No pasó en Australia

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Augusto Dipaola

La sombra



No pasó en Australia

Juan Carlos no se consideraba el deportista número uno de la ciudad; ni siquiera se consideraba deportista. Aun así, se había acostumbrado a salir a correr antes de ir a la oficina. Le hacía bien, decía. Su médico, meses antes, le había recomendado hacer ejercicio para liberar tensiones y disminuir posibles riesgos de infarto. Con el tiempo supo encontrarle interés a la vida sana. Se levantaba a las seis, se ponía ropa cómoda, agarraba una botellita de agua y salía a la calle con los infaltables auriculares. Corría cerca de media hora y luego pegaba la vuelta. Se duchaba, desayunaba y se subía al auto para ir rumbo al trabajo. Todos los días eran iguales: rutina en estado puro. Pero ese martes de agosto no fue un día más… Se había levantado a la misma hora de siempre y salió con su mejor equipo deportivo. Las primeras cuadras las trotó lentamente, más que nada para entrar en calor y no sufrir desgarros. No fueron pocas las veces que sus piernas lo traicionaron con feas lesiones musculares. Cuando quiso acelerar, sus pies se clavaron en el suelo y los ojos casi se le salieron de las órbitas: en el momento en que intentó pasar del trote al pique, escuchó un bocinazo que lo obligó a girar la cabeza. En ese instante alcanzó a ver, dentro de aquel auto, que el conductor —un tipo grandote, de rulos y con anteojos —se transformó en un animal marrón con un gran

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hocico y una bolsa en su panza. Al presenciar esa rareza, que por una fracción de segundo creyó que la había imaginado, notó que a su alrededor ya no había más personas. Ahora la calle estaba plagada de canguros. Los que caminaban por la vereda, los que manejaban, los grandes, los chicos. Canguros por acá y canguros por allá. Todos menos él, que continuaba siendo un ser humano. Se refregó los ojos con ambas manos. No podía creer lo que estaba viendo. Enfrente suyo había cuatro. Volvió la mirada y detrás de él había otros tres. La calle estaba repleta. Canguros, canguros y más canguros. “¿Qué mierda pasa?” gritó, dándose cuenta de que ninguno de los que lo rodeaban podían darle una respuesta. Juan Carlos decidió volver a su casa. No estaba tan lejos, apenas seis cuadras. En los primeros trescientos metros batió su propio récord de tiempo: un minuto y medio. Las tres cuadras restantes fueron un calvario. Intentó seguir con la misma velocidad, pero un tirón en el muslo derecho lo obligó a detenerse. Un pinchazo fuertísimo. “Me desgarré”, se lamentó. Y se sentó en la vereda, masajeándose la pierna. Allí sentado, dolorido y con una confusión tan grande como el desgarro que acababa de sufrir, tanteó su bolsillo en busca del celular. Casi nunca salía a correr con el teléfono, pero esta vez lo llevaba encima. Tenía poco crédito como para hacer una llamada; se tuvo que conformar con mandar un par de mensajes. Uno a su mejor amigo y otro a su jefe. Esperó un buen rato y ninguno le contestó. Es muy temprano, deben estar durmiendo, se dijo, procurando no pensar en que ambos se hubieran transformado. Guardó el celular y no le salió hacer otra cosa más que observar. Varios

