Pasi-Ilmari Jääskeläinen
El día del falso gato
A las madres misteriosas, a los gatos esotĂŠricos
1 La mañana de mi familia empezó con un helado gratis. Luego sonó el teléfono y en mi oído aleteó ruidosamente la mariposa nocturna de las malas noticias. Cogí un taxi que me llevó a la residencia de Kirsikkapuisto, donde mi madre llevaba internada los últimos años. La institución revestida de cemento blanco se alza orgullosa y solitaria sobre un cerro a orillas del río Marrasvirta, ajena al curso normal de los días. Son pocos los que pisan el bajo de la florida falda multicolor del edificio para subir por la ladera, pues los moradores de ese singular palacio son personas afectadas por la demencia que olvidaron hace tiempo la existencia de la ciudad, igual que esta las olvidó a ellas. Como ese día había retención, llegué tarde al lecho de muerte de mi madre. Ese día se convirtió en el más largo de mi vida, tan enrevesado como la existencia misma. Me encontré corriendo a toda la velocidad de la que era capaz, sin poder pensar en nada más que en correr, tanto que al final ni siquiera recordaba por qué lo hacía. Y ahora me doy cuenta de que estoy sentado en un banco y de que ya no hay prisa alguna. Pero, ¿cómo acabé aquí? Este es el último misterio para el detective improvisado de un día de carnaval. ¿Quizá se me cansaron las piernas y me senté para tomar aliento? ¿O sería que durante la carrera no me fijé en lo que tenía delante, acabé en medio de una pelea y alguno de los neonazis, anarquistas u otros militantes que participaron en el festival, o incluso alguno de los antidisturbios que se enfrentaban 9
a todos los anteriores, me dejó sin sentido de un puñetazo y me trajeron aquí para que me recuperase? ¿Me habrá dado un ataque por correr demasiado? Lo cierto es que ya no estoy en la primavera de la vida. Pero da igual. Lo único que quiero es reunir a mi familia y volver a casa. Estoy baldado y echo de menos a mi mujer y a mi hija pequeña. Los relojes de Marrasvirta insisten en que sólo han transcurrido doce horas desde la mañana, pero parece que hayan pasado cien años desde que estuve con ellas por última vez. Cuando pienso en Minerva y en la pequeña Iines, nos veo a los tres sentados alrededor de una de las pequeñas mesas del Parque Central, como las figuras de un difuso lienzo de Renoir en la Belle Époque. Del otro lado de la ventana brilla el sol de la mañana y nosotros resplandecemos con colores vivos. Llevábamos semanas preparándonos para ese día. Mi mujer y yo compartimos un estudio en casa, en cuya pared hemos colgado un calendario con fotografías de las ciudades más bellas del mundo. En la página de septiembre sale un brillantísimo Chefchaouen, el pueblo azul de Marruecos, donde pienso llevar a Minerva el invierno que viene, o quizás el siguiente. Debajo de la foto teníamos apuntados dos importantes eventos para el día de hoy, el primer sábado de septiembre del año 2015: por mi parte el festival del Parque Central, cuya remodelación tuve la suerte de dirigir y en el que iba a haber fuegos artificiales a las ocho de la tarde. Por su parte, Minerva había anotado la inauguración de la exposición sobre la Stasi, que tendría lugar en el museo unas pocas horas antes. Habíamos prometido estar siempre presentes en los grandes momentos del otro, pero esta vez no fuimos capaces de cumplirlo, a pesar de que teníamos todo perfectamente planeado. Sin embargo, la muerte de mi madre no figuraba en el almanaque y acabó por complicarnos el día. 10
La exposición que había organizado Minerva en el museo estaba pensada para ser el pistoletazo de salida de la campaña de marketing de su nuevo libro, donde destapa las operaciones de la policía secreta de la RDA en Finlandia. El lanzamiento está programado para comienzos de diciembre, así que la prensa sensacionalista lleva tiempo insinuando que en sus páginas se revelan secretos, a pesar de que el libro aún no está terminado. Los medios de comunicación están especialmente interesados en una antigua fotografía alrededor de la que Minerva y su editor fueron tejiendo un halo de misterio. Por lo visto en ella sale una conocida figura finlandesa acompañada por un agente de la Stasi de muy mala fama. ¿Qué hora será ahora? Está previsto que a las seis de la tarde se muestre al público una ampliación gigantesca de la foto. Minerva ya me la enseñó. Salen dos hombres de unos treinta años charlando amigablemente en una pequeña cafetería atestada de gente. A juzgar por la vestimenta, la foto es de los años ochenta, y de momento no han conseguido identificar el lugar, pero parece una ciudad relativamente grande que bien podría ser Marrasvirta, Berlín, París