La musica romantica

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Alianza Música

I ,¡\ colección ALIANZA MÚSICA ha sido patrocinada por el Fondo Musíral Adolfo Salazar, creado en México por D. Carlos Prieto en memoria y homenaje al historiador y crítico musical español que vivió, trabajó y falle( n> en la capital mexicana.

Alfred Einstein

La Música en la época romántica

Versión española de Elena Giménez

Alianza Editorial


Título original: Music in the Romantic Era

índice

Prefacio

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PARTE I. ANTECEDENTES, CONCEPTOS E IDEALES Capítulo 1. Contrastes

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La< música y el espíritu romántico, 13.—Las antítesis en la música romántica, 14.— Unificación de principios en la música romántica, 16

Capítulo 2. El individuo y la sociedad

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La función social del compositor, 19.—El compositor del siglo xvnr, 20. —El concepto que Beethoven tuvo de su arte, 23.—El músico romántico, 24.—La idea nacionalista, 26.

Capítulo 3. La música, centro de las artes ... ...

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29

Tendencia hacia la fusión de las artes, 29.—L&_ música y la palabra, 30.—La nueva versatilidad del artista, 34.—Trasfondo social del compositor romántico, 36.—La conciencia literaria de los románticos, 38.

Capítulo 4. La supremacía de la música instrumental <s La música como sonido, 41.—El elemento vocal en la música romántica, 44.

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Capítulo 5. Contradicciones

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47

El creciente distanciamiento entre el artista y el público, 47.—La canción popular como remedio para el aislamiento, 50.—La nueva función de la música en la época romántica, 5%.—Visión romántica de la música de otras épocas, 53.—Renacimiento del pasado desde el prisma romántico, 55.—La nueva veneración por J. S. Bach, 57.—Virtuosismo frente a intimidad, 59.

Capítulo 6. Música universal y música nacional 1947 by W. W. Norton & Company, Inc., New York Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1986 Calle Milán, 38, 28043 Madrid; teléf. 200 00 45 I.S.B.N.: 84-206-8526-7 Depósito legal: M. 3.613-1986 Compuesto en Fernández Ciudad, S. L. Impreso en GREFOL, S. A., Pol. II - La Fuensanta Móstoles (Madrid) Printed in Spain

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La universalidad en el siglo xvm, 61.—El nuevo entusiasmo por el tipismo regional, 63.— Los dialectos nacionales en la música, 67.—El nacionalismo y el individuo, 69.

Capítulo 7. Formas y contenidos

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Beethoven y la forma, 73.—La forma en la sinfonía romántica, 74.—Berlioz y Listz, 76.—Las formas menores, 78.—La música vocal, 79.

PARTE II. LA HISTORIA

Capítulo 8. El nacimiento del romanticismo musical Bach visto por los románticos, 83.—Los románticos y el período de Palestrina, 85.— Visión romántica de los clásicos: Haydn, 86.—Mozart, 87.—Beethoven, 89.

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83


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índice

Capítulo 9. Schubert: el clásico romántico

Prefacio

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El hombre, 93.—Primeras obras instrumentales de Schubert, 95.—Las últimas sinfonías, 97.—Música de cámara y composiciones para piano, 99.—Schubert creador del lied, 101.—Los estilos en los lieder de Schubert, 103.—Música sacra y coral, 105.

Capítulo 10. La ópera romántica

107

Los especialistas de la ópera, 107.—Antecedentes de la ópera romántica, 109.—Primera época de la ópera romántica: Weber, 112.—Der Freiscbulz, Eurvanibe, Oberon, 115.— Marschner, Spohr, Lortzing, 119.—Genoveva, de Schumann, 121.—La ópera parisina: Meyerbeer, 123.

Capítulo 11. Música sinfónica y música de cámara

127

Mendelssohn, el romántico clasicista, 127.—Lo clásico y lo romántico en Schumann. 130.—Berlioz, el francés romántico, 134.—-Liszt, el revolucionario. 141.—Brahms, un músico postumo, 149.—Bruckner, sinfonista religioso, 153.

Capítulo 12. Música sacra

157

Música sacra protestante: Mendelssohn, 157.—Música sacra católica: Berlioz, 159.— Liszt: «La cristiandad dilettante», 162.—Música sacra al estilo romántico: Gounod y Franck, 164.—El catolicismo auténtico: Bruckner, Rossini, Verdi, 165.

Capítulo 13. El oratorio

171

Mendelssohn y Schumann, 171.—El oratorio: evolución de una forma híbrida, 175.— Brahms, 179.

Capítulo 14. La canción

181

Sus limitaciones en Italia y en Francia, 181.—Schumann, sucesor de Schubert, 183.— Loewe, Franz, Brahms, 187.—Wagner y Liszt, 190.—Tendencia hacia la reacción: Hugo Wolf y otros, 192. #

Capítulo 15. El universalismo en lo nacional I. Obras pianísticas

195

El piano: instrumento genuino del período romántico, 195.—Composiciones pianísticas de Mendelssohn, 197.—El problema del virtuosismo, 198.—El arte de Schumann: ardiente y soñador, 201.—Liszt, el técnico creador, 205.—Chopin, un músico original, 208.—Los virtuosos románticos: Heller, Henselt, Alkan, 214.—Brahms, el pianista, 217.

Capítulo 16. El universalismo en lo nacional II. La ópera neorromántica

221

Wagner: el político de estado del arte, 221.—Wagner explica a Wagner: el Anillo, 228.—Tristan und Isolde, 231.—Die Meistersinger: drama social nacional, 234.— Parsifal: el sermón de Wagner a su grey, 236.—El recorrido de Wagner en pos de la individualidad, 239.'—Los que vivieron a la sombra de Wagner, 246.—La ópera francesa desde La Juive a Carmen, 248.—Opera italiana: lo demoníaco-romántico en Rossini, 252.— Bellini, 254.—Donizetti, 257.—Verdi: un hombre de su país, 258.—Fases en la evolución de Verdi, 262.—Desde I Vespri Siciliáñi a Aída, 268.—El último período: Otello y Falslaff, 271.—Offenbach y la opereta, 274.

Capítulo 17. El Nacionalismo

281

Los elementos nacionales en la música pre-romántica, 281.—La nacionalización en la música romántica: Bohemia, 284.—Rusia, 290.—Escandinavia, 302.—Holanda, 307.—Bélgica, 308.—Hungría, 310.—Polonia, 311.—España y Portugal, 312.—Norteamérica, 314.

PARTE III. LA FILOSOFÍA

Capítulo 18. Estética musical y musicología ...

319

Estética, 319.—Nueva valoración de la música «absoluta», 321.—Convergencia de las artes, 325.—El culto a la música: Liszt y Mazzini, 327.—En contra de la fusión de las artes: Hanslick, 329.—Musicología, 332.

Capítulo 19. Conclusión

337

índice antroponímico

344

El presente volumen, correspondiente a la colección sobre Historia de la Música de la editorial Norton, tanto por su apariencia externa como por su actitud, difiere del enfoque que suele ser habitual al estudiar un período histórico dado e intenta describir el movimiento romántico desde su mismo centro: la música. El objetivo que me he marcado ha sido el de exponer las manifestaciones del Romanticismo en la música y las influencias de ésta sobre el movimiento romántico. La presente obra no es una «Historia de la música del siglo xix desde la muerte de Beethoven a la de Wagner», sino más bien la historia del pensamiento musical en el período más próximo al nuestro y por tanto el más conocido en sus peripecias externas. En consecuencia, no se encontrará aquí información sobre músicos como Ferdinand Ries, Pierre Louis Philippe Dietsch, o William Sterndale Bennett; ni tampoco sobre la vida y la obra de los grandes maestros del Romanticismo, a no ser que sean datos esenciales para el tratamiento cabal del tema que nos ocupa. Este tratamiento no se ha elegido de modo arbitrario, sino que viene dictado por la naturaleza del período sen Cuestión. Las mismas razones que justifican el enfoque y tratamiento de mi obra me llevan a presentarla sin ejemplos musicales; ejemplos que, referidos a épocas más tempranas de la historia de la música, son posibles por su brevedad y necesarios por ser mayoritariamente desconocidos para el lector, y porque sus fuentes suelen ser lejanas, únicas y de difícil acceso. Pero, dada su extensión y abundancia, resulta casi imposible ofrecer ejemplos sobre el siglo xix, además de ser innecesarios, ya que las obras principales de la época romántica —y muchas de las menores— desde Schubert a Brahms, de Weber a Wagner, de Rossini a Verdi, y de Berlioz a César Franck, están vivas y son conocidas y accesibles a todos. Las emisoras de radio, sin ir más lejos, ofrecen a diario abundantes ejemplos. Dado que el énfasis que puso en el elemento nacionalista es uno de los rasgos distintivos del romanticismo, tal vez me sea permitido ofrecer 9


Prefacio

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al lector una experiencia propia. Hace unos años recayó sobre mí la no muy apetecible tarea de reeditar un Diccionario de música moderna cuya existencia era posible gracias a las aportaciones de todas las naciones y nacionalidades. En general, casi todos los países recibieron con agrado la edición original y la obra revisada, pero, en su crítica, la República de San Marino (sustituyan éste por cualquier otro estado o unidad política que se les ocurra) objetó la brevedad con que habíamos tratado la música y los músicos de San Marino. Si en esta obra la presentación del movimiento romántico en Alemania ocupa un espacio mayor no olviden que tal vez no constituya motivo de orgullo nacional, o al menos así lo creyó la generación siguiente, el haber sido el país más afectado por el virus romántico.

Parte I ANTECEDENTES, CONCEPTOS E IDEALES

Alfred Einstein Northampton, Massachusetts.

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Capítulo 1 Contrastes

La música y el espíritu romántico De la pluma de uno de los más entusiastas pioneros del movimiento romántico en literatura, August Wilhem Schlegel, nació una obrita satírica a la manera de Hans Sachs cuyo título podría traducirse como: Una muy divertida comedieta de Carnaval sobre el Siglo Viejo y el Nuevo, representada el primero de enero del año de Nuestro Señor, 1801. En ella se relata, de manera desenfadada, cómo la víspera de Año Nuevo una bruja ancianísima y fea, que parlotea presumiendo de sabia y racionalista y que representa al Siglo Viejo, se autoproclama la madre del Siglo Nuevo, un infante feliz que descansa en su cuna. Por su insolente mentira, el Diablo le retuerce el cuello y se la lleva al infierno. Entonces, de entre las nubes, surgen los verdaderos padres de la sonrosada criatura, una pareja de aspecto divino, que son el Genio y la Libertad. El Heraldo, que abre y cierra esta comedia en un acto,, invita al público a volver dentro de cien años para asistir al segundo acto, fiV. . 0 Que puede placernos aún más... bien en este nuestro tránsito por la tierra o cuando en el cielo encontremos la reencarnación.

Pero, desgraciadamente, el poeta no acertó: el placer que nos deparaba el segundo acto tenía sus limitaciones; los Zukunfstraüme, o «Sueños del Futuro», no tuvieron una feliz realización para el siglo xx. También se equivocó al negar las relaciones entre el siglo xvm y el xix, pues este último es hijo del anterior, aunque el parecido familiar no sea muy llamativo; uno de los objetivos de este libro será determinar exactamente cuáles son sus similitudes y cuáles los puntos de divergencia. Pero sí tuvo razón en un aspecto: hacia 1800 comenzó un nuevo capítulo de la historia del pensamiento humano, una etapa conocida generalmente 13

i.

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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

como la Época Romántica. El espíritu de aquella época impregna todas las esferas de la vida, el arte, la filosofía y la política. Un espíritu al que no pudo sustraerse ninguna nación europea, si bien los distintos países fueron más o menos sensibles a su influjo, más los del Norte que los del Sur. Un espíritu que no se manifestó como un acontecimiento único y de una vez, ni en las naciones ni en las artes, sino como una cadena de acontecimientos; en cuanto a países apareció primero en Inglaterra, Alemania y Francia; en cuanto a las artes, primero en poesía, después en la pintura y, finalmente, en la música, con la particularidad de que la música no sólo fue la manifestación más tardía, sino también la más intensa. Ninguna historia del romanticismo europeo estaría completa sin incluir la historia de la música romántica, y quien emprenda la tarea de escribir una historia de la música del siglo xix tiene muchas posibilidades de aprehender la esencia de dicho movimiento. Las antítesis en la música romántica Buscamos en vano una idea inequívoca de la naturaleza del «Romanticismo musical». No tenemos que fijarnos en los grandes románticos por orden cronológico: Weber y Schübert, Mendelssohn y Berlioz, Chopin y Schumann, Liszt, Wagner y Brahms, para ver que entre ellos se dan los,mayores contrastes. Comparten el mismo marco, por la sencilla razón de que los miembros de una época determinada han de tener puntos.en común. Los contrastes son enormes, pero no excluyentes entre sí, aunque es cierto que parecen irreconciliables. El Romanticismo en la música es, por su propia naturaleza, un movimiento revolucionario dirigido contra los padres y los abuelos de la generación revolucionaria y, por lo tanto, el romántico odia el clasicismo —o lo que él considera clásico. Berlioz admitía fundamentalmente sólo dos grandes maestros del pasado: Gluck y Beethoven; odiaba a Bach y sentía el mayor de los desprecios por Haendel. Para Wagner el pasado significaba menos todavía, a pesar de haber editado el Stabat Mater de Palestrina, de haber estudiado las óperas de Gluck, de aprovechar rasgos de carácter práctico del antiguo estilo clásico para su Die Meistersinger, y de admitir su veneración por Mozart y Beethoven: mediante un acto de violencia, acorde con su inclinación natural, conquistó, para sí y para sus seguidores, a aquellos predecesores suyos a los que, de hecho, amaba. Por el contrario, el también revolucionario Schumann veía el pasado con temor; y, una vez más, asistimos •al contraste de Brahms, cuyo arte no es del todo comprensible si lo apartamos de su continua aunque cambiante relación con la obra de Beethoven, Mozart, Haydn, Bach y Haendel; de hecho, con la de los maestros de los siglos anteriores. Otra dualidad contrastante nos la ofrecen la teatralidad y lo íntimo. Pudiera parecer que el Romanticismo, como movimiento cargado de subjetividad, de introversión hacia las zonas más secretas y personales del alma, habría de ser un período de impulsos musicales intimistas; y, de hecho, la producción pianística de Chopin o Schumann así parece acre-

1. Contrastes

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ditarlo. Pero, por extraño que suene, esta intimidad concuerda perfectamente con la brillantez máxima y el alarde virtuoso más evidente; es el caso de Cari María Weber, cuya música para piano era toda ella de carácter brillante, y cuya carrera como compositor encontró su culminación en la ópera. De haber compuesto sólo sonatas y variaciones para piano, conciertos y lieder, es muy probable que hoy hubiera caído en el olvido. Abundando en este punto, ahí está Wagner, que —a pesar de ser considerado por Nietzsche como el maestro de la miniatura— sólo alcanzó su máxima expresión en la ópera: necesitaba de un público, nunca lo bastante numeroso para él, que representara el papel de masa a la que había de subyugar, una masa que podía ser un pueblo, una nación o el mundo entero. Este contraste nos lleva a otra posición antitética: la subjetividad y la objetividad del lenguaje musical. En cada página, Wagner hacía de su lenguaje algo más personal, más refinado; y uno de sus mayores triunfos es que, a pesar de todo, cautivó al mundo. Otros románticos, como Weber, Schübert, Schumann y Brahms (cada uno en su estilo) no querían romper los lazos que les unían al pensamiento popular.'Amaban las cosas de su propio entorno y tenían miedo de apartarse demasiado de ellas, así que reelaboraban sus elementos sin cambiar el contenido? Primordialmente pensaban en el pueblo, o en lo que ellos consideraban que era el pueblo. Y, de nuevo, hay que diferenciar a Berlioz, que sólo pensaba en el público metropolitano de París, Londres, Berlín, Viena y otras ciudades que le brindaban el escenario para sus creaciones sin fronteras.' Incluso en los ámbitos específicos de la música de cámara, la producción pianística, la sinfonía, el lied o la ópera, vuelven a aparecer los contrastes. Por hablar sólo de la ópera, pensemos en Wagner y en Verdi. Wagner, el revolucionario que en un principio abrazó las tendencias convencionales para independizarse después y seguir un camino más individualista (cabría calificarle casi de solterón) y egocéntrico para, finalmente, obligar a los demás a seguirle; Verdi, cuyas raíces se hunden en una tradición de doscientos años, cuyo espíritu, en realidad nunca abandonó, ensalzado e idealizado por su público, por su país, que lo puso sobre un pedestal y entendió su arte del principio al fin. Digno de mención, también, es el contraste entre la claridad y una cualidad «profunda» o «mística». Pensemos en Mendelssohn, tal vez un clasico-romántico, pero cuya calidad de romántico, en virtud de su nueva relación con el pasado y su gusto por el sonido, es innegable. Fue un maestro de la claridad y la simetría formal; nada le resultaba más odioso que la distorsión de la armonía, total o parcial, la innecesaria transgresión de las normas, la afrenta a la respetabilidad musical. Y, por otra parte, nada le parecía más odioso a Berlioz que una observancia puntillosa de la respetabilidad musical y el acatamiento servil de la norma. Ambos partían de Beethoven, pero el uno lo consideraba sólo como el maestro que perfeccionó la forma, doblegó la violencia y encontró el orden en el caos; mientras que el otro tan sólo veía en él al maestro que revolucionó el mundo de la sinfonía y desencadenó fuerzas oscuras y caóticas. Eran entre sí antípodas, pero también los antípodas pertenecen al mismo mundo.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

Otro contraste dentro de la música romántica es el que existe entre la música absoluta y la programática. También aquí Berlioz y Mendelssohn nos ofrecen un ejemplo clásico. Para el primero, la música le resultaba inadmisible sin la mezcla de elementos adicionales tomados de otras artes. Sus sinfonías surgían de un crisol al rojo vivo, inflamado por sus sentimientos y por su imaginación: si les faltara la fantasía o lo fantástico carecerían de significado, en el más estricto de los sentidos. Necesitaban del estímulo de la poesía, aun cuando seguían las reglas puramente musicales. Por otra parte, volvamos a Mendelssohn; su música instrumental, ya se llamara «canciones sin palabras» o se refiriera a temas concretos —como las Sinfonías Italiana y Escocesa o las oberturas—, nunca se basaba en un programa a la manera de Liszt o de Berlioz. Le debemos a Mendelssohn la afirmación más acertada que nunca se haya hecho como justificación de la música absoluta; en una carta fechada el 5 de octubre de 1842 decía que los pensamientos expresados por la buena música, no son tan vagos como para que no puedan decirse con palabras, sino que son demasiado definidos para poderlos verbalizar. La buena música, continúa, no se hace más significativa o inteligible mediante interpretaciones «poéticas»; muy al contrario, es así menos significativa, menos clara. Este tipo de contrastes explica los puntos de vista contradictorios que se aplicaron a la música instrumental de Beethoven, el ídolo de los románticos; para unos, sus sonatas y sinfonías eran el modelo más perfecto de expresión formal; para otros, sus sonatas no son más que música descriptiva cuya clave poética Beethoven había relegado, desgraciadamente, a un plano muy profundo. Estos contrastes o aparentes contradicciones se pueden encontrar no sólo entre los representantes de los diversos aspectos de la música romántica, sino también en el propio carácter de cada uno de ellos. Schumann —el compositor de las obras para piano más intimistas, sólo totalmente comprensibles para quien conoce las novelas de Jean Paul y de E. T. A. Hoffmann, sigilosas hasta llegar al misterio— escribió también sus conocidas piezas para la juventud y sus coros populares y patrióticos. Liszt, el más grande de los virtuosos si exceptuamos a Paganini, compuso —junto con brillantes y emotivas paráfrasis de temas operísticos famosos— misas, oratorios y canciones intimistas. Wagner tradujo urta experiencia amorosa personal a la ópera heroica, con un aparato formal pensado para que lo oyeran y vieran más de dos mil personas. Unificación de principios en la música romántica Sin embargo, estos contrastes no se excluyen entre sí, como el negro y el blanco o el día y la noche. Son contrastes como los polos positivo y negativo de un mecanismo electroquímico. Entre ellos siempre hay una relación tensa, una corriente viva que fluye de uno a otro. En la música romántica, los enemigos no se conciben el uno sin el otro. Siempre hablamos de Weber y Schubert, de Liszt y Brahms, de Wagner y Verdi. Es una relación totalmente diferente a la que existía entre Haendel y

1. Contrastes

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Bach, a quienes de forma arbitraria se estudia juntos, pero que, de hecho, se diferencian entre sí enormemente, hasta el punto de pertenecer a mundos aparte; su único punto en común es haber nacido el mismo año. Hoy día nos hace sonreír la disputa que dividió al público de 1860 en dos campos, estando los «neogermanos» de un lado y Mendelssohn, Schumann y Brahms de otro; hoy identificamos las profundas afinidades, las conexiones tan íntimas que había entre estos enemigos en aquel entonces irreconciliables. La cuestión ahora es determinar dónde se encuentra esta conexión, y la respuesta es doble. La primera de estas afinidades es de índole musical: aquí la conexión está en la relación de todos estos músicos con el puro sonido. En el desarrollo de la música, el sonido en sí siempre ha desempeñado un importante papel; claro está que en ningún momento ha sido del todo insignificante —pues si la música no suena, difícilmente puede denominarse música—, pero su papel ha ido cambiando, y nunca fue tan predominante como en el período romántico del siglo xix. No tenemos más que considerar la transición habida desde las sinfonías, sonatas y óperas de Haydn, Mozart y Beethoven, a las de Schubert y Weber, y comprenderemos la magnitud del cambio. En este sentido, debemos hacer hincapié en el hecho de que la nueva sonoridad es inseparable del nuevo concepto de la armonía. Haydn, Mozart y Beethoven fueron los grandes conquistadores de este territorio. ¿Y cómo podían evitarlo? Haydn fue uno de los experimentadores más originales en el campo de la música orquestal; Mozart estuvo en posesión del oído más fino con que nunca músico alguno fuera dotado; y qué decir de Beethoven, ¡cuya sordera le llevó a las cotas más sublimes del sonido! Sin embargo, con los primeros románticos el sonido adoptó una significación nueva. Era un factor más importante dentro del mundo musical de lo que había sido hasta entonces; adquirió un valor más elevado exclusivamente en y para sí mismo. Hoy se discute sobre el mejor instrumento para interpretar las obras de Bach para teclado; pero en realidad lo importante no es el hecho de que se interpreten al clavecín, al clavicordio, en un piano moderno, o al órgano; aunque no hay duda de que, en el caso del piano existe el peligro de infundirles una cualidad tonal demasiado sensual. Las obras de Bach para teclado no son abstractas en absoluto, y sin embargo su sonoridad no forma parte de su naturaleza esencial. Ahora bien, lo único que un romántico es ¿«capaz de crear es música abstracta. La música realmente abstracta aparece por vez primera cuando muere el Romanticismo o cuando aparentemente ya está muerto; nace como un revulsivo visceral, como la reacción más violenta contra el espíritu del romanticismo. El principio unificador que acerca a todos los compositores, desde Weber y Schubert hasta el final del movimiento neorromántico, y reúne a compositores tan aparentemente opuestos como Wagner y Brahms es el siguiente: su relación con el elemento más directamente perceptible de la música, su sonido. La expresión más inmediata de esta nueva relación fue el desarrollo orquestal del siglo xix. Aunque los avances experimentales en este campo


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

habían sido importantes (Haydn, Mozart y Beethoven), y la orquestación no presentaba ya problemas para ellos o sus predecesores, todavía en el siglo XVIII no había un «manual de orquestación». Los instrumentos tenían, tanto en la orquesta como en la partitura, un papel fijo y convencional, con las excepciones que confirman la regla. Incluso la orquestación de Beethoven seguía esquemas fijos: los oboes bajo las flautas, los clarines bajo los oboes, y los fagots bajo los clarinetes —por no mencionar el papel tradicional de las trompas y trompetas. Pero, ¡cuántas nuevas posibilidades descubrieron Weber y Schubert, viviendo todavía Beethoven! ¡Y qué habría sido de Berlioz sin su forma de orquestar! En 1844 apareció su Traite d'Instrumentation, la biblia de la nueva sonoridad orquestal. Esta nueva relación con el sonido representaba también un nuevo refinamiento del arte y, sin embargo, era a la vez una regresión a la primitiva relación que el hombre había mantenido con la música —una relación con lo misterioso, lo emocionante, lo mágico. Era una unión de lo refinado con lo elemental, una característica de todos los finales de época del desarrollo artístico. Y esta unión, esta fusión de cosas dispares, muestra tal vez con más claridad que ninguna otra cosa la polaridad de los contrastes en la música romántica. La otra característica que tienen en común todos los románticos queda condensada en la palabra «tardío». Aunque el siglo xix pueda haber sido joven en muchos aspectos como, por ejemplo, en la tecnología, gran parte de sus problemas —problemas que no dejan de ejercer una fascinación mágica sobre el historiador— se derivan de la contradicción entre su juventud y su vejez, o su calidad de «tardío». Pues para todas las artes, en general, se trataba de un siglo viejo, y lo era aún más en el campo musical. Heredero de una amplia tradición, al entrar en posesión de su herencia quedó terriblemente desconcertado y confuso. Todos nosotros parecemos tener la impresión de que la época en torno a 1800 representa una frontera o línea divisoria, un momento decisivo que aporta una novedad a la historia de nuestra civilización. Marcó el comienzo de una nueva relación del individuo en general, y del artista en particular, con el todo simbolizado en la Revolución Francesa. Y decimos que la Revolución Francesa es el símbolo, no la causa, porque la conmoción de 1789 fue ciertamente, como - acontecimiento histórico, tan sólo la expresión visible de un cambio que se había venido gestando lentamente a lo largo del siglo XVIII: la emancipación de la personalidad hasta alcanzar la libertad total. Todos han reconocido esta emancipación: JeanJacques Rousseau sufrió persecuciones, pero.no tuvo que responder ante la Inquisición, como le ocurrió a Galileo; Giordano Bruno pereció en la hoguera, pero Voltaire murió como hombre venerado no sólo en su propio país, sino en Europa entera. Este cambio de las actitudes individuales hacia la sociedad es más visible en el ámbito musical; su símbolo aquí es Ludwig van Beethoven, el hijo de la Revolución.

Capítulo 2 El individuo y la sociedad

La función social del compositor Alrededor de 1800 la relación entre el compositor musical y la sociedad experimentó un cambio visible. A partir de la Edad Media —desde los días de los juglares y .trovadores— el músico había ocupado un lugar bien definido dentro de la organización de las instituciones políticas, y resulta especialmente significativo que incluso el errante trovador, quien durante muchas épocas y en muchos países estuvo perseguido y fuera de la ley, mejorara su suerte en el siglo x m , convirtiéndose en miembro de un gremio o de una cofradía que le protegieran, garantizándole la oportunidad de vivir de su profesión y poniéndole en relación con el mundo del hombre de las ciudades, mucho mejor organizado. Hasta finales del siglo XVIII incluso los músicos más inspirados y más1 importantes sabían a quién servían y de quién dependían. La Iglesia era el patrón principal, seguida de los príncipes, los aristócratas, las ciudades y los círculos de patricios. No había una música libre al modo en que un arquitecto erige un edificio para su propia gratificación personal o como protesta contra el estilo predominante. Al igual que en las artes gráficas, también el compositor era libre dentro de las limitaciones del encargo que se le hacía. Cuando Miguel Ángel pintaba el techo y los muros de una capilla nadie le ordenaba ni limitaba su fantasía, pero aun así dibujó sibilas y profetas, escenas bíblicas y el Día del Juicio Final. Y Monteverdi, a quien con toda justicia se le considera uno de los grandes revolucionarios de la historia de la música, al defenderse de los ataques de la crítica tuvo sumo cuidado en dejar bien sentado que sus innovaciones no habían desagradado a su mecenas, el duque de Mantua. Posteriormente, después de abandonar el servicio del duque, se libró muy mucho de ofender el Señorío de Venecia. Cuando —cosa rara— la sociedad ponía exigencias de naturaleza estética, como por ejemplo hizo la Iglesia al «reformar» la música religiosa en el Concilio de Trento, el músico no 19


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

se sentía usurpado en sus derechos, no era rebelde por naturaleza, pues aceptaba ser el servidor de las poderosas instituciones sociales de la época en que le había tocado vivir. Podría decirse que hasta muy entrado el siglo x v m apenas se concebía ningún tipo de música que no fuera utilitaria, Gebrauchsmusik, o ¡ que no sirviera a un propósito inmediato: era música ocasional o música ele encargo en el verdadero sentido de la palabra. El «arte por el arte» no existía, pues incluso el arte aparentemente subjetivo y surgido presumiblemente sólo del impulso creador del músico, cuando se examina con mayor detenimiento, pone de manifiesto su vinculación con la sociedad, su condición de música de encargo. En el siglo xvn la música se consideraba o bien estrictamente como música de iglesia, que no podía separarse de sus conexiones con el culto, o bien como música de «salón», que casi siempre era música de conjuntos. La música en solitario era más bien rara. Además, a principios del siglo xvn se produjeron nuevos fenómenos: la proliferación de los virtuosos, fueran vocales o instrumentales, y el nacimiento de la ópera, que en un principio vino a constituir un ornato suntuoso de los fastos principescos, pero que más tarde, en Venecia, se abrió al gran público. Fue entonces cuando por primera vez nació la idea de un auditorio que apreciara el arte por el arte —un público totalmente distinto al de las congregaciones religiosas para quienes la música era sólo un medio de lograr una más intensa exaltación. Este nuevo auditorio de la ópera todavía era de naturaleza aristocrática y, en la nueva modalidad artística, la aristocracia era quien determinaba los gustos aun cuando, ocasionalmente, hicieran su aparición imitaciones chapuceras y burguesas como las óperas de algunas ciudades alemanas y francesas provincianas. El compositor del siglo XVIII El ejemplo más destacado de compositor cuya obra se ciñe estrechamente a la sociedad en que vivió es el de aquel genio excelso que se llamó Johann Sebastian Bach, el más brillante de todos los compositores poro en ningún modo el más independiente. Escasean, por no decir que son inexistentes, las obras suyas que puedan considerarse «composiciones artísticamente libres»: sus cantatas, sus Pasiones, su Magníficat, todas ellas fueron creadas para su utilización inmediata, y su Gran Misa, demasiado extensa para ser interpretada completa en Dresde, y que para nosotros constituye una revelación muy personal, para él fue sobre todo un testimonio de su extraordinario talento, una prueba de su derecho a detentar el título de Compositor de la Corte, por no mencionar sus preludios corales, sus preludios y fugas para órgano que, hoy día, en transcripciones brillantes, constituyen obras de repertorio en los conciertos, pero que entonces ocupaban un lugar bien determinado dentro de la liturgia; o sus concerti grossi, o las suites orquestales escritas para uso de los collegia música. Es más, erraríamos al considerar las piezas más intimistas de Bach, como es el caso de El Clave bien temperado, o las

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Invenciones a dos y tres voces, como obras de arte «libres», al modo de los Preludios de Chopin. Bach las justificaba, por así decirlo, en razón de su intencionalidad pedagógica, o por su valor de entretenimiento: nada hay más revelador que el subtítulo que acompaña al manuscrito de su Clave bien temperado: «... para uso y práctica de los jóvenes principiantes con deseos de aprender y como un medio especial de pasar el tiempo para aquellos que ya están familiarizados con su estudio». Más aún, Bach compuso todas sus suites y sonatas con la mira puesta en proporcionar un modo de «pasar el tiempo» —incluso en el caso de una de sus grandes obras, las Variaciones Cioldberg, para pasar la noche como entretenimiento para un noble que padecía insomnio. El siglo xvm estuvo muy acertado al considerar El arte de la Fuga como un documento testimonial del talento contrapuntístico de su autor, vale decir, como modelo de uso pedagógico, y sólo al siglo xx corresponde interpretar estas obras como de arte «libre», trasplantándolas a la misma sala de conciertos donde suenan los compases de la Palhctique de Tchaikowsky o Ein Heldenleben de Strauss. El hecho de que, incidentalmente, todas las composiciones de Bach sean obras artísticas, y del arte más exquisito, que sean «eternas», válidas para todas las épocas, como lo son las verdaderas obras de arte, no hace ahora al caso, y también estaba fuera de lugar para el propio Bach, quien las concibió para su propia época, para los nobles a quienes servía, para la comunidad que le empleaba, para Arnstadt, Mühlhausen y Leipzig, y no, por citar unos nombres, para Halle, Magdeburgo o Hamburgo, Y lo que es válido para Bach lo es también para la mayoría de los compositores del siglo XVIII, es decir, para Haydn e incluso para Mozart. Aquél fue director de orquesta de la corte del príncipe Esterházy, a quien estaba obligado a entregar toda su producción musical; y el hecho de que tuviera que vestir el traje de lacayo en los conciertos de Esterház y Eisenstadt constituye algo más que un simple símbolo. Ni que decir tiene que Haydn sentía en su ser más profundo este estado de dependencia, pero no se liberó de él, contentándose con hacerlo lo más llevadero posible. Mozart sí se liberó, pero desde el punto de vista material fracasó en su empeño, ya que logró la independencia a costa de su seguridad. A partir de 1782 fue un «artista libre», sin perjuicio de que en los últimos años de su vida volviera a detentar el título de Compositor de la Corte Imperial. A pesar de todo, Mozart estuvo estrechamente conectado con la sociedad en que vivía, profundamente vinculado a la Viena de 1782-91. Mientras la sociedad le consideró un virtuoso escribió conciertos para piano, y dejó de hacerlo cuando aquélla le olvidó; no compuso óperas para «la eternidad», sino solamente de encargo. En 1785, Antón Klein, funcionario público muy influyente en Mannheim, le pidió que compusiera la música para uno de sus libretos, pero Mozart declinó el encargo en tanto en cuanto la representación de la obra no estuviera asegurada. Todas las partituras de Mozart fueron escritas de encargo o para una ocasión concreta: preciso es señalar que _sólo_d encargo estimulaba sus impulsos íntimos.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

El único gran compositor del siglo x v m que supo hacerse con un público propio fue Jorge Federico Haendel. Durante más de treinta años Haendel compuso óperas, óperas que, obviamente, estaban concebidas para llegar a ese público. El caso es que la ópera parece haber sido la primera institución que llenó la necesidad de un arte libre. Ahora bien, en sus inicios sirvió únicamente al gusto por el esplendor de algunas cortes —los Medici, los Gonzaga, los cardenales romanos, la corte imperial, el rey de Francia, y unos pocos príncipes alemanes, de tal modo que sería totalmente erróneo considerar como ópera popular a la ópera veneciana que en 1687 abrió sus puertas a un público que pagaba por verla, ya, que eran ricos comerciantes quienes la sostenían y dependía además de la ayuda de los aristócratas; el populacho al que se permitía entrar durante el último acto era poco más que un intruso y transcurrió mucho tiempo antes de que la ópera se convirtiera en una institución de la clase media. Gotl anterió : ' , ridad a la década de 1740 el propio Haendel había hecho poco más que proporcionar a la aristocracia inglesa un entretenimiento operístico, empeño en el que, por cierto, fracasó. Después se convirtió en el creador del oratorio —un nuevo tipo de composición que no mantenía ya ningún nexo esencial con los oratorios devotos de Carissimi, ni con los sustitutivos de las óperas que los italianos emplearon durante la época Lent; el oratorio de Haendel estaba totalmente desprovisto de su carácter litúrgico y constituía la apelación a la religiosidad individual, a la conciencia moral de la nación, a la imaginación de una congregación-internacional libre. Merece la pena señalar que la idea del concierto moderno tomó forma en torno al oratorio de Haendel: el Messias fue la primera obra que obtuvo representaciones multitudinarias, la primera que situó grandes masas en el escenario y en el auditorio, primero en Irlanda y en Inglaterra y seguidamente en el norte de Alemania. Fue el oratorio de Haendel el que, por vez primera, halló demasiado reducidas las dimensiones de la sala de conciertos aristocrática y las aulas del collegium musicum académico o municipal. Se construyeron nuevos auditorios, dé carácter más festivo, que vinieron a ser el equivalente profano, diáfano y liberado de las salas oscuras y solemnes de las iglesias. En la iglesia se reunía la congregación de fieles; en el nuevo auditorio para conciertos quien se reunía era el público, la masa de gentes anónimas. Esta revolución •—que eso fue precisamente— se corresponde muy de cerca con las formas de proceder que se iniciaron.en la toma de la Bastilla: nivelación de las clases, abolición de las prerrogativas aristocráticas, progreso de las capas sociales más bajas, aparición del citoyen. El amateur de la música dejó paso al citoyen de los conciertos. Mozart vivió lo suficiente para contemplar esta evolución sin llegar realmente a tomar parte en ella. Sus conciertos para piano constituyen todavía el arte altamente refinado de una sociedad aristocrática, e incluso sus tres q cuatro últimas sinfonías se sitúan justamente entre la música de cámara y el concierto, y no deja de resultar muy significativo que una de ellas, la Sinfonía en Sol menor, renuncie a las trompetas y a los timbales: todavía se trata de música de cámara. Asimismo, Haydn fue un

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músico «libre» únicamente en la última etapa de su vida, a través de su relación con la metrópolis —con Londres y con el espíritu de aquel londinense que se llamó Haendel. No obstante, el auténtico representante y depositario de toda esta revolución fue Beethoven. El concepto que Beethoven tuvo de su arte

