LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS. Relato completo.

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LAS AVENTURAS DEL SARGENTO NOGUERAS Y EL GUARDIA BRIONGOS (Motoristas de la Guardia Civil de Trรกfico) Un relato de ROUTE 1963


PRÓLOGO

España, finales del siglo XX. Una pareja de heroicos motoristas de la Guardia Civil de Tráfico destinados en una remota comarca imaginaria. Una hermosa y lasciva camarera de un destartalado restaurante de carretera. Unos violentos camioneros de la mafia rusa que transportan un misterioso cargamento a través de la también imaginaria N-296. Una peligrosa carrera de motos ilegal en carretera abierta por un sinuoso puerto de montaña a casi 2.000 metros de altitud… Estos son solo algunos de los excitantes ingredientes de este relato por entregas de ROUTE 1963. Una historia de ficción originalmente divulgada en 2004 en un foro de internet con gran éxito de público y no exenta de cierta polémica debido a sus escabrosos pasajes eróticos narrados de forma explícita y descarnada. Algunos de estos pasajes fueron sometidos a una censura voluntaria por parte del autor y se publicaron mutilados por recomendación de los administradores del foro, ofreciendo la posibilidad a los lectores que lo desearan de recibir por privado el texto íntegro de cada entrega sin censuras. Las peticiones fueron abrumadoras. Pero LAS AVENTURAS DE NOGUERAS Y BRIONGOS constituyen una historia que trasciende el mero y convencional erotismo para convertirse en una fábula satírica, brutal, grotesca, grosera, esperpéntica y estereotipada de los personajes y de las situaciones en las que han de desenvolverse en el transcurso del relato. El desenlace es tan inesperado como desconcertante.

Este relato no es adecuado para menores de dieciocho años.


LUCHANDO A BRAZO PARTIDO EN EL ALTO DEL TOSSAL I

El sargento Nogueras y el número Briongos eran motoristas de la Agrupación de Tráfico de la Guardia Civil adscritos al puesto de Ventolana, un municipio de mediano tamaño perdido en el corazón continental de la España profunda. Nogueras era valenciano y Briongos aragonés, y aunque ambos llevaban ya varios años destinados en esta árida comarca tan alejada de sus lugares de origen, todavía conservaban esos peculiares acentos que tanto delataban sus respectivas procedencias. Y no sólo sus acentos, sino también las frecuentes apelaciones a sus vírgenes autóctonas (Nogueras a la de los Desamparados, Briongos a la del Pilar), a las que acostumbraban a mentar inconscientemente, a modo de exclamación, sin ningún propósito irreverente ni piadoso. Pero aquí terminaban las semejanzas entre ellos. Porque, en efecto, en todo lo demás eran completamente diferentes y hasta opuestos el uno


del otro. Nogueras impulsivo, tenaz, aguerrido y echado para adelante. Briongos reposado, reflexivo, manso y un punto apocado. Y sin embargo a pesar de esto, o precisamente por ello, ambos formaban la mejor patrulla de motoristas del puesto de Ventolana y sus mandos les tenían en gran consideración. Eran los mejores en todos los cometidos que llevaban a cabo. Habitualmente estos cometidos no iban mucho más allá de meras actividades de rutina en la carretera nacional 296 a su paso por la comarca de las Tierras Grises, a la que pertenecía Ventolana, esto es, regulación del tránsito, asistencia en averías y accidentes, comprobación de documentaciones y, llegado el caso, sanción de las infracciones cometidas por los conductores. Pero a veces también se tenían que enfrentar a situaciones más comprometidas, bien fuera la persecución de vehículos sospechosos que no respetaban la señal de alto, atracos en gasolineras, altercados y reyertas en establecimientos públicos, o catástrofes naturales en las que ineludiblemente eran llamados a intervenir en auxilio de las víctimas y a veces con riesgo considerable para sus propias vidas.

Tanto a Nogueras como a Briongos les satisfacía su profesión, en general, pero por diferentes motivos. El sargento era un motorista entusiasta que había llegado a pedir su traslado a la Agrupación de Tráfico abandonando destinos anteriores en el Cuerpo para poder desarrollar aquí su afición a las dos ruedas, y llevaba ya varios años patrullando en moto por las carreteras de todo el país. A bordo de las reglamentarias Bmw K-75-RT era rápido, agresivo y le gustaba darle al mango a base de bien, sobre todo cuando el trazado se volvía revirado. Y en su tiempo libre, además, pilotaba una poderosa Kawasaki ZZR-1100 con la que hacía fugaces escapadas a concentraciones y circuitos, ya fuera para ver las carreras, ya fuera para rodar en ellos y ejecutar sin riesgo todas sus habilidades, que no eran pocas. Briongos, por el contrario, y aunque siempre había pertenecido a la Agrupación de Tráfico, era un motorista discreto, sobrio y mucho menos entusiasta que su superior, al que con demasiada frecuencia le costaba seguir en la carretera cuando iban de patrulla, ante el enfurecimiento de aquél, que trataba de explicarle cómo frenar, tumbar y tomar las curvas para que pudiera seguir su ritmo y no se le fuera quedando rezagado:


-Sí, mi sargento, haré lo que pueda, pues. -Che, lo que puedas no, Briongos -le recriminaba Nogueras-, sino lo que hago yo, collóns. -Sí, mi sargento. -Pues a ver si es verdat.

Pero el esforzado Briongos, que también sabía andar en moto y no iba parado precisamente, era incapaz, un día y otro día, de seguir al quemado de su jefe, que le iba llevando siempre con la lengua fuera. Hasta que en una ocasión el número, tratando de hacer lo imposible por no perder la rueda del sargento, se dio un buen arrastrón que le mantuvo fuera de servicio veinte días con una pierna maltrecha. Nogueras tuvo entonces que patrullar durante ese tiempo con otro agente que le asignaron, y fue en ese momento cuando empezó a echar de menos a Briongos, no porque el suplente anduviese peor en moto, que andaba más o menos igual, siempre dentro de los estándares profesionales del Cuerpo, sino porque echaba en falta otras habilidades seguramente más importantes cuando las cosas se ponían feas.

Habilidades como el pulso firme y la excelente puntería que tenía acreditada Briongos con su pistola reglamentaria y que en más de una ocasión les había hecho salir indemnes a los dos de situaciones comprometidas, ya fuesen tiroteos o accidentales detenciones de delincuentes y que, en efecto, de no haber sido por esa destreza del número, el propio sargento Nogueras, muy buen motorista pero pésimo tirador, lo habría pasado francamente mal y a buen seguro ya no estaría aquí para contarlo. Así es que Briongos, a falta de gran afición hacia las motos -de hecho ni siquiera tenía moto propia y sólo conducía las del Cuerpo mientras estaba de servicio-, era en cambio un hombre de nervios templados y puntería asombrosa, entre otras virtudes, algo que al sargento le proporcionaba mucha tranquilidad cuando andaban de patrulla.


-¡La mare de Deu! -le decía Nogueras con admiración a su subalterno-. ¡A ver cuando me enseñas a tirar de pipa con esa grasia que tú tienes, que un día me van meter sinco tiros por el culo! -En cuantico usté quiera, mi sargento, nos vamos al campo a merendar y de paso pegamos unos tiricos, pues. Ya verá lo fácil que es hacer blanco. En sus días libres habían ido en alguna ocasión al campo a merendar y practicar el tiro, pero Nogueras no tenía ni la suficiente habilidad ni la suficiente paciencia como para aprender de los consejos del número, y los disparos se le iban altos, o desviados, o simplemente se perdían no se sabía dónde. Esto le contrariaba sobremanera, sobre todo cuando Briongos, casi sin poder contener una sonrisa burlona, le decía: -Mi sargento, está usté tirando al mundo. -¡Anda, calla, cabronaso, que mañana con las motos te vas a enterar! -¡Ay, no, mi sargento! ¡Más carrericas no, más carrericas no, que me lleva usté a toas partes con el culo arrastras!


-Un día me voy a traer la seta erre mil sien y te vas a dar cuenta de lo que es ir con el culo arrastras, nano.

Un mediodía sofocante de verano estaban los dos guardias apostados en una larga recta de la nacional 296, frente a la estación de servicio de Belisario y el motel del Alto del Tossal, en el kilómetro 178. Junto a ellos, las dos K-75-RT pintadas de verde y blanco, con matrículas PGC-K. El calor era insufrible pero los guardias, ya en manga corta, no podían despojarse de sus reglamentarios cascos abiertos: las ordenanzas lo impedían. Cada cierto tiempo Briongos entraba en el motel y salía con dos botellas de agua mineral helada que se bebían de inmediato y parte de cuyo contenido derramaban a propósito sobre las pecheras de sus camisas verde oliva para refrescarse. Pero no dejaban de sudar, a pleno sol, en mitad de aquella maldita recta despojada de árboles. El tránsito era intenso, y se sucedían las filas interminables de automóviles, autobuses y camiones en ambas direcciones. Invariablemente todos los conductores, al ver a los guardias, levantaban el pie del acelerador y pasaban frente a ellos casi a paso de tortuga. Nogueras ironizaba con esto: -Che, mira qué prudentitos que van ahora estos xiquets. -Claro, mi sargento -respondía Briongos-: es que se acojonan con nosotros, pues. -Pero en cuanto nos marchemos de aquí -añadía el sargento-, ¡hala!, todo dios a ponerse a siento ochenta. -A mí lo que más me jode, mi sargento, es que ellos van ahí dentro tan fresquicos, con el aire acondicionao a tope, mientras nosotros aquí sudamos la gota gorda. -Todo por la patria, Briongos, todo por la patria -decía Nogueras. -Con su permiso, voy por más agua. -¿Más agua? -protestaba el sargento-. ¡Ya nos hemos bebido dos litros cada uno, Briongos! A mí me parese que tú no entras ahí sólo por el agua, ¿eh, bribón?


El número sonrió. En efecto, no entraba sólo a buscar agua. Y ni siquiera lo hacía por aliviarse un momento con el aire acondicionado, que a menudo no funcionaba. Mónica, la camarera del motel, era una treintañera rubia, delgada y prieta, que estaba como un tren. Sus notables encantos eran conocidos a lo largo y ancho de la comarca y mucho más allá, hasta el punto de que legiones enteras de camioneros se detenían en este local a la hora del almuerzo sólo por verla a ella, puesto que la comida del establecimiento era en verdad repugnante. Todos querían ver a Mónica, y más en verano, cuando la chica lucía unos generosos escotes que producían gustosos mareos y deliciosos vértigos al personal masculino. -Ahora me toca a mí ir por agua -dijo Nogueras, guiñándole un ojo a su compañero. -Suerte y al toro, mi sargento.


II

Nogueras entró en el motel con paso decidido mientras se quitaba el casco. Tenía la cabeza empapada de sudor. En realidad, el agua le importaba una mierda. De hecho, ni siquiera tenía sed. Sin embargo, el charlar un rato con la camarera sí que le apetecía. Le apetecía mucho. La chica no sólo era extraordinariamente hermosa, sino también amable, locuaz y muy simpática. Quizá demasiado. El sargento se derretía con ella. El sargento y todo el mundo. Habitualmente tenía Mónica una nutrida corte de moscones a su alrededor, todos con la boca abierta y la baba a punto de caerles por las comisuras de los labios. La conocía desde hacía mucho tiempo. Pero hoy estaba sola detrás del mostrador, y al verle llegar le sonrió. -Buenos días, sargento.


-Hola bonica -dijo Nogueras, y la miró de arriba abajo sin perderse detalle de su rotunda anatomía-. ¡Qué barbaritat, cada día estás más masisa, xiqueta! La camarera se puso las manos en las caderas y soltó una carcajada. -Usted tampoco está tan mal, sargento. -Bueno, bueno, pero no es lo mismo -dijo Nogueras, casi ruborizándose. -Para la edad que tiene se conserva muy bien -añadió Mónica con una mueca pícara que le llegó al guardia hasta el mismo epicentro de su entrepierna. -Sólo tengo cuarenta y sinco años, nena. -Ya lo sé, Nogueras, por eso se lo digo. Con cuarenta y cinco primaveras tan bien llevadas, ¡eso es un cuerpo y no el de la Guardia Civil, jajajajaja! -¡Jajajajaja! -rió el sargento de buena gana-. Porque no quieres, que si no, tú y yo… -Yo sí quiero -dijo la camarera sin dejar de reír-, pero la que no quiere es su señora, ¡jajajajaja! Nogueras meneó la cabeza con disgusto mal disimulado. -¡Al dimoni con mi señora! -exclamó-. Un día te vas a venir conmigo de excursión en la moto, y ya verás. -¡Huy, Nogueras, que me dan mucho miedo las motos, por favor! -Iremos muy despasito, de paseo, no te preocupes. -Lo pensaré, lo pensaré, ¡jajajajaja! ¿Le doy más agua fresquita, sargento? -No, ponme una cocacola, con mucho hielo, has el favor.

Entonces la camarera inclinó medio cuerpo sobre una de las cámaras frigoríficas. Esto era precisamente lo que había querido Nogueras que hiciese, por eso, y no por otra cosa, le pidió la


cocacola. Y el hielo porque, quizá no tardando mucho, tendría que aplicárselo sobre una virilidad que por momentos se le iba volviendo peligrosamente rampante. Los senos de Mónica, redondos, turgentes y rosados, caían con toda la fuerza de la gravedad fuera del contorno de la blusa y pugnaban por escapar también de la discreta contención del sostén negro de la chica. El sargento no podía dejar de mirar aquellas formas opulentas, y cuánto más miraba, más sudaba. Incluso cuando la camarera ya se había incorporado y le estaba sirviendo la cocacola en un vaso alto con mucho hielo y una rodaja de limón, él siguió mirando sin tomarse la molestia de disimular. -Tú tendrías que estar trabajando en el sine, bonica, y no en esta fonda de mala muerte -le dijo. -¡Jajajajaja! -rió la camarera-. Yo no valdría para el cine, sargento: no sabría actuar. Nogueras se bebió casi de un trago el vaso de cocacola, por quitárselo de en medio, más que nada. -Me refería al sine porno, Mónica. -¿Cine porno? Ni hablar, sargento -respondió la camarera sacando la lengua lascivamente-, el que quiera verme que venga por aquí, ¡jajajajaja! -He de irme, presiosa, que tengo ahí fuera al sosio Briongos a pleno sol. Dime qué te debo. -Invita la casa -dijo la chica. -Pues entonses muchas grasias -dijo Nogueras cogiendo el casco reglamentario, que había depositado sobre el mostrador-. Y creo que voy a tener que venir más veses a verte. -Cuando usted quiera, Nogueras. -Adéu, nena. -Adiós, sargento, y que tengan buen servicio. -Grasias, grasias.


Una terrible bofetada de calor sacudió al sargento Nogueras al salir al exterior del motel. Allí en la carretera, a pie firme, seguía Briongos como una estatua de piedra plantado junto a las motos. Nogueras llegó hasta él manoseándose la entrepierna distraídamente por encima de los finos pantalones de verano. -Yo no sé lo que me pasa, Briongos -informó a su subalterno sin dejar de restregarse la mano por la bragueta-, pero a mí esta tía es que cada ves me pone más cachondo, no lo puedo evitar. Briongos le miraba con los ojos abiertos como platos. -Mi sargento, si me lo permite… -Habla, habla, ¿qué susede? -¡Hombre, que estamos de servicio, mi sargento, y está usté dale que dale, sobándose los huevos delante de todo el mundo, pues! Nogueras retiró la mano rápidamente de sus bajos, como si le quemasen, que seguramente le quemaban, y se puso el casco en la cabeza. -¡Perdón, ni me había dado cuenta! Briongos se rió. -Mi sargento, la moza está que cruje, ¡vaya!, pero hay que guardar la compostura, digo yo. -Tienes toda la rasón del mundo, Briongos, aunque seas un poquet manta condusiendo, a veses yo no sé que haría sin ti. El número quiso decir algo, pero en ese momento la emisora que llevaban instalada en las motos empezó a transmitir un mensaje borroso y lleno de interferencias. Se acercaron a escuchar.


-Atención a todas las patrullas, camión frigorífico sospechoso con matrícula extranjera, probablemente rusa, “EQUIS CUATROCIENTOS VEINTICUATRO Y GRIEGA E SETENTA Y OCHO”, visto en la nacional dos, nueve, seis, sentido norte, a la altura del kilómetro uno, cinco, uno, aproximadamente, orden de detención inmediata e inmovilización. Repito, aviso a todas las patrullas…

Los dos guardias se miraron con cierta preocupación: aquel camión sospechoso circulaba casi con toda seguridad en dirección al lugar en donde ellos se encontraban. Quizá estaba ya muy cerca. -Empiesa el baile -dijo Nogueras. -Habrá que tener los ojos bien abiertos, pues -observó Briongos, al tiempo que se disponía a hablar por la emisora para confirmar la recepción del aviso-: Aquí cero-dos-cero, ¿me recibe?


Una voz rugiente y áspera surgió de lo más hondo del altavoz de la emisora: -Adelante, cero-dos-cero, dígame su situación, cambio. -Dos-nueve-seis, uno-siete-ocho, cambio -informó Briongos. -Recibido, cero-dos-cero, ¿pueden proceder?, cambio. -Afirmativo, vamos a proceder, cambio. -Recibido, cero-dos-cero, procedan, corto.

Desde la posición en la que se hallaban los guardias, en el arcén de la 296, habría sido posible divisar un largo tramo recto de carretera de más de un kilómetro si ésta se hubiera encontrado despejada de tránsito, pero como por el contrario la caravana de vehículos era cada vez más densa y circulaba más despacio, resultaba imposible identificar un camión concreto hasta no tenerlo prácticamente encima, de modo que Briongos, consciente de esta circunstancia, tuvo una idea: -Mi sargento, si me lo permite, creo que deberíamos salir en su busca en lugar de esperarle aquí parados como dos pasmarotes y que por menos de nada se nos pase de largo. Pero Nogueras no fue de la misma opinión: -Ni hablar, Briongos, con todo este tráfico cuando nos crusemos con él y queramos dar la vuelta, habremos perdido un tiempo presioso. Hay que tener pasiensia y esperarle aquí. -A la orden, mi sargento.

Lo que no deseaba Briongos por nada del mundo era tener que perseguir a aquel camión, supuestamente ruso, carretera adelante hacia el norte en dirección al puerto del Alto del Tossal. Ese puerto, de casi dos mil metros de altitud, era una de los lugares más hostiles por los que había transitado en su vida, y el tramo ascendente de carretera que llevaba hasta él, con más de treinta kilómetros de peligrosas curvas ciegas y asfalto deslizante, conseguía ponerle la carne de gallina con sólo pensarlo. Pero sobre todo lo que más le preocupaba era saber que, si esa situación se producía finalmente,


el sargento Nogueras le iba a perder nada más empezar la subida, y esto le provocaba un temblor de piernas difícil de disimular. Y para terminar de empeorar las cosas, como si el propio Nogueras acabara de leerle los pensamientos, le dijo: -Si por un casual tenemos que seguir a ese camión hasia el puerto, Briongos, quiero que te vayas fijando en mi mano isquierda, ¿me oyes? -Sí, mi sargento. -Te iré sacando dedos a la entrada de las curvas -continuó Nogueras sin perder de vista la carretera y los vehículos que circulaban por ella-, para indicarte la marcha óptima en la que tienes que entrar en cada una. Un dedo, primera, dos, segunda, y así susesivamente, ¿me entiendes? -Sí, mi sargento, eso es fácil -respondió el número sintiendo como, pese al calor del mediodía, un sudor helado y viscoso le corría por todo el cuerpo. -La mayoría de las curvas del puerto -siguió explicando Nogueras en un tono muy didáctico-, son de segunda y tersera a medio gas altito, siempre por debajo de sinco mil vueltas con estas motos. Y luego a la salida hay que tener cuidado de no abrir de golpe el grifo, porque el firme resbala como una bañera llena de jabón, Briongos, eso ya lo sabes. -Lo sé, mi sargento -dijo Briongos, notando ahora que empezaba a marearse al imaginar el deficiente resultado práctico que iba a poder obtener de las enseñanzas teóricas que le estaba impartiendo su superior. -Sobre todo -concluyó Nogueras-, lo más importante es tener siempre tracsión en la rueda trasera y vueltas en el puño, pero con cabesa y sin presipitarse, así es que tú no pierdas nunca de vista mi mano isquierda, ¿eh?, que yo te iré disiendo. -Sí, gracias, mi sargento -respondió el guardia temiendo desmayarse de un momento a otro, lo que le hizo apoyarse instintivamente en el asiento caliente de su moto, que quemaba una barbaridad-. A ver quién es el majo que pone ahora el culo ahí arriba -musitó.


-Échale un poco de agua por ensima -le recomendó el sargento. Por suerte para ellos, una de las últimas botellas de agua mineral de la que habían estado bebiendo un rato antes, todavía estaba medio llena. Briongos derramó su contenido sobre los asientos de las dos motos. -¡A ver qué pasa con ese maldito camión ruso, collóns, que no viene!-exclamó Nogueras impaciente.

Efectivamente, aquel camión parecía que no iba a llegar nunca hasta el lugar en donde le esperaban los guardias. Y es que a veces sucedía que los vehículos de los que se recibía aviso a través de la emisora nunca llegaban al lugar adonde tenían que llegar, ni pasaban por los sitios por los que tenían que pasar, unas veces porque desviaban su ruta y otras porque simplemente se detenían para ocultarse en algún punto intermedio o se daban la vuelta en cuanto olían la presencia de la Guardia Civil. Cualquiera que tuviese algo que temer o que ocultar a las autoridades extremaba las precauciones en este sentido y no se dejaba sorprender tan fácilmente.

Los dos guardias sabían, sin embargo, que entre el km. 151, en donde al parecer se había localizado el camión sospechoso, y el 178, en donde se apostaban ellos, no existía ningún desvío posible ni lugar alguno en el que poder ocultarse, por eso la idea de Briongos de salir a su encuentro no parecía descabellada, ni tampoco la de Nogueras de esperar, convencido de que antes o después aquel


camión terminaría por aparecer. Sólo era cuestión de tiempo, y no se sabía cuánto, así es que por entretener la espera, que ya se les hacía tensa e interminable, los agentes decidieron volver por turnos al motel para comprar más agua y orinar. Se aproximaba la hora del almuerzo y la explanada de grava que se extendía frente al establecimiento comenzó a poblarse de pesados camiones de mercancías que aparcaban en ella levantando molestas tolvaneras de polvo blanco y columnas de humo negro de gasoil que volvían el aire irrespirable. Esto, unido al terrible calor del verano, convertía la espera de los guardias en un suplicio difícilmente soportable. Briongos empezó a desear fervientemente que el camión no apareciese nunca por allí para, transcurrido un tiempo prudencial, poder abandonar aquel lugar inclemente y marcharse a comer. Pero no tuvo suerte, porque no había hecho sino terminar de formular este deseo cuando escuchó que Nogueras decía en voz baja: -Por allí viene.


III

El número se puso a escudriñar la carretera en la dirección que le señalaba el sargento y pronto lo vio. El espeso tránsito que apenas un rato antes saturaba la 296 se había ido disolviendo poco a poco con la hora del almuerzo y se abrían grandes claros en la larga recta de asfalto que tenían ante ellos. A trescientos metros se acercaba lo que parecía un desvencijado camión Mercedes con la cabina de color verde salpicada de barro y una caja trasera que, en efecto, bien podía pasar por un furgón frigorífico. Cuando lo tuvieron un


poco más cerca observaron, no obstante, que su matrícula era española y no rusa, pero para entonces Nogueras ya había tomado la decisión de darle el alto de todos modos, así es que sacó medio cuerpo fuera del arcén y se puso a hacerle señas con el brazo. Fue en ese momento cuando Briongos pudo fijarse en que la placa de matrícula delantera iba sujeta rústicamente al paragolpes con un trozo de alambre retorcido de aspecto muy reciente. Y enseguida sucedió algo tan increíble como inesperado: aquel camión sospechoso, en lugar de obedecer la orden de detención que le había dado Nogueras, pegó un brusco volantazo a la izquierda y empezó a acelerar por el carril contrario adelantando a los vehículos que le precedían. Los dos guardias se miraron embargados por una confusa mezcla es estupor y de miedo. -¡Será fill de puta! -saltó el sargento furioso-. ¡A las motos, Briongos, a las motos! Briongos tragó saliva. -Hay que avisar por la emisora, mi sargento. -¡Pues avisa, collóns, y di que salimos pitando! -le gritó mientras ponía en marcha su moto. -Aquí cero-dos-cero, ¿me recibe?, cambio -habló el número a través del micrófono de la radio. -Adelante, cero-dos-cero, le recibo, cambio. -Localizado camión sospechoso punto uno, siete, ocho -explicó Briongos-, se ha dado a la fuga, vamos tras él, cambio. -Vayan tras él, cero-dos-cero, les mandaremos refuerzos, cambio y corto. -Recibido. Corto.

Briongos sintió en ese instante un nudo que le apretaba en el estómago. Los refuerzos llegarían o no, y a veces nunca llegaban en aquella comarca perdida y desolada, tan escasa de efectivos, pero de momento era sobre sus cabezas en donde recaía toda la responsabilidad y todo el riesgo de la persecución, una persecución, por cierto, y a tenor de lo que acababan de ver, seguramente no


exenta de peligros. Y es que si aquel extraño camión no se había detenido la primera vez que le habían dado el alto, apenas dos minutos antes, nada hacía suponer que fuera a detenerse más tarde, en cuanto le alcanzasen, que sería seguramente pronto. Así las cosas, se mirase por donde se mirase, aquella situación presentaba un riesgo cierto para ellos.

Atormentado por estos pensamientos, Briongos arrancó su K75-RT y se encaramó al sillín monoplaza. El sargento Nogueras ya le esperaba unos metros por delante, todavía rodando por el arcén y ya impaciente por emprender la persecución. Pero al posar sus nalgas sobre el asiento de la moto, Briongos experimentó una desazón todavía más desagradable de lo que habían sido sus pensamientos previos, una desazón quizá semejante a la que habría sentido si se hubiera sentado sobre un lecho de brasas encendidas, tanto quemaba aquel asiento a través del fino tejido de sus pantalones reglamentarios de verano. -¡Madre mía, Virgen de la Pilarica, se me van a socarrar los cojones, pues! -exclamó en voz alta mientras salía a la carretera dando gas.

El sargento activó entonces la sirena de su moto. Briongos le imitó. Los vehículos se iban echando al arcén para dejarles paso y los guardias pronto se encontraron rodando a 150 por hora en aquella recta de la 296 calcinada por el sol y camino del puerto del Alto del Tossal. Del camión, que ya debía de llevarles alguna ventaja, ni rastro. Con la velocidad, la entrepierna de Briongos empezó a refrigerarse adecuadamente, para su alivio. Pero el aire era caliente y pegajoso y del asfalto le llegaba una vaharada sofocante que le iba cociendo los pies por dentro de las altas botas de cuero. Nogueras comenzó a darle al mango como un poseso, y Briongos tuvo que hacer lo mismo para no quedarse rezagado, viendo como la aguja del velocímetro iba subiendo rápidamente sobre la escala numerada, 160, 170, 180…, y todo pasaba muy deprisa a su alrededor, fugazmente, en un ligero pestañeo, y el paisaje árido de la comarca se iba desdibujando en su retina por el


efecto de la velocidad hasta quedar convertido en un turbio borrón horizontal y mareante.

El sargento todavía quería más, y más, y seguía abriendo el puño hasta casi encontrar los límites del motor de la K-75, pero la moto no andaba a su gusto, se quedaba corta, demasiado corta, y entonces él se enfurecía añorando su ZZR-1100, la potencia en estado bruto de aquel motor y las sensaciones de vértigo infinito que le producía, por qué no tendría la Benemérita máquinas como Dios manda, pensó. Por los espejos veía que Briongos no se le quedaba descolgado, le llevaba casi a rueda, pero esto era fácil en esta recta de la nacional. Cuando empezasen a subir el puerto no tardaría en perderle de vista, pese a las indicaciones que le había dado. Y mentalmente le iba animando, dándole un aliento invisible, empujándole con el deseo, ¡vamos, mañico, vamos, retuérsele la oreja a tu trasto, collóns, no tengas miedo!

Briongos, aunque no podía oírle, le iba siguiendo pegado a él como una lapa, y más por amor propio y vergüenza torera que por convencimiento personal de que fuera necesario ir tan deprisa en


aquel momento, que en su opinión no lo era y además ocasionaba molestias a los demás vehículos, que se tenían que apartar, que frenaban, que se asustaban al ver pasar a los dos guardias como una centella envueltos en el estruendo de sus sirenas. La aguja del velocímetro merodeaba en torno a los 200 kilómetros por hora cuando divisaron las primeras estribaciones del Alto del Tossal. Las cumbres de las montañas estaban cubiertas de nieves perpetuas y unas nubecillas grises como hilachas de humo se deslizaban mansamente sobre ellas. Arriba haría frío, mucho frío como para transitar por aquellos pasos agrestes provistos sólo de camisas de manga corta, finos pantalones de algodón y ligeros guantes forrados de gamuza. Pensando en ello a Briongos casi se le encogió el corazón: no eran pocas las penalidades que había que sufrir trabajando en el servicio a la Patria.

