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Desde la época colonial hasta nuestros días
Durante el siglo XVI varias corrientes de exploradores recorrieron América “descubriendo” y conquistando nuevos territorios con el fin de incorporarlos a las potencias europeas. Numerosos relatos sobre las hambrunas sufridas por los conquistadores dan cuenta de que el cuero crudo, usado para la confección de vestimenta, calzado o equipaje, sirvió también para mitigar la carencia de alimentos. Muchas veces esos conquistadores llegaban al “nuevo” continente con la idea de enriquecerse rápidamente y volver a Europa. Esto dio lugar a dinámicas muy diferentes en la construcción y el crecimiento de los asentamientos europeos, donde, en numerosos casos, prevalecían las medidas precarias o transitorias.
En este marco, el cuero crudo resultó un material muy útil a la hora de improvisar soluciones a los problemas surgidos ante la falta o rotura de elementos de uso cotidiano. Muchas veces esas soluciones estaban acompañadas –cuando no eran llevadas a cabo en su totalidad– por los nativos que, en mayor o menor medida, tenían experiencia en el manejo del material. La proliferación del ganado salvaje bovino y equino dio lugar a una gran abundancia y disponibilidad de cueros. Este fenómeno perduró hasta fines del siglo XVIII, momento en que comienza a declinar, hasta interrumpirse por completo a mediados del siglo XIX. En 1760, Antoine-Joseph Pernety, integrante de la expedición a las Islas Malvinas de Louis Antoine de Bougainville, deja la siguiente relación de lo visto en la ciudad de Buenos Aires:
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La carne no les cuesta más que el trabajo de matar un toro, sacarle el cuero y cortarlo en trozos para después preparar la carne. El cuero de toros y vacas sirve para hacer bolsos de todo tipo y para cubrir parte de sus casas. Estos cueros son tan comunes que, en las calles poco transitadas, en las plazas y en los muros de los jardines se encuentran pedazos dispersos.
El cuero crudo también fue usado para suplir la falta de hierro y otros materiales para la construcción. En la edificación de las viviendas siempre estaba presente, ya sea como tiras para amarrar las maderas de las estructuras o para improvisar puertas y ventanas o separadores. Paucke, quien llega a la Misión de San Javier en 1752, así describe la situación de las construcciones de la reducción:
Mi vivienda y la del Padre Burges como la iglesia no tenían paredes sino que estaban rodeadas por cueros frescos de buey pero el techo de la iglesia era de paja y el techo de mi vivienda era también de cuero crudo.
En el relato acerca de cómo construyó un nuevo altar para la iglesia, da cuenta de las posibilidades de uso de este material:
Me tomé el trabajo de levantar un nuevo altar. Ya que la iglesia estaba erigida por puros cueros hice también un altar de cueros del modo siguiente: tomé algunos cueros vacunos frescos, los estiré fuertemente sobre un marco hecho al propósito por palos gruesos para que secaran al sol. Después raspé con una pala afilada los pelos de un lado y la sangre y las venas del otro lado; el cuero se tornó entonces bien blanco por ambos lados tras lo cual yo separé el cuero cortándolo en derredor del marco e hice sobre el cuero el dibujo que corté con mi formón y debajo del cual coloqué papel de diverso color pero el cuero perforado lo tapé
con fuerte agua de cola que para esto había cocido de pedazos cortados de un cuero. Yo había traído conmigo a la vez desde Córdoba una buena cantidad de vidrio luciente que ellos llaman Talco; una vez quemado éste lo hice pisonear y moler, polvoreé [con él] las figuras bañadas en agua de cola y erigí así el altar que tenía alrededor de tres varas de altura.
En el Lazarillo de ciegos caminantes (1773), encontramos ejemplos de otros usos del cuero crudo durante la época colonial:
Todas las chozas se techan y guarnecen de cueros, y lo mismo los grandes corrales para encerrar el ganado. La porción de petacas en que se extraen las mercaderías y se conducen los equipajes son de cuero labrado y bruto. [...] También hay muchos sembrados de trigo y maíz, por lo que de día se pastorean los ganados y de noche se encierran en corrales, que se hacen de estacas altas que clavan a la distancia del ancho del cuero de un toro, con que guarnecen la estacada, siendo estos corrales comunes en toda la jurisdicción de Buenos Aires, por la escasez de madera y ninguna piedra. [...] Los cubos con que se saca el agua son de cuero crudo, que causa fastidio verlos, pero el agua es más fría y cristalina que la del río.
El cuero crudo también formaba parte de la fabricación de asientos, camas y diferentes implementos para las industrias agrícolas y vitivinícolas. Félix de Azara (1742?-1821), en Apuntamientos para la Historia Natural de los quadrúpedos del Paragüay y Rio de la Plata (1802), da cuenta de que a principios del siglo XIX, en la vida cotidiana de la llanura pampeana, el cuero seguía ocupando un importante papel:
El ganado suple aquí casi todas las necesidades. [...] Del cuero fabrican todas las cuerdas y sogas, la mayor parte de los utensilios, como canastas y arcas, llamándolas tipas y petacas; y haciendo con un cuero una candileja de cuatro picos, á que llaman pelota, pasan en ella los ríos aunque sean de media milla o más de travesía. Sobre el cuero duermen, con él hacen puertas y ventanas, y muchas veces las casas.
Durante el siglo XVII las distintas regiones del Virreinato, una vez estabilizadas y cubiertas sus necesidades, comenzaron a especializarse a fin de satisfacer las demandas del mercado andino y otras regiones menores. Paraguay y el norte de la Mesopotamia se afianzan como zona productora de yerba mate. Luego de su elaboración, esta era colocada en sacos de cuero crudo y distribuida por todo el territorio virreinal. En el Diario del Capitán de Fragata de la Real Armada, en el que su autor, Francisco de Aguirre (1772-1811), retrata el paisaje político, social e ideológico del Río de la Plata y del Paraguay en el siglo XVIII, encontramos una completa descripción de la elaboración de los tercios:
De un cuero de res de cuenta bien estaqueado, salen dos tercios o una carga; por el espinazo se le da una vara y una pulgada y por un costado la vara justa. Los otros dos lados deben ser paralelos e iguales. Se pone en remojo y estando húmedo se hace el tercio. Primero, se cojen estos dos lados con guascas y después, por una oreja, pasan otros, y con ellas le atan a dos palos y quedan en el aire con la boca arriba. Dos palitos la abren y van echando yerba; la atan hasta medio tercio para no romper el cuero y sobarlo. Entonces aflojan los cabrestos hasta que sienta el tercio en el suelo por parejo y el resto lo siguen atacando por la punta. Después por las orejas le pasan las manijas con que se acaba. Hecho el tercio de dicha medida, sale de siete arrobas y libras bruta de carga de trece arrobas.