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Donde Mozart fracasó, sólo unos pocos años más tarde y en la misma ciudad de Viena triunfó Beethoven, gracias a su carácter intratable y a su personalidad independiente. Para empezar, no se puso ya al servicio de la aristocracia, sino que puso ~a ésta al servicio de él. Un puñado de anécdotas dan fe de la desconsideración con que trataba a sus mecenas —condes, príncipes, archiduques. Resultaba un hecho hasta entonces sin precedentes que un grupo de aristócratas se reunieran para asegurar a un músico —que no les prestaba a cambio ningún servicio;— la libertad para crear, y que dicho músico se atreviera a quejarse cuando la suma se quedaba corta, debido a alguna carestía, sin que aquéllos tuvieran culpa alguna. Por vez primera hizo su aparición un músico libre de ataduras que le coartaran, un músico que adoptaba la postura de la persona que hace frente al mundo y a veces incluso se opone a él; y esta nueva relación se puso de manifiesto tanto en los aspectos más menudos como en los más importantes de su obra, haciéndose patente, por poner un ejemplo, en el grado de dificultad técnica que entrañaba su ejecución. Haydn y Mozart apenas escribieron un compás que excediera la capacidad técnica de su época —en realidad las sonatas para un solo instrumento de Ciernen ti son más «brillantes» que los conciertos para piano de Mozart, y en las ocasiones en que Haydn y Mozart sobrepasaron la capacidad de la época para comprender su música, intentaron ocultarlo. Por otra parte, no fue la sordera, sino la independencia de Beethoven lo que dio lugar a los nuevos problemas técnicos de sus composiciones para piano, de sus cuartetos y sinfonías. Beethoven fue el primer compositor que, en muchas de sus obras, parece haber seguido el principio del «arte por el arte», hallándose aquí un paralelo con la poesía romántica. En 1810, al decir en su Ensayo sobre el gusto que la belleza sólo servía a sí misma, Samuel Taylor Gleridge había ya formulado una opinión contraria a la del siglo xvm, que sólo considei'rata bello lo que era moralmente útil. Las sonatas de Beethoven no son ya composiciones escritas para entretener, para la «sociedad», sino puras obras de arte. Claro está que muy a menudo Beethoven se puso a tono con su época, pero ya no atendía sólo a un público definido o limitado, sino a un público imaginario, no clasificado por estratos sociales ni fronteras nacionales. En la actualidad nos cuesta admitir que las primeras audiciones de la Heroica tuvieran lugar en el palacio del príncipe Lobkowitz ante un pequeño círculo de nobles: no hay una sola sala de conciertos, en ninguna parte del mundo, que parezca suficientemente capaz para una obra como este Opus 55, ni para la Quinta Sinfonía, o la Séptima, o la


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Novena. Beethoven se dirigió a las masas, las conquistó, las transformó y las unificó. Por otra parte, a veces se olvidó por completo de su público. Su música se divide en dos grupos: uno de ellos contiene las obras que él hubiera deseado que se oyeran; entre las sonatas, por ejemplo, las más brillantes: la Sonata en Do mayor, Op. 2, n.° 3, y la Sonata Waldstein; entre los cuartetos, el Op. 59, n.° 3, y el Quartetto Serioso, Op. 95. Pero las últimas sonatas y los últimos cuartetos se vuelven soliloquios a los que sólo se nos permite alcanzar a intuir, pues Beethoven los compuso únicamente para sí mismo y para su Dios, como confesiones de un solitario. 'También en Bach se dan estas confesiones, pero están tan enmascaradas como él mismo por un disfraz pedagógico. Beethoven no precisó ya recurrir a tal excusa. El músico romántico Por esta nueva actitud ante la sociedad y el mundo Beethoven se convirtió en el modelo del movimiento romántico. Un modelo peligroso. Y fué sobre todo la figura de Beethoven la que proporcionó a la era romántica el paradigma para su concepto del «artista». Claro está que no desapareció del todo el «músico» que prestaba a la sociedad un servicio directo: el cantor, el organista de iglesia, el cantante de coro, el director de orquesta de teatro y todos los demás conectados con la ópera, en su mayoría funcionarios estatales, siguieron desempeñando una función oficial. Pero sí se borró el nexo entre la burocracia y lo creativo, o al menos se redujo sensiblemente. En el siglo xix los cantores de la iglesia de Santo Tomás no siguieron componiendo una cantata semanal como antiguamente hiciera J. S. Bach; y los directores de óperas y de conciertos nó siguieron escribiendo sus propias óperas y sinfonías como lo hicieron Haendel, Hasse, Gluck o Haydn; y cuando así ocurría su labor era' calificada, con cierto matiz de desdoro, como la de un «director de banda». Héctor Berlioz fue sencillamente un compositor, y nada más, a menos que, ocasionalmente, también se le considerara como director de sus propias obras y como escritor; y en la vida civil no fue otra cosa más que bibliotecario del Conservatorio. En su juventud, Richard Wagner ocupó el empleo de director de una orquesta teatral, pero a medida que el espíritu creativo se agigantaba en él más y más, así, progresivamente, se iba dedicando a presentar únicamente sus propias obras. Al final de su corta existencia, Robert Schumann era Director de la Orquesta Municipal, pero fue un director muy mediocre. El compositor se iba liberando de día en día de la sociedad, situándose frente a ella, y cuando no acertaba a conquistarla su aislamiento era cada vez mayor. La etapa romántica dio lugar al enfrentamiento entre el «artista» y el «filisteo», tal como Robert Schumann expresó musicalmente en su Carnaval. ¿No fue un «filisteo» el propio Bach, al igual que sus conciudadanos de Leipzig? ¿Alguien cree que Mozart se tuviera a sí mismo

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por un «artista»? Según su propia declaración había compuesto para todo tipo de orejas, ¡excepto para las orejas largas! Por el contrario, el músico^ romántico está orgulloso de sentirse aislado. En los siglos anteriores la 1 idea del genio incomprendido no sólo era desconocida, sino que resultaba I inconcebible: el artista creativo creaba para su propio tiempo y para el E consumo inmediato; de aquí la gran cantidad de música que se compuso..^ en los siglos comprendidos entre 1500 y 1800. Con Beethoven se inició un período en el que las sinfonías, los oratorios, la música de cámara, coral y lírica, de todo tipo, e incluso las óperas, se componían sin que nadie las encargara, para un público imaginario, para el futuro y, si fuera posible, para la «eternidad». La música anterior al siglo xix, aun cuando sea mediocre o vacía, siempre tiene el encanto de su relación con el presente, con la vida social de su época —como ocurría en muchos casos con las sinfonías «semanales» que aparecieron en Londres y París a partir de mediados del xvm, y entre las cuales las sinfonías de Haydn deben diferenciarse únicamente por su calidad, no por sus objetivos inmediatos. El músico romántico, en cambio," consideraba más nobles sus obras más desinteresadas, aquéllas concebidas con mayor sentido de futuro; con frecuencia las componía con más brío , y entusiasmo que si lo hiciera para su propia época. Es significativo que un observador tan agudo como Ludwig Borne escribiera el 30 de octubre de 1830, desde París, lo siguiente sobre los románticos franceses y en especial acerca de Víctor Hugo: «... cuanta mayor sea la insensatez, mejor; pues para los franceses la poesía romántica es buena no por sus principios creativos, sino por sus principios destructivos. Es regocijante contemplar la diligencia con que los románticos aplican la tea a todo lo divirio y lo humano, echándolo todo abajo, y acarrean grandes carretadas repletas de normas, y los Clásicos desaparecen del escenario del conflicto». Lo que era cierto para la poesía, era aún más válido para la música, de suerte que el romanticismo produjo una sucesión de músicos revolucionarios que no eran otra cosa que eso, revolucionarios; y así, el romántico del siglo xix nos ha legado una profusión de obras ambiciosas y desdichadas que se arrumbaban en los archivos cual una llamada eterna y nunca atendida a las generaciones coetáneas y futuras. Incluso el objetivo que subyacía a la música impresa experimentó un cambio entre los siglos xvm y xix. En el siglo xvm las partituras se editaban porque existía una demanda de las mismas; en el xix solían imprimirse usualmente con la única mira de estimular el deseo por ellas. El aislamiento del músico romántico —por así decirlo, su trabajo en medio de un vacío— no se produjo sin un efecto retroactivo en su personalidad y en el carácter de su obra. Con anterioridad a 1800 toda composición —fuera misa, ópera, sinfonía o cuarteto— tenía que ser susceptible de una valoración inmediata; si la desviación de las viejas costumbres, de la tradición, era excesiva, no quedaba exenta de peligros, como más de<un compositor tuvo ocasión de aprender por propia experiencia: Monteverdi, o Gluck, o Haydn. Competir en originalidad era, en todo caso, más


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la excepción que la regla. Las generaciones se sucedían, como suceden los hijos y los nietos a sus antepasados en una familia como Dios manda, y cuando tenían lugar las revoluciones, se sofocaban sin demasiada algarabía, sin proferir un grito altisonante. Por el contrario, los románticos plantaron cara a la tradición; no sólo dejaron de evitar la originalidad, sino que la persiguieron, y cuanto más libre de ideas preconcebidas estuviera una obra, tanto mayor era la estimación que despertaba. La música romántica, la música del siglo xrx, aparece repleta de una sucesión de personalidades de lo más variadas, con una serie de perfiles mucho más acusados y diferenciados que en los siglos precedentes, y resulta una tarea muy difícil trazar con nitidez la trayectoria de su evolución. La idea nacionalista Constituye una de esas extrañas tensiones entre los polos positivo y negativo, tan significativas de la época romántica, el hecho de que, paralela a la emancipación del artista creativo y a su aislamiento de la sociedad, se estableciera simultáneamente, en todas las facetas de la vida diaria, una conexión más estrecha con la idea nacionalista. No es preciso decir, claro está, que incluso con anterioridad a 1800 la evolución histórica de la música había discurrido dentro de las corrientes nacionales, corrientes que en cierta medida dimanaban de un cauce común. Hay siglos en los que cabe hablar de un arte universal en lo que a la música se refiere, por ejemplo en el siglo xv con su arte polifónico que suele denominarse borgoñón. Ha habido, también, una serie de compositores internacionales y supranacionales tan difíciles de clasificar que sólo pueden definirse de manera fiable de acuerdo con su estilo musical. Así, Rore y Lassus fueron italian o s , aunque italianos de origen holandés. Girolamo Frescobaldi resulta ser un compositor seminórdico. En cuanto a Haendel, ¿a qué nación habría que adscribirle? ¿A Alemania, que lo viera nacer? ¿A Italia, donde se formó su estilo? ¿O a Inglaterra, sin la cual su arte no hubiera alcanzado su propia medida? ¿Por dónde empezar la clasificación de Gluck, quien presumiblemente procedía del Alto Palatinado, pero que fue un compositor de óperas a caballo entre lo francés y lo italiano, o, dicho más precisamente, un compositor de óperas individualista, que no perteneció ni a Francia, ni a Italia, y menos que nada a Alemania, un cosmopolita en el dominio de la ópera? ¿Dónde situar a Haydn, a quien algunos le aclamaron como compositor croata y otros como un «alemán de pura casta»? ¿Cómo identificar a Mozart, que fue demasiado universal y demasiado mozartiano para ser enteramente alemán, o italiano, o salzburgués, o vienes? Tampoco se puede encasillar a Beethoven dentro de unos límites muy definidos. No sólo fue un ciudadano universal de la sinfonía, sino un compositor cosmopolita de la música en general, y no tiene la menor importancia que algún escritor haga hincapié en su origen flamenco por parte de padre, mientras que otro destaque que su madre descendía de Bonn.

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Con anterioridad a 1800, sólo los músicos cuya importancia no alcanzaba las encumbradas cimas de la genialidad se sintieron tentados por la idea nacionalista. En Francia, los rasgos inequívocamente «franceses» se daban en los artesanos de tono menor que compusieron para clavicordio y cuyos trabajos culminaron en las obras de Francois Couperin «Le Grana». En Italia se encuentran rasgos «italianos» característicos en Pergolesi y en Domenico Scarlatti. ^ ¡ Durante la época romántica el perfil nacionalista se hizo más acusado. Admitiendo que Weber no fue «el más germano» de todos los compositores (calificativo que Wagner le aplicó encomiásticamente), lo cierto es que su Freischutz y sus coros patrióticos masculinos se relacionaban muy estrechamente con los temas nacionalistas. De una forma muy especial, Rossini fue más italiano que Paisiello o Cimarosa, mientras que Berlioz mostró de una manera más patente que sus antecesores el gusto por lo descriptivo que tan característico es a la música francesa; y Wagner, que por su influencia es el más internacional de todos los compositores, llegó hasta el matiz chauvinista, por mor del énfasis que puso en lo teutónico. Nada tiene de extraordinario que durante todo el xix el romanticismo apelara sucesivamente a la música nacional de todos los países, desde el más diminuto al más poderoso —Rusia, Bohemia (los checos), Hungría, Polonia, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia—, hasta que el movimiento, llevado a sus últimas consecuencias, o bien se devoró a sí mismo, o bien, espontáneamente, se transformó en provincianismo o en abstración.


Capítulo 3 La música, centro de ias artes

Tendencia hacia la fusión de las artes El inicio de la era romántica tuvo lugar durante el período del imperio napoleónico, y esta extraña coincidencia de contrastes constituye un ejemplo más de la tensión romántica entre polos opuestos. El rococó, época estilística del siglo XVIII inmediatamente anterior al Imperio, fue el eco último y trémulo de la grandeza del barroco, totalmente dependiente del gusto más exquisito, de la elegancia suprema, de un marco escogido dentro del cual cierta reminiscencia de la antigüedad armonizaba muy bien con las influencias del lejano oriente y en especial de China. Por el contrario, el Imperio desterró todo lo oriental, todo lo artificial, concentrándose en una antigüedad maciza y monumental que magnificó hasta adquirir proporciones gigantescas —un tipo de clasicismo que nos legó algunos de sus ejemplos más exagerados en ciertas estatuas de Canova. Desde el punto de vista artístico supuso la asfixia, el agotamiento, la racionalización del rococó. Tenía que desembarazarse de sus excesos y encontró su polo opuesto en la música. El siglo XVIII había intentado mantener las artes separadas entre sí. Cierto que Lessing, uno de los hombres más preclaros de su tiempo, no se inclinó muy favorablemente hacia el racionalismo, antes bien se opuso a la tragedia francesa «clásica», con sus tres famosas unidades, y manifestó un especial desagrado hacia Voltaire, mientras admiraba la «ausencia de reglas» en Shakespeare. Su gusto por lo no convencional hizo posible que en los polvorientos salones de la literatura germana penetrara una ráfaga de aire fresco. No obstante, en el Laocoonte, su ensayo más significativo sobre el arte, abogó por una diferenciación estricta entre lo pictórico y lo poético, estableciendo entre ambas áreas los límites perfectamente definidos de lo que era representable en cada uno de ellos. De haber vivido más tiempo (murió en 1781), se hubiera resistido apasionadamente a la invasión de lo «musical» en la poesía y en la pintura, aduciendo que 29


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se trataba de un elemento misterioso, perturbador e incontrolable. Una vez más habría insistido en señalar la diferenciación precisa entre dichas artes y, sin más contemplaciones, habría puesto a la música en su lugar. Pero para los románticos todas las artes se fundían en una sola. Esta tendencia era tan imperiosa que ni siquiera se resistieron a ella algunas de las personalidades más destacadas nacidas y educadas en el ambiente diáfano del siglo xvni. En su Bráut von Messina (1803), Schiller volvió a introducir el coro griego con la intención expresa de conseguir que la tragedia pudiera «liberarse en cierto modo de los límites de la realidad», tal y como a él le parecía que la ópera lo había logrado. Tanto Schiller como Goethe veían con un deje de envidia la naturaleza y el desarrollo de la ópera. El Don Giovanni de Mozart causó en Schiller una profunda impresión y La Flauta Mágica impresionó hondamente a Goethe —hasta . el punto de intentar una continuación, una segunda parte. No deja de ser significativo que este período produjera de inmediato el fondo musical para las obras más tardías de Shakespeare, y en especial para La Tempestad, que tantas cosas tenía en común con La Flauta Mágica. Más \V de una vez fue adaptada La Tempestad como ópera —por ejemplo, en 1798 lo hizo Johann Rudolf Zumsteeg, en el sur de Alemania, y en el mismo año Johann Friedrich Reichardt, alemán del norte. ¿Qué otra cosa es la segunda parte del Fausto de Goethe sino la réplica literaria de una «ópera mágica», casi podría decirse de una «gran ópera»? En todo caso es imposible pensar en la segunda parte del Fausto, ni representarla, sin música.

La música y la palabra Si los grandes «clásicos» de la literatura germana fueron incapaces de resistirse a las tendencias musicales románticas, los auténticos románticos # contemplaron la música como la causa primera, como la matriz misma de donde nacían todas las artes y a la que todas retornaban otra vez. No hubo un solo poeta romántico que no considerara inadecuado su propio medio de expresión artística, es decir, el lenguaje. «¡Oh amantes!», se lamentaba Ludwig Tieck, uno de los padres fundadores del romanticismo, «cuando confiéis un sentimiento a las palabras no os olvidéis de preguntaros: ¿hay algo, después de todo, que pueda decirse con palabras?» La música, esa fuerza misteriosa que penetra hasta lo más profundo, que hace estallar cualquier forma, parecía la única capaz de formular la afirmación última, la más directa. Bettina Brentano, la pequeña y excéntrica amiga de Goethe y de Beethoven, proclamaba la ineptitud del lenguaje, incapaz a su parecer de dar forma poética a nada, y aseguraba: «Bien sé que la forma es el cuerpo bello e inolvidable de la poesía, en el cual es engendrada por obra del espíritu humano; pero, entonces, ¿no tendría que haber, además, una revelación intuitiva de la poesía que penetrara en los seres vivos de un modo más hondo, más emocionante y más directo, sin límites formales fijos?» ¡Toda una concepción de la naturaleza poéti6

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ca! Resulta sorprendente que Bettina no añadiera a renglón seguido: «¡Esta revelación intuitiva, sin límites formales fijos, es la música!» Pero no era Bettina la única en exigir que el arte poético tuviera un efecto fisiológico. Virtualmente hubo una inmersión generalizada de todos los románticos en las profundidades de la música, aparentemente indefendidas¿í'/^ y avasalladoras. No sólo en Alemania, sino también en Inglaterra y Francia los poetas románticos se esforzaron en crear una nueva música verbal —en el mejor de los casos, por fortalecer el latido musical que anima a todo lo que es auténticamente lírico; en el peor, por sentirse satisfechos con el sonido preciso de las palabras, con el juego de vocales y consonantes. Cuanto ""*. más «musical» fuera un poema, tanto más segura parecía su incursión J en las regiones vírgenes o inexplotadas del sentimiento. Se desvanecían J ~ las fronteras, no sólo entre la música y la poesía, sino también entre la \ música y la pintura: Philipp Otto Runge, cuyas descripciones simbólicas deleitaron a los románticos, escribió un diálogo sobre la similitud entre los tonos y los colores; y en cuanto a William Blake, ¿cómo deberíamos . catalogarlo, en última instancia?, ¿como un profeta bíblico, como un pintor, un poeta, un músico? En cualquier caso, fue un romántico. De manera que no deberíamos sorprendernos de que E. T. A. Hoffmann —de quien enseguida nos ocuparemos con más detalle—, en su crítica a la Sinfonía en Do menor, de Beethoven, exponga este punto de vista de una manera definitiva: «La música es la más romántica de todas las artes; de hecho, casi cabría decir que es la única puramente romántica.» A este respecto, difícilmente puede trazarse un contraste más nítido con el siglo xvni, ni marcarse de forma más diferenciada la metamorfosis que se produjo en cuanto al significado de la música, que llegó a convertirse en un medio a cuyo través lo inefable se hacía sensorialmente palpable y mediante el cual podía crearse lo misterioso, lo mágico y lo excitante.. Para el gran filósofo del siglo xvni Emmanuel Kant, la «naturaleza» había sido algo de carácter hostil, cuyo sometimiento constituía una de las tareas de la ética. Juntamente con sus predecesores ingleses y la ma- _ yoría de sus coetáneos, Kant alimentó una desconfianza de tipo racionalista hacia lo misterioso, lo subconsciente, lo impulsivo. Incluso la música tenía que ser clara, formal, ordenada, contenida. Pero los románticos empezaron a respetar al inconsciente, a relajar la forma, a aflojar las riendas. Y alabaron a Beethoven porque les parecía que había hecho pedazos la forma pura —uno de sus conceptos más erróneos, una de sus falsas interpretaciones más notorias—, y porque creyeron que les había abierto las puertas de parcelas desconocidas e incluso incontrolables del sentimiento y de la estimulación mental. Reverenciaron a Beethoven por una razón más: la de ser un compositor instrumental verdaderamente grande y enjundioso. El caso es que la parcela instrumental beethoveniana fue muy posterior en creatividad a su parcela vocal; y al igual que los románticos consideraban la música como el centro, el meollo, la venera de todas las artes, así también veían en la composición puramente instrumental el núcleo de toda la música.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

debido precisamente a su naturaleza aparentemente indefinida y ambigua. Lo que ocurrió exactamente es demasiado característico y merece un tratamiento más detallado en el capítulo siguiente. Ahora bien —y otra vez están presentes los dos polos opuestos—, el romanticismo sintió simultáneamente la necesidad de dotar a la música con una nueva posibilidad de hacerla comprensible mediante una nueva convergencia y fusión con la poesía: es decir, mediante la música programática. No obstante, es preciso señalar que tal amalgama iba a producirse por un camino nuevo y distinto. Siempre, en todas las épocas de la historia, ha habido música programática, desde el 'Nomos para aulos, de Sakadas, en el año 586 antes de JC, que describe el combate de Apolo con un dragón, a las sonatas bíblicas de Kuhnau y la Sinfonía de la Batalla de Beethoven. Pero la música programática romántica tenía poco en común con su antecesora inmediata que, totalmente infantil en su intento de representación pictórica, con frecuencia consistía sólo en un título gracioso, como es el caso de Francois Couperin o Jean-Philippe Rameau, la mayoría de cuyas composiciones apenas ofrecen relación alguna entre el título y el «contenido». Una música que se contentaba con utilizar sus claves partiendo de las asociaciones más inmediatas con lo audible: el fragor de la batalla, el canto del pájaro, el tañido de las campanas, los ecos de la tormenta o los sones pastoriles. Incluso cuando Kuhnau describe episodios del Antiguo Testamento, o cuando Vivaldi trata de representar sinfónicamente las cuatro estaciones, o Dittersdorf compone verdaderas sinfonías sobre las Metamorfosis de Ovidio, todos ellos siguen conservando los límites de la forma, ajustándose al marco de la sonata, el concertó grosso, o la sinfonía; y —lo que es más importante— se dirigen al juicio sereno y racional de su auditorio. Utilizando una expresión del siglo xvm: «prevalece el intelecto y el raciocinio». Y también en este aspecto Beethoven dio a las cosas un nuevo sentido. En su sinfonía Pastoral y en su sonata Los adioses apelaba más a los sentimientos del oyente —así sucede en toda su Sonata y casi enteramente en su Sinfonía, a pesar de subsistir algunos vestigios de pinceladas infantiles y ciertos rasgos de un nuevo impresionismo. Esta combinación de elementos se convirtió en la pauta de la música programática, excepto en lo que se refiere a la adición de un nuevo ingrediente: el estímulo procedente de la literatura. Por así decirlo, el compositor romántico no era ya su propio poeta, sino que buscaba en su hermana la poesía el acicate para componer: por ejemplo, Berlioz en los novelones románticos de Victor Hugo, en las escenas coloristas del Weltscbmerz de Lord Byron, en las novelas de Walter Scott, en los dramas de Shakespeare. Más aun, Liszt se sirvió no sólo de los literatos —Victor Hugo, Lamartine, Schiller, Goethe, Dante, Tasso, Shakespeare—, sino también de la pintura en la persona de uno de sus peores representantes: Wilhelm Kaulbach. Bien es verdad que en este caso fue posible utilizar a Kaulbach como fuente de sugerencias, ya que también él pintaba «ideas». Liszt fue incluso de la opinión de que

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con el poema sinfónico podía conseguirse entre la poesía y la música una unión más íntima que con la canción, el oratorio o la ópera. Desde tiempo inmemorial la palabra cantada ha dado lugar o ha desarrollado una conexión entre la música y las obras literarias o cuasi-literarias. Ahora bien, en la presente tentativa se busca entre las dos una fusión que promete ser más íntima que todo lo conseguido hasta este momento. Cada vez en mayor número las obras maestras de la música absorben a las obras maestras de la literatura/Después de todo lo que se ha dicho y después del desarrollo que ha experimentado la música en la ' era moderna, nos hacemos la siguiente pregunta: ¿Cabe la posibilidad de que esta fusión —que inequívocamente ha brotado a partir de una manera de sentir más i moderna y de la conexión entre la música y la poesía— pueda ser perjudicial? ¿En 1 qué sentido la música, que tan indisolublemente unida estuvo a las tragedias de I Sófocles y a las odas de Píndaro, duda ante el pensamiento de fundirse —de modo \ distinto pero todavía más ajustado-^- con las obras literarias de inspiración póstclásica, pe identificarse con nombre tales como Dante o Shakespeare? '.

Sea cual sea la validez de estas afirmaciones categóricas y de estas preguntas retóricas, todas ellas son características de la tendencia que algunos románticos sentían de suprimir las fronteras entre la música y la poesía. Ahora bien, en las sinfonías programáticas y en los «poemas sinfónicos» (¡qué título tan característico!) la música asumía una posición que no estaba precisamente al servicio de la poesía, sino al contrario: se creía que al intentar representar de forma más directa, sensual y llamativa lo que aparentemente constituía la esencia del poema o de la pintura, la música les hacía un favor. Lo que sucedió fue una cuestión muy complicada, a la vez que egoísta y altruista. Pero aun cuando fuera un acto egoísta, concebido para favorecer los principales intereses de la música, no dejó de ser algo realizado de buena fe. En cualquier caso suponía una mezcla de los elementos literarios y musicales impensable en el siglo xvm y típicamente romántica. Una vez más, en la nueva música programática, los románticos mostraron claramente que, para ellos, los límites entre las artes se difuminaban, pero que dentro de las combinaciones resultantes de esta extraña alquimia, la música constituía siempre el elemento más fuerte, el centro expresivo. También en la ópera romántica se produjo una mezcla similar y los componentes musicales experimentaron un cambio de naturaleza casi química. Cierto que la preponderancia de la música sobre el drama había quedado ya establecida desde hacía casi dos siglos en la ópera italiana, y si bien ocasionalmente fue tema de cierta controversia, más bien aparente —por ejemplo, en Gluck—, para aquel entonces su hegemonía no se ponía en duda ni por un momento. La acción dramática, el libreto de la ópera italiana, no había hecho el menor intento por romper los vínculos de su servidumbre:. de sobra sabía que el texto de una ópera dependía enteramente de la calidad y el logro del compositor, y de sus intérpretes. Tampoco la ópera romántica, aun sintiéndose opuesta a su rival la ópera Gesammelte Schriften (Leipzig, 1882), IV, P. 58 f.


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italiana, introdujo ningún cambio en esta relación, y ello fue así porque la ópera romántica comprendía y reconocía, asimismo, la pujanza abrumadora, la fuerza superior de la música en el complicado entramado de una ópera. De modo que la petición de Wagner en el sentido de que, en la ópera, la acción dramática debería prevalecer sobre la música, y de que ésta debería constituir el principio femenino, mientras que aquélla sería el elemento masculino, en nada vino a cambiar la situación. El efecto que produce la obra de Wagner viene a desmentir su teoría, ya que precisamente él puso todo el énfasis en la música; la única diferencia consiste en que en el drama musical wagneriano ya no era sólo el cantante quien asumía el peso de la expresión, sino toda la orquesta reavivada sinfónicamente. La nueva versatilidad del artista El abatimiento de las fronteras entre las distintas artes, en especial entre la música y la poesía, se corresponde con la repentina aparición de un talento doble entre los artistas románticos. Se trataba de un fenómeno nuevo. Cierto que Guillaume de Machaut, la figura literaria más importante de la Francia del siglo xiv, había sido poeta y músico a la vez; y entre los músicos del siglo xvi había muchos que, como Girolamo Parabosco y Thomas Campion; escribieron sus propios textos. Johann Kuhnau ideó una novela satírica, y Grétry redactó sus memorias. Bach demostró aptitud para el dibujo —don que dominó en exclusiva uno de sus nietos. Jean-Jacques Rousseau fue un gran escritor además de un buen conocedor de la música. Docenas de músicos fueron teóricos o críticos de su arte: Zarlino, Morley, Marcello, Rameau, Gluck. Pero hacia 1800 llegó un momento en que los músicos empezaron a dudar sobre la carrera a seguir. Weber fue el primer ejemplo de la nueva versatilidad, aun cuando —era todavía niño en el siglo x v m — nunca se apartó enteramente de su condición de músico. Hizo sus incursiones en el campo de la novela con el título característico de «Vida de un artista musical» (Tonkünstlers Leben), ya que el músico a secas del siglo xvm se convirtió en un «artista musical» en la época romántica. Weber fue un hombre de letras y un publicista, en el sentido que se daba a este término en el siglo xix: él fue el primer músico en tener a su disposición todo el equipo cultural de su tiempo, y de una forma muy distinta a Beethoven, que, aunque en alguna ocasión se autocalificara como «poeta de los sonidos», todavía sentía que era ante todo un músico de arriba abajo; y también de una forma bien distinta a Schubert, cuya naturaleza era incompatible con el periodismo. Los peligros que este doble talento encerraba para sus poseedores se pusieron de manifiesto en Schumann, quien —al ser hijo de un librero— había nacido, por así decirlo, bajo la estrella literaria, y hubo de pasar largos períodos de tensión y forcejeos, tanto internos como externos, antes de convencerse interiormente de su vocación musical. Schumann no había

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tenido el tipo de aprendizaje que, hasta 1800, era habitual entre los músicos; y fue precisamente la violencia, el esfuerzo convulsivo con que llegó a dominar la técnica, lo que deslució su música más tardía y quebró prematuramente la vivacidad de su espíritu, JTambién Berlioz llegó a la música demasiado tarde; ahora bien, de haber vivido cien años antes, probablemente no hubiera desistido de la carrera de médico, ya comenzada. Sin duda alguna para él, su doble talento de músico y escritor fue una gran suerte desde el punto de vista económico. Cabría decir que fue un músico profeso, pero que su profesión era la de crítico, de amante de las bellas letras, de escritor de ficciones, ¡pues qué otra cosa son sus memorias, sino una novela autobiográfica! El tipo perfecto de «músico cultivado» del siglo xix lo representa Franz Liszt, que fue un ensayista, un filósofo de los salones, que en sus ensayos sobre la música y los músicos expuso sus opiniones sobre todos los temas imaginables, sobre todos menos el tema en cuestión. Así, por ejemplo, en su Fréderic Chopin, el lector aprende muy poco acerca de la música y la obra de Chopin, pero mucho sobre Polonia. Uno de los ejemplos más destacados del doble talento de los románticos y que constituye, al mismo tiempo, el del precursor de la era romántica se refiere a Ernst Theodor Amadeus Hoffmann, más o menos coetáneo de Beethoven —era seis años más joven,que Beethoven y murió cinco años antes. Hoffmann no vivió para escuchar las últimas y «más románticas» composiciones de su genial contemporáneo y, no obstante, fue ya el causante del equívoco de la visión romántica con la que el siglo xix contempló a Beethoven. ¿Qué fue Hoffmann? ¿Un hombre de letras? ¿Un músico? ¿Un funcionario del gobierno? Lo cierto es que fue realmente un funcionario, un consejero activo del tribunal supremo de Prusia, que no causó a sus superiores motivos excesivos de queja. ¿Fue un pintor? Cuando menos, destacó en la ejecución de caricaturas. Más allá del antagonismo entre la actividad de funcionario y la de artista consiguió un efecto de verdad insólito con sus historias: el choque de lo cotidiano con lo fantástico, todo lo que de horripilante tiene el lugar común, la calidad espectral del aburrimiento. En su música también se insinúa la tensión. Hoffmann que, en términos generales es un mozartiano para quien la música representaba el relajamiento de todas las tensiones, se dio cuenta de la insensatez del contrapunto —del tardío contrapunto posterior a Bach, que ya no tenía vigencia alguna. El núcleo de sus múltiples dotes fue sin duda literario, pero tuvo dificultad para armonizar todos sus talentos. En su naturaleza la disonancia estuvo siempre latente. Más afortunado fue Richard Wagner, sucesor de Hoffmann, ya que las múltiples facetas de sus dotes de nacimiento encontraron finalmente su centro de gravedad —tarde, pero todavía a tiempo— en la música, o para expresarlo con más precisión, en la ópera. Ahora bien, nada le define de forma más característica como la decisión que tomó, un buen día, de «ser músico». Traten de imaginar una declaración semejante en boca de Bach, Haydn, Mozart, Beethoven o Schubert. Todos ellos no tuvieron más elección posible que la de ser músicos.


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En «Una comunicación para mis amigos» (¡Eme Mitteilling an meine Freunde, 1851), se refiere al desasosegado curso de su evolución y al inestable entorno que rodeó a toda posible impresión artística: Más que ninguna otra cosa, mi propio celo por la imitación me arrojó a la composición poética y musical, tal vez debido a que mi padrastro, un retratista, murió muy pronto, de modo que el componente pictórico desapareció de mis modelos más inmediatos; de no haber sido así, quizá también hubiera empezado a pintar, si bien debo confesar que, según yo recuerdo, el aprendizaje de la técnica del dibujo no me agradaba en absoluto. Escribí obras de teatro, y cuando empecé a familiarizarme con las sinfonías de Beethoven —lo cual no sucedió hasta que tuve quince años— me incline finalmente hacia la música, y también de una manera apasionada. Mi estudio de i a música nunca estuvo totalmente exento de la necesidad imitativa de tipo poético, pero sí se subordinó a lo musical, si bien sólo incidentalmente compuse pensando exclusivamente en ello... Maravilla el hecho de que Wagner no se convirtiese en un dilettante, o mejor aún, que no continuara siendo el polifacético dilettante que en un principio apuntaba, y sólo se explica por sus tremendas dotes intelectuales y su poderosa energía. En su juventud, Wagner expuso una sonata para piano y una sinfonía de un estilo tan de aficionado y tan faltas de originalidad que no es posible escucharlas sin cierto sonrojo. También escribió cuentos atractivos a la manera de E.T.A. Hoffmann. Primero compuso una ópera «romántica» al estilo de Weber o Marschner, y después una ópera cómica al estilo francés, similares a las de Hérold o Auber, con ciertos ingredientes italianos. Finalmente, en Rienzi se convirtió en un imitador de la «gran ópera» parisina, aunque con mejor gusto. Pasó mucho tiempo encontrándose a sí mismo y se sucedieron diversas fases hasta que sus dotes maduraron. En un principio fue el poeta —-o mejor sería decir, el dramaturgo consciente de su objetivo— y, una vez más, se sucedió un período prolongado antes de que, en su Lohengrin, el músico se impusiera al dramaturgo. Pero durante toda su vida, Wagner siempre pensó que no sólo era un poeta-músico, sino mucho más que eso: un crítico de la cultura, un filósofo, un estadista o, más aún, un «redentor a través del arte». Sólo después de haber transcurrido la época en que los hombres se sintieron transportados por los logros de Wagner, ha sido posible expresar la idea de que en estos aspectos particulares, y durante toda su vida, continuó siendo un dilettante. ¡Gran contraste el suyo con la universalidad de Goethe que se aseguraba mediante la investigación más rigurosa y la limitación más cauta! Pero es característico de la época romántica que en ella tuviera cabida incluso el elemento dilettante.

Trasfondo social del compositor romántico Constituye un signo puramente externo el hecho de que los músicos .románticos procedieran de un estrato civil o social distintos a los de la

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mayoría de sus predecesores de los siglos xvn y xvm. Haendel que fue hijo de un cirujano, Schütz, hijo de un mesonero, Gluck, de un guardabosques y Haydn, de un carretero, constituyen tan sólo excepciones: por regla general, los grandes músicos eran hijos de músicos y, a veces, eran el último miembro de generaciones enteras de músicos. Bach no sólo fue el último descendiente de una de estas familias, sino padre a su vez de tres exponentes importantes de la profesión musical: Wilhelm Friedemann, Cari Philipp Emmanuel y Johann Christian. Beethoven era nieto e hijo de músicos; Wolfgang Amadeus, hijo del vicemaestro de capilla Leopoldo Mozart. A este respecto, también Schubert y Weber ocuparon una posición intermedia y de transición: Weber fue hijo de un aventurero a quien su pasión por el teatro le llevó a la carrera de empresario teatral; toda la familia de Weber, que tan importante papel desempeñó en la vida de Mozart, compartía estos lazos teatrales y musicales. Schubert era hijo de un maestro de escuela vienes, y casi puede decirse que era hijo de un músico, pues en la vida de un maestro de escuela austríaco la música representaba un papel importante y decisivo. Esta situación cambió con el advenimiento de la época romántica. El padre de Berlioz, como el de Louis Spohr, era médico, hombre muy instruido y de gran cultura filosófica, y precisamente por ello desanimó a su hijo cuanto le fue posible de seguir su natural inclinación ppr la música. Por el contrario, Mendelssohn, perteneciente al círculo judío culto e ilustrado de Berlín, no encontró este tipo de prejuicios en su familia; en este caso una buena dosis de libertad y el suficiente desahogo económico permitieron que las grandes dotes musicales de Mendelssohn se desenvolvieran sin obstáculos. Y tal vez hubiera sido muy oportuno que en el caso de Félix Mendelssohn se hubieran presentado obstáculos que vencer, y lo mismo es aplicable a Meyerbeer, que hubiera podido experimentar en todos los estilos posibles y esperado hasta que sus obras alcanzaran éxito. Ya hemos señalado que Schumann fue, por decirlo de algún modo, la criatura de una biblioteca, lo mismo que, jocosamente, podría decirse de Rembrandt, aquel hijo de molinero, cuyos cuadros contenían tanta penumbra, que fue hijo de un molino. Schumann estaba destinado a ser abogado y también hubiera podido llegar a ser escritor. En una carta famosa, dirigida a su madre (30 de julio 1830), cuando tenía veintiún años, Schumann insistía: «... en este momento me encuentro en una encrucijada», y le instaba a tomar una decisión sobre el camino que él debería seguir. Chopin procedía de un hogar donde la cultura se ejercía profesionalmente, aun cuando su propia educación fuera un tanto deshilvanada e imperfecta. Adam Liszt, padre de Franz Listz, era funcionario del palacio del Príncipe Esterházy. El caso de Richard Wagner es ciertamente curioso. Aun admitiendo que no fuera hijo natural de su padrastro, el actor y pintor Ludwig Geyer (es presumible que sí fuera su hijo), en la familia de Wagner la inclinación hacia el teatro era tan endémica como lo fue en la familia de Weber, aun cuando su madre pertenecía a la respetable clase media. Sus hermanas Rosalie, Luise, Clara, y su hermano Albert, abrieron al


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joven Richard el camino de la escena. Pero el encauzamiento de su intelecto le vino a través de su tío Adolph Wagner, hombre culto e instruido perteneciente a la clase media, si bien fue un auténtico librepensador. Sin la herencia de Geyer tal vez Richard Wagner hubiera sido un hombre de letras; sin la influencia de Adolph Wagner tal vez hubiera llegado a ser compositor teatral y director de orquesta teatral, sin más obras en su haber que unas pocas al estilo de Die Feen o Das Liebesverbot. Pero fue algo muy distinto y mucho más grande que un simple músico. Por lo demás, sólo es preciso recordar los nombres de los románticos franceses —Félicien David, Gounod, Saint-Saéns— para comprobar los lazos estrechos que les unían al salón, es decir, a la cultura estética y literaria de la clase media. Y si bien César Franck fue hijo de un banquero, también descendía de una sucesión generacional de pintores: en él el talento artístico simplemente se había transferido a otro terreno. No necesitamos multiplicar los ejemplos. Antes de 1800 la norma era que los músicos descendieran de músicos; en la época romántica la regla general fue que provinieran de la dase media ilustrada. Más aún, la aristocracia ya no desempeñaba un papel importante. En los siglos xvi, x v n y x v í n abundaron en Europa los músicos aristócratas, entre los que se contaban duques, príncipes y emperadores. En el siglo xix, y de una manera particular, la alta aristocracia alemana de reyes, archiduques y príncipes aún conservaba el patronazgo de la música — o para ser más preciso, de la época—, pero sólo como una cuestión mayormente externa, por herencia y deber: el cultivo de la música vino a ser incumbencia de la clase media.

