RECUERDOS DEL COLEGIO SAN HERMENEGILDO

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25 PÁGINAS DE RECUERDOS JSR 2013

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TRES TEXTOS SOBRE LA HISTORIA DEL COLEGIO SAN HERMENEGILDO 1. Un colegio ejemplar y una deuda pendiente: "los frailes" y Dos Hermanas.

Escrito por Paqui Godoy (Jefa de Sección de "El Correo de Andalucía") Publicado en la Revista de Feria del Excmo. Ayuntamiento en 1986.

2. Cazando Fantasmas.

Por Casimiro Rivas Cordero Publicado en la Revista de Feria del Excmo. Ayuntamiento en 1992

3. El Colegio de San Hermenegildo de Dos Hermanas. Historia de un centenario en tres etapas

Texto de la conferencia pronunciada por el P. D. José Antonio Vives dentro de los actos llevados a cabo con motivo de la celebración del Centenario del Colegio. Noviembre de 2000.

Recopilados por Joaquín Sánchez Ruiz (2013) 2


UN COLEGIO EJEMPLAR Y UNA DEUDA PENDIENTE: "LOS FRAILES" Y DOS HERMANAS. Por Paqui Godoy (Jefa de Sección de "El Correo de Andalucía") Publicado en la Revista de Feria del Excmo. Ayuntamiento en 1986.

A principios de siglo comenzaron las obras de construcción del primer núcleo

de edificios que constituirán lo que hoy es el Colegio de San Hermenegildo, popularmente conocido entre los nazarenos como el colegio «de los frailes». Desde el año setenta y cuatro, convertido en centro de EGB, acoge a un buen número de escolares de Dos Hermanas que allí cursan sus estudios como en un colegio más de la localidad. Si bien es verdad que la his‐ toria y vicisitudes por las que han pasado «los frailes» han discurrido un poco al margen de la vida de la población, no es menos cierto que San Hermenegildo es un nombre de especia‐ les resonancias en esta ciudad, y que goza de un elevado prestigio, fundado en la propia ‐y casi desconocida‐ trayectoria de la Institución.

La Congregación de Terciarios Capuchinos fue fundada en 1889 por Fray Luis

Amigó y Ferrer, y se dedicó desde sus comienzos a la reeducación y corrección de menores. Por orden de antigüedad, la «Colonia de San Hermenegildo» es la tercera de las casas dirigi‐ das a este fin que se creó en el seno de la institución, a imagen de la de Santa Rita que ya funcionaba por aquel entonces en el pueblo de Carabanchel Bajo, de Madrid.

Corrían los últimos años del siglo. Doña Dolores Armero y Benjumea, ilustre

dama que decidió profesar en una orden religiosa, donó a la congregación una cuantiosa suma (ciento veinticinco mil pesetas exactamente), para que en la provincia de Sevilla se estableciera una escuela de reforma «idéntica a la de Santa Rita».

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En el nacimiento de la «colonia» jugaron importantes papeles el entonces

arzobispo de Sevilla, Marcelo Spínola y Maestre, y el matrimonio formado por don Manuel Alpériz Bustamante y doña Juana González de Alpériz. El primero recibió con agrado en su diócesis a los primeros padres, dándoles toda suerte de facilidades para que llevaran a cabo su labor, e incluso ayudándoles económicamente. Los señores de Alpériz se constituyeron, hasta su muerte, en protectores de la Congregación y además le legaron una considerable cantidad en su testamento.

Fueron encargados de llevar a cabo la fundación los padres José María de Se‐

daví y Manuel de Alcalalí, los cuales llegaron a Sevilla el 3 de noviembre de 1899. Mientras se arreglaban las cosas para trasladarse a Dos Hermanas, residieron en una casa de huéspe‐ des de la calle Corral del Rey. Pasaron a Dos Hermanas en los últimos días de diciembre y se instalaron en la Quinta de San Agustín, vulgarmente llamada Huerta del Rey. Allí se fueron reuniendo los demás religiosos que llegaron para la fundación.

A petición de los señores de Alpériz, se encargaron los padres de la capellanía

de las Hijas de la Caridad, que residían entonces en la Hacienda de la Mina Grande, en el centro de Dos Hermanas. Allí, además de desempeñar las cargas propias del capellán ejerci‐ taban el ministerio sacerdotal con los fieles de la población.

En la misma casa residencia de los padres, implantaron un oratorio festivo,

reuniendo los domingos y días de fiesta a multitud de niños del pueblo. Se les enseñaba el catecismo, se les rifaba algún objeto y hasta se les daba merienda los primeros domingos de mes. Cuentan las crónicas de la comunidad que fue por aquella época cuando comenzó a practicarse en Dos Hermanas la frecuencia de los sacramentos, «cosa muy rara, por enton‐ ces, en los pueblos de Andalucía».

Entretanto, se hicieron las gestiones para adquirir, a dos kilómetros de la po‐

blación, las fincas que formaron la Colonia de San Hermenegildo. Esta tiene una superficie de catorce hectáreas y ocho áreas, y resulta de la reunión de tres fincas contiguas en lo que se llamó «pago de la Carraholilla», que pertenecieron a don Miguel Díaz Gómez, a don Rafael Martínez González y a don José Arquellada Chacón. Separado de las anteriores por la vereda de «El Rayo», y en el término de Alcalá de Guadaira, se adquirió también a don Victoriano

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Ursáiz Díaz un lote de tierra de siete hectáreas. Se ideó un edificio de nueva la planta, encar‐ gándose los planos y la dirección de las obras a don Jacobo Galí, arquitecto de la Maestranza de Artillería de Sevilla. Se emplazó el edificio en la parte central y más alta de la finca; la pri‐ mera piedra se colocó, sin grandes formalidades, el 30 de octubre del año 1900.

Un centro «atípico»

No vamos a pasar a hacer la descripción de un edificio, por lo demás sobra‐

damente conocido entre los habitantes de Dos Hermanas. Sí diremos que desde bastante antes de estar concluidas las obras, comenzaron a ser admitidos los corrigendos, pues eran ya muy numerosas las solicitudes. Haciendo honor a la verdad, San Hermenegildo nunca respondió estrictamente a las primitivas intenciones de la Congregación. La proyectada «co‐ lonia agrícola» copiada del colegio de Madrid, en la que los muchachos eran reformados por medio del trabajo de jardinería y horticultura, se convirtió en un centro de estudios variados, en el que los jóvenes se preparaban oposiciones a Correos, Telégrafos, Aduanas... y hasta para ser militares, marinos o estudiantes de Letras. Y fueron tan buenos los resultados, que cuando los muchachos de San Hermenegildo acudían a los centros oficiales durante los exá‐ menes, eran admirados por sus buenas calificaciones En aquellos primeros tiempos se co‐ menzó también a considerar el deporte como un eficaz método corrector, llegando los alumnos de San Hermenegildo a convertirse en campeones provinciales de toda suerte de competiciones deportivas, para las que se entrenaban en las magníficas instalaciones que la colonia poseía.

