Una suavidad, una voluptuosidad se había apoderado de ella y se acordó del conde que la había invitado a bailar un vals en la Vaubyessard y cuya barba exhalaba, como ese cabello, un olor de vainilla y de limón, y maquinalmente entrecerró los párpados para mejor respirarlo. Pero en ese gesto que hizo, echándose hacia atrás en la silla, vio a lo lejos, al fondo del horizonte, la vieja diligencia L’Hirondelle que descendía lentamente la cuesta de Leux, arrastrando detrás de sí un largo penacho de polvo. Era en ese vehículo amarillo en el que León tantas veces había venido a verla y aquella carretera por donde se había ido para siempre. Le pareció verlo enfrente, en su ventana, y todo se confundió, pasaron unas nubes; le parecía que todavía giraba en el vals, bajo las luces de las arañas, del brazo del conde y que León no estaba lejos, que iba a volver […] y mientras tanto sentía todo el tiempo la cabeza de Rodolphe a su lado. Durante seis semanas Emma estuvo triste, se quejaba de que Rodolphe no había aparecido, nada le importaba ya, le volvían las palpitaciones, el sentimiento de vacío. Sus sesiones eran también aburridas, monotemáticas, no parecía escucharme mucho y yo me limitaba a decirle que hacía girar su vida alrededor de un encuentro fugaz, y eso la irritaba mucho, ya que opinaba que todos los encuentros son fugaces en el primer momento y que nadie encuentra en la vida algo de antemano establecido, salvo la familia, el orden social. Porque el amor —pensaba ella— debía llegar de golpe, con grandes estallidos y fulguraciones, huracán de los cielos que cae sobre la vida, la trastoca, arrancando la voluntad como hojas y arrastrando hacia el abismo todo el corazón. Recordaba la grieta que se había abierto en su vida cuando regresó del baile de la Vaubyessard, pero mil veces prefería ese dolor a no haber descubierto jamás que existía ese mundo otro que resonaba en las lecturas de su adolescencia. Le dije que ella confundía la vida con la literatura, siendo órdenes distintos, y que la propia realidad no podía ser transformada en materia textual sino a través del hecho de escribir, pero precisamente depurada o transmutada por el paso a un mundo otro, mientras que ella pretendía un pasaje directo, una pura conversión, lo cual no sólo era imposible sino que comportaba el más grave riesgo para quien lo intentara; pero Emma estaba particularmente irritable ese día y no me contestó, terminando así la sesión. Volvió a los pocos días, exaltada, transfigurada, más bella que nunca, y casi sin saludarme gritó: —¡Tengo un amante! ¡Un amante! —deleitándose en la idea como si de nuevo le hubiera sobrevenido la pubertad. Por fin iba a poseer las alegrías del amor, esa fiebre de felicidad de la que ya había perdido la esperanza. Entraba en algo maravilloso donde todo sería pasión, éxtasis, delirio; una inmensidad azulosa la envolvía, las cimas del sentimiento brillaban bajo su pensamiento y la existencia ordinaria no aparecía sino a lo lejos, muy abajo, en la sombra, entre los intervalos de las alturas. Entonces recordó a las heroínas de los libros que había leído y la lírica legión de las mujeres adúlteras se puso a cantar en su memoria con voces de monjas que la fascinaban. Ella misma se convertía en una parte real de aquellas imaginaciones y realizaba el largo sueño de su adolescencia, considerándose el tipo amoroso que había envidiado. Por otra parte, Emma experimentaba un sentimiento de venganza. ¿Acaso no había sufrido suficiente? Ahora triunfaba y el amor, tanto tiempo contenido, brotaba todo entero en una agitación alegre. Lo saboreaba sin remordimientos, sin inquietud, sin malestar. —Pero déjeme contarle cómo sucedió todo. Rodolphe vino a mi casa con la excusa de que uno de sus criados necesitaba la atención de Charles, hablamos de salud, de las preocupaciones que la enfermedad nos proporciona y Rodolphe (de nuevo una excusa, estoy segura) propuso regalarme un caballo para que el ejercicio me beneficiara. Para mi asombro, Charles lo aceptó de inmediato, es poco malicioso, y al día siguiente llegó el caballo y, por supuesto, la invitación de dar un paseo para conocer su casa. Así lo hicimos, y en un alto en el camino, porque yo estaba muy cansada, nos sentamos en la hierba. Yo resistí un poco, no sé si por temor o porque pensé que había algo brusco, rápido en hacerlo de inmediato, pero fue poco tiempo, y de pronto, desfallecida, en lágrimas, con un gran temblor, me entregué.