La conciencia literaria de los románticos La transición de la etapa «artesana» a la etapa «culta» del aprendizaje musical se manifiesta por el hecho de que todos los representantes de esta última eran escritores. Aunque no fueran precisamente profesionales como Weber, Berlioz, Schumann, Wagner y Listz, eran cuando menos unos excelentes epistológrafos, con la única excepción de Antón Brückner, que, en muchos aspectos, constituye un anacronismo y quizás debería haberle correspondido ser coetáneo de Haydn. Hasta Mozart y Beethoven cuentan con un considerable número de cartas maravillosas —en el caso de Mozart, las cartas más bellas que jamás músico alguno haya escrito. Pero todas estas cartas, y sólo Dios sabe por qué, no son estrictamente «literarias», mientras que las epístolas de los románticos sí lo son, aun tratándose de las encantadoras cartas, sin afectación alguna, que Chopin enviara a sus amigos y familia. En especial Wagner no redactó una sola línea sin ser plenamente consciente de su valor biográfico —es decir, pensando en la posteridad. Razón por la cual dichas cartas rara vez son sinceras y muy a menudo contradictorias con su autobiografía (Mein Leben). Brahms, que también sabía que algún

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día sus cartas servirían como fuente biográfica, era un corresponsal muy reacio, al igual que Verdi, compositor honrado, sencillo y sincero que, en cierta ocasión, reaccionó molesto y apasionadamente contra la publicación de unos documentos tan íntimos como lo son las cartas. En sus seis artículos «sobre la posición de los artistas» (Zar Stelluno dcr Künstler), escritos en 1835 2, Franz Liszt intentó formular un programa articulado sobre la nueva relación entre el músico y la sociedad. Según él mismo recalca, dichos artículos son el resultado «de una gran síntesis religiosa y filosófica», cuyo modelo se toma de los escritos del conde Claude-Henri Saint-Simón: el sistema de un nuevo movimiento social, el sansimonismo, en el cual el artista asumía la posición más elevada, pues a él le había sido confiada la educación moral de la sociedad. Liszt preguntaba: ¿Cómo ha sido posible que la música y los músicos hayan perdido toda la autoridad y conciencia de su misión, cuando gracias al esfuerzo y autosacrificio increíbles de ellos el arte tonal ha evolucionado tanto? ¿Cómo ha podido llegar a suceder que la posición social de los artistas se haya soterrado, hasta alcanzar la insignificancia total, cuando han creado con dolor esa multitud de maravillas y obras maestras a las que han dedicado sus vidas? Y finalmente, ¿cómo ha ocurrido que tantos hombres grandes no hayan erradicado, por la fuerza, esa broma pesada de una degradación tan deplorable: Y, ¿qué desgracias han tenido que pasar para que los que fueron primeros se hayan convertido en los últimos? No hay ninguna duda de que en estas frases y preguntas se establece todo un concepto romántico del músico. En su pensamiento estaban presentes un Mozart o un Beethoven romantizados, pues acerca de Bach difícilmente podía asegurarse que «diera vida a sus obras con dolor». Al final, Liszt, profundamente disgustado sobre todo por la- situación de la música francesa, exhortaba a todos los músicos, «a todos los que posean un sentimiento artístico amplio y profundo», a perseguir el fin de «formar una asociación de amistad pura, una hermandad, a formar una agrupación mundial cuya tarea sería: 1) Crear, estimular y ejemplificar una acción ambiciosa y un desarrollo ilimitado de la música. 2) Elevar y ennoblecer la situación de los artistas mediante la abolición de los abusos e injusticias a que han de hacer frente y tomar las medidas necesarias para preservar su dignidad.» Se trataba de un orden de cosas nuevo, en el cual el artista, y en especial el compositor, ejerciera un poder más o menos sacerdotal. Los músicos simplemente músicos ya habían pasado: ahora eran únicamente artistas al servicio del ideal romántico. Y Liszt continuaba: «Creemos tan firmemente en el arte como creemos en Dios y en el Hombre, los cuales, ambos, encuentran en aquél un medio y un tipo de expresión 2

Ibid., II, págs. 3-54.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

sublime. Creemos en un progreso ilimitado, en un futuro libre de trabas para el artista social; ¡creemos en ello con toda la fuerza y con toda la esperanza del amor!...» Si, por ejemplo, se recuerda que Bach creó sus obras maestras sujeto a los límites de las «trabas sociales» más rígidas, llegaremos a la conclusión de que es difícil encontrar una relación más contradictoria que la enunciada.

Capítulo 4 La supremacía de la música instrumental

La música como sonido Desde el punto de vista histórico es muy significativo que Beethoven, situado en él umbral mismo de la época •romántica y a quien los románticos aclamaron como uno de los suyos, fuera esencialmente, un compositor instrumental. Claro está que la pérdida por no haber compuesto Fidelio, la Missa Solemnis y el ciclo de canciones An die ferne Geliebte hubiera sido inconmensurable; sin embargo, con sus sonatas para piano, con los cuartetos de cuerda, los conciertos y las sinfonías, toda la grandeza de su genio se-hubiera preservado cabalmente y su gloria imperecedera hubiera brillado por los siglos de los siglos. Pero para los románticos, Beethoven fue ante todo el creador y perfeccionador de la sinfonía, la sonata y el cuarteto; sólo por ellos trataron de comprenderle y de ellos se sirvieron como punto de partida. También Bach había sido esencialmente un compositor instrumental; en toda su obra brotan del órgano todo tipo de ornamentos, y no sólo hizo que sus coros y arias tuvieran un origen concertante, sino que incluso sus recitativos adquieren una forma estricta que él concibió instrumentalmente, aunque consciente e imaginativamente puedan seguir a las palabras. Pero la concepción fundamentalmente instrumental de Bach no tuvo continuación histórica: todo el siglo x v m siguió siendo un siglo vocalista. La razón de que Beethoven, con su inclinación instrumental, llegara a ser un modelo tan influyente reside en el hecho de que los románticos vieron en lo sinfónico, en la música de cámara, en la música sin palabras algo distinto de lo que viera la generación precedente. Con ellos la música instrumental perdió su carácter de arte de clase, convirtiéndose en el medio preferido para expresar lo que no podía decirse, para comunicar algo profundo que la palabra era incapaz de transmitir. En fecha tan temprana como 1810, E.T.A. Hoffman, al hacer Ja crítica de la Quinta, Sinfonía de Beethoven, a la que antes nos hemos 41


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referido, dejó bien claro este punto: «Cuando se habla de la música como arte autónomo habría que pensar únicamente en la música instrumental, la cual, desdeñando cualquier apoyatura, cualquier mezcla con otra arte distinta, confiere pura expresión a la naturaleza peculiar del arte que de otra forma sería irreconodfele.» Tampoco Schumann al inicio de su carrera podía pensar en otro medio que no fuera el instrumental para expresar su arte, concebido poéticamente, y antes de encontrar en la canción un nuevo método expresivo compuso veintitrés obras, todas ellas para piano. La ausencia de palabras —algo de signo negativo— adquirió un valor positivo y nuevo. La palabra —música con texto— era demasiado definida, demasiado racional. No fue casual que en el redescubrimiento o renacimiento de J. S. Bach sus obras instrumentales, empezando por el Clave bien temperado, suscitaran un eco mayor que sus Pasiones, cantatas y motetes. Y fue precisamente una característica de Beethoven, que los románticos interpretaron equivocadamente, la que hizo que éstos admiraran sus sinfonías no por la integridad y la claridad de su forma, o por su dominio de los impulsos caóticos, sino por las múltiples posibilidades de interpretarlas. Algo muy parecido sucedió con la actitud de los románticos hacia la cristiandad: se alejaron de toda forma.de cristiandad v que contuviera elementos racionalistas —dieron de lado al luteranismo y al calvinismo—. Muy a menudo se ha señalado que muchos románticos cultivaron una inclinación hacia el catolicismo, inclinación que en determinados casos les llevó a la conversión formal. Los románticos se sintieron atraídos hacia el catolicismo por ser éste la manifestación menos racional del impulso cristiano, por ser lo más próximo a lo místico. Credo quia absurdum! Pues bien, la música instrumental también les parecía a los románticos una manifestación de lo místico; abandonaron la música del pasado que no les permitía sumergirse en las «profundidades» y, en especial, la música nítida y festiva de Haydn, que solamente era profunda desde el aspecto de la sensibilidad, pero no «profunda» en el sentido romántico del término. Llegaron incluso a desistir de una relación sensata con Mozart, a pesar de que a todos maravillaba su obra y, finalmente, digamos que Beethoven les parecía especialmente «profundo» sencillamente porque no lo entendían. La música se convirtió en una cuestión de retraimiento. Beethoven fue quien preparó el camino para el cambio: de hecho¡ empezó a situar algunos de sus movimientos sobre un pedestal. Empezó a «retraerse» no tanto con los dos golpes rítmicos que preceden a la entrada del tema en el primer movimiento de la Heroica, como con el misterioso compás que más tarde compuso y que eleva el inicio del Adagio de la Sonata Op. 106, Hammerklavier, como situándola sobre dos gradas de altar. Más aún, en general la sonata y la sinfonía clásicas empezaban con el tema que.luego desarrollaban. Por el contrario, los románticos transportaban desde un principio al oyente fuera del mundo y sólo tras esta preparación introducían el tema, haciendo hincapié en que perte-

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necia a una región del sentimiento nueva y distinta. Este fue un rasgo común a todos los compositores instrumentales románticos, empezando, quizá, con la Sinfonía en Sol menor de Mozart o con su último concierto para piano, pero sin duda alguna, con Schubert. El ejemplo más convincente está en su Cuarteto en La menor, que contiene un fondo sonoro de dos compases susurrantes que dan entrada al tema. Asimismo, y en el polo diametralmente opuesto, la época romántica fue también la primera en introducir la «sorpresa» instrumental, como en el caso de la Sonata en Sol menor de Schumann, que bien pudiera haber tomado ejemplo de las impetuosas composiciones de Beethoven. En la época romántica la música se hizo un tanto órfica, algo así como una evasión de la claridad hacia la penumbra propicia para que las visiones tomen cuerpo, para poder volver a maravillarse. En última instancia se trataba de sumergirse no ya sólo en el crepúsculo, sino en la noche cerrada. La noche se convirtió en uno de los símbolos más significativos del movimiento romántico y, en música, el símbolo de la noche constituye el elemento original del sonido mágico. Ya ha quedado dicho que todos los músicos románticos, por muy distintos que fueran entre sí, coincidían en su relación con el sonido: todos se inclinaban ante su magia. La noche, simbolizada en el sonido, tuvo en la época romántica una significación muy distinta a la que alcanzó en el siglo xvm. A partir de la obra de Edward Young, Quejas, o pensamientos nocturnos sobre la vida, la muerte y la inmortalidad (1741-45), la noche se había convertido, incluso durante la época racionalista, en tema o símbolo favoritos del sentimiento poético —mejor sería decir de la «sensibilidad», del sentimentalismo, de la melancolía— y del Weltschmerz. Los románticos no abandonaron el tema, y no es un simple accidente el hecho de que William Blake se sintiera atraído precisamente por la obra de Young y creara para ella una serie de ilustraciones. Pero la inmersión total en lo insconsciente, la cualidad órfica de la noche, es un rasgo específico del romanticismo. Novalis, uno de los primeros y más sensibles poetas románticos alemanes, ya había iniciado este aspecto del movimiento, y frecuentemente se ha señalado el asombroso paralelismo —casi palabra por palabra— entre su Himno a la noche y el segundo acto de Tristán. Pero lo que Novalis a duras penas podía apuntar con las oscuras palabras propias de Ossian encontró su culminación definitiva en la música mágica de Wagner, cuya evidencia más significativa se halla en el preludio de Lohengrin, ópera en la cual Wagner, el músico, se empareja con Wagner el dramaturgo, obra a la que su propio autor denominó expresamente «Opera Romántica». Dicho preludio se basa enteramente en el sonido y en su crescendo sonoro y dinámico que da entrada gloriosa a las trompetas. Cabría considerarlo sólo como un tema sonoro y sin desarrollar del acorde en La mayor que, tanto al inicio como al final, como puro acorde, tremola y se desvanece en un pianissimo mágico. Los románticos fueron conscientes de este efecto mágico de la música. La posición que el filósofo'del movimiento romántico Arthur Schopenhauer asignaba a la música, entre todas las artes, era esencialmente


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acorde con esta idea del poder órfico de la música. Si el resto de las artes no son otra cosa que réplicas de la idea platónica del contenido verdadero y el elemento eterno en la «apariencia» de las cosas, la música constituye la manifestación directa de la naturaleza original del mundo, de la «voluntad». Nada, tiene de extraño que Richard Wagner adoptara con entusiasmo esta interpretación para aplicarla a su drama musical, en el que la transposición de la idea platónica en forma de secuencias visibles sobre el escenario, y la transposición de la «voluntad» bajo la apariencia de su orquesta sinfónica de mil voces, se fundían en una sola.

El elemento vocal en la música romántica Y esto nos lleva a los dos tipos de música que los románticos cultivaron con especial devoción: la canción y la ópera. Podría parecer que esta afición viene a contradecir nuestro aserto sobre la supremacía de la música instrumental entre los románticos; muy al contrario, viene a reafirmarlo. Porque en ambas, en la canción y en la ópera, los románticos modificaron la importancia del papel que desempeñaba el «acompañamiento» en relación con la parte vocal: revolución que no se hizo sin una preparación previa que se vislumbra claramente en la orquesta de Gluck y de Mozart, pero, en general, la relación entre la orquesta y el piano con la parte vocal era la de sirviente, la de acompañante. Poco después de 1750 los puristas berlineses que componían canciones formularon incluso la petición de que la canción —y entonces pensaban únicamente en la canción compuesta de estrofas— debería ser completa y cabal en sí misma, sin acompañamiento, como una pura melodía. En la época romántica el acompañamiento vino a ser una especie dé comentario que transmitía lo descriptivo, lo psicológico, que, fue adquiriendo cada vez mayor importancia al tiempo que iban declinando la canción estrófica y el aria «cerrada» de la ópera. En los Heder de Schubert, los dos platillos de la balanza —melodía y acompañamiento— guardan todavía equilibrio; y la ópera italiana no renunció jamás a la supremacía de la voz, a la forma cerrada, musicalmente rotunda. Pero en las últimas canciones románticas y en las óperas, el acompañamiento -reclamaba una función siempre en aumento hasta llegar a la canción concebida instrumentalmente con una parte vocal declamatoria y de comentario, y a las escenas operísticas imaginadas sinfónicamente, con la parte vocal superpuesta. La época romántica no fue ya un siglo de grandes composiciones vocales. Subsistieron todavía una serie de compositores a cappella, exquisitos y refinados, como Mendelssohn y Brahms, que lograron efectos de armonía y cromatismo inconcebibles en el siglo xvi, que fue la edad florida del estilo a cappella. Especialmente, en Alemania, el medio para conseguir este refinamiento fueron las composiciones corales para hombres, las cuales, sin embargo, debieron su impulso no a razones pura-

4. La supremacía de la música instrumental

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mente artísticas, pues se convirtieron en expresión del nacionalismo o de las actividades partidistas, mientras que el resto de las manifestaciones de base vocal cayeron en desuso. Los grandes adalides del período romántico no pensaron ni por un momento en componer obras para la iglesia y contribuir así a que se escucharan los versículos de la Biblia. Y no lo hubieran tomado en consideración ni aun en el caso de que la Iglesia hubiera estado en condiciones de encargarles obras para el culto litúrgico, pero la iglesia protestante volvió sus ojos a 'Bach, el maestro dos siglos anterior, y la Iglesia católica aún retrocedió más, hasta Palestrina y su tiempo, en cuyo estilo cultivó un nuevo nazarenismo musical comparable a los pintores prerrafaelitas ingleses. El gran oratorio todavía estaba vigente porque Haendel había existido y había creado un modelo de gran influencia, pero su permanencia era sólo tradicional e inútil incluso para un país, como Inglaterra, que se complacía en la tradición y que recibió con entusiasmo los oratorios de Mendelssohn y de Spohr, aunque no sin que faltara la oposición de algunos líderes religiosos ortodoxos. Pero incluso el Réquiem Alemán, de Brahms, revivía el pasado, pues incluso él se dejó llevar por su tiempo hacia la especialización y los logros gloriosos dentro del campo instrumental. En cuanto a esta nueva relación entre los elementos vocales e instrumentales, nada resulta más significativo que una obra de Wagner, de carácter menor. Nos referimos a la escena bíblica compuesta en 1843 y titulada «Festín de amor de los Apóstoles» (Das Liebesmahl der Apostel), cuya primera mitad consta enteramente de un coro masculino de tres voces a cappella, mientras que el descendimiento del Espíritu Santo a los sumisos y suplicantes apóstoles está representado por la apoteosis orquestal, que se había convertido en instrumento de lo suprasensual, de lo mágico. En esta ópera los dos elementos mantenían una relación que en lo sucesivo continuó sin modificarse.


Capítulo 5 Contradicciones

lil creciente distanciamiento entre el artista y el público Al artista romántico, y en especial al músico, no le pasaban inadvertidos los peligros de este creciente distanciamiento. No sin añoranza volvía la vista atrás, hacia el Renacimiento, hacia la época en que, al menos así lo creía él, el músico había sido sólo el portavoz del pueblo, el agente transmisor a cuyo través todo se revelaba inmediata y espontáneamente; pero, sobre todo, la Edad Media le parecía el auténtico paraíso artístico, la época en que el arte no había sido otra cosa !—eso pensaba—• que la exaltación de lo artesano. Otro más de los autoengaños románticos, pues el arte, y en especial la música, siempre estuvieron al servicio de las fuerzas dominantes: la Iglesia y la aristocracia. Incluso en las tan alabadas edades medias la polifonía se reservó para el «arte», para lo que casi podría llamarse cienda y —cuando la Iglesia lo permitió— se puso sencillamente en manos del pueblo; es más, el arte de trovadores y juglares, sencillo y refinado a un mismo tiempo, siempre fue privilegio de la nobleza. Con anterioridad a 1750 o a 1800, hubo ciertos tipos de música reservados a determinadas clases: por ejemplo, las representaciones de ópera se limitaron en un principio a las festividades brillantes y suntuosas de la más alta nobleza, y sólo más tarde —en Venecia— pasaron a la aristocracia y sus invitados; ya en el siglo x v m la clase media también tuvo acceso a ella, por vez primera. Y determinados tipos de música instrumental —la siníonía en su primera época, los cuartetos de cuerda— continuaron siendo durante mucho tiempo prerrogativa o privilegio de la nobleza; la obertura instrumental, o la suite lo fueron también durante mucho tiempo exclusivas de los estudiosos de clase media. Pero una cosa sí es bien cierta: el músico estuvo siempre al servicio de una clase social; nunca se enfrentó a ella. Además, en la iglesia tenía ((ue expresarse con claridad ante toda la congregación de fieles, tenía 47


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

que ser comprensible para todos. Y si bien en la iglesia católica el compositor aún salvaguardó cierta dosis de reserva, en el rito protestante tenía que transmitir la palabra de Dios de tal manera que estaba totalmente, aherrojado a la comprensión artística de la feligresía; no sin cierta justificación se ha denominado a las cantatas de J. S. Bach Biblia pauperum musical. De tal suerte que entre el compositor y el público no había ningún distanciamiento, y hasta el arte más refinado era comúnmente inteligible. Y si bien es verdad que Haydn compuso sinfonías para sus amos principescos, dichas composiciones también se interpretaban en las salas de concierto de París y Londres; y sus cuartetos, del primero al último, constituían un nexo entre lo aristocrático, lo popular y el Todopoderoso. Una vez más este estado de cosas empezó a cambiar con Beethoven, no porque su obra se encumbrara a estratos enrarecidos, sino porque ya no servía ni a la aristocracia ni a las masas que recientemente habían accedido a una escala superior por obra y gracia de la Revolución francesa. En verdad, sus obras querían hablar a todos los hombres, a la humanidad toda, pero a una humanidad que el artista elevaba hasta su propio nivel. ¿Y qué decir de las sonatas para piano de Beethoven? Insistimos: conscientemente compuso algunas tan «brillantes» (por ejemplo, la Sonata Waldstein) y tan difíciles (por ejemplo las Grandes Sonatas Op. 106 y Op. 111), que ya no eran accesibles al intérprete corriente y excedían la capacidad del dilettante que hasta entonces no había tenido dificultades para interpretar a Haydn y a Mozart. De hecho, en líneas generales cabría clasificar las sonatas para piano de Beethoven en dos grupos: sonatas íntimas y sonatas de «concierto», o las que son esencialmente monólogos y las que parecen requerir oyentes —digamos incídentalmente que esta distinción no es absolutamente idéntica a la que se establece entre «sencillo» y «brillante». La Sonata en Do sostenido menor, Op. 27, núm. 2, por ejemplo, es íntima a pesar de su tormentoso Finale, mientras que la Sonata en Do mayor es una sonata de concierto a pesar de su apasionado Adagio. ¿Y cómo valorar los últimos cuartetos de Beethoven? ¿Continúa vivo en ellos algún vestigio de aquella «sociabilidad» de los cuartetos de Haydn y de Mozart, incluso de la propia Op. 18 que' Beethoven había ejemplificado? Los últimos cuartetos de Beethoven son composiciones esotéricas, cantadas por su propio creador, como si Dios mismo hubiera mediado en su corazón, sin parangón posible. En ellos Beethoven comunicó únicamente una fuerza íntima y profunda, una fuerza obligada a articularse, pero sin importarle quién pudiera escucharlos, totalmente indiferente a ello. Y todo el mundo sabe cuánto tiempo tardó, durante el siglo xix, en encontrar esos oyentes. Los músicos románticos asumieron esta disociación y la imitaron aun cuando no siempre se tratara de una fuerza tan genuina y profundamente enraizada como la de Beethoven. Dolorosamente, se percataban del abismo que empezaba a abrirse entre ellos y el mundo. Este distanciamiento se inició desde muy temprano, desde la época de Franz Schubert, que ya establecía la distinción entre las obras que había creado para él, para

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su círculo de amigos y para los entendidos y amantes de la música, y las que había compuesto buscando el «éxito»: entre las primeras, el Quinteto para cuerda o el Cuarteto para cuerda en Re menor; entre las segundas, el popular quinteto La trucha, o el brillante Dueto para piano y violín, Op. 159. Y el archi-romántico Robert Schumann sintió con dolor profundo la sima que aislaba una buena parte de su obra. Era como si deseara dar sentido a la subjetividad de sus primeras, piezas, una subjetividad que llega tan lejos que parece una especie de adivinanza o de juego del escondite; y así situó su Bagatela, su Kreisleriana, su Fantasía en Do mayor junto a sus Escenas Infantiles, su Álbum para la Juventud, su Bunte Blátter. Se daba cuenta de que había renunciado a su subjetividad, incluso a la subjetividad ligada al virtuosismo —aunque nunca al mero virtuosismo. Pero comprendía, asimismo, que al hacerlo había abandonado los cimientos maestros de la práctica musical, y por ello escribió sus Normas para la vida y para el hogar de los músicos, que en un principio estuvieron incluidas en el Álbum para la juventud. «Las leyes morales», decía, «son también las leyes del arte». Y las leyes morales son aplicables a todo. Todos los músicos románticos experimentaron esta contradicción, sintieron su aislamiento, pero fueron Berlioz y Wagner quienes lo sufrieron más apasionadamente. Berlioz no compuso ninguna obra intimista —o casi ninguna—. Sólo hubiera compuesto cuartetos de cuerda u obras para piano si hubiera querido burlarse de sí mismo, pues se sentía tanto mejor cuanto más colosales eran los medios que utilizaba. Consecuentemente, no podía esperar a que un público lo bastante numeroso le encontrara: él tenía que conquistarlo. Sólo la mitad de su vida estuvo ocupada en la composición, el resto lo pasó presentando su obra ante grandes auditorios —en París, Londres, Alemania—, donde quiera que hubiera la más mínima posibilidad de rendir al público. Y la gran tragedia de su vida tal vez fuera la extrema dificultad de esta empresa en la que rara vez triunfó. Finalmente, en Wagner alcanza su punto culminante el fervor necesario para conectar y tender un puente sobre el vacío. Desde Rienzi a Lohengrin, sus insistentes demandas en favor del teatro público fueron siempre en aumento. No obstante, y debido a su desgracia personal (a su exilio de Alemania) y a su rechazo del compromiso en cuestiones. artísticas, se vio empujado a cotas de soledad cada vez más altas y a un credo más personal aún —y ello en el terreno operístico, que es impensable sin la participación del público, de un público que era a la vez más refinado y más vulgar. Tristán e Isolda, la profesión de fe más personal y apasionada —si bien no la más solitaria—, ¡se presentó a esa ópera pública! Wagner, el más subjetivo de todos los artistas, hubo de intentar formar una congregación —su congregación— a partir de las masas, precisamente en un terreno que ponía en su camino toda suerte de enormes obstáculos, y triunfó a medias, si bien al final se resignó con su suerte y quiso que el Parsifal se reservara a un público menos numeroso.


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La canción popular como remedio para el aislamiento Muchos músicos más intentaron salvar este vacío de otra forma, buscando el encuentro con el público a medio camino, sintonizando con el país por vía del tipo de canción más familiar, es decir, cultivando la canción popular. La veneración por la canción popular es típicamente romántica y tiene incluso un matiz místico. Pues el movimiento romántico creía en el origen anónimo de la canción popular, en su alumbramiento desde la matriz misma de la «nación». En la realidad las canciones populares las compone un artista y las adopta un estrato de la población más o menos numeroso que suele cambiarlas, modificarlas, cantarlas hasta el cansancio y no siempre en beneficio de ellas. Los siglos anteriores no fueron tan dados a venerar la canción popular; por el contrario, en Italia durante la transición del siglo xv al xvi fue más bien objeto de burla y mofa y hasta de desprecio. Y si bien los maestros de la polifonía sacra se acercaron a ella en busca de sugerencias estimulantes, lo hicieron desde un ángulo que podía ser todo menos reverente, pues a diario surgían nuevas canciones populares. Esta actitud experimentó un primer cambio a finales del siglo xvm, y una vez más, como en el caso de la literatura, fue Inglaterra la primera en sentar las bases de una nueva relación con el acento aparentemente «natural» o «antiguo» que se estimaba incorporado a la canción popular. En junio de 1793 George Thomson publicó su primera «serie» de canciones escocesas, a la que siguieron media docena más hasta llegar a 1841. Asimismo sacó a la luz colecciones de canciones irlandesas y galesas —colecciones que se hicieron famosas por la parte que en su preparación cupo a compositores, como Haydn y Beethoven—. No movió a Thomson una intención romántica ni tampoco puramente erudita, buscaba sólo sacar del olvido a estas antiguas melodías y hacerlas productivas para su época. La fase romántica del folklore no se inició hasta más tarde, sobre todo en Alemania, donde en 1805 (y después) dos grandes poetas románticos, Arnim y Brentano, bajo el extraño título de «El cuerno mágico de un muchacho» (Des Knaben Wunderhorn) «dieron a la luz una recopilación de canciones alemanas, en las que el carácter cosmopolita de las "Canciones Populares", de Herder, se convirtió en nacionalismo del más puro» 3. Los músicos siguieron el ejemplo de los poetas y, lo que es más significativo, para Schubert la canción popular no fue todavía objeto de veneración, ni tampoco la consideró digna de ser imitada. Schubert vivió en Viena, donde por aquel tiempo todavía se cantaban canciones folklóricas, y él mismo había sido un muchacho mitad del pueblo, mitad del cielo. Cuando casualmente encontró un texto que se había versificado partiendo del corazón mismo de lo popular, como es el caso de «Heindenróslein», de Goethe, o de «Lindenbaum», de Wilhelm Müller, compuso la música sin pensar siquiera en crear una canción popular idealizada o, 3

W. Scherer, Geschichte der deutschen Literarur, 9.a edic. (Berlín, 1902), p. 636.

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como ocurre con el segundo ejemplo, la base para una canción popular. Pero en el romanticismo del Norte los hombres empezaron a recopilar dicha música y a imitarla admirativamente. En su Opus 41, Mendelssohn publicó tres «canciones populares» para coros mixtos, y procuró utilizar motivos folklóricos en especial en sus canciones y composiciones corales para voces masculinas. El principal empeño de Schumann fue acertar, en sus Romances y Baladas, a dar con el tono justo de la canción folklórica. Finalmente, sería imposible comprender a Brahms sin una- apreciación cabal de la relación romántica —es decir, cuasi mística— entre el compositor y la canción folklórica. Sabido es que hacia el final de su vida compuso unas cincuenta canciones románticas con texto en alemán, que tomó precauciones especiales para proteger su obra en distintos pases, y que fue para él motivo de una especial satisfacción, que llevó muy en secreto, el hecho de que una de sus canciones, la bellísima In stiller Nacht, viera la luz con la denominación de anónima. ¡El mayor de los triunfos: haber compuesto una canción popular! ¡Una canción tan espontánea que parecía haber nacido del' alma del pueblo!

La nueva función de la música en la época romántica La relación de la época romántica con la canción popular fue de carácter sentimental: los impulsos que despertaba habían sido desconocidos en los siglos precedentes. Así, pues, en la época romántica se le asignó a la música una nueva función de carácter general: se convirtió, en un remedio para la languidez, en un verdadero estimulante. Le pedía al oyente mucho más de lo que le había pedido en épocas anteriores y el oyente también le pedía a ella algo más y algo distinto. Incluso, en el siglo xvín unos cuantos tipos de arte «profano», sobre todo la ópera —muy distantes del efecto edificante e inspirador de la música religiosa—, habían cumplido la misión de llevar al oyente más allá de los límites de su propio pensamiento. Gluck persiguió la renovación de la dignidad y del efecto purificador (de catarsis) conseguido por la tragedia griega. Sus óperas, desde Orfeo y Eurídice a Eco y Narciso, dejaban en los espectadores un recuerdo diferente y más sublime que el de limitarse a pasar un rato de entretenimiento. Digno de señalar es que el efecto histórico de las óperas de Gluck, que son tan obviamente clásicas, es un efecto a posteriori, que consiguió su momento culminante, por vez primera, al inicio del romanticismo musical: en el Berlín de E.T.A. Hoffmann, el París de Berlioz y el Dresde, de Richard Wagner. En el campo de la música instrumental, la sinfonía asumió esta función estimulante e «inspiradora». Nada parecido se hace evidente en Haydn y Mozart, cuyas sinfonías siempre estuvieron contenidas dentro de los límites del marco social, aun en obras de excepción como la Sinfonía en Sol menor de Mozart. Es cierto que nacían de la agitación interior más profunda, pero renunciaban á cualquier forma de patetismo, permanecían encerradas en los límites de la fatalidad, no apelaban abiertamente al oyente.


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En líneas generales, Haydn y Mozart, en sus sinfonías y en su música de cámara, se limitaban a conseguir una sana alegría, a la purificación de los sentimientos, a la catarsis por vía del arte sin más. Dentro de esta relación cabría preguntarse si esta «limitación», este permanecer en una región más sublime, no sea un paraíso perdido por el movimiento romántico. En cuanto a Beethoven, el cambio se inició con la Heroica, y fue agigantándose en las Sinfonías Quinta, Sexta y Novena. En ellas empezó la apelación a lo heroico, lo religioso, lo moral. Inmediatamente después de la última nota del Finale de cada una de estas partituras muy bien podría iniciarse siempre la gesta, al igual que el movimiento independentista belga estuvo unido a la representación de Muette de Partid, de Auber. No fue esta la intención de Beethoven: con su Heroica él había querido despertar una agitación interna, no un efecto externo; consciente de su longitud insólita habría querido situarla al principio y no al final de un programa (piú vicino al principio ch'al fine di un'Accademia). Cierto que la apelación musical de la ópera y la sinfonía sólo en muy contadas ocasiones llevó realmente a la gesta: con toda su profundidad, dicha apelación incidía en la conciencia de los oyentes. En la era romántica se pedía a la música un nuevo efecto, fuera apaciguador o excitante, sobre todo excitante. Ya hemos señalado, de pasada, que la época del predominio de la clase media que siguió a las guerras napoleónicas perseguía en el arte un sustituto de la experiencia heroica. No quisiéramos ser injustos con la época: produjo la Revolución de Julio y los levantamientos de 1848; estuvo llena de derramamiento de sangre y de horrores, de disensiones políticas y sociales, poco más o menos que otras épocas más violentas. Y, sin embargo, y a pesar de todo, también fue la época de Metternich, del Rey Ciudadano, del movimiento reaccionario prusiano, hanoveriano y hessiano. Fue la época víctoriana, la época de la nueva clase media, mercantil y cultivada. Fue la época que gustó de azuzar sus sentimientos por vía del arte: lo que la vida le negaba intentó contemplarlo desde un prisma más apasionado y enaltecido, experimentarlo en el arte. Es muy significativo que Schubert, desde un principio, se diera cuenta de esta relación trastocada y se lamentara de ello en sus «Quejas al pueblo», poema que incluyó en una carta a su amigo Schober, fechada en 1824: ¡Oh juventud nuestra, te desvaneces y mueres! Y se disipa la fuerza de incontables humanos, Aplastados por la muchedumbre, ninguno sobresale, Y, sin dejar huella, todo pasa. Inmenso es el dolor que me consume, En mi, sólo el fulgor de un rescoldo agónico; ha época me ha cambiado, sin ser héroe, en cenizas. Mientras se condena a los hombres a gestas inútiles.

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En la edad decrépita las personas se arrastran, Toman por sueños sus locas y juveniles hazañas, Y ríen despectivas de las rimas doradas, ya pasadas de moda, Sin prestar atención al pujante mensaje que encierran sus estrofas. Te es dado a ti, arte sacro y famoso, Esperar una edad de gestas florecientes, detener el dolor y nutrir la marchita esperanza, Que jamás concilla dicha edad con el sino.

El arte, y en especial la música, se distanciaban cada vez más de la vida. Entretanto, en la casa de Dios, la liturgia musical languidece y, en el mejor de los casos, se retrotrae a Palestrina, en la iglesia católica, y a Bach en la protestante. Más silenciosos aún están los salones de las familias aristocráticas y patricias en donde en otros tiempos se escuchara la música de cámara. Al final de los quehaceres diarios el amante de la música buscaba en la ópera o en la sala de conciertos calma y sosiego o, si no, estímulos nuevos. La ópera, la sinfonía, incluso la música de cámara, satisfacían esta necesidad. La agitación o el apaciguamiento de los sentimientos se hicieron cada vez más intensos, más subjetivos; al margen de la emoción crecía el carácter exhibicionista, y al final del siglo era de una magnitud semejante al que puede hallarse en Tchaikovsky o en Gustav Mahler. El hombre de los siglos xvi, xvn y xvm, que tenía acceso a la música esperaba de ella exaltación, serenidad y enriquecimiento. El artista creativo, si de un genio se trataba, abría ante el oyente parcelas de sentimiento que de otra forma hubieran seguido siendo para él misteriosas, confusas, deformadas o totalmente extrañas. Todavía en el siglo xix había muchos que pensaban como antes, que no pedían más a la música; eran los «mozartianos», los que se oponían sobre todo a Wagner y a Liszt. Eran los espíritus de inclinaciones clásicas. Pero los que habían sido contaminados por el virus del romanticismo pedían a la música algo más, le pedían que les «transportara»; sólo vivían plenamente en tanto en cuanto estaban escuchando música: la música se convertía para ellos en un sustituto de la vida. Las óperas de Wagner, sobre todo, ejercían este efecto excitante, intoxicante; parecían engrandecer las facultades todas del individuo y, en los casos más extremos, redimir a los que esta4 ban transidos por este efecto de ineptitud para vivir. Todo un cambio desde el final del siglo xvm, cuando la música era todavía, fundamentalmente, un «arte aplicado», un ornamento de la vida al servicio de la sociedad, hasta esta exclusión y separación de música y vida.