Para el transporte personal de yerba se utilizaron distintos tipos de bolsas o recipientes de cuero. En el Catálogo de los objetos enviados de la República Argentina a la Exposición Universal de Filadelfia de 1875, encontramos que Fray Juan Alegre, de la provincia de Corrientes, envía “un saco de cuero sobado conteniendo yerba mate, arreglado al uso de los viajeros de la campaña”; y Matilde Vera, “dos palomitas (?) rellenas de yerba mate, hechas de cuero nonato por la expositora”.
Peon Conduciendo un Tercio de Ierba mate (detalle) Anónimo - Fines del siglo XVIII - Un viajero virreinal

La carretería generó un conjunto de actividades complementarias de gran relevancia para el interior. Las carretas, que podían llevar cargas de hasta dos toneladas, eran construidas solamente con maderas y cuero crudo. Este último se usaba para unir las maderas que conforman la estructura, en las ruedas para aumentar su resistencia y amortiguar los desperfectos del camino, y para la conformación de la cubierta y otros espacios para guardar objetos. La gobernación de Tucumán, beneficiada por la abundancia de madera local y la disponibilidad de ganado, fue uno de los principales centros de fabricación de carretas. Si bien la producción de cuero curtido en las colonias españolas estaba restringida, la insuficiente oferta de los canales legales de abastecimiento determinaron que en varios puntos del virreinato se instalaran curtiembres con el fin de satisfacer la demanda interna. Existen registros
de esa actividad desde fines del siglo XVI, siendo las zonas de Ayacucho, en el Alto Perú, y Tucumán y Salta, en nuestro territorio, dos de los centros más importantes de producción. La gobernación de Tucumán se especializó además en la elaboración artesanal de arreos para las carretas, mulas y caballos; gran parte de ellos, elaborados con cuero crudo. Los trabajadores eran generalmente nativos, mestizos o negros, y contaban con una importante experiencia en los trabajos artesanales. A partir del segundo viaje de Colón llegan a América artesanos de diferentes disciplinas acompañando a los conquistadores. Entre los oficios relacionados con el trabajo en cuero, encontramos los de sillero (encargado de la fabricación de monturas), zapatero y guarnicionero. En 1553, en el Virreinato del Perú, por pedido del sillero Bartolomé de Labanda, se expide una Real Cédula a la Audiencia de Lima para que se nombre a “dos personas hábiles y suficientes” que oficien de examinadores e impidan los fraudes en el oficio, ya que el solicitante había denunciado que “hay muchas personas que usan del oficio de sillero y guarnicionero y que no son hábiles para el oficio,

los aprendices que llegan de España ponen tiendas públicas sin ser antes examinados vendiendo las cosas mal hechas y de poca duración”. Un año más tarde, la Casa de Contratación otorga licencia al sillero Sebastián de Acosta para pasar al Perú con la obligación de ejercer su oficio, y en 1555, se le otorga
Carros de transporte de mercancías y pasajeros a través de las Pampas - Peter Schmidtmeyer - 1824
permiso a Agustín de Carrión, guarnicionero. Para dar un panorama de los materiales usados en la confección de monturas y aperos entre los siglos XVII y XVIII, describiremos algunos de los ítems mencionados en diversos inventarios de ese período, provenientes de la ciudad de Santa Fe. El listado de los bienes dejados por la muerte de Francisco Gómez Ranaval, en 1699, incluye, entre otras cosas, “una silla brida con su cavezilla de plata, caparazón de baqueta de moscobia con cojinillo de terciopelo verde, con bossalexo y pretal, [...] todo de baqueta de moscovia dicha y bordado con seda verde y amarilla”. En el inventario de Francisco Xavier Echagüe y Andía, de 1743, se mencionan “Tres frenos; los dos de ellos con
cabezadas de vaqueta y hebillaje de plata”. La primera mención de un trabajo de “tiento” –presumiblemente un trenzado–, la encontramos dentro de los bienes inventariados de Juan Francisco de Barragán: “[Un] recado de montar a caballo que se compone de lomillos, carona de suela y jerga, estribos con cantoneras de plata, mandil azul, cincha con argollas, y pellón azul, un freno con copas y cabezadas de tiento”. Es probable que, muchas veces, las piezas de cuero no hayan sido mencionadas en los testamentos en virtud de su escaso valor. Como referencia, sabemos que por aquellos años una mula costaba tres pesos de ocho reales, y un lazo trenzado, solo tres reales.

A fines del siglo XVII, las provincias de Córdoba, Santa Fe y la campaña de Buenos Aires, zonas donde abundaban las pasturas naturales pero escaseaba la mano de obra, comenzaron una progresiva orientación ganadera a fin de satisfacer las demandas del mercado interno y del Alto Perú. A su vez, la ciudad de Buenos Aires, puerto semi legal que vinculaba la zona minera con el Atlántico, remitía a Europa algunas partidas de cueros obtenidos en las vaquerías. Esta actividad, centrada en la caza de ganado cimarrón a campo abierto para la obtención de cueros y sebo, se practicó entre los siglos XVI y XVIII en las regiones lindantes con la llanura pampeana, desde Mendoza a Córdoba y Buenos Aires, y fue llevada a cabo por diestros jinetes –criollos, mestizos e indios– que montaban utilizando un método de equitación propio. Las principales rutas del centro y sur del Virreinato de Perú que se extendían entre Potosí, el puerto de Buenos Aires, Asunción y Chile, eran transitadas por caravanas de carretas acompañadas por tropas de mulas y caballos que transportaban todo tipo de mercaderías. Los arrieros, carreros y troperos debían ir preparados para largos y penosos viajes atravesando la soledad de territorios apenas poblados.
Estas circunstancias dieron lugar a nuevas formas de equitación, adaptadas a los largos caminos y a las faenas rurales, cuyos aperos de montar y aditamentos incluían una gran cantidad de elementos fabricados en cuero crudo. Las monturas no poseían borrenes ni arzones altos y rígidos, como las de la gineta, brida o estradiota; antes bien, eran una variante de la albarda usada en mulas y animales de carga a la que se denominaba lomillo. Este tipo de recado, cuyo uso se registra desde fines del siglo XVII, se extendió por la parte sur del Virreinato del Perú. Las piezas que componían el lomillo debían estar preparadas para resistir la rudeza de los trabajos, ya que de su resistencia dependía, muchas veces, la vida del trabajador.