Enseguida vieron el cartel que tantas preocupaciones y zozobras le causaba al número: Alto del Tossal, 34. Cortaron gas y estabilizaron su velocidad a 100 por hora. El ascenso comenzaba de inmediato y Nogueras, fiel a su promesa, empezó a sacarle dedos con la mano izquierda a su subalterno según empezaron a aparecer las primeras curvas. Eran todavía giros amplios y rápidos en cuarta, que no presentaban ninguna dificultad. Briongos no perdía comba, y a veces incluso se permitía el lujo de jugar a meterle la rueda al sargento, que ya se estaría relamiendo y que seguramente incluso habría olvidado el verdadero motivo por el que se encontraban allí. Aunque fue por poco tiempo, pues enseguida divisaron el camión, lejos todavía, muy arriba en lo alto de las mil y una revueltas que, como en una gigantesca escalera de caracol, iba dibujando la carretera. Y aquí empezó el calvario para Briongos, porque Nogueras, animado por la relativa cercanía del objetivo y estimulado por un trazado en el que se desenvolvía a las mil maravillas, no dudó en avivar el ritmo. Ahora iba sacando dos o tres dedos, invariablemente, y frenaba salvajemente a la entrada de las curvas, tumbaba a tope hasta rozar las estriberas, trazaba con rápidos movimientos, levantaba la moto, aceleraba sin titubeos y salía disparado en línea recta sin dejar de enseñar dedos, a veces hasta


los cinco, entre golpe y golpe de maneta de embrague. Y casi de inmediato el proceso se repetía a la inversa para afrontar la siguiente curva, bajando dedos, bajando marchas, cortando gas, frenando, tumbando, trazando, levantando y acelerando como un loco para volver a subir dedos y subir marchas. Contemplar aquello era como ver un prodigio reservado a unos pocos privilegiados, pero Briongos no veía el prodigio ni sentía el privilegio, porque bastante tenía con aguantar ese ritmo a duras penas y sin caerse. Sobre todo procuraba poner sus ruedas donde las ponía Nogueras, porque ni siquiera tenía tiempo de mirar al suelo y ver dónde pisaba, y sabía que en algunas zonas el asfalto resbalaba y en otras, en las umbrías en las que jamás daba el sol, incluso en verano podía haber hielo, tan maldito era este puerto. Pero a pesar de imitar lo que veía hacer al sargento, y copiar su trazada, la mayoría de las curvas eran un continuo sobresalto para Briongos, que notaba cómo su moto tendía a abrirse a la salida invadiendo el carril contrario a ciegas, y esto le obligaba a tumbar más, enderezar y acelerar más tarde y, a la postre, a perder la estela de Nogueras.

El número obtuvo un deseado respiro al cabo de un buen rato, cuando alcanzaron una fila de coches y camiones lentos a los que tardaron en rebasar. Nogueras trataba de achucharles para que se apartasen, pero no había arcenes para ello y el tránsito que circulaba de frente se había vuelto, de repente, más intenso de lo normal, lo que impedía un adelantamiento. La ventaja que les sacaba el camión al que perseguían, no obstante, había decrecido considerablemente y tardarían poco en darle caza. Lo que pudiera ocurrir después era un misterio. Durante un par de kilómetros Briongos consiguió relajarse y desentumecer los músculos sobrecargados por el esfuerzo y la tensión, que los sentía duros como piedras, tan duros como esas mismas piedras de la montaña por la que estaban ascendiendo. El del Alto del Tossal era un puerto seco, árido, descarnado y desprovisto de vegetación. No había el menor signo de vida allí arriba y el aire soplaba helado también en verano. Los dos guardias, aún sin almorzar, empezaron a sentir escalofríos según iban ascendiendo por aquellas rampas inhóspitas que parecían llevar al mismo techo del mundo. Seguían sin poder adelantar y circulaban muy despacio en la cola de la caravana de vehículos. Aprovechando esta circunstancia, Nogueras le hizo una seña a su


compañero para que se colocara en paralelo a su altura. El número obedeció. -Lo estás hasiendo muy bien, Briongos -le dijo el sargento, levantándose la visera del casco-, la verdat es que me tienes alusinado, che, ya veo que cuando quieres, puedes. Briongos titubeó. No sabía qué creer. Dudaba de las verdaderas intenciones de Nogueras al decirle aquello. Tal vez era cierto que lo estaba haciendo bien, o tal vez lo cierto es que se lo decía para darle ánimos y subirle la autoestima. Pero a lo que verdaderamente le temía Briongos era a darse un mal golpe de un momento a otro, en cuanto pudieran volver a abrir el gas y entrar a saco en las curvas. -Gracias, mi sargento -le respondió con una media sonrisa-. Pero si quiere saber una cosa, le diré que vengo todo el camino acojonaico perdío, pues. -¡Bobadas, bobadas! -replicó Nogueras-. ¡Ni Doohan lo superaría en sus mejores tiempos, que te lo dise tu sargento! ¡A ver si pillamos al camión ruso este del dimoni y para selebrarlo nos almorsamos una buena ensaladilla rusa fresquita y un chuletón de buey al punto en la Venta la Reme, collóns!


La Venta la Reme, como decía Nogueras, era un magnífico mesón de carretera ubicado en la vertiente opuesta del puerto, casi al final de su pronunciado descenso, en donde se degustaba una comida casera francamente abundante, apetitosa y asequible. Al sargento se le hacía la boca agua cada vez que surgía la oportunidad de parar a comer allí, y Briongos no le andaba a la zaga. -O unas albondiguicas con patatas y mucha salsica, mi sargento, ¡humm, qué buenas! -apuntó el número relamiéndose. -¡Calla, calla, che, no me jodas, Briongos, que me voy a desmayar de hambre! -Hay un refrán de mi pueblo que dice, pues: “el hambre es la mejor de las salsas”, mi sargento. -¡Calla, cabronaso! -dijo Nogueras sin poder contener la risa-. ¡Que estamos de servisio y aún tenemos faena, nano! -A la orden, mi sargento.

La faena que les quedaba por delante iba a ser mucho más ingrata y peligrosa de lo que en el peor de los supuestos se hubieran atrevido a imaginar. Y es que aquel maldito camión ruso, o de dónde quiera que fuese, iba a poner a prueba muy pronto todos los recursos profesionales de los guardias.


IV

Alto del Tossal, 16. Sólo Nogueras pudo ver el cartel indicador. Briongos se había quedado trabado en un adelantamiento a la caravana de vehículos mientras el sargento se le escapaba sin remedio entrando arriesgadamente en las curvas ciegas por el carril contrario para terminar la maniobra. El número no se atrevió a tanto y sólo rebasaba a los vehículos, de uno en uno, o de dos en dos a lo sumo, cuando la visibilidad le indicaba que podía hacerlo sin peligro, de modo que el sargento ya se le había marchado tan lejos que desistió de seguirle y aflojó el ritmo hasta ajustarlo a sus condiciones reales de pilotaje. Nogueras entretanto ya tenía el camión a la vista, apenas a trescientos metros por delante, pero la carretera era tan retorcida que constantemente lo volvía a perder, como si la montaña se lo escamotease, y tardaba un tiempo que se le antojaba eterno en volver a divisarlo, y cuando lo hacía tenía la


desconcertante sensación de que la distancia entre ambos en lugar de disminuir se mantenía constante. De todos modos decidió bajar la marcha para que llegase Briongos, al que hacía tiempo que había dejado de ver por los espejos retrovisores. Definitivamente al maño se le seguía atragantando este puerto, pensaba Nogueras, y lo que había hecho en los primeros kilómetros de la subida podía considerarse únicamente como fruto de la casualidad o de un momento especialmente inspirado que no tenía porqué volver a repetirse. Briongos tardó aún un buen rato en establecer contacto con el sargento, cuando éste ya se desesperaba con la demora, con el resultado previsible de que el camión volvió a escaparse tan lejos que pasaron a verle otra vez por encima de sus cabezas, en los tramos superiores que buscaban la cumbre. Fue ahora el sargento quien bajó a la altura de Briongos para hablarle sobre la marcha: -Escucha lo que te voy a desir, vamos a ver si acabamos con este juego del ratón y el gato de una puta ves y nos hasemos con el camión aunque sea a tiros. -Sí, mi sargento. -Y para los tiros cuento contigo, Briongos, no me falles. -No fallaré, mi sargento. -Bueno, pues entonses te voy a explicar lo qué vamos a haser.

Los planes de Nogueras ya contemplaban abiertamente la posibilidad de tener que usar las armas si el camión no se detenía empleando procedimientos pacíficos o si intentaba alguna maniobra peligrosa contra ellos, especialmente vulnerables encima de las motos y en aquel terreno, y básicamente lo que se proponía el sargento era rebasarle y tratar de detenerlo mientras Briongos se quedaba detrás guardándole las espaldas por lo que pudiera suceder. El número asintió. -Arreando, pues -decidió Nogueras abriendo gas de nuevo.

Y de inmediato volvieron los problemas para Briongos, que en no pocas curvas se encontró saliendo con la moto atravesada y dando bandazos de un lado a otro de la carretera y a punto de


colarse entre dos mojones de cemento de los quitamiedos y caerse por un barranco. El sargento ya no le mostraba los dedos, simplemente apretaba los dientes y aceleraba con furia, y eso mismo es lo que hizo el número, ya sin pensar en nada, ya sin temer una caída, simplemente resignado a lo que tuviera que ocurrir, dando por bueno que moriría si ese era su destino aquel día de verano, y a buen seguro que con el estómago vacío, pues era probable que se fuera de este mundo sin satisfacer el último deseo de tomar unas albóndigas con patatas y salsica de la Venta la Reme, y esto sí que le jodía, más incluso que la probabilidad de morir despeñado en el Alto del Tossal. Pero por lo menos, seguramente de milagro, en esta ocasión no llegó a perder en ningún momento la rueda de Nogueras.

Fue a la salida de una serie de curvas ciegas, enlazadas y en subida, cuando estuvieron a punto de estrellarse contra el camión. Se lo encontraron detenido en mitad de la calzada, sin motivo


aparente, a cien metros escasos de la cima del Puerto. Nogueras, que como siempre iba abriendo la marcha, pasó todo tipo de apuros humanos y divinos para esquivarlo. Incluso cuando ya lo había esquivado pensó que tampoco podría evitar la caída. Fue una suerte, desde luego, que no viniera nadie de frente, porque no tuvo otra alternativa que salir al carril contrario en un acto reflejo e instantáneo. Briongos, unos metros por detrás, dispuso de más tiempo para reaccionar, pero el susto fue mayúsculo y le faltó poco para meterse bajo la caja del camión. Con la moto derrapando sin control se coló tras la estela del sargento y cerca estuvo de chocar contra él en el último y angustioso instante de tan arriesgada maniobra. La inercia de la velocidad todavía les llevó con las motos inclinadas unos metros hacia arriba, muy cerca ya del Alto del Tossal. Aparcaron junto a las paredes de roca de la cuneta y se bajaron sin aliento. Con la agitación del momento no lo sentían, pero el frío era espantoso allí arriba, a casi dos mil metros de altura. Sacaron sus armas y empezaron a caminar hacia el camión con más indignación que miedo, en realidad, pero apenas si habían avanzado unos pasos cuando el camión volvió a ponerse en movimiento. -¡La mare de Deu dels Desamparats! -exclamó Nogueras viendo que el vehículo se les echaba encima. -¡Alto a la Guardia Civil! -gritó Briongos extendiendo los brazos y apuntando con su pistola. Pero el camión no se detuvo. En la cabina viajaban dos hombres. Durante un segundo los guardias pudieron ver sus rostros tensos y desencajados al otro lado de la luna del parabrisas. Después sonó un disparo. El sargento Nogueras no supo al principio quién había disparado, porque el hombre que iba de copiloto asomaba los brazos por la ventanilla izquierda del camión, pero también podía haber sido Briongos, aunque no se atrevía a asegurarlo. Briongos, por su parte, pensó que el primer disparo procedía de Nogueras, que estaba a su espalda. Fue todo muy confuso, aunque enseguida estuvo claro que allí no había mucho de que hablar. Sonaron más disparos, cuatro o cinco, quizá, y en las dos direcciones. Nogueras ya no pudo hacer otra cosa sino encomendarse a la puntería de Briongos, porque incluso a tan corta distancia y con la lógica precipitación, la suya no daba para mucho, y pese a todo tiró un par de veces, sin saber adónde. Alguno de los


impactos le hizo un agujero limpio al parabrisas del camión, que sin embargo no se detuvo y estuvo cerca de arrollar a los guardias, y los hubiera arrollado si estos no hubieran tomado la precaución de apartarse a la cuneta, casi junto a sus motos, sin dejar de pensar que allí tirados al descubierto les iban a acribillar sin contemplaciones. Briongos disparó varias veces para cubrirse mientras el camión les rebasaba y seguía su marcha hacia la cima del puerto. -¡Me cago en su puta madre, Briongos, que se nos escapan! -gritó Nogueras. -¡Tire a las ruedas, mi sargento, a las ruedas!

Pero Nogueras no podía disparar a ninguna parte porque al tumbarse en la cuneta se había clavado una piedra en la espalda y estaba paralizado por el dolor. Briongos consiguió incorporarse de mala manera y volvió a disparar precipitadamente contra la trasera del camión. Las detonaciones de su pistola sonaron con un breve y apagado pac, pac, que el eco de la montaña se encargó de amplificar en una sostenida sucesión de reverberaciones lejanas. Tuvieron cierta suerte, no obstante, ya que uno de los proyectiles del número acertó a impactar en el neumático exterior derecho de las ruedas gemelas posteriores, que se deshizo enseguida en unos largos jirones de goma, pero aún así, renqueando, el camión coronó la cima muy despacio y le perdieron de vista. Nogueras se levantó entonces con un alarido de dolor. -¿Se encuentra usté bien, mi sargento? -Me encontraría mejor en una sauna rodeado de donsellas -bromeó Nogueras al comprobar que lo de su espalda no parecía grave y ninguno estaba herido-, pero no me puedo quejar. ¡Vamos a por ellos, collóns, que ya son nuestros!


V

Subieron en las motos de nuevo con las sirenas apagadas, y al alcanzar la rasante del Alto del Tossal se detuvieron precavidamente a estudiar la situación. En la cima se abría una amplia explanada a modo de mirador panorámico desde el que podía divisarse toda la comarca. Como de costumbre, soplaba un ventarrón fuerte y helado que traspasaba hasta el alma de los guardias después de haber traspasado el fino tejido de sus ropas, de modo que ambos tiritaban de frío como no recordaban haberlo hecho nunca en verano. Lo habitual hubiera sido encontrarse allí arriba media docena de coches aparcados y algunos turistas dispersos, abrigados con jerséis, tomando fotos o mirando por los prismáticos, pero sin embargo esta vez no había nadie. O eso es al menos lo que creyeron al principio, porque según terminaron de coronar la cima del Puerto volvieron a ver el camión, a escasa distancia, rodando lentamente y escorado sobre la llanta derecha trasera ya casi a punto de detenerse. Los dos guardias se miraron con complicidad: era la oportunidad que


estaban necesitando para terminar su misión. Avanzaron muy despacio, casi al ralentí. Nogueras dijo: -Ahora con mucho cuidado, Briongos. -Más nos vale, mi sargento.

Pararon las motos en silencio, se bajaron, se parapetaron tras ellas y sacaron sus armas. La protección de las motos no podía decirse que fuese la más adecuada en una situación así, pero en aquella vasta explanada no había otra mejor. El camión se detuvo por fin y la puerta del acompañante empezó a abrirse poco a poco. Lo primero que asomó de su interior fue una mano que empuñaba una pistola. Después un pie, que se posó en el suelo con sigilo. Luego el otro. Briongos se arrodilló, apoyó los brazos estirados en el asiento de la moto sin dejar de apuntar con su arma, y susurró: -Usté vigile la puerta del conductor, mi sargento.

Nogueras asintió, imitando de inmediato la postura de su compañero. En realidad la distancia que les separaba del camión era tan corta que incluso un tirador discreto como él por fuerza habría de hacer blanco. Aunque eso nunca se sabía, porque se notaba tenso y agarrotado como pocas veces. Su dedo índice temblaba ligeramente sobre la superficie del gatillo de la pistola, atravesado por una especie de calambre que no podía dominar, y en las rodillas se le clavaban pequeñas chinas sueltas del pavimento que le hacían ver las estrellas y le impedían concentrarse en la delicada situación que se avecinaba. Temía que se le pudiera escapar un tiro incontrolado de un momento a otro y seguramente antes de tiempo. Sólo la cercana presencia de Briongos, con toda la seguridad y el aplomo que mostraba en momentos críticos como este, consiguió sosegarle un poco. Pero era entonces cuando comprendía que estos avatares peligrosos de su profesión no estaban hechos para él. Lo suyo era montar en moto, patrullar por las carreteras, dirigir el tránsito, pedir papeles y poner multas de vez en cuando. Lo de enfrentarse a tiro limpio con los delincuentes nunca le había gustado, y por lo que él sabía no es que a otros compañeros suyos les gustase tampoco, lo que ocurre es que lo afrontaban con mejor


talante. Estaba pensando en estas cosas cuando escuchó un disparo. Y luego otro, y otro, y otro. -¡Toma, cabrón! -exclamó Briongos.

El hombre que intentaba bajar del camión había quedado tendido en el suelo boca arriba. Dos certeros disparos de Briongos acababan de derribarle fulminantemente sobre el frío asfalto de la explanada. Tal vez sólo estaba herido y desarmado. El tercer disparo habría procedido probablemente de aquel hombre caído y a buen seguro que no se había perdido muy lejos de sus cabezas. No era ninguna tontería suponer que pese a la puntería y temple del número la probabilidad de que les matasen aquellos tipos del camión era demasiado elevada. Y en efecto el conductor fue el siguiente en intervenir. Sucedió todo muy rápido. La otra puerta del camión se abrió de golpe y los guardias dispararon instintivamente. Incluso Nogueras lo hizo. Los cristales de la ventanilla saltaron por los aires y un segundo después un cuerpo rodó ágilmente por el suelo para parapetarse de inmediato delante del vehículo. Vieron que el hombre llevaba un arma larga, probablemente un subfusil, y al momento escucharon una ráfaga, breve pero terrible, que sonó como un redoble de tambor muy cerca de sus oídos. -¡Fuera de aquí, fuera de aquí, mi sargento! -chilló Briongos levantándose y echando a correr para alejarse de las motos. -¡Collóns!

Nogueras le siguió como impulsado por un resorte. Llegaron al borde de la explanada y se arrojaron al vacío casi sin tiempo de calcular la altura de la caída y sus posibles consecuencias. Tuvieron suerte. Fueron apenas dos metros. El sargento se hizo daño en una pierna pero se levantó enseguida bastante satisfecho de su destino: era preferible esto antes que recibir un tiro de aquel individuo. Sonaron más ráfagas. Saltaron esquirlas de la K-75 de Briongos. Luego se produjo un corto estallido y la moto quedó envuelta en una bola de fuego y humo negro. El maño se llevó las manos a la cabeza:


-¡Madre mía, Virgen de la Pilarica!

La Bmw de Nogueras, alcanzada por las llamas, se incendió también. Los depósitos de combustible estaban prácticamente llenos. El sargento apretó los puños sin poder contener la ira que le embargaba en esos momentos. -¡Vamos ya por este fill de puta, Briongos, vamos ya! Briongos sacudía la cabeza sin dar crédito a lo que estaba viendo, las dos motos convertidas de repente en dos teas ardientes en el alto del Puerto y aquel maldito cabrón poderosamente armado y dispuesto sin duda a acabar con ellos de un momento a otro. -¡Quiero meterle ahora mismo un tiro entre las sejas a este fill de la gran puta, Briongos! -seguía rugiendo Nogueras completamente congestionado.

Los guardias trataron de ordenar sus ideas. Agazapados al otro lado del muro de contención que sustentaba la explanada por lo menos de momento estaban a salvo. A sus pies se abrían unos tremendos precipicios de roca viva por los que podían despeñarse si daban un mal paso. El viento seguía soplando con una furia descomunal, pero ellos en realidad sentían más miedo que frío. Y hambre, mucha hambre. Tal vez la solución pasaba por pillar a aquel hombre entre dos fuegos o esperar a que llegase la ayuda prometida, si es que llegaba. Optaron por lo segundo. Tampoco aquel enemigo tenía posibilidades de huir, como no fuese corriendo carretera adelante, pero esto le volvía demasiado vulnerable. Y además, por alguna extraña razón hacía mucho rato que no transitaba ningún vehículo por este paraje. Estaban completamente solos los tres en aquel territorio inhóspito. Los cuatro, si contaban al hombre que había caído al comenzar la refriega. Podían verle tumbado en el suelo boca arriba junto a una rueda delantera del camión. De vez en cuando se movía y le hacía señas a su compañero para que le auxiliase, pero éste, prudentemente, no se le acercaba. Ambos eran tipos corpulentos y rubios, probablemente de origen eslavo. Los guardias sabían que las mafias rusas llevaban algún tiempo operando en la comarca de las Tierras Grises. Prostitución, armas, secuestros.


Estaban avisados acerca de la extrema peligrosidad de estas bandas, pero nunca hasta hoy habían tenido ningún encuentro con ellas. Ahora podían constatar en carne propia lo arriesgado que resultaba enfrentarse a ellas.

El viejo camión Mercedes había sido sin duda maquillado para hacerlo pasar desapercibido. En la caja frigorífica podía leerse: Transportes cárnicos Jiménez Berrocal. Briongos preguntó: -¿Qué es lo que cree usté que llevan dentro, mi sargento, pues? -No lo sé, Briongos, no lo sé. Y prefiero no imaginármelo. Agazapados tras el muro, entre dos mojones de cemento encalados, los guardias seguían al acecho sin soltar las armas de la mano. Fue una larga y silenciosa espera. Las motos aún humeaban, ya sin llamas, sobre la explanada. Todo lo que iba quedando de ellas era el chasis desnudo y costroso con pegotes negros de plástico derretido. Era la primera vez que se perdían dos vehículos del parque móvil del puesto de Ventolana, y habían tenido que ser precisamente los suyos. El hombre que estaba tendido en el suelo comenzó a arrastrarse penosamente sobre la espalda ayudándose de los brazos. Por alguna razón no podía levantarse ni darse la vuelta. Probablemente tenía paralizadas las piernas. Briongos no era capaz


de precisar si le había alcanzado una vez, o las dos, ni en dónde. La pistola se le había escapado unos metros más allá al caer, y quedaba lejos de su alcance. De todos modos aquel hombre estaba completamente indefenso y a tiro de los guardias en todo momento. Y de repente, cuando menos lo esperaban, vino a ocurrir algo increíble que precipitó rápidamente el desenlace de la situación.

Un automóvil irrumpió de pronto en la cima del puerto. Circulaba muy despacio. El hombre armado abandonó la protección del camión y salió tras él empuñando lo que parecía, en efecto, un subfusil. Los guardias comprendieron que la presencia de aquel vehículo era casual y que el hombre se disponía a tomarlo por la fuerza para huir. Entonces Briongos estiró los brazos, apuntó con la pistola y disparó. Un solo tiro. El sujeto se derrumbó en mitad de la carretera como un saco vacío mientras el coche seguía su camino puerto abajo ajeno a este suceso. -¡Dios, le he pegao en toica la cabeza! -exclamó el número como si no acabara de creerlo. Nogueras respiró profundamente. Pudo sentir cómo los pulmones se le llenaban de un aire tan helado que casi quemaba. -Creo que te mereses un buen premio, Briongos. ¡Quisá un assenso, collóns! -A la orden, mi sargento. Todo había terminado. Volvieron a la explanada y, una vez liberados de la tensión, empezaron a tiritar de frío sin poder contenerse. Estaban solos a casi dos mil metros de altitud, en camisa de manga corta, sin motos, sin emisora, sin nada. Pero estaban vivos. Según se iban acercando hacia los cuerpos caídos, primero al que yacía en la carretera, luego al otro, que no dejaba de moverse, a Nogueras le vino a la memoria una frase que había leído tiempo atrás en un libro, aunque no recordaba cuál, y no pudo resistir la tentación de pronunciarla, siquiera para sus adentros: La muerte es como una flecha que ya ha sido lanzada, y tu vida dura sólo hasta que te alcanza.


VI

AGOSTO ARDIENTE

La heroica proeza del sargento Nogueras y de su compañero Briongos en el Alto del Tossal dio mucho de que hablar en los días siguientes. Por supuesto los periódicos locales se ocuparon de la noticia otorgándole enorme eco y relevancia, relatando con todo lujo de detalles cómo se había desarrollado el suceso y sin escatimar lo más mínimo los merecidos elogios a que los guardias se habían hecho acreedores con su valiente intervención. Asimismo, gentes de toda la comarca de las Tierras Grises hablaban y opinaban sin cesar del tema, engrandeciendo involuntariamente las figuras del sargento valenciano y del número aragonés hasta dotarlas de una excelencia casi mítica que les elevaba por encima de los simples mortales. Extraña actitud esta de las gentes, sin embargo, pues hasta aquel día ambos guardias habían sido notablemente impopulares entre la población autóctona a causa de su estricto celo


profesional en la carretera cumpliendo su cometido de imponer sanciones de tráfico y verificar documentaciones y permisos. Y eran tan inflexibles con las infracciones, sobre todo Nogueras, que muchos automovilistas y camioneros conocidos de los contornos ni siquiera se habían dignado saludarles hasta ese mismo momento en que fueron elevados a la condición de héroes. Esto al sargento no podía por menos que sacarle de quicio: -Che, hay que ver cómo es la gente, Briongos. Si por ellos fuera, deberíamos andar a tiros todos los días con los delincuentes para que nos tuvieran un poco en considerasión. -Diga usté que sí, mi sargento. Con lo malamente que se pasa a veces patrullando, pues, y que nadie nos lo reconozca… Somos unos incomprendidos y unos pobrecicos. -No tanto, Briongos, no tanto. Tampoco hay que exagerar.

La primera consecuencia de aquella actuación brillante y arriesgada fue el desmantelamiento de una poderosa red mafiosa de origen ruso dedicada a la trata de blancas, tráfico de drogas y blanqueo de capitales. Y es que, en efecto, los dos hombres abatidos en el puerto por la mano precisa de Briongos -uno muerto, el otro herido de gravedad-, resultaron ser apenas un pequeño eslabón en la larga cadena de transmisión de una organización tan peligrosa como bien ramificada que llevaba meses operando en la comarca y en el resto de España. Lo que encontraron los agentes enviados en auxilio de Nogueras y Briongos en el camión frigorífico tiroteado en el Alto del Tossal, no por sospechoso o intuido, dejó de sorprenderles. En realidad, como también sospechaban, no se trataba de un furgón frigorífico, sino de una caja especialmente adaptada para el transporte de personas, con dos filas de bancos de madera dispuestos longitudinalmente. Y de allí dentro, cuando al cabo de un rato los agentes recién llegados consiguieron forzar el candado que protegía el portón trasero, empezaron a desfilar una detrás de otra hasta media docena de mujeres jóvenes -alguna incluso menor de edad, probablemente-, que se tapaban la cara con las manos no se sabía bien si por vergüenza o por miedo.


Esto fue lo último, y de pasada, que vieron los dos guardias allá arriba, porque enseguida se les acercó un hombre de paisano y se los llevó aparte. -Buen trabajo, Nogueras -dijo. -Grasias, mi comandante, pero el mérito en realitat es de Briongos. Entonces aquel hombre se aproximó a Briongos y le puso la mano en el hombro. -Enhorabuena, Briongos. En el Cuerpo estamos orgullosos de tener servidores del orden tan ejemplares como usted. Briongos se cuadró y saludó con marcialidad: -¡A la orden, mi comandante!

A continuación les ofrecieron unas mantas para protegerse del intenso frío, les montaron en un Nissan Patrol oficial en compañía de otros tres agentes y comenzaron el descenso del Puerto en dirección a la casa cuartel de Ventolana, su residencia y base de operaciones. Por el camino se cruzaron con varias ambulancias y otros vehículos de la Guardia Civil que se dirigían al lugar de los hechos. Nogueras les hizo saber a sus compañeros que estaban sin almorzar y tenían un hambre atroz, lo que bastó para que uno de los guardias les entregase su propio bocadillo, que partieron en dos mitades y se comieron con voracidad agradecida. Cuando al cabo de un buen rato llegaron a la casa cuartel de Ventolana les permitieron visitar a sus familias y darse una ducha antes de llevarles a declarar ante el juez. Después la superioridad les informó de que iban a disfrutar de una semana de vacaciones en cuanto se esclareciesen completamente todos los hechos en los que acababan de intervenir.