o Londres. En la imagen en sí no hay nada destacable ni interesante, pero en el reverso están escritos a bolígrafo los nombres de Engel Lang y Erich Zaisser. Lang, uno de los grandes de la industria farmacéutica, es a día de hoy una de las figuras más importantes de nuestra ciudad, y tiene mucha influencia en la vida económica de Finlandia. En la foto se puede reconocer con facilidad una versión más joven de él. Zaisser, por su parte, era un agente de la Stasi con bastante mala reputación, pero de rostro desconocido, que según parece realizó en Finlandia un trabajo excepcionalmente intenso antes de la caída del Muro de Berlín. Según Minerva, si hurgas la historia del espionaje, antes o después te encuentras con el nombre de ese tipo. 11
Mi mujer ha pensado aprovechar la atención que los medios van a dedicar a esa foto para pedir que el gran público haga memoria de sus posibles encuentros con ese sujeto. También cree que la imagen obligará finalmente a Lang a explicar qué relación tuvo con el agente y también a que conceda una entrevista, algo a lo que hasta ahora siempre se ha negado. Minerva lleva varios años entregada a esta su obra magna, que ya tuvo ciertas consecuencias, pues no pasó inadvertida para aquellos que se ponen nerviosos cada vez que alguien se sumerge demasiado en el pasado. Resulta que muchos de los finlandeses que ahora ocupan puestos de importancia en el país jugaban a su propio juego durante los tiempos de la Unión Soviética y la RDA, incapaces de presagiar que algún día todo el bloque comunista se vendría abajo. Por cierto, tengo que decir que en los últimos meses la investigación de mi mujer se vio obstaculizada por varios contratiempos extraños: algunas partes del manuscrito desaparecieron o se modificaron solas, los ordenadores no dejaron de dar problemas, e incluso una extensa correspondencia electrónica sobre el asunto Rosenholz se corrompió y terminó por ser ilegible. Cuando Minerva se protegió desconectando la wifi de su portátil le birlaron el aparato en la biblioteca, y con él se esfumó la última versión del manuscrito y el trabajo de varias semanas. A pesar de todo, creo que el libro saldrá como estaba planeado. Mi mujer es tan obstinada como un terrier, y no se da por vencida cuando se propone algo. En la heladería del Parque Central hoy daban helados gratis para todo el mundo. Se trata de un acontecimiento anual: desde hace siete años Engel Lang, el propietario del laboratorio farmacéutico, les regala durante un día golosinas a los niños de la ciudad con motivo del cumpleaños de su nieto, que coincide con el día del festival de otoño que celebramos desde hace ya cincuenta años. 12
Cuando la cuidadora nos avisó en el último momento de que no podía venir y no nos quedó más remedio que llevar a Iines con nosotros, tuvimos claro dónde teníamos que ir primero. Sentíamos una mezcla de diversión y pavor al pensar que la vieja foto de nuestro generoso conciudadano acompañado del agente de la Stasi se mostraría al público ese mismo día durante la exposición de Minerva. A pesar de que Lang, que nosotros supiéramos, todavía no era consciente de ser uno de los protagonistas de la pregonada instantánea, bromeamos sobre la posibilidad de que nos echasen de la heladería y nos diesen una paliza detrás de los contenedores de basura. Una vez que nuestra chiquilla consiguió introducirse en la nube de pequeños golosos, le pusieron en una mano una taza de helado de chocolate y en la otra una cuchara de intenso color rojo, cosa que la hizo alucinar por completo. Mientras Iines se concentraba en su golosina, Minerva y yo íbamos a lo nuestro, tomando café a pequeños sorbos y acariciándonos en secreto por debajo de la mesa. No hablábamos de nada serio, y nuestras historias eran unas felices y estúpidas pompas de jabón que nos íbamos soplando a la cara uno al otro. Sólo en una ocasión llegamos a mencionar accidentalmente el trabajo, y fue cuando sugerí que, ya que estábamos en el centro, podíamos aprovechar para recoger la pulsera que Minerva se había dejado olvidada en el Archivo, y de paso podía ver dónde pasaba tantas horas mi mujer. Ella me fulminó con la mirada, luego sacudió la cabeza y dijo: –No, no podemos. Soy prácticamente la única persona que entra en el archivo, ya que es un lugar gestionado por una fundación personal. Así que no te preocupes, amor mío, mi valioso regalo de cumpleaños está bien guardado. Pensemos en en cosas alegres durante un rato. Tengo que recuperar fuerzas y necesito que estemos contentos, ¿comprendes? 13
