltar, obviamente, la serpiente y el árbol de manzanas, que se adherían al paño verde del pizarrón.

También nos enseñaba con ilustraciones el camino del bien y del mal.

El primero, representado por un camino de rosas que llegaba hasta el Cielo y, el segundo, por uno de espinas. Debajo de las espinas, estaba el fuego eterno que decía, era el infierno. Yo era muy pequeña y esa escena, me impactaba mucho. En realidad, no entendía eso, pero me aprendí perfectamente la lección.

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Una Ventana a la Vida Con un apacible rostro, la Madre Asunción nos hablaba también de la creación del Universo. Nos explicaba cómo Dios creó todo, en siete días. Cómo se hizo la luz, se formaron las estrellas y todos esos sucesos maravillosos que, a mis pocos años, me impresionaban de tal manera que, desde entonces, me dedico a observar el Cielo, las Constelaciones, la Luna y todas sus fases. Recuerdo que después de la clase donde nos habló sobre la Luna, me quedé meditando en porqué se llenaba cada mes. Mi conclusión fue que se llenaba porque se comía todas las estrellas. Hasta hoy, esa clase sigue en mi mente.

Sin duda alguna, fue la Madre Asunción quien inspiró en mí, desde muy temprana edad, el afán por observar al Universo y sus sucesos.

Fue mi primera maestra y grandes fueron los aprendizajes que recibí de ella. Su tono de voz y su presencia serena, contrastaban con las fuertes lecciones que nos daba. Tal vez, por eso fue una base tan importante en mi formación personal e intelectual. Me enseñó a pensar mucho. A analizar y discernir, por mí misma. Estoy segura que desde entonces, se forjó mi carácter y personalidad.

Además de las Religiosas, había también maestros seglares. Algunos de ellos tenían una destacada trayectoria, como el Profesor Armando Villarreal, quien nos daba las clases de música y canto. Sus clases son inolvidables. Aunque él era de aspecto serio y estricto, las memorias que tengo son muy agradables. Recuerdo perfectamente aquella melodía que decía: “Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril, cinco de mayo, seis de junio, siete de julio San Fermín”. Después supe de la barbarie que se comete con los toros que participan en dichas fiestas de San Fermín, en Pamplona, España. Prefiero quedarme solamente con aquella sensación de la clase.

Parte del programa escolar, era que cada lunes se efectuaban los honores a la bandera. Se formaba una escolta que participaba en las asambleas y en algunos eventos especiales. En el caso de las niñas, eran seleccionadas sólo aquellas que contaban con las mejores calificaciones; aunque a veces, simplemente eran las consentidas de la Religiosa encargada de esta tarea.

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El mejor aprendizaje.

Jamás fui parte de la escolta y no porque fuera mala alumna, al contrario, me iba muy bien en aplicación, siempre sacaba 10. Lo que sucedía era que me aburría en las clases y me ponía a jugar, mientras las maestras repetían las mismas lecciones una y otra vez. Esa era la cuestión. Por eso jamás me pusieron 10 en conducta y nunca fui una de las consentidas. Aunque estoy segura de que sí, fui una de las que más se divirtió en los años de la Primaria.

Respecto a esto, hubo una serie de circunstancias que pudieron haber marcado de alguna forma negativa mi autoestima o seguridad. Sucedía que cuando estaba en Cuarto Año, la Religiosa que era mi maestra, mujer chaparrita y de sonriente rostro, me decía: “¡Hay niña, tú no tienes ni una uña de tu hermana Juanita!”. Se refería a que no me parecía en nada a mi hermana mayor, quien iba un grado más adelante que yo y, había sido también su alumna. En mi temprana osadía, yo respondía con tranquilidad: “No necesito las uñas de mi hermana Juanita, tengo mis propias uñas gracias a Dios”

Mi hermana Juanita y yo.

Lo mismo pasó con la señorita Angelita, maestra seglar, que me dio clases en Quinto Año. Ella se desesperaba conmigo porque yo cuestionaba mucho lo que nos enseñaba y, ahí venía de nuevo la comparación con mi hermana. A lo que yo respondía igual.