Junto con la difusión del lomillo, aparecen los comercios dedicados a su elaboración y venta y se hacen más visibles los artesanos que las elaboran. En 1776, estando ya sentadas las bases para la creación del Virreinato del Río de la Plata, el gobernador Juan José de Vértiz y Salcedo mandó realizar un padrón de los oficios de las artes mecánicas con el fin de cobrar derecho de alcabala en las ventas y cambios privados. En él aparecen registrados veinticinco plateros, siete lomilleros, cuatro talabarteros y un estribero, junto con la información correspondiente a la casa y la calle en que estaban radicados los “quartos” donde trabajaban. Entre las cartas de los hermanos Parish Robertson, publicadas bajo el título La Argentina en los primeros años de la revolución (1802), hay una interesante descripción del lomillo usado por aquel entonces:
El apero del caballo era tan adaptado al país como mi traje. La silla de caza estaba substituida por el lomillo, especie de albarda, puesto encima de una gran carona de suela que cubre todo el lomo y las ancas, y hecha con el objeto de impedir que el sudor llegue a la matra o parte superior del recado. Sobre el lomillo se colocó una jerga en varios dobleces para blandura del asiento y, encima de todo, para procurar fresco, un sobrepuesto, pieza de cuero fuerte pero finamente trabajado. El lomillo estaba asegurado al caballo con fortísima cincha de argollas, estirada por correones y que aguanta cualquier fuerza cuando se requiere ajustar los múltiples accesorios. La matra iba asegurada con una sobrecincha de vistoso tejido. Más adelante, John Parish Robertson agrega: “Mi sirviente, gaucho completo y antiguo correo, estaba equipado menos primorosamente pero de la misma manera que yo, con la sola diferencia del sombrero”, demostrando que, independientemente del poder adquisitivo, los aperos eran muy similares. A la descripción anterior le suma el dato, no menos interesante, de que “el freno usado es el común español, con riendas y cabezadas trenzadas por los indios pampas en un estilo combinado de ligereza y fuerza que sorprendería a algunos de nuestros mejores fabricantes de látigos”; dando cuenta de una interesante combinación en el origen de estas prendas.

Desde los primeros contactos entre europeos y nativos existen registros de trueques e intercambios de productos. El comercio con el amplio grupo de tribus reunidas bajo el nombre de “tehuelches” fue uno de los más activos, y los productos elaborados de cuero fueron el parte del intercambio. Hábiles artesanos, sus trabajos eran comprados por los españoles para uso o reventa. Paucke, en Hacia allá y para acá..., da cuenta de ello: En esto [la elaboración de productos en cuero] los indios son muy peritos maestros, hacen una labor tan excelente que el español más noble se empeña en obtener una rienda india para caballo y de buen grado hace por ella un dispendio de un par de pesos duros. [...] También usan la parte lisa de los cañones de las plumas [del avestruz], la que mondan y tiñen diversamente, luego la entretejen muy hábilmente entre las bridas de los caballos, las que usan los españoles más principales cuando hacen cabalgatas públicas.
Era frecuente que pequeñas partidas de tehuelches atravesaran la zona fronteriza llevando cueros, pieles y excedentes de su producción artesanal para intercambiar en las poblaciones o pulperías. Así lo cuenta Miguel Lastarria, secretario en Buenos Aires del Virrey Gabriel Avilés de Fierro, en un escrito de 1804: Se nos hicieron amigos [los indios de la frontera sur] practicando también su comercio activo de caballos, plumas, peletería, cabestros, riendas, y chicotes trenzados de muchos ramales de cañones delgados de plumas, de nervios, y de cuero, y algunos tejidos bastos de lana. Arriban hasta la misma Capital de Buenos Ayres; se alojan en una casa del primer barrio de la ciudad; donde expenden aquellos efectos, prefiriendo al cambio la venta por moneda; compran en nuestras tiendas y almacenes y se van. El texto que acompaña la obra de Essex Vidal (1791-1861) titulada Mercado indio, reproducida en Ilustraciones pintorescas de Buenos Aires y Montevideo (1820), amplía la información brindada por Lastarria:
Los dos indios del grabado adjunto se hallan en la puerta de una tienda en el “mercado indio”, como se le llama, y que se halla al extremo sudoeste de la calle de las Torres (Rivadavia), que es la calle central de Buenos Aires, en la cual existe una plaza rodeada de negocios, donde se le compran al por mayor sus productos y se venden después al por menor a los habitantes de la ciudad. [...] Toda clase de trabajos de cuero, canastos, cestos, látigos, lazos, bolas, riendas y cinchas. Exceptuando los dos primeros artículos, estos son hechos con considerable ingeniosidad y prolijidad, especialmente los látigos y riendas, que son de tiras de cuero trabajadas con plumas de avestruz, teñidas de varios brillantes colores.
Entre los productos en venta en las pulperías de principios del siglo XIX encontramos varias referencias a piezas de manufactura indígena, muchas de ellas adornadas con canuto de pluma de ñandú. En el testamento del pulpero porteño Antonio Cuello, de 1806, encontramos “unas riendas emplumadas”. Entre los ítems de la pulpería de Juan Conde, de la ciudad de Buenos Aires, testados en 1811, se mencionan: “Seis lazos pampas, 46 torzales pampa, 20 pares de botas pampa, 3 docenas de riendas pampa y 3 pares de estribos emplumados”.
Debemos considerar que, entre los pobladores de la campaña, no era extraño encontrar a quienes elaboraran sus propios aperos o, mucho más frecuente aún, a quienes los repararan. Thomas Woodbine Hinchliff (1825-1882) apunta en su libro Viaje al Plata (1863): Sin embargo, cualquiera sea la opinión que se tenga sobre las ventajas de las sillas de montar, pienso que, sin duda, las riendas criollas y las cabezadas de cuero trenzado, son infinitamente mejor que nuestras riendas de suela. La fuerza del cuero crudo que usan es enorme y el trenzar los tientos finos es un arte en el que los gauchos sobresalen particularmente y en el que muestran verdadero buen gusto.
Si bien este testimonio no aclara completamente la relación entre la elaboración de las piezas de cuero crudo y los gauchos, resulta evidente que los trabajos son identificados con sus poseedores. Luis A. Flores (1921-2009), en el transcurso de sus trabajos de investigación sobre la artesanía en cuero en nuestro país, iniciados en 1940, conoció a sogueros nacidos en el siglo XIX que, al mismo tiempo, se desempeñaron como trabajadores rurales. Tal es el caso de Zenón Flores, guasquero entrerriano nacido en 1884, quien se desempeñó como tropero y puestero hasta que, siendo mayor para las faenas del campo, comenzó a dedicarse por completo al trabajo en cuero. Al igual que Baldomero Magdaleno, otro guasquero nacido en 1885, quien fuera carrero en su juventud, destacado por elaborar sus propios aperos. Otro reconocido soguero fue Manuel Gutiérrez, cuya vida y obra el mismo Flores investigara en 1969. Los datos más interesantes los obtuvo de su hijo Manuel Gutiérrez (h), nacido en 1884. Gutiérrez, “un soguero sobresaliente”, según Flores, nació en 1856 en la ciudad de Chivilcoy. Trabajó en diversos campos de la zona como encargado, capataz, o por cuenta propia, hasta que, entre 1915 y 1916, se incorporó al personal de la estancia Salalé.