Hubo intentos de acoger chicos de «corrección gubernativa», a diferencia de

la mayor parte de los estudiantes, enviados por sus padres para «salvar» el bache que les había hecho naufragar en los estudios. Bien pronto se desistió de la idea, «por lo desagrada‐ ble y hasta perjudicial que resultaba para los alumnos de corrección paternal el darles por compañeros aquellos chicos que procedían de muy bajo ambiente social».Desde su funda‐ ción hasta la guerra civil, la colonia conoce su auge creciente. Cada vez es mayor el número de alumnos, que llegan desde todos los rincones del país. Se produce una renovación cons‐ tante de los métodos pedagógicos, cuya aplicación obtiene día a día excelentes resultados. El prestigio del colegio crece extraordinariamente.

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Los seises estuvieron en Dos Hermanas

En el año 1927 es consagrada la nueva iglesia, según un proyecto del arquitec‐

to valenciano Manuel Peris. Supervisó las obras otro arquitecto sevillano de gran prestigio, Vicente Traver. Sirva de dato anecdótico un hecho excepcional que contribuyó a dar brillan‐ tez a los actos festivos que se celebraron con motivo de la inauguración de la iglesia entre los días 14 y 17 de septiembre de 1927: los Seises de la Catedral de Sevilla acudieron a «los frailes» el día 16, interpretando, junto con la Schola Cantorum de la Colonia y acompañados por orquesta, la «Misa de San Hermenegildo». Lo inusual de esta intervención de los Seises dará idea de la fama alcanzada por la institución en su centro de Dos Hermanas.

Sin embargo, este esplendor se vio pronto truncado por los desórdenes que

precedieron a la Guerra Civil. Cuentan las crónicas que un grupo de incontrolados se presen‐ taron en San Hermenegildo dispuestos a quemar la iglesia. El convencimiento y resistencia de los frailes impidieron un desenlace funesto.

No obstante, el colegio no cerró durante la guerra. Mermado el número de

alumnos, muchos de los cuales no tardaron en ser recogidos por sus padres al comenzar las primeras revueltas, San Hermenegildo se mantuvo a duras penas con los pocos chicos que quedaron. Finalizada la contienda, la colonia resurgió de nuevo.

Aristócratas y nazarenos

Desde los años cuarenta, se comenzaron a admitir los primeros alumnos ex‐

ternos. Pasó a ser un centro de segunda enseñanza, el único de los alrededores al que podí‐ an acudir los muchachos de Dos Hermanas. Si bien los estudiantes nazarenos podían consi‐ derarse «acaudalados» entre los demás chicos del pueblo en aquella época, no es menos cierto que los alumnos externos de San Hermenegildo eran los «hermanos pobres» de la comunidad escolar de la colonia. Los estudiantes internos pertenecían a distinguidas familias de todo el país e incluso del extranjero, cuyas contribuciones mantenían el centro con toda clase de lujos y hasta con opulencia. Internos y externos mantenían pocos contactos entre sí.

¿Qué dirá Jaime de Mora y Aragón cuando se entere de que hemos descubier‐

to detalles de su «alocada» juventud? El excéntrico aristócrata, que hoy comparte las porta‐

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das de las revistas del corazón con lo más sonado de la «jet» marbellí, pasó un periodo de internado en la Colonia de San Hermenegildo, a donde le llevaron sus padres, según cuen‐ tan, para hacerle olvidar a una cupletista que le había «sorbido el seso» arrastrándole tras ella por diversos países de Europa cuando no tenía más de dieciséis años. Cuentan también que don Jaime traía un equipaje suntuoso, camisas de seda que admiraban a sus compañe‐ ros, y que era, a esos años ya, un fumador empedernido, por lo que más de una vez se ganó una reprimenda por cultivar su vicio a escondidas.

Jesús González Green y Juan Luis Galiardo, otros dos personajes populares,

también fueron alumnos de San Hermenegildo, en donde destacaron por sus logros deporti‐ vos. Fue una época de auténtico esplendor en la colonia. Un colegio «normal» de segunda enseñanza que mantenía sus principios fundacionales corrigiendo a estudiantes internos que «tropezaban» en su vida personal o en su historial académico. Pero una suerte de «triunfa‐ lismo» movió a la Congregación a cerrarlo como tal, corriendo el año 1961. Pensaron que si habían triunfado en ese campo podrían hacerlo en otro mucho más ambicioso. Se creó un Colegio Mayor Internacional destinado a estudios de Teología y Filosofía para religiosos, que muy pronto, y a pesar de recibir estudiantes de toda España y el extranjero, se reveló como una empresa destinada a fracasar. El cada vez más reducido número de alumnos y la cre‐ ciente crisis del proyecto mantuvieron la situación sólo unos pocos años durante los cuales la comunidad vivió encerrada en sí misma. Desde el exterior, parecía que «los frailes» ya no vivieran allí.

Finalmente, en el año 1974 se reabrió el centro como colegio de Educación

General Básica iniciando una nueva etapa que puede marcar el resurgir de unas instalacio‐ nes docentes inigualables en nuestra ciudad a la par que el afianzamiento de una institución cuya trayectoria pedagógica justifica sobradamente la confianza que la comunidad ha depo‐ sitado en ella. El remozado de las Instalaciones es condición indispensable para lograr estos objetivos. Falta solo que reaparezcan esos protectores que la colonia tuvo en otra época y que con sus aportaciones económicas convirtieron San Hermenegildo en un colegio modelo. ____________________________

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CAZANDO FANTASMAS

Por Casimiro Rivas Cordero Publicado en la Revista de Feria del Excmo. Ayuntamiento en 1992

Siempre he sostenido que nuestros recuerdos tienen unos protagonis‐

tas que al correr el tiempo adquieren la categoría de fantasmas; con bastante frecuencia, queridos y entrañables, pero a fin de cuentas, fantasmas, que casi nunca aquellos que recor‐ damos tienen nada que ver con lo que llegaron a ser o dejaron de ser, lo mismo que mi pro‐ pio yo de hoy difiere totalmente de lo que otros recuerden de mí, con lo que también yo habré entrado en esa difusa categoría para los que me conocieron y trataron en una lejana época.

Aunque nunca poseí la "virtud" de ser práctico, más bien lo contrario,

por mi bagaje de inutilidades, como son grandes dosis de nostalgia, romanticismo y senti‐ mentalismo, no puedo evitar, a veces a tentación de "ser moderno" y me da el arrebato de empezar a serlo por lo más barato y por lo que menos se note para hacerlo de forma discre‐ ta, y lo mismo que un buen día nos puede dar por efectuar limpieza, poner los cajones boca abajo y llenar el contenedor de la esquina con todo lo amarillo y borroso que con el tiempo hemos ido guardando, y entonces, casi cerramos los ojos para evitar la tentación de volver a conservar algunas inutilidades, con lo cual acabaríamos por devolverlas todas a su improvi‐ sado archivo. Pues eso, de idéntica forma, decides un día destruir fantasmas; cargarte un puñado de esa legión particular que cada uno poseemos y comienzo por los de menor cate‐ goría, aquellos que cualquier noche pueblan cada uno de esos dulces, fantásticos sueños, amarillos y borrosos también, pero siempre entrañables, que uno, en su modestia no tuvo nunca de los otros, de los de cadenas y terroríficas fosforecencias. Pero aún así, no deja de ser una lata arrastrar una cohorte tan desordenada, que muchos de ellos dejaron caer sus nombres, y a veces me ocurre que por un lado tengo gentes, y por otro, nombres y apellidos, sin que pueda atinar a emparejar lo uno con lo otro, con lo que cada vez son más los nom‐ bres sin cara y al revés.