Claro, ellas tenían razón. Mi hermana era muy seriecita y bien portada; mientras yo, era muy juguetona y platicadora. Pese a todo, no dejaba que las comparaciones me afectaran. De alguna manera, supe como sobrellevar esa situación.

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Una Ventana a la Vida Al parecer, yo no me lo tomaba muy en serio. Aunque sí me afectaba a la hora de las calificaciones, porque nunca me pusieron 10 en Conducta, pero tampoco saqué jamás menos de 8. En aquellos años, se asignaban las calificaciones con números del 5 al 10. El 10 era la máxima calificación. Era como la excelencia. En cambio, sacar un 5, era lo peor. Significaba que habías reprobado o estabas expulsada.

Nunca saqué 5 en nada, gracias a Dios.

A pesar de todo, entre la estricta disciplina, las comparaciones y los castigos, yo aprendía y, sobre todo, me divertía. La conducta era otra cuestión. En los colegios religiosos de ese tiempo se tomaba muy en serio este asunto. Todos los alumnos y alumnas, debían ser bien portados, quedarse calladitos, hacer lo que se les dijera y no cuestionar. Sobre todo, no cuestionar lo que se nos enseñaba. Quien se saliera de ese “patrón” se calificaba con “mala conducta”. El caso es que las Religiosas tenían sus reglas y, al parecer, yo nací para no seguirlas. Nunca me gustó que me impusieran cosas que no entendía.

Prefería que me convencieran con lógica y buenos argumentos.

Sin ninguna duda, el mejor aprendizaje que me dejó ese tiempo, fue no tomarme las cosas personales. Así era yo, y así era la educación entonces. Las Religiosas cumplían con su deber como tenía que ser; yo, iba al Colegio a aprender y también a divertirme. El caso es que aprendí a coexistir con todo eso, sin mayor problema. Solamente se veían afectadas mis calificaciones y no estaba tan mal, porque, aunque jamás me dieron la medalla roja de Honor, tuve todas las de los otros colores y eso, era más divertido.

Los cuatro.

Fuimos cuatro hermanos los que estudiamos en el Antonio de Padua Ríos: Mary, José de Jesús, Juanita y yo. Según la edad que teníamos al llegar a vivir a Monterrey, fue al grado que ingresamos en el Colegio.

Por eso, al ser la más pequeña, yo entré desde párvulos y cursé ahí los siete años de Primaria.

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Mis hermanas Mary y Juanita, estuvieron en la escolta. Su indumentaria de todos los lunes era la falda guinda del uniforme con los tablones bien planchaditos, pues siguiendo el ritual del papel mojado y pasando la plancha bien caliente por encima, quedaban firmes y en una perfecta alineación.

Su blusa blanca y reluciente, lucía con orgullo la corbata también guinda y el escudo, prendido en el lado del corazón. Las medias de “popotillo” que exigían a las mayores, completaban el atuendo y, ahí iba la escolta, reluciente, muy firme y orgullosa.

Algunas veces, participaban en eventos especiales por lo que agregaban a su indumentaria una boina guinda y guantes blancos.

Mi hermana Mary (+) con su uniforme de gala y su medalla de Honor.

Como muchos otros alumnos, mis hermanas recibían cada año la medalla de Honor que era de color rojo y, significaba que habían cumplido a la perfección todos sus deberes. Eran bien portadas, aplicadas y limpiecitas en su aseo personal. Por razones obvias, yo jamás me gané la roja; pero, si me premiaron siempre con la de Aplicación que era azul, la de Aseo que era blanca y la de Perseverancia que era verde. Era obvio, que la conducta era mi “Talón de Aquiles” o más bien, para las Religiosas, pues yo sólo quería divertirme y pasarla bien en el Colegio.

Como dije antes, me aburría en algunas clases y me ponía a jugar con las muñequitas de papel, que “vivían” entre las hojas de mi libro de Historia Universal. Si me descubrían me castigaban y, si bien me iba, solamente me ponían a hacer planas y planas, con frases de lo que “NO debía hacer” (siempre pensé que hubiera sido mejor que me pusieran a escribir mil veces lo que “SÍ, debía hacer”) o, de las tablas de multiplicar.