Dice Manuel (h):
Mi padre era un hombre de campo, que siempre ocupó puestos de responsabilidad en grandes y medianos establecimientos. Trabajó en sogas, sí, pero solo lo hizo por afición, no para ganarse la vida de ese modo: poseía fino gusto y gran imaginación para crear. ¿Qué cómo había aprendido? En aquella época todo hombre de campo sabía, por lo menos, hacer las guascas más usuales, y si tenía vocación y habilidad, además, no era difícil sobresalir. Mi padre aprendió muchas labores deshaciendo prendas antiguas; era diestro tanto en trabajos finos como en la ejecución de lazos y trenzas gruesas y fuertes.
A mediados del siglo XIX el uso del lomillo comienza a declinar dando lugar a una notable diversificación en las sillas y arreos de montar, acompañada de la aparición de regionalismos de estéticas diferentes. A partir de allí se consolidan las principales monturas de la equitación argentina del siglo XX, enumeradas por Justo P. Sáenz (h) (1892-1970) en Equitación gaucha (1940): “Basto o ‘recado porteño’; sirigote o ‘recado entrerriano’; malabrigo o ‘montura chaqueña’; recado cordobés; apero salteño; recado mendocino; y montura malvinera o cangalla chilena”.
En la mayoría de estos aperos se utilizan piezas elaboradas con cuero crudo. El basto, una variante del lomillo que no presenta arzones, cuyo uso se extendió en gran parte de la llanura pampeana, fue usado tanto para el trabajo como para paseo o exhibición. A partir de modificaciones posteriores, desaparecen las acioneras para los estribos, y estos se colocan en la encimera, que se ensancha en relación con la usada para el lomillo. En el resto del país, en concordancia con las distintas geografías, se afianza el uso de sillas rígidas con arzones de diferente altura. A pesar de las variaciones, los componentes básicos del recado, en su conjunto, siguen siendo similares a los del lomillo. El cuero crudo continúa estando presente, en mayor o menor medida, en la elaboración de las distintas variantes. Las encimeras, de diferentes anchos, utilizadas en la gran mayoría de los recados, son de cuero crudo, al igual que los correones, el pegual y algunas cinchas. Ciertos tipos de sillas, como el recado cordobés o el salteño, la montura mendocina, patagónica y sanjuanina, son retobadas, parcial o totalmente, en cuero crudo.
A partir del ocaso del uso del lomillo, las lomillerías comienzan a convivir y a mezclarse con las talabarterías hasta prácticamente desaparecer a fines del siglo XIX. Las talabarterías se ocupaban de la confección y venta de sillas de montar y sus arreos, además de los arneses y guarniciones para animales de pecho. Lentamente absorben a los artesanos de distintos gremios dentro de sus talleres. Testimonio de esto son las interesantes palabras vertidas en Diccionario de Buenos Aires, ó sea guía de forasteros (1864):
Los trenzadores desempeñan un género de industria esencialmente americana, que consiste en trenzar y tejer tirillas de cuero de vaca ó de potro, con aplicación especialmente á las riendas, bozales, maneas y otras piezas de las que constituyen la montura del país. No insertamos a continuación la nómina de estos industriales, porque sus tejidos se venden en las talabarterías, y no tienen tiendas ni talleres públicos.
El crecimiento de las talabarterías puede observarse en las cifras que reflejan los distintos registros. Recordemos, por ejemplo, los siete lomilleros y cuatro talabarteros citados en el padrón de los oficios de las artes mecánicas de 1776. En el Almanaque de comercio
de la ciudad de Buenos Aires (1830) se mencionan once silleros y talabarteros y cuatro lomillerías. En el Diccionario de Buenos Aires… (1864) las talabarterías llegan a cuarenta y nueve. Es importante destacar que en los primeros registros se anotan los artesanos, y en los siguientes, comienzan a registrarse los locales de venta que agrupan a más de uno. Los datos vertidos por el primer censo nacional, que incluye las profesiones de los censados, nos dan una idea más completa de la cantidad de personas dedicadas al trabajo en cuero durante la segunda mitad del siglo XIX. Dentro de la categoría “Talabarteros, lomilleros, trenzadores, etc.” se encuentran censadas 3501 personas, distribuidas en las siguientes provincias:
Provincia Total Capital Interior Buenos Aires 664 473 191 Tucumán 438 214 224 Santiago del Estero 364 20 344 Córdoba 344 94 250 Catamarca 344 14 330 Salta 308 94 214 San Luis 300 135 165 Mendoza 196 31 165 San Juan 129 22 107 Entre Ríos 126 70 56 La Rioja 92 5 87 Jujuy 84 36 48 Corrientes 57 9 48 Santa Fe 55 4 51
Estas cifras brindan un panorama de la distribución de los artesanos relacionados con el trabajo en cuero en todo el país. En la provincia de Buenos Aires se registran 664 censados, de los cuales más de dos tercios se encuentran en la ciudad de Buenos Aires. En la provincia de Tucumán, la segunda en cantidad de artesanos, advertimos una distribución muy equitativa entre el interior y la capital. Similar es la situación en San Luis y Entre Ríos. En el resto, en cambio, la mayoría de los artesanos están radicados en el interior. Para tener una idea de la relevancia de la artesanía en cuero durante la segunda mitad del siglo XIX, y también, conocer las piezas más destacadas y las especializaciones de cada provincia, transcribimos algunas de las descripciones de los objetos enviados por Argentina a la Exposición Internacional de Filadelfia de 1875, incluidas en el catálogo. De la provincia de Buenos Aires, Victorino Balvidares envía “un rebenque trenzado con cerda”; Honorio Valdéz, “un lazo trenzado” y “un par de boleadoras de avestruz”. Eugenio Mattaldi, propietario de Casa Mattaldi, envía “riendas y cabezada con bozalejo y cabresto de cuero, lonja punteada con tientos de cuero de potrillo” y un “rebenque, cosido y trenzado del mismo modo, al uso del país”. De la provincia de Tucumán, la Comisión Provincial envía “dos pares de riendas de anta”, “dos pares de riendas trenzadas cosidas”, “dos pares de riendas blancas”, “dos rebenques”, “un lazo trenzado de cuatro tientos”, “un lazo trenzado de seis tientos”, “una cincha ramal” y “cuatro cabezadas”. De la provincia de Córdoba, la Comisión Provincial envía “un par riendas y cabezadas trenzadas”, “un bozal trenzado”, “cuatro pares de riendas y cabezadas”, “un fiador trenzado”, “tres rebenques trenzados”, “dos rebenques de lonja”, “dos maneas de cuero blanco”, “un látigo trenzado” y “una cincha trenzada”.