La segunda consecuencia de aquel episodio en el que se habían visto involucrados fue que la esposa del sargento Nogueras, de unos años a esta parte bastante mojigata, distante y escasamente complaciente con su marido (tanto que la mayoría de las noches incluso dormían en habitaciones separadas), se encontró repentinamente poseída por un incontrolable ataque de furor


uterino que se prolongó por espacio de tres días. Nogueras, como es natural, no salía de su asombro, primero cuando observó que el frigorífico estaba lleno a rebosar de botellas de champán, bandejas de marisco y de otros extraños víveres, sobre todo esos pequeños tarros de cristal con etiquetas escritas en caracteres cirílicos que contenían unas misteriosas bolitas negras. Después, cuando comprobó que su esposa había cerrado la casa por dentro y escondido todas las llaves, incluidas las de él, que no las encontraba por ninguna parte. Y luego, al apreciar que ni el comportamiento ni el aspecto físico de ella eran los habituales, sino mucho mejores, insólitamente.

La mañana en que comenzó todo, Nogueras disfrutaba de su primer día de vacaciones y se despertó tarde en la cama en donde dormía solo. No la vio venir, pero de repente se encontró a su esposa tendida a su lado acariciándole con deseo. El sargento se sobresaltó:


-¿Pero se puede saber qué hases? -¿Es que no lo notas? -le dijo su mujer-. Te estoy acariciando. Nogueras refunfuñó apartándose de ella. -¿Y a qué viene esto? -Venga, abrázame, tonto. El sargento se levantó de la cama en calzoncillos, subió la persiana y se acercó a la puerta de la habitación con intención de marcharse. Y entonces pudo verla bien. Llevaba un salto de cama negro y de encaje a través del cual se transparentaban todas sus rotundas formas femeninas, un tanto caídas y fláccidas a sus cuarenta y tantos años, es cierto, pero de alguna manera todavía rotundas, al fin y al cabo. Pero aún había más: se había soltado el pelo en una larga melena negra que le caía sobre los hombros y llevaba los ojos pintados con hábiles sombras que le otorgaban a su mirada un aspecto en verdad seductor. Y eso por no hablar de sus labios, también coloreados con trazo firme, rojo y brillante, o de sus piernas, blancas, recién depiladas y seguramente suaves como la seda al tacto brusco de la mano de él, cosa extraña en esta mujer que no solía depilarse. Pero cuando Nogueras vio que además calzaba unos zapatos rojos de afilado tacón, casi se le escapa un grito. Y cuando ella se levantó de la cama y empezó a caminar hacia él taconeando como una golfa, pasándose la lengua por los labios y las manos por la base de los pechos, el sargento se acojonó inevitablemente. Le costaba trabajo creerlo, pero aquella vampiresa era su propia esposa. No sabía qué decir. En ese momento estaba completamente noqueado. -Venga, tonto, ven aquí -ronroneó ella sin dejar de sacar la lengua. -¡Collóns, xiqueta! -acertó a responder el sargento, pero se sobrepuso enseguida a la emoción-: ¿Se puede saber qué mosca te ha picado? -La mosca del amor -dijo ella contoneándose como si estuviera sobre el escenario de un cabaré-. ¡Ven aquí, mi héroe, que he oído que eres un héroe!


El sargento torció el gesto. Aquello, sin duda, de un momento a otro, iba a escapar a su control, y él no quería perder nunca el control, y mucho menos delante de su mujer. -No digas tonterías, anda, y quítate eso, que pareses… -Que parezco una puta, ¿a qué sí? -soltó ella, adelantándose a los pensamientos del guardia-. ¿Y qué? ¡Hoy quiero ser tu puta y quiero que tú seas mi héroe! Nogueras protestó, aun a sabiendas de lo inútil que resultaba su protesta. -Yo no he dicho eso. Y además, estamos en un cuartel de la Guardia Sivil y tenemos que guardar la compostura. -¡A la mierda con la compostura! -gritó la mujer mientras se despojaba bruscamente de la sugerente lencería para quedarse completamente desnuda frente al sargento-. ¡Vamos a la cama ahora mismo!

A Nogueras se le escapó una mueca de disgusto y estuvo a punto de rogarle a su esposa que volviera a ponerse el salto de cama: desnuda del todo le excitaba mucho menos. Quizá no le excitaba en


absoluto. Aunque en realidad no quería excitarse. Pero aquellos lujuriosos zapatos rojos de tacón seguían estando ahí, y ella movía los pies con impaciencia sobre el parqué del dormitorio, y seguía pasándose la lengua por los labios, y manoseándose los pechos, seguramente más para provocarle a él que como consecuencia de la propia excitación que sentía, una excitación que le había sido ajena durante largos años de matrimonio. -Por la tarde, si quieres, hasemos la siesta -concedió Nogueras, más que nada para ganar tiempo. -Nada de siestas -decidió su mujer mientras se le acercaba guiñándole un ojo-. Tú y yo nos vamos a dar un homenaje ahora mismo. Y sin decir más le metió la lengua hasta la garganta. Nogueras decidió no resistirse. No hubiera servido para nada y además, llegado el caso, como ahora, él era un hombre débil. Su carne era débil. Sin saber cómo, se encontró de repente con los calzoncillos a la altura de las pantorrillas y vio como la cabeza de ella resbalaba por su cuerpo hasta posarse a la altura del ombligo. Después sintió una terrible oleada de calor pegajoso y húmedo en la zona más sensible de su anatomía y a continuación una serie de gratos calambres que casi le hicieron soltar un gemido. Aquello era lo nunca visto. -Cheee…, xiqueeeta -habló a trompicones-, ¿dónde has aprendido… a haser… esta cochinaaada? Ella se separó ligeramente de su cuerpo, en cuclillas como estaba, y levantó la cabeza para mirarle. -¿Es que no te gusta? -le dijo con regocijada malicia-. Lo he visto en una película porno -y volvió a ocuparse de su tarea con ánimos renovados. -No…, si es lo que yo digo…, que había que prohibir… el sine porno. Nogueras le sujetó la cabeza con las dos manos como si pretendiera de este modo ejercer algún tipo de contención sobre las acometidas de su mujer, que por momentos se iban volviendo más y más enérgicas, y él ya empezaba a temer dos cosas, o bien un rápido y previsible desenlace de la situación en la parte que a él


mismo le correspondía, dadas las circunstancias (lo cual le provocaba cierto pudor), o bien, y esto le producía angustia, un accidente físico irreparable en la otra parte que también le correspondía si su señora, llevada por el entusiasmo de su bisoñez o por un repentino arrebato de enajenación, se excedía en sus maniobras. En tal tesitura el sargento comprendió que para evitar tales peligros sólo tenía una opción: -¡Para, para, para, para! ¡Para ya, xiqueta, la mare de Deu! Pero ella no se detuvo hasta llegar al final. Por suerte, Nogueras sólo tuvo que sufrir el sonrojo del pudor y, superado este placentero y sorprendente preámbulo, continuaron con un homenaje que se prolongó durante tres días con sus tres noches de un mes de agosto tan ardiente dentro de aquel cuarto como sobre las losas del patio de la casa cuartel de Ventolana.


VII

El primero de los muchos asaltos carnales que en horas sucesivas iban a sucederse entre Nogueras y su mujer se prolongó casi hasta la hora de comer. Para entonces la atmósfera de la habitación ya se había enrarecido como consecuencia del sofocante calor de agosto en aquellas casas antiguas de la Benemérita, humildes y mal ventiladas, y los propios efluvios segregados por sus cuerpos, largo tiempo separados por la indiferencia o la apatía, y que ahora se reencontraban para entregarse con renovada fogosidad a los placeres venéreos. Pero lejos de hallarse satisfecho por este apasionado reencuentro, que Nogueras estimaba simplemente casual dada su reciente condición de héroe, cosa que sin duda había estimulado la libido dormida de su remilgada señora -y podía ser la única razón-, lo que al sargento le apetecía en realidad era escaparse cuanto antes al bar del cuartelillo para comerse un buen plato de ensaladilla rusa fresquita y una ración de chuletas de cordero con unos vasos de vino, tomarse un café largo con hielo y


fumarse un espléndido Farias mientras jugaba unas partidas de dominó con otros colegas francos de servicio, para luego, cuando hubiera bajado un poco el sol sofocante del verano, coger su ZZR1100 y darse una vuelta por las carreteras de la comarca hasta la hora de la cena. Que para eso estaba de vacaciones, y merecidas vacaciones conseguidas en brillante acto de servicio, además, cosa que ocurría raras veces. Sin embargo, su mujer, a la que estaba deseando perder de vista durante unas horas y a la que con total seguridad perdería de vista tres días después por espacio de dos semanas -se marchaba a Benidorm en un viaje organizado en compañía de las esposas de otros guardias-, se iba a encargar de estropearle los planes, como de costumbre. De momento Nogueras se levantó de la cama empapado en sudor y se dirigió al cuarto de baño. -¿Adónde va mi héroe? -le preguntó ella, todavía desnuda y tendida en el lecho, con premeditado tono de burla. -A mear y a ducharme -respondió el sargento de mal humor-. ¿O es que ya no puede uno mear ni ducharse?

Entonces su mujer se pasó una mano por el pubis y por los pechos y luego le tiró un beso soplando sobre la palma abierta como había visto hacer a algunas artistas en la televisión. -Vale, pero no tardes, que me enfrío. Nogueras entró en el baño y abrió el grifo de la ducha. Después orinó copiosamente en el inodoro y tiró de la cadena. Se metió bajo el chorro de agua helada de la ducha y se dio un prolongado remojón para refrescarse. Aquello era una delicia y no encontraba el momento de cerrar el grifo y salir de la bañera. Pero cuando estaba a punto de hacerlo, apareció su señora bajo el umbral de la puerta. Al sargento se le vino el mundo encima. -Nunca lo hemos hecho en la ducha -dijo ella sonriendo con lascivia. -¡Ni lo vamos a haser! -saltó Nogueras envolviéndose en una toalla-. Por hoy ya está bien.


-Estará bien para ti, pero yo tengo más ganas -explicó su señora mientras se le acercaba-. ¿No le vas a echar más polvos a tu pobre mujercita salida? -¿Qué manera de hablar es esa? -le recriminó el guardia-. ¿También has aprendido ese vocabulario de las películas porno, collóns? -De las películas porno he aprendido otras cosas que te voy a hacer enseguida -le explicó la mujer entrando en la bañera sin quitarse sus zapatos rojos de tacón, por lo que estuvo a punto de caerse-, y que vas a ver las estrellas, mi héroe.

Sin saber cómo, Nogueras se encontró ahora con la toalla caída a sus pies en el fondo de la bañera vacía. Intentó un breve forcejeo con su esposa, pero fue en vano. La única forma de poner fin a este nuevo asalto pasaba por utilizar la fuerza bruta, pero temió no encontrar la proporción adecuada de fuerza y excederse en su resistencia, lo cual probablemente habría traído consigo unas consecuencias peores que las que trataba de evitar. Así es que la lengua de ella le buscó otra vez lo más profundo de la garganta mientras sus manos le masajeaban los glúteos y su cuerpo sudoroso y ardiente se le venía encima nuevamente con toda su fogosidad desatada para empujarle contra la pared de baldosines verdes y dejarle tan inmovilizado e indefenso como pocas veces en su vida se había sentido. Lo malo de todos estos juegos eróticos que maliciosamente promovía su esposa es que Nogueras no quería excitarse con ellos, y de hecho al principio, desde su pasividad, ni se inmutaba, pero apenas transcurridos unos instantes sin dejar de recibir manoseos, roces y lengüetazos ya estaba él otra vez a punto de caramelo, con lo cual difícilmente podía inhibirse ni alegar ningún pretexto para interrumpirlos antes de su consumación. Sin embargo esta vez la suerte vino en su ayuda: -Ponte a cuatro patas, cariño -le pidió ella de repente-, a cuatro patas como si fueras un perro. -¿Pero qué dises? ¿Para qué me voy a poner a cuatro patas?


-Haz lo que te digo, que te voy a hacer una cosita rica que te va a gustar. Nogueras obedeció con desconfianza y se puso a cuatro patas sobre el fondo metálico de la bañera. Se sentía ridículo y humillado en esta postura y además, se hacía daño en los codos y en las rodillas. La mujer apoyó uno de los brazos sobre su espalda desnuda y aún húmeda, y notó todo el peso de ella sobre su cuerpo como si fuera a partirle en dos. No supo porqué, pero tuvo un desagradable presentimiento y volvió la cabeza justo a tiempo de ver cómo se quitaba uno de los zapatos y lo blandía en el aire con el amenazante tacón, afilado como un puñal, ya muy cerca de sus nalgas. El sargento pegó un brinco para incorporarse y al hacerlo se golpeó en los riñones contra el grifo de la ducha. Pero el dolor no era mayor que su indignación. -¡Pero bueno, tú te has vuelto loca, o qué! ¡La mare de Deu, pues no me iba a meter el tacón por el…, la muy…!

Estuvo a punto de darle una bofetada, pero se contuvo. Tenía que salir de allí cuanto antes. Ella le miraba con una mueca bobalicona, entre divertida y pícara, mientras le manoseaba la entrepierna sin cesar. El sargento se revolvió: -¡Estate quieta ya, de una puta ves! Su mujer todavía llevaba el zapato en la mano y se lo ofrecía. -¡Métemelo tú, méteme el tacón, anda! -gritaba ella. -¡Qué te calles, collóns! Nogueras salió del baño, desnudo como estaba, y volvió a la habitación. Se puso unos calzoncillos limpios, una camisa, unos pantalones vaqueros, calcetines, unas deportivas y una cazadora negra de cuero. Cogió las llaves de la moto, la documentación, un casco, un par de guantes de entretiempo y unas gafas de sol. Pensó también en llevarse su pistola reglamentaria, pero rehusó al final. Las llaves de casa no consiguió encontrarlas, pero esto le daba igual: no tenía previsto volver en bastante tiempo. Quizá nunca. Sin embargo, cuando llegó a la puerta de la vivienda comprobó que estaba echada la cerradura. Su mujer también se había medio


vestido con una camiseta y unas bragas azules caladas y preparaba algo en la cocina. -¿Se puede saber por qué estamos serrados por dentro? -le preguntó. -¿Cerrados por dentro? No me habré dado cuenta. -Pues has el favor de abrir ahora mismo, que no encuentro mis llaves. -¡Huy, ni yo las mías! -respondió ella distraídamente mientras destapaba uno de esos tarros de cristal rellenos de misteriosas bolitas negras-. No sé dónde pueden estar.

El sargento se enfureció. En ese preciso instante habría sido capaz de apretar sus terribles manazas sobre el cuello de su esposa hasta verla muerta. Volvió a contenerse. No quería provocar un escándalo conyugal en el cuartel, y menos ahora, que todo el mundo le tenía por un héroe. Lo que se preguntó de pronto fue si acaso a Briongos su propia mujer le habría preparado un recibimiento semejante al suyo después del célebre episodio del Alto del Tossal. A lo peor también le tenía encerrado en casa y le estaba dando un homenaje. Y entonces recordó que en la consigna del cuerpo de guardia se conservaba una copia de las llaves de todas y cada una de las viviendas del acuartelamiento. Bastaría una llamada de teléfono para que alguien viniera a abrirle.


Acababa de decidir, además, que no iba a comer en el bar comunitario, sino mejor en la Venta la Reme. Estaba deseando subirse en la ZZR-1100 para hacerse a todo gas las mil y una curvitas de subida del puerto y luego el vertiginoso descenso de docenas de kilómetros antes de sentarse a la mesa a devorar unos pimientos rellenos y un suculento chuletón de buey poco hecho. Miró el reloj. Si le daba bien de caña a la Kawa podría presentarse en la Venta la Reme en poco más de hora y media, todavía con el comedor abierto y las brasas de la parrilla a punto. Naturalmente pensaba irse solo. Su mujer se quedaba en casa perfectamente alimentada con aquellas bolitas negras de tan extraña presencia que olían a pescado podrido y tenían un indescifrable nombre ruso. Aunque, pensándolo mejor, ¿por qué iba a comer solo? De eso ni hablar. De camino hacia el Alto del Tossal podía parar en el motel y tratar de convencer a Mónica, la exuberante camarera rubia, para que le acompañase. De alguna manera se las había apañado para averiguar que ella libraba los lunes, y hoy precisamente era lunes, de la misma forma que también se había enterado de que la chica era sobrina del dueño del motel y se alojaba en el mismo establecimiento.

Animado por estas buenas perspectivas, Nogueras descolgó el teléfono para hacer dos llamadas. Una al cuerpo de guardia, para que le liberasen del encierro doméstico al que su malvada esposa le tenía sometido, la otra a la Venta la Reme, para que le fueran reservando una mesa y el chuletón de buey más grande que tuvieran a mano, de no menos de ochocientos gramos, como a él le gustaban, y de carne gruesa, roja y sangrante. Se le hacía la boca agua sólo de pensarlo. Y si además la rubita del motel se venía con él a comer, hoy podía ser uno de los mejores días de su vida. Por eso se quedó estupefacto al comprobar que el teléfono no tenía línea ni emitía sonido alguno. Los cables estaban en su sitio, sí -llegó a pensar que su mujer los podía haber cortado-, pero no consiguió hacerlo funcionar por más que se dedicó a manipularlo. ¡Esto ya era el colmo! Buscó entonces su teléfono móvil por todas partes, pero tampoco lo encontró, pese a que estaba completamente seguro de que la noche antes lo había dejado sobre la mesilla. Congestionado por la ira volvió a la cocina. Su mujer descorchaba en ese momento una botella de champán y servía dos copas.


-¿Me puedes explicar qué collóns es lo que pasa hoy en esta casa? -le gritó-. ¡La puerta serrada a cal y canto, las llaves que no aparesen, el teléfono que no funsiona, mi móvil desaparesido…! ¡Y luego el sampán y las bolas estas negras, y tu lensería de fursia barata, y todas las cochinadas esas que me has hecho, y…! Apretó los puños casi hasta hacerse daño sólo por desahogar su rabia de alguna manera poco violenta, porque en verdad lo que hubiera deseado hacer, como antes, era estrangular a su mujer. -Tranquilo, cariño -dijo ella sin apenas inmutarse-. Estas bolas negras que dices son auténtico caviar del mar Caspio, muy afrodisíaco, como las ostras, los percebes y los langostinos. ¡Ah, y el champán! Ayer fui al mercado y llené la nevera con todas estas delicatessen que ves. ¡Para que nos pongamos muy cachondos los dos! De modo que aquellas malditas bolas negras eran el famoso caviar ruso. Jamás lo había visto antes. Pero el sargento, que no quería ponerse cachondo, que no quería volver a ponerse cachondo por nada del mundo con su arrebatada señora, consiguió, en cambio, ponerse de muy mala hostia al suponer lo que habría costado aquello y de dónde habría salido el dinero para pagarlo, es decir, de su propio bolsillo. Pero su mujer, que pareció adivinarle el pensamiento, se apresuró a tranquilizarle: -Se comenta por ahí que os van a dar una buena gratificación a Briongos y a ti, mi héroe, por los huevos que le echasteis en el tiroteo con los rusos. ¡Ah!, y también que os van a poner unas motos nuevecitas, último modelo, dicen. Y además, me tienes a tu lado, ¿no estás contento? Vamos a brindar.

Pues no, el sargento Nogueras no estaba para nada contento ni tenía el menor motivo para brindar. Para empezar, porque los rumores de la gratificación carecían del menor fundamento, que para eso les habían dado una semana de vacaciones, y eso ya era bastante. Para continuar, porque él sabía que las motos nuevas que les iban a poner en sustitución de las K-75 que se habían quemado en el Alto del Tossal no eran tales, sino todo lo contrario, probablemente dos vetustas R-80 desechadas de alguna comandancia más importante que la suya. Y para terminar, porque


la perspectiva de verse encerrado en aquel piso angosto como un calabozo, con su mujer mariposeando a su alrededor en bragas y zapatos de tacón -o peor aún, desnuda-, y el frigorífico lleno de caviar del Caspio, más bien le deprimía, sobre todo teniendo en cuenta que ya contaba las horas que faltaban para que ella se largase a Benidorm.

Así es que si no se descerrajaba ahora mismo un tiro en la cabeza con su arma reglamentaria era porque todavía soñaba con meterse unos pimientos rellenos y un chuletón de buey en la Venta la Reme, en la dulce compañía de la camarera Mónica, cosa que ya no iba a ser posible hoy, lamentablemente, tal y como se desarrollaban los acontecimientos, pero que bien podría suceder venturosamente al día siguiente, o al otro. -Venga -le dijo ella viéndole la cara excesivamente mustia-, anímate, tonto.


Con desgana cogió la copa de champán que le ofrecía su mujer y brindó abandonándose a su suerte. Después se la bebió de un trago. Por lo menos el champán estaba bueno. Bebieron más copas y comieron caviar. Tampoco le disgustó, pese a su olor y su aspecto. Lo malo fue que, al cabo de una hora más o menos, aquella cuarentona caduca devenida en ninfómana volvió a desnudarse para acorralarle contra la pila del fregadero. Y él, simplemente, una vez más, se dejó hacer: no por casualidad era un hombre de carne débil. Demasiado débil. Eso sí, esta vez por precaución le hizo quitarse los amenazantes zapatos rojos de tacón y los arrojó al pasillo.


VIII

No consiguió el sargento Nogueras salir de su domicilio ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles. Tampoco pudo comunicarse por teléfono con el exterior, y menos aún por el móvil, que ni siquiera lo encontró, como tampoco encontró las llaves de la casa. Durante esos tres días los asaltos sexuales de su esposa (él se habría atrevido incluso a calificarlos como agresiones), se fueron sucediendo a intervalos más o menos regulares con breves pausas para dormir un sueño ligero y accidentado que a él le llenaba la cabeza de sobresaltos muy semejantes a los que producían las pesadillas, quizá porque todo esto que estaba viviendo no era, en el fondo, sino una pesadilla. A veces, en mitad de la noche, ella se le subía encima, o le manoseaba, o le pasaba la lengua húmeda por sus partes más delicadas y ya doloridas por el esfuerzo y la tensión constante a la que se veían sometidas, o se le restregaba por el cuerpo como una perra en celo, pero el sargento, cuando se despertaba


completamente, no era capaz de discernir si todo aquello había sucedido realmente o sólo lo había soñado. En una ocasión, de madrugada, aprovechando que su mujer había salido al baño, decidió echar el pestillo de la habitación. No fue una buena idea, porque cuando ella regresó se puso a aporrear la puerta histéricamente. -¡Abre, abre inmediatamente! ¡Abre, o me pongo a gritar! De hecho, ya estaba gritando. Nogueras no quería escándalos allí dentro, en el interior de aquellas cuatro paredes de livianos tabiques de antes de la guerra y rodeados como estaban por un vecindario de guardias civiles como él, siempre ávidos de curiosear en las intimidades del prójimo. Tuvo que abrir la puerta sin demora para evitar males mayores. Ya le había sucedido que, en el punto álgido de alguna de sus ininterrumpidas refriegas eróticas con su señora, y ante los gemidos y voces escandalosas de ésta, se había visto obligado a taparle la boca con la mano (lo que, dicho sea de paso, le costó más de un mordisco) con objeto de impedir que tales manifestaciones de gozo carnal pudieran despertar a toda la casa cuartel. Y pese a estas precauciones tampoco podía estar seguro de que alguien no les hubiese oído en algún momento.

Su inacabable suplicio vino a complicarse, además, en la tarde del miércoles, cuando se vio afectado por un severo episodio de gastroenteritis aguda como consecuencia del abuso de alimentos tan poco recomendables a la par que nocivos como el caviar, las ostras, los percebes y los langostinos, eso por no hablar también del champán, del que ya se habían bebido nueve botellas entre los dos. Y es que, en efecto, dado que no había otro tipo de víveres en la casa, llevaban más de cuarenta y ocho horas sin abandonar aquella dieta delicatessen, como la denominaba la harpía de su mujer. Nogueras, en algunos momentos, arrodillado junto a la taza del inodoro o sentado en él, pensó que se moría. Lo que no habían conseguido los delincuentes rusos en el Alto del Tossal, matarle a tiros, iba a lograrlo ahora la víbora lujuriosa de su señora con aquel disparatado y orgiástico homenaje que ya le tenía descompuesto en cuerpo y alma.


-Llama al médico, xiqueta, llámale que me estoy muriendo -le rogaba él. -Estamos sin teléfono, cariño -se limitaba a responder ella. -¡Pues abre la ventana y pégale una vos a la vesina de al lado, collóns! -Bueno, no te preocupes. -¿Que no me preocupe? -protestaba el sargento con legítima aprensión, dejándose caer en el sofá casi sin fuerzas-. ¡Si estoy que me voy por tierra, mar y aire, la mare de Deu!

Y entonces su mujer se perdía en la cocina para aparecer al cabo de un rato trayendo en una mano una botella de champán empezada y en la otra un vaso con un misterioso brebaje de color verde. -¿Has avisado ya a la vesina? -preguntaba él desconsolado. -No, querido, no se puede molestar a los vecinos a la hora de la siesta sólo porque tengas un poco de cagalera. Bébete esto, anda -le decía ella, dándole el vaso y atizándose un generoso lingotazo de champán directamente de la botella-, que es mano de santo. A veces lo venden con el marisco, por las intoxicaciones, cuando se abusa.

Nogueras la miraba estupefacto. Aquella no era su mujer, nunca lo había sido. Y estaba borracha perdida. El no se había dado cuenta hasta ahora, pero debía de llevar borracha casi tres días. Eso explicaba su conducta indecorosa, su agresividad desinhibida, su lascivia insaciable y su locura abismal. Entre otras cosas. -Bébete eso, te hará bien -insistía ella. El sargento se lo bebió sin respirar. El brebaje estaba frío y sabía un poco amargo, como a hierbas medicinales. Si lo vendían junto con el marisco, a saber lo que era. No quiso ni preguntar. -Cuando te encuentres un poco mejor -le dijo su mujer de repente, bebiendo a morro otro trago largo de la botella-, quiero que hagamos lo del beso negro.


Debió de poner Nogueras, atormentado como estaba con sus tripas, una cara de incredulidad absoluta, o de ignorancia abrumadora, o de desconcierto insuperable, porque ella añadió: -Tú no te preocupes, cariño, ya te diré lo que es y cómo lo tenemos que hacer.

El sargento sintió que se le revolvía todo el cuerpo de nuevo. Ni siquiera tuvo interés en pararse a imaginar qué demonios podía ser aquello del beso negro. Así de primeras no le sonaba muy bien, eso desde luego. Se levantó y salió disparado hacia el cuarto de baño. -¡Me muero, que me muero, la mare de Deu dels desamparats! -iba diciendo por el camino. -¡Que no te mueres, tonto -respondía su mujer riéndose y sin soltar la botella de champán de la mano-, que no me puedes dejar viuda tan pronto!

Estuvo más de una hora en el cuarto de baño, en un estado muy cercano a la inconsciencia. Incluso llegó a perder la noción del tiempo, es decir, la poca que ya le quedaba después de tan prolongado encierro. Cuando se encontró algo mejor no se le ocurrió nada más adecuado que ponerse a buscar, en el armario acristalado que había junto al lavabo, sus llaves, o el teléfono móvil, los únicos objetos que podían devolverle el contacto con el mundo exterior y liberarle de su cautiverio, por si su taimada señora los había ocultado allí. Pero no sólo no aparecieron por ningún sitio estos utensilios liberadores sino que, además, halló nuevas pruebas preocupantes de la degeneración monstruosa en la que ella estaba cayendo. En efecto, esos tres frasquitos pequeños que contenían una extraña emulsión amarilla invadida de burbujas revoltosas, así lo demostraban. Los descubrió por casualidad entre las barras de labios y los tarros de potingues para la cara que solía usar alguna vez. Sex&Luxury&Pleasure, podía leerse en las etiquetas de vistosos colores que envolvían los frascos.


Uno de ellos estaba casi vacío, lo que hacía suponer que su mujer lo había usado con prodigalidad. Y tampoco había que descartar que él hubiera consumido esa sustancia sin saberlo, disuelta en el champán, por ejemplo, lo que bien podía explicar su alto rendimiento amatorio, en contra de su voluntad y de su costumbre, en las horas previas. Por eso, para evitar que ella pudiera tener la tentación de intoxicarle con aquellos estimulantes, si es que no la había tenido ya, decidió verterlos en el retrete. Y así lo hizo con el frasco empezado, pero cuando iba a proceder con los otros dos se lo pensó de nuevo y prefirió guardárselos. Porque nunca se sabía. Si lo de la camarera del motel le salía bien, es decir, muy bien, tal vez podía necesitarlos como un suplemento extra de energía. Sonrió. Se iba a enterar la excitante rubita de cómo se las gastaba el sargento Nogueras. Cuando se acordaba de esa chica se sentía mejor, mucho mejor. Al día siguiente, al amanecer, un autobús tan milagroso que le parecía enviado por la mismísima providencia, se llevaría a Benidorm a su mujer y a otras muchas


comadres del cuartel, esposas o novias de los guardias, y todos, ellos y ellas, serían un poco más libres. O quizá más libertinos.


