Revista El Humo # 5

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NARRATIVA

Jaque al rey Por Silvia Lira Una vereda nos juntó aquella mañana de sábado. Yo era una muchacha común, tímida y sin grandes ambiciones. Me gustaba la música, la lectura y el cine, pero lo que más me gustaba en aquel entonces era dibujar. Esperaba con ansia los fines de semana para ir al Bosque de Chapultepec y sentarme a la sombra de un árbol a inventarme un trazo cualquiera: llevaba conmigo un cuaderno de dibujo y una caja metálica con lápices de colores. El era un hombre sencillo, de edad mediana, ávido lector, también gustaba de la música y el cine, pero lo que más le apasionaba era jugar ajedrez todos los fines de semana en el Bosque de Chapultepec. Llevaba consigo un par de libros y un tablero porta-piezas de ajedrez. Su andar era tranquilo, despreocupado. Yo le miraba caminar desde mi árbol en turno; él se acercó a mi como sabiéndose esperado. Con un ligero movimiento de mi cabeza, lo invité a sentarse en el pasto. Conversamos, compartimos sonrisas y algunas anécdotas superficiales. Las horas pasaron y yo empezaba a sentir hambre. Traté de despedirme, pero él me retuvo con el pretexto de invitarme a comer; no me resistí, estaba tan contenta. Entramos a una fonda modesta y pedimos la comida del día. La conversación se volvía cada más amena y divertida entre nosotros, tanto que volvió a correr el tiempo sin sentirlo. Traté de despedirme nuevamente, pero él me retuvo con la súplica de invitarme un trago por el gusto de habernos conocido. No pude negarme, me sentía tan bien con él. Comenzaba a caer la tarde y una leve brisa nos invitaba a caminar por la calle. Mi nuevo amigo y yo entramos a un bar cercano. El calor ameritaba un buen tarro de cerveza fría y éste no se hizo esperar, otros tres o cuatro vinieron detrás para seguir amenizando la charla. Cuando salimos del bar era de noche; el vientecillo seguía siendo amable invitándonos a caminar por la calle. Entre risas y malos chistes de borrachos caminamos varias cuadras. Paramos en una esquina, con sonoras carcajadas, él me rodeó por los hombros con uno de sus brazos, me apretó contra su pecho y me dio un beso en la frente. A mi no me disgustó, al contrario, correspondí a ese gesto dándole un beso en la mejilla. Ambos nos miramos un instante, el desvió su mirada discreta hacia una puerta de cristal; yo capté de inmediato la insinuación, a la que tímidamente accedí con una risita coqueta y una sensual caída de ojos. Entramos al edificio, pidió una habitación, apenas cruzamos el umbral, él azotó la puerta, ni siquiera encendió la luz. Yo oprimía contra mi pecho el cuaderno de dibujo y la caja con lápices de colores; a punto estaba de dar media vuelta y salir corriendo, cuando él me jaló por uno de mis brazos, en la acción cayeron sus libros y la caja con las piezas de ajedrez, las cuales rodaron por toda la habitación. No le importó, me apretó entre sus brazos y besó con ansiedad. Yo me rendí, sentí el impulso de asirme al cuerpo ardiente de ese hombre desconocido que me manoseaba sin pudor. Mi risa nerviosa resonó con el choque de los lápices de colores, que cayeron al piso, revolviéndose con las piezas de ajedrez. Aquel hombre me desnudaba, yo


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