Entre las talabarterías de la ciudad de Buenos Aires que proveían sus productos a un variado abanico de consumidores, se encontraban grandes tiendas como La Nacional, de Casimiro Gómez, López Berdeal, Casa Arias, Casa Mattaldi y Pasqués Hnos. Algunas ofrecían su mercadería en el interior del país, ya sea adaptándose a los regionalismos o imponiendo las modas de la capital a través de catálogos ilustrados o anuncios publicados en las revistas del país. Las más grandes contaban con talleres propios y también eran provistas por talleres menores o artesanos independientes. Dentro de los talleres era común la división y especialización de las tareas –trenzadores, tejedores, cosedores, etc.– y la organización del trabajo
bajo la estructura de maestros, oficiales y aprendices. En el estudio sobre los resultados del censo a las industrias, publicado en el Censo Municipal de Buenos Aires (1887), se hace referencia a las transformaciones sufridas por la industria del cuero en aquellos años:
La fabricación de artefactos de cuero es una vieja industria en el país; pero las especies de esos artefactos, los procedimientos para fabricarlos, las calidades, el costo de producción, la calidad y clase de las materias primas, el precio, en una palabra, todo lo que les atañe, ha sido transformado por completo. Antes se llamaban lomillerías, y los artículos que de esos talleres salían, correspondían a necesidades y usos peculiares al país; hoy se llaman talabarterías, y los artículos que en ellas se fabrican, son en un todo iguales a sus similares europeos. Esta industria es importantísima, y entre las noventa y siete casas que consignan los boletines de este censo hay fábricas perfectamente organizadas, y con una completa maquinaria moderna y un numeroso y bien remunerado personal. Casi toda la materia prima que se consume en esta industria es nacional, siendo esta también una de las industrias en las cuales la mayoría de los operarios son argentinos.
En la misma publicación se informa que en la ciudad fueron censados 1.122 talabarteros, de los cuales más de la mitad figuran como extranjeros, cuyo salario mensual estimado era de 60 pesos. Algunos datos sobre La Nacional, empresa del español Casimiro Gómez (1854-1940) y una de las más sobresalientes en su rubro, nos permiten conocer las dimensiones de las industrias donde gran parte de estos talabarteros trabajaban. La historia de Casimiro Gómez en Argentina comienza hacia fines de la década de 1860, cuando llega a Buenos Aires y se emplea en la talabartería del catalán Agustín Palmés, con cuya hija se casa, convirtiéndose en 1875 en propietario de la misma. En 1878 crea La Nacional, una “industria progresista”, según una nota que le dedican en Caras y Caretas, y establece una importante curtiembre para abastecer a sus talleres. La curtiembre llegó a ocupar dieciocho mil metros cubiertos y proveía de materiales a innumerables talleres del país y el exterior. Los talleres donde se elaboraban parte de los productos a la venta, ubicados en pleno centro porteño, llegaron a contar con más de doscientos operarios calificados (maestros o aprendices). Además de las ventas en la casa central y por catálogo, surtía de productos al ejército nacional y a la policía argentina. Su importancia como empresario fue tal que llegó a ser presidente de la Unión Industrial Argentina, entre 1901 y 1903.

Los catálogos y publicidades de las talabarterías de principios del siglo XX muestran una gran diversidad de productos de cuero crudo y curtido, además de un amplio abanico de precios. La publicidad de la Talabartería y Lomillería de Liborio Pérez, “única casa especial en artículos de cuero crudo, especialidad en trenzados fino”, aparecida en Caras y Caretas en 1901, resulta un buen ejemplo de ello: “La gran fábrica de artículos de viaje y con el objeto de dar la mayor facilidad posible a mi numerosa clientela para los pedidos que tan a menudo recibo de la campaña publica un listado de productos con un rango de precios comprometiéndose a remitir lo que mi favorecedor me pida como asimismo a cambiarlo si no fueran del agrado del interesado”. A continuación mencionaremos algunos de sus precios, teniendo como referencia que el precio de tapa de la revista Caras y Caretas en ese momento era de 20 centavos. Los juegos completos de cuero crudo –presumiblemente compuestos por bozal, cabresto, cabezada y riendas– presentan un rango de precios que va de 5 a 80 pesos, y los trenzados, de 7 a 120 pesos. Las riendas sueltas cuestan desde 80 centavos a 18 pesos. Uno de los rangos más amplios y, por consiguiente, de mayor diferencia entre el trabajo más sencillo y el más complejo, es el del conjunto de cincha y encimera, que parte de 3,5 pesos y llega hasta 120 pesos. Un dato interesante es el que brinda la aclaración al pie de página, donde se indica que los mismos productos elaborados con cuero curtido tienen un 20 % de descuento en relación a los de cuero crudo. Estimamos que esa diferencia de precio está relacionada tanto con el costo del material como con el esfuerzo que demanda el trabajo en cuero crudo.
En 1921 se publica El trenzador sudamericano - Método práctico para la enseñanza del arte del trenzado en general, del uruguayo Augusto Diego León Berruti (1868-1937), primer libro donde se detallan los pasos para la elaboración de diversas piezas en cuero y varias
Portada de El trenzador sudamericano - 1921

técnicas para la confección de retejidos, botones, costuras y trenzas. En el capítulo Cómo obtuve mi poca práctica, Berruti revela datos interesantes sobre el interior del gran negocio de las talabarterías de fines del siglo XIX. La historia de su aprendizaje comienza a los trece años, en 1883, en Montevideo, donde comienza a trabajar para el argentino Juan Iribarne, quien “aunque buena persona en su vida”, dice, “tenía mucho de egoísmo personal, lo que él sabía no lo enseñaba a nadie”. Con él trabaja tres años, los primeros seis meses “por la sola comida y algo escasa; seis meses más por dos pesos mensuales y la comida, luego un año más por tres pesos y medio al mes con comida”. El último año le pide poder comer en su casa y logra ganar ocho pesos al mes. A pesar de la actitud de su patrón, Berruti cuenta que “miraba el trabajo que él hacía y cuando había conseguido aprender lo que él
estaba haciendo se lo presentaba para que me dijera si estaba bien. [...] Cuando presentaba un trabajo para que me dijera si estaba bien y no le desagradaba, no lo hacía más él sino yo”. Con mucho esfuerzo, estudiando durante tres años, logró adquirir gran parte de sus conocimientos: “Fuera de la hora del trabajo estudiaba algún tejido o, si había oficial, le pedía explicaciones aunque le pagara las lecciones”. En 1886, tras los eventos revolucionarios, fue “suspendido por no haber trabajo” y, luego de algunas experiencias cortas, se trasladó a Buenos Aires. Allí comienza a trabajar en los talleres de Casimiro Gómez. El testimonio de Berruti permite tener una idea de la forma de trabajo en los grandes talleres: “Como no había comodidad en el taller, trabajaba arriba de una barrica llena de yuguillos al lado del escritorio”. Se pagaba a destajo, es decir, cobraba por los trabajos entregados y, seguramente, por su calidad de joven aprendiz, el pago no era mucho. Por ejemplo, en su última entrega para Casimiro Gómez, recibe 40 centavos por cada par de los seis estribos trenzados. Luego de algunos meses Berruti es suspendido nuevamente “por no haber trabajo” y decide continuar por cuenta propia en su taller vendiendo a talabarterías “del menudeo” y “algunas por mayor”. Para ello invierte su último pago en la compra de “una barriga de cuero, un par de aros de asta, dos docenas de argollas de composición [...] y un pergamino”. Durante ocho años trabaja haciendo riendas, cabezadas, bozales, maneas, rebenques y trenzas para látigo.
