La forma como producto de la relación sujeto-objeto

Universidad de los Andes Teoría de la Forma Sofía Machado M. Mayo 24 del 2016 ___________________________________________________________________________

La forma como producto de la relación sujeto-objeto Reflexiono sobre la forma de pensar la arquitectura. ¿De dónde vienen las ideas? ¿Por qué hago lo que hago? En mi caso, la forma arquitectónica deriva de la relación sujeto-objeto; sujeto entendido como el hombre y objeto entendido como el entorno. La forma que yo produzco está influenciada por la manera como me relaciono con el mundo que me rodea, en un espacio y un tiempo determinados. En la relación sujeto-objeto existe una correspondencia entre lo que hay en el mundo —los lenguajes y las formas que ya funcionan y son válidos— y lo que el arquitecto, basado en su experiencia, le propone a ese mundo. El resultado es original e innovador pero no completamente nuevo, porque parte de formas existentes, para encontrar soluciones particulares, a la medida, marcadas por la línea del arquitecto. En otras palabras, existe el qué, pero se propone un cómo.

La relación sujeto-objeto tiene mucho que ver con la forma como el hombre se relaciona con la naturaleza y con la conciencia cultural e histórica que debe tener. De este pensamiento provienen varias teorías propuestas a partir del siglo XIX, como las enunciadas por las corrientes del clasicismo, el romanticismo y el positivismo. También intervienen la querella entre antiguos y modernos que se dio entre Perrault y Blondel, la discusión de la importancia de la composición y el espacio a la hora producir formas, y otras teorías modernas que siguen un orden abierto (concepto que explicaré más adelante).

En el presente ensayo voy a desarrollar, mediante argumentos fundamentados en las teorías mencionadas, la idea de que la forma proviene de la relación del hombre con el mundo que lo rodea, teniendo en cuenta que la arquitectura es dinámica y su centro es el hombre mismo.

Siempre he creído que todas las ideas en las que me baso a la hora de proponer una forma arquitectónica tienen origen en un momento determinado de la historia cuando un hombre o una comunidad interpretaron su mundo y su época, marcados por determinadas

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condiciones sociales, económicas y culturales. Porque la arquitectura es la historia construida, capaz de trascender en el tiempo.

Las cinco teorías propuestas por Jaques Lucan en la introducción del libro Sources of architectural form ofrecen un primer paso para descubrir de dónde proviene la forma arquitectónica: de la función, de la imaginación, o proviene del espíritu prevaleciente de la época, o emana de los modelos socio-económicos, o se da a partir de principios universales que son, por lo tanto, atemporales. Teniendo en cuenta la idea de la relación sujeto-objeto, del hombre como intérprete del mundo y artífice de la arquitectura, considero que las cinco teorías son necesarias para explicar el origen de la forma, y que ninguna se da de manera única e independiente. La función marca un punto determinante al igual que la imaginación, y es probable que muchas veces estas dos sean lo primero que categorice un proyecto. Pero también es necesario acudir a ejemplos y a referentes que le ayuden al arquitecto a despejar y organizar sus ideas, por eso los principios atemporales que han transcendido en el tiempo (como la idea del habitar entendido como un techo para resguardarse) también participan en este proceso. Y, finalmente, la función y la imaginación están influenciadas — condicionadas— por el espíritu y los modelos socio-económicos de la época.

Un arquitecto nunca se enfrenta al “papel en blanco” en sentido absoluto, pues la primera línea que trace ya viene condicionada, como mínimo, por sus vivencias y su bagaje cultural, de los cuales no puede abstraerse en su totalidad. Nuestras ideas y conocimientos están marcados por la forma como percibimos el mundo y nos relacionamos con él, no sólo de manera racional, también subjetiva y emocional. Por eso considero imposible que lo que está en nuestra mente haya partido de un plano cero (como la tabula raza de Aristóteles), porque todo lo que nos rodea nos envía de manera permanente señales, conocimientos e ideas, que influyen de alguna manera sobre nosotros. Pero también estoy de acuerdo con que el arquitecto debe saber ver —es decir, desarrollar su sensibilidad, su capacidad de ser selectivo y su visión de futuro— para encontrar aquellas ideas que le servirán al momento de proyectar arquitectura. Y aunque las funciones —y los contextos— en muchos casos son similares o son iguales, los edificios siempre tendrán la marca del arquitecto que los proyectó, dada por la materialización de la relación sujeto-objeto en un espacio determinado.