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Ya sabía, desde hacía tiempo, que la mejor forma de destruir esos fan‐

tasmas nuestros, es invocarlos a plena luz del día y en el escenario habitual en que los conocí y los traté. No ignoraba a lo que me exponía, que nadie es desconocedor del riesgo que con‐ lleva una cacería de fantasmas, pero aun así, me quise aventurar. Vuelvo a insistir; sabía que me iba a doler, que aquello suponía revivir ocho importantes años ‐de mis ocho a mis dieci‐ séis‐ y por muy queridos, capaces de provocar muchos escozores, no por perdidos ni inútiles, sino por lejanos e irrecuperables.

Por eso, mientras atravesaba la especie de plazuela circular hasta lle‐

gar a la breve escalinata de acceso al edificio de San Hermenegildo, mis pasos me recorda‐ ban a los de esas pesadillas en las que intentando avanzar, una fuerza misteriosa te lo impi‐ de, como si te clavara en la tierra.

Sin que se materializaran, ya en ese momento empecé a presentirlos y

a mis espaldas creí percibir amortiguadas carreras sobre la recién labrada tierra, mullido lecho de un laberinto de naranjos, tentación excitante para la chiquillería de cualquier épo‐ ca. A mi derecha, el "zuim‐plog" de una pelota de tenis al chocar contra la tensa red de la raqueta, sobre una ya desaparecida cancha para el juego inglés.

Lo que antaño me pareciera inmensa puerta catedralicia ‐mucho más

pequeña ahora‐, me cerraba adustamente el paso, sin que constituyera diferencia con el pasado por su seria advertencia: "Terrible Correccional ‐ Salid Huyendo", que esa maliciosa interpretación se la diera un día, haciendo fortuna en generaciones posteriores, a las cuatro letras trazadas con clavos sobre el metal de la puerta y cuyo significado correcto es la de Terciarios Capuchinos ‐ San Hermenegildo. La esplendidez de la Capilla me trasladó a las grandes solemnidades del antiguo colegio: Inmaculada, Virgen de los Dolores, Corpus Christi, San Antonio...

Arrodillado, bajo un aparente gesto devocional, trataba de leer ávida‐

mente en el pulido banco los apresurados trazos hechos a golpe de cortaplumas, esforzán‐ dome a descifrar fechas, nombres, iniciales... Ya empezaban a punzar los recuerdos. Tal vez menos que en ocasiones anteriores, que el cuidadoso mimo que notaba en la capilla, con‐ trastaba con el desidioso abandono que había observado en anteriores y dolorosas visitas, haciéndose ostensiblemente llamativas las mejoras.

Volví la cara hacia el espacioso coro donde tantas veces sudé en com‐

petencia con el Padre Llopis, tratando ambos de no desafinar, él haciendo milagros con el 9


armonium para seguirme y yo para no apartarme de la partitura. La hermosura neogótica que preside la imagen del Santo Visigodo se llenó con las vibraciones de las purísimas voces de Víctor de la Cueva o con la de aquel Carrasco, de Jerez, que bizqueaba de forma que nun‐ ca se sabía, en clase, si miraba al profesor, a la pizarra o a la ventana.

Algo más tarde, por el pasillo del Director, buscaría inútilmente aque‐

llas sonrisas congeladas, aprisionadas en sepias fotografías, sucesión histórica de todos los alumnos, curso por curso, desde los años treinta a los sesenta, irremediablemente desapa‐ recidas para siempre, por culpa de ese "sentido práctico" del que ya he dicho que siempre carecí.

Un familiar y embabuchado arrastrar de viejos pies tras de mí me hací‐

an ver, sin necesidad de volverme a mirar, la oronda figura del Padre Jaime, que con toda seguridad requeriría, al llegar a la escalera, el hombro del moreno Rengifo, aquel interno que jamás tuvo vacaciones mientras permaneció en el Colegio, y que tal vez fue enviado a él, desde su lejana Guatemala, a fin de preservarlo de posibles peligros que propiciaban las di‐ ferencias ideológicas de los adversarios políticos de su padre, hombre de estado en aquel país sudamericano.

En el rincón que formaba la escalera de extraordinarios azulejos tria‐

neros, en el mismo lugar que hoy tiene, el viejo teléfono, creo recordar que era el 1‐6, desde donde el rubio Zwiastopol Mirsky, o algo así, hacía temblar hasta los cimientos del edificio, atronando el aire en aquellas vociferantes conferencias en su extraño y violento idioma, aunque no tanto como las incendiarias miradas que se cruzaban entre él y otro centroeruro‐ peo, Rainer Michel Lang ‐creo que jamás intercambiaron entre ellos palabra alguna‐ al que recuerdo bien, que al ser éste último compañero de curso, supe sobradamente de sus difi‐ cultades con nuestro idioma, lo que le impedía, en clase de literatura, encontrar diferencia alguna entre la expresión "labios de coral" con "labios de corral". Pues bien, ni Carreño, el hijo del elegante diplomático, amigo personal del rey Hussein de Jordania, se atrevió a aproximar a ambos sonrosados extranjeros.

El sobrio y hermoso patio, hoy más limpio y cuidado que entonces,

aunque también más pequeño, me hizo recordar cómo en el curso 50‐51 los externos no cubríamos ni uno sólo de sus lados, y en cambio, al despedirme en el 58 casi alcanzábamos tres del cuadrilátero. A pesar de la espléndida mañana primaveral, reviví alguna de aquellas otras, lluviosas y lejanas de pretéritos pluscuamperfectos, vocativo plural y teoremas de Pi‐ 10


tágoras, en las que no era aconsejable salir al exterior por aquello de las deseadas mojadas. El vocerío, así como el olor de la cercana cocina, se concentraban húmedos y pringosos en aquel patio donde no resultaba extraño descubrir en sus ocres paredes la huella de una na‐ ranja destripada. Olor a colegio, inconfundible olor a joven humanidad, que ni los desodo‐ rantes menos ecológicos lograban, todavía hoy, transformar o eliminar.

Nombres, rostros, voces, frases,... El patio se iba llenando de fantas‐

mas: D. Alfredo, D. Manuel, D. Pedro, D. Rafael, D. Daniel, D. Alberto, el P. Eugenio, el P. Je‐ sús, el P. Luis, el P. Nicanor, el P. Fernando, Fray Vicente... Fantasmas que ante la evocación se iban esfumando. Claro que ya contaba, P. José Luis Bernabéu, que contigo no pasaría eso. De ti no podría, ‐tampoco lo deseaba‐ librarme tan fácilmente. ¡Cómo nos marcaste! ¿Ver‐ dad, Domingo, Pino, Romero? ¿No es así, Vaquero, José Javier?

