Espacio compartido Nº3

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Quizás hoy en día, independientemente de la postura que se tome sobre si el teatro y la vida deben parecerse, el teatro puede escribirse de cualquier forma, siendo que no existe el teatro único e infalible, que sirva como patrón para seguir y reproducir, pues hay tantos teatros como culturas y personas hay en el mundo: inabarcables, contradictorias y diversas entre sí. Sea como fuere, si hay algo del teatro que, en lo personal, encuentro como paradigmático y atractivo, es procurar que cada acción que se escribe parezca que ocurre por primera vez; es decir, de manera espontánea, fugaz, única e irrepetible. Pero en ese intento, lo que queda en evidencia es que detrás de todo lo que se presenta de manera espontánea en el teatro, hay todo un procedimiento de escritura mucho más complejo, preparado previamente de manera meticulosa y de la forma menos natural posible. Donde lo espontáneo, fugaz, único e irrepetible ocurre poco y hay que asumir la constante frustración de invocar algo que no aparece mucho, pero que, cuando aparece, lo hace en forma de piedras preciosas que deben ser cuidadas y aprovechadas al máximo, porque de sus destellos estará hecha la obra. Cuando esa invocación ocurre, trae consigo lo inesperado, lo sorprendente. Como si el pensamiento pudiera atraerlo. Una suerte de revelación o la intuición de algo que no se puede ver pero que se sabe está ahí presente, latente y vivo a través de la palabra, para que cuando se repita en el proceso de memorización que realicen los actores no lo parezca. Cuando se repita una y otra vez en los ensayos tampoco haya rastro

alguno de su existencia; para que finalmente, cuando lleguen las funciones y se repita tantas veces como sea necesario, parezca que, en todas y cada una de esas repeticiones, la acción está ocurriendo por primera vez. Así de compleja y fugaz es la escritura de una obra de teatro, que quienes nos dedicamos a esta tarea encontramos en ella misticismo, como si, de alguna manera, en este mecanismo encontráramos el sentido de la vida. donde la acción es la unidad mínima, una cápsula que encierra todas las posibilidades en sí misma mientras ocurre, tanto al nivel formal como en el contenido, porque la acción hace que todo ocurra. La acción hace que ese universo exista como tal y no de otra manera, es el medio que transporta la historia para que progrese. Es el detonante de sus propios límites. La acción contenida en la palabra, que una vez llevada al escenario no lo contiene, ni lo describe o lo resuelve, sino que lo desafía y explosiona. Así, sin límites, son las versiones de la acción, como realidades y teatros en el mundo existen, pero todas tienen en común la voluntad de los personajes que provoca una modificación en ese mundo en el que habitan, para expresar sus fragilidades, sus bajezas, sus sueños. Mientras todo este procedimiento del presente y la acción tiene lugar, pienso por qué elegí meterme en todo este andamiaje que hace que la obra de teatro exista. Si bien en un principio surgió de la necesidad de contar historias, de decir aquello que me llama la atención o remarcar lo que me perturba o apasiona, en un pun-


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