IX

Cuando iba a salir del cuarto de baño escuchó el sonido de una moto. No, no eran figuraciones suyas, lo que estaba oyendo eran los acelerones del motor de la CBR-900-RR Fire Blade de Venancio, y el sonido le llegaba a través del alto ventanuco de ventilación que se abría muy cerca del techo. Estaba lo bastante débil como para intentar una acrobacia, pero aún así merecía la pena, así es que se subió al borde de la bañera y luego con cuidado puso un pie sobre la hornacina de loza del papel higiénico y se encaramó hasta el ventanuco. Ya lo había hecho otras veces. Apenas si le cabía la cabeza por aquel estrecho hueco de obra practicado en la pared, pero enseguida se asomó, miró hacia abajo y vio a Venancio agachado junto a su moto y empapado en sudor. Venancio, sargento y motorista quemado, como él, estaba destinado en las oficinas de la casa cuartel en donde también, casi tabique con tabique con el suyo, tenía su domicilio provisional en tanto que le cambiaban de


destino. Odiaba ese tipo de poblachones de provincia que tan bien como ninguno representaba Ventolana y había solicitado el traslado. Podía decirse que eran vecinos, pero nunca se habían llevado demasiado bien, entre otras cosas porque Nogueras le tenía catalogado como el típico chulo madrileño impertinente y macarra, y por más que se esforzaba no terminaba de caerle en gracia. Y esa antipatía parecía recíproca, porque tampoco Venancio le consideraba a Nogueras precisamente como santo de su devoción. El ventanuco de ventilación daba a un patio trasero, apartado de las dependencias principales del cuartel, en donde los guardias aparcaban y reparaban, cuando era necesario, sus motos particulares. No había muchas en esta ocasión, apenas media docena, a saber, un par de Vespas, una Ducati antigua, una Honda Paneuropean, la CBR de Venancio y la propia ZZR de Nogueras, cubierta con una funda azul. Debían de ser alrededor de las cinco de la tarde y el sol caía a plomo sobre el patio abrasando la capa de cemento oscuro del pavimento. Y sin embargo allí abajo estaba el sargento madrileño de paisano, todo sudoroso, ajustando el ralentí de su Honda y pegando unos innecesarios acelerones en vacío que hacían temblar hasta la fachada del edificio. Nogueras le llamó: -¡Venansio!, ¡Venansio! Pero Venancio, cinco metros por debajo de Nogueras y más ocupado en poner a punto su máquina que de otra cosa, no podía oírle. Aunque también podía ser que se estuviera haciendo el sordo. El valenciano le llamó más veces, gritando a pleno pulmón, con el mismo resultado. Como último recurso para reclamar su atención optó por arrojarle el frasquito vacío de Sex&Luxury&Pleasure, con tan mala suerte que le dio de lleno en la cabeza. Lo que me faltaba, pensó Nogueras. Venancio se rascó la cabeza un tanto sorprendido, se agachó para coger el pequeño envase de cristal, apagó el motor de su moto y miró hacia arriba. -¡Coño, pero si es Nogueras! -exclamó, improvisando una falsa sonrisa.


-Lo siento -se disculpó el valenciano-, te estaba llamando, pero no me oías. -¡Y como no te oía casi me escalabras, no te jode! ¿En tu pueblo curáis así la sordera? -Lo siento de verdat -volvió a disculparse Nogueras-, pero nesesito que me eches una mano, Venansio. -¡Al cuello, es adonde te voy a echar esa mano, como te descuides!

A Nogueras le fastidiaba sobremanera tener que pedirle ayuda a este hombre, precisamente a él, pero en el desesperado trance en el que le tenía su señora, y siendo el sargento madrileño la primera persona que veía en muchas horas, desde que comenzó su cautiverio, no le quedaba otra solución. -Mi mujer me tiene enserrado en casa sin teléfono y no me deja salir -empezó a explicarle, pero el otro le interrumpió burlándose: -No me digas, Nogueras, pobrecito. Y esto -dijo, leyendo el frasco de cristal-, Sex&Luxury&Pleasure, ¿qué pasa, no se te pone gorda si no tomas estas mierdas? ¿Es que no sabes que son muy malas para la saluz? -Hasme un favor, Venansio -insistió Nogueras sin hacer caso de sus provocaciones-, avisa a Briongos y dile que venga a verme ahora a este patio, que es urgente. Venancio tiró el frasco al suelo y lo pisoteó con sus botas de motorista hasta romperlo. Después dejó escapar otra sonrisa hipócrita. -Pues bien que lo pasaba anoche tu mujer. Tuvieron que escucharse sus gritos hasta en el cuerpo de guardia. No me extraña, con el Sex&Luxury&Pleasure se le debe de levantar hasta a un muerto. Nogueras sintió que la ira y el bochorno, a partes iguales, le encendían las mejillas. No obstante, nada adelantaba enfadándose con aquel estúpido. Y sin embargo lo peor estaba por llegar.


-¿Vas a avisar a Briongos, o no, Venansio? La cabeza de Venancio no albergaba en ese momento otra idea sino la de hacer rabiar a Nogueras: -¡Te echo una carrera! -dijo, y arrancó su moto y se puso a dar acelerones en vacío.

-¡Maldito cabrón, si pudiera salir de aquí ahora mismo, te ibas a enterar! -¡Salta por el ventanuco, si tienes huevos! -le provocó Venancio-. ¿No dice todo el mundo que eres un héroe? ¡Pues salta, tontolculo! Bien que le hubiera gustado a Nogueras poder saltar y partirle la cara a aquel tipo. La altura al suelo del patio y su precario estado físico casi eran lo de menos. Incluso podía desdeñar el hecho de


encontrarse en calzoncillos. El problema insalvable era que por aquel ventanuco de mala muerte sólo le cabía la cabeza. -¡Avisa a Briongos y te echo esa carrera ahora mismo, collóns! ¡No me vas a durar ni dos asaltos, fantasma! -Sí, sí, dos asaltos -se reía Venancio dando más acelerones-, ¡lo que voy a hacer es mearte en la oreja en la primera curva, no te jode! Nogueras empezó a encabronarse de mala manera: -¿Un ofisinista de mierda como tú, mearme a mí en la oreja? ¿A un motorista profesional? ¡Si tú no eres más que un pobre afisionado y un chupatintas! Venancio le siguió el juego sin perder en ningún momento esa sonrisa que le volvía tan odioso. Pero había encajado mal el golpe. -¿Sabes qué te digo, Nogueras? Que eres una maricona. -¡Eh, tú, fill de puta! -le gritó completamente fuera de sí-. ¡Porque no puedo salir de aquí, que si no te ibas a enterar! ¡Pero esa carrera queda pendiente! ¡Vaya que si queda pendiente! ¡Mañana mismo! Venancio apagó el motor de la CBR y se le quedó mirando a Nogueras con soberbia. -Mañana imposible. -¿Te acojonas, verdat, nano? -le retó Nogueras. -¿Acojonarme contigo? ¡Ni hablar! Lo que pasa es que mañana tengo una cita con una real hembra de toma pan y moja -explicó con regocijada chulería-. ¡Ah, por cierto, creo que la conoces! Ella por lo menos sí que te conoce.

A Nogueras estuvo a punto de darle un vuelco el corazón. Incluso le faltó poco para perder el equilibrio y caer al suelo del cuarto de baño desde la altura del ventanuco. No, eso no podía ser cierto. Ya sería mala suerte y demasiada casualidad. Trató, no obstante, de disimular el incipiente estado de alarma en el que acababan de ponerle las palabras de Venancio:


-No creo que la conosca de nada. Ni ella a mí. -Pues para no conocerla de nada bien que la invitaste el día de lo de los rusos a darse un paseo contigo en la moto, ¿eh? -saltó de pronto Venancio. Aquello ya era demasiado. Si hay momentos en la vida de un hombre en los que uno desearía que se lo tragase la tierra para siempre, este parecía el más indicado de ellos para Nogueras. Sintió un nudo en la garganta y tragó saliva. Sobre todo tenía que sobreponerse a la indignación que le embargaba. Y darle un buen escarmiento a Venancio, siquiera fuese sólo con las motos. -Mañana mismo te echo esa carrera que tenemos pendiente. Y te dejo que elijas el recorrido que más te guste -le explicó. Venancio le miró con desdén, quizá con desprecio no exento de superioridad. Después le hizo un corte de mangas y dijo: -Paso de ti, Nogueras. ¡A mamarla a Parla! Nogueras, ciego de ira, quiso responderle, pero en ese momento su señora empezó a aporrear la puerta del cuarto de baño con la histeria que en ella era habitual desde que estaban encerrados en casa. -¡Sal, mi héroe, sal de ahí y vuelve con tu pobre mujercita en celo, que la tienes abandonada! -gritaba, ya completamente borracha. Nogueras se descolgó del ventanuco y nada más poner los pies en el suelo tuvo la funesta impresión de que el mundo se le había vuelto a caer encima otra vez.


X

DONDE LAS DAN, LAS TOMAN

Tal y como estaba previsto, el jueves al amanecer la mujer del sargento Nogueras se embarcó en un autobús con destino a Benidorm en compañía de otras esposas y familiares de los guardias civiles del cuartel de Ventolana. O esto es al menos lo que, en buena lógica, debió de suceder, porque a tan temprana hora Nogueras dormía todavía como un cesto y no la oyó marcharse. Sí es verdad que llegó a sentir desde la profundidad de las opacas brumas del sueño la leve molestia de una nueva acometida erótica de ella, consistente, como de costumbre, en variados roces, restregones, magreos, manoseos y ensalivados lengüetazos de diferente intensidad aplicados con vehemencia sobre el apéndice de su anatomía más susceptible de responder a la llamada del deseo. Sin embargo, esta vez aquel órgano fue incapaz de reaccionar a las demandas provocativas que recibía, y el sargento, consumido de cansancio como estaba después de tres días de riguroso secuestro conyugal en los que, entre otras cosas, había padecido una gastroenteritis aguda de la que aún


convalecía, ni siquiera llegó a despertarse. Y eso fue lo que salió ganando, pues de haberse despertado en mitad de las manipulaciones de su lujuriosa señora, ella probablemente le habría obligado, a modo de homenaje de despedida, a practicar aquella perversión conocida como beso negro, que Nogueras no acababa de imaginar muy bien en qué podía consistir, aunque, eso sí, tonto no era y no se le escapaba que debía de tratarse por fuerza de una retorcida perversión sexual a buen seguro aderezada con una monumental cochinada como principal ingrediente. Pero lo cierto es que cuando al fin consiguió despertarse y abrir los ojos, lo primero que descubrió fue que ya era mediodía y su mujer se había marchado dejándole venturosamente solo. Sobre la mesilla de noche encontró entonces las llaves de casa y el teléfono móvil junto a una nota manuscrita de ella en la que se leía: Cariño, por fin han aparecido tus llaves y tu teléfono. Te llamaré desde Benidorm. Pórtate bien, mi héroe, y piensa mucho en mí. Mil besos. ¡Si será puta!, exclamó Nogueras en voz alta después de leer la nota. De momento ya le había dejado prestado uno de esos mil besos, y no era negro, sino rojo, intensamente rojo, rojo hasta la repugnancia, tanto como sólo podía llegar a serlo la marca húmeda de sus labios embadurnados de carmín reciente estampada en el papel. El sargento sintió rabia y asco al contemplar otra vez aquella cuartilla pringosa de cosmético barato y al respirar el aire sofocante y enrarecido del dormitorio. Rabia, después de comprender hasta qué punto le había toreado su mujer durante tres días con sus tres noches escondiéndole las llaves y el teléfono para que no intentase escapar ni pudiera nadie rescatarle del ominoso encierro doméstico que le tenía reservado a traición. Asco al sentir la ropa de la cama sobre su cuerpo desnudo, pegajosa y mojada de sudor y de otros fluidos corporales de naturaleza más venérea, que se le adhería a la espalda, a los brazos y a las piernas como un sudario maldito.


Se levantó de un salto y vio una botella de champán vacía tirada a los pies de la cama. Esto era obra de la degenerada de su esposa, naturalmente. En todo el tiempo que habían permanecido encerrados entre aquellas cuatro paredes ella sólo había dejado de beber champán en los momentos más álgidos de sus combates sexuales, y a veces ni eso, porque todavía podía recordar alguna escena concreta en la que, mientras él redoblaba el esfuerzo de sus acometidas para terminar la función cuanto antes, ella cogía una botella, bebía a morro hasta casi atragantarse y luego dejaba escapar de la boca el líquido espumoso y dulzón para que se derramase por sus pechos. Seguramente eso también lo había visto hacer en alguna película porno, fue lo que pensó Nogueras sacudiendo la cabeza con desaprobación. Recogió la botella y se dirigió a la cocina. Por el camino todavía tuvo oportunidad de tropezarse con otros vestigios innobles de la batalla campal que habían librado durante esos tres días: el salto de cama de encaje negro, las bragas azules caladas y los zapatos rojos de tacón, eso por no hablar también de un par de frascos de caviar vacíos y cáscaras de langostino esparcidas por el suelo con el mismo descuido que imperaba junto a la barra de los bares más sórdidos. Nogueras sintió náuseas mientras recogía todos estos restos del naufragio, y con náuseas levantó la tapa del cubo de la basura para desprenderse de estas inmundicias como si se desprendiera de unos recuerdos indeseables que pudieran atormentarle durante toda su vida. El cubo de la basura apestaba a marisco podrido y a champán agrio. Se tapó las narices mientras tiraba primero los frascos de caviar y las cáscaras y luego las bragas y el salto de cama, con el que cubrió todos los desperdicios del cubo en un intento de mitigar su olor. Pero cuando se disponía a tirar por fin los zapatos de tacón, tuvo una idea: si las cosas le salían como pensaba, iba a proponerle a la camarera Mónica que se pusiera aquellos zapatos de golfa antes de empezar a montarse con ella un buen numerito. A lo mejor ella rehusaba y le tomaba por loco, a lo mejor los zapatos no eran de su número, a lo mejor se los tiraba a la cabeza, a lo mejor… Pero nada perdía con intentarlo. Los envolvió en papel de periódico y los guardó en un armario de la cocina para cuando llegase la ocasión.


Después se dio una larga ducha helada que le devolvió de golpe todas las energías perdidas. Se empezó a encontrar mucho mejor, en un estado ya casi cercano a la euforia, sabiéndose limpio, libre y con todo el tiempo del mundo para cobrarse las deudas pendientes, y la más urgente de ellas era la afrenta que había tenido la tarde de la víspera con el sargento Venancio. Se iba a enterar aquel chupatintas de una vez por todas de cómo era de verdad el artista de Nogueras. Salió del baño y se vistió, con un deleite que ya no recordaba, su mono de cuero negro, blanco y rojo, marca Miline, genuino cuero español, que hasta en esto Nogueras seguía haciendo Patria siempre que podía. Llevaba meses sin ponérselo, quizá no muchos, pero sí los suficientes como para que su cuerpo hubiera acusado agradecido, en forma de blandas adiposidades, los platos de ensaladilla rusa y las chuletas de cordero del bar del cuartel, los pimientos rellenos de merluza y los chuletones de buey de la Venta la Reme, y las banderillas y boquerones en vinagre que acostumbraba a tomar de aperitivo en el motel del Alto del Tossal mientras se le hacía la boca agua, y no tanto por la degustación de estas suculentas raciones como por la contemplación extasiada de la hermosa camarera Mónica.


Así es que, como consecuencia de todo ello, al llegar a la altura de su barriga, el mono de cuero dijo basta. Ya había cedido considerablemente al pasar las perneras por sus muslos, también gruesos en exceso, pero no fue hasta alcanzar la cintura cuando el problema se manifestó en toda su desagradable magnitud. Nogueras tomó aire profundamente y metió la tripa cuanto pudo, que fue bastante, porque llegó a ver cómo la piel se le ceñía al esqueleto y el vientre desaparecía casi por arte de magia. Después pegó un tirón brusco de los pantalones hacia arriba y consiguió encajarlos no sin dificultad. Empezó a soltar el aire muy despacio, y según lo hacía su barriga se iba hinchando con rapidez como si fuera un enorme balón de playa, hasta recuperar su volumen original. La cintura elástica del mono, tensada al máximo de su tolerancia, y aún más, pareció resistir sin problemas, pero lo malo fue que al sargento entonces le entraron los ahogos y se puso a sudar a chorros. Y cuando por último terminó de meter los brazos por las mangas, se ajustó la cazadora lo mejor que pudo, lo cual le acarreó también indecibles sufrimientos, cerró las cremalleras y se calzó sus genuinas botas rácing, descubrió que no podía casi ni moverse. Empezó a ponerse de muy mala hostia. Ché, que collóns, dijo en voz alta para tranquilizar su conciencia, si el mono es para andar ensima de la moto, no para desfilar.

Dio unos pasos torpes por el dormitorio moviendo brazos y estirando piernas hasta que las hechuras del mono alcanzaron


cuando menos una aceptable simbiosis con su reblandecida anatomía de españolito sedentario y barrigudo. No me está tan mal, entonses, comentó mirándose en el espejo del armario por delante y por detrás, como si fuera un torero a punto de saltar al ruedo. ¡Y ahora, a por el cabronaso del Venansio!, exclamó mientras cogía casco, guantes, llaves, gafas de sol, documentación y algunos otros objetos que pensó podían serle útiles, como el teléfono móvil, un bote de grasa líquida para la cadena, un pañuelo de cuello, un frasquito de Sex&Luxury&Pleasure, por si las moscas, y una gigantesca riñonera motorista de cordura, que se ciñó a la cintura antes de introducir en ella todos los objetos anteriores. Estuvo dudando un rato entre llevarse también su pistola reglamentaria o no llevársela, y al final decidió no hacerlo, porque pesaba y abultaba demasiado, y aparte de que no estaba de servicio, de lo que se trataba era de echarle una carrera a Venancio y un polvo (o los que fueran menester) a la potente Mónica, y para ninguno de estos dos cometidos era necesaria un arma de fuego. Sus poderes eran, o iban a ser enseguida, otros muy distintos y no por ello menos persuasivos.

Cuando estaba a punto de salir por la puerta sintió un intenso escalofrío que no supo si achacar a la emoción, a la felicidad, al miedo o al placer. O a lo mejor a todas esas cosas juntas e incluso a alguna otra más. Una extraña fuerza, un imperativo irresistible que no podía ser desobedecido, le hizo volver a la cocina a coger los zapatos rojos de tacón. Seguramente no se iba a terciar tan pronto la ocasión de darles el uso que él quería, pero por si acaso era mejor que se los llevase. Con las mujeres nunca se sabía. No le cabían en la riñonera, eso desde luego, pero ya vería la manera de guardarlos en algún recoveco de la moto, quizá debajo del asiento. Y en todo caso, para tirarlos en una cuneta, siempre habría tiempo. Bajó las escaleras y llegó al último descansillo caminando rígido como un robot de hierro dentro de aquel mono de cuero lleno de tiranteces y opresiones incómodas para todo lo que no fuese estar subido encima de la Kawa tumbado sobre el depósito y dando gas como un poseso. Cuando salió al patio del cuartel, el sol abrasador del mediodía le recibió con un lengüetazo de fuego tal, que Nogueras creyó que se desmayaba. ¡Coño, joder con el puto agosto!, iba diciendo el sargento según se acercaba a su moto, que estaba cubierta con una funda azul. La funda, como había supuesto,


quemaba. Tanto, que tuvo que ponerse los guantes para retirarla. Después la sacudió contra el suelo para quitarle el polvo y la dobló cuidadosamente antes de ocultarla en un rincón del patio, entre latas de aceite de motor y neumáticos viejos. Cuando regresaba hacia su moto vio la CBR-900-RR Fire Blade del sargento Venancio aparcada entre una Vespa y una Honda Paneuropean. Tenía muy poco uso pese a su relativa antigüedad, lo que le confirmaba a Nogueras que aquel tipo no era más que un simple aficionado de fin de semana incapaz de hacerse más allá de tres mil kilómetros al año. En comparación con los cuarenta mil que se hacía él patrullando por las carreteras de la provincia, más otros veintitantos mil que recorría con su moto particular en días libres y vacaciones, lo de Venancio se le antojaba una insignificancia, una menudencia, nada. Eso sí, decían las malas lenguas que corría como un demonio y que había que echarle huevos para seguirle, especialmente cuando el trazado se volvía revirado. Era una mala bestia tomando curvas. A Nogueras esto no le impresionaba, porque sabía que podía ganarle a poco que se aplicase, sobre todo si rodaban por terreno conocido, como bien podía serlo la enrevesada subida al Puerto del Alto del Tossal. Lo malo en este caso era que el sargento Venancio también se conocía esa carretera como la palma de su mano, con lo cual el duelo, si es que finalmente subían por allí, se presentaba desde el principio bastante igualado.

Nogueras arrancó su Kawasaki ZZR-1100 y mantuvo el motor al ralentí durante unos minutos para que tomase temperatura. El motor sonaba redondo como pocas veces que pudiera recordar. Después lo apagó, y cuando se disponía a levantar el asiento para buscar un hueco en donde guardar los zapatos rojos de tacón, que todavía llevaba envueltos en papel de periódico, oyó que le llamaban.


XI

—¡Mi sargento, mi sargento! Volvió la cabeza. Era Briongos el que se acercaba. Cuando llegó a su altura se dieron la mano efusivamente. —¡Collóns, Briongos, qué alegría verte! —Lo mismo le digo, mi sargento. No se le ha visto a usté el pelico durante estos tres días. —Si yo te contara, Briongos, si yo te contara... —dijo Nogueras algo azorado, sin saber cómo desprenderse del bulto de los zapatos, que se iba cambiando de mano una y otra vez. —Pues cuente usté, mi sargento, cuente usté.

Pero Nogueras no tenía ni la más mínima intención de contarle a su compañero ninguno de los episodios padecidos durante esos tres días en compañía de su malvada esposa. Sin embargo, sí que le podía


la necesidad de que alguien le sacara de dudas cuanto antes acerca de aquel tema tan misterioso al que daba vueltas y vueltas de vez en cuando. No estaba muy seguro de que su subalterno fuese la persona más indicada para satisfacer esa curiosidad, y de hecho no podía considerar a Briongos una autoridad en ninguna materia fuera de las relacionadas con el tiro, las armas de fuego y las ordenanzas del Cuerpo, pero como tenía con él más confianza que con el resto de la gente, no tuvo el menor pudor en preguntarle: —Oye, Briongos, dime una cosa. ¿Tú sabes en qué consiste eso que llaman “el beso negro”? Briongos puso la misma cara que habría puesto si le hubiesen preguntado acerca del afelio y el perihelio del planeta Marte, pero se recompuso enseguida. —Sí, mi sargento —empezó a hablar con una seguridad fingida—, eso es una especialidad de la repostería de mi pueblo, pues. A Nogueras los ojos se le abrieron como platos. Iba a decir algo desaprobatorio, pero el número se le adelantó: —Un pastelico en forma de labios y bañado en chocolate negro con relleno de crema de frambuesas. El sargento posó la palma de su mano izquierda paternalmente sobre un hombro de Briongos. Después le miró con fijeza a los ojos, como si pretendiera hipnotizarle. —¿Quieres dejar de desir gilipolleses? —fue lo que le soltó. Briongos pareció asustarse. —A la orden, mi sargento. Entonces Nogueras, no pudiendo soportar durante más tiempo su ira contenida, se enfureció. —¡Ni a la orden, ni mi sargento, ni pollas en vinagre! ¡Me estás vasilando, Briongos, y a mí no me vasila ni mi padre, que en pas descanse! —Mi sargento, le juro que...


—¡No jures, animal! ¡Si no tienes ni puta idea de que lo es un beso negro, lo dises, y ya está! ¡Pero no te inventes las cosas, cabronaso, que no me chupo el dedo! —A la orden, mi sargento. Nogueras respiró profundamente mirando al suelo. Después se separó de Briongos y le dio la espalda ofendido. —Y ahora déjame, que tengo muchas cosas que haser. —A la orden, mi sargento. Y discúlpeme si le he molestado.

Fue en ese momento cuando a Nogueras se le cayeron los zapatos al suelo. El envoltorio de papel de periódico se deshizo en la caída mostrando su contenido. Los dos zapatos rojos de tacón quedaron tirados sobre el cemento del patio como dos rodajas de sandía fresca. Briongos, estupefacto, se agachó para cogerlos mientras Nogueras, tenso y desorientado por una situación tan incómoda, se quedaba paralizado y con la mente en blanco. —Mi mujer tiene unos igualicos, igualicos a estos —explicó de repente Briongos mirando dentro de los zapatos—. Y además, son de la misma tienda, pues. Aquí lo pone —y empezó a leer en la plantilla interior de uno de ellos—: “Zapatería Celedonio Guijarro, Cuesta de la Virgen, sin número, teléfono tal, tal, tal, Ventolana, provincia de...”, qué casualidad, mi sargento. En maldita la hora se le había ocurrido bajar a la calle con tan comprometido envoltorio y en maldita la hora había tenido que encontrarse con Briongos en el patio. Eso fue lo que pensó Nogueras mientras volvía a coger los zapatos que éste le tendía. Y en relación con la casualidad que le comentaba el número, él prefería no tener que hacerse ninguna pregunta al respecto. Pero necesitaba disimular, decir algo, no podía quedarse callado como un pasmarote. Tuvo una idea. —Grasias, Briongos —le dijo envolviendo de nuevo los zapatos en las hojas de periódico—. Estos sapatos me los acabo de encontrar en el descansillo del primer piso y los iba a tirar a la basura, porque no sé de quién son y me paresen un poco... —¿Un poco chabacanos? —apuntó Briongos.


—Pues sí, algo así, con todos los respetos hasia tu señora. Por sierto, ¿no serán los suyos? —No, mi sargento. Ella calza un treinta y seis, y esos son un treinta y ocho. —Pues tanto mejor, entonses —concluyó Nogueras—. Y ahora, si me disculpas, me voy al bar a tomar un pequeño almuerso. —Que le aproveche, mi sargento, ya nos veremos.

Cuando Briongos desapareció del patio, el sargento se sintió verdaderamente aliviado. Entonces levantó el asiento de su ZZR1100 y después de darle muchas vueltas al asunto consiguió alojar allí dentro los zapatos. Eso sí, tuvo que separarlos y colocar cada


uno de ellos en un hueco diferente. Por último, en contra de lo que se temía, el asiento se cerró sin problemas. Se acercó al bar del cuartel caminando torpemente por culpa del ceñido mono de cuero. El sol era insoportable. Entró y se sentó en una de las mesas de madera. Hacía mucho calor y el local estaba lleno de moscas. No había ningún parroquiano en ese momento. Pidió un par de huevos fritos con panceta, una barrita de pan y un buen vaso de vino tinto con gaseosa. El empleado civil que atendía las mesas dio una voz a la cocina: —¡A ver, dos huevos fritos con panceta cuánto antes! —¿Quién será el gilipollas que quiere unos huevos fritos con panceta a estas horas? ¡Hay de joderse! —dijo alguien desde el interior de la cocina. Nogueras se levantó bruscamente, anduvo unos pasos y se asomó al ventanuco que comunicaba con la cocina. Vio a un hombre con un delantal blanco que cogía una sartén vacía y reluciente. No era el cocinero habitual. —El gilipollas que quiere unos huevos fritos con panseta soy yo, ¿hay algún problema? —le dijo en tono de amenaza. El cocinero le miró desafiante sin soltar la sartén de la mano. —Pues sí, mire usté, no hay un problema, sino dos: esta mañana temprano se han acabado los huevos y la panceta. Como a todos ustedes les da por desayunar lo mismo... Entonces el sargento no tuvo más remedio que admitir en su fuero interno que probablemente aquel hombre tenía razón. A la mayoría de los guardias del cuartel de Ventolana les daba por pedir huevos fritos con panceta para desayunar. Y otro tanto les ocurría a sus familiares. La propia mujer de Nogueras era casi adicta a ellos. Seguramente esa misma madrugada, antes de subirse al autobús que debía llevarla a Benidorm, con el bar recién abierto ya se habría comido su correspondiente ración. Y como ella, el resto de las mujeres que se marchaban de vacaciones. Por eso la causa de que se hubiesen agotado esos dos productos había que achacarla a esta circunstancia excepcional. Pero Nogueras, al que no le habían hecho ninguna gracia los malos modos del cocinero, que acababa de


llamarle gilipollas, no estaba dispuesto a mostrar ninguna conformidad con la situación, sino todo lo contrario: —No es problema mío el que se hayan acabado los huevos y la panseta —le dijo a aquel hombre con gran aplomo, apoyando los codos en el ventanuco como si con este gesto pretendiera intimidarle mejor—. Si no le quedan, búsquelos donde sea. El cocinero, lejos de someterse, se envalentonó, y de tal modo que en tres zancadas llegó hasta donde estaba Nogueras blandiendo agresivamente la sartén a modo de arma disuasoria. El sargento se retiró de la ventana, por si acaso. —Pero..., ¿quién se ha creído que es usté? —le dijo aquel hombre torciendo el gesto—. ¿El Director General de la Guardia Civil?