Las teorías de la creación, explicadas también en Sources of architectural form, igualmente proporcionan argumentos importantes para encontrar el origen de la forma. Me

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interesan sobre todo el clasicismo y el romanticismo, porque están alienados con mi idea de arquitectura y la forma como veo el mundo. El primero propone que la fuente de la forma arquitectónica se encuentra fuera de la mente del arquitecto, en lo que lo rodea, es decir, la forma está ahí pero el arquitecto es quien debe encontrarla y describirla; aquí es evidente la cuestión sujeto-objeto, porque se plantea al hombre como intérprete de lo que percibe y lo que vive. Y el romanticismo plantea que la forma arquitectónica se encuentra en la mente y en los sentidos del diseñador; así, la forma es el resultado de un proceso interno que tiene en cuenta las habilidades de cada quien. Por otra parte, existe también el positivismo, que enfatiza la importancia de los agentes externos mediados por la mente, pero niega cualquier papel de ésta al momento de producir formas; por lo tanto, el hombre es capaz de apropiarse de las ideas y materializarlas en un espacio. Sin embargo, considero que el arquitecto sí influye en esas formas y las personaliza, por lo cual no comparto del todo esta tesis. Finalmente, concuerdo con el romanticismo y el positivismo en que muchas veces las formas están ahí y el arquitecto debe descubrirlas, pero no lo puede hacer si no ha seguido un proceso que le permita entenderlas y materializarlas, lo cual requiere abrir la mente, tener capacidad de asombro y aprender a leer el mundo que le rodea.

En cuanto a las teorías del conocimiento, el empirismo explica la relación entre el hombre y el mundo sensorial; el hombre trabaja directamente sobre el mundo para descubrirlo, a diferencia del positivismo que emplea la matemática como herramienta para entender el mundo. Aquí la relación sujeto-objeto también se hace evidente, porque se exponen dos maneras de interpretar el mundo para llegar a una verdad. Es otras palabras, el hombre se relaciona con el mundo para entender lo que percibe a través de sus sentidos y lo que experimenta. Por otro lado están el racionalismo y el idealismo alemán; el primero propone que el arquitecto captura ideas y las procesa a través de la razón, y el segundo que el mismo arquitecto crea toda la información. Pues bien, los sentidos y la razón, en conjunto, son necesarios para decantar la información, y a eso se reduce de cierta manera la clásica discusión entre teoría y práctica, y entre arte y ciencia. Entonces, tanto el empirismo como el racionalismo, si no se toman como absolutas o excluyentes, me parecen teorías válidas que nos ilustran para hallar el origen de la forma. El idealismo, alineado con el romanticismo, también expone una teoría válida porque, en últimas, el arquitecto, además de ser un agente entre el mundo y la arquitectura, también es un creador que propone las relaciones entre éstas; sin él no existiría la arquitectura.

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Las teorías expuestas se pueden resumir en lo que se denominó “la querella entre antiguos y modernos”. Los antiguos representados por Blondel y los modernos por Perrault.

Blondel decía que el arquitecto es un intérprete de cuestiones ya dadas, y Perrault que la arquitectura es un invento del hombre. De nuevo estoy de acuerdo con ambas, siempre y cuando no se toma cada una como absoluta o excluyente, porque la forma arquitectónica tiene un origen complejo y variado que no se puede explicar como un simple proceso lineal de causa-efecto. Pero, más que todo, estoy de acuerdo con la adecuada fusión de las dos teorías: el arquitecto se basa en principios ya dados pero también crea, lo que permite explicar la evolución de la arquitectura a lo largo de la historia. Existen reglas, así como también se proponen opciones válidas que las cambian, contradicen o superan. Las épocas cambian, así como las relaciones entre hombre y mundo, no todo viene ya dado. Si la arquitectura existe es porque el hombre ha sido capaz de materializar, a su conveniencia, su relación con el mundo.

El arquitecto encuentra y también crea formas innovadoras sin ignorar lo que existe porque, para superarlo necesita primero conocerlo. Por ello, lo clásico no debe ser un lugar de residencia sino de referencia, y para que la arquitectura responda de manera adecuada a la relación sujeto-objeto —cambiante en cada momento y en cada lugar—, debe tener conocimiento del pasado y visión de futuro.

