Prólogo
En una carta escrita en el verano de 1938, Keynes le decía a su amigo Roy Harrod que “la economía es esencialmente una ciencia moral y no una ciencia natural” porque no solo consiste en identificar modelos sino también en determinar cuáles son los más apropiados para la sociedad. Yo estoy de acuerdo con esa idea. El valor del pensamiento económico reside en que, a la vez que nos permite entender el presente, nos ayuda a encontrar vías para construir un futuro mejor. América Latina ha contribuido enormemente a este proceso. Nuestra región ha sido, desde los años cincuenta, un auténtico laboratorio de ideas que han ayudado a transformar el pensamiento político económico y social de nuestro siglo. Pienso en aportaciones como el método histórico-estructuralista de Prebisch, las tesis del desarrollo de Celso Furtado, el concepto de “heterogeneidad estructural” de Aníbal Pinto, la teoría de la dependencia de Cardoso y Faletto, la idea de “transformación productiva con equidad” de Fajnzylber, o los modelos de integración económica que inspiraron iniciativas como el Mercado Común Centroamericano (MCCA), la Comunidad Andina (CAN) o el Mercado Común del Sur (Mercosur). En un mundo en el que solo Estados Unidos y Europa parecían autorizados a dictar la ortodoxia económica, América Latina supo reivindicar su especificidad y confrontar su realidad con los grandes paradigmas teóricos del pensamiento económico internacional (el marxismo, la teoría neoclásica y las escuelas keynesiana y poskeynesiana entre otras) para crear originales doctrinas sobre el papel económico del Estado y el mercado, la industrialización, y la relación centro-periferia; doctrinas que luego han servido para mejorar nuestra comprensión de las realidades sociales y de la economía global. Desde su fundación en 1982, la revista Pensamiento Iberoamericano sirvió como uno de los principales foros de difusión y debate de estas ideas. En