cuento
Suerte de gato
Por waldo cebrero
F
ederica sabe que a mí los gatos no me gustan, que prefiero los perros, pero me pidió que la acompañe en ésta, sonaba angustiada. Le dije que contara conmigo. Al fin y al cabo, desde hace dos meses soy algo así como su relación más estable, el único que se queda a dormir en
su casa. Nueva Córdoba amaneció empapelado con carteles que dicen, en letra mayúscula, “ME PERDÍ. ME LLAMO OBLONGO Y TENGO DUEÑA”. Hay carteles en los postes de luz, en los árboles, en los negocios. Oblongo es el gato de Federica. Tiene pelo gris oscuro, largo, esponjoso y usa un collar con cascabel que suena cada vez que se mueve. Pasé a buscar a Federica y salimos a recorrer negocios y obras en construcción. Ella llevaba la foto de su mascota en una mano y preguntaba si alguien la había visto. Es así y asá, tiene un collar con un cascabel que suena cuando camina, decía. La gente apenas si le prestaba atención. Yo la miraba y, a veces, también encaraba a las personas mostrando el cartelito. Por ella, más que nada. No es que odie a los gatos, ni que sienta asco como les sucede a otras personas. Más bien es una antipatía, un rechazo especial que se fue haciendo cayo con los años. En el caso de Oblongo, al menos me permito tocarlo. Lo hago para no tener que explicarle a Federica sobre por qué no me gustan los gatos. No es fácil de decirlo: es cuestión de suerte, de mala suerte.
II Tres gatos tuvieron mala suerte conmigo. El primero era un gato bebé que había nacido enfermo de parásitos. Nos dimos cuenta porque le salían unos gusanitos blancos de la cola. A Marcos y a mí –dos futuros adolescentes– la escena nos pareció tristísima. El animalito estaba tirado en el piso húmedo de una casa abandonada, era evidente que su mamá y sus hermanitos también lo habían dejado. Aún tenía los ojos cerrados. Podía morir antes de abrirlos, de hambre o de frío. Desde un principio nuestro propósito fue salvarlo, evitarle –por vía de la muerte– una vida corta y desgraciada. Acordamos que era una crueldad dejarlo morir ahí, en el lugar donde jugábamos todas las siestas. A Marcos se le ocurrió una idea. Dijo que había leído en una revista de animales que los felinos tenían el cerebro justo detrás de la parte chata y fría de la cara, entre los ojos y la nariz. Si se golpean ahí cuando son chiquitos, pueden morirse, dijo. Entonces, un tincazo fuerte en el lugar preciso era lo mejor.
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Parecía una muerte rápida e higiénica. Después podíamos enterrarlo y evitar que se lo comieran los pájaros y las moscas. Antes de hacer el sacrificio practicamos dándonos tincazos entre nosotros, en las orejas. Había que medir la fuerza y la puntería. No queríamos fallar. De la práctica resultó que yo golpeaba mejor y más fuerte. Tomá, dale vos para que no sufra más, me alentó Marcos con las orejas enrojecidas. Yo lo agarré con mi mano derecha. Podía apretar su cuerpito caliente y húmedo cerrando el puño. Con el pulgar y mayor de la mano izquierda formé una letra O. Acerqué la mano a su cabeza, apunté, y le di entre ceja y ceja. Hasta ese primer tincazo lo nuestro era un acto ritual de redención. Pero el gatito solo atinó a abrir la boca y cerrarla, como si bostezara. Después todo se desequilibró, fue como si alguien hubiese subido un interruptor que nos mandó a otro estado, uno más violento. Vi a Marcos. Estaba parado a mi lado con una expresión desencajada. Supuse que mi cara tenía un gesto parecido, entre asustado y extasiado; el mismo rostro del que gatilló una pistola en la cabeza de alguien con intenciones de matarlo, con la mala fortuna de que la bala no salga. Un homicida que fracasa. Aunque el gato viviera –un rato más, al menos–, habíamos intentado matarlo. Me sentí atormentado, un chucho de frío me hizo sacudir la cara. Entonces le di otro tincazo y otro y otro. Tincazo, tincazo, tincazo. Después Marcos comenzó a reírse, me sacó el gato de la mano y lo arrojó con intenciones de reventarlo contra la pared. El bicho cayó al suelo y boqueó de nuevo. Quedó ahí un rato más hasta que lo aplasté con una piedra gigante. Al otro día Marcos no me pasó a buscar. III De adolescentes, muchas veces hablamos del tema. Una noche contamos la anécdota en una juntada de amigos donde había muchas chicas. A medida que Marcos avanzaba en los detalles, tratando de ponerle más morbo para provocar una risa fácil, yo notaba que las mujeres arrugaban cada vez más la cara hasta conformar un gesto de desprecio. Ninguna nos habló por un buen rato, así que decidimos que lo mejor era no volver a tocar el tema por el bien de nuestra sexualidad. Listo. Punto final. Hasta que pasó de nuevo. Tenía dieciocho años y me acababa de mudar a la ciudad. Me acuerdo bien porque fue durante el mundial de Corea y Japón, en 2002. Los del pueblo nos juntábamos a ver los partidos en la