Visión romántica de la música de otras épocas

Esta concepción de la música afectaba asimismo a la interpretación del arte de anteriores épocas: se contemplaba la música del pasado bajo el prisma del romanticismo. Como ya hemos dicho, los románticos acia-


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marón a Beethoven como uno de los suyos. «La música de Beethoven», decía E. T. A. Hoffmann en su análisis de la Quinta Sinfonía, «toca los resortes del horror, del miedo, del terror, del dolor, y despierta esa añoranza infinita que constituye la naturaleza del romanticismo; Beethoven es un compositor romántico puro (y, por lo mismo, auténticamente musical)...». Más tarde, en su comentario a los dos Tríos para piano, Opus 70, Hoffmann repetía esta descripción insistiendo en ella con pasión. Era un músico demasiado bueno para no rechazar inequívoca y crudamente la interpretación programática de la música instrumental de Beethoven, y para no dejar de reconocer el dominio formal de estas obras —lo que él llamaba su «meditada reflexión». No obstante, buscaba en Beethoven lo opuesto a un maestro «clásico». Aunque Robert Schumann veía todavía en Beethoven al gran maestro de la música absoluta, con su lógica musical inherente, hacia 1835 se tomó la libertad de leer un «programa» oculto en las obras de Beethoven, lo mismo que lo hizo con las suyas propias. Cuando escribía: «Si yo tuviera que decidir qué tipo de texto leería en el movimiento final de la Sinfonía en La mayor... sentiría miedo de quedarme petrificado por la Beethovenitis...», es muy posible que tuviera en mente alguna escena ruidosa de una novela de Jean Paul, su autor preferido. ¿Y en quién pensaba al utilizar el término «Beethovenitis»? ¿En los seguidores de Beethoven que seguían considerando al maestro como hijo del xvni, como sucesor de Haydn y Mozart, el último de la tríada de «clásicos vieneses»? Pero Beethoven no volvió a ser un clásico hasta bien entrado el siglo xix, y es tan poco clásico como nunca fue romántico. Y, no obstante, poco después de morir fue tenido por romántico. Si Schumann buscaba los impulsos poéticos secretos en el trasfondo de las composiciones de Beethoven, para Berlioz la Heroica fue enteramente una «Sinfonía Homérica». «En esta época musical magnifícente», escribía Berlioz, «que justa o injustamente se ha considerado inspirada por un héroe moderno, las reminiscencias de la antigua litada representan un papel maravillosamente bello, pero menos evidente». En la Novena Sinfonía, Berlioz desesperaba de descubrir «las ideas personales que Beethoven pueda haber querido expresar en este extenso "poema musical", pero nunca, ni por un instante, dudó de que fuera un poema musical. Para él los movimientos lentos eran «meditaciones sobrehumanas en las que el genio panteísta de Beethoven tanto gusta sumergirse». ¡El «genio panteísta»! En este pasaje, Berlioz sintoniza con Wagner, que en su comunicación con motivo del centenario del nacimiento de Beethoven se vio en un aprieto para caracterizarlo como el representante más puro y más grande de la música según las directrices que marcaban las ideas filosóficas de Schopenhauer. Dicha descripción tiene mucho en común con Wagner, pero muy poco con el verdadero Beethoven, el hijo de' la Revolución y de la victoria sobre todo lo revolucionario, el hijo de la propia humanidad; y en verdad poco tiene que ver con «la idea intuitiva de la voluntad de vivir».

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No vamos a multiplicar los ejemplos ni los nombres. Como necesariamente ningún músico de la época romántica podía zafarse de entablar conocimiento con el poderoso fenómeno que es Beethoven, no es preciso analizar dicha relación caso por caso; digamos sin embargo que Beethoven se apareció a cada uno de ellos bajo una luz diferente. Y no fue únicamente a Beethoven a quien los románticos aplicaron una visión nueva y cambiante: fue a todo el pasado musical, en general. En realidad, no a todo. Como ocurre en cualquier movimiento intelectual vivo, el romanticismo musical tuvo sus objetos de preferencia, • de antipatía, o de indiferencia. El propio E. T. A. Hoffmann, hijo él mismo del siglo xvni, todavía pensaba en Beethoven conectándolo con Haydn y Mozart, y, consecuentemente, no sólo a Beethoven, sino también a Haydn y a Mozart, los consideró maestros del romanticismo, aunque se las vio y se las deseó para justificar la inclusión de Haydn. Pero la generación de los músicos nacidos en las dos primeras décadas del siglo estaba mucho más influida por la idea de la rebeldía y la contradicción que suele separar a los hijos de los padres. ¡Los «clasicistas» en un campo y en el otro, los «románticos»! Y ello fue así a pesar de la creciente popularidad de Haydn y de Mozart en la primera mitad del siglo. Mendelssohn, Schumann, Berlioz, Liszt y Wagner consumaron plenamente su apartamiento de la música anterior a Beethoven, a pesar de todo cuanto honraron a Mozart, si se exceptúa a Berlioz. Nadie interpretó más equivocadamente que Schumann la más profunda de todas las sinfonías de Mozart, la Sinfonía en Sol menor, como no sea el propio Wagner, cuando le calificó de «genio musical de la luz y el amor». A pesar de su popularidad —y quizás precisamente por ella—, Haydn en especial se vio obligado a pagar caro este distanciamiento. La gente lo dejaba abandonado a los filisteos; paternalmente se referían a él como «Papá Haydn»; llegaron incluso tan lejos como para mantener vivo el recuerdo de su coleta. A los románticos les parecía demasiado nítido, demasiado lleno de vida y de ingenuidad, demasiado transparente, y no supieron qué hacer con él.

Renacimiento del pasado desde el prisma romántico Ahora bien, una característica enteramente nueva de la música romántica, así como de la época romántica en general, fue el hecho de cultivar una relación totalmente nueva con el pasado. Los períodos creativos anteriores no habían conocido una relación de este tipo en ningún campo. Con la mayor indiferencia, el barroco había situado sus capillas y sus altares, con sus santos extáticos y sus ángeles regordetes, en las iglesias románicas y góticas, pero sólo en el siglo xix.se hizo un esfuerzo con vistas a una «restauración estilística correcta». La época de Josquin se había olvidado enteramente no ya sólo de los músicos del Trecento, sino también de Dufay, el más grande de los maestros del siglo xv, y Monteverdi en su madurez ya no era cabalmente consciente de la exis-


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tencia de Palestrina. Cierto es que tras el cambio estilístico que se produjo hacia 1600 —el «descubrimiento» de la monodia y del estilo concertante—, el arte del período de Palestrina continuó manteniendo una semblanza de vida, pero se había convertido en arte arcaico. Resulta significativo que la era romántica volviera a descubrir el arte de Tallis, Byrd y Palestrina, y de su período. Se trata del mismo movimiento que en Inglaterra condujo a la granazón de la escuela pictórica de los prerrafaelitas, y en Alemania a los «Nazarenos», con sus peregrinaciones a Roma y sus pintores de Madonnas, que, una vez más, llevó a edificar catedrales góticas y palacios estilo Tudor. Tras este renacimiento de un pasado lejano se mantenía la preferencia sentimental por todo lo que fuera medieval, remoto, añejo, y —especialmente en la faceta de la música religiosa alemana—• la protesta contra el arte supuestamente secular de que hicieron gala los tres maestros «vieneses» en sus composiciones litúrgicas, y del lado protestante, contra las fiorituras monótonas y racionalistas de los oficios religiosos. Un monarca protestante, el rey de Prusía, Federico Guillermo IV, envió músicos protestantes a Roma para que estudiaran el auténtico estilo católico de la música sacra, el estilo Palestrina. Dicha tendencia marchaba paralela al renacimiento de la antigua tragedia griega —la Antígona, con música de Mendelssohn. En las misas, salmos y motetes del siglo xvi veían la encarnación más pura de la música sacra idealizada —intemporal, exenta de toda pasión, seráfica—. Elaboraron el ideal de una canción a cappella, que nunca había existido y pasaron por alto los múltiples rasgos de pujanza, de ingenuidad, de mundanidad, que también estaban presentes en la música religiosa de aquel período. Así, pues, las imitaciones arcaicas de dicho estilo durante el siglo Xix —las de Ett, Aiblinger y demás— son justamente tan pedestres y vacías como las de las iglesias góticas y románicas por parte de arquitectos correctos y eruditos. A consecuencia de este renacimiento romantizado del pasado surgió una nueva disciplina, la musicología. Era la época en que el vienes R. G. Kiesewetter escribía su «Historia de la música europeo-occidental o de nuestros días» {Geschihte der europaisch-abendlandischen oder unsrer heutigen Musik, 1834) y sus «Aspectos cambiantes y naturaleza de la canción secular» {Schicksale und Beschaffenheit des weltlichen Gesanges, 1841); el prusiano Cari von Winterfeld su «Giovanni Gabrieli y su periodo» (Johannes Gabrieli und sein Zeitalter, 1834) y su historia de la canción evangélica sacra {Der evangelische Kirchengesang und sein Verhaltnis zur Kunst des Tonsatzes, 1843). Otros, como el belga Fétis, se embarcaron en investigaciones muy vastas y asociaciones, como la Musical Antiquarian Society (Sociedad Anticuaría Musical), de Londres, para atender a la «publicación de las raras y valiosas obras de los primitivos compositores ingleses», e intentaron dar a conocer a Byrd y Wilbye, Weelkes y Dowland, Gibbons y Purcell. Este interés era algo desconocido, algo distinto al interés arqueológico o de anticuario del Padre Martini o de Forkel por el pasado musical más remoto; o al interés de Hawkins y Burney, de carácter más aficionado, quienes nunca se desviaron del punto

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de vista de su país. Se trataba de una investigación objetiva, a la vez que de una añoranza de tipo subjetivo: era romanticismo.

La nueva veneración por J. S. Bach Con anterioridad al entusiasmo por Palestrina y su estilo había surgido un movimiento, aún más extraño y entusiasta, que postulaba una nueva valoración de Johann Sebastian Bach y que también tenía un cierto acento romántico. En realidad, Bach no había sido totalmente olvidado: permanecía vivo en el recuerdo activo de sus hijos mayores, Wílhelm Friedemann y Cari Philipp Emanuel, así como en el del Bach «Bückeburg», Johann Christoph Friedrich. Vivía en el respeto y adoración de sus discípulos, y nunca desapareció por completo del repertorio de la iglesia de Santo Tomás, ni siquiera en la época en que dirigió la escolanía Johann Adam Hiller, un adicto declarado de Haendel. P e r o en la edad del racionalismo, la reverencia y la adoración se dirigían sobre todo al gran organista; más aún, subsiste la duda de si para su hijo de Hamburgo, Cari Philipp Emanuel, las obras de su padre eran bastante expresivas, cantarínas y sentimentales. Únicamente los tres grandes maestros — H a y d n y especialmente Mozart y Beethoven— se avinieron a conocer desde su aspecto creativo la obra del «primer padre de la música». Para la segunda mitad del siglo x v n i , Bach fue un maestro de la polifonía. Sus obras tenían valor didáctico y él mismo era el modelo por excelencia. Quantz, que fue contemporáneo de Emanuel, pensaba sobre todo en Bach cuando escribía lo siguiente acerca de los maestros alemanes de alrededor de 1700: «Su estilo... era armonioso y coral, pero no melodioso y atractivo. Persiguieron la composición de una manera más artística que comprensible y grata, más para la vista que para el oído» 4. Hacia 1800, la figura de Bach rompió estas limitaciones —los límites de un círculo admirativo y contemplativo—. En Inglaterra y Alemania se encendió un nuevo entusiasmo. En 1799, el organista londinense August Friedrich Christoph Kollmann preparó una nueva edición del Trío en Mi bemol (núm. 1 de las Sonatas para órgano) y abogó por la publicación del Clave bien temperado. Además, Bach encontró en Samuel Wesley su admirador británico más devoto, para quien, como dejó escrito en sus cartas a Benjamín Jacob en 1808, las obras de Bach constituían «una Biblia musical, sin rival e inimitable». La grandeza de Bach como artista alcanzó proporciones místicas. ¿Qué tiene de extraño que Wesley —al igual que los poetas alemanes románticos Zacharias Werner, Friedrich Schegel y Ludwig Tieck— se convirtiera al catolicismo? Ya no era al Bach escolástico y didáctico a quien Wesley exaltaba a las alturas (de forma muy característica, a expensas de Haendel), sino al artista puro, a la consumación de un período cuya grandeza, inocencia y pureza brillaban en el pasado tan inalcanzable como la arquitectura gótica. t Versuch... (Berlín, 1752), XVIII, par. 79.


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Por esta misma época, en Alemania, era director de música de la Universidad de Gbttingen, Johann Nicolaus Forkel, cuyo libro «Sobre la vida, el arte y la obra de Johann Sebastian Bach» (Uber Johann Sebastian Bachs Leben, Kunst uncí Kunstwerke, 1802) sentó las bases para una nueva concepción de Bach. Forkel era un furibundo adversario de Gluck I en él se agitaban distintos factores emocionales: la pasión por lo histórico, que recientemente había renacido; la añoranza de una etapa artística anterior, aparentemente mejor, y el orgullo nacionalista. Bach iba a dejar de pertenecer únicamente a un círculo reducido de conocedores para pasar a ser de todo el pueblo. «Salvaguardar el recuerdo de este gran hombre», declaraba Forkel, «no es sólo cuestión de interés artístico, es un asunto de interés nacional». Se trataba de un nuevo punto de partida, desconocido para el siglo xviiij racionalista, universal y humanista, e inaplicable a Haendel. Haendel había nacido en Alemania, se había educado en Italia y se había hecho en Inglaterra; Bach, en cambio, era un compositor germano. Esta antítesis es cierta sólo en el sentido de que Bach fue el «fundador» de la música alemana, pero era típica de la época romántica, que empezó a trazar una distinción dentro de la música basándose en las nacionalidades. También Cari María Weber expresaba esta misma idea cuando en 1821, año de la primera representación de Der Freichutz, escribía: «El rasgo característico de Sebastian Bach, aun dentro de su rigor, fue realmente romántico, de naturaleza fundamentalmente alemana, tal vez en contraste con la grandeza de Haendel, mucho más clásica». Al mismo tiempo, en la Escuela de Canto de Berlín que dirgía Cari Friedrich Zelter, se promovía la música sacra de Bach, aun cuando aquél fuera de la opinión de que en torno al viejo maestro había todavía mucho de erudito y pedante. Con todo, sí estaba seguro de la grandeza de Bach, si bien no fue él, sino Goethe, quien formuló el siguiente pensamiento: «Escuchando la música de Bach nos sentimos como si estuviéramos presentes cuando Dios creó el mundo». ¡Fue así como tuvo lugar la transición del caos al cosmos! Algo muy propio del romanticismo. Los empeños de Zelter en favor de Bach culminaron en su alumno Mendelssohn, quien, en 1829, puso en escena la primera representación de la Pasión según San Mateo. Algo muy «romántico»: ¡Cómo habían cambiado las cosas en un siglo! La Pasión de Bach, obra compuesta para el culto divino y las ceremonias litúrgicas, transplantada a la sala de conciertos; cercenada, mutilada, su sonido totalmente modernizado y —en palabras de Zelter— «¡en transcripción más adaptada a las aptitudes de sus intérpretes!» No sólo a las aptitudes técnicas de los intérpretes, sino también a la capacidad mental del público. Ya no era el Bach bíblico, el Bach de la fe luterana, de la simplicidad magnifícente, sino un Bach román tizado, reducido a las fórmulas mendelssohnianas. Pero precisamente estos detalles romantizados eran los que impresionaban más al público. Sólo con el transcurso del siglo xix se fue despojando a Bach de su vestidura romántica, presentándolo bajo un perfil más nítido.

5. Contradicciones

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Pero sea cual sea la naturaleza de esta concepción de Bach, y al igual que ocurrió con Beethoven, era poco menos que imposible que ningún compositor dejara de conocer su obra. Sólo Schubert —dichoso él— no lo consideró necesario. Por lo que respecta a Berlioz, que tan apasionadamente cultivó la percepción histórica, Bach no existió en absoluto para él, a no ser como objeto de burla y de odio. Bach fue ciertamente una herencia peligrosa para los románticos. Era su antípoda, casi punto por punto; sin embargo, y reverentemente, se aplicaron a sacar de él el mejor partido. Pero ninguno de ellos acertó a imitarle y sólo unos pocos —Chopin, Wagner, Brahms, Bizet, César Franck— consiguieron fundir su estilo, de muy diversas maneras, con el lenguaje romántico.

Virtuosismo frente a intimidad Entre las contradicciones del movimiento romántico destaca el hecho de que al mismo tiempo que revivía el pasado y manifestaba su inclinación por la intimidad y el ensimismamiento más exclusivos, elevaba el virtuosismo hasta alturas sin precedentes. El virtuosismo no era un fenómeno desconocido en los siglos anterioresJEn el siglo xvi, el laúd y la gamba habían conseguido ejecutantes de una habilidad técnica especial inalcanzable para los simples aficionados. Al laúd y la gamba siguieron el clavicordio y el violín; y en el siglo xvm, con,el arte vocal de los caslrati y de unas cuantas primas donnas, la voz humana parecía haber adquirido una fuerza y una flexibilidad superiores incluso a las de los cantantes de la época de Rossini y Belliní. Todavía quedaban un grupo de virtuosos vocales de principios del siglo xix, mujeres y hombres —Catalani, Pasta, Nourrit, Tamberlick, Lablache— que vivían en el pasado, a medias con una sonrisa y a medias con enviclia^Pero el nuevo, el verdadero virtuosismo se centraba sobre todo en dos instrumentos: el violín y el piano. Era un nuevo virtuosismo que conectaba, por supuesto, con el nuevo público, con las masas, a la que ya no decían nada las sonatas de Mozart, ni siquiera las de Clementi. La diferenciación entre lo íntimo y lo brillante se agudizó más y más. Como hemos dicho, ya era perceptible en Beethoven, sí bien las dificultades técnicas de sus sonatas se subordinan siempre a su fuerza expresiva y nunca son difíciles simplemente por el hecho de serlo. Más aún, la dificultad que encierra el Rondó de la Sonata Waldstein es tan concordante con su propia técnica personal que, como el mismo Beethoven dijo, nadie era capaz de imitar su forma de interpretar. Con Cari Maria Weber, la intimidad desapareció por completo en aras de la brillantez. Weber no sólo compuso sus variaciones, polonesas y rondós pensando en su ejecución, es decir, con la mira puesta en la sala de conciertos, sino también sus cuatro sonatas, todas ellas «Grandes Sonatas», y todas ellas con movimientos di bravura. Y después de Weber hubo una gran cantidad de compositores virtuosistas, que, como músicos, se hallaban subordinados a su instrumento: Kalkbrenner y Czerny, Dreyschock y


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Thalberg, Herz y Hünten, y todos los nombres que se quieran añadir. Incluso Schubert tuvo que inciensar en el altar de la bravura, incluso Mendelssohn hubo de pagar su contribución. Entonces, hacia 1820, de Italia vino a conquistar las salas de concierto europeas un violinista, cuyo virtuosismo todavía hoy exhala un aire de fabuloso encantamiento: Nicoló Paganini. El encuentro, el compromiso del virtuosismo con el arte con mayúsculas no podría demostrarse mejor que con el programa de un concierto de Paganini en Breslau, el 28 de julio de 1829; entre los movimientos de la Primera Sinfonía de Beethoven, tan inmisericordemente hecha pedazos, Paganini tocó lo siguiente: un «Gran Concierto», un «Adagio y Rondó con campana», «Variaciones para la cuerda en Sol sobre la plegaria del Mose, de Rossini», y «Variaciones sobre Nel cor piü non mi sentó». Pero Paganini no era un simple charlatán, y las obras que de él nos han quedado son incapaces de darnos una idea del poder demoníaco de sus interpretaciones. Según testimonio de sus coetáneos, como por ejemplo Heinrich Heine, tiene que haber sido la suya una forma de tocar tal que la consumación de lo mecánico se prolongaba hasta lo fantástico, hasta la magia de los personajes de E. T. A. Hoffmann. Incluso Louis Spohr, principal representante del estilo alemán de interpretar al violín, de aquella época, tuvo que reconocer a regañadientes la singularidad de Paganini. Así, pues, el ejemplo de Paganini convirtió en llamarada las chispas de la resolución de Franz Liszt de llevar el arte de su instrumento —el piano— al mismo grado de perfección y, si era posible, superarlo. Y lo consiguió precisamente porque era mucho más que un simple virtuoso. Empezó por cuestiones técnicas con. los Etudes d'execution transcendíante d'aprés Paganini, pero siguieron el Allegro, el Rondó, el Grande Valse di Bravura, junto con las Fantasías sobre temas favoritos de Bellini, Donizetti, Meyerbeer y también con el Álbum d'un Voyagcur y los Annés de Pélerinage. El virtuosismo llegó en Liszt a su punto máximo, y maestros como Schumann y Chopin, juntamente con Liszt, los compositores para piano más grandes del período romántico, todos ellos románticos de la primera ola, todos enemigos del virtuoso a secas, atacaron el. virtuosismo con sus propias armas, poniéndolo al servicio de la expresión poética.

Capítulo 6 Música universal y música nacional

La universalidad en el siglo XVIII En la música del período romántico los pueblos empezaron a marchar cada uno por su camino. Durante el siglo xvm sólo hubo tres naciones a las que pudiera atribuirse, sin dudarlo, un carácter musical nacional con su consiguiente desarrollo: Italia, Francia y Al e m a n i a > si bien es verdad que a principios de siglo todavía no era muy seguro que Alemania pudiera reivindicar la condición de nación musical diferenciada, o si sólo se reducía a una mezcla de música italo-francesa. Durante el siglo xvín no faltaron manifestaciones de nacionalistas, pero sólo adquirieron proporciones significativas en Francia, donde sus habitantes se sentían orgullosos de su tradicional liderazgo en todo lo referente al gusto y donde —ya en 1700— se entretenían analizando los méritos relativos de las músicas italiana y francesa, olvidándose sin duda de que el estilo de la ópera francesa lo había creado un músico florentino, Giovanni Battista Lulli, siguiendo el modelo de la cantata romana de 1650. Alrededor de 1760 y 1780, la controversia en torno a la forma operística nacional se fue agudizando hasta que Gluck, que odiaba todas las limitaciones nacionalistas, dio por concluido el debate con su propio estilo de ópera. Johann Adam Hiller, contemporáneo suyo, decía de Gluck, con toda justicia: «Los confines de la ópera nacionalista son demasiado estrechos para él; al margen de la música francesa e italiana, al margen de todo el mundo, Gluck ha compuesto una música que le es propia—» Fuera del terreno operístico el público no se limitó a ser un simple espectador tolerante —incluso en Francia—, sino que se mostraba enteramente libre de prejuicios. En ninguna parte se recibieron las sinfonías de Stamitz o de Haydn con mayor entusiasmo que en París, y basta recordar los nombres de los compositores parisinos de moda cuando Mozart era joven —Schobert, Eckardt, Honnauer— para comprobar que no sonaban muy franceses que digamos. Desde la llegada de Haendel, In61


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glaterra se convirtió en un país importador de música, especialmente de música italiana, y la protesta en forma da parodia que es la Opera del mendigo viene a corroborar su firme implantación. Los rivales más peligrosos de Haendei no fueron músicos ingleses, sino italianos. En Alemania, y hacia 1770, se intentó iniciar una «Opera teutona», pero aquí el término «teutón» se refería únicamente a la elección temática, como ocurre con Günther von Schwarzburg, de Holzbauer, o con Rosamunde, de Schweitzer. Por otra parte, no puede hablarse de un chauvinismo musical italiano, de un aborrecimiento por lo francés como el que Alfíeri expresaba en su poesía. Y esto era así por la sencilla razón de que el liderazgo italiano, el dominio mundial que ejercía a este respecto, no despertaba ni siquiera una sombra de duda. Cierto que también los franceses y alemanes componían música, pero no había que preocuparse por ellos: la música italiana tenía carácter universal. La música de los grandes compositores del siglo xvm, Haydn y Mozart —y sobre todo la de Beethoven, el maestro que descolló a la vuelta del siglo— es universal. Probablemente Haydn nunca hubiera comprendido la controversia que un día suscitaría la cuestión de dilucidar si era un músico «croata» o un «alemán», controversia que desde su inicio se inclinó en favor de los defensores de Haydn el «croata», porque la evidencia que esgrimían se basaba en sus características musicales, mientras que los defensores del Haydn «alemán» fundamentaban su postura en datos genealógicos muy discutibles. En su momento, Haydn escribía su propio estilo de música: ni alemán ni croata. En dos de sus tríos para piano, Haydn incluyó un Rondo all'ongarese y un Rondo olla tedesca y tomó prestados de la música popular un sinfín de detalles, aun cuando 'en el título no reconociera su deuda; pero por la misma razón, no fue un compositor «húngaro» ni «alemán», ni de ningún otro tipo. Su Rondo alia tedesca constituye precisamente un signo de que cultivaba cierta relación con lo «germano», es decir, con su folklore, pero no acababa de sentirse alemán del todo. Se dirigió a los hombres y mujeres sensibles, a los seres humanos con alma e ingenio, y así le comprendieron en París y en Londres, incluso mucho antes que por ejemplo en Berlín. Y también en Italia le comprendieron, porque sobresale muy por encima de todo lo nacional, no digamos de lo nacionalista. No-, cambiaron mucho las cosas en el caso de Mozart. No necesitamos que nos digan que fue francmasón y que una de sus últimas obras, La flauta ^mágica, constituye el testimonio de la lucha contra todo lo tenebroso, contra todo tipo de limitaciones; que es una apoteosis de lo humanitario: en toda su música puede palparse este espíritu universal. Es más, nunca se llegará a decidir si su música es alemana o es italiana —es ambas cosas .o* no es ninguna: es mozartiana y, por lo mismo, universal. Muy a menudo se ha destacado el hecho de que la música de Mozart nunca ..recibe estímulos de la naturaleza, del «aire libre», como sí es el caso -de Haydn y Schubert, sino que los toma de las obras de

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nos artistas o incluso de su propia música anterior, lo que supone ana spccie de endogamia puramente artística. A veces —muy pocas—, Mo•art parece «salzburgués» o «vienes», pero aún entonces se trata de una relación de condescendencia, una relación irónica. Es significativo que a lo largo de su Don Giovanni, cuya acción transcurre «en una ciudad española» (in una citta di Spagna), y de sus Nozze, escenificada en las afueras de Sevilia, Mozart recurra al tipismo español sólo en una ocasión, en un breve ballet-intermezzo. Sus personajes pueden vestir atavíos espanoles, pero los vestidos no son lo fundamental. Por contraste, pensemos .nlamente en Carmen, en el encanto que obtuvo Bizet del tipismo español, MU olvidar, no obstante, a los seres humanos que intervenían en la obra, pues también Bizet fue un gran músico. También Beethoven se hubiera sorprendido mucho de haber sabido que un día le llamarían el «Gigante del Bajo Rin» y de que tanto flamencos como alemanes le reivindicarían como su compositor nacional, por no mencionar su posición como el último de la tríada de «vieneses Clásicos». Por lo que a Beethoven se refiere, basta con citar a Fidelio o recordar las palabras de Don Fernando: «El hermano busca a sus hermanos...»

ii la Novena Sinfonía, con su apoteosis de la unión fraterna de la humanidad bajo el signo del amor divino. Beethoven nunca se dirigió a una nación. En su Tercera Sinfonía quiso cantar un himno de alabanza ni hombre que había consumado la Revolución francesa -—acontecimiento que había expulsado de su estado a su patrón electoral— de modo que su obra sirviera «para celebrar el recuerdo de un gran hombre» {per /¡•s/igiare il Souvenire di un grand Uomo), pero cuando Napoleón se hi/.o nombrar Emperador de los franceses, Beethoven rompió su dedicatoria. lil nuevo entusiasmo por el tipismo regional Habría que investigar muy minuciosamente el lenguaje musical de Beethoven para encontrar algún rastro de dialecto nacional. La razón está en que la calidad de la melodía, como tal, fue poco significativa rara Beethoven, y en que reimprimió y refundió esa melodía hasta representar su intención, hasta ser capaz de hacer perceptible la música que subyace bajo la música. Nada es más indicativo de su actitud hacia el repertorio de melodías de cada nación que el empleo que hace de dos Inundas rusas en sus cuartetos Opus 59, que dedicó al conde Rasumowsky. Una de estas melodías, la que se incluye en el tercer movimiento del segundo Cuarteto (en Mi menor) o, más concretamente, en el Maggiore del Alegretto que sustituye al Scherzo, es la misma que empleó Musorgsky en una de las escenas más coloristas de su Boris, y es imposible imaginar nada más genuino, nada más «ruso» que dicha escena. Pues bien,


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para Beethoven, tales melodías no eran sino material temático, piedras para elaborar los motivos, como otras cualesquiera. Y al igual que compuso una Polonesa en la que sólo era polaco el ritmo, también incluye en el Cuarteto en Sí bemol, Opus 130, un movimiento «al modo de la danza alemana» (alia danza tedesca) —no, por así decirlo, una verdadera «danza alemana»—. Su relación con la idea nacional se asemeja a su relación con la fuga, «ora libre, ora artificiosa» (tantót libre, tantót recherché), reservándose para sí el derecho a tomarse todo tipo de libertades. Recurrió tanto a las evocaciones nacionales como a las formas más rigurosas, y siempre para sus propios fines. Con la llegada de los románticos, este estado de cosas sufrió una modificación inmediata. Más adelante nos ocuparemos con mayor detenimiento del problema del germanismo de Weber; pero aun si los aspectos germánicos de Der Freischütz, examinados más de cerca, tienden a disiparse, la intención y el efecto nacionalista de esta «ópera romántica» en contraste con La flauta mágica y Fidelio son palpables. Weber fue el primer compositor que supo ver el valor melódico intrínseco a las canciones populares, y fue para los músicos «universales» del siglo XVIII lo que los dos recopiladores de Des Knahe Wunderhorn, Arnim y Brentano, fueron para Johann Gottfried Herder, el editor de dicha colección de canciones populares (1778 y 1779), que posteriormente se bautizaría con el nombre de «Voces de los pueblos puestas en canciones» (Stimmen der Vólker in Liedem), Para Herder, la poesía era la lengua materna de la raza humana, y sintió una devoción tan puramente humanista hacia los pueblos extranjeros y hacia las épocas remotas del pasado que no le importaba demasiado si una canción procedía de Alemania, España, Laponia, o del Perú. Nuestros dos1 románticos, sin embargo, se limitaron a lo germano, de modo que adoptaron un sentimiento nuevo hacia el tipismo nacional y extranjero, lo mismo que hicieron los que en otros países sustentaban opiniones análogas. En Richard Coeur de Lion (1784), el viejo Grétry había utilizado una melodía provenzal (que posteriormente empleó Beethoven en una serie de variaciones para piano) como especie de leitmotiv, pero es difícil saber lo que tiene de provenzal o de antigua. Weber, sin embargo, en el primer Finale de su Oheron utilizó, conectándola con una breve aria que canta Rezia, una melodía auténticamente árabe para su coro de guardias del harén, una tonada que había encontrado en un libro de viajes (de Carsten Niebuhr, 1774) que se pretendía sonara árabe, grotesca y extraña, y tal fue precisamente el efecto que consiguió. Y encontró también el motivo de la trompa, que introduce el final feliz de la trama, en forma de «Danse turque», en el Essai sur la A Musique (1780), de Laborde. Hasta Schubert se sintió afectado por el nuevo entusiasmo por lo nacional, como tal. Cuando, paralela a sus lieder compone una serie de canzonette italianas, podría decirse que sin ser imitaciones de Rossini, son más italianas que las del propio Rossini. Cierto que Beethoven también había compuesto distintas obras vocales con textos italianos y al estilo italiano, tales como su escena «¡Ah! pérfido», su terceto «Iremate,

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empj», y diversas arias y cancioncillas; pero utilizó el italiano simplemente como uno de los lenguajes universales de la música. Con Schubert lo italiano era ya una envoltura fascinante y colorista, y ello puede aplicarse no sólo a lo italiano. Schubert fue más vienes que sus antecesores, más —por ejemplo— que Mozart, que compuso «Deutsche Tanze» o «Landler», que lo mismo podían ser originarios de Salzburgo que de cualquier otro lugar del sur del Danubio. Los «Landler», de Schubert, se convirtieron en valses, evolución que significó algo más que un simple ambio de nombre. Late en ellos algo más sensual, más flexible y exubeante —un rasgo característico de la «Ciudad de los feacios», como llamaba Beethoven a Viena. Y el hecho de que Schubert viviera algún tiemo en Hungría no dejó de surtir su efecto. Con cierta frecuencia imprimió los movimientos de sus composiciones un aire húngaro, aun cuando o lo reconociera con tanta claridad como en su Divertissement a l'honroise, Opus 54, para cuatro manos: por ejemplo, en el Finale de su Cuarteto en La menor, en el Allegretto de su Fantasía en Do mayor para iolín y piano, Op. 159, y en el movimiento lento de su Sinfonía en o mayor. Utilizó el modo menor, los particulares recursos armónicos, el ritmo sostenido del dialecto musical húngaro para expresar su propia melancolía schubertiana; y aun con ropaje magiar seguía siendo él mismo. También supo ponerse las vestiduras francesas: entre sus obras para piano 2 cuatro manos se encuentran no menos de cinco «sobre temas franceses» (Op. 10, 63, 82, 1, y Op. 84, 1 y 2). Y entre sus lieder, ¡qué diferencia entre el tratamiento que da a un poema ossiánico del que imprime ¡i las odas neoclásicas de Hólty, o a las baladas, también neoclásicas, de Schiller! Una de sus primeras composiciones vocales es el romance en Iros partes, Don Gayseros, que hace gala de un despliegue de tipismo acentuadamente español, aun cuando el jovenzuelo de dieciséis o diecisiete años que lo compuso nunca hubiera estado en España. Este gusto por imaginarse en tierras extrañas o en épocas remotas, « t e gozo por los ropajes, es puramente romántico, y a medida que el movimiento se desarrollaba, las regiones fueron cada vez más numerosas y lejanas. Precisamente por ponerse a tono con el arte de Cari Loewe, / tival de Schubert como compositor de baladas, la edición completa de sus canciones se dividió en secciones, de acuerdo con el acento nacional ele las distintas piezas —baladas polacas, francesas, españolas y orientales—. El sentimiento de lo nacional, de lo provincial, se hacía cada vez más acusado. Berlioz puede servir de ejemplo en cuanto al modo en que los italianos desarrollaron un lenguaje musical que partía de lo universal para llegar a lo nacional —incluso, cabría decir, a lo peculiar de una región—. El primer movimiento de su Harold en 11alie (1834) presenta al héroe romántico de Byron en «escenas melancólicas, gozosas, felices». Pero el segundo y tercer movimientos, la «Marcha de los peregrinos entonando BU plegaria nocturna» y la «Serenata de un montañés de los Abruzzos B su dama», son los estudios etnográficos de un turista que, como Berlioz, lia conocido Italia, su cielo luminoso, el heroico contorno de sus mon-


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tañas, y amado profundamente a la gente sencilla de Roma. La «Escena en el campo», de la Sinfonía fantástica (1830-31) se localiza con mayor precisión que la «Tormenta» de la Sinfonía Pastoral, de Beethoven, y es —si no «más sentimiento que pintura» (el lema de Beethoven)—, sí más rica todavía en rasgos impresionistas, con su «dueto pastoral», su «leve susurro de los árboles agitados suavemente por el viento» y su «fragor distante del trueno». Cierto que siempre experimentamos este paisaje a través del alma apasionada del héroe; sin embargo, él lo sitúa más en primer plano que Beethoven. En su Condenación de Fausto, Berlioz intenta que Margarita, en sus dos canciones, hable el dialecto musical germánico, y manda a su héroe a Hungría simplemente «porque deseaba escuchar una pieza de música instrumental sobre un tema húngaro». Entre sus composiciones vocales se encuentran piezas como «El joven pastor bretón» y una canción oriental titulada «La cautiva», y ambas parecen envueltas en la atmósfera provinciana idónea recurriendo al empleo de medios armónicos y cromáticos especiales. Así, pues, lo oriental vino a cambiar por entero el carácter de la música. Durante el siglo xvm, ésta iba acompañada muchas veces de un toque cómico, especialmente en las últimas óperas turcas, cuyo chiste estribaba en su ruidosa instrumentación, situación que perduraba en la época en que Mozart compuso su Entführung, si bien en su Rondo alia Turca supo también mezclar el elemento cómico con una cierta calidad espiritual. También Beethoven pedía para su coro de derviches en las Ruinas de Atenas (1811-12) «toda suerte de instrumentos incidentales de percusión: castañuelas, campanillas y demás»; pero este coro, como la subsiguiente Marcia alia Turca, tenía ya el carácter de un estudio etnográfico. La música seguía, pues, muy de cerca, los pasos de los poetas románticos, quienes buscaban sus temas en tierras del sur cada vez más alejadas —Italia, España, Grecia, Arabia— y en el Oriente. Y cambió el concepto que se tenía del Oriente. En cierta ocasión, Gustave Flaubert se refiere al Oriente de Byron —a Turquía— de una manera muy distinta a la forma que prevalecía en el siglo xviii: «...el Oriente de la cimitarra, de los atavíos albaneses, de la celosía que se asoma a las olas azules». No era ya el Oriente de las «óperas turcas», sino un Oriente nuevo y de un carácter más etnográfico. Ya en 1809, un autor tan conservador como Louis Spohr, dos años mayor que Weber, compuso un Rondó sobre «melodías españolas auténticas» en su Concierto para violín en Sol menor, Op. 28. Los matices se iban haciendo más brillantes y ricos cada vez, hasta llegar a la «Oda sinfónica» Le Désert (1844), de Félicien David, con la cual la música exótica tomó carta de naturaleza. Era el equivalente musical a las coloristas impresiones de viaje de Chateaubriand, en la literatura francesa. Al considerar todas estas cosas no podemos olvidar que hacía ya tiempo que el ballet había descubierto los ropajes, la calidad decorativa o pintoresca del exotismo lejano. La tradición se remonta a los primeros años del Renacimiento, con sus procesiones, sus mascaradas y sus carri. En especial el Ballet hér dique francés durante y después del siglo xvn

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rastreó por todo el mundo en busca de sugerencias. El más bello de estos ballets, el de las Indes Galantes, de Philippe Rameau (1735), reunía | n su escenario nada más y nada menos que al Antiguo Mundo (el Jardín de Hebe), a Turquía, los incas del Perú, los persas e incluso —en una celebración en la que se fumaba la pipa de la paz— a los indios de Norteamérica, juntamente con los soldados españoles y franceses, es decir, Europa, Asia y todo el hemisferio occidental. Pero en las danzas de las diversas escenas, Rameau todavía no hizo nada por conferir a su música un carácter etnográfico: los pueblos de todos los confines de la tierra bailaban y cantaban en francés. El descubrimiento del mundo era :il»o que se reservaba al siglo xix.