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Una Ventana a la Vida Este “castigo”, en lugar de afectarme me ayudaba, ya que, al escribir tanto, mi letra mejoraba. Lo mismo sucedía con las tablas de multiplicar, porque al repetirlas muchas, me las aprendía más rápido.

Después de todo, los castigos no eran tan malos. Eso pensaba entonces e igual, pienso ahora.

Dependiendo de la “falta” era el castigo. Lo peor era que me mandaran al centro del patio en pleno mediodía y con el Sol, encima de la cabeza. Lo bueno es que yo no era la única, había otras alumnas que eran reprendidas de igual manera. “Así se estilaba”, dirán. Aunque eso no evitaba los fuertes dolores de cabeza, el sangrado de la nariz y hasta desmayos. Todo esto, era consecuencia de la exposición al calor. Insisto, era la forma de “educar” en aquella época. No había de otra.

Lo cotidiano.

Durante el recreo de media mañana, podíamos comer el lonche que llevábamos para ese fin. El mío no era tan suculento o, al menos, eso creía entonces. Eran simples taquitos de frijoles. En cambio, los lonches de jamón y mortadela, que llevaba una buena amiga de esa época, me parecían más sabrosos. Lo que me salvaba del antojo, era que algunas veces ella los compartía o intercambiaba conmigo.

Afuera del Colegio se instalaban vendedores de todo tipo. Había paleteros. Un señor que vendía nieve de limón en conitos blancos de papel. Otro, ofrecía tostadas rojas con salsa y limón. Tamarindos y aciditos blancos y rojos. Increíblemente, una moneda de veinte centavos de cobre, de las que circulaban en aquel tiempo, alcanzaba para comprar varias de estas golosinas.

Todos los alumnos del Antonio de Padua Ríos, debíamos asistir cada domingo a la misa de ocho de la mañana en la Catedral. Era parte de nuestra formación cristiana y un requisito ineludible. Acudíamos vestidos pulcramente con el uniforme.

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Los niños, debían sentarse en la fila de bancas del lado izquierdo y las niñas, en el lado derecho. Todos, severamente vigilados por las Religiosas que ocupaban sus lugares estratégicamente para esta tarea.

Si alguna alumna tenía la osadía de voltear a ver a los niños, era reprendida de inmediato con un buen pellizco de la Religiosa más cercana. Lo mismo sucedía con los niños, sólo que a ellos les jalaban las “patillas”. A pesar de todo, encontrábamos la manera de echar un vistazo y así, levantarse temprano en domingo valía mucho más la pena.

Hice mi primera comunión con un grupo de niñas del Colegio, en mayo de 1964, cuando fue la inauguración de la Basílica del Roble. Mi madrina fue la Madre María Rizo. Sin embargo, no tuve ningún privilegio por esta circunstancia, al contrario.

Al parecer las religiosas no querían que pareciera que, por ser ahijada de una de ellas, yo sería de las consentidas.

La Madre María era quién ponía los bailables para los festivales. Era muy exigente. Ensayaba una y otra vez, hasta que salía casi perfecto.

Mi Madrina y Yo.

Según el rendimiento escolar o, por tener ciertas aptitudes para el baile, las niñas eran seleccionadas para participar. Por alguna razón, yo siempre era de las elegidas. En muchas ocasiones, no tanto por mi excelente conducta, sino porque de alguna manera, el ser ahijada de la Madre María, me ayudaba un poco. Sin embargo, lo más triste fue que eso de nada me sirvió en el festival de fin de cursos de sexto año, cuando el número principal fue la escenificación de “El Lago de los Cisnes” y el papel de la Princesa Odette, se lo dieron a otra 112

Una Ventana a la Vida compañera. Me sentí muy desdichada, porque el alumno que hacía el papel del Príncipe Sigfrido, era mi amor platónico de ese momento y yo, tristemente, fui sólo un cisne más en la Obra.

Con este suceso, terminó mi tiempo en el Antonio de Padua Ríos.