En el capítulo “La fuerza del trenzador”, Berruti realiza interesantes reflexiones y una dura crítica al gremio de los talabarteros. Los acusa de “envidiosos unos con los otros” y denuncia que, dentro del gremio, hay algunos “escasos por lo general de inteligencia, amantes de los vicios [...], amantes de la libertad individual”; razón por la cual “el trenzador a veces es despreciado y poco respetado”. Pero las acusaciones no solo están dirigidas a los operarios, también acusa seriamente a los patrones: “[En] años anteriores [...] se explotaba
Talleres de La Nacional - Almanaque Gallego - 1898

a humildes niños [...] pagándoles una miseria, mal comidos, dándoles algún lonjazo si no se apuraba o tratándolos con palabras groseras”. Y continúa: “En esta forma algunos de corazón duro y cegados por el capital oro, han conseguido levantar capitales abusando de los pobres niños de muchos hogares”. Esto también era frecuente en pequeños talleres que “explotan algunos niños [y] después tiraban su trabajo por competir a otro colega”, y en los operarios que tenían a su mando varios aprendices quienes, ante la exigencia del patrón, se veían forzados a convertirse en “pequeño[s] tirano[s] para sacar un buen día, maltratando a pobres niños o quizás golpearlos si no se apuraban”. Finalmente, cuenta que “hoy [1920], por esa misma causa, no se obtiene un aprendiz [...] antes prefieren vender diarios o lustrar botines porque en otro trabajo les pagan más”.
Un breve pero interesante panorama de la producción en serie de elementos ecuestres a fines del siglo XIX, es el que nos brinda la vida de Cirilo Sosa (1857- 1920), soguero especializado en rebenques, radicado en Capilla del Señor. Según la información recogida por Luis Flores, diseminada en varias de sus notas, Cirilo trabajaba “en rueda junto a sus diecinueve hijos, tanto varones como mujeres”. Esta forma de trabajo, muy utilizada en talleres de producción seriada, se
basa en la división de tareas y en la especialización de cada operario, y permitía producir una docena de rebenques por día. Las ventas se realizaban por la zona y, eventualmente, salían a ofrecer la mercadería en un charret. Según cuenta su hijo Cornelio Sosa, “los rebenques finos se vendían a $ 24 la docena, los medianos a $ 34 y los gruesos a $ 48. Se hacía además un modelo económico que valía $ 1 cada uno”. Los rebenques llevaban estampada, mediante un cuño de acero, la leyenda C. SOSA, nombre que se impuso como referente de calidad.
Además de este ejemplo, existen numerosos registros que dan cuenta de la especialización de artesanos en diversos rubros o tipos de trabajos, aunque es el de los trenzadores de lazos el rubro donde esto era más frecuente. La confección de lazos es una tarea particular que demanda destreza y oficio; muchos de los trenzadores se dedican exclusivamente a esta ella, dejando de lado otras facetas del trabajo en cuero, a tal punto que se tiende a decir que no son sogueros. Como contrapartida, un reducido número de sogueros es capaz de dominar la tarea de trenzado de lazos. Entre los sogueros de principios del siglo XX que se dedicaron a trenzar lazos, los trabajos de Pedro Velázquez (1892-1953) –cuyo verdadero apellido era Velasco– alcanzaron tal fama que su nombre trascendió las fronteras del partido de Pila (provincia de Buenos Aires) donde residió la mayor parte de su vida. Velasco llegó en 1919 a la estancia El Carancho, en Pila, con el trabajo de trenzar un lazo; una vez concluido el encargo, se quedó en ella hasta poco antes de su muerte. Sus trabajos, especialmente los lazos, “perfectamente equilibrados, ligeros y de buen tiro”, según Flores, fueron muy solicitados y atesorados por jinetes y trabajadores rurales. Un sobrino suyo, Ricardo González (1931-1987), excelente soguero, también se especializó en la confección de lazos trenzados, adoptando algunas de sus características distintivas, como por ejemplo, la forma de confección de la yapa.
Pedro Velasco - 1917

Hacia fines de la década de 1920 el panorama de las talabarterías había cambiado nuevamente. En 1929 Caras y Caretas publica una entrevista a Antonio Daneri, propietario de “una de las últimas talabarterías que otrora abundaron en los alrededores de la plaza Constitución”. Daneri llevaba por entonces más de treinta años “entre cabezadas, recados, silletas, cinchas, rebenques, tientos y trenzados”. En la nota, asegura que quedan pocos talabarteros en la ciudad de Buenos Aires, “tan pocos que me parece que ya se cuentan con los dedos de las manos”. Por entonces los vehículos motorizados desplazaban a los de tracción a sangre; la consiguiente disminución
en la demanda de aperos para monturas o carros genera un cambio profundo en las actividades de las talabarterías. Aquellas que resisten, es gracias “al trabajo que proporcionan los lecheros y panaderos, ya que todavía quedan algunos carritos de reparto desafiando la ofensiva, cada vez más intensa, de los camiones”.
En 1934 Mario López Osornio (1898-1950) publica Trenzas gauchas, un libro donde se vierten diversas técnicas e instrucciones para la confección de piezas realizadas en cuero, en el marco de un relato ficticio entre el nuevo “patroncito” de veinte años y un viejo peón de la estancia. La narración, ficcional aunque verosímil, descubre algunas cuestiones interesantes sobre la época. El viejo, que había entrado como “cebador de mates pa’l patrón” y llega a ser “capataz de la estancia”, se encontraba “relegado al término de trenzador”:
¡Trenzador! ¡Vaya un trabajo!, exclamó el viejo, francamente le diré que yo hago al revés de los paisanos, pues con sólo trabajar los domingos tengo de sobra para mantener mi obligación cumplida. En mi tiempo, y con la estancia que usted tiene, trabajando todos los días del año, no daría a basto para tener en orden el cuarto de las sogas.