I ,os dialectos nacionales en la música El descubrimiento del mundo condujo a un redescubrimiento de la propia Europa, y al margen del lenguaje universal se fueron desarrollando lenguajes nacionales. No se trataba, por así decirlo, de una confusión babilónica de lenguas, como en la Biblia; en la música romántica los idiomas nacionales significaban para el lenguaje universal y humanístico de la música mucho más de lo que representaban los dialectos populares con respecto al lenguaje literario, por ejemplo, el veneciano, el lombardo o el siciliano con respecto al toscano puro, o como el suevo, el bajo alemán o el sajón lo son con respecto al alemán unificado de Lutero. En música, como en literatura, los dialectos son más flexibles, más llenos de colorido e infantiles que el «lenguaje literario», mucho más uniforme. Por otra parte, con estos dialectos, depende mucho de quien los hable y del propósito que le anime. Si los utiliza una personalidad rica y original se encumbran por encima de lo nacional, lo regional, o lo provincial, y todo el mundo los acepta. Tal fue, y de un modo muy especial, el caso de Frédéric Chopin. La música polaca le debe a Chopin algo más y algo más grande de lo que él debe a la música polaca. Desde un principio el idioma polaco había atraído la atención de los músicos: en Bach y en Telemann, en los Rondeaux en Polonaise, de Mozart, pueden encontrarse polonesas y ninguna de ellas fue la primera. Pero mientras sólo fueran tema para las composiciones de Joseph X. Elsner, maestro de Chopin, o las óperas de K. K. Kurpinski, la música polaca hubiera seguido siendo provinciana. Chopin recurrió a las danzas nacionales polacas como la polonesa, la mazurca y la cracovienne, pero fue el primero en insuflarles alma. ¿Son polacos sus scherzi, sus études o sus nocturnos? Los nocturnos tienen tan poco de polacos como poco tienen de ingleses o de rusos los modelos en que se inspiraron: los nocturnos de John Field (1782-1837). Con toda justicia, Polonia ha reclamado la obra de Chopin como un tesoro nacional valioso, todo lo precioso que es un bien del espíritu. Lo que sucedía en Polonia se repetía en todos los países de Europa, grandes y pequeños, incluso en los más pequeños. Era como un eco,


Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales 68 sólo que en vez de irse apaciguando, crecía en sonoridad. La conciencia nacional propia buscó la manera de afirmarse también en la música. ¿No es extraño que se activara antes en los países más próximos a las naciones de música «universal»? Un ejemplo muy oportuno es el de Bohemia, país al que durante muchos siglos los Habsburgos habían impedido desarrollar una vida nacional y al que, todavía en el siglo XIX, un poeta alemán llamaba «pueblo cariátide» y, por tanto, relegado a una posición de inferioridad. Desde los tiempos de Johann Stamitz y de los dos Bendas, los checos habían expresado ocasionalmente su música en tonadas al modo popular, en temas de rondó y «secundarios»; pero en general los músicos de Bohemia y Moravia —Kozeluch y Mysliweczek, Dussek y Gyrowetz— pertenecían al grupo «vienes». Incluso un maestro como Johann Wenzel Tomaschek (1774-1850), que vivió en el vértice de la actividad musical de Praga, también era un músico «vienes» de este tipo: imposible hallar en sus obras, entre las que se cuentan canciones de Goethe, o en su autobiografía, ninguna aspiración sentida nacionalmente. La música checa adquirió carta de naturaleza por vez primera en la obra de Bedrich Smetana (1824-1884), y en especial con la primera representación de La novia vendida (1866). Todo en esta ópera es checo: el lenguaje, los trajes, la puesta en escena y sobre todo la música, con sus ritmos y «danzas de origen popular. Pero es también algo más que nacional. Todo aquel que deliberadamente limitara su análisis a lo puramente musical encontraría que se deriva de la primera música romántica vienesa, de Schubert, y que no hay nada en ella que no tenga origen en el propio Schubett. El énfasis nacional de la música romántica se relacionaba muy estrechamente con el interés revivido por la canción folklórica, nacional o regional. No quiere decirse que el movimiento empezara siempre: por dicho interés, mucho antes del Manifiesto de Felipe Pedrell, de 1890, hubo un tipo de música con acento español, música española con colorido popular (lo que se llamó Casticismo). En Rusia, el interés por la canción popular se desarrolló en un poderoso crescendo que ha continuado hasta nuestros días. Las delimitaciones fueron especialmente acusadas en Rusia, en toda la extensa parcela que nada tiene que ver con la música occLdental. Durante el siglo XVIII, desde el reinado de Pedro el Grande, Rusiai había sido, musicalmente hablando, una provincia de Italia; de allí traía mo sólo composiciones, sino libretistas, cantantes, orquestas y compositores —Paisiello, Sarti y demás—. Pero uno de estos compositores italiano»s, Catterino Cavos (1776-1840), un veneciano, empezó a tratar temas rvLsos y a utilizar en sus obras las melodías del país, por ejemplo en luán Sussanin (1815); hasta que con Michael Glinka (1804-1857) y su Una vida por el Zar (1836), sobre una temática similar, nació una obra patriótica y nacional, con la cual por vez primera parece arrancar la Hnstoria de la música rusa. Pero el hecho de que todavía no era suficientemente «rusa» se demuestra con la aparición de los «cinco grandes»: Balakitrev, Musorgski, Cui, Rimsky-Korsakov y Borodin, con su oposición y su lucha contra los «occidentalistas»: Serov, Rubinstein y Tchaikovsky. En esta cuestión

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subsiste siempre la pregunta de hasta qué punto esa exaltación de lo ruso es genuinamente nacional y cuánto tiene de «romántica». Constatado que este énfasis en lo nacional constituye uno de los rasgos diferenciales del romanticismo musical, poco más podemos añadir. El nacionalismo y el individuo El énfasis en los temas nacionales nada tiene que ver con la grandeza de un compositor. Chopin seguiría siendo uno de los grandes de la música, aunque su obra nada tuviera que ver con Polonia, mientras que Grieg no está ciertamente entre ellos, aun cuando el encanto y el colorido nacional de su obra hayan alcanzado éxito universal. La relación de un músico, cuya obra recoge el tipismo nacional, con el país propio, sigue siendo una pregunta abierta. Recordemos que los primeros compositores daneses (y, por ende, los primeros músicos escandinavos, pues más tarde Suecia y Noruega también siguieron sus propias tendencias nacionales) fueron todos alemanes, sin excepción: Friedrich Ludwig Aemilius Kunzen (1761-1817), Christoph Ernst Friedrich Weyse (17741842), y Friedrich Kuhlau (1786-1832), juntamente con el fundador del Singspiel danés, Johann Abraham Peter Schulz. Análogamente, algunos de los poetas daneses de esta época como Jens Baggesen (1764-1826) pulicaron en alemán parte de sus poemas; y unos cuantos autores dramáticos, como Adam Óhlenschláger (1779-1850), tradujeron al alemán sus obras. Sería un error considerar a Franz Liszt un compositor nacional magiar, a pesar de su poema sinfónico Hungaria, su gran Misa Festiva, y sus Rapsodias húngaras. La historia de la música nacional romántica, en Hungría, no deja de tener su toque de humor, pues la reserva de melodías populares de la que se nutre —la denominada música gitana— era una mezcla estilística de ingredientes muy discutibles, muy débilmente nacionales. En el transcurso del siglo xix todos los pueblos, uno tras otro, desde las nacionalidades más grandes a las más pequeñas, se expresaron con música. A principios de siglo sólo había música italiana, alemana y francesa, y en ella los rasgos distintivos nacionales apenas se subrayaban, ni era necesario hacerlo, pues la autoridad no se ponía en cuestión. El objetivo de esta triple música, especialmente entre los maestros alemanes, era humanista o universal. Ahora bien, hacia final del siglo, Europa se había dividido en una docena, más o menos, de provincias musicales, y el mapa de sus límites sería tan variopinto como el del antiguo Sacro Imperio Romano. Después de Polonia, son Hungría y Bohemia; les siguen Rusia y España; y los tres países escandinavos; a continuación, Holanda y Finlandia; y, finalmente, los países bálticos, las tres entidades yugoslavas, Rumania y Bulgaria, y las diversas regiones de la extensa Rusia. Sólo Inglaterra esperó hasta fin del siglo para tomar conciencia de su canción folklórica y de su nacionalismo musical; y si bien en los siglos XVIII y xix América contó con muchos músicos —y en el xix también músicos románticos—, no uede decirse que tuviera una música auténticamente americana.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

La nota nacionalista de la música romántica parece acentuarse incluso en las naciones que previamente no habían dado muestras de ello. Cierto que ya en el siglo xvi se habían manifestado algunos rasgos nacionales diferenciadores entre las tres grandes naciones musicales, y que con el transcurso del tiempo aparecieron diferencias regionales en Alemania e Italia, y, en menor medida, también en Francia, cuya vida musical se centraba en París. Hacia final del siglo xvi ya se apreciaban marcadas diferencias entre Alemania del norte y del sur (aun en el caso de no intervenir el elemento popular): Johann Pachelbel y Georg Muffat fueron organistas con rasgos sureños; Buxtehude, Lübeck y Reinken, con rasgos del norte, En Italia, la música tuvo acento napolitano a partir de Pergolesi; milanés, después de Sammartini; y con Galuppi, veneciano. Pero después de 1800 el reforzamiento del carácter nacional fue inequívoco, incluso entre las naciones musicales con solera. Rossini, repetimos, parece «más italiano» que Paisiello o Cimarosa; Berlioz «más francés» que Grétry, Méhul, o Le Sueur; Schubert, «más austríaco» que Haydn o Mozart; Schumann, «más alemán» que Schubert, o incluso que Haydn, Mozart, o Beethoven. El término «parece» se utiliza aquí con prudencia, porque sería ardua la tarea de distinguir la parte de este nuevo énfasis que corresponde a la personalidad del compositor y la que se debe a su origen. Cuando, en 1816, Louis Spohr accede por vez primera a las obras de Rossini —la Italiana in Algeri, el Tancredi— intentó, no sin cierta hostilidad envidiosa, poner en claro lo que en ellas había de novedad. Pues bien, los bajos suspendidos, las deslumbrantes modulaciones, los rasgos instrumentales en el diseño de la línea vocal, los pasajes de coloratura innecesarios, y los innecesarios crescendos (sic) en las strette, todo ello, era cosecha de Rossini y muy característico de él, pero por el hecho de que creara inmediatamente una escuela, se convirtió en «italiano». En Berlioz, el elemento nacional consistía, como en otros casos, en renovar o enfatizar la antigua predilección nacional por lo descriptivo, que se puede encontrar ya en el siglo xvi en la obra de Janequin con las representaciones de batallas, en los conciertos de pájaros, los sonidos de la ciudad y las escenas de caza y que, de manera todavía más diferenciada, está presente en las obras de Couperin y Rameau. Cierto es que este rasgo de Berlioz era también expresión de su propio genio, su agudo oído para la sonoridad orquestal, su aversión por el ruido producido por la orquesta de forma mecánica, aversión de la que Berlioz dejó constancia en sus cartas y demás escritos. Tras Berlioz este sentimiento por el sonido se convirtió en tradición de la música francesa, tanto que, de una simple ojeada, se puede distinguir una partitura francesa de otra alemana, o incluso italiana. En otros ejemplos el elemento nacional es una pura leyenda fabricada por el propio compositor, o un caso crudo de materialismo, como ocurre en Wagner. Después de Tannhaüser no hay nada en las óperas de Wagner que sea germánico, o teutónico, o nórdico, fuera de la trama y el lenguaje; antes que nada son wagnerianas y su efecto internacional sólo se puede explicar bajo la base de sus méritos individuales arrolladores. Solamente

Música universal y música nacional

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en Die Meistersinger von Nürnberg se comprometió Wagner creativamente BOU la música del pasado germano —con el estilo polifónico del período de Bach y Haendel—. Tales son el procedimiento y la base usuales en la formación de los movimientos nacionales de la música romántica del sip o xix —la conexión del material folklórico tradicional con los períodos musicales anteriores—. Esta es también la fórmula del germanismo de iirahms, quien no sólo gustó desde un principio de la canción folklórica y la introdujo en su propia obra, sino que también mostró interés por los descubrimientos de la musicología, tratando de imitar y revivir las formas ¡iiitiguas.


Capítulo 7 Formas y contenidos

Beethoven y la forma , El período romántico musical, al igual que cualquier otro en la historia del arte, alteró las formas heredadas y creó otras nuevas. En el campo de la música instrumental su herencia principal fue la sonata, que había alcanzado su más fuerte expresión y sentido universal en las sinfonías de Heethoven. El destino del movimiento romántico quedó sellado por la grandeza de tal herencia. Con Haydn, Mozart y Beethoven la sinfonía había logrado su forma más rotunda. Haydn fue su creador, tras arduos trabajos y muchos experimentos, hasta lograr afirmar plenamente la estructura de los cuatro movimientos, en sus diversas modalidades, contrastantes y al mismo tiempo Agrupados en una unidad de orden superior. La que se denomina «forma de sonata», que Haydn empleó en los primeros movimientos de sus sinfonías, fue también su forma favorita para los últimos movimientos. Puede decirse que a él le cupo, casi únicamente, la responsabilidad de crear esta forma y que fue el primero en conferirle un significado. Con él ninguna sección tiene un desarrollo igual al de otra, pues cada una de ellas la desarrolla de acuerdo con el carácter especial de los temas. Mozart, el más importante de los coetáneos de Haydn, y también su mejor discípulo, captó muy bien este rasgo y en sus cuatro últimas sinfonías acrecentó aún más el drama interno de su desarrollo (en las Sinfonías en Sol menor y en Re mayor), la calidad monumental del Finale (en la Sinfonía en Do mayor) y la oportuna relación entre las partes. Y lo hizo sin falsear su propia personalidad, pues la primera de estas obras —la denominada Sinfonía de Praga— tiene sólo tres movimientos, y las que tienen cuatro no incluyen el scherzo, ya que Mozart no sólo conserva el minué, sino que resalta el carácter de minué del conjunto. Sin embargo, los románticos prestaron más atención a Beethoven que a Haydn y a Mozart, a los que más bien contemplaron con cierta tole73

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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

rancia reverente. Con Beethoven la sinfonía alcanzó por vez primera su. plenitud, su colosal estatura como apelación al individuo y a las masas, aí individuo dentro de las masas, una apelación de un patetismo y de un talante magnif icen tes. Las formas sinfónicas se ampliaron decididamente, pero sin esa exageración que nos hace rechazar algunas de las obras arquitectónicas del barroco, o sonreír ante determinadas creaciones del Imperio que florecieron en vida de Beethoven. No en todas sus obras, pero sí en las más importantes, Beethoven «domeñó las fuerzas del caos», dio a sus pensamientos la expresión formal más acabada, y llenó los confines de las nuevas dimensiones con la expresión más enérgica. El primer movimiento de la Heroica constituye hoy, al igual que en la época en que fue compuesto, una de las maravillas de la música, supremamente vivo en cada detalle y, no obstante, totalmente unificado, increíblemente diáfano aunque extraordinariamente impulsivo. Y lo que es aplicable a este movimiento puede decirse de toda la sinfonía. No hay en Beethoven «alargamientos», excelsos o no, pues él no asumió forma alguna; antes bien, las creó todas. Beethoven tuvo sus fórmulas características, pero nunca fueron cascaras huecas y nunca se repitió. Los románticos pensaban que en sus últimas obras —en las sonatas para piano de la Op. 101 a la Op. 111, y en especial en los últimos cuartetos— Beethoven hizo «estallar la forma»; y a partir de tan ilustre modelo desarrollaron la idea de que era permisible o justificable que también ellos pudieran tratar la forma lo más libremente posible. Y lo cierto es que no hay —ni siquiera en las últimas obras de Beethoven— un solo movimiento, un solo compás, que se aparte de la lógica musical más estricta e inmanente, o que exija una justificación extramusical, ni siquiera en el detalle más minúsculo. La forma en la sinfonía romántica Desde el inicio mismo, los románticos adoptaron una actitud relajada en lo que a la forma sinfónica se refiere. Es bastante característico que Weber sólo compusiera dos sinfonías en toda su vida, ambas en Do mayor, y las dos en 1807, cuando todavía no contaba veintidós años. Para entonces ya se había escrito, estrenado y editado la Heroica, ese modelo de gravedad suprema que suena como un himno de la más pura estructura; esa composición donde ningún instrumento se impone dentro del conjunto y donde todos contribuyen al objetivo sinfónico global. Y sin embargo Weber compuso estas dos obras tan sumamente independientes, estas partituras que casi cabría calificar de poco serias desde el punto de vista formal. Nadie ha sabido enjuiciar mejor la primera de ellas como el propio Weber en sus últimas cartas a Gottfried Weber (1813) y a Friedrich Rochlitz (1815): «...Dios sabe que hoy cambiaría muchas cosas de mi sinfonía; sólo con el Minué y posiblemente con el Adagio estoy real y totalmente satisfecho. El primer Allegro es un movimiento-fantasía insulso que, en el mejor de los casos, responde al estilo de una obertura,

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compuesto de secciones deslabazadas; en cuanto al último movimiento podría recomponerse más a fondo». Weber fue un maestro del estilo concertante, pero no del estilo sinfónico, y siempre que se habla de Weber como compositor orquestal se piensa en realidad en las tres oberturas de sus óperas, que enlazan, bastante libremente, sus ideas brillantes e impresionistas, llevándolas a una conclusión arrolladura. Comparadas con las grandes oberturas de Beethoven, Leonora, Egmont y Coriolano, dichas composiciones se limitan a sonar conjuntadas y son arbitrarias en su estructura. La famosa referencia de Schumann sobre las «sacrosantas longitudes» nos lleva a Franz Schubert, en cuya Sinfonía en Do mayor pensaba Schumann. Con todo lo inapropiada que es la acotación, se aplica decididamente mal en este caso, pues en ningún otro pasaje mostró Schubert mejor su condición de romántico clásico, digno de proseguir la herencia de Beethoven. La menor supresión mutila la estructura monumental y unificada de esta obra. Los dos movimientos de la Sinfonía Inacabada constituyen obras maestras condensadas al máximo: la exposición del primer movimiento es un ejemplo perfecto de,explosión demoníaca, mientras que el primer movimiento de la Sinfonía en Do mayor es un pasaje de consumación inexorable. Pero hay otros rasgos por los que se manifiesta el lado romántico de Schubert, cuya naturaleza le inclina más bien a lo clásico. El primero es la conexión temática del Andante introductorio con el Allegro ma non troppo, una «protección» de los motivos musicales que como tal no se encontraría tan claramente acentuada en los clásicos. Otro rasgo es el énfasis que pone en la sonoridad pura, cautivante, «mágica», que se hace todavía más cautivadora y más audible en el Andante con moto, en esa llamada unísona de las dos trompas, retomando el tema. (Digamos, incidenlalmente, que la trompa es el instrumento romántico par excellence; y sólo con seguir su empleo en la instrumentación puede rastrearse el desarrollo de lo romántico en música.) Además, lo cierto es que Schubert logró esta concentración de los movimientos iniciales sólo en unas pocas obras, como son sus dos sinfonías y su Cuarteto en Re menor. En sus sonatas para piano, sobre todo, la forma se relaja; los pasajes de desarrollo suelen ser meras transiciones, y a veces incluso la ocasión para episodios o para la feliz ociosidad. El dominio de Schubert sobre la invención melódica era tan rotunda, tan cabal que, a diferencia de los motivos de Beethoven, sus melodías ya no se adaptaban a la disección, al examen discursivo de su contenido, es decir, a la elaboración sinfónica y dramática. Mendelssohn fue un músico demasiado cultivado e inteligente para no dominar la forma sinfónica, pero sus dos grandes obras en esta modalidad, la Sinfonía Italiana (1833, y la Sinfonía Escocesa (1842) muestran ya en sus títulos que no siguió en ellas al Beethoven de la Heroica, de la Quinta O la Séptima Sinfonías, sino al Beethoven de la Pastoral, con ese impulso creativo que procede de fuera. Ahora bien,'existe una diferencia y es la siguiente: lo que en Beethoven había sido, por naturaleza, un sentimiento a modo de himno y de inspiración religiosa, en Mendelssohn fue más el reflejo sereno y melancólico del paisaje en un espíritu sensible. La relación


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

entre los cuatro movimientos se relaja, y la forma sinfónica o cíclica no parece tan necesaria. Hasta los pasajes de desarrollo parecen ser menos una cuestión de necesidad y más un juego sencillamente intelectual; y la recapitulación constituye una vuelta deliciosa —no ya, como un Haydn, Mozart, o Beethoven, una vuelta a un nivel nuevo y más alto, una revelación—. En los momentos en que Mendelssohn rebosa de ideas extramusicales, como en su Obertura de la obra de Shakespeare, El sueño de una noche de verano, o en la Obertura de las Hébridas, hasta los pasajes de desarrollo cobran de pronto una vida especial, libres de todo lo que era esquemático, de todo lo tradicional. En sus cuatro Sinfonías, Schumann supo encontrar, junto a un dominio más limitado de la forma externa, soluciones mucho más originales y convincentes.

I. Formas y contenidos

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de pensar en Lobgesang de Mendelssohn, una sinfonía-cantata, y compro- ? bar que hasta obras que artísticamente son antitéticas, todavía pueden te- • ncr algo en común. Después, lo lógico era que un músico tan inteligente como Franz Liszt diera el último paso y renunciara casi enteramente a los perfiles sinfónicos. En algún momento entre 1849 y 1858 compuso o dio los últimos toques a sus «poemas sinfónicos» —poémes symphoniques—, cada uno de los cuales, aun sin seguir un programa, venía sugerido por una «idea» poética (es decir, extra-musical), y todos ellos requerían una explicación poética o intelectual. Hasta qué punto estas explicaciones, en su mayor parte, están sobrecargadas de emociones y consideraciones puede apreciarse en una de las más breves, la que corresponde a la Berg-Sinfonie, Begún Víctor Hugo, explicación que siguiendo los deseos de Liszt había de adjuntarse al programa siempre que se interpretara la obra:

Berlioz y Liszt La relajación del pensamiento sinfónico aparece de una manera más patente en la obra de Héctor Berlioz, sólo unos pocos años después de morir Beethoven. El mero hecho de la proximidad en el tiempo, su apasionada reverencia por Beethoven y, sobre todo, la extraña mezcla de lo revolucionario y lo tradicional que es inherente al carácter francés en general, son todos ellos elementos que todavía limitaban a Berlioz dentro del marco sinfónico en su Symphonie Fantastique - Episode de la vie d'un artiste (1830-1831): cinco movimientos en vez de cuatro, todos animados y acompañados de ideas extra-musicales. Y constituye una de las mayores sorpresas de la historia de la música que Berlioz acertase a crear el primer movimiento de su sinfonía de acuerdo con la forma tradicional, a pesar del programa que reza «nacimiento de la pasión, ensueños sin límite, emoción delirante, con todas sus explosiones de ternura, celos, furia, temor, etc.». En cada uno de los movimientos todavía persisten y se reconocen los contrastes típicos de la sinfonía clásica; aun con todo, Berlioz sintió la necesidad de reunirlos mediante una unidad temática,, es decir, con su famosa idee fixe, que él tomó de una Romanza de su producción juvenil más temprana. En Harold en Italie (1834), Berlioz vuelve otra vez a la pauta de los cuatro movimientos, pero omitiendo el Adagio y convirtiendo los dos movimientos centrales en poco más que escenas pintorescas —muy finamente impresionistas, muy genuinamente afines con la pintura francesa plein air—. Así pues, partiendo de la unidad sinfónica evoluciona hacia una succession de movimientos, siempre en aumento, aun cuando tampoco en esta obra falta el nexo unitario de una idee fixe. Posteriormente (por no mencionar Lelio ou Le Rétour a la Vie, conti- vs nuación de la Symphonie Fantastique), en Romeo et Juliette (1839) y La Damnation de Faust (terminada en 1846) la mezcla de tipos se amplía todavía más. Berlioz llamó a la primera obra symphonie dramatique, y a la segunda légende dramatique. Nos encontramos, pues, en el tránsito de la sinfonía a la cantata, o incluso a la ópera. Y no podemos por menos

El poeta oye dos voces: una, infinita, magnífica, inefable, canta la belleza y armonía de la creación; la otra, inflamada de suspiros, quejidos y sollozos, gritos de rebeldía, juramentos y blasfemias. Una dice: «Naturaleza»; la otra, «Humanidad»... Estas dos voces extrañas, nunca antes oídas, ora renacen, ora se desvanecen, en alternancia incesante; se siguen la una a la otra, primero desde muy lejos, después se van acerrando, pasan, mezclando sus acentos ora estridentes, ora armoniosos, hastg que la meditación que ha conmovido al poeta alcanza silenciosa las márgenes de la plegaria.

Sea cual fuere el sentido de la frase, de ninguna manera puede decirse de Liszt que hiciera «estallar la forma». Muy al contrario, su idea de lo que es un poema sinfónico nació de reconocer sinceramente que sería mejor crear una nueva forma —aunque fuera incierta—, aventurarse a un experimento, que conservar algo que se había convertido en un cascarón vacío: la forma tradicional. Otra cuestión es si Liszt acertó a conseguir la nueva forma. Al igual que Berlioz, se dio cuenta del peligro de su libertad y trali'i de obviarlo mediante el principio de uniformidad de los temas o motivos musicales y medíante el empleo generoso y libre del principio de variedad (no de la variación) —el mismo principio por el que Wagner mantuvo la estructura sinfónica de sus dramas musicales—. Y aplicó también este principio, aun cuando diera la impresión de que volvía a aproximarse a la antigua forma de la sinfonía o la sonata, como sucede en su Sinfonía Fausto (1854) y su consiguiente conclusión vocal anexa, en su Sinfonía Dante (1855-1856), en sus dos conciertos para piano, y en su Sonata para piano en Si menor. Con Liszt la corriente principal de la composición instrumental se dividió: de un lado, los enemigos de los «Nuevos germanos», como Brahms y los Nuevos Germanos más candidos, como Bruckner intentaron llenar la forma clásica de nueva vida y contenido; de otro los lisztianos auténticos, o innovadores como Smetana o Musorgsky, que ya no compusieron más sinfonías. La mayoría, entre los que se cuentan Dvorak y Tchaikovsky, se movieron en ambos campos que, por lo demás, ya se habían acercado por vía de la obertura. En ésta, la forma estricta de la sonata se había

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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

relajado desde el primerísimo momento, y siempre había tenido el carácter de una introducción cuando no el de un fragmento de la música de programa. Con respecto a este punto recuérdese que se criticó a Beethoven por haberse apegado demasiado a la forma de sonata en su tercera obertura de Leonora o, dicho más exactamente, porque no había anticipado el resumen.

Las formas menores Otra peculiaridad del período romántico, por lo que a la música se refiere, es su preferencia por la miniatura. En cierto sentido se trata de un complemento de la relajación y la ampliación de las grandes formas. Por supuesto que mucho antes del romanticismo hubo no sólo composiciones breves, sino verdaderas miniaturas, como las piezas características de los tañedores de laúd franceses, durante el siglo x v n , y quizás buena parte de los preludios o piezas de danza de las colecciones isabelinas para el virginal. Y, sin duda, las invenciones de Bach, las piezas «programáticas» de Couperin y Rameau, e incluso algunas de las composiciones de Philipp Emanuel Bach. Pero a este respecto, y una vez más, Beethoven supuso un nuevo comienzo con sus veinticinco Bagatelas, Opp. 33, 119, y 126, que no son otra cosa que ideas —motivos, combinaciones de sonidos, momentos¡ líricos— susceptibles de un desarrollo ulterior, pero sin exigirlo, tan grande es su concentración conceptual. Los románticos siguieron con avidez el ejemplo de Beethoven. La única diferencia era que ya no se esforzaban únicamente por conseguir la concentración, sino que buscaban también la expresión del sentimiento lírico inherente a un momento musical feliz. Así es como se compusieron los Moments Musicaux de Schubert, los ejemplos más puros y cautivadores del lirismo instrumental; y así, también, las Canciones sin palabras de Mendelssohn, que tan admirablemente se adaptaban a los sentimientos de este período; y los Preludes de Chopin, de los cuales algunos dicen todo lo que es posible decir en un período de tiempo relativamente breve —el Preludio en La mayor, O p . 28, núm. 27 en ocho compases; el Preludio en Do sostenido menor, Op. 28, núm. 10, en sólo cinco— lo mismo que consigue Heinrich Heine en uno de sus cuartetos. Y así es como se compusieron las Kinderscenen y Bunte Blatter de Schumann, cuyas mejores obras no suelen ser otra cosa que una sucesión caleidoscópica de miniaturas: Davidsbündler, Kreisleriana, Faschingsschwank, Carnaval, cada una de las cuales nace de un momento musical desgranado. Todo el movimiento romántico musical está repleto de descubrimientos en los temas pequeños, a veces minúsculos; y Nietzsche no era del todo injustificado en su comentario malévolo al denegar al creador de los grandes dramas musicales capacidad para idear un estilo dramático y alabarlo como maestro de la miniatura, porque «en el descubrimiento de lo más menudo y en el rigor del detalle... nuestro más genial miniaturista de la

7. Formas y contenidos

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música comprime en el compás más pequeño una eternidad de sentimiento y dulzura».'

La música vocal Por otra parte, la canción y la ópera se encontraban en una situación mucho más afortunada que la música puramente instrumental en general y la sinfonía en particular. Más adelante dedicaremos un capítulo a cada uno de estos géneros vocales, y se demostrará que, por vez primera, el movimiento romántico logró el ideal de la canción —la unidad total del texto y la música, el equilibrio perfecto entre la línea vocal y el acompañamiento—. También en esta categoría hubo fluctuaciones; y como quiera que el primer gran maestro del género, Frariz Schubert, fue al mismo tiempo el mejor, a la cumbre alcanzada por él siguió un declinar inevitable, si bien el descenso se produjo por terrenos muy ricos en colorido, fascinadores v múltiples. En el campo de la ópera tampoco se puede hablar de un derrumba miento de la forma, sólo de su desarrollo o modificación. La ópera «clásica», especialmente la opera seria, se había convertido en un fósil. En el siglo x v n i —Gluck, con sus predecesores y seguidores— ya se habían perc a t a d o de este hecho y habían reemplazado la trama operística de intriga por una acción más simple y apasionada, y resuelto la alternancia estereotipada de recitativo y aria dentro de un todo más rico. El contraste entre recitativo y aria se hizo menos marcado gracias a un acompañamiento orquestal más elaborado. El aria da capo dio lugar a formas más breves, variadas y dramáticas. El coro, siguiendo el modelo francés, tomó nuevamente una parte muy viva dentro de la acción —rasgo que ha llevado a algunos comentaristas a considerar a Gluck como pionero del movimiento romántico, y el caso es que efectivamente existe una trayectoria evolutiva que va desde él directamente a Meyerbeer pasando por Le Sueur y Spontini—. El centro de gravedad de la ópera sufrió una desviación para dejar de ser un concierto con asociaciones pseudodramáticas. El fracaso de Mozart con su Idomeneo es un hecho históricamente memorable: la música más rica y exuberante no podía seguir contribuyendo a la producción dramática de un género que se limitaba a sobrevivir. La opera buffa y la opéra-comique ejercieron un impulso decisivo para la transformación de la ópera y, en última instancia, incluso de la opera seria clásica. No se trata aquí de una cuestión temática, que más tarde consideraremos. Tanto en la opera buffa como en la ópera cómica los solos se retiraron a un segundo plano en beneficio de los movimientos de conjunto, de las Introduzioni y de los Finalí. Y dichos movimientos requerían la unificación que la orquesta les prestaba. Ya en la segunda mitad del siglo x v n i había muchos finales de carácter «sinfónico», en los que las 5

Der Fall Wagner, edición completa, I, vol. VIII, Leipzig, 1899, § 7, C. G. Naumann.


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Parte I. Antecedentes, conceptos e ideales

partes individuales se mantenían unidas mediante un motivo persistente en la parte orquestal, y muchos morceaux d'ensemble que estructuralmente se desarrollaban en términos tanto dramáticos como sinfónicos. Esta conexión entre las partes que están separadas por el diálogo hablado se hizo cada vez más perceptible, tanto que, por ejemplo en la Flauta mágica de Mozart y en Fidelio de Beethoven, cabría reducir el diálogo, en general, a fórmulas sumamente breves. Por fin, más tarde, desapareció por completo; lo mismo que en la opera buffa italiana, el peso de llevar la acción se fue transfiriendo más y más desde el recitativo al conjunto. La ópera romántica produjo escenas musicales y dramáticas. Al hacerlo, fue desviando paulatinamente el centro de gravedad en beneficio de la orquesta. Finalmente, en algunos de los puntos culminantes del drama musical wagneriano el elemento sinfónico es preponderante y la parte vocal se limita a comentar lo que sucede en la orquesta. La ópera italiana siempre había insistido en que la parte vocal fuera preminente, pero tampoco pudo evitar la fusión de los elementos arioso y recitativo.

Parte II LA HISTORIA


Capítulo 8 El nacimiento del romanticismo musical

Ilach visto por los románticos Por lo que concierne a la música podemos hacernos una idea clara del carácter del período romántico considerando sus «afinidades», es decir, su relación con las épocas y los compositores del pasado, sus preferencias y sus rechazos. Como ya hemos dicho, ante todo fue el primer período musical en reanudar el hilo de la relación con un pasado remoto, y el primero en aceptar el impulso procedente de otras épocas que la historia de la música ponía a su alcance. Y como quiera que el romanticismo musical constituye Un período vivo y creativo, los conceptos falsos se sucedieron uno tras otro, pues los románticos sólo podían contemplar el pasado bajo su propia óptica: la óptica romántica. La primera de estas falsas interpretaciones se refiere a Bach, al menos a la música religiosa de Bach, al maestro de las Pasiones y de las cantatas. Al perder el protestantismo sus formas litúrgicas fijas y declinar sus medios de expresión musical, se arrancó a Bach de sus raíces litúrgicas y eclesiásticas transplantándolo a la sala de conciertos: la práctica sagrada derivó en una concepción vagamente religiosa y, finalmente, pasó a ser pura y simplemente artística. En este proceso huelga hablar de los truncamientos, distorsiones y alteraciones a los que Bach hubo de resignarse en su «reposición», empezando por la presentación que hizo Mendelssohn de la Pasión según San Mateo, o sí no por la obra de Zelter —maestro de Mendelssohn, quien se imaginaba que, de haber vivido para verlo, Bach le habría dado una afectuosa palmadita en la espalda por todos sus expurgos—. En la presentación de una de las Pasiones de Bach, en Francfurt, 1829, el mismo año de la representación de Mendelssohn, se reemplazaron los recitativos de Bach por los del director, J. N. Schelbe; y el Domingo de Ramos de 1833, en Dresde, 6 se organizó una representación colosal 6 Este dato lo he tomado del estudio de Gerhard Herz, J S Bach im Zeitaltcr des Rationaüsmus una dcr Frühvomantik (Würzburg, 1835).

