pensó Max, él odiaba ir al dentista. Eso de quedarse sentado con la boca abierta y un reflector frente a sus ojos y después la anestesia, el pinchazo y el torno, era sin duda de las peores experiencias de la infancia. De hecho, Max no conocía a ningún chico al que le gustara ir al dentista, y menos que pensara en convertirse en uno, aunque pensándolo bien, eso podía ser un poco divertido: ver la carita de horror de los chicos, los ojos a punto de llorar. Aunque el mal aliento ¿y la baba? No, definitivamen-
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