No obstante, la relación entre lo que el hombre le propone al mundo desde la arquitectura, con base en lo que el mismo mundo le propone al hombre (ideas para esa arquitectura), no se entreteje por sí sola. El arquitecto es el agente entre ambas partes y dispone de diferentes herramientas para lograrlo. La composición es una de ellas, expuesta por primera vez por Jean Nicolas Durand; la composición me parece fundamental para entender por qué la forma arquitectónica deriva de la relación sujeto-objeto. Componer se refiere al acto de reunir partes y relacionarlas a través de elementos para que todo funcione y se lea como un conjunto, como un sistema basado en correspondencias, con un equilibrio dado por el arquitecto. Para Durand, la composición es el camino que resulta en la forma, pero también creo que tiene mucho que ver con el carácter de cada obra según la función, y de cómo el arquitecto es capaz de llevarla a cabo según la manera como se relaciona con el mundo. Así, la buena arquitectura es aquella que logra entender, moldear y materializar la función, y que es además testigo de una época, gracias a los ojos de un arquitecto que sabe interpretar correctamente su tiempo y su espacio específico. La composición, como artífice de esas relaciones, nos permite crear un sistema donde todas las partes se complementan e integran a través de una forma (por lo menos desde una primera dimensión base).

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Pero el mundo no es sólo sociedad y ciudades; es, primordialmente, naturaleza; la manera como se relaciona el hombre con la naturaleza también es muy importante para hallar el sentido de las formas arquitectónicas. Ya se ha superado, al menos en concepto, la vieja doctrina cristiana mediante la cual Dios dispuso los animales, las plantas y los demás recursos naturales para que el hombre se sirviera de ellos. En nombre de ese argumento, creímos tener licencia para generar los mayores cambios y desastres ambientales, algunos irreparables, de los cuales solo hasta hace unas pocas décadas somos conscientes. La naturaleza —es decir, el mundo y el universo en su conjunto, tal como son— es superior al hombre y éste debe ser consciente de su pequeñez y de su necesidad de ella. La arquitectura se nutre de la naturaleza y la transforma, no siempre de manera armónica; pero también el arquitecto es capaz de acoplarse correctamente a un sitio para convertirlo en un lugar. En este caso la relación sujeto-objeto es de subordinación ante una realidad superior que provee ideas y formas. Pero, ¿cómo se da esa relación entre naturaleza y arquitectura? Una manera es a través de jardines, como en Versalles y las Tullerías, que constituyen precisamente el picturesque. En este tipo de arquitectura hay una relación directa entre el hombre como protagonista del espacio y ese espacio que influye en las emociones del espectador y lo invita a vivirlo y sentirlo de manera dinámica. El espectador puede recorrer el espacio para entenderlo (jardín tipo inglés) o puede verlo todo desde un solo punto de vista (jardín tipo francés). Así el hombre entra en relación con el mundo para generar deliberadamente determinadas formas; pero esas relaciones no se dan de la misma manera en todas las personas, pues cada una, según su experiencia y su visión del mundo, se relaciona con la arquitectura —incluyendo el paisaje diseñado— de manera única e intransferible. Precisamente es ese un gran valor de la arquitectura: su capacidad de generar diversos sentimientos en quienes la recorren, por ser un espacio dinámico.

Si la arquitectura es capaz de hablarle al hombre de manera directa a través del espacio, y de esta manera relacionarse con él, es porque tiene carácter e identidad. Un magnífico ejemplo se encuentra en el período gótico, cuando la luz fue la principal herramienta utilizada por el hombre para crear espacios dotados de sentido. En los templos góticos el hombre se relacionaba con el mundo a través del manejo de este recurso natural, creando espacios que han trascendido en el tiempo, como la Saint Chapelle en París. Le Corbusier se inspiró en esta lección del gótico para generar una arquitectura de ideas puras y limpias que tenían clara relación con la época y con el estudio de ciertos elementos históricos.

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En estos dos ejemplos, uno de origen anónimo y otro con firma de arquitecto, se evidencia cómo el hombre percibe y vive el espacio de manera particular, tal como sucedió con el picturesque y más recientemente con algunas propuestas modernas que centraron la cuestión de la forma en la ciudad y cómo ésta es capaz de generar espacios para que se desarrolle la vida humana.