Después de siete años de estudiar ahí, había recibido la base de mi educación. No sólo en las lecciones académicas, sino también en los valores y las enseñanzas, que me dejó la convivencia con mis compañeras, los maestros y las Religiosas. Terminé la Primaria a los once años once meses y, estaba lista para volar hacia nuevos horizontes, en busca de otras perspectivas.

Desde otra perspectiva.

Al terminar la Primaria en el Antonio de Padua Ríos, fui inscrita (en contra de mi voluntad) para estudiar la Secundaria en el colegio Juana de Arco, también de religiosas y sólo para mujeres. Lo único diferente, era que esta escuela no estaba en el Barrio de Catedral, sino que se encontraba lejos de mi casa, en la calle de Hidalgo, entre Venustiano Carranza y Martín de Zavala, por los rumbos de iglesia de La Purísima.

Yo estaba segura de que ya no quería estudiar en otro colegio de religiosas y, mucho menos, que fuera sólo para mujeres. Por eso, estaba dispuesta a defender mi derecho a elegir yo misma, en dónde quería seguir estudiando. Desde entonces, mi vida se convirtió en una eterna lucha para defender mi libertad.

Entré al primer año de secundaria antes de cumplir los doce años y, aunque puede parecer que era muy pequeña, ya sabía muy bien lo que quería. Así fue, como el único ciclo escolar (1970-1971) transcurrido en el Juana de Arco, se convirtió en mi primer triunfo ante mi negación a seguir estudiando en otra escuela del mismo tipo. Desde un principio, me propuse reprobar a propósito ese año escolar. Yo sabía que era la única manera en que mis Padres desistirían en su idea 113

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sobre mi educación. Como nunca había reprobado nada, seguramente eso los haría cambiar su manera de pensar.

No me costó mucho trabajo cumplir con mi objetivo. Aunque la Madre Guadalupe Vallejo (quien era la directora) y las otras religiosas, se dieron cuenta de mi osadía e insistían, en que había reprobado intencionalmente. Querían aprobarme a toda costa para no perderme como alumna (era un colegio de paga). Me opuse terminantemente y presioné, para que me dejaran inscribirme en la secundaria de gobierno del barrio.

A pesar de que estudié poco tiempo en el Juana de Arco, fue una buena experiencia. Estaba cerca del Panteón del Carmen y, en época de exámenes, algunas compañeras y yo, nos íbamos a estudiar al Panteón. Bajo la sombra de los árboles de aguacates y naranjas agrias, pasábamos horas y horas, recostadas en la tumba que nos ofreciera más tranquilidad, para repasar las materias en paz.

Por su cercanía con el Colegio, era fácil llegar hasta ahí, incluso caminando. Desde entonces, siento cierta fascinación por los panteones. Me gustaba detenerme en cada tumba e imaginar, cómo eran las personas que yacían ahí; cómo había sido su vida y si alguien todavía los extrañaba. Algunas veces les llevábamos flores, sobre todo a las tumbas que se veían más antiguas y abandonadas.

Yo tenía muy claro que no quería estudiar en el Juana de Arco, porque además de ser también de religiosas y sólo para mujeres, el uniforme era muy parecido al del Antonio de Padua Ríos, de color guinda y con blusa blanca. Yo no estaba dispuesta a estudiar otros tres años, bajo las mismas circunstancias. Quería conocer otras opciones. Otras formas de aprender, de convivir y de pensar. Intuía que el mundo real me demandaría otro tipo de preparación; con más información de cómo sobrevivir a los riesgos de una época de por sí, revolucionaria.

Tenía claro que si bien, rezar Padres Nuestros y Aves Marías era bueno, no bastaría. Así fue.

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Una Ventana a la Vida Mi decisión estaba tomada. Deseaba fervientemente estudiar en una escuela mixta y de Gobierno y, ¡lo logré! Después de reprobar con toda la intención, llegué al turno de la tarde en la escuela ubicada en el Barrio de Catedral, en la calle de Abasolo entre Mina y Naranjo, apenas a tres cuadras de mi casa. En ese tiempo era la Secundaria No. 4, Lic. Miguel Alemán Valdez, pero justo el año en que ingresé como alumna, el turno de la tarde se convirtió en la Secundaria No. 25 Emiliano Zapata, donde cursé los tres años de mi educación secundaria. Sólo una vez en mi vida repetí año y fue por una causa justa: defender mi derecho a ejercer mi libertad de decidir por mí misma. Jamás me arrepentí, porque así pude seguir mi camino con otra visión.