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autos ya habían chocado; muchos de los canguros se peleaban a trompadas y a patadas. La vereda y la calle eran un océano de esos animales que nada tenían que hacer en Argentina. Se olvidó por un momento del desgarro y volvió a correr. El muslo le dolía como si le hubiesen clavado un cuchillo, pero continuó lo más rápido que pudo. Debía llegar a su casa cuanto antes para abalanzarse al teléfono y llamar a sus amigos. O prender la televisión, al menos, y enterarse en las noticias cualquier novedad que hubiera. Necesitaba saber qué dimensión tenía lo ocurrido: si esta locura era algo de su barrio o si, por el contrario, era un episodio ocurriendo en el resto del mundo. Metros antes de llegar, un canguro se le paró enfrente con la clara intención de atacar. Juan Carlos casi logra esquivarlo, aunque un feroz puñetazo le rozó el pómulo izquierdo. Le dolió bastante. Pero más le dolía el desgarro. Pese a eso, se esforzó y apuró el paso. Ya en su casa, algo atontado por la trompada y con una confusión extraordinaria, levantó el tubo del teléfono y descubrió que no había tono. Volvió a mandar unos cuantos mensajes desde el celular hasta quedarse definitivamente sin crédito. Tampoco fueron respondidos. Encendió la televisión y lo sorprendieron unas horribles rayas verticales de colores: no había señal. Ahora se sentía completamente incomunicado. Cada tanto miraba por la ventana. Y lo único que veía eran canguros peleándose entre sí, o saltando sin rumbo, o intentando filtrarse en alguna casa. La desesperación era tan grande que no encontraba la manera de calmarse. No sabía qué hacer. En realidad, no tenía nada para hacer. Solo esperar. Esperar a que el tiempo pasara

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para ver que rumbo tomaban los hechos. Tarde o temprano, suponía, todo estaría más claro. La televisión debía volver a funcionar, al igual que el teléfono. O, tal vez, algún vecino no canguro estaría más informado que él. ¿O sería posible que fuera el único habitante de la tierra capaz de no mutar? ¿Su familia, sus amigos, los compañeros del trabajo? No quería ni pensarlo, pero esas preguntas le perforaban el cerebro sin una gota de piedad. Las horas pasaban y Juan Carlos continuaba atrincherado en su casa. Iba del baño a la pieza y de la pieza a la cocina; caminaba, se sentaba, bajaba al sótano. Parecía un león hambriento y enjaulado. Hasta que de golpe lo sorprendió el timbre del teléfono. Nunca en la vida se había sobresaltado tanto. El corazón le latió tan fuerte que tuvo miedo de que se le escapara del pecho. Pero, a la vez, en ese llamado podría llegar a encontrar alguna respuesta. “Hola, ¿quién es? Que alguien me explique qué está pasando” dijo, tropezando con las palabras por culpa de los nervios. Del otro lado de la línea se escuchaba un ruido extraño, como si alguien intentara hablarle sin lograrlo. “¿Quién es? ¿Quién me llama?” repetía, transpirando más que cuando corría en pleno verano sobre el asfalto. Finalmente colgó. No tenía sentido intentar mantener una conversación con alguien que no quería o no podía tenerla. Esa llamada lo preocupó más de lo que ya estaba, aunque, al menos, sintió algo de alivio al saber que la línea telefónica se había arreglado. Descolgó el tubo para marcar. Lejos de haber tono, hubo silencio. Miró hacia afuera. Los canguros eran cada vez más. Creyó que estaba enloqueciendo, pero no quería darse por vencido. Abrió la puerta y salió a la calle.

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Juan Carlos vivía a pocos metros de la plaza principal. Y lo primero que hizo fue encarar hacia allí. Quizá los viejos que habitualmente se juntaban en los bancos a leer el diario no habían mutado y podrían darle una explicación. Su frustración fue absoluta cuando, además de no encontrar a los viejos, vio a un grupo de diez canguros izando la bandera australiana en el mástil central. Él era un tipo leído e informado. Y también inteligente. Sabía muy bien que los canguros eran una peligrosa plaga en Australia y no le sorprendía que aquellos animales que vagaban por el barrio tuvieran que ver con ese país oceánico. Pero, ¿verlos izar la bandera? Era imposible que esos misteriosos saltarines tuvieran la inteligencia suficiente como para bajar el símbolo nacional y colocar el de su país. Además, no era una invasión: él los había visto mutar, de eso sí estaba convencido. No podía sacarse de la cabeza la imagen del tipo del auto transformándose. Su cerebro volvía a ser un torbellino de preguntas y conjeturas. Decidió caminar hacia el tumulto. Los canguros estaban enardecidos. Parecía que vivaban los colores australianos que engalanaban el centro de la plaza. Juan Carlos comenzó a tener problemas serios para caminar; las piernas no le respondían. Se movía lento y con un cansancio descomunal. Para colmo, lo sorprendió un terrible dolor en la espalda. Cayó al suelo, asustado como nunca antes. Creyó que uno de los canguros lo había atacado, pero no había ninguno tan cerca. Me pegaron un tiro, pensó después. Sin embargo, tampoco le habían disparado. Al darse cuenta de que le estaba creciendo una enorme cantidad de pelo marrón en los brazos y que del abdomen