Ya en el exterior; en dirección al campo de fútbol, o bajando del de la

piscina, contemplé el ordenado desfile de ardorosas huestes capitaneadas por el atlético y admirado cura de jirones en la sotana e hirsutas barbas. Juveniles voces atronaban el silencio tranquilo del campo verde y rojo con patrioteros himnos que nos hablaban de gloriosas ban‐ deras desplegadas a un viento prometedor de limpias estrellas, que nos sugerían lejanas montañas nevadas a las que elevábamos la vista con claras miradas que surgían de espíritus imperiales cargados de yugos y flechas, de Isabeles y Fernandos.

No me supuso ningún esfuerzo conseguir autorización de para saludar

de cerca las hoy mudas campanas de las gemelas torres, una de las cuales marcaba pun‐ tualmente el inicio y final de las clases diarias. En las grandes ocasiones se permitía a los ma‐ yores voltearlas alegremente, al mismo tiempo que se lanzaban cohetes, reafirmación qui‐ zás, de los orígenes levantinos de la Comunidad que fundara el P. Luis Amigó.

Por un momento, volví a vivir aquella sorprendente aventura de lanzar

un cohete ‐o varios al mismo tiempo‐ por unos de los desagües de cerámica de la azotea, improvisada tronera de barco pirata, influenciados por las marineras aventuras de una pelí‐ cula recién vista. El problema, como el cohete, estalló cuando se pudo comprobar que aquel desagüe estaba cegado, con lo que el pretil se cuarteó peligrosamente, siendo aún hoy visi‐ bles las huellas de la mal terminada aventura, porque os puedo asegurar que aquello remató mal, tremendamente mal.

La imagen del Sagrado Corazón que preside, protectora, el edificio, me

ofrecía su espalda, aunque recordaba perfectamente incluso el rugoso tacto de la piedra, así 11


como el momento de ser izada por medio de fuertes cuerdas el día de su colocación, como recuerdo asimismo el orgullo que me producía saber que de alguna forma yo había partici‐ pado en su adquisición a través de aquellas papeletas con las que durante un tiempo atosi‐ gué a mis familiares y vecinos, ofreciéndoles la oportunidad de poseer una magnífica y mo‐ derna Hispano‐Olivetti, ‐¡olé la gracia!‐ a unas gentes que casi no sabían escribir.

Desde aquella extraordinaria atalaya pude reconocer la vieja figura de

Juanito el mandadero con su borriquillo, tan renqueante el uno como el otro, en su obligada tertulia que inevitablemente acabaría en discusión con Juan el portero, mientras Pilongo cruzaba en el viejo charré, saludando a Frasco que se afanaba en la huerta. En ese momento, Santos, arrancaba el entrañable Hispano‐Suiza color Guinda.

Volví a admirar el viejo Espasa en lo que siendo hoy biblioteca, fue en

aquellos días inmensa clase donde habríamos cabido cuatro veces más de los alumnos que dormitábamos mientras se cantaba la tabla de multiplicar y cursos más tarde nos empeñá‐ bamos en desentrañar complejas fórmulas químicas o a diferenciar silogismos de sofismas. La enorme ventana central de esta sala ocupa el espacio inmediatamente inferior a la ima‐ gen que culmina el edificio, perfecto mirador desde donde se recrea la vista en una hermosa panorámica del cercano pueblo.

Este fue el peor momento. Hasta ahora, la realidad no se me había

mostrado hostil a los recuerdos, pero aquí, desde donde aprendí a amarte, Dos Hermanas, lo que veía hoy me ofrecía una imagen que destrozaba la que de ti conservaba, imagen perfec‐ ta y nítida ya que con cualquier excusa muchas veces conseguía no bajar al recreo empapán‐ dome de ti, querida tierra mía, captándote toda, respirándote, forjando miles de fantasías, siendo tú el centro de todas ellas. Parecía oler el aire húmedo y caliente que presiente los deseados días de lluvia, días que arrebolan las caras, que hacían arder las enrojecidas orejas. Otras veces, sería el enervante olor de las hierbas, de las flores y del eucalipto que me grita‐ ban la plenitud de la primavera y la inminencia de las interminables y lánguidas vacaciones que no sabían entonces de playas ni viajes. El agua volvía a cantar su gozo de libertad co‐ rriendo por caños y surcos hasta extinguirse en un entregado abrazo a los pies de los naran‐ jos en una hermosa historia de amor. Otras veces, las monótonas campanadas caían blan‐ damente, como derretidas por el calor de la tarde sobre el verde brillante de los campos cuajados de copados naranjos; algo más lejos, interrumpidos por el tornasol verde‐gris de los olivos. Como un lamento ancestral, a intervalos de la brisa, la voz del amigo, del hermano de 12


la tierra que parece consolarla de la herida de su azada o de su arado; y como contrapunto, el chirriar de la noria que rompe en carcajadas de cristalina frescura. En otras ocasiones, el silbido del viento, colándose por unas ventanas que nunca encajaban del todo, parecía que‐ rer acallarlo todo bajo un limpio cielo para que se escuchara e insinuante susurro de los eu‐ caliptos que mansamente parecían murmurar quedas frases de las que dicen al oído los amantes...

De lo mucho que me dejaste, querida fábrica de personas, no fue esto

de lo menos importante; me refiero no sólo a lo que aprendí, sino a lo que viví.

Tuve conciencia en ese momento de que mi querido fantasma se es‐

fumaba lo mismo que habían desaparecido gran parte de aquellos campos vencidos en su batalla con el hierro y el cemento. Sin embargo, no había herida, sólo el mismo ligero esco‐ zor que producen las arrugas que descubrimos en la mujer amada el primer día que reparas en ellas. Eras la misma y así te acepté, así te sigo queriendo.

Ya no quedan eucaliptos en los Frailes, pero ellos me enseñaron a de‐

cirte, sintiéndolos, todo mi cariño, toda mi ternura, y esas frases sólo para decírtelas a ti, empañaron el polvoriento cristal sobre el que, como tantas veces, mi frente se apoyaba aquella tarde en que decidí destruir algunos de mis fantasmas ________________________________

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El Colegio de San Hermenegildo de Dos Hermanas. Historia de un centenario en tres etapas Texto de la conferencia pronunciada por el P. D. José Antonio Vives dentro de los actos llevados a cabo con motivo de la celebración del Centenario del Colegio en noviembre del año 2000.

¡Aquellos difíciles años iniciales!

Las fundaciones –en medio de la alegría que conllevan siempre como

aventuras que son hacia lo nuevo y es conocido– tienen también indefectiblemente un lado menos amable –y en ocasiones amargo– de dificultad. Y la fundación amigoniana de Dos Hermanas no fue en eso ninguna excepción. Todo comenzó muy bien y sobre ruedas". Doña Dolores Armero y Benjumea, que al entrar en religión pasó a llamarse sor María Ignacia, tuvo la feliz idea de promover una fundación en tierras sevillanas parecida a la Escuela de Correc‐ ción paternal Santa Rita que, desde hacía diez años estaba funcionando en Madrid dirigida por los terciarios capuchinos, y que –según tenía entendido– estaba dando muy buenos re‐ sultados en el no fácil campo de la educación de niños, adolescentes y jóvenes en dificultad.