La idea del joven propietario era “hacer conocer los trenzaditos” que eran “la envidia” de sus amigos. Estaba seguro que la publicación iba a ser de interés para la “gente de estudio” puesto que en ese momento corría “como una ola de gauchismo”; apreciación acertada, ya que desde principios del siglo XX el gaucho, su figura y sus costumbres eran objeto de numerosas publicaciones, estudios y discusiones enmarcadas en la construcción de una identidad nacional. Para finalizar su argumentación, destaca que no hay “ningún libro que trate todo eso”. La realidad es que, si bien El trenzador sudamericano se había publicado unos años antes, su difusión fue muy escasa y su venta se redujo a unos pocos ejemplares. La obra es continuada por El cuarto de las sogas (1935) y Al tranco (1938), reeditadas juntas en 1943 bajo el título de la primera. López Osornio no era, como Berruti, un trenzador, pero su interés por la temática y su afán por divulgarla lo llevaron a conformar la primera serie de obras nacionales que estudia sistemáticamente el trabajo en cuero y lo difunde fuera del ámbito de los talleres.
Fue el Trenzas gauchas, regalo de su madre cuando cumpliera 14 años en 1935, el libro que sirvió de base a Luis Alberto Flores para desarrollar su pasión por los trabajos en cuero. Nacido “accidentalmente” en Suiza, de padres argentinos, Luis fue uno de los investigadores y difusores más trascendentes de todo lo referente a la artesanía en cuero crudo y a los usos y costumbres rurales de nuestro país. Desde joven, primero en los campos familiares en la provincia de Corrientes, y luego, allí donde una referencia o un comentario lo llevara, se contactó con los criollos del lugar para intercambiar técnicas y conocimientos. En 1960, con el auspicio del Fondo Nacional de las Artes y el incentivo de su director Augusto Raúl Cortazar, publica El guasquero. Trenzados criollos, breve compendio de sus investigaciones en el que, partiendo de la base del libro de López Osornio, explica nuevas y variadas técnicas. El segundo libro editado por Flores es El lazo, la manea y otras prendas criollas (1983), basado en siete notas publicadas en la revista Anales de la Sociedad Rural Argentina en años anteriores. En él presenta numerosos datos y técnicas en torno al lazo, la manea y el maneador, la cincha y la encimera y el rebenque e implementos similares. Pero la mayor difusión de sus investigaciones se debe a las notas publicadas en diversas revistas desde la década de 1960. Las más trascendentes son las publicadas en El Caballo (1961-1979) y en El Chasque Surero (1995- 2009). En la sección “Sogas y lonjas” de El Caballo, destinada a divulgar técnicas y conocimientos
relacionados con la artesanía del cuero crudo, publicó un total de 121 notas. En esta, además de compartir con generosidad sus conocimientos técnicos, presentaba artesanos que conocía a lo largo del país. Para la misma revista, bajo el seudónimo de Luis F. Clusellas, escribe 88 notas en la sección “Rinconada tradicionalista”. Similar contenido al publicado en El Caballo es el de las notas escritas para la sección “El Rincón de las Sogas” de El Chasque Surero.

A principios de la década de 1960, Flores recibe una beca del Fondo Nacional de las Artes para investigar el estado de las artesanías en el interior del país. En 1964 publica un artículo sobre el cuero en Arte popular y artesanías tradicionales de la Argentina en el que resume las experiencias de esos años:
Una reciente y extensa gira de estudio por la provincia de Buenos Aires, y viajes al interior del país, me permiten asegurar que la artesanía del cuero, si bien no ha desaparecido, ha disminuido mucho en cuanto a la calidad del trabajo, no porque el que se hace ahora sea ordinario, sino porque es más sencillo, más rápido; en una palabra, más efectivo desde el punto de vista económico.
El hombre de campo se orienta hacia otras actividades mejor remuneradas; solo en las provincias ganaderas y en aquellas donde el nivel de vida rural se mantiene con cierto primitivismo, descuellan hábiles trenzadores. Así sucede en Salta, en Corrientes, en Santiago del Estero y en las provincias cordilleranas. En la de Buenos Aires, cuna otrora de verdaderos artífices, prevalecen las sogas cosidas, si bien prolijas, correctamente terminadas y adornadas con botones y bombas. Talleres establecidos en la ciudad capital y en sus alrededores surten a las talabarterías y soguerías del interior, imponen modas y, en general, producen artículos de batalla, aunque algunos, bien pocos, ejecutan artículos de máxima calidad, tanto por el material como por el trabajo.
A pesar de estas palabras, en la nota ¿Se están acabando los sogueros?, publicada en la sección “Sogas y lonjas” en 1965, afirma: Se me vuelve a formular la pregunta ¿se están acabando los sogueros? No, la nómina de artesanos “por conocer” (de los que poseo nombre y dirección) es extensa, los ya conocidos y que continúan en plena producción son también numerosos ¡y cuántos habrá diseminados por los distintos ámbitos del país! Y de éstos ¡cuántos tendrán condiciones sobresalientes pero permanecen en el anonimato por falta de interés de parte de sus compatriotas!
Ese afán por conocer sogueros, que lo acompañó durante toda su vida, sumado a un monumental esfuerzo por rescatarlos del olvido, lo llevó a armar un fichero en el que se registran más de 1.770 artesanos, con sus nombres y datos. Entre los sogueros que conoció y con los que trabó amistad se encuentran algunos de los más sobresalientes artesanos de la segunda mitad del siglo XX. Entre ellos podemos nombrar a Martín Gómez e Hilario Faudone, quienes, junto con Tomás Arrascaeta, Alfredo Guraya y Juan Baltasar Ortelli fueron seleccionados por Luis en 1968 para participar en la Exposición Representativa de las Artesanías Argentinas, presentada en el Régimen para Estímulo de las Artesanías y Ayuda a los Artesanos del Fondo Nacional de las Artes. Su amistad con Martín Gómez se remonta a 1962 cuando, a raíz del interés suscitado por un trabajo de este exhibido en la vidriera de un negocio de Buenos Aires, con el cual queda sorprendido y admirado, y no sin mediar algunas peripecias, Luis viaja hasta el rancho de Gómez en la ciudad de Ranchos. “La plática fue larga y cordial; la simpatía recíproca. Había dado, realmente, con un hombre excepcional, [...] uno de los más extraordinarios sogueros de la actualidad”, expresó Flores luego del encuentro. A partir de ese año mantuvieron un intenso intercambio epistolar compartiendo técnicas y conocimientos.