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Parte II. La historia —a la manera haendeliana— con no menos de 342 participantes. Sólo a través de los puristas de la musicología se llega a conocer plenamente hasta qué punto un compositor de Heder románticos como Robert Franz cambió la disposición instrumental de las obras de Bach. Sin embargo, y dejando aparte esta variopinta actividad, lo que destaca de todo ello es el apasionado interés que los románticos pusieron en todas y cada una de las facetas de Bach. Intentaron hacer que fuera históricamente inteligible y, al mismo tiempo, apropiarse creativamente de él. Después de Schubert puede decirse que apenas hubo ningún compositor romántico cuya relación con Bach no dé motivo para una legítima indagación. Hasta el mismo Schubert, justo al final de su vida, parece haber sentido la necesidad de enriquecer su estilo propio con los medios artísticos, más austeros, del tiempo de Bach —necesidad que presumiblemente se vio estimulada por las «fugas» de la Opus 106 y 110 de Beethoven, o por la Grosse Fuge para cuarteto de cuerda, Op. 133. Sabemos de esta inclinación por el hecho, ciertamente notable, de que el creador de la Sinfonía en Si menor quisiera ser discípulo de Simón Sechter (1788-1867), el santón vienes del contrapunto. La única excepción a esta tendencia general de los románticos con respecto a Bach tal vez sea Berlioz, gran admirador de Gluck (quien, al igual que Berlioz, nunca se propuso seriamente componer una fuga y sintió muy poco interés por el tema del contrapunto). Berlioz odiaba a Bach y únicamente recurrió al antiguo estilo de la polifonía a modo de parodia: por ejemplo, en una escena de la Deuxiéme Partie de la Condenación de Fausto, donde los compañeros de celda de Auerbach cantan la famosa fuga Amén, sátira de todos los pedantes polífonos cuyo prototipo, según pensaba Berlioz, era Bach. Con Mendelssohn se empezó a mirar a Bach bajo la óptica de la veneración romántica —un místico, un maestro «gótico» de la música—. Beethoven había incorporado la fuga a sus sonatas, «unas veces libre, otras estudiada», y a su estilo instrumental en general, como nuevo medio expresivo, aunque no llegó a ocurrírsele revivir la composición de fugas en su manifestación más pura. Pero el período romántico sí lo hizo. Mendelssohn produjo sus Seis Preludios y Fugas, Op. 35, en 1837, y resulta muy significativo que cerrara la primera de estas fugas, la fuga en Mi menor, con un coral en modo mayor —mezcla y confusión, genuinamente románticas, de lo profano con lo sagrado—. Ni más ni menos que el mismo espíritu e idéntico malentendido que le llevaron a introducir corales y paráfrasis corales en su oratorio Paulus, mientras que al mismo tiempo la vaguedad romántica había conseguido crear la confusión entre el Oratorio de Haendel y la Pasión de Bach. Pues el oratorio de Haendel iba dirigido a un entramado nacionalista o religioso, mientras que la Pasión de Bach era una forma litúrgica protestante, perfectamente circunscrita. Schumann no cayó en este error y, así, no compuso oratorios religiosos; lo que le llevó a Bach, tarde ya, comparativamente, en su vida, fue más bien —como en el caso de Schubert— la necesidad de profundizar su propio estilo, necesidad que le condujo a componer sus Seis Estudios para piano con pedal, en forma de canon, Op. 56 (1845), sus Cuatro

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fugas, Op. 72 (1845), y sus Siete Piezas en forma de Fuguetta, Op. 126 (1853). Ahora bien, esta necesidad no fue por si sola enteramente responsable de dichas obras, que se derivaron también de la tendencia pedagógica del movimiento romántico, de la extraña fascinación que el pasado y la universalidad histórica ejercían sobre él, y de la decidida admiración por estos maestros, tan infinitamente grandes; una admiración que Schumann expresó en su ciclo de Seis Fugas sobre el nombre de BACH para órgano o piano de pedal, Op. 60 (1845), imitación romántica de El arte de la fuga —romántica por ser libre, expresiva y caprichosa. Posteriormente, Liszt confirió a este tema una expresión más poderosa, o más violenta, con sus Variaciones sobre el Básso Ostinato del Primer Movimiento de la Cantata Weinen, Klagen... (1863), y su Preludio y Fuga sobre B A C H (1855, 1870), para órgano: manifestaciones ambas de lealtad, hommages al maestro a quien Liszt, muy significativamente, llamó el «Santo Tomás Aquino» de la música —y a quien, en cierto modo, contemplaba de forma muy parecida a como veía al gran escolástico de la Edad Media. En contraste con Mendelssohn, Schumann, Liszt, y todos los muchos románticos que —podría decirse— dejaron constancia documental de su estima por Bach, hubo unos cuantos músicos que mostraron su veneración de una forma mucho más sutil, aun cuando nunca publicaran una fuga: Chopin, Wagner y Brahms (también Brahms, que escribió muchas fugas pero nunca pensó en publicarlas como obras de arte sueltas), todos habían asimilado a Bach en sus obras. En aquel «nuevo mundo» musical que quería comenzar,7 Chopin tuvo en cuenta el contrapunto, el severo estilo de Bach, pero al mismo tiempo estaba tan oculto y tan enteramente integrado en su propio estilo personal que, como ocurre en todo lo que es perfecto, no era demasiado visible. En Die Meistersinger, Wagner utilizó el estilo de Bach con una violencia a tono con su propensión natural a la conquista. Totalmente indiferente al anacronismo de su tratamiento, introdujo la polifonía de Bach en lugar de la música del siglo xvi; y, al hacerlo, consiguió el contraste con su propio lenguaje tonal sin ceder ni un ápice de su individualidad en la imitación inequívoca. Y, finalmente, Brahms, el gran estudioso del pasado, el gran neófito dentro del grupo de los viejos maestros, recibió de Bach, sin divulgarlo, sus mejores lecciones. Junto a estos tres grandes maestros, César Franck ocupa una posición especial. A despecho de sus numerosas fugas, tanto estrictas como libres, consiguió fundir el espíritu polifónico, el espíritu de Bach, con su propia armonía romántica, hipertrófica y colorista. Los románticos y el período de Palestrina Bach fue todo menos el padre del período romántico. Pero el romanticismo lo contempló bajo su prisma particular: sus preludios y fugas para 7

Carta a su profesor Elsner, diciembre 14, 1831.


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órgano, con sus cumbres grandiosas; sus cantatas con su simbolismo místico; las Pasiones, con su fuerza dramática y su perfil barroco. Y así también, como ya hemos indicado (página 56), juzgó el arte todavía más alejado en el tiempo de la época de Palestrina desde los presupuestos románticos. Mendelssohn, y con él muchos de sus contemporáneos, vieron en las misas, salmos y motetes del siglo xvi la única música religiosa auténtica; el lado negativo de este enfoque fue el rechazo de toda la música religiosa concertada, desde 1600 hasta Beethoven, incluyendo su Missa Solemnis. También Wagner, quien al final de su estancia en Dresde (1848) había reelaborado el Stabat Mater de Palestrina, experimentó en su Parsifal el compromiso con este estilo, muy similar al del movimiento pictórico de los Nazarenos, y tan aparentemente «de otro mundo»; y, precisamente, como ocurre en Die Meistersinger, mediante este compromiso consiguió sus mejores efectos. Es fácil definir el rasgo propio de este estilo que más atrajo a los románticos: sencillamente encontraron un nexo entre ellos y la «amorfía» flotante del arte puro (así lo creían ellos) de la música a capella. Amaban el contraste entre estos sonidos exentos de pasión, «objetivos», y su propia pasión, su propia subjetividad, Veían en Palestrina, el músico, lo mismo que en el pintor Rafael, un maestro seráfico. En ambos —-de modo totalmente injustificado— descuidaron percibir la estrecha relación que había entre el arte sacro y el arte profano del siglo xyi. Postura ésta que se conectaba muy de cerca con las inclinaciones católicas del período romántico, si bien comprendía por igual a protestantes y católicos. Es más, el error, que paulatinamente se iba agrandando, no se redujo lo más mínimo al constatar que los músicos luteranos o reformados de las épocas anteriores cultivaron el mismo estilo que Palestrina, Lasso, o Giovanní Gabrieli. Visión romántica de los clásicos: De Haydn En música, las relaciones más fructíferas y más destacadas del período romántico fueron sin duda las que hacían referencia a la época inmediatamente anteriores, a los tres grandes representantes de la música clásica: Haydn, Mozart y Beethoven. Como ya hemos dicho, en la historia del arte todas las generaciones jóvenes de mentalidad revolucionaria se oponen ardientemente a la generación precedente. Por lo que hace al romanticismo, sin embargo, este presupuesto no es totalmente correcto. Se da aquí una analogía con el movimiento romántico literario, cuando menos en Alemania. Los primeros representantes de este movimiento, es decir, los hermanos August Wilhelm y Friedrich Schlegel, aunque no esencialmente, sí se consideraban opuestos a Schiller y a su retórica neoclásica, pero exaltaron a Goethe como patrocinador del romanticismo, no sin cierta intencionalidad, ni tampoco plenamente para alegría de Goethe. Pues bien, el período romántico musical no hizo hincapié en su oposición a Haydn y a Mozart; antes al contrario, tuvo a ambos en alta estima, pero aún encum-

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braron más a Beethoven: lo pusieron sobre un pedestal y le honraron como a un santo patrón, resaltando sus rasgos «románticos». ¿Hasta qué punto el romanticismo reivindicó a Haydn, Mozart y Beethoven? Sin duda alguna a Haydn, el más antiguo de los tres clásicos, menos que a los otros dos. Era el «patriarca Haydn», el compositor de sinfonías plenas de «claridad solar» — « . . . en estos sonidos se remansa la armonía celestial, tan libres están de la más mínima huella de tedio; no producen otra cosa que alegría, ansia de vivir, gozo infantil por todo, y qué gran servicio ha prestado, por tanto, sobre todo a nuestra época, a este enfermizo período musical en que los hombres rara vez se sienten interiormente satisfechos»—. Así escribía Schumann-Eusebios el 21 de octubre de 1836. Y si bien Schumann —como Mendelssohn— experimentó la extraña melancolía contenida en la Sinfonía Los adioses de Haydn, aun así generalmente fue dado a subestimarle. En 1841 Schumann escribía que nada nuevo podía aprenderse de Haydn que era «como un viejo amigo de la familia a quien siempre se le recibe con agrado y respeto», pero que «ya no interesa mucho en nuestros días». Quizás la única faceta de sus obras vocales que se consideró «romántica» fuera el nuevo sentimiento hacia la naturaleza, presente en su Creación y en sus Estaciones y, en cuanto a sus obras instrumentales, el único aspecto tal vez sea la gran libertad, claramente patente, en el empleo de las claves dentro del marco de sus tríos para piano, sonatas para piano, y hasta en los cuartetos y sinfonías. En un Cuarteto en Re (Op. 76, núm. 5), por ejemplo, Haydn compuso la parte central en Fa sostenido; y en una Sonata para piano en Mi bemol mayor (Op. 8.2), escribió una sección central en Mi mayor. Análogamente, en el transcurso de una Sonata para piano en Si bemol (Opus 106, terminada en 1827), Mendelssohn, en su juventud, compuso el segundo movimiento en Si bemol menor, y el tercero en Mi mayor. Se producía una relajación en el marco tonal de la sonata. Incidentalmente, digamos que esta tendencia tuvo algunos precedentes, incluso en Beethoven y en especial en sus obras más tempranas —la Sonata para piano Opus 2, núm. 3; el Trío para cuerda Op. 9, núm. 1; y el primer Concierto para piano Op. 15— más que en sus composiciones posteriores. Pero, en general, los románticos sintieron por Haydn poco más que el afecto debido a un patriarca. Su claridad, su estricta maestría, su ingenio, su talante •—un talante del siglo xvm— eran contrarios a las tendencias del romanticismo. Para los llamados «neorrománticos» —Berlioz, Liszt, Wagner— puede decirse que Haydn no existió en absoluto. De Mozart En Mozart los románticos respetaron ante todo al compositor de ópera o, más exactamente, al autor de Don Giovanni. «El conflicto de la naturaleza humana con los poderes desconocidos, monstruosos, que la rodean


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esperando su destrucción, aparece nítidamente ante los ojos de mi mente», escribe E. T. A. Hoffmann, acerca de los sentimientos que le inspiraban la obertura de Mozart, en un cuento fantástico titulado Don Juan: Aventura maravillosa que da lugar a un viaje entusiasta,8 un relato más profundo e inquisitivo que todo lo que los biógrafos de Mozart durante el siglo xix pudieron decir sobre Don Giovanni, y sin embargo una historia que coloca a todos sus personajes bajo la óptica de la ópera romántica, al modo de Der Freischütz, o Hans Heiling de Marschner. Los románticos vieron en Don Juan el contrapunto del Fausto de Goethe: el «joven caballero en extremo disipado» (giovane estremamente licenzioso) de da Ponte, se transformó en un demonio; incluso en lo que respecta a la tesitura, la voz de barítono se convirtió en el modelo de los héroes operísticos sombríos y taciturnos como Lord Ruthwen de Marschner (en El vampiro) y Hans Heiling, o como el Holandés Errante de Wagner. Al margen del dramma giocoso de Mozart crearon una ópera romántica; al margen de Don Giovanni crearon a Don Juan —para lo cual alteraron el título de la ópera—. La otra vertiente de esta preferencia por Don Juan fue que los románticos no supieron valorar debidamente una obra maestra como Cosí Fan Tutte, porque el radiante alborozo, la sensibilidad iridiscente a caballo entre la parodia y la seriedad, eran contrarios al punto de vista romántico, y también por la amoralidad del texto que fue condenado por inmoral. En Mozart como compositor instrumental los románticos vieron poco más que al maestro, al perfeccionador de los elementos formales; en el mejor de los casos «al maestro en cuyas obras las pasiones no se muestran desnudas, sino que nos ofrece la belleza perfecta, victoriosa sobre la turbulencia y la impureza». Esta descripción del carácter de Mozart tomada del prefacio del que fuera su famoso biógrafo, Otto Jahn (1856), va expresamente dirigida contra los representantes de la escuela neorromántica: Liszt, Wagner, y quizás Berlioz, que a Jahn le parecían simples exhibicionistas, músicos que expresaban sus sentimientos al desnudo, sin limitarlos ni ennoblecerlos formalmente. El caso es que Jahn hizo gala de una perspicacia en el conocimiento de Mozart más penetrante que la idea que de él tuvieron muchos románticos —-que Schumann, por ejemplo, quien en la profunda y fatalista Sinfonía en Sol menor vio únicamente la gracia airosa que suele asociarse con el arte griego—. Muchos rasgos de las obras de Mozart pueden considerarse «románticos» o proto-románticos: está, por ejemplo, su melancolía, que empieza a hacerse patente en el Andante en Fa sostenido menor de su Concierto para piano en La mayor (K. 488), y que a veces constituye también un telón de fondo para los movimientos aparentemente alegres en modo mayor; y está su incomparable sentido del sonido que. no obstante no va tan lejos que le lleve a utilizar, como medio expresivo, la sola sonoridad. 8 Traducción al inglés moderno en The Musical Quarterly, núm. 4, 504-516 (octubre 1945).

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De Beethoven Sin embargo, el verdadero precursor del período romántico fue —por supuesto— Beethoven. Como ya hemos dicho, los románticos se equivocaron al considerar a Beethoven enteramente suyo, pues el gran músico todavía pertenecía más al siglo xvín que al xix; pero estaba en la naturaleza y en el destino de Beethoven el pasar por el primer músico que tomó postura en contra del mundo. La soledad a la que le empujaba su creciente sordera en una Viena que se deleitaba en la vida social produjo en todos los románticos una impresión profunda: Beethoven se convirtió en figura romántica, incluso como ser humano, como puede deducirse, por ejemplo, de las caricaturas debidas a J. P. Lyser, o del relato corto Peregrinaje a Beethoven (1840), que Wagner escribiera en su juventud. Quizás con ningún otro músico la transformación de una personalidad en mito empezara tan pronto como con Beethoven —una figura mítica que sólo tenía un lejano parecido con el verdadero Beethoven. El movimiento romántico puso énfasis en los rasgos trágicos de la obra de Beethoven, mientras que él, como hijo del siglo que le había visto nacer, fue un optimista, un representante de la filosofía del «y sin" embargo...», y del «no obstante...», contrastando con el fatalismo anacrónico de Mozart. Ninguna de las obras de Beethoven termina en una disonancia psíquica; e incluso las composiciones «trágicas», «titánicas», por no mencionar las muchas obras plenas de goce y energía, que los románticos preferían pasar por alto, expresan su fe en la humanidad y en Dios. Y en lo que menos se fijaron los románticos fue en el sentido del humor de Beethoven, ya se tratara de humor burlesco, o de humor sublime (un ejemplo de su humorismo burlesco sería el Finale del Trío en Si bemol mayor Op. 97, y un ejemplo de humor sublime sería el Finale del Cuarteto para cuerda en Fa mayor, Op. 135); y no pensaron en ello porque un talante tal no. se ajustaba muy bien al retrato que se habían hecho de Beethoven como el músico de las cumbres majestuosas. Treinta años después de escribir su historia de Bethoven, en el estudio que publicó en 1870 con motivo del centenario del gran músico, Wagner lo exaltaba como a un verdadero santo, que —contrastando con Haydn y Mozart— había «emancipado» la música: «... no pudiendo ser él siervo de lujo, hubo de liberar a su música de cualquier rastro de servidumbre hacia el gusto frivolo». En realidad, la música de Beethoven contenía suficiente carga explosiva como para abrir el camino a la etapa romántica y hacérselo más fácil. El aspecto más llamativo de esta energía fue esa nueva pasión que puso Beethoven en su obra y que tan claramente se expresa en sus dinámicas, en la alternancia brusca del contraste en particular, y en las elevaciones de la potencia, en general: los crescendi y decrescendi, a los que —como ocurre en el Scherzo en el Finale de la Quinta Sinfonía— puede sobrevenir una explosión portentosa y liberadora. En conjunción con esta elevación de la potencia se daba, asimismo, una ampliación de la forma y una aparente libertad en la manipulación de la misma que los románticos, ávidamente, aplicaron para sí. Pero esta libertad era sólo eso: aparente, pues


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incluso cuando Beethoven escribió sus sonatas quasi una fantasía, incluso cuando pareció abandonar enteramente el esquema normal de la forma de la sonata, como en las «últimas» sonatas para piano, o los «últimos» cuartetos para cuerda, desde la Op. 127 en adelante, no hubo ninguna fisura en la unidad ni en la integridad del todo. Pero los románticos pasaron por alto la precisión interna, el orden cósmico, el dominio de lo caótico, presentes en la obra de Beethoven; vieron sólo la libertad, la puerta abierta de par en par. El único que profundizó algo más en la interpretación de esta libertad fue, una vez más, Wagner, quien declaró que con su Novena Sinfonía, Beethoven había hecho estallar la forma del estilo sinfónico, impulsado por el deseo de decir la última palabra sobre este tema, de modo que a partir de entonces se iniciaba una nueva faceta que no era ni cantata ni sinfonía coral, sino —claro está— la ópera concebida sinfónicamente. Ahora bien, el aspecto verdaderamente «romántico» de Beethoven consistía en el contenido de sus sonatas, cuartetos y sinfonías. Algo nuevo se encerraba en ellas. La música instrumental de Beethoven no parecía ya esa música «absoluta» que en sí misma contiene todo su ímpetu y toda su razón de ser, sino que en su transfondo parecía haber algo que explicaba su originalidad, su peculiaridad, el secreto de su expresión formal, su pujante impulso, y ese aire como de himno de sus movimientos lentos. Y la explicación se halló en el elemento poético. Beethoven ya no era un músico más, como Haydn o Mozart, sino un poeta del sonido, un poeta sonoro. Al acabar su Novena Sinfonía con la «Oda^a la alegría», de Schiller, el propio Beethoven había estimulado la interpretación romántica de sus obras, pues si su cuarto movimiento se abre, ciertamente, a una explicación, bien puede ocurrir que los tres movimientos anteriores tengan también alguna «significación». En una de las sonatas había designado sus movimientos con las especificaciones concretas de «Despedida» — «Ausencia» — «Regreso al hogar»; y a modo de «explicación» de la Sonata para piano Op. 90, indicaba: «lucha entre el corazón y la cabeza —. Conversación con la amada»; en la Op. 101, «ambiente de ensueño — Llamada a la acción — Retorno al ambiente de ensueño — La hazaña». En cierta ocasión en que uno de sus alumnos, nuevo dentro del círculo, le preguntó qué quería expresar en su Sonata O p . 3 1 , núm. 2, le contestó, es de presumir que hoscamente: «Lea usted la Tempestad de Shakespeare». Y también cuando ese mismo alumno le preguntó por qué la Sonata Op. 111 no contaba con un tercer movimiento, le replicó que no había tenido tiempo de componerlo. Cari Czerny, otro de los discípulos de Beethoven, de quien no cabría esperar algo así, escribió en su Método para piano (1847) 9 : «Cada una de sus composiciones expresa un estado de ánimo o una visión particular, captados con seguridad [!. ¡ ] , a los que se ajusta siempre, hasta en las pinceladas más mínimas. La melodía, el pensamiento musical, predomina en toda la partitura: todos los pasajes y toda la agitación de las formas no son 9

Vol. IV, pág. 33.

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tra cosa que los medios para llegar al fin.» ¿Y qué es lo que los románticos estimaban que era «el fin» en la música instrumental de Beethoven? La expresión de algo que se sitúa detrás de la música: si no era el elemento programático, como en Berlioz y en Liszt, tenía que ser el elemento «poético» •—la «idea poética»—. No se pararon a buscar la conexión existente entre los elementos aislados de una obra de Beethoven dentro de la trama puramente musical, sino en la intención poética del compositor. Comprendían que en la mayoría de sus obras, desgraciadamente, el autor había guardado silencio en cuanto a la intención que encerraban o, por lo que se refiere a una obra como la Heroica, había ofrecido, con su título, tan sólo un simple indicio. Y una vez más, fue Wagner quien expresó esta idea con la suficiencia que da afirmar algo que es en sí mismo evidente. En una carta a Uhlig, fechada el 15 de febrero de 1852, acompañaba una «explicación» de la obertura Coriolano con estas observaciones: El rasgo característico de las grandes composiciones de Beethoven es el hecho de ser auténticos poemas, de que en ellas se ha intentado representar un tema original. Ahora bien, el escollo para su comprensión consiste en la dificultad de describir el verdadero tema que se representa. Beethoven estuvo totalmente ensimismado en ello; sus composiciones más significativas se deben casi enteramente a la naturaleza especial del tema que le embargaba. En su preocupación pensó que era totalmente innecesario ofrecer una indicación especial sobre dicho tema, fuera de la que la propia composición contenía. Consecuentemente, los románticos intentaron captar el «contenido» de una sinfonía o de una sonata de Beethoven mediante descripciones y comparaciones, sin darse cuenta de que así se alejaban cada vez más del verdadero contenido, puramente musical, y que al enlazar «poéticamente» los movimientos transformaban la obra de Beethoven, de una unidad e integridad estrictas, en una suite novelada. Finalmente, hartos de la confusión producida por tales interpretaciones poéticas, Berlioz y Liszt decidieron fijar la imaginación del oyente en determinadas interpretaciones, bien definidas, de sus propias obras: el uno mediante sus oberturas y sinfonías programáticas; el otro, por vía de los poemas sinfónicos. Mientras tanto, Wagner siguió su propio camino y —tras haber contribuido al programa con unas cuantas obras de su juventud, tales como Cristóbal Colón, Polonia, Rule Britannia, y la Obertura de Fausto— echó por la borda el arte puramente sinfónico y se inclinó por la ópera en la que la representación en el escenario y la palabra explican el elemento sinfónico o, cuando menos, ofrecen una interpretación de todos los elementos sinfónicos, misteriosos e insondables. Los románticos vieron en Beethoven a un revolucionario y a un rebelde, pero estaba en su naturaleza unir la veneración por lo auténticamente clásico con el repudio de los simples imitadores de lo clásico. Respetaron merecidamente a Cherubini, mientras que a su sucesor en el «Instituto», George Onslow (1784-1853), tras dispensarle un éxito temporal lo arrojaron directamente al mar del olvido. «Liberarse de lo convencional» fue


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Parte II, La historia la consigna de los románticos. Empezó Schumann en su Zeítschrift für Musik, con vistas, sobre todo, a socavar el fosilizado Allgemeine Musicalische Zeitung; y constituye un hecho digno de señalarse el que un movimiento tan intimista, tan inclinado «a la ensoñación» como era el romanticismo nunca se resintió por la falta de propagandistas pugnaces, al igual que a la iglesia católica nunca le han faltado denodados defensores. Una buena parte de la literatura debida a los músicos románticos consistió en manifiestos, folletos para la controversia, polémicas, ataques y contrataques.

Capítulo 9 Schubert: el clásico romántico

El hombre Si quisiéramos describir los aspectos externos de la vida de Franz Schubert de la manera más sencilla y concisa tendríamos que recurrir a la carta que escribiera el 7 de abril de 1826 —dos años y medio antes de su muerte— solicitando el empleo de vicemaestro de capilla en la corte del Emperador Francisco I: 1. El que suscribe ha nacido en Viena, hijo de maestro, y tiene veintinueve años. 2. Como miembro del coro de la corte disfrutó del supremo privilegio de asistir cinco años, en su condición de alumno, a la Escuela imperial de coros (Zogling des k. k. Convides). 3. Ha seguido un curso completo de composición con Antón Salieri, último Primer Maestro de Capilla de la corte y, por tanto, se cree capacitado para asumir cualquier puesto como Maestro de Capilla. 4. Por sus composiciones vocales e instrumentales su nombre es bien conocido no sólo en Viena, sino en toda Alemania. 5. Ha compuesto, además, cinco misas, para orquestas grandes y pequeñas, que se han presentado en distintas iglesias de Viena. 6. Finalmente, en este momento no disfruta de ningún empleo y espera que, teniendo asegurado un puesto estable, pueda dedicarse a alcanzar la meta artística que él se ha marcado. Por lo que hace a la forma externa de esta solicitud muy bien podría haberla suscrito un músico del siglo x v n i , cuando en realidad la escribió alguien cuyo talante vital hubiera sido impensable con anterioridad a Beethoven. La frase reveladora es la declaración de Schubert de que «en la actualidad no disfruta de ningún empleo»: no iba a «disfrutar» nunca uno. Schubert, como Beethoven, fue un independiente, pero de una independencia muy distinta a la de su ilustre predecesor y contemporáneo, cuya subsistencia siempre estuvo asegurada a pesar de sus apuros y de sus la93


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mentaciones. Pero Schubert llevó una vida bohemia mucho antes de que este término se extendiera y fuera más o menos corriente: vivía únicamente para su necesidad de crear, sin ningún apoyo de la clase media, y consideraba este tipo de ayuda sólo como medio para satisfacer su necesidad creadora. La última frase de su solicitud delata esta postura y quizá fue la causante de que no obtuviera el puesto. Los honorarios ocasionales que Schubert recibía por sus obras —especialmente sus canciones— y los ingresos por su único y memorable concierto del 26 de marzo de 1828 fueron más bien magros y se gastaban rápidamente. Schubert tuvo tan poco éxito en sus solicitudes de empleo como en sus intentos por conseguir liberarse de sus editores vieneses y conectar con los grandes editores del Imperio alemán, Sus experiencias con Breitkop & Hártel, Schott, y Peters no son tema para las páginas más gloriosas de la historia editorial de Alemania. El hecho de que, a pesar de todo, viviera trentaiún años se debió a las condiciones de vida, barata y accesible, de la Viena de entonces, y a la amistad de algunos contemporáneos suyos como Schober, Mayrhofer, Spaun y Schwind. Fundamentalmente, la derrota de Schubert fue muy similar a la de Mozart y a la vez distinta: los dos fracasaron en su intento de ser independientes. Mozart, que vivió en un tiempo en que ser funcionario de la corte era todavía una posición envidiable, se estableció como artista libre confiando en la sociedad vienesa, en su virtuosismo como pianista, y en el gusto de la gente por la ópera. Y fue derrotado por diversas causas —entre otras, porque era demasiado grande y porque, en aquel momento, la desintegración de la sociedad del siglo xvm estaba en plena ebullición—. Schubert no era un virtuoso; vivía de espaldas a la «sociedad». Incluso entre sus amigos se sentía fundamentalmente solo y hay cierta base para creer que realmente pronunciara la frase que tradicionalmente se le atribuye: «A menudo me parece que no pertenezco a este mundo.» Después de que, en el otoño de 1813, le relevaran de su puesto en la Escuela imperial de coros se preparó para ser maestro como deferencia a los deseos de su padre', e incluso ejerció la profesión unos años hasta el otoño de 1817, Pero ni su corazón ni su alma estaban en ello, como se desprende del hecho de que sólo en 1815 compuso 144 canciones, además de otras obras, y en 1816 solicitó el puesto de director de música en Laibach. Y hubiera sido un director de música o un vicemaestro de capilla tan pobre como pobre fue mientras ejerció de maestro. Desde 1817 el único empleo que tuvo fue el de profesor de piano de las dos hijas del conde Johann Esterházy, en el estado húngaro de la familia del conde, en Zelisz, durante el verano y el otoño de 1818 y 1824 —a cambio de alojamiento y dos florines por lección—. Salvo algunos breves desplazamientos, por placer o de tipo profesional, al norte de Austria o a la zona de Salzburgo, pocas veces se alejó de Viena o del sur de Austria. Su vida podría compararse a la del héroe de Taugenichts («Bueno para nada», 1826), novela romántica de Joseph von Eichendorff, personaje de ficción que no era precisamente el tipo más despreocupado de este mundo, ese sujeto que, según expresara Wilhelm Scherer, «vence todos

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)& obstáculos, canta las más bellas canciones y nunca sabe lo que pasa a alrededor •—siempre soñando, haciendo el amor, tocando el violín y Igebundeando a lo largo y a lo ancho de todo el mundo...» Schubert sólo i ¡Hitó las más bellas canciones». Por lo demás, su sufrimiento fue hondo , tras su grave enfermedad en 1825, seguramente de tipo venéreo, su ida fue cada vez más sombría. Refiriéndose a él mismo escribía: «Piensa i) un hombre que nunca recobrará la salud, y cuya definitiva amargura peora aun más las cosas. Piensa, repito, en un hombre que ve sus estatizas rotas, para quien amor y amistad son sólo tortura, y cuyo entu¡nsmo por la belleza se esfuma veloz, y piensa si ese hombre no es verladeramente desdichado...» 10 Hubo momentos menos penosos, pero este hilante básico le acompañó siempre. Por lo demás, la leyenda de Schubert el «soñador» es pura y absoluta ficción: sufría, y muy profundamente, a causa de la opresión política que l'H'valecía en toda Alemania y especialmente en Austria a partir de 1815 V que tan desfavorablemente influyó en sus empresas operísticas. Como i/a hemos visto, en uno de sus poemas, se queja amargamente por la inri ¡vidad forzosa de la juventud de su tiempo. Esta evasión de la vida arte, aunque en su caso sea tal vez involuntaria, es un rasgo genuinau-nte romántico. Y también en ello se aprecia la diferencia con la actitud de un Beethoven que se desentendió de la insatisfacción política con todo lipo de improperios y al que —por considerársele medio loco— se le Otorgó el privilegio de hacerlo.

Primeras obras instrumentales de Schubert

En contraste con lo desgraciado de su corta y atormentada vida, colinda de pobreza, humillación y desengaño, le acompaña la suerte de teCf una estrella bajo la cual nació músico. Esta buena estrella le produjo launas satisfacciones y la posteridad siempre estará profundamente agraecida por la feliz conjunción de hechos que la hicieron posible. Como tísico, Schubert vino a este mundo en el momento justo, cuando podía nlrar en posesión de una herencia rica y todavía activa, y fue lo bastante grande para emplearla en la creación de un mundo nuevo. En este hecho ~e contiene la base de su posición, única, de clásico romántico. Cuando ¡piubert empezó a componer, Mozart y Haydn ya habían concluido su bra, y en la misma ciudad donde él vivía también vivía y trabajaba Beehoven, a quien Schubert, desde lejos, admiraba hondamente. Más aún, je una gran suerte para este joven músico alcanzar la madurez artística tes de que pudieran influirle las últimas composiciones de Beethoven •las sonatas para piano, los cuartetos de cuerda y la Novena Sinfonía, es a Schubert, como a todos los románticos, Beethoven le conturbó muy profundamente. Siendo joven (16 de junio de 1816), llegó incluso 10 Carta a Leopold Kupehvieser, marzo 31, 1824, tr. por G. Grove, Dictionary, edic. (Nueva York, 1935), art. Schubert, IV, pág. 604.


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a hacer una referencia crítica sobre la excentricidad de Beethoven: «excentricidad que une lo trágico con lo cómico, lo agradable con lo repulsivo, el heroísmo con la bravuconería, al santo con el arlequín —los une, los cambia y hasta los confunde, y lleva al hombre a distraerse en vez de decidirle al amor»—. Pero Schubert no sólo fue alumno sino coetáneo de Beethoven, independiente de él y, cabría decir, concordante con él —si es que es posible parangonar a un músico, sea quien sea, con el gran creador de sinfonías y sonatas que es Beethoven. En contraste con Beethoven y con toda su fuerza y energía se ha calificado a Schubert como de naturaleza «femenina»; y es lo cierto que fue muy susceptible a las influencias exteriores. En sus primeras obras instrumentales se pueden señalar con el dedo los motivos, temas y figuraciones en los que siguió a Haydn, a Mozart (de quien más de una vez habló en tonos encendidos), a Beethoven, e incluso a otros autores de menor importancia. Nunca sobrepasó el modelo de la forma de sonata clásica y es conmovedor comprobar cómo en una obra tan tardía cual es su Octeto (febrero 1824) imitó sin vacilar y confiado en sí mismo, el Septimino de Beethoven, tanto en la instrumentación del clarinete, la trompa, el bajo, el cuarteto de cuerda (trío en Beethoven), el contrabajo, como en la sucesión de los movimientos. Por lo que a Schubert respecta, no era precisamente la originalidad lo que más le importaba. Cuando, hacia 1815, Viena se conmovía con el nuevo italianismo de Rossini, Schubert acusó también esta influencia, y no sólo escribió oberturas al estilo italiano y cancioncillas sobre textos metastasianos, más «italianas» y vistosas que cualquier obra compuesta al sur del Po, sino que además introdujo en sus obras instrumentales alemanas muchos y encantadores italianismos. En una carta a su amigo Hüttenbrenner (19 de mayo 1819), expresa la apreciación que Rossini le merece: «Otello... es mucho mejor —es decir, más característico— que Tancredi. No puede negársele su extraordinario genio. La instrumentación suele ser muy original, como también lo es la parte vocal, a excepción de las usuales galopadas italianas y algunas reminiscencias del Tancredi.» A pesar de todos estos rasgos de dependencia y falta de originalidad, desde muy joven Schubert fue una personalidad singular, dotada de nuevas cualidades que hacían de él un romántico. Muy temprano, cuando tenía diecisiete años, empezó a escribir sinfonías y hacia 1818 ya habían acompañado a la primera otras cinco más, que no imitaban ciegamente el modelo marcado por Beethoven quien, en 1812, ya había compuesto ocho grandes ejemplos de esta forma musical, entre ellas la Heroica, la Quinta y la Séptima sinfonías. En vez Je ello, Schubert se apegó a la Primera o a la Segunda sinfonías de Beethoven, cuyo Larghetto le había causado una impresión muy profunda, sin tomar en cuenta para nada el peligroso modelo de la Pastoral. También probó las más brillantes combinaciones de Haydn y Mozart, como es el caso de su Sinfonía en Si bemol mayor, instrumentada muy modestamente y compuesta en octubre de 1816. Era casi música de cámara, y es de notar la influencia «clásica» manifiesta en sus cuatro movimientos. O bien amplió el conjunto, siguiendo las directrices

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marcadas por Beethoven, cuando un año más tarde compuso su Sexta Sinfín lía, en Do mayor, con una introducción apasionada y transformando el Blinué en un scherzo. Aun con todo, nunca compuso el tipo de música sinfónica que pudiei ncitar a preguntarle —como alguien lo hizo con Beethoven— qué «sigjicaba». Rara vez plantea la necesidad de averiguar su «contenido», ni 11ii¡era cuando Schubert compone la Sinfonía núm. 4 (abril 1816), a la c a renglón seguido añadió el subtítulo de Trágica. En la clave de Do irnor de esta sinfonía, más que la influencia de la Quinta Sinfonía de Beethoven se aprecia la de su Cuarteto para cuerda Op. 18, núm. 4; y, jjuiendo a Haydn, en los movimientos primero y último, el modo menor '.c iransformó en el optimismo que ofrece la clave en modo mayor. Schutii jugó con la idea de componer de forma divagante y así escribió pasaI de desarrollo llenos de gracia; pero nunca estuvieron enlazados entre de manera que lograra la tensión o la energía presentes en Haydn o en eethoven. Lo que Schumann, en un ensayo que se hizo famoso, dijera Cerca de la gran Sinfonía en Do mayor, todavía es más aplicable a estos limeros trabajos: «Consciente de lo limitado de sus fuerzas, Schubert se mil ¡ene para no imitar las formas grotescas, las atrevidas relaciones que I i.i I hunos en las últimas composiciones de Beethoven, y nos regala con una jB-rnposición sumamente deliciosa en la forma, y de factura incluso nueva, •fin nunca se aleja demasiado del centro y siempre vuelve a él.» Ahora bien, dos son los rasgos que marcan sus obras, incluso las más innprunas: una nueva sonoridad que se deriva especialmente del nuevo lucimiento, sensible y delicado, de los instrumentos de viento, especialleiilc de las maderas, y una rica armonía, riqueza que nace de su coraMII desbordado. A esto hay que añadir, además, un nuevo tipo de melodía ciivada no del desarrollo del tema, como es frecuente en Haydn y en eethoven, sino generada en sí misma, e incluso cabría decir, abrigada en MI propia felicidad. Cierto que también en Beethoven se encuentran temas (bellos» —por ejemplo, en la Sonata para piano Op. 110 donde después ¿M la fermata, casi al principio, hay ocho compases que no se utilizan en l,i parte expositiva, poco común, y están presentes sin modificación alguna n el resumen. Pero en Beethoven la melodía «bella» es sólo un elemento 5 contraste, como el contrapunto o la forma de composición más estricta, un. 11 iras que en Schubert es un fin en sí misma. Sus temas no son calderilla, sino oro puro y sin acuñar.