Por medio de su director espiritual –jesuita él para más señas– entró,

pues, doña Dolores –o si preferís, sor María Ignacia– en contacto con aquellos frailes y el ofrecimiento que les hizo fue acogido de modo positivo y con bastante presteza, como mani‐ fiesta este acuerdo del gobierno congregacional: –Para continuar la fundación en Sevilla y activar su pronta realización –se lee entre los acuerdos tomados el 25 de octubre de 1899– se designa al padre José Mª de Sedaví, que llevará como compañero al padre Manuel de Alcalalí, para que pasen a aquella capital con esta misión particular y en la ejecución de la misma procurarán obrar de acuerdo con el padre Provincial.

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Que dicho acuerdo se cumplió –y además sin dilaciones– lo sabemos

por otras fuentes informativas que nos aseguran que el padre José y el padre Manuel llega‐ ron a Sevilla el 3 de noviembre de 1899 y se instalaron provisionalmente en una casa de huéspedes de la capital, situada en la calle Corral del Rey. Las mismas fuentes históricas nos señalan también que esos dos pioneros amigonianos llegaron a Dos Hermanas, para instalar‐ se definitivamente en esta ciudad, a finales de diciembre de ese mismo año 1899, pasando a habitar la Quinta San Agustín, vulgarmente llamada Huerta del Rey.

El 24 de enero de 1900 fueron enviados a la nueva residencia fray Pa‐

blo de Bañeras, fray Buenaventura de Valencia, fray Pascual de Benifayó y fray Fidel de Alca‐ lalí y con ellos cuatro, más los dos que les habían precedido, quedó configurada ya la prime‐ ra comunidad amigoniana, que comenzó inmediatamente una primera actividad apostólica consistente en un oratorio festivo –"more salesiano", como se lee literalmente en las cróni‐ cas más antiguas– que funcionó en la misma casa residencia de los religiosos y que llegó a reunir a más de cien niños de la población, y en una escuelita gratuita de primera enseñanza para esos mismo niños. Y todo ello complementado con el servicio religioso que desde los inicios se ofreció –particularmente los domingos– desde la capilla instalada en la misma casa y que –dicho sea, si se quiere, de paso, pero con sentimientos de profunda gratitud– había sido ornamentada con todo detalle por don Manuel Alpériz Bustamente y su esposa doña Juana González de Alpériz, quienes junto con el propio arzobispo de Sevilla, don Marcelo Spínola y Maestre fueron los grandes benefactores de los religiosos amigonianos en los ini‐ cios.

En realidad aquella primera comunidad comenzó haciendo lo que sa‐

bía hacer dentro de las aún escasas posibilidades que tenía. Por lo demás, tanto el oratorio festivo como la escuelita para los niños de la población no eran proyectos ajenos al corazón de Luis Amigó, quien –sin dejar de tener puestos sus ojos primordialmente, como luego se verá, en los niños, adolescentes y jóvenes en conflicto–, no dejaba de ver las necesidades del entorno y no dejaba de insistir a sus frailes –como queda de manifiesto en lo que les dijo en los primeros asentamientos de Torrente y de Madrid –que dieran a dichas necesidades una respuesta eficaz, particularmente atendiendo catequética y escolarmente a la niñez y juven‐ tud de las inmediaciones.

No obstante, las cosas –a pesar de los buenos propósitos y realizacio‐

nes– no debieron caminar bastante bien en aquellos inicios, como nos da a entender este 15


descorazonador acuerdo que tomó el 20 de abril de 1900 el órgano rector de la congrega‐ ción: –Bien considerados los inconvenientes y obstáculos que en la actualidad ofrece la fun‐ dación de Andalucía, se acuerda, como medida convenientísima, la retirada provisional de los religiosos que componen la Residencia de Dos Hermanas, hasta que se ofrezca ocasión favorable. Gracias a Dios, "el agua no llegó al cuello" y el Consejo habido dos meses más tar‐ de –exactamente del 7 al 9 de julio de ese mismo año 1900– determinó: –Vistas las mejores disposiciones para la fundación de Dos Hermanas, queda sin valor la resolución tomada en la anterior reunión acerca del personal de aquella Residencia. Para activarla cuanto se pueda, pasará desde luego el padre Provincial, con el superior de aquella comunidad y los definido‐ res.

Desde ese momento, la fundación quedó ya asentada. Se compró en el

pago conocido como La Carraholilla esta finca –de más de catorce hectáreas– que hoy nos acoge. Se ideó el edificio según planos originales del arquitecto de la Maestranza de Artillería de Sevilla, don Jacobo Galí, y el 30 de octubre de ese mismo año 1900 se puso la primera piedra, pero todo ello constituye ya, de alguna manera, el inicio de la primera etapa del re‐ corrido histórico que queremos hacer de esta Casa –ya centenaria– Colegio San Hermenegil‐ do de Dos Hermanas.

La Colonia de San Hermenegildo un intento de clonación.

Colocada la primera piedra, en ese mismo otoño de 1900 "comenzaron

–al decir de las crónicas– las obras del primer núcleo de edificios". El traslado al nuevo edifi‐ cio con un grupo de estudiantes que no pasaba de 20 se hizo antes de finalizar las obras que estaban suspendidas desde el mes de noviembre de 1901. El documento que el padre José de Sedaví presentó el 7de junio de 1902 al alcalde de Dos Hermanas pidiendo el reconoci‐ miento oficial de la Institución decía así: –La institución es una casa Correccional como la establecida en Santa Rita, Carabanchel Bajo, en Madrid. Rígese por el mismo Reglamento y en la misma forma que aquélla. El personal actual lo componen dos sacerdotes, once her‐ manos, dedicados a las faenas del campo y atenciones primeras de la casa aún en construc‐ ción, y veintiún alumnos, de los que once son pensionistas y los demás gratuitos. Y como podemos constatar, otra vez nos aparece en el camino Santa Rita, esa casa que determinó esta fundación y que, de alguna manera estaba llamada a ser su modelo.

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No se pude entender, sin embargo, la realidad educativa de Santa Rita

sin presentar en sociedad al padre Luis Amigó, aun cuando sea de forma somera. Nacido en Massamagrell (Valencia) el 17 de octubre de 1854, José Mª Amigó y Ferrer –o si se prefiere el padre Luis de Massamagrell, como era conocido entre los capuchinos– formó parte, desde sus años juveniles, de distintos círculos católicos que sensibilizaron su ser para saber percibir las necesidades más perentorias del entorno y fortalecieron su personalidad para saber ofer‐ tar a las mismas una respuesta adecuada.

Tras hacerse capuchino y recorrer, en sus primeros años como tal, algo

de la geografía francesa y un poco más de la española cántabra y andaluza, regresó a su Va‐ lencia natal donde tuvo la inspiración de fundar en 1885 a las Hermanas Terciarias Capuchi‐ nas y, cuatro años después –el 12 de abril de1889– la Congregación de Terciarios Capuchi‐ nos, quienes nos honramos en llamarnos también amigonianos en homenaje a él.