Nogueras se percató de que la situación se le iba de las manos inútilmente. Nada podía hacer contra aquel individuo, a fin de cuentas miembro de la plantilla de personal civil y contratado temporalmente como cocinero del bar. Todo lo más, podía poner


una reclamación, y es lo que iba a hacer cuando el local empezó a llenarse de guardias civiles, todos ellos conocidos. Para no significarse y evitar un altercado mayor, optó por marcharse. Claro, que no perdió la oportunidad de encararse por última vez con su enemigo: —Ya nos veremos en la carretera, che —le dijo, apuntándole con el dedo. El hombre todavía le contestó algo, pero Nogueras no pudo, o no quiso escucharlo, y salió por la puerta encabronado como pocas veces en la vida lo había estado. El sabía perfectamente que la gente con el estómago vacío tiende a ponerse de muy, pero que de muy mala hostia a la mínima de cambio. Y él, desde luego, lo estaba. En ayunas y de mala hostia. Así es que llegó de nuevo hasta su moto, se ajustó el casco y los guantes y la arrancó. Antes de meter primera y salir le pegó un par de furiosos acelerones que retumbaron en todas las paredes cercanas. Consiguió desahogarse un poco. Después avanzó unos metros y se detuvo ante una ventana abierta de la primera planta de un pequeño edificio que albergaba las dependencias administrativas del cuartel. Era la oficina del sargento Venancio. Se bajó de la moto, se levantó la visera del casco y se acercó para mirar. Allí estaba él, vestido de uniforme y sentado frente a un ordenador. Parecía muy concentrado. Nogueras le llamó casi susurrando: —¡Venansio, Venansio! Venancio volvió la cabeza y le vio. Arrastró la silla con el cuerpo para retirarse de la mesa y tener mayor ángulo de visión sobre la ventana. —¡Coño, Nogueras! —dijo con una risita estúpida. —¿Te acuerdas de la conversasión que tuvimos ayer por la tarde? —le preguntó Nogueras. —¡Claro que me acuerdo! —respondió Venancio burlón—. Tu mujer te tenía secuestrado. —Tú lo has dicho, me tenía, pero ya no me tiene, así es que ahora, a ti y a mí, nos queda un asunto pendiente. —¿Un asunto pendiente? ¿A nosotros?


—Sí, a nosotros. —Pues no sé a qué te refieres. —Me dijiste que me echabas una carrera. Con las motos. Venancio hizo un gesto de contrariedad, como si Nogueras le hubiera cogido en un error fatal. Desde luego no era lo mismo provocarle, como lo había hecho, cuando estaba en su casa cautivo, indefenso y ridículamente asomado al ventanuco del baño, que ahora, cuando la situación parecía justamente la contraria, con Venancio de uniforme y recluido en su oficina mientras Nogueras, vestido de riguroso cuero motorista, había dejado enfrente su ZZR1100 apoyada en la pata de cabra con el motor ronroneando y pidiendo guerra. Pero por si acaso, para ganar tiempo, le respondió: —Es que hoy no puedo, Nogueras, de verdaz. Estoy trabajando, y luego más tarde tengo una cita muy importante. —¿Una sita muy importante con una real hembra de toma pan y moja, quisás? —se burló Nogueras, recordando las palabras que había dicho el sargento madrileño la tarde de la víspera. —Pues sí, eso es. Además, ¿para qué me quieres echar una carrera, si te voy a ganar sin despeinarme? En ese momento a Nogueras se le escapó una carcajada abrupta como un ladrido, se acercó a la moto y pegó otro breve acelerón. Tenía a Venancio cogido por las pelotas, y lo sabía. Estaba disfrutando como hacía tiempo que no disfrutaba. Volvió junto a la ventana, satisfecho del espectáculo. —Bueno, pues entonses —soltó Nogueras recreándose de buen grado en sus palabras—, mientras sales de trabajar voy a haserle un poco de compañía a esa real hembra de toma pan y moja en el motel del Alto del Tossal, que está un poco sola, la pobreta. Le diré que estás muy ocupado y que no puedes ir a buscarla. Venancio acusó el golpe, como no podía ser menos: —¡Eh, Nogueras, no me seas cabrón! ¡Mónica ha quedado conmigo! —¡Donde las dan, las toman, Venansio, chupatintas, que eres un chupatintas!


Entonces Venancio se levantó de la silla y se acercó a la ventana apretando los puños. Estaba verdaderamente congestionado por la ira. —Está bien —dijo mirando el reloj—. Dame una hora, solamente una hora y te echo esa carrera. ¡Te vas a enterar! Nogueras sonrió. Había conseguido hacerle pasar por el aro. —Te espero en el motel dentro de una hora. Después nos hasemos el Puerto de subida y luego de bajada hasta la Venta la Reme, y el que pierda invita al otro a comer allí. Pero nada de menú del día, sino a lo grande, a la carta. —Muy bien —respondió Venancio—, ya puedes ir preparando la cartera porque te voy a meter un sablazo que te vas a cagar. Y a ver que es lo que le vas a decir a Mónica, que no me entere yo.

Nogueras se subió en la Kawa y pegó tres acelerones, uno detrás de otro. Después dijo: —Tú no eres más que un gañán y un descamisado que no sabe tratar a una dama. Esa xiqueta se merese algo mejor.


Después metió primera y se dirigió despacio hacia la entrada del cuartel. El cabo que controlaba la puerta le saludó militarmente y apuntó la hora de salida y la matrícula de la moto. Por último, volvió a saludar y dijo: —Que se divierta, mi sargento. —Grasias, lo intentaré. Buen servisio, cabo. Era la una menos cuarto de la tarde cuando Nogueras cruzaba por debajo del arco de piedra coronado con la orla que exhibía los colores de la bandera de España y la leyenda TODO POR LA PATRIA pintada en letras negras. No volvió la vista atrás.


XII


En las largas rectas de la nacional 296 el sargento Nogueras se dedicó durante un buen rato a prepararse para el reto que se avecinaba. No era este el terreno en donde iba a medirse con Venancio, desde luego, pero tampoco estaba dispuesto a gastar energías en balde metiéndose por carreteras más complicadas, que además escaseaban en la comarca. Y sobre todo no quería demorarse mucho, porque estaba deseando volver a ver a Mónica, la celestial camarera del motel, y tenía interesantes propuestas que hacerle antes de que se presentase Venancio. Así es que fue aquí en donde probó el estado de forma actual de la ZZR-1100, empezando por la aceleración del motor en marchas cortas, que seguía siendo absolutamente brutal, y continuando por los frenos, perfectamente dosificables y dispuestos a responder con asombrosa eficacia a todas las demandas que se les hiciera. Por último, las suspensiones y la presión de los neumáticos, dos de las cosas más importantes a la hora de pretender ir a saco en un puerto de montaña, no terminaron de convencerle, las primeras por demasiado blandas y los segundos por demasiado duros, así es que tomó la decisión de subsanar estas anomalías, en la medida de lo posible, en cuanto se detuviera a repostar. Mientras llegaba a la gasolinera que tenía previsto estuvo ejercitándose físicamente durante varios kilómetros moviendo el cuerpo encima de la moto y simulando tumbadas, movimientos de caderas, de rodillas y de brazos, hasta que empezó a encontrarse cómodo y seguro de sí mismo. No se le olvidaba el hecho de que la CBR-900 de Venancio era una moto más ágil y ligera que la suya para afrontar el complicado ascenso al Alto del Tossal, pero él confiaba en esos recursos y habilidades propias que tantas veces había tenido ocasión de demostrar como motorista de la Guardia Civil de Tráfico. Y mentalmente iba recreando en su cabeza todas y cada una de las rectas y curvas del Puerto en su correspondiente orden, pues se conocía de memoria el recorrido y podía verlo con los ojos cerrados, que era eso lo que estaba haciendo, y diseñaba estratagemas, porque sabía que habría zonas en donde tendría que dejar que Venancio se escapase, y calculaba en dónde podría volver a alcanzarle y en dónde volver a dejarle marchar. Empezaba a tener muy clara su estrategia para esta carrera: que el otro tomase desde el principio la iniciativa y rodara siempre delante. En las primeras


curvas del descenso hacia la Venta la Reme era en donde Nogueras había previsto asestarle a Venancio unos buenos hachazos, que si bien probablemente no iban a sentenciar la carrera, porque el madrileño todavía tendría tiempo de reaccionar, sí que allanaban el camino para el golpe de gracia definitivo, que tendría lugar en los rápidos y vertiginosos curvones de los cinco últimos kilómetros. Para cuando Venancio quisiera llegar a la meta de la Venta la Reme, Nogueras contaba con estar ya sentado a la mesa con un vasito de vino tinto para darle la bienvenida y amonestarle por el retraso.

Se detuvo en una gasolinera a mitad de trayecto entre el cuartel y el motel del Alto del Tossal, tal y como había planeado. Lo


primero que hizo fue situarse en una zona retirada de los surtidores para levantar el asiento y sacar las herramientas, a sabiendas de que tendría que sacar también los malditos zapatos rojos de tacón, cosa que no le apetecía nada hacer en público, como es natural. A continuación, empleó unos pocos minutos en tensar y engrasar la cadena y unos cuantos más en endurecer hasta tres posiciones el muelle del amortiguador central, y esta operación le costó más trabajo del que había previsto, porque la tuerca de regulación estaba durísima y la llave de la dotación de herramientas era mala de solemnidad, según los estándares de calidad de las marcas japonesas para este tipo de accesorios. Sudando a mares volvió a colocar las herramientas en su sitio y también los zapatos, lo que le resultó ahora tan complicado que estuvo a punto de desistir y tirarlos en un terraplén lleno de escombros y basura que había al otro lado de la cerca metálica de la gasolinera. No lo hizo, pero a cambio tampoco logró que el asiento encajara bien y tuvo que forzarlo más de lo que hubiera deseado. A continuación, se acercó hasta un poste en el que se leía: Aire y agua. No había que fiarse demasiado del manómetro que colgaba del extremo de la manguera del aire, cuyas lecturas de bares por centímetro cuadrado a buen seguro serían más bien tirando a surrealistas, pero en todo caso las gomas de la Kawa tampoco estaban frías, requisito deseable a la hora de medir correctamente la presión de los neumáticos, así es que Nogueras decidió tirar por la calle del medio. Cogió la manguera del agua y mojó a conciencia las ruedas de la moto para que se enfriaran. Entonces sintió sed, una sed terrible que se le antojó insaciable, pero cuando iba a beber directamente del chorro de la manguera vio en el poste un letrero que decía: Atención, agua no potable. Esto le costó dos euros, los que tuvo que introducir en la máquina de refrescos que había unos metros más allá, primero una moneda para sacar una lata de Aquarius helado, que se bebió casi sin respirar, y luego otra moneda para sacar una segunda lata del mismo refresco, porque la primera no le había quitado toda la sed descomunal que sentía. Se la bebió casi tan deprisa como la anterior, pero ya empezó a notar cierto alivio, de modo que se aplicó en vaciar completamente el aire de los neumáticos para volver a llenarlos. Ni siquiera se tomó la molestia de consultar el manómetro. Hizo varias pruebas, llenando, vaciando y subiéndose en la moto para mover la dirección y comprobar los resultados.


Cuando los consideró satisfactorios enroscó los tapones de plástico de las válvulas, arrancó la moto y se acercó a los surtidores. Echó sólo diez litros de gasolina sin plomo de 98 octanos. No quiso llenar el depósito para no hacer más pesada la Kawa. Por último, entró en las dependencias de la gasolinera, saludó al empleado, que era conocido, cambiaron unas palabras, pagó el combustible y volvió a la carretera.

Después de estas operaciones improvisadas la ZZR-1100 mejoró notablemente. Ya se veía abrasando a Venancio en el Puerto. Es más, estaba deseando que llegase ese momento. Aunque no tanto como deseaba ver a Mónica. Para ser sinceros, si le hubiesen dado a elegir, entre perder la carrera y pagarle a su enemigo una comida de lujo y llevarse a dar una vuelta a la camarera y meterse luego en la cama con ella, cinco mil veces de cada mil habría preferido esto último. Y sin embargo, según se temía Nogueras, probablemente fuese más difícil lo segundo que lo primero. También es verdad que las motivaciones eran diferentes en uno y otro caso, aunque su rivalidad con Venancio fuese la misma en ambos. Y por supuesto era de suponer que fuese cual fuese el desenlace en uno de los dos frentes abiertos, eso no condicionaba el desenlace en el otro. Es decir, que podía ocurrir que cualquiera de los dos ganase la carrera y al mismo tiempo se llevase a Mónica al huerto, aunque ambos sucesos carecieran de relación entre sí. O bien que uno ganase la carrera y el otro se ganase a la camarera. La tercera y última opción era que ninguno de los dos obtuviera los favores de la chica. En todo caso, lo único que no admitía discusión es que de la carrera saldría un ganador claro.


Iba tan abstraído Nogueras con estos pensamientos que casi se pasó de largo el motel del Alto del Tossal. Tuvo que pegar un brusco frenazo para reducir la velocidad y poder meterse en la explanada de grava. Como era habitual a esas horas, la explanada estaba atestada de camiones aparcados de cualquier manera. Los camioneros llegaban, abandonaban el camión a su suerte y entraban corriendo en el bar del motel para verle el canalillo a Mónica. Ni siquiera les importaba la comida de la cocina de aquel local, que tenía la triste reputación de ser infame en grado sumo. La contemplación del rostro y del escote de la rubia, junto con su pícara sonrisa y su agradable simpatía, ya era suficiente alimento para aquellos hombres transidos de kilómetros. A Nogueras le sucedía más o menos lo mismo, si bien con la notable diferencia de que él no se alimentaba sólo espiritualmente con la presencia de la camarera, y a ser posible mientras hablaba con ella sin quitarle los ojos de encima procuraba además dar buena cuenta de una apetitosa ración de boquerones en vinagre. Y es que los aperitivos del bar eran una cosa sublime, nada que ver con el rancho cuartelero


del comedor. Se le hacía la boca agua a Nogueras pensando en ello mientras aparcaba la moto a la sombra mínima de un raquítico arbolillo que había junto a la fachada del motel. Le puso el candado de disco a la Kawa y entró sin más demora. Era la una y media de la tarde de un sofocante jueves de agosto que para el sargento valenciano se presentaba muy, pero que muy prometedor.


XIII

Pero resultó que nada más abrir la puerta el sargento Nogueras ya notó algo raro en el ambiente. Tenía un olfato especial para percibir enseguida las situaciones anómalas, cualesquiera que fuesen. Y esta consistía, a primera vista, en que el breve pasillo que conducía al bar estaba atestado de personas que intentaban salir y de personas que intentaban entrar, y todas dándose codazos y empujones y profiriendo palabras subidas de tono con un humor ciertamente agrio. Flotaba en esa atmósfera enrarecida un rumor bronco como de riña multitudinaria, como de revuelta popular ante algún asunto de naturaleza desconocida, pero que había tenido por lo menos la maligna propiedad de encabronar a las masas. Unas masas compuestas casi en su totalidad por camioneros rudos y desastrados viajantes de comercio con aspecto de haber hecho muy malos negocios en las últimas horas. Y fue en ese momento cuando Nogueras lamentó haberse dejado su pistola reglamentaria en casa,


porque ahora, por lo que pudiera pasar, no habría estado de más llevarla consigo. De todos modos, para no ser menos que los demás, fue a codazos y a empujones con los que entraban y con los que salían como consiguió llegar hasta el bar. Y lo que vio allí le dejó estupefacto. El local estaba abarrotado y todo el mundo gritaba al mismo tiempo. La algarabía era tremenda. Pero la que más gritaba era Mónica, la camarera. Incluso su voz delicada se escuchaba por encima de las voces roncas de los parroquianos, todos hombres y alguno además tan borracho que apenas si podía tenerse en pie. La mayoría de ellos estaban apretujados contra el mostrador de madera como una jauría de perros salvajes acosando a una presa. La presa era, naturalmente, la propia Mónica, que los mantenía a raya esgrimiendo en su mano derecha un afilado cuchillo jamonero que daba miedo verlo. Y era precisamente ese miedo, unido a las amenazas de la camarera de rebanarle el cuello al primero que se le acercase más de la cuenta, lo que parecía mantener a raya a aquella horda vociferante y alborotada. Nogueras no supo cómo, pero de repente la chica le vio llegar, salió a su encuentro abriéndose paso con el cuchillo a través de la masa de energúmenos, le cogió de la mano y le introdujo con ella al otro lado del mostrador. Fue todo tan rápido que él no tuvo tiempo de pensar en cómo sucedía ni porqué. Pero a pesar de lo delicado de la situación, el sargento tampoco pudo evitar un grato estremecimiento de placer al sentir la cálida mano de Mónica apretada sobre la suya y tirando de su cuerpo premiosamente. -Me viene usted al pelo, sargento -le dijo ella con cierta ansiedad. Nogueras seguía sin salir de su asombro. -Pero bueno, ¿qué es lo que pasa aquí? -¿Que qué es lo que pasa? -gritó Mónica para que la escuchasen aquellos hombres, ahora mansamente aplacados al ver a Nogueras con ella al otro lado de la barra-. ¡El uno que no me paga, el otro que me rompe una jarra de cerveza, aquel que me toca el culo cuando salgo a limpiar las mesas, el de más allá que me dice que me va a comer no sé qué, este que me pregunta que de qué color


llevo las bragas, el otro que…! ¡Joder, ya está una harta! Pero luego, cuando cojo el cuchillo del jamón, ¡todo el mundo quejándose, que si no es para tanto, que si no me ponga así, que si patatín, que si patatán!

El chaparrón de protestas arreció en ese momento. Todos volvieron a gritar a la vez, verdaderamente indignados y con todas sus energías convenientemente renovadas. No se entendía bien lo que decían, pero Nogueras creyó cazar algunos adjetivos al vuelo: “mentirosa”, “puta”, “calientapollas”, “provocadora”, “asesina”, y otras cosas por el estilo. La chica, por su parte, cada vez blandía con más fuerza el cuchillo y lo acercaba más a las gargantas de los que ocupaban la primera fila de la barra. Y por la boca, desde luego,


también soltaba sapos y culebras: “cabrones”, “salidos”, “paletos”, “impotentes”, “maricones”, “borrachos”, y otras lindezas al uso. El sargento tardó todavía un momento en intervenir, aún a riesgo de que la situación se desbordase por completo y pudiera llegar a ocurrir algo lamentable. El motivo de su demora fue, ni más menos, que mientras se desarrollaba aquel altercado él podía observar el cuerpo de Mónica a placer sin que ella se diera cuenta, tan cerca como la tenía, tan cerca como no la había tenido nunca, y eso es lo que hizo, embriagarse con la contemplación de aquellas formas divinas que, unidas al calor espeso y sofocante del local, podían llegar a provocar mareos. Pero sobre todo, cómo iba vestida. ¡Cómo iba vestida! Esta vez sí que se le ha ido la mano, la mare de Deu, fue lo que pensó Nogueras, sin que el alboroto ambiental consiguiera distraerle ni lo más mínimo de su concienzuda inspección furtiva, antes al contrario, porque como Mónica no dejaba de agitarse enérgicamente tras el mostrador, la escueta minifalda verde de tubo que llevaba, abierta por los costados y ya de por sí mínima hasta lo impensable, no hacía más que mostrarle en todo su esplendor la parte alta de sus muslos hasta las mismas bragas (eran negras), unos muslos tallados que tenían una impecable consistencia dura y marmórea, y allá que se iban sin remedio los ojos del sargento una y otra vez sin que él pudiera -ni quisieraevitarlo. De vez en cuando, para disimular, no fuera a ser que Mónica le pillase de marrón, y en mala hora, dadas las circunstancias, miraba a los exaltados parroquianos con indiferencia, casi todos barbudos y malencarados, pero enseguida volvía a lo único que le interesaba realmente, que no era otra cosa que desvestir a Mónica con la imaginación, y no hacía falta mucha, porque la chica en verdad casi iba medio desnuda. Por encima de la estrecha minifalda verde de tubo se asomaba el hoyo perfecto de su ombligo en mitad de un vientre blanco, terso y duro, y allí en donde terminaba éste comenzaba el tejido liviano y casi transparente de la blusa de seda, negra y ceñida hasta lo imposible, que a duras penas si podía contener los revoltosos pechos de la camarera, que no contenta con esto además había decidido prescindir ese día del sostén. Por último, según pudo observar Nogueras hasta la saciedad, aquella ninfa salvaje se había calzado unos zapatos verdes de tacón de aguja, a juego con la minifalda, que eran en verdad un prodigio de sensualidad y provocación a partes iguales.


Durante un largo instante las sensaciones y los pensamientos del sargento se volvieron tan confusos y contradictorios que tuvo que sacudir la cabeza varias veces para comprobar que seguía en el mundo real y que no estaba soñando o, peor aún, alucinando, mientras el griterío subía de tono a su alrededor hasta volverse insoportable. Y lo peor de todo fue que no tardó mucho en empezar a sentir en la entrepierna ese cosquilleo característico y premonitorio que solía experimentar siempre que veía a Mónica, pero en esta ocasión con la incomodidad añadida de que como los pantalones del mono de cuero le oprimían y estrangulaban tanto esa parte rebelde, la erección, si por fin se producía en todo su esplendor -y ya se estaba produciendo sin que él pudiera controlarla-, iba a resultarle sin duda alguna muy dolorosa y visible. Apartó la vista de la camarera y trató de distraerse con otras imágenes desagradables e inhibidoras, como accidentes de tráfico, muertos, mutilados, sangre, vísceras desparramadas por el asfalto y un sinfín de escenas semejantes que había contemplado tantas veces en el desempeño de sus cometidos profesionales.


Habitualmente esta técnica solía darle resultado, pero esta vez, ni por esas. Aquella parte de su anatomía había resuelto por su cuenta funcionar de manera autónoma sin obedecer a las órdenes de su dueño y sin contenerse ante la opresión brutal que sobre ella ejercían los pantalones de cuero. Nogueras empezó a sufrir un dolor testicular de tal intensidad que pensó que se desmayaba. Se apoyó en el mostrador con una trempera de mil demonios e intentó dejar la mente en blanco, pero aquello no bajaba. La mare de Deu, se dijo, esto va a ser cosa del veneno ese del Sex&Luxury&Pleasure, que no me deja retornar la sangre. Cerró los ojos para soportar mejor el dolor mientras elaboraba en su cabeza nuevas imágenes truculentas que ahora consistían en cuchillas, navajas y sierras afiladas que rajaban su prepucio erguido, o bien en clavos y agujas punzantes que lo perforaban sin piedad hasta hacer brotar la sangre, una sangre que, sin saber porqué, él quiso imaginar negra como el petróleo, y entonces empezó a sentir unos terribles escalofríos entre las piernas que fueron por fin lo bastante adecuados para deshacer su erección, tal y como pretendía. Sofocada la sublevación en esta región de su cuerpo, experimentó un alivio tan grande que se encontró de pronto con las fuerzas y la determinación necesarias como para aplacar también la revuelta del bar, y decidió hacerlo sin demora después de ver que Mónica había estado cerca de saltarle un ojo a uno de aquellos hombres con la punta del cuchillo jamonero. -Che, xiqueta -le dijo levantando la voz para hacerse oír en medio de aquella trifulca-, hasme el favor de soltar el cuchillo ahora mismo, que vas a desgrasiar a alguien. -Si lo suelto me comen estos bestias, Nogueras -protestó la chica. -No te comen, no te preocupes, que estoy yo aquí para poner orden. Dame ese cuchillo.


XIV

Mónica le entregó el cuchillo de muy mala gana, sin disimular un mohín de disgusto, pero este gesto, que los exaltados parroquianos debieron de interpretar como una rendición por parte de ella, tuvo la deseable virtud de acallar su ira y sosegar sus ánimos hasta el punto de que ahora sólo se escuchaba un ligero murmullo en el local. Nogueras respiró hondo pensando en que no tardando mucho conseguiría hacerse con la situación y seguramente quedarse a solas con la camarera, que en el fondo era lo único que de verdad estaba deseando. Y sin embargo ahora ya no se atrevía a mirarla como antes, ante el temor de que si lo hacía pudiera volver a despertarse el monstruo implacable y viril que moraba en su entrepierna. Así es que durante un momento procuró apartar sus ojos de ella, pero ella seguía allí, tan cerca de él, que a Nogueras le resultaba imposible olvidarse de su presencia y de todo lo que ésta significaba. Incluso a la relativa distancia que les separaba y a pesar de la atmósfera cargada del bar, el sargento podía percibir el olor corporal de la chica, ciertamente grato, lo cual acrecentaba


dolorosamente su turbación e incertidumbre. ¡La mare de Deu, no sólo está como un tren, sino que además huele de la hostia, la muy cabrona!, fue lo que pensó Nogueras en aquel instante, y no había terminado todavía de asimilar estas nuevas sensaciones que le transmitía la camarera, cuando una voz hosca y enérgica saliendo de la masa abigarrada de parroquianos vino a sacarle bruscamente de su ensimismamiento: —¿Se puede saber quién eres tú y qué haces ahí, detrás de la barra? Nogueras alzó un poco la cabeza para tratar de identificar al que le había dirigido la pregunta, pero no lo consiguió. Nadie se movió ni hizo el menor gesto que le delatase. Se subió entonces en una caja de refrescos vacía que encontró bajo el mostrador. De esta manera no sólo podía controlar convenientemente aquella horda de camioneros y viajantes de comercio sino que además ellos también podían verle mejor y probablemente sentirse más intimidados. O eso al menos era lo que él esperaba que ocurriera para hacer valer su principio de autoridad. —Soy guardia sivil —dijo con cara de pocos amigos. Se escuchó un murmullo de desaprobación en la sala. Una nueva voz, que no era la de antes, dijo: —¿Y a nosotros qué nos importa? Nogueras tampoco pudo identificar esta vez al que le hablaba. Había gente sentada en las mesas del fondo que escapaba a su observación. Pero en todo caso de un momento a otro iba a empezar a perder la paciencia. —Soy motorista de la Agrupasión de Tráfico, así es que no os conviene a ninguno tener problemas conmigo. —¿De los que ponen multas en la carretera? —preguntó un tercer sujeto invisible. —Sí, de esos —respondió Nogueras. —Estarás orgulloso, ¿verdad? —dijo un hombretón de rostro curtido que apoyaba sus codos en el mostrador.