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le asomaba una extraña protuberancia, se puso de pie con dificultad y trotó hacia su casa. El desgarro volvía a torturarlo, pero continuó su rumbo, luchando contra el dolor y esforzándose para no mutar. Llegó extenuado y se volvió a encerrar, esta vez con llave, sin intenciones de poner un pie afuera en mucho tiempo. La mutación no solo se detuvo, sino que retrocedió. Juan Carlos examinó cada rincón de su cuerpo y ya no había pelo marrón en sus brazos, ni una bolsa en su panza, ni un hocico que lo preocupara. “Conmigo no pudieron”, gritó. Sí, estaba aliviado por haber detenido su mutación. Sin embargo, ahora sí que se sentía en la obligación de enterarse de qué se trataba toda esa locura. Sin crédito en el celular, con el teléfono de adorno, sin televisión y con las calles vacías de humanos, se le haría difícil. Pero alguna forma se le tenía que ocurrir. Debía saber. Tenía que saber. Pasaron varios días y la situación era la misma: encerrado e incomunicado. Su único contacto con el afuera era la ventana. Y lo único que seguía viendo eran canguros. Nada más ni nada menos que eso. Canguros. Los primeros meses fueron los más duros: pasó días enteros acostado, intentando dormir la mayor cantidad de tiempo posible. Había dejado de bañarse y comía cada vez más salteado. Su estado de ánimo era tan abrumador que no encontraba fuerzas ni siquiera para orinar en el baño: con un tacho al lado de la cama le bastaba. Cuando se cumplió el primer año, Juan Carlos parecía otro tipo: con barba tupida, pelo largo y muy flaco. Su voluntad había mejorado algo, pero tampoco era la ideal. ¿Cómo sobrevivió tanto sin salir? En realidad, no fue tan

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así. A veces salía. Más que nada por necesidad. No le gustaba hacerlo, pero no quería morirse de hambre. Caminaba hasta la avenida y se metía en el hiper mercado, que estaba cerrado desde el día de las transformaciones masivas. Entraba, llenaba un carrito con alimentos no perecederos y volvía para su casa, con suficientes provisiones como para no volver a salir en meses. Con el tiempo se animó a atravesar la puerta mucho más seguido. Y hasta retomó el hábito de trotar por las mañanas. Hoy, a tres años del misterioso día, Juan Carlos lleva una vida normal: se levanta temprano, hace ejercicios, va al hiper mercado, almuerza, merienda, cena. Se acostumbró a vivir sin televisión y sin teléfono. Aún no sabe qué ocurre. Tampoco se lo pregunta demasiado. Tiene la leve esperanza de que algún día esto va a cambiar. No cree ser el único ser humano en el mundo. Cada vez se le hace más complicado conseguir comida; el hiper ya está casi vacío. Festeja cuando encuentra un canguro muerto en la calle. Lo arrastra hasta la parrilla y tiene comida por una semana. Además, la huerta que armó una vez, por hobby, pasó a ser fundamental en su vida. Juan Carlos no habla; no tiene con quién. Y a veces teme olvidarse el significado de las palabras por la falta de práctica. Pensó en suicidarse muchas veces, pero ya descartó esa opción. La semana pasada tomó un cuchillo y desgarró el sillón de cuero marrón del living. Con ese cuero, se armó un traje a medida. Cuando está aburrido, se disfraza de canguro y sale a saltar por la cuadra. Los animales lo observan; se

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dan cuenta que no es uno de ellos. Igualmente lo aceptan. “Lamento no haberme transformado� se dice Juan Carlos, todas las noches antes de dormir.

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