Ser otro Muerte en Venecia, clásico de los clásicos del cine, marcó para siempre la vida del pequeño actor Björn Andrésen quien hoy -cuarenta y seis años después- todavía se siente Tadzio. POR NICOLÁS RIVAS
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uando entró en la sala de casting de un hotel en Estocolmo, el joven sueco Björn Johan Andrésen no sabía (no tenía mínima sospecha) que quedar seleccionado para el papel significaría lo que fue. Si hubiera sido consciente probablemente no habría accedido a quitarse la camisa cuando Visconti se lo indicó durante el casting. Él es el indicado, susurró el director a su equipo antes de que el joven quede por fin con su torno desnudo. El niño y sus rizos dorados iluminaron la salas españolas la noche del estreno de Muerte en Venecia el ocho de septiembre de mil novecientos setenta y uno. Desde ese instante e inconsciencia inocente Björn Andrésen se convirtió en Tadzio. Medio año y mucho viaje por el este de Europa se necesitó para encontrar a un niño (y una familia que lo empuje) que encarne la inmensa belleza que Visconti pretendía en su personaje. Que un compositor musical en crisis se obsesione a muerte con un adolescente ameritaba un rostro, como mínimo, peculiar. ¡Es Tadzio y listo!, se entusiasmó Visconti antes de que el joven dejara la sala. Björn Andrésen (hoy, sesenta y dos años) se transformó así velozmente en el niño más bello del mundo, el del rostro misterioso y angelical. Nació para ser mirado, comentaban durante la filmación mientras sus rasgos inmaduros, ojos celestísimos y su pelo por los hombros tan rubio se paseaban por los distintos decorados. Björn le servía a Visconti; con catorce años era la puesta en escena en sí misma. El trabajo de Andrésen no destacó, sino por su papel estético. El objetivo de Visconti, mostrarlo y contarlo a través de su belleza de ojos perdidos y la seducción que desprendían. Hacer caso omiso a la edad fue algo que se decantó tanto en el director como en el
músico Gustav Von Aschenbach (personaje principal de la película); acaso por el guion o por lo erótico del rostro que los conquistaba día a día dentro del hotel en donde se filmó. Andrésen era Tadzio y encarnaba en su mirada y su templanza (si se puede tener esa cualidad sin saberlo, este la tenía) lo que Visconti y su visión de la nouvelle de Thomas Mann (La Muerte en Venecia que da lugar a su transposición en cine) querían transmitir: fascinación. Según Visconti el papel de Tadzio era esencial para la película, el motor de su argumento (peso no menor sobre los hombros de catorce años) y por eso es que dedicó tanto tiempo hasta encontrarlo. Tal fue la obsesión, que el proceso de audiciones fue registrado y editado en un documental llamado A la busca de Tadzio: se descubre en él que un niño panameño de quince años era el preferido antes que el sueco dorado. Su nombre era Miguel Bosé, ahora músico reconocido: «Su padre no se lo permitió por considerar al proyecto una mariconada.». El joven Andrésen debía deslumbrar al músico, el actor Dirk Bogarde. El niño debía ser la confusión dentro de su cabeza, su laytmotive, su conflicto irresuelto. Tadzio era el objeto obsesión del compositor y así, su ángel de la muerte y la representación más pura e inalcanzable. Todo el encanto del personaje se personificaba en Andresen, quien día tras día dentro del set de filmación entendía a cuentagotas que este señor actor (que hace unas pocas semanas había conocido) lo miraba más de lo que lo habían mirado nunca. Quién sabe cuánto más solo se hubiera sentido el chico, si Bogarde (con cincuenta años cuando rodaban la película) no habría ocupado el rol de amistad más cercano entre todos aquello efímero. Una vez admitió que el
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