El sargento se bajó de la caja de refrescos, se encaró con él y le fulminó con la mirada. Había estado a punto de cogerle también por las solapas de la camisa, pero logró contenerse. Era consciente de que el estallido de cualquier brote de violencia, por pequeño que fuese, podía volverse en su contra, sobre todo si lo provocaba él. Así es que, haciendo de tripas corazón, optó por emplear una estrategia diplomática y conciliadora. —Es mi trabajo —explicó—. A ti te pagan por condusir camiones de mercansías y a mí, entre otras cosas, para que lo hagas sin vulnerar la ley. Pero cuando la vulneras, si yo te veo, tengo que multarte. No estoy orgulloso de poner multas, simplemente cumplo con mi obligasión. El hombretón hizo ademán de responderle, pero Nogueras se le adelantó. Ya había dado demasiadas explicaciones y era el momento de empezar a poner las cosas en su sitio. —Y ahora, caballeros, voy a pedirles un favor. Si ustedes desean continuar en el bar y son capases de guardar la compostura y no meterse con esta chica, aquí pas y después gloria, pero en caso contrario no me va a quedar otro remedio que desalojarles. —No hacen falta tantos miramientos, sargento —intervino Mónica repentinamente envalentonada mientras se subía a la caja de refrescos para desafiar a la concurrencia—, porque estos caballeros se van ya mismo. ¡No pienso servirles ni una sola consumición más! Una nueva oleada de protestas estalló entre los clientes. ¡Maldita sorra, masculló Nogueras sin que nadie pudiera oírle, ya me has vuelto a alborotar el gallinero otra ves! Y por primera vez en mucho tiempo, por primera vez desde que la conocía, quizá, encontró motivos para aborrecerla. Claro que, estos motivos eran lo bastante insustanciales como para que el sargento pudiera pasarlos por alto enseguida, en cuanto volvió a fijarse en el espléndido cuerpo de Mónica, ahora venturosamente elevado sobre aquel improvisado pedestal, lo que le hacía más esbelto, tentador y deseable que antes, si cabe. Pero lo que estuvo a punto de provocarle un vuelco en el corazón fue ver los zapatos verdes de tacón de aguja de la camarera tirados junto a la caja de refrescos. Y es que, aunque él no lo había advertido antes, ella se los había


quitado con buen criterio para subirse a la caja, pues de otro modo no habría podido mantener el equilibrio encima. Así es que estaba descalza sobre la caja y el sargento pudo verle los pies a placer mientras ella se agitaba sobre aquella plataforma como si fuese una heroína revolucionaria sublevando a las masas. Y desde luego que las estaba sublevando, sólo que en su contra. Tenía unos pies delgados, finos y blancos tirando a rosados, en los que se marcaban claramente los tendones como consecuencia de la tensión del momento, y en el tobillo izquierdo Nogueras vio que llevaba una cadenita dorada que no dejaba de tintinear con los movimientos de la chica. Eran unos pies bonitos, sin duda, fue lo que pensó él, que ya estaba demasiado predispuesto a no encontrarle el menor defecto físico a la camarera, lo cual habría sido por otra parte bastante difícil, ya que aquella mujer se acercaba bastante a los cánones de la perfección. Eso sí, lo que no pudo determinar Nogueras por más que lo intentó fue el número exacto de zapato que calzaba Mónica. Podría haber sido muy bien un 38, un 36, un 35 o un 39. Estas cosas eran muy difíciles de calcular a simple vista y tampoco se atrevió a coger los zapatos de ella para comprobarlo. Se quedaba con la duda de momento. Muchos parroquianos habían empezado a desfilar hacia la puerta de salida sin dejar de proferir insultos, seguramente convencidos de que la camarera no iba a servirles ni una sola bebida más y no valía la pena enfrentarse a un guardia civil vestido de motorista. Otros aguantaban todavía junto a la barra y discutían con Mónica a grito pelado. Ella hizo ademán de volver a coger el cuchillo jamonero, pero Nogueras estuvo oportuno sujetándole la mano para impedirlo. Incluso cuando ya lo había impedido del todo permaneció aferrado a la mano de la chica sin soltarla. Mónica no trató de desasirse, lo que le produjo al sargento una sensación tan grata y placentera que le costó mucho esfuerzo convencerse que aquello pudiera ser real. Y sin embargo lo era. Entonces, en un alarde de audacia como pocas veces en la vida había tenido con una mujer, movió su mano muy despacio sobre la de la camarera para intentar entrelazar sus dedos con los de ella. Su sorpresa fue mayúscula cuando la chica, lejos de rehuir este contacto singularmente atrevido, cerró los dedos con suavidad sobre los de él. Nogueras pensó por un momento en tentar a la suerte e ir todavía más lejos y posar su mano libre —la izquierda— sobre el opulento culo de aquella hembra divina, pero no fue capaz de tanto, y empezó a preguntarse qué es lo que habría sucedido, para bien o para mal, si al final se hubiera atrevido a hacerlo.


Lo peor de tener cogida a Mónica de la mano como si fuesen una pareja feliz fue que Nogueras sintió que el monstruo ingobernable que habitaba en su entrepierna volvía a despertarse con renovadas energías. Y tanto, que tuvo que soltarla bruscamente con gran dolor de su corazón. Ella no pareció inmutarse demasiado con esta ruptura espontánea, tan ocupada como estaba en discutir con los escasos clientes que quedaban en el bar, pero el sargento, en cambio, volvió a ponerse de muy mala hostia tanto por una cosa como por la otra. —¡A ver, caballeros —dijo con la voz más agria que fue capaz de articular—, hagan el favor de abandonar el local de una puñetera ves! —¡Eh, oiga, usted no se meta en esto! —protestó uno de aquellos hombres. Nogueras salió de detrás del mostrador en dos zancadas y llegó hasta el que le había interpelado. —¡Me meto en donde me sale de los cojones! —le gritó casi a punto de zarandearle—. ¡Y como no se larguen todos ahora mismo llamo a la Guardia Sivil y van ustedes derechos al cuartelillo! ¡No se lo voy a desir dos veses!


Los clientes empezaron a tomar el pasillo de salida sin dejar de murmurar. No le convenía a ninguno vérselas con la Guardia Civil. Quien más, quien menos, todos habían bebido en exceso y seguramente pretendían conducir a continuación. Todavía uno de ellos se revolvió cuando ya estaba lejos del alcance de Nogueras: —¡Que sepas que no se me va a olvidar tu cara, cabrón! —le amenazó. —¡Ni a mí la tuya, ni la de tu puta madre! —saltó el sargento, haciendo un amago de salir tras él. Pero no fue necesario. Visto y no visto, el bar había quedado de repente vacío. Por si acaso, Nogueras se acercó también hasta la puerta un momento después. No podía descartar del todo que tratasen de vengarse con su moto, aunque fue una precaución innecesaria, porque la Kawa estaba intacta a la sombra del arbolillo en donde la había dejado y en la explanada de grava ya no se veía un alma.


—Sargento, hágame un favor —oyó que le decía Mónica desde el interior del bar—, eche el cerrojo de la puerta y ponga el cartel de cerrado. De mil amores, dijo Nogueras en voz baja mientras cumplía el encargo de la chica. Después, girando sobre sus talones de manera marcial, se encaminó de nuevo al encuentro de aquella dama excitante que ya le estaba haciendo perder la cabeza. Y no sólo a él: el bulto que empujaba por dentro de sus pantalones de cuero tampoco había ahora forma, ni divina ni humana, de disimularlo.


XV

Cuando llegó de nuevo al salón del bar se encontró a la camarera barriendo el suelo con un cepillo. Había restos de botellas y vasos rotos por todas partes, líquidos derramados, trozos grasientos de bocadillo, servilletas de papel, palillos de dientes, colillas y huesos de aceituna, entre otras inmundicias de la peor especie. -Mire cómo lo han puesto todo estos cerdos -se quejó la chica. Nogueras la observó con cierta lástima. Se le hacía injurioso verla allí de pie, en lo alto de sus finos tacones de aguja y pisando aquellos desperdicios repugnantes mientras los iba barriendo con el cepillo hacia un rincón de la sala. Pero lo que le resultaba más


chocante al guardia era verla realizar esta tarea precisamente calzada y vestida como iba, con su minifalda verde de tubo y la apretada blusa de seda negra, amén de los provocativos zapatos de tacón, sin lugar a dudas la indumentaria menos apropiada para este menester. Y sin embargo, ni siquiera ocupada en labores tan subalternas como esa, perdía Mónica ni un ápice de su hermosura, coquetería y majestuosidad, antes al contrario, era delicioso contemplar los movimientos de sus brazos y de sus caderas al compás del cepillo, y cuando agitaba la cabeza para retirarse la larga melena rubia de la cara, volcándola hacia atrás con una sacudida enérgica, Nogueras se volvía loco de deseo.

Mientras tanto, el rabioso inquilino de su entrepierna no dejaba de crecer y crecer, tanto a lo largo como a lo ancho. En cualquier momento Mónica descubriría aquel bulto ostentoso de sus pantalones y era de temer que se creara entre ellos una situación tensa e incómoda por este motivo. Por eso, para disimular, Nogueras le dijo: -¿Quieres que te ayude a terminar de recoger todo esto? -Ni hablar, sargento -respondió la chica mirándole con un gesto de dignidad ofendida-. Usted ya me ha ayudado bastante hoy. Y no sé ni cómo agradecérselo. Nogueras se sintió sumamente halagado con estas palabras, como es natural. Y desde luego él sí que sabía de sobra lo que le gustaría que hiciera la camarera en agradecimiento a sus servicios prestados, que en el fondo no eran tales, pues él sólo había cumplido con su deber de protegerla, algo que habría hecho igualmente con cualquier otra persona en apuros. El problema era que debía seguir comportándose como un caballero, y esto descartaba de antemano toda insinuación demasiado explícita por su parte. -No tienes nada que agradeserme, xiqueta, faltaría más respondió el sargento, al tiempo que pensaba que quizá podía, y debía, sacar algún tipo de ventaja personal de esta situación. Y contra todo pronóstico, el desarrollo de los acontecimientos vino a ponerle las cosas muy de cara:


-Es usted un hombre especial, Nogueras -intervino Mónica de nuevo-, un hombre muy especial.

El sargento tuvo la sensación desconcertante de que su cuerpo podía llegar a perder el contacto con el suelo en cualquier momento para elevarse en el aire y quedarse flotando en las nubes como un globo de helio. Ya no era sólo su revoltoso miembro viril el que crecía y se hinchaba. Era todo su ser el que pasaba por ese trance perturbador. -Espesial…, ¿por qué? -fue todo lo más que pudo preguntar, de tan embargado como estaba.

Mónica soltó el cepillo, miró a Nogueras y le sonrió. Después tomó el cepillo y siguió barriendo. Durante unos segundos, apenas, porque volvió a apoyar el cepillo en la pared para mirarle y sonreírle de nuevo. Una sola de esas sonrisas habría bastado para derretir un iceberg. Nogueras, desde luego, aunque se sintiera flotando, ya llevaba largo rato derretido en cuerpo y alma. Y lo mejor estaba por llegar: -Me ha gustado mucho lo de antes, cuando me ha cogido la mano, sargento. El quiso decir algo, aunque no sabía qué, pero en su vacilación se le adelantó la camarera: -Le he sentido cálido y protector -confesó ella-. Era como si su mano entrelazada con la mía me transmitiese confianza y seguridad para enfrentarme a esos hombres.

Nogueras la escuchaba con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. La sorpresa le tenía en verdad sobrecogido. Pero una de dos, o la chica le estaba tomando el pelo al decirle todo esto, o bien eran sinceras sus palabras, en cuyo caso existían indicios razonables para creer que ella se le estaba insinuando. O no, porque con las mujeres nunca se podía tener absoluta certeza de nada.


-¿Sabe una cosa? -continuó Mónica-. No iba a volver a coger el cuchillo. Hice el ademán sólo para ver si usted se atrevía a agarrarme de la mano. Son todas igual de malas, igual de brujas, igual de harpías, esto es lo que pensó Nogueras en ese momento, después de escuchar aquella confesión. Quizá fue ahora su coraje de macho burlado lo que le hizo hablar: -Bueno -dijo, fingiendo un aplomo que ya había perdido-, pues ya ves que sí que me he atrevido. -Pero a lo que no se ha atrevido -saltó la camarera de repenteha sido a tocarme el culo luego. ¡Y lo estaba deseando, vaya!

Lo único que le faltaba a Nogueras era que aquella mujer, además, le adivinase el pensamiento y las intenciones. Eso podía ser ya el principio del fin. Trató de sobreponerse a esta contrariedad inesperada: -Es que no pensaba tocarte el culo para nada -mintió el sargento, viendo cómo la situación ya le superaba-. Eso ni se me ha pasado por la imaginasión. -¡Ya, ya, usted disimule! -dijo Mónica con ironía y dejando escapar una risita perversa-. ¡Que no me he caído de un guindo, Nogueras! Estaba jugando con fuego, y él lo sabía. O se lo temía. Y sin embargo no pudo vencer la terrible curiosidad que le quemaba por dentro. -¿Y qué habría pasado si te lo llego a tocar? Mónica le sonrió divertida. -¿De verdad quiere saberlo? -Si tú me lo quieres desir… Y entonces la camarera hizo una cosa increíble: se puso de rodillas sobre una de las mesas, apoyó los codos en el tablero y


levantó sus apretadas nalgas ofreciéndolas provocativamente a la vista de Nogueras. -Voy a darle una segunda oportunidad -anunció. El sargento se quedó paralizado sin saber qué hacer. A su cabeza acudía un aluvión constante de imágenes, pero la mayoría de ellas no eran demasiado prometedoras. Se veía acercándose a Mónica por detrás, posando sus manos con lujuria sobre aquellos glúteos rotundos y recibiendo instantáneamente una patada de la chica en mitad de sus testículos inflamados, seguida de una monumental bronca con petición de que abandonase el bar incluida. Esta escena admitía otras variantes similares, y en ellas la patada en los bajos era sustituida por una sonora bofetada, un puñetazo, un mordisco, un empujón o un tirón de pelo, entre otras posibilidades. Pero siendo optimista Nogueras también se veía manoseando el culo de Mónica con deleitosa parsimonia para pasar luego a la cara interna de sus muslos abriéndose paso a través de la estrecha minifalda mientras ella quizá gemía y le pedía que no se detuviera, o se volvía para meterle la lengua hasta la garganta o para tocarle su entrepierna a punto de estallar, y todo esto como excitante preámbulo de lo que podía venir después, ya los dos desnudos sobre la mesa y dispuestos para mayores cometidos. Nogueras trató de racionalizar la situación a pesar de los escasos aspectos racionales que presentaba la misma. ¿Qué reacción podía esperarse de Mónica a tenor de su conducta y de lo que estaba sucediendo en aquellos momentos? ¿Que le diera una hostia si se acercaba para tocarla, o que le dejara hacer? Noventa y nueve veces de cada cien, que le dejara hacer, fue la conclusión del sargento. Ahora bien, si ese cálculo de probabilidades resultaba erróneo, entonces podía ir dando por segura una dolorosa patada en los cojones, como mínimo. La camarera, sin cambiar de postura, empezó a impacientarse ante la indecisión de Nogueras, así es que no se le ocurrió nada mejor que volver a incitarle con nuevos y provocadores argumentos: -¡Vamos, sargento, que me enfrío! ¡Parece mentira, un héroe tan valiente como usted y ahora se acojona delante de una pobre mujer indefensa!


Pero esa era la verdad, Nogueras estaba realmente acojonado, sobre todo cuando miraba los tacones de aguja de los zapatos de la chica, afilados como estiletes, que sobresalían amenazadores desde el borde de la mesa. No era lo mismo enfrentarse a tiros con los rusos del Alto del Tossal que atreverse a tocarle el culo a aquella hembra de bandera tan peligrosamente armada. Y sin embargo ya no le quedaba otra alternativa. Pero entonces cometió un error tan estúpido como imperdonable: -Oye, Mónica, ¿por qué no te quitas los sapatos? -le pidió tímidamente.


XVI

La camarera frunció el ceño y le miró con desconfianza. Después giró sobre sus rodillas y se sentó en el centro la mesa con las piernas abiertas. Los tacones se clavaban ahora en el tablero de madera como si fueran los garfios de un pirata. Sus bragas negras asomaban sin ningún pudor a través de la abertura de la minifalda. Nogueras empezó a marearse. —¡Vaya —exclamó ella con una media sonrisa—, ahora resulta que el sargento nos ha salido fetichista! ¿O es que tiene usted miedo de mis tacones, Nogueras? —¿Qué número de sapato calsas? —le dio por preguntar a él, para ganar tiempo y, ya de paso, resolver otra de sus dudas pendientes. —Un treinta y ocho, ¿por qué?


—Por nada, por nada —respondió el sargento distraídamente, mientras recordaba que ese era por casualidad el número de los zapatos rojos de su mujer, que ahora llevaba debajo del asiento de la moto con la idea peregrina de que, quizá alguna vez, pudiera llegar a calzárselos la propia Mónica. —Le voy a dar una tercera oportunidad —anunció la chica complaciente mientras se quitaba los zapatos, primero uno, luego otro, y los arrojaba junto al mostrador del bar. Nogueras vio los zapatos volando por encima de su cabeza y tuvo la amable impresión de que todas las puertas del mundo acababan de abrírsele de par en par para que él escogiese la que quisiera. Así se las ponían a Felipe II, le dio por pensar mientras se acercaba muy despacio hasta la camarera. Entonces ella se fijó en el bulto de sus pantalones y se echó a reír. —¡Qué barbaridad, sargento! ¡Eso es un arma, y no la de matar rusos! Nogueras también quiso reírse, pero en cambio sólo consiguió ruborizarse. Sentía las mejillas calientes y rojas como jamás en la vida las había sentido. —¡Me pones a sien, nena, me pones a sien, la Mare de Deu! — fue lo último que acertó a decir antes de arrojarse enardecido de pasión en los brazos de Mónica.

La primera sensación que tuvo Nogueras al entrar en contacto con el cuerpo de ella fue la de que todo era un sueño y que no tardaría mucho tiempo en despertarse. Y eso que ni en el mejor de sus sueños había vivido nunca una experiencia como esta. Pero estaba bien despierto, tanto como lo estaban todos sus órganos y todos sus sentidos. Mónica le recibió sumisa y expectante, como si llevase mucho tiempo esperando este contacto y ya lo deseara. Su cuerpo, caliente, terso y húmedo, aunque parecía hecho de la misma materia onírica y sensual con que estaban hechos los cuerpos de las mujeres de los sueños —o los de las mujeres dibujadas en los cómics eróticos—, era sin embargo tan real que el sargento se encontraba perplejo e indeciso a partes iguales. No es que tuviera problema alguno en dejarse llevar por sus instintos naturales, más


bien al contrario, eran esos instintos los que le empujaban desordenadamente a la acción, lo que ocurría es que no sabía por dónde comenzar su tarea ni el grado de pasión que debía emplear en ella, temeroso como estaba de excederse en su ímpetu. De modo que lo primero que hizo fue besarla delicadamente en el cuello, deslizando apenas sus labios sobre la piel fragante de Mónica y embriagándose con el aroma delicioso de su cuerpo. Después fue subiendo muy despacio hasta una de sus orejas, en donde también se entretuvo con indisimulado deleite, si bien no se atrevió a usar la lengua, como tampoco las manos para tocarle los hombros y los pechos o bien para desabrocharle los botones de la blusa, tres de las maniobras que con mayor apremio le demandaba su instinto.

Al principio la camarera le dejó hacer sin mostrar el menor gesto de satisfacción o de rechazo hacia estos inocentes juegos preliminares del cortejo de Nogueras y, lo que era aún peor, sin corresponder a ellos, para desconcierto del guardia, que empezó a temer que un exceso de delicadeza por su parte pudiera provocar en la chica reacciones contrarias a las deseadas. Y es que a menudo a las mujeres no había quién las entendiera, fue lo que pensó él. Cuando eras demasiado fogoso y audaz con ellas en los preámbulos amatorios, te lo reprochaban diciéndote que ibas demasiado


deprisa. Pero si por el contrario decidías demorarte en estos escarceos para actuar de manera galante y comedida, entonces te lo hacían saber invitándote a pasar a la acción sin más rodeos, y acababas quedando como un tonto o como un amante incompetente. ¡Y resultaba tan difícil acertar! De todos modos el cuerpo de Nogueras ya se había convertido en una caldera hirviendo que estaba a punto de estallar bajo la presión de las circunstancias. Casi lo de menos ahora era el empuje irresistible —y cada vez mayor— de la monstruosidad carnal de su entrepierna. Una ardiente oleada de calor febril viajaba por su espinazo como una corriente eléctrica de millones de voltios que amenazase con electrocutarle allí mismo si no era trasvasada de inmediato al cuerpo de Mónica. El corazón, que no podía ser ajeno a este grado de excitación creciente del sargento, empezó a golpearle dentro del pecho con esa misma furia desbocada y arrítmica que había sentido tantas veces al enfrentarse a situaciones de riesgo. Era muy mal momento para ponerse a pensar en otra cosa que no fuera excitar cuanto antes a aquella rubia procaz que se le ofrecía rendida sobre el tablero de la mesa del bar. Acercó de nuevo sus labios a una de las orejas de ella y allí se quedó merodeando un momento mientras su respiración se iba volviendo cada vez más agitada y ansiosa. Nogueras puso entonces el suficiente cuidado como para que no se perdiese ni una sola bocanada de su aliento tibio fuera del oído de la chica, al tiempo que la tomaba con las dos manos de la nuca y le susurraba suavemente:


—¡Qué rica estás, Mónica, pero qué rica! ¡Te voy a comer de la cabesa a los pies!

Y apenas si hubo terminado de decir esto cuando le hundió la punta de la lengua en el interior del oído y se puso a darle lametones circulares por todo el contorno ya sin poder contenerse. El sabor de la piel de Mónica en aquella zona de su cuerpo, ligeramente amargo, ligeramente salado, consiguió enardecerle casi hasta el delirio. Sabía que ya nada podría detenerle, como sabía que no quería que nada le detuviese. Ya no había marcha atrás posible. La camarera pegó un respingo y se agitó bajo los efectos de un escalofrío repentino. Intentó decir algo, pero Nogueras se anticipó colocando sus labios sobre los de ella. Quería besarla delicadamente, sí, pero también meterle la lengua hasta la garganta, y no tenía demasiada prisa en hacer esto último, sobre todo cuando descubrió que los carnosos labios de la chica por sí solos ya eran lo bastante deliciosos como para que mereciera la pena demorarse en ellos. Tenían un gusto agradable como a frutas frescas o a miel fina, aunque el sargento sabía que aquellos sabores que él creía percibir al besarla no eran naturales sino cosméticos, cosa que, por otra parte, le importaba muy poco. Mónica comenzó a colaborar, si bien comedidamente —no rehuía el contacto de los labios e incluso procuraba acoplarlos a los de él de manera sumisa—, lo cual animó bastante a Nogueras, que decidió empezar a ganar tiempo con sus manos, hasta entonces sólo ocupadas en acariciar la nuca de ella. Lentamente las bajó hasta sus hombros, los masajeó sutilmente con movimientos rotatorios de dentro a fuera y luego los fue deslizando muy despacio a través de las clavículas y el esternón hasta que sintió que sus pulgares tropezaban con el nacimiento de los pechos. Aquí tuvo un momento de vacilación, no porque no quisiera tocárselos, que lo estaba deseando y los presentía grandes y turgentes, sino porque no conseguía ponerse de acuerdo consigo mismo a la hora de decidir si ya había llegado el momento de desabrocharle la blusa de seda o por el contrario aún era prematuro hacerlo. Así es que, sin más dilación, lo que hizo fue plantar sus dos manazas encallecidas por el oficio de motorista sobre los senos de Mónica sin preocuparse del finísimo tejido que las cubría y, ¡oh, Dios, oh, gran Dios!, aquel fue uno de los mejores momentos de su existencia. Los pechos de Mónica, generosos, redondos, apretados y duros, irradiaban un calor


irresistible incluso a través de la blusa de seda negra. ¡La mare de Deu dels Desamparats —musitó el guardia mientras magreaba a placer a la camarera—, a mí hoy me va a dar algo!


XVII

La chica exhaló un tímido gemido -o eso al menos es lo que creyó oír Nogueras- y tensó su cuerpo primero para luego relajarlo poco a poco hasta alcanzar un desmadejamiento cercano al desmayo, o al éxtasis, tanto que a él le pareció que se le iba a quedar yerta sobre la mesa. Separó ligeramente sus labios de los de ella y le habló con un hilo de voz: -¡Qué barbaritat, xiqueta! ¿Y todo esto es tuyo de verdat? Entonces Mónica, volviendo a reaccionar, le plantó la mano izquierda sobre el bulto palpitante que moraba dentro de los pantalones de cuero. Nogueras, que con mucho menos ya había alcanzado los estadios superiores de la plenitud, pensó ahora que terminaría aullando como un lobo más pronto que tarde, pero por si acaso se aferró aún con más fuerza a los pechos de la camarera metiendo por fin las manos en el interior de la blusa. Ella hizo lo propio y le atrajo hacia sí tirándole de la bragueta mientras le decía en un tono insinuante: -Todo eso es mío y ahora también suyo, sargento.


-Pero tutéame, nena, tutéame -le pidió Nogueras-. Yo creo que en esta situasión… Ella no tardó ni un segundo en tomarse la invitación de Nogueras al pie de la letra, y aún más: -¡Me pones a tope, sargento, a tope! ¡Bésame, cabrón! Nunca antes la palabra cabrón, dirigida a él, le había sonado tanto a música celestial como en estos momentos de gloria que estaba viviendo sin acabar de creérselo. ¡Pues no le había dicho la chica que le ponía a tope! ¡No acababa de pedirle que la besara! ¡La mujer más deseada de aquella comarca estaba allí con él, rendida a sus pies, y dispuesta a todo! Se sentía el hombre más afortunado de la tierra. Y estaba pensando con deleite en estas cosas un segundo antes de besarla, cuando ella se le anticipó y le metió la lengua en la boca al tiempo que le acariciaba la cabeza y restregaba su cuerpo anhelante contra el suyo como poseída por una repentina pasión volcánica que le quemase las entrañas. Ahora que Mónica había tomado la iniciativa, él la dejó hacer y se dejó llevar sumamente complacido hasta los gozosos territorios de la lujuria. Tumbados y abrazados como estaban rodaron sobre la mesa sin soltarse, fundidos en un solo cuerpo para invertir sus posiciones ahora ella arriba y él debajo- con una facilidad que a Nogueras se le antojó maravillosa, como maravilloso habría de ser todo cuanto sucedió a continuación, que no fue poco.


Estuvieron largo rato jugueteando con sus lenguas en un complacido intercambio de salivas y degustaciones mutuas. Nogueras exploró en la boca de Mónica tan fervorosamente que no le quedó nada de ella por conocer, y otro tanto hizo la chica con la suya. Se besaron, se chuparon, se lamieron y mordisquearon hasta quedar saciados. El sargento pensó que se llevaría hasta la tumba el recuerdo del sabor de aquella boca. Quizá, con el tiempo, besaría después a otras mujeres, quizá no -la suya no contaba, eso desde luego-, pero ya nunca podría ser lo mismo. Desde ese día habría un antes y un después. En una breve tregua de besos que se concedieron, Mónica aprovechó para erguirse sobre las rodillas y desabrocharse la blusa. Sus senos, rotundos y firmes, quedaron suspendidos muy cerca de la cabeza de él, que no dudó en alzar sus manos para volver a tocárselos con renovado entusiasmo. Tenían un tacto cálido, esponjoso, masivo y sólido, con los pezones extensos y sonrosados como dos soles en miniatura brillando sobre la blancura pálida de la piel. Nogueras levantó ligeramente la cabeza, acercó su boca a los senos de Mónica, sacó la lengua y empezó a lamérselos alternativamente -primero el izquierdo, luego el derecho, y vuelta a empezar-, sin soltarlos de las manos. La criatura diabólica que habitaba entre sus ingles sufrió una nueva dilatación espasmódica que la férrea presión de los pantalones de cuero volvió a convertir en dolorosa. Algo de sufrimiento debió de percibir Mónica en el rostro del guardia, porque enseguida se dispuso a aliviarle de la terrible desazón que parecía sentir. Reculando sobre las rodillas se bajó de la mesa. Después le miró sonriendo. Fue una sonrisa pícara y maliciosa, pero Nogueras se derritió con ella. -Vamos a ver qué es lo que tiene aquí mi sargentito -dijo la chica agachándose sobre aquella entrepierna abultada hasta la exageración. Nogueras la dejó manipular. Sólo se hacía una vaga idea de lo que se proponía la camarera. Lo único seguro es que iba a quitarle los pantalones y a lo mejor también los calzoncillos. Una vez hecho esto, el número posible de sucesos a ocurrir aumentaba considerablemente. Puede que ella se conformase sólo con mirar -lo cual no parecía demasiado probable a tenor de las circunstancias-, puede que quisiera además tocar, o mover, o agitar, o menear, puede que incluso, ya en el vértice de todas las posibilidades que ofrecía la situación, estuviera dispuesta también


a… chupar. Conociéndose como se conocía, Nogueras no pudo por menos que reconocer que si sucedía esto último la fiesta iba a durar muy, pero que muy poco, por mucho que él pusiera de su parte para prolongarla.


XVIII

Los primeros manejos de Mónica en aquellos pantalones no dieron ningún fruto. Estaban muy ceñidos y eran tan difíciles de desabrochar como antes lo habían sido de abrochar. Pero la mayor dificultad residía en el hecho de que formaban parte inseparable del mono de una pieza. Para evitar que la chica se cansara y perdiera el interés en el asunto, Nogueras decidió colaborar gustosamente liberándose de la parte superior del mono. Después sacó los brazos y el torso, se quitó la camiseta y se quedó sentado esperando. —Quítame las botas primero y luego tira de los pantalones — le dijo a Mónica. Ella obedeció. Le desabrochó las botas y las arrojó lejos, junto a sus zapatos verdes de tacón, que estaban caídos frente al mostrador del bar. Después Nogueras levantó el culo de la mesa y Mónica tiró de sus pantalones enérgicamente. Al hacerlo, los calzoncillos del guardia se desplazaron también hacia abajo unos


centímetros, los suficientes como para que su miembro enhiesto asomase por fin brincando en mitad de una cómica cabriola. La camarera soltó una carcajada. —¡Qué poderío, sargento, qué poderío! —repitió ella sin poder contener la risa.