En un primer momento, quiso que sus frailes atendieran a los encarce‐

lados, pero a los pocos meses de la fundación –cuando sólo había aún unos pocos novicios– un hecho providencial vino a cambiar "sus" planes y la historia posterior de su obra. Desde Madrid le hicieron el ofrecimiento –y alguien asegura que por indicación de superiores ins‐ tancias eclesiásticas madrileñas y hasta vaticanas– de dirigir una Escuela de Corrección Pa‐ ternal que allí se había levantado.

Y el trabajo pedagógico desarrollado en Santa Rita tan pronto como

hicieron sus votos los primeros amigonianos, hizo comprender a fundador y "fundados" que Dios y la sociedad les llamaban a responder a una realidad, más urgente –si cabe– que la anterior de los encarcelados: la educación cristiana de los niños y jóvenes apartados del ca‐ mino de la verdad y del bien –por decirlo incluso con palabras mismas del propio Luis Ami‐ gó–. De esa forma, la congregación amigoniana se constituyó en pionera, dentro de España, en ofrecer solución a un problema –el de la niñez, adolescencia y juventud en situación de riesgo o de conflicto– que comenzaba a constituir ya una verdadera preocupación social. Y Santa Rita fue así el centro piloto de la nueva pedagogía que se estaba fraguando para res‐ ponder de la forma más adecuada y científica posibles a las necesidades de nuevos clientes. La fama lograda por la institución amigoniana madrileña alcanzó desde el primer momento la fuerza suficiente para traspasar fronteras y ser conocida y admirada, entre otros, por el jesuita Miguel Sánchez Prieto que fue el encargado –como ya se ha dicho– de darla a cono‐ cer a su vez a su dirigida Sor Ignacia del Convento de la Visitación de Sevilla. 17


Dentro de la misma congregación amigoniana se admiró también de

tal manera la institución, que Santa Rita –que se encontraba en una fase de su desarrollo pedagógico en el que se tenía el convencimiento de que el trabajo manual, y particularmen‐ te el agrícola, constituía un medio extraordinario de recuperación para los internos– fue eri‐ gida sin discusión en un modelo ideal a cuya imagen y semejanza deberían construirse los futuros centros educativos de la pedagogía amigoniana. De hecho, por aquellos mismos años –entre 1898‐1899– empezó a fraguarse entre los terciarios capuchinos el sueño de tres nue‐ vas Colonias: la de Godella, la de Yuste y ésta de San Hermenegildo que, por lo demás, fue la única que llegó a ser una feliz realidad. Se quería –diríamos hoy– reproducir clónicamente en distintas realidades educativas, ubicadas a lo largo y ancho de la geografía española, lo mis‐ mo que se venía haciendo en Madrid. San Hermenegildo, un paso más

Cuando en 1902 se implantó por fin aquí en San Hermenegildo el mé‐

todo seguido en Santa Rita, dicho método empezaba ya a ser cuestionado al interno mismo de la Congregación. Los amigonianos –con la experiencia educativa que consolidaba cada vez más su labor y con una permanente tensión por ir perfeccionando sus técnicas mediante distintos avances en el campo de la psicopedagogía que iban conociendo y asimilando a tra‐ vés de su apertura científica a centroeuropa– se encaminaban rápidamente –aunque quizá ellos mismos no eran aún conscientes del todo– a cambiar unas terapias de tipo laboral y agrícola por otras de estudio, más acordes con la índole de los niños y jóvenes atendidos.

De hecho, el método agrícola se vio, desde el principio, que no era el

adecuado para Dos Hermanas y se empezó a ver con claridad lo nefasto que pueden acabar resultando las reproducciones clónicas, incluso en educación. Los mismos historiadores de la casa constatan el dato de que la situación aquí llegó a ser tan crítica –incluso en lo económi‐ co, que no deja de ser, en un centro como éste, reflejo y referente de lo educativo–, que "hacia 1905 –tres años después de su inauguración oficial– los abastecedores se negaban a seguir proveyéndola". Visto lo visto, los dirigentes de la institución se convencieron, por fin, de que había que cambiar y, a partir de 1908, la Colonia –que de tal empezaba a tener ya tan sólo el nombre– se fue trasformando en un centro que llegó a ser, en su día, paladín de la pedagogía amigoniana.

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Se adoptó el régimen de estudio en sustitución del de trabajo manual y

agrícola. Se fomentó, incluso, la enseñanza individualizada y especializada, buscando para ello de traer profesores apropiados desde la capital –tarea no fácil dadas las distancias–. Se determinó que los educandos dispusiesen de habitación individual, en vez de estar organiza‐ dos en salones corridos. Se fueron admitiendo, junto a los alumnos de corrección paternal, otros de corrección gubernativa que empezó a enviar principalmente el gobernador de Bar‐ celona Ossorio y Gallardo. Y se fue suavizando el mismo régimen disciplinado, siendo ésta la primera institución amigoniana que suprimió la etapa inicial del aislamiento provisional. El traje se quedó pequeño. Los trajes a la medida tienen el inconveniente de que cuando cam‐ bian las medidas del sujeto ya no sientan tan bien. Y algo de ello pasó en San Hermenegildo. La obra fue pensada –como se ha dejado ya dicho– "a la medida" de Santa Rita y se quiso, por ello, salir al paso de algunas limitaciones que allí se habían ido percibiendo. Se intentó, en consecuencia, que la Casa dispusiese del suficiente terreno para que los trabajos agrícolas no se vieran constreñidos por el espacio, como sucedía en Santa Rita, donde para dar trabajo a los alumnos casi acabaron cultivando los campos de fútbol. Aquí no se quería ser reinci‐ dente en el mismo pecado y por eso se compraron más de catorce hectáreas de terreno "in‐ tra muros".

El edificio se adaptó también a la mentalidad pedagógica que domina‐

ba a la hora de su construcción. En un régimen de Colonia agrícola, se ahorraban las aulas y otros espacios propios de una vida más sedentaria. Por otra parte, concebidos los dormito‐ rios como "comunitarios", se ganaban muchos metros de edificación respecto a un proyecto más respetuoso con los espacios vitales individuales. El traje diseñado se adaptaba, pues, muy bien a las "medidas" proyectadas, pero al cambiar substancialmente éstas –como se ha tenido también oportunidad de ver en el apartado anterior– se quedó pronto tan excesiva‐ mente estrecho, que amenazaba incluso el poder seguir caminando con buen pie. El nuevo sistema educativo exigió, pues, de forma natural, un edificio acorde con la nueva mentalidad y realidad. La verdad es que las obras no habían dejado de ser una constante en esta institu‐ ción que "se estaba haciendo".

