Revista Seminario 2012

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En muchos casos la fuerza de la experiencia del propio yo está de tal manera intrincada con la actividad de poseer que si se intentara despojar al yo de lo que posee, la persona llegaría a creerse como reducida a la nada. Esta actividad de sujetar que es propia del sujeto es de suyo una redundancia ontológica. Sujeto sujetado al ser que para poder ser sujeta a otros seres. Sobre esta piedra angular indiscernible, sujeción-sujetante se posiciona el comienzo de la existencia humana desde la perspectiva ontológica del yo. Todo lo demás que se pueda decir del yo supone este aferramiento detestable y aborrecible de nuestro apego fundamental y fundante al ser. Si existiera un conjuro, una fórmula mágica que nos abriera los recintos clausurados del yo veríamos también que, el yo está hecho de tiempo, tiempo apropiado como memoria, tiempo impregnado o retenido como vivencias de distinta índole sobre las cuales se vuelve una y otra vez en las reelaboraciones de los recuerdos. El yo está hecho de memoria perdida, de instantes no significados por falta de atención y que llenan -como “la materia oscura las galaxias”- los intersticios y las discontinuidades de nuestro transcurrir en lo cotidiano de la vida. El Yo está hecho de esfuerzo de unificación e identidad en la que el mismo yo intenta reconocerse así mismo más allá de la dispersión de hechos y palabras que van y vienen y en los cuales no siempre es fácil reconocerse. Hechos y palabras cumplidos en primera persona, pero sin un componente implicativo especial; hechos y palabras padecidas por azar o por mala voluntad de otros; hechos y palabras para olvidar o disimular; rumor del yo que a pesar de su condición etérea va apuntalando sobre un suelo indiscernible eso que llamamos Yo, profundidades viscosas sobre las cuales sobresale como las puntas de los iceberg aquello que mostramos en el mundo compartido con otros Yo; crestas descubiertas a medias como las cimas de las montañas, aquello que los demás advierten en la relación. El Yo está hecho también de valoraciones del mundo, de objetivaciones y subjetivaciones, de proximidades y distancias, de afinidades y desencuentros de todo tipo, de temores y sueños, de posesiones y de propósitos de posesión. El Yo no termina de ser de una vez por todas, él es como un núcleo de fundición, estrujamiento y apretujamiento, explosiones y contenciones, recreación permanente, gravedad que sujeta y que no sujeta, posicionamiento en el ser, aferramiento que es temor a no ser, enclavamiento que no es garantía de firmeza. El yo es tener que ser yo mismo, sin escapatoria, vigilante que se vigila y se cansa de velar el tener que ser, fatiga de ser, vergüenza de ser, sin razón de ser, ser en espera de ser redimido y justificado por ser. El yo en sus profundidades es sujeción impenitente, esfuerzo de ser que quiere ser y que paga y hace pagar un alto precio en su propósito. Asomarse al yo es pararse al borde de un abismo, describirlo es en cierto modo como reponer en coherencia los fragmentos dispersos vistos desde el interior de un tornado. Sin embargo, y ese es el poder del yo o su enigma, todo lo disperso y fragmentado se agrupa en torno a un centro de gravedad que se iza verticalmente hacia adelante en el tiempo. El nombre de una persona es una etiqueta para no tener que decir siempre “yo”. El psicoanálisis tiene la fascinación de haber ayudado al sujeto a asomarse a su yo. Lo que descubre esta escuela psicológica es que las profundidades del sujeto son abisales. Como afirma el génesis, “en el principio todo era el caos y las tinieblas cubrían el abismo” (cf. Gn 1,1). Esta afirmación no es solamente un dato cosmológico o metafísico. Puede aludir también a los abismos desde donde surge el Yo; abismos que si no son esclarecidos son el último referente explicativo de todas las dolencias y deformaciones humanas. Seminario Conciliar de Tunja

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