Entre el Antonio de Padua Ríos y Yo. En algún momento de mi vida pensé que mi formación en el Antonio de Padua Ríos, había sido muy estricta y, que en realidad no me había aportado grandes beneficios. Hasta que un día comprendí, que fueron las Religiosas quienes me dieron los primeros conocimientos. Me enseñaron a leer, a escribir y a contar. También aprendí con ellas de Geografía, Gramática, Historia y Ciencias Naturales. Me instruyeron sobre la ética y el civismo. Gracias a ellas, aprendí a ser una buena ciudadana. Lo más importante fue que reafirmaron en mí, las bases morales y los valores humanos, que recibí de mis Padres desde muy pequeña.

El ambiente tan singular que me ofreció el Colegio, me permitió aprender a convivir con todo tipo de personas. Así, aprendí que todos somos iguales y que todos somos hermanos. Puedo decir con certeza, que crecí en un ambiente sano en todos los sentidos; con calidad moral y respetabilidad y eso, fue gracias a mis Padres y a las Religiosas.

Con el tiempo, aprendí a valorar la formación que recibí en el Colegio.

Aun sin conocer la historia, siempre sentí que era especial, porque es de las experiencias que se quedan en el alma. Además, fue lo que 115

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eligieron mis padres. Como fieles y devotos católicos, buscaron siempre mantenerme en el “camino del bien” y ellos consideraron que el Antonio de Padua Ríos, como colegio católico, era la mejor opción. No se equivocaron.

Pasaron veintiocho años desde que terminé la Primaria en el año 1970, hasta que volví a poner un pie dentro de sus aulas, en 1998. La emoción que sentí parada en el centro del patio, mientras la Madre Alicia Espino (la directora de ese tiempo) me miraba curiosa, fue una mezcla de melancolía y, un infinito agradecimiento a aquellos años, en que corría feliz de arriba abajo por todo el Colegio e incluso, agradezco los “castigos”, porque desde entonces, aprendí a ver lo positivo de todo.

En Sexto Año. 1970

Esos cinco minutos que estuve parada en el centro del patio en pleno mediodía, siendo ya una adulta, me ayudaron a terminar de entender cuánto le debo al Colegio y, a las Religiosas. Porque con el paso del tiempo, se dimensionan diferente las experiencias y entiendes, que era otra época y que las formas, eran otras también. El objetivo era forjar personas de bien. Con una buena educación intelectual, una estricta disciplina y la instrucción religiosa, que nos permitiera discernir entre el bien y el mal. Hoy, sólo puedo sentirme agradecida.

Estudiar en el colegio Antonio de Padua Ríos, fue como asomarme a la vida a través de una gran ventana. Entre sus muros, recibí mis primeras lecciones; tuve mis primeros amigos y los primeros retos.

Ahí, conocí también la generosidad humana. El gran corazón de muchas personas, con mucho dinero. La benevolencia de quienes, sin ser su lucha, la tomaron para sí, convirtiéndose en eternos benefactores de miles y miles de niños que, como yo, estudiamos en sus aulas.

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Una Ventana a la Vida Sobre todo, agradezco el desafío que significó la disciplina, las estrictas reglas, las exigencias académicas y religiosas. La riqueza de la convivencia con niños y niñas, de diferentes estratos sociales. La diversidad de circunstancias, que me enseñaron a valorar cualquier condición de vida. Gracias al Colegio, aprendí a reconocer y defender, desde muy pequeña, mi individualidad. Mi derecho a aprender, divirtiéndome. Mi libertad a ser y hacer. Ahora sé, que mi existencia siempre fue guiada por las enseñanzas que recibí de las Religiosas.

Reconozco que fueron una base firme del resto de mi vida.