Leí últimas sinfonías El año 1822 marca la línea divisoria entre las sinfonías en que Schutodavía tiene un algo de alumno y aquéllas en las que asume su puesto de, maestro, situándose junto a Beethoven e incluso señalando el camino por delante de él. En octubre de aquel año compuso los dos movitu-ntos de su Sinfonía en Si menor, la que se ha llamado Inacabada. No fita inconclusa aun cuando Schubert hiciera algunos bocetos para un ScherIH'II


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zo que seguiría al Andante y los incorporara a la partitura en unos pocos compases. En estos dos movimientos se dice todo lo que en música pueda expresarse sobre las simas y las cumbres de la melancolía. Por su concentración y por el poder de las fuerzas explosivas que libera, el primer movimiento únicamente puede parangonarse con el primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven, sólo que en Schubert los contrastes son todavía más intensos. Dentro del marco clásico, Schubert se aventuró a introducir, a modo de segundo tema, un verdadero Lándler, una auténtica danza popular austríaca, sin estilizarla, un regalo de Dios o del pueblo, y sólo a la figuración sincopada del acompañamiento le permitió asumir un papel en la sección de desarrollo. De modo que Schubert fue más vienes que Beethoven, Haydn, e incluso Mozart. No nació en Viena por mero azar, aunque sus antepasados no eran vieneses, pues sus padres procedían de Moravia o de la Silesia austríaca. También Mozart, Haydn y Beethoven compusieron danzas vienesas, pero sus obras resultan neutras y «clásicas» en comparación con las de Schubert, que están colmadas de una armonía colorista y de una melodía y un ritmo insinuantes y a la vez libres del más leve vestigio de vulgaridad. Lo mismo puede decirse de las marchas militares de Schubert, entre las que compuso una de tipo específicamente austríaco o austro-húngaro, de paso rápido y optimista, plena de animación, muy distinta de las pomposas marchas barrocas de Lully, o de sus vulgarizaciones prusianas, más burdas todavía. Esta tendencia nacionalista tenía su equivalente en la literatura, en la que el clasicismo adquirió un tinte austríaco con Franz Grillparzer. A. partir de él ha habido dentro de la literatura alemana una modalidad específicamente vienesa representada por autores como Raimund, Nestroy y Stifter. En cierta ocasión, Schubert dejó escapar la siguiente queja: «¿Qué más se puede hacer después de Beethoven?» Su propia Sinfonía en Si menor nos da una respuesta con esa dependencia que tiene de la melodía pura, en ese exceso de elementos armónicos. Su segundo movimiento, por ejemplo, ya no es en Re como debería ser de haber seguido las normas clásicas, sino en la dominante de la dominante de la tonalidad relativa de la misma armadura. Más aún, la Sinfonía se confía al sonido puro: en cuanto a sonido nunca se ha compuesto nada más encantador que el segundo movimiento con su diálogo inmortal entre el oboe y el clarinete sobre el fondo trémulo de las cuerdas. La Sinfonía en Si menor ha venido a demostrar que sí se podía hacer algo más. La gran Sinfonía en Do mayor, de marzo de 1828 (año en que murió Schubert), lo corrobora de una forma más evidente, si ello es posible. Robert Schumann, quien logró descubrir en un suburbio de Viena, el manuscrito que estaba en posesión de Ferdinand Schubert, hermano del maestro, destaca el «origen masculino» de la partitura —«la completa independencia de la obra de Beethoven de que hace gala esta Sinfonía...—. Además de la maestría técnica de la composición musical, está presente la vida misma, con todas sus ramificaciones, el colorido hasta en su matiz

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J b sutil, el significado que transciende de toda ella, la expresión más (i-nuda del detalle más mínimo, y —finalmente— un romanticismo que lo inunda todo, que uno... reconoce en Franz Schubert». La evidencia, de '.n.K'ier negativo, en cuanto a esta independencia y originalidad, se halla n el destino que dicha sinfonía tuvo en Viena, donde en 1828 y tras os pocos ensayos infructuosos, la Sociedad Filarmónica la dio de lado, [ice años después de la muerte de su autor, Mendelssohn la estrenó en ripzig. Pero todavía en 1844, en su primer ensayo, la Royal Philarmonic 1 frchestra, de Londres, la rechazó entre risas. Es comprensible esta primera impresión que la sinfonía produce: tiene las dimensiones de una ¡afonía de Beethoven, pero no su pasión; y es más fácil comprender la Ilion que la música sin finalidad concreta de Schubert, definitivamente 0 programática, plena de majestad y de profundidad y repleta, al mismo tiempo, de júbilo en el primer movimiento, de entusiasmo a la vez que de naturalidad sosegada en el Finale, colmada de una magia sonora y ríttiina en el Andante con moto «all'ongarese», en el brioso Scherzo al estilo popular y en el Trío. Desde siempre los comentaristas han destacado su original empleo de los instrumentos de viento, de la flauta al trombón, y el importante papel asignado a la trompa, el instrumento más «romántico» de lodos los instrumentos.

Música de cámara y composiciones para piano Todo lo que hemos dicho sobre las sinfonías de Schubert puede aplil .use a los cuartetos de cuerda, con la única diferencia de que la línea divisoria entre los experimentos y las obras maestras se establece un poco .mies. Se inició en este género cuando todavía era un muchacho de quince .IIIOS, y en los cinco años siguientes escribió unas once obras de las cuales puede asegurarse, sin el menor equívoco, que su modelo fue Mozart o la < )p. 18 de Beethoven. Pero al acabar 1820, tras una temporada inactiva, • uiy prolongada para lo que Schubert acostumbraba, compuso un moviiento de cuarteto en Do menor, tan completo y singular como la Sinfo[fl en Si menor —un «fragmento» consumado, compacto en la forma, lleno de la gracia mágica y extraña de Schubert. Fragmento al que siguieron tres obras maestras: los Cuartetos en La menor (1824), en Re menor 1826), y en Sol mayor (1826), enteramente libres de la influencia de la < )p, 59 de Beethoven, así como de los cuartetos siguientes hasta la ()p, 130, que, aunque no se interpretó hasta el 21 de marzo de 1826, bien podrían haber sido conocidos por Schubert. Por su concisión, el Cuarteto en La menor es más equiparable a la Sinfonía en Sí menor, salvo por el ¡echo de ser lírico en sus cuatro movimientos. El primero está totalmente onstruido sobre la alternancia mágica de los modos mayor y menor, alternancia que en Schubert es más elemental, más sensual que en Beethoven, más que —por ejemplo— en el movimiento lento de la Séptima Sinfonía. Más aún, no hay ningún modelo válido para el Minué, con su modulación en La bemol mayor y su Trío Lándler en La mayor. En cuan-


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to a su relación con una canción compuesta en noviembre de 1819, «Die G'ótter Griechenlands», esta obra revela otra de las peculiaridades románticas de Schubert: su tendencia a tomar un motivo que hunde sus raíces en una canción —un motivo cuyo desarrollo musical se veía, pues, limitado por la presencia del texto—, y reelaborarlo totalmente en el terreno instrumental. De forma análoga, por ejemplo, en el Rondó de su Sonata para piano en La (1828), retomó en su punto de partida una canción escrita en marzo de 1826, «Im Frühling»; o, en su última Sonata para piano en Si mayor, empezó con una de sus canciones de Mignon («So lasst mich scheinen, bis ich werde!»), tal vez teniendo en mente una idea programática cuyo secreto nunca podremos descifrar y probablemente no conoceremos jamás. En el melancólico Cuarteto en Re menor se da una relación similar con respecto a su canción «La muerte y la doncella»: la dulce respuesta de la muerte, en la canción, que se concentra en unos pocos compases, contiene la semilla que brota en el Cuarteto con todo su lirismo, incluso hasta la certeza de un bienaventurado abandono, de la infinita paz de lo eterno. Asimismo, el Cuarteto en Sol mayor adentra al oyente en un mundo sonoro, de íntima conmoción, que Schubert no tomó de ningún modelo y que no ha sido imitado. A los tres cuartetos hay que añadir el Quinteto para cuerda en Do mayor, compuesto en 1828. No es solamente la alteración del sonido, o los dos violoncelos en vez de las dos violas de Mozart y de Beethoven, lo que confiere a esta composición su carácter único. Antes bien, es su nueva calidad sonora que se corresponde con la nueva invención de los temas y forma un conjunto con ellos. Cuando, al inicio, el acorde en Domayor realiza un crescendo, se desarrolla en un acorde de séptima disminuida, para resolver en un paradisíaco Do mayor, sentimos como si la puerta del romanticismo se abriera subrepticiamente. Y lo sentimos aun constatando que dicho comienzo ha recibido algunas sugerencias del Quinteto en Do mayor de Mozart, y que el Cuarteto en Do mayor, también de Mozart, ha desempeñado un papel en la formación del grupo temático. Pero, ¿dónde están los precedentes del Adagio en Mi, o del Trío del Scherzo (¡en Re bemol!), y de la ausencia de cualquier traba en el Allegretto final? Como ocurre en los maestros clásicos como Haydn, Mozart, e incluso Beethoven, la música de cámara donde Schubert le asigna una parte al piano —por muy magníficos que sean algunos de sus pasajes— es menos importante que las obras para cuerda sola. El Quinteto denominado La trucha (1819), los dos Tríos para piano en Si bemol y en Mi bemol, Opp. 99 y 100 (compuestos ambos en 1827), los Dúos para violín o flauta y piano, contienen todos el aire de la buena sociedad y del virtuoso. La época de Schubert no fue sólo la del nacimiento del romanticismo, sino también la del Biedermeier, de la autocomplacencia de la clase media, del virtuosismo. Ahora bien, este aspecto no está presente en las obras puramente pianísticas —en las sonatas y en las piezas sueltas, de las cuales las más conocidas son los Moments Musicaux. En ningún momento se mostró

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Schubert más indiferente para con Beethoven —o para con ningún otro modelo— que en estas piezas que destacan dentro del panorama de la música romántica para piano por el hecho de no necesitar público, y hasta de no precisar de un solo oyente. ¡Todo un contraste con las sonatas de Weber, con sus polonesas, rondós y variaciones, con su Invitación a la danza, obras todas que no se conciben sin la presencia de un público que aplauda! Schubert toca para sí mismo, y por tanto no necesita para nada de la concentración. Más que nunca, sus temas encierran en sí su expresión más feliz, y, por ello, resisten bastante bien la disección, el «desarrollo». Consideremos el Rondó de la Sonata en Do menor, de 1828, ¡cuántos caminos y recovecos hasta reencontrar el tema! Beethoven, en todas sus divagaciones, nunca pierde de vista el tema; sus divertissements, sus «digresiones», constituyen caminos paralelos desde los cuales siempre es posible regresar al sendero principal. Schubert se pierde en las regiones misteriosas y muy distantes del bosque y del encantamiento. El contraste nos lo ofrece el Impromptu y los Moments Musicaux. Muchos de ellos son tan breves como completos: el momento «aW ongarrse» en Fa menor es tan lírico y tan acabado como una estrofa de cuatro versos de Ornar Khayyám. O bien tomemos el Impromptu Op. 90, núm. 4, en La bemol, con su forma de scherzo simple, en A B A , en la que B está en Do sostenido menor, el enarmónico de Re bemol menor. Hay repetición por todas partes, pero la idea es tan hermosa; y sin coda al final. ¡Cuánto primitivismo formal, después de Beethoven! Pero, ¡qué mágica sustitución leí sonido y de la inspiración melódica y armónica!

Schubert, creador del lied Mientras que las obras instrumentales de Schubert alcanzaron su madurez desde 1820 en adelante, las canciones experimentaron este proceso mucho antes. Cuando se asegura que la historia de la canción empieza con Schubert dicha afirmación es cierta en un sentido y falsa en otro. La historia de la canción es tan antigua como la propia música; para calibrar su antigüedad pensemos sólo en la canzonetta italiana del siglo xvi, en la míetta del siglo xvn, en los aires para laúd de John Dowland, o en la unción francesa del siglo xvni. Sus ramificaciones y el destino que le cupo en tierras alemanas son esecialmente importantes. La ausencia de una poesía de calidad, auténtica , sincera, agarrotaba al lied alemán; unas pocas excepciones como las de Simón Dach o Friedrich Spee en el siglo xvn, o la de Johann Christian iünther a principios del siglo xvm no hacen más que confirmar la regla. 1 verdadero sentimiento se hacía perceptible casi únicamente en el ámbito religioso, pero con harta frecuencia y sin solución de continuidad se anegaba en algo meramente moralizante. Hacia mediados del siglo xvm prevalecían tres tendencias que merecían el favor de las gentes: la sentimen1, la anacreóntica y la epigramática.


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Desde el punto de vista musical, el lied corría peligro dada la persistente influencia de la cantata y el aria italianas con sus inclinaciones instrumentales y sus pasajes de cantilena de bellos quiebros. Además, y en una reacción brusca contra esta influencia, el norte de Alemania se inclinó por una tendencia más racionalista, que condujo a una simplicidad artística casi tan indeseable como la tendencia contraria. De suerte que los compositores del norte, entre los que se cuentan Johann Abraham Peter Schulz (1747-1800) y Johann Friedrich Reichardt (1752-1814), preferían la canción estrófica genuina, y en honor a la verdad llegaron a componer algunas canciones delicadas y preciosas, situándose frente a los austríacos Haydn y Mozart, cuyas composiciones vocales aquéllos juzgaban excesivamente instrumentadas y, en cierto modo, ni siquiera las consideraban canciones. Donde el norte ponía muy poca música, el sur ponía demasiada; o mejor dicho, para Haydn y Mozart el poeta todavía estaba subordinado al músico, todavía era alguien que aportaba un texto al que se le adjuntaba la música. Y como lo mismo les daba que fuera uno u otro el autor del texto, en algunas ocasiones tropezaban por casualidad con un gran poeta: por ejemplo, Haydn con Shakespeare, o Mozart con Goethe. En ambos casos los resultados obtenidos no eran verdaderos lieder, sino más bien scenes con fondo instrumental. Mención especial merece «Das Veilchen», pequeña obra maestra de Mozart, mitad canzonetta, mitad melodrama lírico, o recitado con música. Entretanto, la canción alemana había recibido la influencia de otra modalidad artística: el auténtico melodrama, en el que a la palabra hablada, que solía ser un monólogo emotivo, se le ponía un fondo orquestal a modo de un recitativo accompagnato. En esta modalidad la orquesta venía a acentuar el sentimiento, el fondo escénico —el amanecer, el trueno y la tempestad, los acordes pastoriles—. De la combinación de melodrama y canción nació la balada cuyo primer gran exponente, Johann Rudolf Zumsteeg (1760-1802), de Stuttgart, causó en Schubert una impresión profunda y muy duradera. Pero ésta es la única influencia verdaderamente significativa que podemos encontrar en Franz Schubert en su condición de creador del lied. Se aprecia aquí, quizá mejor que en el terreno instrumental, la gran suerte de su posición en la historia. Nació en la edad de oro de la literatura germana: heredó la tradición de Klopstock y Holty, fue contemporáneo, más joven, de Goethe y de Schiller, conoció la revolución del movimiento romántico en literatura —de Tieck, de los hermanos Schlegel, de Novalis, y hasta de Heinrich Heine—. Además, el romanticismo, con sus traducciones, puso a su disposición una cantidad considerable de textos de todo el mundo: Ossian, Petrarca, Shakespeare, Cibber, Walter Scott. Los mismos textos que le procuraban sus amigos vieneses solían ser una resonancia valiosa del entusiasmo de aquel período supertenso. Compuso más de 600 lieder y otras obras vocales, de las que un número considerable representa una solución definitiva al problema del lied, pues, al igual que toda modalidad artística compleja y compuesta, el lied constituye un problema real no mucho menor que el de la ópera, y en cada caso el compo-

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litor debe buscar el justo equilibrio entre melodía y acompañamiento, eni fe el sentimiento subjetivo y la valoración objetiva. I ,os estilos en los lieder de Schubert El tipo de lied que Schubert compone es clásico y romántico a un mismo tiempo; en ninguna otra faceta está más justificada su denominaron de clasico-romántico. Es clásico en cuanto casi siempre hace uso de ¡jtg energía concentrada que cuando falta en sus obras instrumentales las luir objeto de crítica. Escribió canciones relativamente largas —algunas jpícepcionalmente largas—, sobre todo cuando en su juventud manejó las endechas de Ossian y las baladas de Schiller, si bien nunca llegó a permilir que se desbordara su imaginación puramente musical. Sí le calificamos ii uno romántico no es porque compusiera música para los versos del escenario superficialmente romántico cuyo contenido típico son las tonadas de .c|)iiltureros, de apariciones espectrales, y los poemas cuyos héroes y heroí¡is son caballeros, peregrinos, trovadores, monjas y doncellas encerradas rn las torres de los castillos. En una de sus primeras obras, en que utiliza como texto la «Adelaida», de Matthison, parece como si quisiera compelí r con Beethoven; más tarde vuelve a intentarlo otra vez en su «Wachtel\rlAtiqt>, y resulta victorioso por la renuncia que hace de todo lo italianizante, de todo lo que tuviera el aire de una cantata, de todo lo que fuera mayoritariamente instrumental. Schubert es clásico en tanto en cuanto sus obras mantienen el equilibrio entre melodía, letra y declamación, y en que lus partes vocal y pianística se subordinan al poema. El procedimiento que nquí emplea es completamente distinto al que utiliza en sus numerosos mientos de componer ópera, donde zozobra una y otra vez al ser incapaz de percatarse de la falta de contenido de sus textos y de su dependencia excesiva de la música, ya que la piedra de toque de todo compositor de 'pera es su aproximación crítica al texto. En sus lieder, en cambio, es su¡nto y expresivo y, muy a menudo, más dramático que Verdi o Wagner. Y es romántico, comparado con sus predecesores y contemporáneos, por la superabundancia, por el torrente de música que pone tanto en la parte vocal como en el acompañamiento. Es característico que esta piélora musical fuera demasiada para el gran poeta a quien Schubert admiró más hondamente y cuya obra musicalizó con más frecuencia. Para dicho poeta, que no es otro que Goethe, el lied ideal debía subordinar la música IIl texto, como ejemplifican en la práctica sus compositores familiares Reichardt y Zelter. Con Schubert, el acompañamiento lo ofrece todo a un Tiempo: el sentimiento, el paisaje, el ambiente. Es un tipo de pintura que centúa el sentimiento; y es expresión de un tipo de sentimiento mucho ás penetrante y sensible a todos los latidos de la naturaleza. El piano se convierte en un instrumento universal y, en sus matices, en su capacidad expresiva, en su sensualidad noble y pura, se enriqueció en las manos de Schubert más que en las de ningún otro maestro. Schubert apela siempre, simultáneamente, al sentimiento y a la fantasía; y sólo se sofoca la ima-


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ginación del oyente cuando se intenta (como desgraciadamente algunos han hecho) interpretar el papel del piano en forma orquestal, cuando se pretende «realizarlo», lo que significa adocenar su naturalidad. Además, Schubert es romántico en su relación con la canción popular. No intenta imitarla —de hecho, él está totalmente virgen de la influencia de las teorías del siglo xvm sobre la simplicidad; pero involuntariamente sí la crea. Algunas de sus canciones son pura y simplemente populares, como su tratamiento de «Heidenróslein», de Goethe. Otras, como «Am Bruñen vor dem Tore», de Müller —perteneciente al segundo y último de sus dos grandes ciclos de canciones— el pueblo las ha hecho suyas y les ha dado el trato de siempre: simplificarlas, «desmenuzarlas», hasta que suenen bien en los labios de cantantes menos refinados. Estos dos ciclos (el primero de ellos es «Die Schone Müllerin») demuestran que Schubert no sólo no tenía nada que aprender de Beethoven, sino que no deseaba hacerlo; ya que, sin duda, tendría que conocer la mayor aportación de Beethoven a la historia del lied, el ciclo An die jeme Geliebte que apareció en 1816 y que, mediante la unificación del acompañamiento y la vuelta al principio, se funde en un todo musical y psicológico, La unidad de los dos ciclos de Schubert es auténtica, aunque no pueda probarse y no se haga inmediatamente patente; para decirlo con las palabras de Richard Capell n : «ante nosotros el drama se revela en una serie de momentos líricos». Al principio de su carrera Schubert acertó a componer Heder perfectos, además de otras composiciones vocales: todavía no tenía dieciocho años cuando produjo la monodia lírica «Gretchen am Spinnrad», y también «Nachtgesang» («O gib vom weichen Pfühle»), de Goethe, una maravilla de fecundidad y concentración. Pero sería erróneo extraer la conclusión de que en los catorce años que le quedaban de vida no iba a acrecentar su maestría. Ocasionalmente, Schubert eligió textos aun más largos, pero si en su juventud los había dominado alternando los pasajes recitativo y arioso, en su última época venció las dificultades de otro modo: enlazando el conjunto con nexos nuevos, sobre todo mediante la unidad de motivos en el acompañamiento. Fue ésa un medio artificial que más tarde los románticos iban a aprovechar y no sólo en el lied, sino también en la ópera, aunque no siempre con la misma flexibilidad y con la exigencia artística que es característica del maestro. Schubert no siguió nunca un mero patrón. Al final de su carrera retomó la canción estrófica, ampliándola a canción estrófica con variaciones sólo cuando el texto invitaba a hacerlo. Por otra parte, se atrevió a ensayar formas muy audaces y libres sin que degeneraran en un experimento sin más. Lo cabal de su producción sólo podría explicarse por la certeza casi mecánica con que el tono correcto hallaba su camino para cada palabra. La siguiente observación de uno de sus profesores se aplica más a su madurez que a sus años jóvenes: «Nada puedo enseñarle; todo lo ha aprendido del propio Dios.» En su amplio abanico de sensibilidad y maestría todo cabe, desde lo más simple a lo más sublime. En su excelente obra Schubert's Songs (Londres, 1928).

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La única faceta en la que sus facultades fueron limitadas es la del géero humorístico. En este punto Beethoven podría haberle brindado un momifico ejemplo con su «Canción de la pulga» (tomada del Fausto). Es muy significativo que Schubert musicalizara una y otra vez las canciones | Ir Mignon y de Harper pertenecientes a Wilhelm Meister, de Goethe, mieninis que nunca lo hizo con ninguna de las canciones de la libre y desenfadóla Philine. Llegó a las fronteras del encantamiento e incluso de la insinuación, pero no pasó de allí. A este respecto, sus coetáneos y sucesores románticos, desde Cari Loewe y Schumann hasta Hugo Wolf, supieron añadir un suplemento a su universo de canciones. Pero nadie consiguió superar su obra como un conjunto, y sus suceiores fueron todos los autores del siglo xix que compusieron Heder. Schubert hizo de éstos un género específicamente romántico. Al principio y duífite un breve período sólo despertó un sentimiento de condescendencia, orno se pone de manifiesto en una carta del director de Allgemeine Muir.ilische Zeitung, Johann Friedrich Rochlitz, dirigida a Ignaz Franz Mo(30 abril 1826): «... algunas canciones de su Schubert han despertado mí gran interés y estima. Tal vez este artista talentoso sólo precise u amigo sumamente culto que poco a poco le abra los ojos con respecto a sí mismo: lo que es, lo que tiene, lo que quiere; después, es de esperar que pueda averiguar por él lo que debería hacer». Otro esteta parlanchín, el suizo Hans Georg Nágeli, en sus Lecturas sobre la música, también de 1826, evidencia desconocer por completo a Schubert; pero no le llevó mucho tiempo adquirir tal conocimiento. Qué diferencia entre estos diIcttantes y los mismos músicos: Schumann, Liszt (que tanto hizo en favor de Schubert con sus transcripciones), hasta llegar a Brahms y Hugo Wolf (quien a menudo parecía retar a establecer la comparación entre Schubert y él, y no siempre con todo el éxito que hubiera deseado).

úsica sacra y coral Schubert aun perteneció a la estirpe de músicos universales, ya en dedencia, que lo mismo componen música instrumental que vocal, música era o música profana, y en todos los géneros sobresalen. Es autor de iete misas, dos de las cuales, la Misa en La bemol y la Misa en Mi bemol, as compuso en plena madurez artística (1822 y 1828). Son obras de un carácter tan singular que dificultan su clasificación, pues si bien hunden ÍUS raíces en la tradición de la música sacra vienesa, la misma de Mozart y de Haydn, son mucho menos «católicas» o eclesiásticas que la Misa en Do mayor de Beethoven, del año 1807, o que su obra maestra de 1822, 'a Missa Solemnis, cuya interpretación del 7 de marzo de 1824 llegó Schuert a escuchar. Se ha dicho de esta inmensa obra de Beethoven que exede con mucho las dimensiones del oficio litúrgico y que trata el texto con excesiva subjetividad; pero Beethoven era miembro creyente de su confesión religiosa y la obra fue compuesta pensando en ella, aunque sólo para ocasiones especiales.


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Schubert fue mucho más subjetivo, con una mayor dosis de escepticismo, más crítico. Es muy significativo que en el Credo de ambas misas, así como en las que compusiera anteriormente, no haya música para la frase «Et unam sanctam catholicam et apostolicam ecclesiam», hecho que de por sí descalifica a ambas misas para utilizarlas en los oficios litúrgicos. Dicha subjetividad concuerda con la armonía extática de su obra: un ejemplo lo tenemos en la Misa en La bemol mayor, cuyo Sanctus abandona la clave en Fa mayor por medio de un acorde de quinta aumentada y, tras unos pocos compases, desemboca en la clave de Do sostenido mayor. Rasgos subjetivos de este tipo determinan el acusadísimo contraste con las convenciones vienesas, como pueden ser los pasajes de fugato tradicional en los lugares tradicionales. Esto es música sacra romántica; y si en el siglo xix todavía subsistía, por regla general, una buena cantidad de música sacra piadosa y creadora, que aun componían autores como Berlioz, Liszt, Bruckner, Franck, junto con ese tipo de epígonos que no representaban otra cosa que la vuelta al estilo de Palestrina, dicha música religiosa tenía dificultades para aunar el credo sin reservas con el «siglo xix», y habría de recurrir al éxtasis romántico, que es ajeno a la auténtica música sacra. La versatilidad de Schubert comprende también modalidades artísticas a las que los compositores clásicos habían dedicado poca o ninguna atención. Todas ellas tienen algo que ver con el sonido propiamente dicho —por ejemplo, sus coros femeninos y, sobre todo, sus coros masculinos, que son composiciones muy distintas a las obras similares, de carácter ocasional, de los compositores clásicos; entre ellas: los cánones de Haydn, la «Canción de los monjes», de Beethoven, o el Coro de sacerdotes de la Flauta mágica, de Mozart. Sólo muy de lejos se relaciona con los coros masculinos alemanes que tuvieron su origen en la Leidertafel de Zelter, o sociedad de cantores, en Berlín, en la que desde muy temprano se estimularon las aspiraciones patrióticas y nacionalistas. Uno de los estatutos de la primitiva Liedertafe (Berlín, 1809) reza: «Se recomiendan a los poetas y compositores los temas sobre la patria y su bienestar general, en todas sus manifestaciones. La Liedertafel se considera una fundación que celebra el ansiado retorno de la familia real (es decir, del exilio ocasionado por Napoleón); pues, en términos generales, una de las primeras preocupaciones de la organización es la de honrar a su rey.» Tal es el género, no carente sin duda de valor histórico e incluso artístico, al que pertenecen las canciones caballerescas de Cari Maria Weber, de brindis que anteceden a la batalla, etcétera. También entre las obras de Schubert se encuentra, ocasionalmente, una canción guerrera o un brindis, pero en general su desbordante corazón busca para sus coros de hombres, de mujeres y mixtos, temas que pueda transformar en sonido y poesía puros. Después de él, el género se dividió en dos corrientes: una patriótica y, en gran medida, tema para la actividad de la Liedertafel, y otra puramente artística en la que Mendelssohn, Schumann y Brahms siguieron en general los pasos de Schubert.

-apítulo 10 a ópera romántica

Los especialistas de la ópera Aunque ya se ha dicho que Schubert fue un compositor versátil igualmente grande en las facetas vocal e instrumental, es preciso hacer una sola iiperva: no fue escritor de dramas musicales. Cierto que compuso óperas, úsica incidental para obras dramáticas, recitativos con música y un oraloi'io. Entre sus trabajos, por ejemplo, hay una comedia, Fierrabras, de tema Caballeresco, en un estilo genuinamente romántico, compuesta el mismo .ü ID que Semiramide, de Rossini, y Euryanthe, de Weber. Pero el total Eracaso de las obras de Schubert en los pocos casos en que se llegaron a tepresentar en vida de su autor estuvo bien merecido por muy duro que lucra para él. El verdadero compositor de ópera se conoce en la elección del texto, en su perspicacia para el drama musical, y no puede bastarle on hacer lo que Schubert: adjuntar una música, por muy maravillosa que Bfi, a un texto que le guste, como es el caso de Rosamunda, de la que sólo los pasajes instrumentales, con su orquestación y sonoridad espléndidas, tienen cierta vitalidad. Es una gran desdicha que precisamente de los experimentos dramáticos más afortunados de Schubert —sus composicioin-s para el Singspiel, de Goethe, Claudine von Villa Bella— no se conserve la segunda mitad. Pero no es ninguna tragedia, porque las verdaderas aportaciones de los románticos a la historia de la ópera siguen un desarrollo muy distinto al del idílico Singspiel. Además, tampoco es necesario que un gran compositor de dramas musicales sea tan buen músico como Schubert: este cometido precisa de otras cualidades. ¿No es sorprendente que todos los grandes compositores de sinfonías y de música de cámara, como Haydn, Schubert, Mendelssohn, Brahms, e incluso el autor de Fidelio se resintieran de falta de inspiración para el drama, mientras que los verdaderos dramaturgos, como Gluck, Weber y Wagner no accedieron realmente a los estilos sinfónico y de mú107


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sica de cámara? Mozart constituye la única y maravillosa excepción, mientras que Berlioz y Liszt ocupan un lugar un tanto singular. En todo caso, el romanticismo modificó la actitud del compositor hacia la ópera: hizo de él un especialista de la ópera. Gluck es el único ejemplo de este tipo de especialista en el siglo xvín, pues en términos generales se esperaba que el autor de óperas compusiera también música sacra, sinfonías y música de cámara; y a la inversa, también se pensaba que el autor de música sacra debería componer una ópera si se la encargaban. Haendel, Jommelli, Hasse, Johann Christian Bach y Rameau constituyen ejemplos más o menos típicos. Pero la situación cambió en el siglo xix. Cuando tantos músicos románticos «también compusieron» o quisieron componer una ópera, no comprendían que a este género le había llegado la hora, o bien sencillamente, se engañaban a sí mismos: Mendelssohn empezó una Loreley que nunca concluyó; Brahms se interesó por ciertos planes operísticos que, con muy buen juicio, no llevó adelante. Mientras que Meyerbeer dio muestras de su gran sagacidad mundana en el hecho de que nunca llegó a pasársele por la imaginación distraer sus energías componiendo una sinfonía; en cuanto a Verdi y Wagner o bien no hicieron nunca una incursión a este género musical que tan extraño les era, o cuando se adentraron en él, como es el caso de Wagner con su obertura del Fausto o la Marcha del Emperador, hubieron de pagar por ello. El movimiento romántico hizo unos especialistas de sus compositores de ópera porque se tomó ésta más en serio que el siglo xvín. Y esto se aplica también a Italia, el país donde se descubrió la ópera, donde ésta es algo endémico, y donde la transición a la época moderna tuvo lugar sin los quebrantos revolucionarios que sacudieron a Francia y Alemania. Basta con recordar la fuerte animadversión que sintió Verdi hacia la ópera como «entretenimiento» o «diversión» para apreciar el gran cambio que se había producido en Italia en el lapso de tiempo que va desde Cimarosa o Paisiello hasta el creador de Rigoletto y Otello, quien imprimió a sus óperas su pasión honda, total, su franqueza salvaje y su melancolía desesperanzada. También en Francia y Alemania se fue pasando de moda, poco a poco, el tipo de ópera de encargo, de «ópera de temporada». Ahora el compositor dedicaba más tiempo a componer una ópera y en correspondencia tenía que contar con un éxito mucho más duradero. Hacia 1809, cuando Louis Spohr compuso su obra El duelo con el amado (Der Zweikampf mit der Geliebten), empezó resueltamente «sin someter el libreto a examen» 12. Este estado de cosas cambió rápidamente. Hacia 1829, año en que se presentó en Berlín un Fausto (1816) de este mismo compositor, Cari Friedrich Zelter escribió a Goethe sorprendido porque la partitura de dicha obra fuera casi música de cámara: «En cuanto a la obra del compositor, a quien claramente puede identificarse como a un artista del tono más que como a un músico o melodista, todo en ella está concebido del modo más artístico y —lo que es bastante sorprendente— hasta el mínimo detalle, a fin de ir más lejos que el más fino oído, de ganarle 12

Autobiography (Cassel, 1860-1861), I, pág. 149.

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en la apuesta. Los más sutiles encajes de Brabante son a su lado una obra burda. Para su representación es casi indispensable contar con un ejemplar del libreto, pues la expresión de las palabras con respecto a los altos y los lijos, a los tonos brillantes y opacos, a la tensión y a la laxitud, y así sucesivamente, está realizada con la precisión de la hebra más sutil, como el "anal de una colmena»13. Más aún, tal actitud influyó en la ópera seria laliana, en especial entre los músicos que ya no componían exclusivamente para Italia, como Luigi Cherubini, quien desde 1788 se había convertido en un parisino, y Gasparo Spontini, cuyas Vestale (1807) y Fernand Cortez (1809) necesitaron tres años cada una para ir de París a Italia, o para regresar. Sobre todo, la elaboración orquestal por parte de ambos • niiipositores era algo nuevo y de consecuencias trascendentales. En cuanto a su ideal de ópera, digamos que Cherubini y Spontini eran ambos disj [pulos de Gluck, y los dos contribuyeron a afianzar la idea de la «gran ópera» —Spontini, con su pomposo tratamiento de los metales y sus ritmos napoleónicos, más que el refinado Cherubini— idea que, en la ópera Semántica del siglo xix, iba a desempeñar un papel tan desafortunado como 111 letífero. Antecedentes de la ópera romántica Dos siglos fueron los que proporcionaron material en abundancia para que la ópera se romantizara. Si se considera el período romántico como un abandono de lo clásico, como una aproximación a lo medieval, se ve que dicho enfoque se efectuó con suma rapidez y que ya había hecho su aparición en el mismo círculo primitivo de los puristas florentinos. La imitación de la tragedia clásica, que hacia 1600, constituía el punto fuerte del programa de la camerata • florentina, exigía, naturalmente, un argumento clásico —Orfeo, Dafne, Ariadna, Aretusa—. Pero con el Medoro, de GarJiano, o la Liberazione di Ruggiero, de Francesca Caccini, con Erminia mi Giordano, de Michelangelo Rossi, irrumpió en la ópera la épica caballeresca de Ariosto y Tasso, qué constituyeron un manantial inagotable de material operístico hasta la época del lancredi, de Rossini. Pronto aparecieron personajes de la historia de Roma, tomados de Suetonio y Tácito, uno de cuyos ejemplos inmortales es L'Incoronazione di Fopea, de Monteverdi. Y también se incorporaron personajes de la baja Edad Media y del período inmediatamente posterior a la caída del Imperio Romano, de historias que' relataban los encuentros entre romanos y bárbaros. Y estaba, asimismo, el drama español con sus magníficas aventuras —Don Quijote ocupa el lugar principal, como héroe, en una docena de óperas—. El purismo de los reformadores de la dramaturgia operística, Apostólo Zeno y Pictro Metastasio, sólo refrenó la ópera mística y fantástica en beneficio de una temática aparentemente histórica —daba lo mismo que sus fuentes fueran clásicas (como en Didone y Temistocle) o románicas (como en 13 Noviembre 15, 1829.


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Riámero Re de'Goti o Ruggiero). E incluso Gluck, el creador de las semimíticas Orfeo y Eco y Narciso, hizo su ofrenda al concepto tradicional del temario operístico con su Iphigénie en Aulide y su Armide. Pero junto a la antigüedad y a la historia, a partir de 1750 se echó mano de una fuente nueva y de un mundo nuevo y más colorista de temas para la ópera; una fuente que se pone de manifiesto en todo el campo operístico —en la opera buffa italiana, en la opéra-comique francesa y, finalmente, en el Singspiel alemán; y común a esta trilogía de tipos nacionales está la «ópera turca», de carácter mitad cómico, mitad fantástico—. Ya no se trata simplemente de una cuestión de ropajes orientales como había sido en el caso de Metastasio, que se limitó a presentar a la sociedad vienesa ataviada con divertidos trajes en su Cinesi (1735), por ejemplo, musicada por Gluck y otros compositores. La «ópera turca» presentaba un mundo nuevo y exótico, y como ejemplos de opera buffa basta con recordar la Schiava Liberata (1768), de Jommelli; de Singspiel, Adelheit von Veltheim (1780), de Neefe, o Entführung (1782), de Mozart; de opéracomique, Rencontre Imprevue (1764), de Gluck, o Caravane du Caire (1783), de Grétry. Y con Grétry acabamos de citar el nombre del músico que tal vez contribuyó de forma más decisiva a la transformación de la ópera del siglo XVIII en ópera romántica. Su comedie-ballet, Zémire et Azor (1771) se sitúa ya en un lugar del extremo oriente, en Persia, donde las hadas aún intervienen en el destino de los hombres; y cuando cinco años más tarde (en 1776) un libretista alemán tomó para esta ópera el libreto de Marmontel y lo reelaboró para el músico Gotthilf von Baumgarten, le puso el subtítulo de «Opera cómico-romántica». De modo que tal vez fuera ésta la primera vez que obtuvo expresión verbal explícita el nuevo concepto que tanta influencia iba a ejercer en el campo de la ópera. Y no fue accidental el hecho de que en el primer período de la ópera romántica, en 1819, Louis Spohr retomó de nuevo e l t e m a de Zémire et Azor. También conoció la opera buffa la fusión de lo fantástico y lo cómico en el Mondo della Luna, de Goldoni, con música de Galuppi, allá por 1750, o en la Grotta di Trofonio, de G. B. Casti, compuesta por Salieri en 1785. Este tipo de fusión tenía fuerza aún en Crispino e la Gomare (1850), de los hermanos Luigi y Federico Ricci, aun cuando era deudora de la operetamágica vienesa al estilo de Ferdinand Raimund. Ahora bien, en esta fusión italiana el romanticismo que podía apreciarse era más bien escaso; pero en «El convidado de piedra» (Convitato di Pietra), tema profusamente utilizado por los dramaturgos de los siglos x v n y XVIII, estaba la semilla del período romántico, y entre los románticos el sentir general era que dicha semilla ya había fructificado en Don Giovanni, de Mozart. Cierto que la fusión completa entre lo fantástico v lo folklórico —y análogamente de lo sentimental con lo cómico— ya estaba presente en obras como Oberon, Kóning der Elfen (Viena, 1789), de Wranitzky, a la que sólo desplazó del repertorio operístico alemán la última obra de Weber. También se producía dicha fusión en obras como La flauta mágica, de Mozart (1791), con la que empezó la historia de la ópera alemana, si

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bien esta obra por sus sugerencias decididamente francmasónicas es todo tnenos romántica y, como obra sui generis que es, no ha tenido sucesores 14. Pero, simultáneamente, había aparecido una opera seria alemana (teutsche), si bien no se la puede tomar en consideración hasta que Weber se ocupó de ella. H u b o incluso algo parecido a una ópera patriótica como Günther t'ini Schwarzburg (Mannheim, lili), de Ignaz Holzbauer, a la que en 1780 liguió Rosamund, de Wieland-Schweitzer, ópera verdaderamente italianizante compuesta sobre un libreto alemán. H u b o también óperas sobre temas nórdicos setenta años antes de Richard Wagner, tales como la Muerte ilc Baldur (Copenhague, 1778), del danés J. E. Hartmann, un «Singspiel heroico» con un coro de valkyrias. También pertenecen al sombrío y míslico Norte las óperas ossianicas como Ossian, de Le Sueur (1804) o Uthal, de Méhul (1806), en las que el cromatismo orquestal está también empapado de los tintes de la «melancolía nórdica». Y hubo ópera de cuentos de hadas cien años antes de Hansel und Gretel, de Humperdinck, como Rübezahl (1789), de Joseph Schuster, de Dresde —el mismo tema que, posteriormente, en el primer brote de la ópera romántica, Louis Spohr Utilizó de nuevo en su Berggeist (1825). A medida que la ópera iba exprimiendo la sustancia y el espíritu de ésta temática, los argumentos clásicos se iban batiendo en retirada. Aunque tío desaparecieron por completo, sobre todo en Italia, que fue el país donde más perduraron. Pero sí desapareció Metastasio, o mejor aún, fue romantizado, y Vestale, de Spontini, o Semiramide, de Rossini (1823), nada tienen ya en común con el ideal operístico de Metastasio. La ópera seria se transformó en grande ópera, con la vigorosa participación de la orquesta v el coro, con un nuevo tipo de escenario que ya no era puramente clásico y decorativo, y fue precisamente la opéra-comique francesa a la que le CUpo la parte más importante en dicho cambio: a partir de ella, tanto por MI lema como por su música, se derivó en la ópera romántica. La sola enumeración de los títulos de las óperas de Grétry basta para demostrar cuan próximos estamos al fin de un estilo y al comienzo de otro: Aucassin et Nicolette (1779), Richard Coeur-de-Lion (1784), Raoul Barbe-Bleue (1789). En especial el argumento de Richard Coeur-de-Lion cumple todos los requisitos de la ópera romántica: caballería medieval, encarcelamiento del héroe, hallazgo y rescate por su fiel trovador, un castillo, el bosque, la nobleza y los campesinos. Grétry todavía no se hallaba en situación de moldear este material de acuerdo con el espíritu romántico: todavía escribía mi Singspiel a la manera del siglo x v i i i ; la unidad musical de esta delicioSíl obra se basa en la repetición de la decisiva melodía del fiel trovador, pero no en el colorido. Recordemos tan sólo que Robert Schumann actualizó el «Lied de Blondel» haciendo de él una de sus baladas más deliciosas (Op. 53). La ópera romántica estaba llamando a la puerta.