Claro que lo comprendía. Normalmente mi mujer escribe en nuestro estudio compartido, pero a veces también trabaja en bibliotecas, y de tanto en tanto en un archivo especial situado en el centro de la ciudad, al que sólo pueden acceder unos pocos elegidos. Por lo visto, es un lugar húmedo y mal ventilado. Siempre vuelve de allí cansada y mareada. Pero para ella hurgar en el pasado compensa cualquier incomodidad, y la información que le suministra ese archivo es demasiado importante para ignorarla. Ya nos habíamos olvidado del trabajo cuando reparamos en que Iines estaba cubierta de helado y se reía de manera nerviosa. Minerva soltó una palabrota por lo bajo, y acabó por contagiársenos también la risa. Mi mujer comenzó a limpiar a la niña con cuidado de no manchar la chaqueta, mientras yo sacaba del bolsillo más y más pañuelos, como si fuera un auténtico mago. Entonces quedé conmovido al observar la piel de mi niña: se veía clara y perfecta bajo las manchas de chocolate; ¿cuánto tiempo pasaría hasta que la vida dejara en ella sus primeras huellas maléficas? Un camión aparcado ante la ventana daba sombra al establecimiento y, cuando el vehículo se marchó, la luz entró a raudales y encendió la figura de mi mujer con un fulgor extraño. Reparé en que durante el verano le habían salido pecas desde la frente hasta los pechos. Con su cabello rubio encendido y sus hermosas y sinuosas curvas, era igual que la Danae de Gustav Klimt, de la que me enamoré hacía años en un museo de Viena. Me invadió el deseo de agarrar y apresar en mis brazos aquella aparición que flameaba bajo la luz otoñal en medio de una animada fiesta de helados, hundir los dedos en las brasas incandescentes de sus cabellos y besar la piel pecosa, jadear en su oído todo lo que siempre le había querido decir y estrecharla contra mi cuerpo sin aflojar por mucho que ella se resistiera. 14
Minerva sabe leerme el pensamiento tan bien que a veces incluso resulta embarazoso, así que mi pasión no le pasó desapercibida. Lo único que recibí a modo de respuesta fue una mirada difícil de interpretar, que parecía a un tiempo una invitación y una advertencia, pues a pesar de que a día de hoy ella es capaz de leerme como un libro abierto, por su parte huye ante mis intentos por comprenderla, igual que en aquel poema de Samuel Beckett que me leyó en voz alta cuando la encontré una noche en la cocina con el libro en la mano: “Quisiera que mi amor muriese / que lloviese sobre el cementerio / y las calles donde voy / llorando por aquella que creyó amarme”. Durante unos segundos dejó huir de sus ojos la sombra de un pensamiento oculto, más grande que cualquiera de nosotros, una sombra que ya había visto antes. Le estaba pasando por la cabeza algo relacionado conmigo. Resulta temible estar en los pensamientos de otra persona, aunque sea agradable al mismo tiempo, pero tan estremecedor que preferiría que estuviera pensando en cualquier otra cosa. Luego cerró los labios dibujando un beso y una promesa le subió al rostro pecoso, aunque en realidad era una exigencia. La boca formó unas palabras silenciosas y yo seguí entregándole pañuelos, primero con las mejillas ardiendo y después sonriendo, hasta que mi hilaridad explosiva también se le contagió. Hacía cuatro años que la alegría había regresado a nuestro matrimonio. Uno no puede cambiar a la otra persona, malamente nos podemos cambiar a nosotros mismos, pero lo que ocurrió en la heladería, esa luz en la que estábamos sumergidos, nos cambió, y de pronto reparamos en que lo que habíamos comenzado a menospreciar era algo dulce y valioso. Acordamos prescindir de las medidas anticonceptivas y esa fue nuestra invitación para que finalmente llegara la pequeña Iines. No sé qué pasó ni cómo fue, pero ahora somos una familia unida y feliz: Minerva, yo y nuestra hija Iines. 15
Sí, y naturalmente también el gato. ¿Se ha fijado en que últimamente en Marrasvirta hay tantos gatos que casi parece absurdo? Te los encuentras por todos lados, aunque intentes ignorarlos, y uno incluso se ha instalado en nuestra casa. No recuerdo de dónde ni cuándo llegó, y no sé si se llama Mici, Miki, Mau o cómo, pero este gato viene y va según le place, uno de esos bichos negros como la noche. También tiene algo de blanco, o quizá, pensándolo bien, puede que sea más blanco que negro… Pero dejémoslo así: yo creo que a la gente que no deja de hablar sobre su gato con desconocidos le falta un hervor. Y además, el animal ni siquiera tiene nada que ver con esta historia, así que no hablemos más de él. De vuelta a la heladería: nuestra animada operación de limpieza de la niña se vio interrumpida cuando mi teléfono sonó en el bolsillo. Lo cogí. –Alice está a punto de fallecer, venga cuanto antes. Dejé a mi familia en medio de aquel dulce pringue