Esta vez Nogueras no se ruborizó. Con poderío o sin él, esto era lo que había. Y la verdad es que en su vida había estado tan excitado como ahora. Mónica terminó de quitarle el mono de cuero y los calzoncillos y los tiró junto a los zapatos y las botas. Allí estaba el guardia rampante, desnudo y tumbado sobre la mesa esperando las caricias de aquel ángel lascivo que poseía la llave que abría las puertas de su felicidad. El sargento cerró los ojos. Mónica no se anduvo con rodeos: se fue derecha al vértice de todas las posibilidades que ofrecía la situación sin detenerse en maniobras preliminares. Mil luces de colores se encendieron al tiempo en la cabeza de Nogueras. Se dejó llevar por los amenos senderos de este dulcísimo viaje mientras la chica le acometía una y otra vez con su boca caliente y húmeda y él jugaba con sus dedos en los cabellos de ella moviéndolos en suaves remolinos circulares. En contra de lo que era habitual, Nogueras aguantó un buen rato el envite sin que se activase la señal de alarma que precedía al desastre, pero ésta, al final, acabó por saltar con toda su intensidad acostumbrada.


—¡Para, nena, para ya! —suplicó el guardia. —Sólo un poquito más, venga —dijo Mónica soltando momentáneamente la presa para volver a tomarla de inmediato. Nogueras empujó la frente de la chica hacia atrás sin ninguna delicadeza y consiguió liberarse justo cuando acababa de llegar al borde del precipicio. —Si sigues hasiéndome eso —explicó él a modo de disculpa sin dejar de jadear— la funsión se va a acabar enseguida. —¿Es que no te gusta? —le preguntó la camarera con mansedumbre, apoyando la cabeza en uno de los muslos del guardia. —Eso es lo malo, que me gusta demasiado. ¡Eres divina, Mónica, divina! ¡Quiero morirme entre tus brasos, collóns!

Mónica volvió a reírse. Al hacerlo, sus pechos se agitaron pesadamente de arriba abajo con un rítmico vaivén. Nogueras se levantó de la mesa y la besó ardientemente. Después fue bajando las manos muy despacio por su cuerpo hasta llegar a las caderas. La estrecha minifalda verde de tubo debía de tener una cremallera por alguna parte. Al cabo de un rato de torpes tanteos con los dedos la encontró y la desabrochó hasta el final. Sin dejar de besarla tiró de la minifalda hacia abajo. La camarera colaboró en estas operaciones moviendo caderas y piernas para facilitar el proceso. Después le llegó el turno a sus primorosas bragas negras, de las que Nogueras la despojó con igual presteza. A continuación le acarició el pubis con la palma de la mano y fue bajando por aquel boscaje rubio hasta introducir uno de sus dedos en la profunda intimidad de Mónica. Ella gimió y se apretó más contra él clavándole las uñas en la espalda. —¡Oh, Dios mío, qué caliente estoy! —susurró la camarera. Nogueras se demoró con regocijo en esta inspección dactilar. Desde luego que Mónica no mentía: en aquel sagrado templo se había desatado ya un incendio de dimensiones pavorosas. No había más tiempo que perder. Estaban los dos tan sudorosos, jadeantes y ansiosos que parecían a punto de llegar al colapso. Volvieron a tumbarse sobre la mesa, ella debajo, él encima, y siguieron restregando sus cuerpos uno contra el otro con un frenesí agotador.


Pero no por mucho rato. Ella abrió las piernas y le sonrió. Nogueras, comprendiendo al instante la invitación de Mónica, preparó la maniobra. Y entonces sucedió aquello. Varios estampidos cortos y secos sonaron junto a sus cabezas hiriéndoles los tímpanos. Se levantaron de un salto, desnudos como estaban, y se quedaron en medio del bar mirándose con frustración.


XIX

-¡Son tiros! -dijo Mónica asustada. -No son tiros -replicó el sargento con voz agria-. ¡Ahí está, ese maldito cabrón! Ya me había olvidado de él. -¿Quién es? -El chulo de Venansio -dijo Nogueras con desprecio-. Creo que es amigo tuyo, ¿no? Sonaron más estampidos. Mónica abrazó al sargento como si buscara su protección. -No es amigo mío -explicó la chica temblando de miedo-. Viene por aquí a menudo y ni siquiera le soporto. -¡Mírale, qué gilipollas! ¡Va a quemar la moto con esas tonterías!


-¿Y ese ruido tan espantoso? -Está hasiendo cortes de ensendido, el muy animal. Mónica le miró con incredulidad. -¿Cortes de qué? -Déjalo, xiqueta, vamos a vestirnos ahora mismo. Este imbésil querrá entrar aquí. Y acaba de aguarnos la fiesta.

Apenas si había terminado de decir esto, cuando cesaron los estampidos y una de las ventanas del salón del bar, que debía de estar entreabierta por el calor, se abrió completamente empujada desde el exterior. Después vieron una mano que corría la cortina y la cabeza del sargento Venancio que se asomaba dentro y les miraba con estupor superlativo. Ellos, sin soltarse de su abrazo, ni siquiera hicieron ademán de moverse, y no por ausencia de pudor, probablemente, sino porque la sorpresa de aquella indeseable visita les tenía paralizados. Pero no contento con esto, Venancio se elevó a pulso sobre la ventana, que estaba a un metro del suelo, pasó una pierna por encima del alféizar, luego la otra, y se metió en el interior del bar. Vestía un espectacular mono de cuero rojo con una cabeza amarilla de diablo con cuernos bordada en la espalda y un letrero del mismo color en el que se leía: Red Devil Rácing Team. Mónica, en un arrebato de dolorosa vergüenza, trató de ocultar su rostro en el hombro de Nogueras, una precaución tan estúpida como innecesaria, porque su hermoso cuerpo desnudo quedaba expuesto de todos modos a la contemplación descarada de aquel intruso. -¡Joder, Nogueras, cómo te lo montas, tío! -exclamó Venancio sin quitarle ojo al culo de Mónica. Entonces Nogueras, ciego de ira, se separó de la camarera y avanzó dos pasos hacia Venancio, pero se detuvo al punto al darse cuenta de lo grotesco e indefenso de su estado, desnudo, en calcetines y con el pene ya fláccido colgándole entre las piernas como un juguete roto. -¡Eh, tú, fill de puta! -le gritó-. ¿Nadie te ha enseñado nunca modales?


Venancio se rió mientras seguía los movimientos de la camarera, que ya había empezado a vestirse. -¡Vaya, vaya! -dijo con sorna-. ¡En buen momento vas a darme tú lecciones de modales! Ponte los calzoncillos, anda, que me da asco verte así. -El bar está cerrado -le informó Mónica de repente, mientras se abrochaba los botones de la blusa y se calzaba sus zapatos verdes de tacón-, así es que ya te puedes ir largando por donde has venido. -Te pones muy guapa cuando te enfadas, muñeca -dijo Venancio sacando la lengua. -¡No me llames muñeca, gilipollas! ¡Y lárgate ya! -En cuanto Nogueras se vista nos largamos los dos. Tenemos un asunto pendiente. Pero no te preocupes, Mónica, que yo volveré.

Nogueras se puso los calzoncillos sintiendo que una desazón inconsolable hasta el infinito le envenenaba por dentro. Aquél imbécil de Venancio no sólo acababa de echarle a perder el polvo del siglo con la mujer de su vida -y era imposible saber ahora si aquella oportunidad podría volver a presentarse alguna vez-, sino que además debía disputarle una temeraria carrera de motos en la que, dado su actual estado de ánimo, tenía todas las probabilidades del mundo y alguna más de perder. Terminó de vestirse con desgana mientras miraba a los ojos de la camarera, que le devolvía una expresión fría y neutral, como si nada de lo que había habido entre


ellos sólo un momento antes hubiera sucedido realmente. Se abrochó las botas, cogió el casco y se acercó a la chica, que estaba al otro lado de la barra. Quería tocarla, abrazarla, besarla y hablarle al oído, a modo de despedida, pero no estaba seguro de que la reacción de ella pudiera serle favorable en estos momentos. Ni siquiera la presencia de Venancio, que ya esperaba de pie junto a la ventana por la que había entrado, consiguió disuadirle de sus propósitos. Acercó su boca al oído de la camarera y le susurró: -Oye, Mónica… -¿Qué? -Esto de hoy podremos terminarlo en otra ocasión, ¿verdat? Que nos hemos quedado a medias, nena. -Sí. -¿Sí, qué? -Que es verdad, que nos hemos quedado a medias, sargento -reconoció ella también en un susurro. -¿Y entonses? -preguntó Nogueras sufriendo la angustia anticipada de una posible negativa de la chica. -Bueno…, no sé -titubeó ella. -¡Joder, Mónica, no me hagas esto! -suplicó él, sintiendo que un nudo terrible le apretaba en la garganta-. ¡Me vas a dejar con la miel en los labios! -No sé, no sé…, ya veremos -seguía repitiendo Mónica ante el desconsuelo creciente de Nogueras. -Es por Venansio, ¿verdat? Tienes algo con él. -Ya te he dicho que no, que le detesto. -Entonses bésame. Se besaron. Es cierto que Mónica, en comparación con su actitud entregada de antes, apenas si puso ahora el mínimo interés en dejarse llevar pasivamente, sin un gran entusiasmo que pudiera ser reconocido como tal, para notable desilusión de Nogueras que, pese a todo, volvió a explorar la boca de ella con su lengua ansiosa, y a manosearle los pechos con incontenible deseo por encima de la


blusa de seda, y aún por dentro, y a pellizcarle los pezones, y a buscarle otra vez la cremallera de la minifalda, que no se atrevió a desabrocharle, sin embargo. Naturalmente, con todos estos juegos excitantes a los que se entregaba con urgencia por segunda vez, el animal salvaje que habitaba en su entrepierna volvió a despertarse con renovada lubricidad para volver a estrellarse contra la realidad opresiva de los pantalones de cuero motorista, que eran como una fría guillotina que fuera decapitando uno por uno todos sus sueños, todos sus deseos y todas sus esperanzas. Le sonaba vagamente haber leído en algún libro algo acerca del llamado suplicio de Tántalo, que no podía recordar en qué consistía, pero que a buen seguro no debía de ser mucho peor que el propio suplicio que él sufría ahora. Sabía que Venancio, el cabrón de Venancio, les estaba mirando con envidia, y esto no hacía sino enardecerle aún más. Pensó que si conseguía volver a llevar a ebullición el cuerpo de Mónica, como lo había hecho antes, tal vez pudieran olvidarse de la presencia de este intruso y terminar la faena que había quedado interrumpida con su llegada. Pero el intruso no estaba para nada dispuesto a que se olvidaran de él, y tanto es así que comenzó a golpear el cristal de la ventana ruidosamente con el casco como si quisiera romperlo. -Te doy tres minutos, Nogueras -le advirtió-, sólo tres minutos más, me pongo en marcha y empieza la carrera. Ya me cogerás si tienes huevos.


Nogueras ni siquiera le miró, ocupado como estaba en repasar, aunque fuese por encima de la ropa, el dulce cuerpo de Mónica, que se dejaba hacer impasible como si fuera una estatua de cera. Temiendo que se acabaran los tres minutos de plazo que acababa de concederle Venancio, aumentó la intensidad de sus acometidas hacia la camarera, ante la sospecha bien fundada de que aquella pudiera ser la última vez que la tuviera tan cerca. Y entonces, la chica le rechazó empujándole suavemente. -Me haces daño -se quejó. -Perdóname, Mónica, no quería haserte daño, xiqueta. -Ya está bien, Nogueras, no es el momento de nada -dijo la camarera, separándose definitivamente de los brazos del sargento. -Vendré a buscarte esta noche cuando sierres el bar -anunció él, como si con esta repentina decisión pudiese recuperar parte del ánimo perdido-. Hay varios pueblos en fiestas. Podemos ir a senar y luego a las verbenas y a ver los castillos de fuegos artifisiales, si te apetese. Mónica sacudió la cabeza y le miró con profunda conmiseración, quizá como habría mirado a un niño, o a un loco, o a un enfermo, o a cualquier otro ser inocente e indefenso en general. -Hoy no, sargento -dijo ella-. Otro día, a lo mejor. Pero ya veremos. -¡Diez…, nueve…, ocho…, siete…! -empezó Venancio a recitar una imaginaria cuenta atrás con la que supuestamente habría de dar comienzo la carrera. -¡No me hagas esto, Mónica, mujer! -insistió Nogueras con desilusión. -¡Seis…, cinco…, cuatro…, tres…! -A lo mejor otro día -recalcó Mónica. -¿Otro día? ¿Pero cuándo? -¡Dos…, uno…, cero! -terminó de contar Venancio, y saltó por la ventana.


Nogueras tuvo la sensación desgarradora de que su buena estrella se acababa de apagar para siempre. Miró a la ventana. Miró a la camarera. Volvió a mirar a la ventana. Afuera ya sonaba el motor ronco de la CBR-900 Fire Blade de Venancio, que pegaba furiosos y provocativos acelerones en vacío, aunque sin atreverse ahora a cortar el encendido. Si le dejaba apenas unos pocos metros de ventaja le costaría luego un triunfo alcanzarle, o a lo peor no le alcanzaba nunca. Y todavía tenía que llegar hasta su ZZR-1100, quitarle el candado y arrancarla, lo que le retrasaría aún más. Pero lo que le horrorizaba sobre todas las cosas era marcharse de allí y perder de vista a Mónica, lo que era tanto como perder sus abrazos, sus besos, sus caricias y su amor, en suma, aunque de todos modos en ese momento ya los tuviera perdidos, como los tenía. La angustia todavía le empujó hasta ella para robarle un beso postrero y desesperado, para llevarse siquiera el leve consuelo del sabor de sus labios como un recuerdo precioso que pudiera confortarle el resto de sus días. Después saltó por la ventana sin volver la vista atrás. Venancio todavía le esperaba para seguir humillándole. -Me parece que si no te has tirado hoy a Mónica ya no te la vas a tirar en tu puta vida, Nogueras, que yo de esto entiendo un poco -le soltó de pronto sin poder disimular su regocijo. -Y si tú no te marchas pronto del cuartel de Ventolana a otro destino lejano -le habló Nogueras cerrando los puños con crispaciónme parese que un día no lo podré evitar y subiré a tu casa y te pegaré un tiro en la cabesa, aunque me tenga que pasar treinta años en la cársel. Venancio soltó una risita nerviosa. -Bueno, bueno. Te voy a explicar las reglas de la carrera, que se resumen en una: no hay reglas -le dijo con su habitual chulería-. El primero que llegue a la Venta la Reme, gana, y no hay más cera que la que arde. -Como quieras, pero eso no te va a servir de nada -concedió Nogueras-. Para cuando tú llegues yo ya estaré tomando el postre, nano. -Eso lo vamos a ver enseguida -sentenció Venancio, metiendo primera y avanzando despacio por la explanada de grava para salir a la carretera.


XX

Nogueras llegó corriendo hasta su moto, le quitó el candado de disco y puso en marcha el motor. Apenas si perdió tiempo en ello, pero para entonces el sargento Venancio ya corría como un endemoniado por la nacional 296 camino del Alto del Tossal envuelto en un bramido ensordecedor. No podía decirse que la carrera empezase muy bien para Nogueras, precisamente.

Nada más empezar a rodar por las interminables rectas de la 296 bajo el sol inclemente de agosto, Nogueras fue consciente de las enormes dificultades que presentaba para él aquel reto que le enfrentaba a Venancio. Ya resultaba preocupante, en principio, que el propio Venancio hubiera decidido de manera unilateral resumir todas las reglas de la carrera en una, es decir, en ninguna, como él mismo acababa de comunicarle. Entendiendo esto al pie de la letra era de suponer que valía todo, absolutamente todo, con tal de llegar el primero a la Venta la Reme, y dentro de ese todo tan genérico


cabían las trampas (tomar atajos, por ejemplo), las maniobras sucias (obstaculizar al rival en la carretera cerrándole el paso), y las acciones ya propiamente homicidas (tratar de tirarle de la moto o hacer que se cayera por otros medios, sin ir más lejos). No había que descartar que, llegado el caso, Venancio emplease alguna de esas tácticas rastreras si ello convenía a sus intereses. Esta carrera insensata podía ser cualquier cosa menos un duelo entre caballeros, quizá porque ellos mismos, pensó Nogueras, despojados de sus uniformes de la Guardia Civil perdían buena parte de su honorabilidad para convertirse en unos vulgares energúmenos capaces de los mayores desatinos.

Abrió el acelerador sin contemplaciones. La aguja del velocímetro de la ZZR-1100 empezó a subir sobre la escala numerada hasta merodear en las proximidades de los 200 kilómetros por hora. De Venancio, ni rastro. Nogueras en ningún momento había tenido previsto recurrir al juego sucio, pero ahora, en vista de que las circunstancias se le volvían en contra, no podía descartar el recurso a las trampas, es decir, a los atajos. Si no alcanzaba a su enemigo antes de las primeras rampas del Puerto, ya nunca podría hacerlo. Y con respecto a los atajos, sólo había uno, y no era tal, ya que consistía en dar un largo rodeo de muchos kilómetros para evitar la vertiente norte del Alto del Tossal y llegar a la Venta la Reme por la cara sur, que era mucho más suave. En condiciones normales se tardaba prácticamente lo mismo por un camino que por el otro, de modo que esta alternativa no ofrecía demasiadas ventajas en verano. Giró un poco más el puño del acelerador, 210, 220, 230, y se tumbó sobre el depósito metiendo la cabeza bajo la cúpula. En mitad de aquellas rectas infinitas que buscaban el Puerto, los ingenieros de obras públicas habían diseñado a intervalos regulares curvas innecesarias y peligrosas para evitar la monotonía del trazado y que la gente se durmiera conduciendo, con el resultado paradójico de que la gente se mataba completamente despierta, ya que llegaban a las curvas a tanta velocidad que se salían rectos y se estrellaban contra los guardarraíles protectores. Nogueras conocía muy bien el asunto, ya que había tenido que intervenir en decenas de accidentes ocurridos por este motivo, así es que al llegar a estas curvas cerraba el grifo de la Kawa y observaba todas las precauciones necesarias antes de volver a dar gas.


A pocos kilómetros del comienzo del Puerto, decidió jugárselo todo a una carta, la única que tenía: la velocidad. Se aplanó aún más sobre el depósito, acopló la cabeza a la cúpula hasta casi tocar con la barbilla en los relojes, encogió las piernas, echó el culo hacia atrás, tensó los brazos y llevó el acelerador de la ZZR-1100 hasta su tope en sexta, algo que jamás antes había hecho, en parte porque no se había atrevido, en parte porque las condiciones del tránsito no se lo habían permitido. Pero ahora sí que se atrevió y en la carretera, a esas horas de aquella tarde sofocante de verano, no había un alma. Y entonces las cosas empezaron a suceder muy deprisa, tanto que Nogueras creyó haber perdido la noción del tiempo y del espacio, envuelto como iba en una oscura nebulosa de borrosos contornos distorsionados y mareantes que escapaban al control de las percepciones humanas. No podía mirarlo, pero calculó que corría a unos 270 kilómetros por hora por aquella última recta de la 296 que llevaba directamente hasta el desvío de la montaña mítica del Alto del Tossal. De repente le pareció ver a lo lejos la silueta de una motocicleta, y si no estaba errado en esta apreciación, por fuerza debía de tratarse de la Fire Blade de Venancio. Tuvo una idea taimada que le hizo sonreír por dentro del casco: apagar las luces de la moto para que su rival no se percatase de su presencia. Y eso hizo, apagarlas mientras seguía dando gas sin descanso hasta comprobar que la distancia que le separaba de


aquella moto —ahora podía verla mejor— iba decreciendo paulatinamente. Sí, se trataba de Venancio, ya no había duda, y con un poco de suerte iba a poder alcanzarle antes de llegar a las primeras rampas del Puerto. Naturalmente, en cuando se acercase un poco más, Venancio podría verle aún con las luces apagadas, pero esto ya no le preocupaba en exceso. La verdadera batalla iban a librarla en el tortuoso recorrido de montaña que venía a continuación, no en las rectas de la 296.

Tardó todavía un rato en darle caza. El puño de la Kawa de Nogueras, retorcido al máximo, ya no daba más de sí. Y Venancio tampoco debía de ir parado, ni mucho menos. Seguramente si se hubiera arriesgado a mirar el velocímetro habría podido ver los 300 kilómetros por hora en algún momento de aquella alocada persecución. Aunque prefería no saberlo, como prefería no tener que saber lo que habría sucedido si se hubiera encontrado por desventura con algún obstáculo en la carretera que le hubiese obligado a frenar o a cambiar su trayectoria. No conocía a ningún motorista que estuviera vivo después de un percance a más de 200 en ninguna carretera. La velocidad tenía estas servidumbres. Pero por suerte para Nogueras el camino estaba franco y despejado como pocas veces que pudiera recordar. Supo que Venancio ya le había visto al comprobar que aumentaba el ritmo repentinamente. Iba también tumbado sobre su moto y parecía rodar a tope. Nogueras apretó los dientes y pensó en Mónica. No supo porqué, pero pensó en ella. Fue un pensamiento automático e incontrolable. El monstruo dormido que moraba en su entrepierna no tuvo el menor inconveniente en volver a despertarse convocado por el reciente recuerdo de la camarera, que activaba sus más secretos resortes de manera automática. Y aunque no era este el momento más oportuno para tales veleidades, ni Nogueras pudo dejar de pensar en Mónica, ni su apéndice viril de crecer y desarrollarse saludable por dentro de los pantalones del mono, ahora en contacto con la superficie mullida del tapizado del asiento.

Y así fue como Nogueras por fin dio alcance a Venancio, se puso a su altura y le rebasó con relativa facilidad camino del desvío del Puerto. Si hubiera podido soltar la mano derecha del manillar se


habría dado el gustazo de hacerle una higa. O, mejor aún, si hubiera podido soltar ambas manos, hasta se habría permitido el lujo de hacerle un sonoro corte de mangas en sus narices. El problema era que estos gestos tan zafios y groseros estaban reñidos con la alta velocidad a la que rodaban. Venancio trató de resistirse al envite de Nogueras y, de hecho, consiguió resistir sin quedarse demasiado descolgado. De inmediato iban a comenzar las verdaderas hostilidades entre ambos. Vieron un cartel que indicaba un kilómetro al desvío del Puerto. Nogueras levantó la cabeza y empezó a recoger el acelerador suavemente hasta estabilizar su moto en los 200 por hora. Tendría que reducir todavía bastante más para tomar el desvío sin riesgos, y estaba pensando en ello cuando Venancio le asestó el primer hachazo. Aquel insensato no sólo no cortaba gas sino que parecía ir cada vez más deprisa, sacándole una relativa ventaja que aumentaba por momentos. ¡Qué te vas a matar, fill de puta!, dijo Nogueras en voz alta mientras bajaba una marcha para quedarse a unos precavidos 150 kilómetros por hora.


Alto del Tossal, 34, rezaba el cartel del desvío. Nogueras no supo cómo, pero Venancio entró por allí a una velocidad desorbitada. Noventa y nueve de cada cien motoristas se habrían marcado un recto a ese ritmo. Incluso a 130 él ya tuvo más dificultades de las previstas. La Kawa le hizo de todo, y nada bueno, por cierto. Agarró con fuerza el manillar y bajó otra marcha. Los primeros tramos del ascenso al Puerto eran una larga sucesión de amplios curvones en cuarta en donde se podía tumbar la moto a placer. Pero no era placentero ver cómo Venancio le iba ganando cada vez más metros a la salida de los giros rápidos. Llevaba la CBR900 casi a rastras por el suelo, rozando con todo y sacando chispas hasta de sus pestañas. Nogueras empezó a preocuparse. Aquel chupatintas pilotaba infinitamente mejor de lo que él había supuesto. Era todavía prematuro hacer pronósticos, pero aquello no presagiaba nada bueno. Empezó a arrepentirse de haber aceptado esta carrera. Porque, o se sacaba alguna genialidad de la chistera, o Venancio le iba acabar esperando en la Venta la Reme fumándose un puro. En todo caso su único consuelo consistía en que, si bien no le recortaba la ventaja por más que se aplicaba a fondo, por lo menos tampoco le perdía de vista. Quizá cuando el ascenso se complicase un poco más las aguas pudieran volver a su cauce. Quizá Venancio se llevase algún susto. Quizá encontrase vehículos más lentos que pudieran retenerle. Pero mientras sucedía algo de esto, el hecho cierto es que Nogueras ya iba con la lengua fuera literalmente.

Terminados los rápidos curvones, la ventaja que le llevaba el sargento madrileño, con ser importante, no era insalvable, ni mucho menos. Le tenía siempre a la vista, cuarenta o cincuenta metros por delante, y a veces incluso Nogueras conseguía acercarse en las breves rectas, para perder terreno después. Las curvas eran ahora lentas y ciegas y se tomaban en segunda y tercera acariciando suavemente el acelerador, porque en muchas de ellas el asfalto pulido resbalaba como el fondo de una bañera enjabonada. Y fue en la entrada de una de esas curvas traicioneras en donde Venancio se llevó el primer susto, cuando la rueda trasera perdió agarre y la moto empezó a derrapar hasta sacarle al carril contrario, haciéndole abrir su trayectoria, circunstancia que aprovechó Nogueras para recuperarle varias decenas de metros. Sintiendo ya el aliento de su


enemigo en el cogote, Venancio pareció perder fuelle y resignarse a un duelo mucho más igualado de lo que había sido hasta ahora. Esto estimuló sobremanera al valenciano, que apenas unos giros más tarde ya le estaba metiendo la rueda y enseñándole los dientes. Incluso habría sido capaz de rebasarle algunas curvas después, pero no quiso hacerlo porque prefería llevarle delante y controlado todo el tiempo.

Mientras tuvieron el camino despejado la carrera no mostró un claro favorito. Es verdad que Venancio parecía encontrarse más cómodo y se manejaba con menores esfuerzos que Nogueras, pero esto era más bien achacable a las máquinas, que no a los pilotos. También era cierto que Venancio tomaba más riesgos y conducía con mayor agresividad, lo que le reportaba cierta ventaja, pero a cambio se exponía a sufrir más sustos, con lo que dicha ventaja quedaba teóricamente anulada. Nogueras, por su parte, más conservador, confiaba en la cabeza antes que en el corazón, y practicaba un pilotaje sereno y racional con el que compensaba los excesos pasionales de su contrincante. No podía decirse estrictamente que se tratara de una lucha encarnizada entre la razón y la pasión, porque uno y otro disponían de ambas en proporciones inversas, pero la comparación no andaba desencaminada.


Sin embargo, todo habría de cambiar en cuanto se tropezaron con los primeros vehículos en la carretera, una fila lenta de coches, probablemente ocupados por turistas estivales, que les cerraban el paso. El trazado tortuoso que llevaba hasta el Alto del Tossal ofrecía pocos lugares en donde estuviera permitido el adelantamiento. De hecho, en la mayoría del trayecto una gruesa línea continua de pintura blanca separaba los dos carriles. Esto no fue obstáculo, sin embargo, para que Venancio empezase a hacer de las suyas entrando y saliendo de un carril a otro a su antojo sin atenerse a mayores consideraciones. Nogueras recordó entonces que las reglas de la carrera se resumían en una: que no había reglas. Al principio se mostró reacio a salir detrás de Venancio cuando éste adelantaba en prohibido, y no tanto por el hecho de cometer una grave infracción de tráfico en sí, de las que ya llevaban cometidas unas cuantas en lo referente a la velocidad, sino por el riesgo que suponía hacerlo sin visibilidad, en mitad de las curvas y con las motos tumbadas. No tuvo demasiado tiempo para reflexionar acerca de estas cuestiones, sin embargo, porque Venancio, poniéndose el mundo por montera, se le volvía a escapar irremediablemente metiéndole coches de por medio.


Durante un buen número de kilómetros estuvieron jugando a esta particular ruleta rusa en la que sólo la buena suerte, o la casualidad, les libraron de tener un accidente, y mientras duró el juego sus vidas valieron muy poco o tal vez nada. Venancio salía cuando lo necesitaba y Nogueras le seguía ciegamente, trastornado por una especie de demencia suicida que no admitía preguntas ni respuestas. Se encontraron en más de un apuro y obligaron a los vehículos que circulaban por ambos carriles a efectuar maniobras tan comprometidas como peligrosas, lo que acababa derivando invariablemente en un estruendoso concierto de cláxones y bocinas a modo de indignada amonestación. Nogueras veía como en un sueño los profundos barrancos que se abrían al otro lado de las estrechas cunetas y pensaba en las muchas probabilidades que tenían de morir aquella tarde si el destino al que estaban provocando con su inconsciencia se les volvía esquivo. Seguramente cosas parecidas eran las que había pensado mientras perseguía a los rusos del camión por aquella misma carretera en compañía de Briongos, y sin embargo seguían vivos. Pero lo de hoy era diferente. Estaban arriesgando la piel por una estúpida banalidad, por una fanfarronería absurda y desquiciada. ¿Qué importancia tenía quién fuese más rápido o más lento con la moto en aquel puerto maldito? ¿Qué importaba de más o de menos perder o ganar una comida en la Venta la Reme? ¿Necesitaban alimentar su orgullo, o su amor propio, con estas pequeñeces?