La arquitectura, además de forma, función y técnica, es el lenguaje que utiliza una cultura en un momento de la historia —mediante la transformación del espacio— para dar a conocer cómo vive y cómo entiende su relación particular con el mundo natural y sobrenatural, así como para generar sensaciones y emociones, procesos en los cuales el arquitecto opera como el gran sintetizador de estos conceptos. Por eso considero que la mejor arquitectura es aquella que, más allá de solucionar los asuntos prácticos que le fueron encomendados, se destaca por lograr un carácter propio —no necesariamente individual, pero siempre cultural— y transmitir un mensaje claro al espectador, independientemente de la manera como se originó su forma; puesto que no hay mejor manera de comunicarse con el hombre que a través del sentimiento y la emoción.

En la arquitectura de orden abierto, donde no hay dogmas ni reglas específicas, sino caminos libres para generar edificios, es donde se demuestra con más contundencia que la arquitectura requiere un protagonista —el arquitecto— y, por ende, que la relación sujetoobjeto es la gran artífice de la forma. Pasada la Segunda Guerra Mundial, la discusión arquitectónica se centró en la ciudad como generadora de espacios habitables a partir de unos límites que le permitieran al hombre establecer relaciones entre éstos. Se consideraba que la actividad humana en continua evolución producía espacios que respondían a las necesidades específicas de un momento en el tiempo. Es decir, que la ciudad crea su arquitectura en relación con el hombre que la vive, por lo cual la forma misma debe armar el lugar y, de hecho, la ciudad. El objeto aquí es entendido como el mundo visto a través del espacio construido, tanto el interior como el exterior, representado este último principalmente por la ciudad. En consecuencia, la arquitectura y la ciudad se deben hacer en función y relación con el hombre, por lo cual los edificios deben disponerse de manera dinámica según las asociaciones humanas y cómo el hombre hace uso de ellas.

Este modelo de arquitectura de posguerra, basado en las soluciones urgentes, niega el papel de la composición al momento de generar formas. Sin embargo, yo creo que la

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composición está presente allí —no siempre con buenos resultados—, así se haga a través de la simetría, de la retícula o de la yuxtaposición de elementos; en todo caso ha quedado como evidencia de un lugar caracterizado por las prioridades propias del momento, como la satisfacción de necesidades básicas de hábitat y la reconstrucción del tejido urbano en el menor tiempo posible. Aún en este caso el arquitecto está componiendo, es decir, está generando relaciones entre las partes en busca de un sistema equilibrado que resulta —aunque no se lo proponga— ser testigo de quien lo produce y de cómo esa persona se relaciona con el mundo.

Estas teorías en conjunto, y las demás estudiadas a lo largo del semestre, me han brindado un camino para explicar por qué creo que la forma se deriva de la relación sujetoobjeto. Precisamente me he referido a ellas porque considero que todas están condicionadas por la manera como el arquitecto percibe el mundo alrededor. Para mí, la arquitectura es el gran libro de la historia, y el arquitecto —o como se le haya denominado en otras épocas— es su autor, porque si bien las ideas en las que se basa pueden provenir del mundo (el objeto, el qué), es necesario decantarlas y sintetizarlas para convertirlas en formas que generen espacios singulares o plurales que trasciendan en el tiempo (el cómo). Como ya lo he dicho, la arquitectura necesita del arquitecto para existir; ese hombre que, mediado por todo lo que percibe y siente, por lo que es, lo que aprende y lo que entiende como arquitectura, crea formas propias de habitar y vivir el espacio.

Entre la arquitectura y el arquitecto existe una relación de correspondencia mutua, en la cual ambos proponen ideas. La arquitectura sería siempre la misma si no hubiera un hombre capaz de transformarla y adaptarla a la necesidad de su espacio y su tiempo; por eso mismo la forma arquitectónica se deriva de la relación sujeto-objeto, porque es la interpretación de la vida a través de unos ojos y materializada en un espacio.

Bibliografía Lucan, J. (2012). Composition Non-Composition: Architectural and theory in the nineteenth and twentieth centuries. Lausanne, Switzerland: EPFL Press.

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