de helado, salí corriendo y cogí un taxi. Me metí en el coche apretando en el puño un pañuelo pegajoso y, después de avanzar un par de manzanas, el vehículo quedó estancado en medio del bullicio: el festival se apoderaba poco a poco de la ciudad con sus tentáculos, como un monstruo gigantesco de una película de serie B. Seguro que conoce Kirsikkapuisto, el peculiar edificio que hay al oeste de la ciudad, en lo alto del cerro de Kirsikkakukkula, la magnífica residencia para la gente de alto poder adquisitivo afectada por trastornos de memoria, el palacio de las personas con demencia senil. Allí es donde lleva viviendo mi madre los últimos cinco años, rodeada de sus compañeros de infortunio. El piso superior alberga un pequeño spa para los residentes, y el edificio también cuenta con una sala de conciertos y de cine. A veces las puertas de las habitaciones están abiertas, 16
y al pasar por el pasillo vi que todas son como pequeños hogares luminosos y personales, para nada parecen pertenecer a una institución mental. Sin embargo, no dejan de ser unas acogedoras tumbas para aquellos desafortunados cuya alma comenzó a momificarse a pesar de que el cuerpo continúe con vida. Eso decían las cuidadoras un día que no se percataron de que yo estaba oyendo. Entonces, este pensamiento me pareció asqueroso y cínico, pero después de observar el progreso de la demencia en mi madre, tuve que darles la razón. Una demencia avanzada convierte a una persona en una casa de fantasmas en cuyas ventanas oscuras sólo a veces puedes vislumbrar el espectro de su antigua personalidad. Hace tiempo vi en la mesa de trabajo de Minerva el último tomo del libro Quién es quién, abierto por la página que hablaba de mi madre. Según la publicación, la doctora Alice Kaarna, que tuvo una carrera meteórica, es una psicóloga de gran renombre cuyas obras singulares siguen siendo estudiadas en las universidades de todo mundo. Se menciona que se hizo conocida como “mentora intensiva del alto standing”, pues ayudó a personas con puestos de responsabilidad a desarrollar sus objetivos y procedimientos. Se sabe que desde mediados de los setenta su clientela incluía gente de éxito en la política y en los negocios. A mí me gustaría añadirle una nota que dijera: “Por desgracia, su carrera como brillante ingeniera de la mente humana no protegió el alma de Alice Kaarna contra la telaraña de la demencia”. En mi relación con mamá hubo cuatro fases. Los primeros diez años fueron una simbiosis dulce. Después de dejar de ser bebé, nos convertimos en nuestros mejores amigos y compañeros del alma, aunque por entonces ella ya viajaba mucho, aunque no tanto como papá, que ostentaba un cargo de responsabilidad en la ONU y acabó por resultar 17
un extraño para la familia. Según ella decía, yo era un niño encantador a quien quería casi todo el mundo, pero papá no estaba en esa lista, aunque recalcó que la culpa no era en absoluto mía, sino de él. Por lo visto, mi padre había decidido que quería tener una familia, pero luego no había conseguido interesarse por ese niño que apareció en su casa. Todo cambió cuando a los diez años fui a pasar las vacaciones de verano a Alemania junto con mamá, para visitar a sus amigos de la universidad. No recuerdo mucho del viaje, pero allá conocí a un niño de mi edad que me pareció el chaval más agradable del mundo. Jugamos juntos hasta que cogí un virus muy agresivo y enfermé, así que me tuvieron que traer de vuelta a casa, muy débil, y en ocasiones incluso inconsciente. Pasé encamado todo el año siguiente, y no pude empezar cuarto curso con los demás. Mamá se quedó en casa para cuidarme, mientras escribía un nuevo libro de psicología y atendía las demandas y necesidades interminables de su hijo enfermo. Conseguí dejarla completamente exhausta, así que cuando me curé me di cuenta de que se extendía un desierto entre ambos. Supe que papá también se había mudado en algún momento de mi año de convalecencia, y ya no lo vimos más. No se comentó prácticamente nada de la causa de su marcha, pero era evidente que ese hombre que era el marido de mi madre y también mi padre ya no quería vivir en una casa donde todo giraba alrededor de un niño enfermo. Todos aquellos largos meses en la cama… Mamá se sentaba a menudo a mi lado para hacerme compañía mientras me leía libros en voz alta o recordaba largas conversaciones que volaban de un tema al otro, comenzando por algo muy cotidiano y acabando siempre en asuntos tan profundos como el propio universo. Luego siempre citaba largos fragmentos de aquellas conversaciones: lo que yo había dicho, cómo me había respondido ella, lo que yo había contestado a eso, etc., etc. 18