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EPILOGO La historia del Colegio Antonio de Padua Ríos es un ejemplo de coraje, valentía y buen corazón. La constante, es la disposición de muchas personas que, a través de los años ayudaron al sostenimiento de la obra que iniciaron seis mujeres caritativas, a favor los niños más necesitados de Monterrey.

Al conocer cómo inició, se conservó y se consolidó, aquella escuelita a través de los años, reconoceremos que es una obra antes que nada de Dios, ya que fue Él, quien inspiró a las fundadoras. Con el paso del tiempo, esa inspiración se extendió a muchas personas de buen corazón y con grandes posibilidades económicas, que se convirtieron en grandes benefactores.

También estaba el Patronato legalmente constituido, que se encargaba de administrar los recursos y las propiedades, provenientes de los bienhechores. Ni hablar del apoyo incondicional de la Sociedad de Padres de Familia, que organizaba kermeses y verbenas populares, para conseguir algunos fondos y apoyar con ello a las Religiosas. Las madres de familia, que sudaron la “gota gorda” literalmente, mientras hacían enchiladas, flautas y tamales, con una temperatura de más de 40ºC y, que jamás desistieron, ni se quejaron.

No fue tarea sencilla. ¿Cuántas religiosas dejaron su salud, su tiempo, su trabajo y su vida, entre los salones de clase durante cinco décadas? ¿Cuántas generaciones de alumnos pasaron por sus aulas? ¿Cuántos de nuestros padres y maestros, aportaron su granito de arena? ¿Cuántos benefactores se necesitaron para sacar adelante el Colegio?

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COLEGIO ANTONIO DE PADUA RÍOS

Ahora que sabemos el gran esfuerzo que significó y, del que fuimos parte todos quienes estudiamos en el Antonio de Padua Ríos, seguramente reconocemos el trabajo de todos quienes, de una forma u otra, cooperaron para que se sostuviera durante tanto tiempo.

Su historia nos muestra con hechos que el Colegio nos pertenece a todos. A cada niño y niña, que estudiamos en él. A las Religiosas, los maestros, los padres de familia, los benefactores, el patronato, al Barrio de Catedral, a la ciudad de Monterrey. Porque el Antonio de Padua Ríos, jamás perteneció a una persona en particular y tampoco a alguna institución. Es de todos. Del trabajo y el esfuerzo de todos.

Este libro se convierte en una forma de agradecimiento, porque, aunque quizás, en algún momento consideramos que la educación que recibimos en el Colegio, fue demasiado estricta; con el tiempo y visto en retrospectiva, somos capaces de reconocer todo el bien que recibimos de él, y de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús y Santa María de Guadalupe.

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BIBLIOGRAFÍA Arroyo Llano, Dr. Rodolfo Historia del Barrio Antiguo de Monterrey Impresora del Norte, S.A. de C.V. Monterrey, 1996 Cerruti, Mario Monterrey Nuevo León, EL Noreste UANL Monterrey, N.L. 1987 Chapa, Alejandro H. Mi Paso Por la Vida UDEM Centro de Estudios Históricos Universidad de Monterrey México, 2013 González, Héctor Siglo y Medio de Cultura Nuevoleonesa Ediciones Botas México, 1946 Rangel Frías, Raúl Antología Histórica Grafo Print Editores Monterrey, N.L. 1989 Rojas Sandoval, Javier Fábricas Pioneras de la Industria de Nuevo León UANL-CONARTE-PULSAR. Monterrey, N.L. 1997

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Vizcaya Canales, Isidro Los Orígenes de la Industrialización en Monterrey Librería Tecnológico, S.A. Monterrey, 1971 Vogt, Aandrea BARRIO ANTIGUO: Crónicas y Relatos Monterrey, 1996 OTRAS FUENTES González Segovia, Araceli Informe General de las actividades del Patronato de Papeleros y Boleros, 1924-1965 Monterrey, 1965 Rodríguez Solórzano, Prof. Elena de la Luz Reseña Histórica del Colegio Antonio de Padua Ríos Monterrey, 1985

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FOTOGRAFÍA Archivo de las Misioneras del Sagrado Corazón y Santa María de Guadalupe.

Archivo fotográfico del Lic. Alejandro H. Chapa Salazar.

Otros archivos particulares.

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