Lectura de verano

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Mi pequeño amigo charolado Era el niño con menos talento que jamás había conocido. Ni siquiera sabía atarse los cordones. Eso lo avergonzaba. Realmente sí que lo avergonzaba aunque, el muy maquiavélico, evitaba admitirlo. Es así como se explica que usara esos ridículos y denigrantes mocasines de charol. Su caminar obsequiaba una melodía extremadamente peculiar. Les sacaba lustre de manera obsesiva. Recuerdo que tenía tres pares de mocasines de charol. Los negros clásicos; él hacía orgullosa gala de esos zapatos. Se creía y, lo que es peor, se autodefinía como un amante del buen calzar. Teníamos doce pirulos, el muy goma nos hablaba de moda y avant garde. El otro par de sus relucientes zapatos era color marrón; esos no le agradaban tanto, sólo los usaba para jugar con nosotros en la calle. El tercer y último par era el que él llamaba: distinguido y personal. Eran de un color indescriptiblemente caqui; esos sólo los utilizaba para festividades o agasajos especiales. Debo admitir que en ciertas ocasiones quise probármelos. Pero ¿cómo hacerlo sin que él lo notara?, mejor dicho, ¿cómo hacerlo sin que nadie lo notara? Entonces tuve una idea tan o más brillante que esos mocasines. No podía intentarlo en el hogar de mi pequeño amigo cha-

rolado. De ninguna manera iba a arriesgar mi honorable pellejo intentando calzarme esos adefesios brillosos en presencia de él o de algún miembro de su familia o, lo que es aún peor, frente a un integrante de nuestra barra de amigos. Tomé todas las precauciones posibles. Recuerdo que me llevó varios días planearlo todo. Había llegado el tan ansiado momento. Sin titubear ingresé al lúgubre negocio llamado ‘El Palacio del Charol’. Me ubiqué de espaldas a la vidriera. Pedí unos mocasines de mi número. La ineficiente vendedora me preguntó el color, sin pestañar y con certeza, susurré: caqui. Ahí estaban. Mientras me sacaba las zapatillas no podía creer que fuera todo irrisoriamente tan sencillo. Sí, señor, me calcé los mocasines de charol. Mi capricho había sido victoriosamente cumplido. Caminé sobre la alfombra mirándome al espejo. Espejo que me devolvió la imagen escalofriantemente burlesca de mi amigo charolado. Me di vuelta y ahí estaba. Un vahído invadió las extremidades de mi cuerpo. Sólo escuche esas desafiantes palabras: ¡¡¡A que se lo digo a los pibes!!!, para luego verlo perderse con sus mocasines de charol marrón fuera del local. Tenía que detenerlo y darle su merecido. Así como no dudé al entrar tampoco lo hice al salir. Frente a la mirada atónita de la empleada corrí, corrí y corrí


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