En torno a todo eso, y a algo más, giraba esta cuestión, ya no le cabía la menor duda a Nogueras, que empezó a considerar la posibilidad de no tomar más riesgos y dejar que Venancio se escapase definitivamente y le ganase la carrera. Después le pagaría la comida, como estaba previsto, y asunto concluido. Pero no, no podía ser. Si hubiera sido capaz de olvidar las dos afrentas que le había hecho aquel hombre, tal vez habría dado por válido este desenlace. Pero no conseguía olvidarlas. Se veía a sí mismo una y cien veces asomado al ventanuco del cuarto de baño de su casa implorando su ayuda para que alguien le liberase del forzado cautiverio en el que le tenía su mujer, mientras Venancio le provocaba y se burlaba de tal infortunio. Se veía a sí mismo una y cien veces, apenas un rato antes, preparado para entrar por fin en el anhelado cuerpo de Mónica al tiempo que Venancio aparecía en


mala hora para frustrarle, quizá para siempre, aquel momento de infinito gozo. Sobre todo era la escena en la que veía el cuerpo de la camarera abierto como una flor bajo el suyo, mientras afuera sonaban las detonaciones de la Fire Blade de su enemigo, la que se la hacía más intolerable de recordar. Este último, por sí sólo, ya era suficiente motivo como para hurtarle a Venancio en buena lid el placer de su victoria.

Espoleado por estos pensamientos vengativos volvió a acercarse a él y a meterle la rueda sin concederle un respiro. Entraban tumbados en las curvas como si fueran un solo hombre. A veces Nogueras llegaba a situarse a su altura, casi en paralelo, y le miraba con ferocidad. Incluso habría podido embestirle con su rueda delantera en las piernas, pero no lo hizo. Quería ganarle, pero quería hacerlo con limpieza. El Alto del Puerto del Tossal ya no quedaba lejos. Tenía previsto adelantarle en la bajada y empezar allí a poner tierra de por medio hasta la meta de la Venta la Reme pero, nunca supo porqué, decidió hacerlo ahora, y aprovechando una doble curva cerrada de derecha izquierda que se conocía como la palma de la mano le asestó un interior impecable que a Venancio debió de dejarle sin resuello. Un buen golpe psicológico, pensó Nogueras. Y después siguió acelerando, frenando, tumbando, trazando, entrando y saliendo de las curvas con tal eficacia y destreza que pronto le sacó a su enemigo varios metros de ventaja e incluso llegó a perderlo de vista en los espejos retrovisores. Sabía que si coronaba primero el Puerto la carrera sería suya. En la bajada nadie podía hacerle sombra. El motor de la ZZR-1100 rugía bajo sus piernas como una bestia ansiosa de velocidad y de vértigo. Nogueras estaba borracho de euforia, una euforia venenosa y homicida que le hacía latir el corazón con una fuerza enorme y torrencial. Tomó la última curva antes del largo repecho que llevaba al Alto, salió de ella retorciendo el mango y vio por los espejos que Venancio se había recuperado y casi le pisaba los talones, pero no se inquietó por ello y siguió dando gas como un loco, metiendo vueltas, caballos y decibelios en aquel motor que parecía insaciable hasta que alcanzó la explanada de la cima. Y entonces sobrevino el desastre. Uno de los peores desastres posibles.


XXI

Hay algunas situaciones concretas de la vida en las que no querrías ser tú, con tu nombre y apellidos, ni hallarte dentro de tu cuerpo, ni encontrarte en el lugar en el que te encuentras. Eso fue lo primero que pensó Nogueras en aquel nefasto trance. Y sin embargo era él, con su nombre y apellidos -Vicente Nogueras Claramunt-, y se hallaba dentro de su cuerpo ceñido por un mono de cuero, y se encontraba precisamente allí, en la explanada de la cima del Alto del Tossal, a casi dos mil metros de altitud, cuando aquel hombre con uniforme y gorra verdes que llevaba una pistola al cinto le hizo señas imperativas con el brazo para que se detuviera. Ahora sí que la hemos jodido, se dijo Nogueras en voz alta mientras apretaba con fuerza la maneta de freno de la ZZR-1100 al tiempo que iba bajando marchas para reducir su velocidad. Naturalmente


la tentación de huir le asaltó al instante, como sabía que le asaltaba a tanta gente que huía, de hecho, de los controles de carretera en los que él mismo intervenía con frecuencia en el ejercicio de su rutina laboral. Y alguno de estos conductores fugitivos todavía tenía la fortuna de poder evitar severas sanciones denunciando en falso el robo del vehículo, aunque lo habitual solía ser que se descubriera el engaño y se agravase la cuantía de la multa. De todos modos después vio por los retrovisores como un segundo hombre vestido de verde y con pistola al cinto hacía también señas a Venancio para que se detuviera, cosa que él hizo sin titubear poniendo el intermitente derecho, así es que esto ya terminó por disuadir a Nogueras de cualquier tentación de huir. Resignado a su suerte paró la moto y se puso a esperar las malas noticias que a buen seguro estaban por llegar. Ahora sí que la hemos cagado, no cesaba de repetirse a sí mismo, la hemos cagado pero bien.

Por supuesto, aquella carrera temeraria que venían disputando hasta ese momento acababa de ser abortada de manera expeditiva sin que hubiese un vencedor final. Pero ya no era esta la carrera que a Nogueras le preocupaba, sino otra: su carrera profesional, esto es, su porvenir inmediato como agente en activo de la Guardia Civil de Tráfico. Porque, o mucho se equivocaba, o aquél tremendo traspiés que acababa de dar en compañía de Venancio podía acarrearle muy graves perjuicios e incluso la inmediata expulsión del benemérito Cuerpo.

Mientras se atormentaba sin remedio con tan negros pensamientos, vio venir por detrás al guardia que le había ordenado detenerse. Unos metros más allá estaban el Nissan Patrol blanco y verde con matrícula PGC, que no pertenecía al puesto de Ventolana, el otro guardia y la CBR-900 de Venancio, que al igual que Nogueras seguía montado todavía encima de la moto. Lo que iba a suceder a continuación, Nogueras ya se lo sabía de memoria como si formase parte de un guión una y mil veces representado, sólo que en esta ocasión, y para su inmensa desgracia, con los papeles invertidos:


aquel agente armado le daría las buenas tardes saludándole al estilo militar, le rogaría que apagase el motor y se bajase de la moto, le solicitaría los papeles y por último le haría un detallado inventario de las infracciones de tráfico cometidas para comunicarle solemnemente que se veía en la obligación de sancionarle. Tampoco había que descartar que, como colegas que eran, incluso se conociesen siquiera de vista, pero aún así esto no mejoraba en mucho la delicada situación de Nogueras. Y más o menos fue de este modo, aunque con ligeras variaciones, como habrían de desarrollarse los hechos: -Buenas tardes -le dijo el guardia a Nogueras llevándose los dedos de la mano derecha a la sien, a modo de saludo desganado-, ¿tendría la amabilidad de quitar el contacto y apearse de la motocicleta?

Nogueras le obedeció sin decir nada. La mayoría de los conductores nunca decía nada cuando les paraba en la carretera la Guardia Civil de Tráfico. Normalmente solían estar tan acojonados que al principio no podían ni articular palabra. Pero él, más que acojonado, lo que estaba era enfurecido consigo mismo y con sus adversas circunstancias. Al poner los pies en el suelo notó que las piernas le temblaban un poco, lo que quiso achacar al cansancio, a la tensión y al disgusto. Miró al guardia. Era sargento, como él, y la visera de la gorra reglamentaria, que le quedaba un tanto grande,


le cubría hasta la mitad de los ojos, protegidos por unas oscuras gafas de sol. De esta guisa, aquel hombre parecía ir casi de incógnito, pero su voz le había resultado a Nogueras vagamente familiar, como vagamente familiares habrían de resultarle más tarde también sus manos, cuando se fijó en ellas, unas manos delgadas y huesudas con los dedos largos y manchados de nicotina. Estaba convencido de que le conocía, aunque no fuera capaz de determinar su identidad. El guardia volvió a hablarle en un tono severo: -Hágame el favor de enseñarme su permiso de conducir, el permiso de circulación, el impuesto municipal y el recibo del seguro. Nogueras asintió mientras buscaba su documentación en la riñonera que llevaba colgada en la cintura. Ese guardia era el sargento Ceferino Domínguez, ya no le cabía ninguna duda. Sus dedos de fumador empedernido, siempre húmedos y amarillos de nicotina, le delataban. Habían coincidido un par de años atrás en algún cursillo oficial sobre primeros auxilios en accidentes de tráfico o sobre normativa de transporte de mercancías peligrosas, no podía precisar en cuál, y aunque no hubiesen llegado a tratarse mucho entonces ni a verse después, debido a la relativa lejanía geográfica de sus respectivos destinos, sí que se conocían de sobra. Nogueras le entregó toda la documentación requerida y se quitó el casco. Luego dijo: -Hola, Seferino, ¿te acuerdas de mí? El sargento Ceferino se le quedó mirando con una estúpida mueca de incredulidad prendida en los labios. Nogueras añadió: -Soy de los vuestros: sargento Nogueras, del puesto de Ventolana. -¡Joder, Nogueras, me cago en la leche puta, no te había reconocido! -saltó por fin aquel hombre levantándose la visera de la gorra para verle mejor. Se dieron la mano con suma frialdad, quizá con desconfianza. ¿Todo bien? -preguntó Nogueras tratando de introducir un poco de cordialidad en aquel encuentro tan incómodo como inesperado.


-Bueno, vamos tirando. Oye, que me impresionó mucho lo de os rusos cuando me enteré. ¡Vaya huevos que debisteis echarle! -La verdat es que lo pasamos muy mal -reconoció Nogueras-. Yo pensé que no lo contábamos. -No me extraña nada, porque tuvo que ser jodido. Precisamente hace un rato lo estaba comentando con el compañero. Allí delante hay una mancha muy negra en el asfalto que debe de ser el sitio en donde se quemaron vuestras motos, ¿no? -Sí, allí mismo fue.

Nogueras comprendió de repente que, por alguna de esas casuales paradojas de la vida, en el mismo lugar en donde el destino le había condecorado con la excelsa gloria de los héroes apenas unos días antes, ahora se disponía a castigarle con el oprobio despreciable de los villanos a través de la mano ejecutora del sargento Ceferino. Aquella explanada de la cima del Alto del Tossal iba a representar para él a un tiempo el cenit y el ocaso de su


trayectoria profesional al servicio de la patria. Ceferino no habría de demorarse ya mucho en confirmarle sus peores pronósticos: -En fin, Nogueras, en fin -empezó a decirle aquel hombre mientras miraba atentamente su documentación-, que sepas que quiero felicitarte sinceramente por vuestra hazaña, que a todos nos produjo verdadera admiración, pero ahora… -Grasias, Seferino, eres muy amable. -Pero ahora… -continuó el guardia-, supongo que te imaginas porqué os hemos obligado a parar. Nogueras suspiró profundamente. Nada de lo que dijera o dejase de decir tendría ya la menor importancia. Nada podría agravar ni atenuar su delito. La suerte estaba echada. -Algo me imagino, sí -se atrevió a reconocer. -¿Y por dónde quieres que empecemos? -le preguntó Ceferino mirándole fijamente. -Empiesa por el prinsipio -dijo Nogueras con resignación. -¡Os habéis caído con todo el equipo, Nogueras, con todo el equipo, me cago en la leche puta! No sé si esto va a poder tener arreglo, pero yo creo que no. ¿Tú te conoces casi de memoria el Código de la Circulación, verdad? -Sí, claro, es nuestra obligasión. -Bueno, pues que sepas que acabas de pasártelo por el forro de los cojones tantas veces que no se pueden ni contar. Te voy a resumir las infracciones: no respetar los límites de velocidad establecidos, y en concreto el radar te ha cazado una vez a más de 250 kilómetros por hora en la nacional, eso por no hablar de la subida al Puerto, en donde el exceso de velocidad ha sido permanente; circular en la motocicleta sin el alumbrado obligatorio de carretera; no respetar la distancia de seguridad con los vehículos precedentes; múltiples adelantamientos indebidos sin respetar la señalización horizontal y vertical de prohibición; conducción temeraria por el carril contrario poniendo en grave riesgo la seguridad de terceros vehículos, que se han visto obligados a realizar maniobras bruscas y peligrosas para evitar una colisión frontal; omisión de la obligación de utilizar los indicadores


luminosos intermitentes en los desplazamientos laterales; circular en paralelo con otro vehículo en una vía de doble sentido de circulación y, por último, establecer competición o carrera ilegal con otro vehículo en la vía pública. -No, Seferino, eso sí que no -protestó Nogueras. -¿No estabais echando una carrera con las motos? -En absoluto -mintió Nogueras-, sólo las estábamos probando y por eso íbamos un poco deprisa. El sargento Ceferino sonrió como si estuviera ante una inocente travesura infantil. -¡Un poco deprisa, dices! ¡No me jodas, Nogueras, no me jodas, que ibais a más de doscientos, coño! ¿Sabes qué es lo peor de todo esto? -Qué. -Que El Altísimo lo ve y lo sabe todo. -¿El Altísimo? -Sí, El Altísimo todopoderoso -dijo el sargento Ceferino señalando al cielo con su dedo índice extendido.


Un helicóptero de la Guardia Civil de Tráfico volaba a gran altura describiendo amplios círculos sobre sus cabezas. Nogueras percibió entonces la verdadera magnitud de la hecatombe a la que se enfrentaban. Aquel helicóptero no les había quitado el ojo de encima durante toda la carrera y ellos, concentrados como estaban en el fragor de su batalla, ni siquiera se habían percatado de su presencia. Los detalles restantes ya eran ociosos, pero por si acaso el sargento Ceferino tuvo la escasa delicadeza de recordárselos: -Te voy a decir una cosa, Nogueras, yo creo que os podéis dar por contentos con no salir en la revista de Tráfico en la foto esa de la contraportada que se llama “la locura del mes”. -¡No jodas, Seferino! -No, yo no jodo, pero El Altísimo os ha retratado hasta los empastes de las muelas, date cuenta. Y además, no puedes hacerte una idea de la cantidad de patrullas que han sido movilizadas por vuestra culpa. “Motoristas suicidas, motoristas suicidas”, era lo que se oía por la emisora. A estas horas debe de estar ya enterado hasta el ministro del Interior.


XXII

Nogueras estuvo largo rato sin decir nada, sumido en una especie de letargo reconcentrado y meditativo, pese a que se le había quedado la mente en blanco y era incapaz de elaborar reflexión alguna. Apoyó los codos en el depósito de la moto y se tapó la cara con las manos. Recordaba haber leído en algún libro, aunque no sabía en cuál, una frase que decía que quien en su desdicha se cubría el rostro con las manos parecía que se estaba haciendo la mascarilla de su pena. Pero no era pena lo que él sentía, quizás, sino sólo un estupor colosal que le provocaba un zumbido agudo en los oídos y le nublaba la vista. Soplaba un viento fresco y agradable en la explanada del Alto del Tossal que mitigaba deliciosamente los calores de la tarde de agosto. El sargento Ceferino le tocó suavemente en el hombro. -Me tengo que llevar un momento tus papeles -le explicó como si sintiera cierta lástima de él-, y lo más probable es que no pueda devolvértelos. Pero en todo caso que sepas que las motos se van a quedar inmovilizadas aquí mismo.


Nogueras se volvió. Su mirada turbia evidenciaba toda la intensidad de su triste abatimiento. -Oye, Seferino… -Dime. -¿No habrá alguna manera de arreglar esto, de taparlo…, no sé…, de evitar que llegue a conosimiento de las instansias superiores? Tú ya me entiendes. Ceferino negó tajantemente con la cabeza. -Claro que te entiendo, Nogueras, pero no. Ya te he dicho antes que os habíais caído con todo el equipo. Y en lo que a mí me compete, yo no puedo hacer nada que no sea cumplir escrupulosamente con mi obligación. Ponte ahora en mi lugar y entiéndeme tú a mí. Le entendía perfectamente sin necesidad de ponerse en su lugar, que por otra parte era el que él mismo acostumbraba a ocupar cuando estaba de servicio. En el transcurso de su dilatada trayectoria profesional como agente de la Guardia Civil de Tráfico había expedido miles de multas, quizá decenas de miles a lo largo y ancho de las rutas de esta comarca y de otras comarcas del país en las que había estado destinado con anterioridad. Legiones enteras de automovilistas, camioneros, motoristas y conductores de autobuses habían sufrido el peso implacable de su autoridad y de su ley -de la Ley, con mayúsculas- en los arcenes de las carreteras de media España. Y como consecuencia de sus intervenciones, no pocos de ellos habían sufrido astronómicas sanciones económicas e incluso la retirada temporal o definitiva de sus carnés de conducir. Otros habrían perdido sus trabajos o sufrido considerables quebrantos en sus negocios, pero como decía el proverbio, la Ley es dura, pero es Ley. Sin embargo, jamás se le había presentado la circunstancia de tener que multar a ningún compañero de la Guardia Civil que hubiera cometido una infracción. ¿Era casualidad? ¿Era que sus colegas del Cuerpo conducían mejor o de manera más respetuosa con el Código de la Circulación? Nogueras no tenía ahora presencia de ánimo para ponerse a pensar en estas cosas, pero sí sabía que, de haber tenido que hacerlo, habría sido con ellos tan riguroso como ahora lo era con él el sargento Ceferino. Por eso, cuando le había preguntado si aquello podría tener algún arreglo, no se refería a que


la posible solución viniese de manos del propio Ceferino, que ya comprendía que no, sino a través de otros canales más o menos alambicados, oscuros y clandestinos, suponiendo que existieran. -Ya sé que tú no puedes haser nada, Seferino. No me refería a ti -insistió Nogueras, dándole a entender que su demanda ocultaba otros matices más complejos. El sargento Ceferino captó la idea enseguida, sonrió y le guiñó un ojo con complicidad. -De lo que no se puede hablar, más vale callar, Nogueras. ¿Tú has oído hablar alguna vez del famoso monstruo del lago Ness, en Escocia? -Sí, algo he oído. -¿Y tú qué crees, que existe o que no existe ese monstruo? -Pues no lo sé, no tengo la sufisiente informasión. Además, nunca he estado en Escosia. -Bueno, pues yo tampoco he estado en Escocia. Y ahora, si me disculpas un momento…


El sargento Ceferino echó a andar hacia el Nissan Patrol con los papeles de Nogueras en la mano. El otro guardia y el sargento Venancio hablaban y gesticulaban sin cesar alrededor del vehículo. Cuando apenas si había avanzado unos pasos, Ceferino se detuvo, se volvió hacia Nogueras, le sonrió otra vez, le guiñó un ojo con la misma complicidad de antes, y le dijo: -Aunque yo en tu lugar, Nogueras, ya me iría buscando un billete de avión para Escocia. A Nogueras se le escapó una mueca agridulce. Desde luego, la recomendación de Ceferino le había sonado tan irónica como ambigua. Era imposible saber lo que quería decir con ella. De nuevo le asaltó la tentación de huir. De ponerse el casco, subirse en la moto, arrancarla y marcharse de allí. Daba lo mismo que no tuviera los papeles. Seguramente no iba a volver a tenerlos nunca. Sabía que nadie le iba a perseguir en aquel momento. Había caído en desgracia, y a los caídos en desgracia se les dejaba libres y a solas con su propia desgracia. Miró el reloj. Eran las tres y cuarto de la tarde y aún no había metido nada sólido en el estómago. Pero no tenía hambre. El sargento Venancio hablaba ahora con el sargento Ceferino apoyados ambos en el capó del Nissan Patrol. Los dos gesticulaban y hacían grandes aspavientos. Poco a poco, los gestos y los aspavientos fueron cesando y ellos empezaron a asentir y a reírse como si hubiesen llegado a la solución satisfactoria de algún problema complejo. Pero lo que ya dejó completamente estupefacto a Nogueras fue contemplar lo que ocurrió a continuación. Tanto el sargento Ceferino como su compañero de patrulla estuvieron largo rato escribiendo y tomando notas al tiempo que hablaban por la emisora del Nissan Patrol. El sargento Venancio asentía una y otra vez como si estuviese realmente complacido con lo que allí sucedía. Después le entregaron la documentación de Nogueras acompañada de varias palmaditas en el hombro y le dieron la mano efusivamente a modo de despedida. Por último, Ceferino agitó su brazo derecho en dirección a donde estaba Nogueras y le gritó: -¡Buena suerte, Nogueras!


Nogueras quiso responderle, pero no tuvo tiempo, porque los dos guardias se subieron de inmediato en su vehículo, arrancaron y se marcharon Puerto abajo en dirección a la Venta la Reme. Al pasar junto a él tocaron el claxon y Nogueras les devolvió el saludo meneando la cabeza sin demasiado entusiasmo. Venancio, por su parte, se montó en la CBR-900, colocó el casco encima del depósito y con el motor apagado se acercó hasta donde estaba él aprovechando el suave desnivel de la explanada. Llegó a su altura y se bajó de la moto. -¡Alegra esa cara, cojones, que parece que estás en un funeral! -le dijo-. Toma, tus papeles. Nogueras cogió la documentación sin salir de su asombro. Venancio le observó con una mirada entre pícara y risueña. -Grasias, pero…, bueno…, ¿qué es lo que ha pasado? -¿Pues qué ha de pasar? -respondió Venancio sin el menor asomo de preocupación-. Que nos ha trincado la Guardia Civil de Tráfico haciendo el bestia con las motos, nos han parado y acaban de calzarnos una multa de las que hacen afición, eso es todo. Creo que tú sabes un poco de esto, ¿no? -Sí, pero… -No hay peros que valgan. Donde las dan las toman, Nogueras, donde las dan las toman. Me juego el cuello a que muchos de esos pobres ciudadanos anónimos a los que has jodido la vida con tus multas estarían deseando verte la cara de gilipollas que se te ha quedado ahora que acabas de probar tu propia medicina. ¡Ya entiendo por qué las llaman “recetas”, jajajajajaja! Lo peor de todo no era la risa equina y humillante del sargento Venancio, sino el ánimo de revancha que se ocultaba tras ella. Nogueras pensó que ya estaba empezando a vengarse de sus escarceos eróticos con Mónica y de una carrera motorista que, aunque había quedado bruscamente interrumpida con aquella detención, ya tenía pocas probabilidades de haberle ganado. Y este afán de revanchismo, considerando la rivalidad que les enfrentaba y la animadversión mutua que se profesaban, era hasta cierto punto comprensible, pero lo que no conseguía entender Nogueras por más vueltas que le daba al asunto era cómo Venancio podía tomarse tan


a la ligera y con tanta despreocupación los graves hechos que acababan de ocurrir. Y sobre todo, la forma decisiva con la que, a tenor de lo visto, había intervenido en la resolución provisional de los mismos, hasta el punto de haber conseguido recuperar las documentaciones y evitar la inmovilización de las motos. Nogueras quería saber, pero no se atrevía a preguntar, temeroso como estaba, y con motivo, de que Venancio volviera a burlarse de él y a humillarle en cuanto abriese la boca. Así es que se quedó quieto y callado en donde estaba, esperando que su enemigo hiciese el siguiente movimiento que, aunque no sabía porqué, tenía el incómodo presentimiento de que iba a venir a empeorar todavía más su ya de por sí precaria situación. Y no se equivocó: -Me debes una, Nogueras -le informó Venancio severamente, señalándole con el dedo de manera intimidatoria-. Si no llega a ser por mí, ahora mismo te estarían llevando esposado tus colegas en el Nissan Patrol camino del cuartelillo. Nogueras no pudo evitar que los ojos se le abrieran desmesuradamente al escuchar esto. Pensó que Venancio exageraba. -Pues en ese caso -se atrevió a replicar-, nos habrían llevado a los dos, ¿no? ¿O es que tú estás por ensima del bien y del mal? A Venancio se le escapó una carcajada. Estaba disfrutando a rabiar con aquella situación, y se le notaba. -Yo soy el bien y el mal al mismo tiempo -dijo con suficiencia. -¿Cómo dises? -Lo que oyes, Nogueras. Veo que voy a tener que explicártelo. Los chupatintas de mierda, como tú nos llamas, a veces tenemos relaciones, poder, influencias. Basta contactar con la persona o personas adecuadas para ponerse en el buen camino de la solución a muchos problemas. Siempre hay compromisos y favores debidos, y suele funcionar el “hoy por ti, mañana por mí”. Supongo que comprendes lo que quiero decir.


Comprendía perfectamente. Y no sólo eso. Al comunicarle aquello, Venancio le estaba tendiendo una trampa implícita de la que le resultaría muy difícil escapar: que buscase su protección y su ayuda, con todo lo que ello conllevaba. Caer rastreramente en manos de su enemigo. Rogarle, suplicarle, y quedar a merced de todos sus caprichos, exigencias y chantajes. La mayor de las humillaciones posibles, ni más ni menos. Pocas cosas peores podían ocurrirle en la vida. Nogueras empezó a perder la paciencia. Si hubiera llevado encima su pistola reglamentaria, allí mismo le habría descerrajado un tiro en la cabeza, tan enajenado como estaba. O quizá se lo hubiera descerrajado a sí mismo para poner fin a todas sus tribulaciones. Un suicidio por honor, o por vergüenza. Pero se encontraba completamente desarmado. Y en el más amplio sentido de la palabra. Hizo un amago de ponerse el casco y subirse en la moto. Quería marcharse de aquel lugar cuanto antes. Por lo menos mientras estuviera huyendo no tendría que pensar en nada. El sargento Venancio le detuvo en seco: -¡Quieto parado! ¿Dónde te crees que vas? La verdad era que Nogueras no sólo no sabía adónde iba ni adónde tenía que ir, sino que además ni siquiera sabía qué era lo que podría depararle el destino a partir de ahora. Venancio se encargó oportunamente de despejarle todas las dudas:


-Márchate, si quieres. Pero que sepas que te van a retirar el carné de conducir por unos cuantos años y te van a expulsar de la Guardia Civil. Vas a quedar marcado para siempre, vete haciéndote a la idea. Ya se había hecho a la idea, sí. Tuvo un breve instante de lucidez, tan efímero como el destello del filamento de una bombilla en el momento de fundirse, pero por lo menos lo bastante intenso como para hacerle comprender que no tenía otra alternativa que la de pasar por el aro de Venancio, por mucho que le repugnase hacerlo. Decidió no perder más tiempo: -Y ahora vas a desirme que tú me puedes ayudar, ¿no? Venancio improvisó un falso gesto de humilde dignidad con el que, en poco o en nada, consiguió disimular la verdadera hipocresía que animaba sus actos. -Bueno…, poder, podría, sí. Pero será costoso. -Dinero -dijo Nogueras secamente. -Dinero, tiempo, trabajo. No es igual solucionar los problemas de uno que los de los demás, aunque sean los mismos. Y además, tendremos que negociar ciertas condiciones, claro. -Ya. ¿Y qué tengo que haser, según tú? -De momento -resolvió Venancio frotándose las manos sin ningún disimulo-, invitarme a comer ahora mismo en la Venta la Reme, y allí lo hablamos todo tranquilamente. Es lo que estaba previsto en un principio, porque yo te hubiera acabado ganando la carrera, de todas todas, así es que… A Nogueras ni siquiera le asaltó la tentación de replicarle. ¿Para qué? Cuando uno ha tocado fondo en la forma y medida en que lo había tocado él, uno ya se vuelve completamente impermeable a todos los estímulos externos. Cuando uno ha caído ya tan bajo que no puede seguir cayendo, porque no hay dónde caer y ni siquiera puede levantarse, a uno le sobreviene una especie de derogación del cuerpo y del alma que ya le impide ver, oír, sentir y padecer. Por contraste, el sargento Venancio no era capaz de contener la euforia que le iba anegando por dentro como una brava marea que


fuese creciendo, creciendo, creciendo sin cesar hasta ahogarle de placer. -¡Me voy a tomar en la Venta la Reme unos langostinos de Vinaroz, un surtido de ibéricos y un rape a la marinera que se va a cagar la perra! ¡Hummm, ya se me hace la boca agua sólo de pensarlo, Nogueras! -dijo humedeciéndose los labios con la lengua.

Nogueras ni siquiera le miró. Se ajustó el casco y los guantes, se subió en la moto y la puso en marcha. Venancio salió delante de él muy despacio, esperándole. Se habían acabado las carreras para siempre. Ahora tocaba pasear plácidamente puerto abajo. Allí arriba, rondando los dos mil metros de altitud, el cielo lucía intensamente azul, de un azul que casi hacía daño a los ojos, y aunque eran las tres y media de la tarde y no se veían las estrellas, el sargento Nogueras recordó una frase que había leído alguna vez en un libro, no sabía cuál, y que decía: En el desengaño, hasta las luces de las estrellas hieren el corazón.

FIN


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