Pero sus intercambios no se limitaron a la Argentina ya que conoció sogueros y trabajos en cuero de Uruguay y Brasil. Uno de los contactos más significativos fue el que tuvo en 1966, a partir de una nota publicada en “Sogas y lonjas”, con Bruce Grant (1893-1977), un destacado investigador de la artesanía en cuero con quien traba un intenso diálogo epistolar intercambiando información y técnicas. Grant viaja en 1967 y 1969 a nuestro país y es acompañado por Luis a visitar artesanos, coleccionistas y figuras del ámbito tradicionalista.
Bruce Grant y Martín Gómez - 1967

Por iniciativa de Flores, con el subsidio del Fondo Nacional de las Artes y organizada por la Asociación Criadores de Caballos Criollos en el marco de la quinta Exposición de Otoño de dicha entidad en el predio de Palermo de la Sociedad Rural Argentina, en 1969 se lleva adelante la primera Exposición - Feria de Trabajos Artesanales en Cuero Crudo. En ella participan doce coleccionistas y veinte sogueros, provenientes de las provincias de Buenos Aires, Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba, que exhiben una gran cantidad y variedad de piezas de cuero crudo de manufactura reciente y
Participantes de la primera Exposición - Feria de trabajos en cuero crudo - Exposición de Caballos Criollos – 1969

pasada. Los trabajos fueron expuestos en los boxes donde “los sogueros daban explicaciones sobre las tareas que habitualmente realizan y atendían cuanta consulta se les formuló”. El evento incluía la entrega de premios de dinero en efectivo –obtenido gracias a la contribución de la Asociación Criadores de Caballos Criollos–, los cuales fueron distribuidos, según el jurado, con la idea de “no premiar al artesano por un trabajo en particular, sino por la habilidad, tradicionalidad, funcionalidad y buen gusto puestos de manifiesto en la totalidad de la obra”. El primer premio correspondió a Martín Gómez, quien presentó un bozal “constituido, en su mayor parte, por dos trenzas patrias paralelas unidas entre sí por otra trenza pluma”. Esta Exposición - Feria, llamada informalmente “Expo-Sogas”, se repitió durante nueve años en los cuales los primeros lugares fueron ocupados por Martín Gómez, Ricardo Gónzalez, Luis Martínez, Hilario Faudone, Francisco Meeks, entre otros. En la exposición de 1977 no se presentaron ni Gómez ni González, quedando los dos primeros premios en manos de Santiago Biondi y Rodolfo Sosa. Otros artesanos destacados que participaron en las exposiciones son: Tomás Arrascaeta, Alberto Gardella, Alfredo Guraya y Hugo D´Atri. En 1979, durante la novena y última exposición, los miembros del jurado designan, en virtud de la calidad artesanal demostrada a lo largo de sus presentaciones, Maestros Sogueros a Martín Gómez y a Ricardo González. Este meritorio título implicaba que los mismos ya no podían competir, pero sí participar en futuras muestras. Luis Flores reflexiona sobre el resultado de las exposiciones con las siguientes palabras:
Esta fue la última de la serie de nueve ExpoSogas, hecho que tantas satisfacciones me produjo y por el que tantos artesanos sogueros desfilaron, de los cuales más de uno, apenas conocido en su lugar de residencia pasó a constituirse en un referente y a ganar fama y clientes. [...] Para mí constituyeron estas muestras un motivo que me llenó de alegrías y que me proporcionó numerosos nuevos amigos, que respeto y que me respetan.
Durante aquella primera exposición de 1969, motivado por la consulta de un asistente, Luis decide comenzar a enseñar a trabajar en soga. A los cursos, dictados ininterrumpidamente hasta el 2009, asisten más de 650 personas. Para Luis, este era un espacio de intercambio: “Mucho es lo que he transmitido y también mucho es lo que he aprendido de mis alumnos”, dice. Con toda seguridad, podemos afirmar que ese número es poco significativo en comparación con la gran cantidad de personas que directa o indirectamente, ya sea a través de notas, artículos, explicaciones y charlas, o a través de los mismos alumnos, recibieron los conocimientos de Luis.
Desde 1992 y hasta el 2006, en el marco de la Exposición Nacional de Ganadería, Agricultura e Industria de la Sociedad Rural Argentina, se disputó el premio denominado “El Guasquero”, certamen que convocó a diferentes sogueros del país, en el cual se entregaron numerosos premios en diferentes categorías. Las principales y constantes a lo largo de las presentaciones, fueron: El Guasquero, premio a la mejor pieza de la exposición, y El Cuarto de las Sogas, premio a la mejor “soga” de trabajo. Además de ser uno de los organizadores y de participar como jurado durante las catorce presentaciones, Flores se ocupaba del montaje de la muestra y de la recepción, venta y posterior devolución de las piezas no vendidas, con total dedicación y desinterés. También convocaba a los artesanos, enviándoles, junto con la invitación, la reglamentación para el concurso y los lineamientos fundamentales con el fin de conservar los métodos tradicionales del trabajo en cuero crudo. Este concurso fue el incentivo que llevó a gran cantidad de artesanos a mejorar año tras año con el fin de conquistar alguno de los premios. También les brindó la posibilidad de vender y contactar a clientes, además de promover la fraternidad y el intercambio de conocimientos y técnicas; montando incluso talleres donde algunos de ellos trabajaban a la vista del público. El evento llegó a contar con la participación de cincuenta artesanos y un gran caudal de trabajos de todo tipo y calidad. Entre los premiados se destacan Néstor y Amílcar Gómez (hijos de Martín Gómez), Pablo Lozano, Santiago Biondi, Alejandro C. Álvarez, Pedro Bezmalinovic, Norma Jaime, Luis Alberto Engemann, Francisco Seta, Loreto Jaime, Rubén Blanco, Raúl Draghi, Francisco Meeks, Máximo Coll, Juan Luzuriaga, César Herrera, Marcos Quetgles, Eduardo Bailleres.
Entre las ciudades de la provincia de Buenos Aires donde surgieron artesanos especializados en cuero, se destacan Chascomús, Ranchos, Pergamino, San Antonio de Areco y Tandil. Esta última localidad contó con artífices destacados como Modesto Andraca, Pastor Silva y Pérez Nandín. Con la llegada de Máximo Coll en la década del 70, una nueva generación de artesanos se forma y se dedica a difundir esta artesanía. Entre ellos encontramos a Pablo Lozano, Armando Deferrari, César García; estos últimos, profesores del primer Centro de Formación Artesanal de dicha ciudad. En la actualidad se destacan Ignacio Labala y Martín Teils, aprendiz y colaborador de Pablo Lozano.