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LA CONSTITUCIÓN EN LA BORRACHERA DEL PODER
La división de poderes es en sí misma una garantía de los derechos. El poder concentrado es poder descontrolado y desbocado
Hace muchos años una autoridad municipal clausuró una cantina porque al momento de realizar una inspección encontró dentro del establecimiento a una persona en estado de ebriedad.
Cuando pregunté al dueño del negocio si eran ciertos los hechos imputados me respondió con buena dosis de humor. “¡Por supuesto que no! No había una persona en estado de ebriedad… había al menos unas veinte”.
Desde luego, la clausura no resistió el control de legalidad y constitucionalidad de los actos de la autoridad. Fue levantada por orden judicial. La cuestión es que tampoco resistía un mínimo examen de racionalidad.
Fue un acto arbitrario surgido de una extorsión fallida por parte de la autoridad que impuso indebidamente la medida. Pretender sancionar un establecimiento dedicado a la venta y consumo de bebidas embriagantes por encontrar en su interior personas ebrias, es tanto como hacerlo con un estadio de futbol porque dentro hay personas enfundadas en pantalones cortos pateando balones.
Federal de Electricidad. Director general de Normatividad de Hidrocarburos en la Secretaría de Energía y magistrado electoral federal
Independientemente de lo gracioso de la anécdota, no deja de ser reveladora de la gran trascendencia que tiene para los seres humanos comunes la vigencia de un orden constitucional y legal que establezca límites, deberes y responsabilidades a las autoridades. No es que en un orden de cosas regido por la Constitución y las leyes no puedan ocurrir arbitrariedades, sino que los gobernados disponemos en él de medios de defensa para combatir eficazmente los actos del poder público y someterlo al derecho.
Con toda la agudeza que le caracteriza, Alejandro Nieto escribió a este respecto: “la tapia que separa el des- potismo de la libertad, la iniquidad de la justicia no es la forma de elección del imperante sino la existencia y operatividad de los mecanismos de control de la autoridad. Si un señor de vasallos heredero de catorce generaciones o un corregidor nombrado caprichosamente por el monarca están sujetos a control, no pueden actuar despóticamente. Si un alcalde elegido popularmente no es controlado, será un déspota”.
Por eso no sorprende a nadie que la tarea de zapa de los autócratas, consumados o tendenciales, y gobernantes venales de toda laya comience siempre por debilitar o dinami- tar los mecanismos de control y a las instituciones encargadas de aplicarlos.
Si un gobernante pretende a toda costa la conservación del poder, para sí o para su camarilla, no hay mecanismo más seguro que minar la independencia y operatividad de la institución a cargo de la organización de las elecciones y el control de la conducta electoral del gobierno, los partidos y los políticos.
Una de las herramientas retóricas que suelen ser utilizadas para deslegitimar los mecanismos de control y a las autoridades encargadas de imponerlos es plantear el falso dilema entre derecho y justicia.
“Entre la Constitución y la justicia prefiero la justicia”, ha dicho más de algún gobernante ávido de que su arbitrio y ambición personales dejen de estrellarse contra los muros de control. Uno de los problemas subyacentes a esta idea es, precisamente, que la apelación directa a la justicia suele estar conectada, en el mejor de los casos, con la muy particular y subjetiva concepción que de esta se tenga. Eso, cuando no se trata simplemente de una coartada para imponer sin más la propia voluntad o satisfacer las ambiciones más oscuras.
En alguna ocasión, el célebre jurista italiano Gustavo Zagrebelsky decía que “la Constitución es eso de lo que un pueblo se dota cuando está sobrio para que le valga en los momentos en que esté ebrio”. La Constitución tiene una función normativa. Sobre todo, controla el ejercicio del poder y protege los derechos y libertades de los gobernados. Se trata de una norma fundamentalmente dirigida al poder como sujeto obligado a su cumplimiento.
Poderes divididos y concentrados
Es en este contexto que el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 con todo acierto establecía: Una Sociedad en la que no esté establecida la garantía de los Derechos, ni determinada la separación de los Poderes, carece de Constitución. Lo que configura la idea de Constitución es, por un lado, el reconocimiento de los derechos fundamentales y la existencia de mecanismos efectivos y eficaces para su protección. Por el otro, la división del poder para que el poder se controle a sí mismo.
La división de poderes es en sí misma una garantía de los derechos. El poder concentrado es poder descontrolado y desbocado. De allí que la apelación a la justicia como coartada para ignorar o francamente vulnerar la Constitución y los mecanismos que aseguran la regularidad constitucional de las normas, decisiones y actos emanados del poder público sea autodestructiva. El ejercicio del poder al margen de la Constitución deriva en la vulneración de los más elementales derechos y es, por tanto, fuente de las más graves injusticias.
La Constitución es el marco de donde el poder deriva su legitimidad. Esto no se refiere solamente a su forma de elección, como ya lo decía Alejandro Nieto, sino fundamentalmente a su actuación. El poder se deslegitima en la medida en actúa al margen de la Constitución, es decir, de la división de poderes y de los derechos fundamentales. Cuando la Constitución fracasa lo que queda es el poder descarnado, la mera fuerza. Si en la borrachera del poder se debilita la Constitución en su lugar no queda la justicia, sino la resaca y el estropicio.