Entre 1905 y 1908, se había construido, por ejemplo, la tapia y el corti‐

jo. Pero fue precisamente a raíz de la reforma educativa iniciada en 1908 –y a la que antes se ha hecho referencia– cuando hubo que afrontar obras de gran envergadura. Hubo que trans‐ formar las salas de estudio comunitario en aulas más reducidas que acogiesen distintos es‐ 19


tudios reglados. Y hubo también que transformar los dormitorios corridos en habitaciones individuales que, como es lógico, exigieron más metros cuadrados de construcción para el mismo número de alumnos. A esas obras imprescindibles se sumaron por esos mismos años otras encaminadas a dotar a la casa de alumbrado eléctrico y de un motor bomba capaz para llevar el agua al estanque grande. También se aprovechó para revocar la fachada principal y para construir la ancha galería que rodea el patio central y poner a éste mismo patio un sue‐ lo de mármol y un zócalo de azulejo sevillano en relieve. Unos años después –entre 1914‐ 1917–, a pesar de las dificultades económicas causadas por la 1ª guerra mundial que afectó, entre otros empresarios, al que venía comercializando y exportando los cítricos de la finca, se construyó la torre para el depósito de mampostería y se revocaron –aunque algo poste‐ riormente– las fachadas laterales.

No obstante, las obras más importantes, las que confirieron ya a la

Casa su clásica fisonomía, son las que se emprendieron desde que se hizo cargo de la institu‐ ción –en 1921– el padre Ildefonso Mª de Vall de Uxó. En esta nueva y fundamental fase, se levantó toda la parte relativa al segundo patio interior de la Casa; se alargó, en consecuen‐ cia, la fachada; se cambió la puerta de entrada principal, y, sobre todo, se construyó la igle‐ sia, el atrio y las dos torres‐campanario. Entre todas esas obras, merece especial mención, por varios motivos, la iglesia, de la que no se puede por menos que aportar algunos datos que pueden ayudar a tomar conciencia de su valor artístico:

Con estructura de una sola nave –de 27 m de largo por 10 de ancho y

15 de altura e iluminada por ocho grandes ventanales ojivales– la iglesia constituye sin duda un motivo de orgullo artístico. Fue levantada en base al proyecto que el arquitecto valencia‐ no don Manuel Peris había realizado para la de Godella, pero que el arquitecto castellonense don Vicente Traver –famoso entre otros trabajos por los que realizó en la Exposición Hispano Americana de Sevilla y por ser el autor del proyecto ganador, en 1932, para la construcción de una nueva Basílica en Valencia para la Virgen de los Desamparados– supo reducir en sus dimensiones y adaptar con soltura y gracia al arte del lugar. Adornada con zócalo de azulejo andaluz y pavimentada con los famosos mosaicos Molla, la iglesia tiene además, como otros elementos artísticos, los siguientes: –El retablo del altar mayor, dorado y policromado, obra del artista levantino Joaquín Ramírez. –Los retablos de San José y San Antonio, obra del ima‐ ginero sevillano don José Gil. –El altar de la Virgen de los Dolores –regalo personal del padre Luis Amigó – cuya imagen de la Virgen y cuyos siete bajorrelieves relativos a los Dolores son 20


obra de los escultores valencianos Hermanos March. –La imagen de San Francisco, talla en caoba natural y, según algunos, la más acabada obra del escultor valenciano Carmelo Vicent.

Resta decir que la iglesia fue consagrada por el propio fundador de los

terciarios capuchinos en unas extraordinarias fiestas inaugurales que se celebraron entre los días 14 a 17 de septiembre de 1927 y a la que excepcionalmente asistieron los Seises de la Catedral de Sevilla que cantaron el día 16 la "Misa de San Hermenegildo".

San Hermenegildo, alcanza su cénit

Poco a poco San Hermenegildo fue adquiriendo su cabal dimensión

dentro del conjunto de la pedagogía amigoniana, que, por otra parte, desde la promulgación en 1918 de la primera ley española para Menores y la consecuente creación de los Tribuna‐ les Tutelares, había encontrado un nuevo campo de acción para llevar a cabo su labor edu‐ cadora propia, colaborando con dichos Tribunales en la dirección de los centros creados al efecto. Con la Casa del Salvador de Amurrio –primer centro español de reeducación depen‐ diente de un Tribunal Tutelar– la pedagogía amigoniana inició, pues, un nuevo camino, pero no abandonó el de la corrección paternal que continuaba teniendo en Santa Rita y aquí en Dos Hermanas sus dos grandes exponentes. A partir de los años veinte –como repetidamen‐ te se viene diciendo– San Hermenegildo fue alcanzando su verdadero esplendor, llegando a tener en 1920 la cifra récord de 361 alumnos y habiendo tratado hasta entonces, desde sus inicios, un total de 1.260. Fue tal la fama lograda por la institución en aquellos años, merced a la formación integral impartida a sus alumnos y a la seria preparación académica que les ofrecía, que llegó a ser proverbial, cuando algún alumno de otro centro no acababa de en‐ tender algún problema a las puertas mismas de un examen, que los compañeros le reco‐ mendasen: "vete y que te lo explique alguno de la Colonia".

El buen nombre de la institución –y esto es tanto más significativo, por

aquello de que "nadie es profeta en su tierra"– se extendió también en la misma ciudad de Dos Hermanas, leyéndose al respecto en un comunicado de 1931: –Además de los internos, a requerimiento de las familias de dos Hermanas, vienen asistiendo alumnos, en número variado de diez a veinte, a las clases, bien de enseñanza primaria, de bachiller o de facultad mayor". Pero no obstante, el mejor testimonio de lo que llegó a significar entonces la Colo‐ nia es el que nos ofrece el padre Julio Alarcón en un artículo que publicó en Razón y Fe y que después reprodujo la revista amigoniana Adolescens Surge. En dicho artículo, llega a decir, 21


entre otros elogios: –No es en rigor ni un convento, ni una escuela, ni un "centro cerrado", ni una quinta de recreo y, sin embargo de todo esto tiene esta casa en cuya fachada se lee: Colonia de San Hermenegildo. Esta es su misión: "recibir a jóvenes a quienes sus padres da‐ ban ya por muertos y devolvérselos vivos".

Tan buen y prometedor caminar se vio truncado de alguna manera a

partir de 1931. El clima de inestabilidad política y de inseguridad ciudadana que se vivió en España se dejó sentir también en San Hermenegildo que continuó su labor durante la con‐ tienda civil, siendo una de las pocas instituciones amigonianas en España que no vieron inte‐ rrumpida trágicamente su andadura.

En 1939 –exactamente el 16 de abril– el Colegio, que contaba para

entonces con 100 internos y 51 externos fue reconocido como Centro Privado de Enseñanza Media. En la inmediata posguerra, San Hermenegildo emprendió una línea de superación, que le llevó de nuevo a alcanzar la cumbre de su identidad primera. Potenció el número de externos, ofreciendo así una oportunidad extraordinaria de formación para los hijos mismos de la sociedad nazarena. Alguien ha escrito al respecto: –La mayor parte de los primeros profesionales "de carrera" que tuvo este pueblo, se formaron en San Hermenegildo. Fue precisamente en esta época posterior a la contienda, y particularmente en los años más es‐ plendorosos de los cincuenta, cuando el internado del Colegio alcanzó también más fama internacional, uniéndose a los hijos de familias acaudaladas –y hasta aristocráticas– españo‐ las, otros provenientes de familias allende los mares, particularmente, hispanoamericanas. Durante esos mismos años, el buen nivel formativo y académico de la institución, que, a pe‐ tición sobre todo de los obispos andaluces suavizó mucho más su régimen educativo, se completó además con una promoción extraordinaria del deporte, llegando "los de San Her‐ menegildo" a destacar por sus logros en distintas disciplinas deportivas.

