1 María secó sus manos en el paño de cocina tras fregar la copa de vino, esa había sido su escueta y temprana cena. Todo en orden, únicamente esa copa puesta a secar junto al fregador ocupaba un espacio distinto al que tenía asignada cada cosa desde que la rutina llegó para quedarse a vivir. Tras una mirada a su alrededor, apagó la luz de la cocina dejando como única iluminación la que se colaba al resto de la casa desde la cálida lámpara junto al sofá del salón y, una tarde más, dirigió sus pasos hacia la puerta que daba al porche. Por delante de sus pies las patas de Garbo, que acababa de levantarse entre airosos coletazos anticipándose a la rutina casi matemática de su dueña.
2 María, en el porche, abandonada ya al hipnótico balanceo de la mecedora, necesitó unos minutos para ser consciente de lo que estaba mirando. La silueta azul de la Sierra de la Almenara acaparaba todo su campo de visión. La montaña que la separaba físicamente del otro lado, donde estaba el mar, ese mar que a pesar de no poder ver sentía rugir dentro de ella en perpetua tempestad. Entonces, un día más, recordó aquellas tardes en que las miradas de los dos se dirigían juntas a esas montañas, la mayoría de las veces en silencio, cuando la mar de detrás de ellas se intuía en calma, invitadora, acogedora, propensa a dejarse