Y ahora que nos disponemos ya a cerrar esta época dorada de la histo‐

ria de San Hermenegildo, no podemos por menos que recordar a alguno de sus alumnos más distinguidos. Pero dejando aparte a los ya muchas veces citados y famosos Mora de Aragón, Trillo Figueroa, Díaz‐Benjumea, Cuervo Radigales, González Green, Juan Luis Galiardo… y un largo etcétera que sería prolijo enumerar, permitidme que os presente a uno de ellos que merece –a mi entender– ser resaltado de particular manera. Se trata del religioso amigonia‐ no padre Bienvenido de Dos Hermanas, o si queréis, pues así lo identificaréis mejor como buenos nazarenos, José de Miguel Arahal. Nació nuestro –y vuestro– José, el 17 de junio de 22


1887 en esta bella ciudad. Cuando los amigonianos llegaron aquí, él, que contaba doce años, se acercó inmediatamente a ellos y fue el primer alumno de la Colonia, tal como atestiguan los libros de matrícula de alumnos que en ella se conservan. El 6 de enero de 1903 tomó el hábito amigoniano y, a partir de entonces su vida, gracias a sus extraordinarias cualidades humanas y religiosas, fue una carrera en continuo ascenso. El 29 de diciembre de 1927 –con cuarenta años– fue elegido superior general de la Congregación y fue –como alguien ha es‐ crito de él– un general de cinco estrellas. No porque se distinguiese por sus dotes militares – ni mucho menos–, pues si por algo se distinguió fue precisamente por su espíritu de sencillez y servicialidad, sino porque los cinco años que rigió la Congregación lucen verdaderamente como cinco soles en la historia de ella. Él tuvo, entre otros, el mérito de haber potenciado – como nadie lo había hecho hasta entonces– el movimiento científico‐pedagógico de la Con‐ gregación. En 1936 –al comenzar la guerra civil– se encontraba en la Escuela de Santa Rita donde fue detenido y poco después sufrió muerte violenta en la Pradera madrileña de San Isidro. Era el 1 de agosto de 1936. El 14 de noviembre de 1990 se abrió en Valencia su proce‐ so de beatificación junto con el de otros 18 amigonianos mártires y ahora se espera ya que el próximo 11 de marzo de 2001 el papa lo declare Beato.

Inicio de un paréntesis gris

Desde hacia algún tiempo, los superiores de la congregación venían

acariciando la idea de crear un Seminario Mayor Internacional propio en el que pudieran formarse todos los filósofos y teólogos amigonianos y finalmente, en 1965, abordaron su realización. En vez de construir una nueva estructura física –como en algún momento llegó a pensarse también– se decidieron por ubicar dicho Seminario en los locales del Colegio San Hermenegildo y con fecha del 5 de julio de dicho año 1965 firmó el superior general el de‐ creto correspondiente por el que quedaba suprimido el Colegio y se creaba en sus locales una nueva realidad. Sin entrar ahora en valoraciones de oportunidad o inoportunidad, de aciertos o desaciertos, de visiones de futuro o cerrazones de pasado, etc.…, lo cierto es que para la entidad Colegio San Hermenegildo aquella decisión supuso un paréntesis escrito más bien con tonos oscuros y fotografiado en blanco y negro. Todos sabemos cómo, gracias a la intervención del arzobispo de Sevilla en persona –el cardenal Bueno y Monreal– el Colegio no desapareció del todo, aunque tuvo que ser trasladado a unos locales pertenecientes a la

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Parroquia de La Oliva y perdió ya su condición de internado y, con ella, su dimensión de edu‐ cación de adolescentes y jóvenes en dificultad.

Mientras tanto, en los locales tradicionales del Colegio San Hermene‐

gildo la vida tomó un nuevo rumbo con la llegada de numerosos religiosos provenientes de las distintas realidades nacionales por donde estaba extendida para entonces la Congrega‐ ción amigoniana. Al principio llegaron en gran número y entre los años 1965 a 1968 se man‐ tuvo en ese sentido floreciente, pero a partir de 1969 su vitalidad fue disminuyendo, hasta que, casi ya por inanición dejó de funcionar en 1974. Para el pueblo, no cabe duda que la pérdida del Colegio San Hermenegildo en su integridad original fue muy sentida. Es verdad que llegaron muchos frailes jóvenes –yo mismo tuve la dicha de estudiar aquí los dos años de filosofía y conservo muy grato recuerdo de mi estancia tanto intra muros como extra mu‐ ros–, que solemnizaron muchas de las procesiones de entonces, animaron numerosas cele‐ braciones religiosas y potenciaron con interés el deporte de los jóvenes de la población, pero nada cubría del todo la pérdida de la Colonia.

Se sale del túnel. Vuelta a empezar

Cuando en 1974 la casa se quedó ya vacía de frailes estudiantes, se

pensó en ubicar de nuevo aquí el Colegio, pero la cuestión no era fácil. Era como comenzar de cero. Durante los años que la estructura académica funcionó en La Oliva, muchas cosas habían cambiado en España y en el campo concreto de la educación y ya no era posible vol‐ ver a la realidad de antes. Se recomenzó, pues, con mucha sencillez, limitándose a establecer un Colegio de E.G.B. y, por supuesto, tan sólo externado.

La estructura física de la casa no sólo no se había embellecido durante

los años del Seminario Mayor, sino que quedó más bien en un estado que, si no fuera por lo duro del término, me atrevería a calificar de deplorable. No obstante, gracias al esfuerzo y dedicación de los religiosos que aquí estaban entonces y al de los que fueron llegando des‐ pués, poco a poco se fue saliendo del túnel y se fue haciendo la luz.

En la actualidad el Colegio ha vuelto a cobrar renombre académico y su

estructura física y su entorno agrícola y forestal se ha recuperado y mejorado. No voy a nom‐ brar quienes han sido los artífices principales de "este milagro nazareno", pues os son de

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sobra conocidos a quienes me escucháis y algunos de ellos se sonrojarían pues están aquí presentes entre nosotros.

Adiós, Colonia. Cita para el segundo centenario

Y poco más queda ya que decir. Permitidme que me despida de esta

querida "Colonia" que hoy nos ha acogido gozosa, pues con ello me despido también de to‐ dos vosotros y os agradezco vuestra atención. Y permitid que formule, como un sueño de esperanza, un último deseo: que nos podamos encontrar aquí en el segundo centenario. Aquí termina mi recorrido histórico por los cien primeros, que hemos realizado juntos en tres etapas: la época de oro, la época gris y la época de un futuro abierto a la esperanza. Juan Antonio Vives Aguilella Roma, 14 de noviembre de 2000

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