Confío en que nadie piense que óperas como Spiegel von Arcadien; de Süssmayr (1794), o Labirint, de Winter (1798), pertenecen a la tradición de La flauta mágka. Son simples imitaciones.


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Primera época de la ópera romántica: Weber Al menos para Alemania, esta puerta la abrió Cari María von Weber (1786-1826). En el siglo xvm era todavía un niño: dieciséis años más joven que Beethoven, murió casi un año antes que él, y no obstante da la sensación de ser un tipo de músico completamente distinto, muy posterior a los maestros clásicos, muy posterior a Schubert. En virtud del desdichado matrimonio de Mozart con un miembro de la familia de Weber ambos llegaron a emparentar. El patriarca de los Weber —personaje equívoco: soldado, corredor de fincas, maestro de capilla, empresario de teatro y embaucador de las clases adineradas cuando la ocasión lo exigía— trató de hacer de su hijo un niño prodigio como Mozart y lo cierto es que cuando éste publicó su Op. 1, a la edad de diez u once años, Weber producía su primera obra, seis Fuguettas para piano, cuando contaba exactamente doce años. Pero su trayectoria fue muy distinta a la de Mozart que nunca supo ser dueño de su vida. La providencia se limitó a elegirlo como receptáculo de la inmortalidad musical que él se encargaría de revelar ante el mundo. Ambos, Weber y Mozart, tuvieron que afrontar sus crisis respectivas más o menos a la misma edad: En Mozart, su largo viaje a Mannheim y París en el que iba a conquistar el mundo y del que regresó completamente abatido; en Weber, sus años en Stuttgart —de 1807 a 1810— años colmados de peligros morales muy graves —la prisión— como consecuencia de lo cual alcanzó la madurez. Siguió, a continuación, su empleo como maestro de capilla en Praga (1813-1816) y en Dresde (1817-1826), época dominada por los conflictos llevados unas veces con fogosidad y otras con amargura, conflictos con empresarios de clase media, con directores de escena aristocráticos, querellas con sus compañeros y rivales envidiosos, con su público y con el mundo en general, conflictos en los que Weber combatió con todas las armas del siglo xix: manifiestos, cartas abiertas a la opinión pública, críticas y controversias. En este sentido fue, en cierto modo, el sucesor de Gluck y, desde luego, un auténtico precursor de Richard Wagner. Era no sólo un artista creador, un brillante virtuoso del piano, y un notable director, sino también un gran organizador. En este aspecto, una vez más, nos recuerda a Gluck, si bien las dificultades que él experimentó fueron muy superiores, ya que hubo de moverse dentro de los límites provincianos de Praga y Dresde y, para poner en el otro platillo de la balanza, no tenía ni la violenta personalidad de Gluck ni su renombre. Además, Weber emprendió una campaña para proteger a su familia con los medios más modernos a su alcance: por aquella época se empezaban a introducir los derechos de protección legal de la propiedad artística, incluso en la música, un progreso en el que obviamente las obras de Beethoven tuvieron un papel decisivo. La vida de Weber fue tan activa y estuvo tan llena de sucesos' que da la impresión de haber sido mucho más larga que la de Mozart cuando en realidad sólo le sobrevivió cuatro años. En cuanto a versatilidad, Weber marchó codo a codo con Mozart. Desde el punto de vista externo el catálogo temático de sus obras sigue fiel-

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ente al de Mozart, con misas, ofertorios, óperas y otras obras dramái n as, canciones y arias, obras corales, sinfonías, y conciertos para instrumentos diversos, sonatas y demás música de cámara para piano solo y conjuntos, marchas y danzas. Pero esta versatilidad es sólo aparente. Weber no fue un verdadero compositor religioso; mientras estuvo al servicio de la corte de Dresde sólo compuso dos Misas completas (juntamente con sus ofertorios). Cierto que él pensaba haberlas compuesto, sobre todo la primera de ellas (en Mi bemol, 1818), «plenamente convencido y profundamente sensibilizado por la grandeza del tema», pero precisamente ésta es la fraseología romántica: supone una relación plenamente consciente con la celebración más noble de la iglesia católica; ya no es el tipo de catolicismo incuestionable que caracteriza a Haydn, a Mozart, e incluso a Beethoven. Weber compuso sus misas con el mismo espíritu que sus óperas. Entre sus obras más tempranas hay dos sinfonías —pre-beethovenianas ciertamente— que históricamente no tienen importancia alguna. )f se echa a faltar, por completo, la música de cámara para cuerda. Se han perdido unas 130 canciones que, por lo general, correspondían al estilo de la «Escuela de Berlín», de Reichardt y Zelter. Todavía estaban compuestas en un estado de inocencia, es decir, sin la riqueza, sin la exuberancia y el sentido de la responsabilidad schubertianos. En muchas de estas composiciones, Weber juega con la canción popular alemana: imita su inenuidad y su sentimentalismo, lo mismo que en otras obras imita, y con ¡cito, el elemento «nacional», fuera francés o escocés, y en algunas incluso llega a imitar el elemento regional alemán —de la baja Alemania, de Suevia, de Baviera. Nos resta por considerar su música de concierto, sus composiciones para piano y sus óperas. Compuso dos conciertos para piano y una pieza de concierto que todavía forma parte del repertorio actual; dos conciertos y un concertino para clarinete, un concierto y un rondó para fagot, un concertino para trompa, y también unas piezas de recital para otros tantos instrumentos de cuerda (pero ninguna para violín). En todas ellas estaba en su elemento: la mezcla de lo más espressivo con la brillantez suprema. Hasta sus composiciones para piano son siempre piezas de concierto: variaciones, rondós, polonesas, valses (incluido el tan elocuente Invitación a la danza), las cuatro sonatas y las pocas obras de música de cámara con el piano como instrumento principal. Todas ellas son de un género muy distinto a la mayoría de las sonatas para piano de Beethoven y a todas las de Schubert, pues si bien las Sonatas Appassionata y Waldstein, de Beethoven, así como su Op. 106, son también piezas de recital, no son «brillantes» en el mismo sentido que las de Weber. Este pensó siempre en la sala de conciertos y siempre concluía con una exhibición de bravura. Su tradición es la corriente romántica que termina con las aceleraciones, cada vez más extensas, de las obras de Thalberg, Dreyschock, Herz, y Hünten, hasta que fue contenida por Chopin y Schumann y creció con Liszt para convertirse en torrente. En el terreno de la ópera fue el fenómeno más raro de todos los músicos alemanes —un compositor nacido para la ópera. En este sentido se

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parece a Gluck: no compuso ningún cuarteto para cuerda, ni tampoco fue un verdadero autor de música sinfónica. Su vocación se le manifestó de una forma inequívoca: cuando era un muchacho de quince años ya estaba enredado en un escenario. Una ópera suya, escrita en 1801 y presentada en Augsburgo en 1803, Peler Schmoll, que recibió los inmerecidos elogios de su maestro Michael Haydn, era ya su tercera composición dramática. Su estilo personal y singularísimo que asombraba a amigos y enemigos se desarrolló muy pronto. En 1812 dio a conocer en Berlín la ópera Silvana que había compuesto entre 1808 y 1810. Dicha obra llevaba ya el título de «Opera romántica» y contenía coros de cazadores, el sonido de las trompas de caza, el estruendo del trueno, el ritmo vivo de las danzas en rueda y con antorchas, y la mezcla de lo sentimental con lo folklórico característica en el Singspiel alemán. Al escuchar esta obra, un amigo bien intencionado, el músico y profesor Von Drieberg, dijo: «Weber se afana por conseguir los efectos; tal vez el aspecto más importante de su obra sea el instrumental, mientras que una y otra vez descuida la parte vocal; los números se parecen unos a otros y el resultado es una cierta monotonía que impregna toda la ópera.» Si bien Weber desaprobó la última parte del comentario y se lo tomó muy a pecho, al mismo tiempo, y en su fuero interno, no dejó de reconocer que la primera parte era muy acertada. En los últimos años de su vida confió a un joven artista, amigo suyo, el secreto para tener éxito en la composición de obras dramáticas: vivacidad, nitidez —incluso un exceso de nitidez— en la caracterización, y ausencia de limitaciones. Estos rasgos diferenciaban a Weber de Louis Spohr, cuya orquestación consigue a veces el acabado de la música de cámara, y sólo por el hecho de que Weber nunca persiguió el efecto, la primera de sus consideraciones le diferencia abiertamente de Jacob Meyerbeer, condiscípulo suyo en las clases del abate Vogler. Esta viveza melódica y rítmica se observa en Weber desde los inicios, incluso en sus obras instrumentales. Fue «original», pero de un modo muy distinto a Beethoven; tenía su manera de hacer, aunque nunca fuera un maníerista. A esta vivacidad, a esta animación melódica, se suma la predilección que sintió Weber por el elemento nacional, que también heredara del abate Vogler, y que se puso de manifiesto en la elección de los temas para sus variaciones: los hay italianos, noruegos, rusos, zíngaros. Las seis sonatas para violín y piano que compuso en 1810 por encargo del editor Andró contienen una Romanza francesa, además de una introducción «en estilo español» (carattere spagnuolo), un aire ruso, otro siciliano, y una polacca. A la temprana edad de dieciocho o diecinueve años compuso una «Obertura china», cuyo tema tomó del Dictionnaire de Musique, de Rousseau, y cuando, posteriormente, reelaboró estas composiciones añadió seis marchas que (con una sola excepción) modifican el tema, a modo de motivo-guía, todas las cuales se utilizan como música incidental en Turandoi, de Gozzi-Schiller. Hacia 1820 compuso la música incidental, un tanto pretenciosa, de la obra Preciosa, escrita por Pius Alexander Wolff, con obertura, marchas, coros, canciones, melodramas, y danzas, en la que el ca-

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rácter de la música gitana española no está menos acentuado que en Carmen, de Bizet, obra posterior. Sus motivos, mayoritariamente, estaban «modelados siguiendo las melodías auténticas». No nos sorprende absolutamente nada que al principio de su carrera Weber compusiera un drama «alia turca», el alegre y divertido Singspiel en un acto Abu Hassan (1811), con «música turca» en la obertura y en el coro final, y con el famoso coro de acreedores: «¡dinero!, ¡dinero!, ¡dinero! No esperaré ni un minuto más» (Geld, Geld, Geld! Ich will nicht langer warten) •—obra maestra tic descripción naturalista a la manera de las Noches árabes. Fue su primera incursión en lo oriental que Weber reemprendería quince años después en Oberon, con un refinamiento infinitamente superior.

«Der Freischütz», «Eurvanthe», «Oberon» En mayo de 1820 Weber concluyó su Der Freischütz, «ópera romántica» en tres actos que iba a hacer época. Había trabajado en ella más de tres años, un período de tiempo muy dilatado dadas sus muchas obligaciones y las numerosas obras, grandes y pequeñas, que compuso entre tanto. Por aquel tiempo Rossini sólo dedicaba unas pocas semanas a componer cualquiera de sus óperas, y constituye uno de los datos que evidencian la seriedad con que los compositores se afanaban por la creación de una ópera alemana. En su primera representación, el 18 de junio de 1821, fue inmediatamente reconocida y exaltada como un acontecimiento de significación nacional. La razón de ello no residía únicamente en el hecho de que aquella fecha era el aniversario de la batalla de la Bella-Alianza, ni tampoco enteramente en el hecho de que el éxito de una ópera alemana se tomara como una bofetada que un compositor local le infringía a Sponlini, por el que muchos berlineses sentían antipatía, y como una bofetada a la ópera italiana en general. La razón había que buscarla en la singularidad de la música de Weber. Cinco años antes, cuando en la misma ciudad de Berlín se estrenó indine de E. T. A. Hoffmann, los alemanes hubieran podido encontrar la ocasión para una exaltación nacional en el terreno de la ópera. Se tralaba, en efecto, de una «ópera romántica» de índole muy similiar a Der "Freischütz. Posteriormente los comentaristas la han juzgado como un «nexo cutre la Flauta mágica y el Freischütz». El libreto de Undine se basaba en un cuento de hadas famoso; su propio autor, el barón Friedrich de la Motte-Fouqué, había adaptado el libreto. El argumento era típicamente romántico: un alma insuflada en un ser elemental, la ninfa, y la venganza de los espíritus por la deslealtad humana, con coros de los espíritus terrestres y marinos, esplendor de la caballeresca medieval, lo «popular» encarnado en unos sencillos pescadores, y un santo anacoreta. Hoffmann era mucho más que un dilettante. Coetáneo y admirador de Beethoven y de Don Giovanni de Mozart, había sabido dotar a su obra con los rasgos de su gran talento; por ejemplo, la música consigue que parezca como si continuamente se oyera el rumor del agua. Digamos, inciden taimen te,


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que Weber conocía muy bien esta obra y la juzgaba «una de las óperas más jugosas con que nos haya regalado esta nueva época». En ella halló Weber no ya sólo el modelo general para su Freischütz, sino también el modelo particular para rasgos muy concretos, como un aria de Ondina (Acto II, núm. 10) en ritmo de polonesa. Pero, insistimos, la razón de que el Freischütz de Weber hiciera época, mientras no fue ese el caso de la Undine de Hoffmann ni del Fausto de Spohr, reside en el talento musical de Weber, vigoroso e individualista, en su olfato para lo teatral, en la brevedad y concentración de todos los fragmentos y, finalmente, quizás en todos esos imponderables misteriosos inherentes a cada partitura. Se ha calificado a Freischütz como «la más alemana de todas las óperas», pero sólo el argumento es alemán, en el sentido del horror germano-gótico perfectamente identificado y de las tragedias fatalistas alemanas entonces en boga (de las cuales el ejemplo más característico es Ahnfrau de Grillparzer). El ayudante de un guardabosques sólo podrá conquistar a su novia si vence en un torneo de tiro, pero no tiene buena puntería y sus perspectivas no son muy prometedoras. Un camarada suyo, gran pecador que hace tiempo entregó su alma al diablo, le engaña fundiendo para él unas balas encantadas de las que seis darán en el blanco mientras que la séptima la dirigirá el diablo donde él quiera. Y en el momento crítico la bala alcanza a la muchacha. Menos mal que el Cielo vela por los mortales: una guirnalda de rosas blancas bendecidas protege a la víctima y desvía el proyectil hacia el villano. Un santo ermitaño actúa de deus ex machina y más o menos vuelve a poner todo en su lugar. La acción se sitúa en la época llena de supersticiones que siguió a la guerra de los treinta años, en los bosques de Bohemia, y los vehementes románticos captaron la oportunidad de evadirse del racionalismo de sus padres, en las tres horas que dura la representación, abandonándose a la excitación de los horrores del argumento. El texto es extravagante, infantiloide; los personajes —con excepción del siniestro ayudante del guardabosques— son endebles e inconsecuentes. Pero la obra es eficaz, y Goethe no iba del todo desencaminado al mencionar el nombre del libretista cuando, tras el éxito de la obra, comentó: «Es preciso reconocer su parte de mérito al Sr. Kind». Pero, en conjunto, la obra cobra vida únicamente a través de la música de Weber. Si se considera sólo el aspecto externo de la música de Freischütz no es posible calificarla como enteramente «alemana». La disposición del principal personaje femenino, la «ingenua», contraponiéndola a la «graciosa», constituía una antigua regla de la dramaturgia común a la opéra-comique y a la opera buffa italiana. La graciosa era aficionada al ritmo de polonesa (Arietta núm. 7), y canta una romanza y aria (núm. 13, el último de la ópera) enteramente al gusto francés. Ágata, la muchacha seria y sentimental, tiene una famosa escena y aria en Mi, «Cómo podrá llegar hasta mí el sueño» (Wie nahte mir der Schlummer, núm. 8) que inequívocamente es una «Scena ed aria» al modo italiano. Asimismo Max, el héroe, canta un aria cuya innegable influencia se debe a Méhul a quien Weber estimaba de corazón y del que había dirigido su obra Joseph con la que se

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había estrenado como director de orquesta en Dresde. El fragmento principal de la ópera, el melodrama del «barranco de los lobos», al final del segundo acto, es típicamente francés —una reliquia de los truenos y tempestades de Rameau y sus seguidores. Los fragmentos «alemanes» de la ópera son vivamente alemanes, de .niicrdo con la manera de hacer de Weber: los coros de los cazadores, la marcha de los aldeanos, y el coro de las damas de honor de la novia, y tan populares que en una ocasión llegaron a aturdir a Heinrich Heine. Es la perplejidad de lo acostumbrado, o quizás alguien lo llamaría la I rampa de la costumbre de la historia del arte nacionalista para calificar l orno nacional lo que sólo es estilo personal. El Freischütz es característico de Weber y precisamente porque el estilo de Weber es tan marcadamente personal, dio el tono a toda la ópera romántica alemana. El rasgo característico de Weber consiste en el sugestivo poder de su melodía, que se ve favorecida por su buen ojo para el efecto escénico. Por ejemplo, en la gran escena de Ágata, en la modulación que va desde un acorde de Sol séptima a otro en 6-4 de Fa sostenido, al hilo de las palabras «Qué noche tan bella» (Welch schóne Nacht!), nosotros vemos, juntamente con Ágata, todo el esplendor del cielo estrellado en una clara noche de verano. Otro ejemplo de la concentración de Weber es el inspirado brindis del villano, del que Beethoven, según testimonio, en este cuso fiable, de un contemporáneo, hizo encendidos elogios. Weber no experimenta las trabas del músico clásico con mentalidad sinfónica. No sólo ion sugestivos los aspectos melódicos de su obra, también lo es la mayor libertad en la modulación. Pero, sobre todo, es uno de los más grandes innovadores en el terreno de la instrumentación. Quizás el fragmento más magistral de la ópera —haciendo exclusión de la obertura que refleja el 'csarrollo de su instrumentación— sea la escena del «barranco de los lobos», que sería una escena de crudo horror romántico —y en escena eso sería según expresa intención de Weber— si el refinado tratamiento que el autor hace de los conjuntos instrumentales y de cada instrumento en particular, no lo suavizara y ennobleciera: el tenso trémolo de las cuerdas, el profundo registro de los clarinetes, los melancólicos acentos de los trombones, las agudas flautas, los tonos de misterioso staccato de las trompas. La escena utiliza, asimismo, de un modo muy inteligente, diversos motivos que recuerdan los pasajes anteriores de la ópera: y así no es ni enteramente descriptiva ni decorativa, en el sentido francés, sino que se icrcibe, se siente y se configura desde el interior de los dos «héroes». is al propio Weber a quien hay que acreditar el Freischütz por su tono homogéneo fundamental, que ha hecho que la obra sea una ópera folklórica alemana en el sentido más alto del término. Pero Weber tenía ambiciones más elevadas que las de haber creado simplemente una ópera popular, aun cuando fuera la más brillante y la más famosa: sobre esta composición folklórica romántica quería edificar la opera seria romántica alemana, que no fuera ya un Singspiel con diálogo hablado, sino una ópera completa o, como reza el subtítulo: una «gran ópera heroico-romántica en tres actos». Esta obra era Euryanthe que le fue


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encargada por Barbaja, empresario italiano del Teatro Kárnthnertor de Viena y se estrenó en otoño de 1828. La obra no fue bien recibida y esta frialdad la ha acompañado desde entonces a pesar de todos los intentos de reponerla. La culpa se le ha atribuido a la libretista, Helmina von Chezy, y es cierto que ella hizo cuanto pudo (o tal vez, como consecuencia de la gazmoñería imperante, cuanto creía que tenía que hacer) para ensombrecer la acción hasta el punto de transformar a los cuatro personajes, una pareja «angelical» y otra «siniestra», en marionetas sin vida. El argumento corresponde a uno de los cuentos de Boccaccio o de la Cymbelina de Shakespeare. En cuanto a la dicción, la libretista puso un cuidado extremo. Tal vez la culpa no corresponda enteramente al texto. En esta ocasión Weber estuvo muy por delante de su tiempo como se desprende de las críticas apasionadamente hostiles que dirigieron contra él incluso sus propios colegas, Schubert y Grillparzer. Además, el interés por el argumento de las óperas decaía rápidamente y pasó la época favorable en que una ópera conseguía afianzarse en el repertorio nacional. Fue precisamente el argumento lo primero que exaltó la imaginación de Weber: el espíritu caballeresco de la Edad Media («La acción transcurre, alternativamente, en los castillos de Niévre y de Prémery; la época es 1110»), casas señoriales y ciudadelas, damas y caballeros nobles, y los consabidos campesinos y cazadores. En este escenario medieval el mundo de los espíritus tenía también su parte, aunque no tan evidente como en el Freischütz. Y «medieval» también es el tema del argumento: la virtud de una dama está en entredicho y, eventualmente, se toma venganza; frente a la pureza y caballerosidad de la pareja «angelical», la negrura de tintes sombríos y de naturaleza apasionada de la pareja «siniestra». Pues bien, Weber no hubiera compuesto de la forma que lo hizo, aunque le exigió a la autora del libreto revisar once veces el texto, de no haber encontrado en él situaciones emocionantes. Hay tres ¡indi llenos de brío hacia los cuales el primer acto, sobre todo, evoluciona con dramática intensidad. Además las arias y duetos ofrecen oportunidades para desarrollar la calidad melódica, el fuego y la pasión; y en las danzas, marchas y coros, oportunidades para nuevos y ricos matices. Pero la ópera no se limita a ser decorativa, a presentar una combinación del esplendor caballeresco con lo misterioso, como todo el mundo sabe desde la obertura. La constante atención que se pone en el recitado —más cuidadoso psicológica y temáticamente que en cualquiera de los ejemplos de opera seria de aquel período—• confiere a la obra una nueva unidad musical. La animación, la alta cualidad emocional de este recitado, armoniza con el éxtasis de la melodía en los puntos culminantes del drama. En cierto sentido, Spontini, el contrincante más apasionado de Weber, le había preparado el camino en todos estos aspectos. Pero Spontini se había limitado a elevar hasta lo colosal y lo monumental la forma de la opera seria clásica mediante escenas de masas e incrementando el grado emotivo. Ahora se trataba de una ópera con una tonalidad nueva y si el público en un principio no supo apreciarlo así, los músicos de la generación siguiente sí lo hicieron, y muy a fondo. Ninguna obra causó en Wagner, cuando todavía era muchacho,

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Una impresión más fuerte que ésta; en ella encontró todo tipo de ideas I remidas, tanto dramáticas como musicales, para las óperas que compuso fii su época de Dresde, desde El holandés errante a Lohengrin; casi podría decirse que durante este período estuvo explotando a Euryanthe. Después de Euryanthe, Weber hizo sólo una gran aportación más a la escena operística: Oberon, que se estrenó en el Covent Garden de Londres jípeos meses antes de su muerte, en 1826. Basta con echar una ojeada al programa de su estreno para darse cuenta del carácter de la obra: «Oberon, O el juramento del Rey de los elfos; con música, escenarios, tramoya, vesi un rio y decorados totalmente nuevos». Se trataba de una obra de montaje muy complicado, cuyo texto —de James R. Planché— era una amalgama • Ir Wieland y de Shakespeare, con algo copiado de La flauta mágica, pero \M\ su gravedad y profundo significado. Una vez más, era un Singspiel con di ¡¡lugos hablados y debemos decir que, desde un principio, Weber no niiisideró definitiva la versión inglesa. Lo que le movió a componerla pues debía elegir entre este Oberon y un Fausto— fue, como siempre, NI i riqueza cromática; el «Reino de las hadas», con una envoltura de fragancia cautivadora; el elemento caballeresco; lo oriental, con un matiz esl'i'i ¡al de lo «árabe» y «tunecino»; y junto a todo esto, una tormenta en el mar, una noche mágica en sus profundidades, y una visión y una danza §fductora o grotesca. Y de nuevo todo es conciso y, no obstante, se prefiní i a con el mayor esmero. En la Introducción de la Obertura cada uno de los instrumentos —trompa, flauta y clarinete, ppp de trompetas, y quinIrio de cuerda— se concibe para expresar los sentimientos con una matiipción que era totalmente desconocida para sus contemporáneos, incluso l'.iin Berlioz. La sola Introducción evidencia que ha irrumpido una nueva posibilidad del sonido romántico. Maischner, Spohr, Lortzing Al margen de la obra de Weber, en la primitiva ópera romántica alelí una surgieron dos corrientes. Perseguía la una continuar el ideal de la |j5Cra folklórica romántica siguiendo el modelo del Freischütz; quería la una ensanchar el canal que había cerrado Euryanthe. Mendelssohn, en su / oreley que la muerte le impedió concluir, fue más bien un seguidor del lí. T. A. Hoffmann deUndine, aunque supo perfectamente cómo infundir ¡il final del Acto I, que se conserva, una mayor cantidad de pasión dramática y una sonoridad en los coros y en la orquesta mucho más cautivadora que las que alcanzó el más temprano representante del período romántico. Y, sin embargo, tal vez su exquisito gusto haya entorpecido el desarrollo impulsivo de su fuerza para conseguir los efectos llamativos necesarios para el éxito de una ópera romántica. El músico que inició la ¡inunción de Weber, del modo más natural, fue Heinrich Marschner (1795I86L). El propio Weber había presentado en público una de las primeras >.|.i;is de Marschner, Heinrich IV und Aubigné, y había expresado la opi-


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nión de que «surgiendo de una lucha denodada por la verdad, de un sentimiento tan profundo, nacerá un compositor dramático que será merecedor de un profundo respeto». Tres años después (1823), Weber, un tanto a regañadientes, hubo de aceptarle como director de música de la ópera de la corte de Dresde. Cuando Marschner desesperó de ser el sucesor titular de Weber, marchó a Leipzig donde estrenó con éxito sus óperas Der Vampyr (1828) y Der Templer und die Jüdin (1829). Finalmente, en 1831, se procuró un destino seguro en Hanover y allí compuso su mejor obra operística: Hans Heiling (Berlín, 1833). Basta con echar una ojeada al argumento de estas óperas para ver que este «romanticismo» no dudaba en abandonarse a la teatralidad más cruda. La acción de Der Vampyr, que sigue una de las narraciones de Lord Byron, se centra en torno a un héroe que es una mezcla del Don Giovanni de da Ponte y del Caspar del Freischütz. Pero mientras que éste sólo tiene que entregar a Lucifer una víctima, el Vampiro ha de proporcionarle no menos de tres novias inocentes en el plazo de un día. No faltaban las canciones de boda, ni los brindis seductores, ni el terrible asesino. Der Templer und die Jüdin se retrotrae a Sir Walter Scott y a su novela Ivanhoe. Pero con Marschner más que de una cuestión de expansión lírica se trataba de un asunto de latrocinios, secuestros, combates, ordalías —de romanzas, arias, plegarias y canciones populares—. En el «Caballero negro» se encuentra una reminiscencia de la inocente ópera prerromántica Richard Coeur-deLion de Grétry; ¡pero qué chillona, tumultuosa, tosca y vociferante se ha hecho! Hans Heiling es una obra mucho más refinada. Originalmente el libretista Eduard Devrient pensó en Félix Mendelssohn, y se basa en una leyenda de los Erzgebirge que Theodor Kórner había llevado a un cuento. Se trata del tema de «Lohengrin» con un ropaje más popular. Heiling, hijo de la reina de los espíritus terrestres y de un hombre mortal, renuncia a su condición para obtener la mano de una dama, por cuyo motivo desea ser enteramente mortal. Pero, como Lohengrin, le pide a su novia demasiado, y ésta falta a la palabra dada a su misterioso amante, quien después de pasar por arranques violentos regresa, con el corazón destrozado, a su reino de tinieblas. Pero ni aun en ésta su mejor obra pudo Marschner igualar a Weber: era un hombre de temple menos sutil que su caballeroso predecesor, mucho más inspirado, más vehemente y más refinando. Mas tuvo Marschner un raro talento para la ilustración musical y para las situaciones cargadas de pasión. En el dramático prólogo de Hans Hailing, que sucede enteramente en el reino misterioso de los espíritus, da un paso adelante para derribar la forma del «Singspiel romántico»: en este prólogo ya no hay diálogo hablado de ningún tipo; la escena está «compuesta del principio al fin» (durchkomponiert). La unidad de esta gran escena para solo y coros cuenta con una subestructura sinfónica: cada vez nos acercamos más a la verdadera ópera romántica. Hasta un músico tan retrospectivo como Louis Spohr, al final de su carrera no pudo por menos de abandonar la ópera de números en su Kreuz-

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fahrer («Los cruzados», estrenada en 1845), para la que él mismo había arreglado el libreto tomado de Kotzebue. Su intención quedó plasmada como sigue: «Desviándose totalmente de la forma hasta ahora imperante, así como del estilo de los compositores de ópera que le precedieron, ha compuesto toda la obra de arriba abajo, en cierto modo como un drama musical, sin repeticiones del texto ni adornos superfluos, mientras la acción sigue su curso» —a lo que nosotros añadiríamos: y evitando por completo todo tipo de melismas—. Con ello se pone por delante no sólo del Weber de Euryanthe, sino del Wagner de El holandés errante y de Tannhaüser. La verdad es que el Singspiel romántico no murió del todo: en 1845, Albert Lortzing (1801-1851) componía Undine, «Opera mágico-romántica», utilizando el mismo argumento que ya había atraído a E. T. A. Hoffmann. Lortzing fue el creador de toda una serie de óperas cómicas, de efectividad teatral e indestructibles en los escenarios alemanes, que no tenían de románticas casi nada y eran más bien burguesas y adocenadas: Czaar und Zimmermann (1837), Der Wildschütz (1842), Der Waffenschmied (1846). En su Undine, Lortzing no sigue siquiera los contornos que habían trazado Weber y Marschner; se trata de una ópera mágico-romántica similar a las que los vieneses, sobre todo después de La flauta mágica, habían cultivado y perpetuado en vulgarizaciones locales. En las escenas en que intervienen algunos de los actores cómicos se aproxima muy de cerca a una farsa mágica. Ahora bien, este ejemplo postrero de la primitiva ópera romántica todavía es suficientemente romántico en virtud del uso que hace de los motivos que se repiten a lo largo de toda la obra acompañando a los personajes sobrenaturales —motivos que, por encima de todo, desempeñen su papel de unificar la orquesta—. Digamos, incidentalmente, que este rasgo marca en general a toda la ópera romántica: el colorismo y el fondo sinfónico.

«Genoveva», de Schumann Lortzing era un hombre de teatro, y en sus óperas no pierde de vista la impresión que causarían sus escenas en el público medio, es decir, en un público inculto. Lo que hubiera podido ser de la ópera romántica alemana en manos de un músico del más puro sentimiento artístico, no obligado por la teoría in maiorem sui gloriam, lo demuestra Genoveva, de Robert Schumann, terminada en 1848 y estrenada en 1850, el mismo año que Lohengrin de Wagner, con el fracaso más absoluto. La posteridad ha aceptado sin inmutarse la tarea de verificar este juicio de los contemporáneos de Schumann —uno de los errores de juicio más tristes en la historia de la música 15—. Pero nuestro deber no es tanto enderezar el entuerto, como tra15 Yo mismo, en mi libro Greatness in Music, he sucumbido a este prejuicio tradicional, que comparten en extraña armonía Wagner y Hanslick.


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tar de comprenderlo dentro de las circunstancias que lo determinaron. Lo único que puede criticarse en la ópera de Schumann es el error que cometió al tomar un argumento con el que no congeniaba, que el propio compositor reelaboró libremente a partir del drama de su contemporáneo y viejo amigo Friedrich Hebbel —libremente, pero con un gran talento dramático y ojo clínico para lo teatral, sin asustarse de los efectos violentos—. El final mojigato de la obra es tan criticable —poco o mucho— como el de T annhauser de Richard Wagner. Desde el punto de vista del argumento, la razón del fracaso reside en el hecho de que la obra era demasiado poco romántica para la época en que se estrenó. La única escena en que Genoveva todavía tiene algo en común con la primitiva ópera romántica es aquella en que la bruja Margaretta, mediante unas cuantas imágenes y espejismos engañosos, convence al caballero que regresa al hogar de que su esposa le ha sido infiel. Por lo demás, la ópera es una pieza de gran valor artístico por la caracterización y puntualización psicológica de los personajes, sin ese matiz de cansancio que, por otra parte, suele echar a perder las últimas obras de Schumann, y casi totalmente libre de ese carácter desmañado de la orquestación que aflige a sus sinfonías. Es únicamente la falta de esa teatralidad marcadamente operística, de esa intoxicación romántica a la que los auditorios de los años cuarenta ya se habían acostumbrado, lo que explica en parte su fracaso. También se explica parcialmente en los comentarios críticos de uno de los contemporáneos de Schumann, el arqueólogo y biógrafo de Mozart, Otto Jahn, quien, un tanto sorprendido, reconoce «el poderoso impulso irreprimible y la vivacidad dramática del conjunto», «pero», añade, «hay algo extraño y difícil en esta ópera por el hecho de que apenas un solo fragmento musical, aislado de la manera usual, tiene independencia propia; por el contrario, en tanto en cuanto la acción es un todo continuo, la música transcurre en una corriente interrumpida. Lo que hay en ello de auténtico y de acertado es fácil de ver; ahora bien, por lo que hace a los espectadores, se les exige un esfuerzo tremendo, y en cuanto a los cantantes, desaparece la posibilidad de recibir de inmediato los aplausos del público —cosas ambas sumamente peligrosas—. Por lo demás, ningún momento de la ópera se concibe como puramente incidental, cada uno de ellos se presenta y se trata con amor. Esto también es en sí excelente, pero dificulta mucho la comprensión de la obra». ¿Cómo no pensar que sea ésta una crítica a las últimas óperas de Wagner? No fue Wagner el único que emprendió el camino que llevaba desde la ópera romántica al drama musical romántico, en el que el aria se resuelve (o, cabría decir, se disuelve) en la escena, los pasajes de recitado y arias o se equiparan (o se diluyen hasta la insulsez), se ligan las escenas individuales mediante la orquesta concebida sinfónicamente, y toda la ópera se une por medio del motivo recurrente que más tarde se fue afinando para convertirse en el leitmotif. Genoveva contiene una sucesión de estos motivos y comprende sólo unos pocos «números», o fragmentos insertados, que Schumann trata como episodios no sin cierto pudor.

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La ópera parisina: Meyerbeer Forma parte de las contradicciones —o, mejor sería decir, de lo que hemos denominado polaridades— del período romántico el que, junto a las tendencias nacionalistas de la ópera se desarrollara una ópera internacional que, en una mezcla de proporciones desiguales, era alemana a la vez que italiana y francesa. El francés era el componente mayoritario, de modo que liada tiene de sorprendente que París fuera el centro de este tipo de ópera. (), tal vez, pudiera expresarse del modo siguiente: como quiera que todos los compositores de ópera —Spontini, Rossini, Meyerbeer, Donizetti, hasla llegar a Wagner y Verdi— fueron atraídos por un poder casi mágico a París, que entonces era el centro cultural de Europa, se debe prestar una consideración especial al gusto operístico francés. El aspecto «romántico» de esta ópera parisiense se revela ante todo cu la elección del argumento. Cada vez más, la ópera volvía la espalda la antigüedad, no ya sólo a los temas mitológicos, sino también a los lemas históricos de griegos y romanos; a partir de 1800 ninguna rama de la escena lírica hubo de hacer frente a un declinar tan rápido como el de la opera seria del siglo xvm. El único superviviente fue Gluck, si bien es verdad que la veneración por sus obras se limitó a unos pocos centros provincianos, como Berlín, y a unas cuantas almas peculiares y disidentes como Le Sueur y Berlioz, y en general puede decirse que era poco más que un simple gesto. Resulta significativo que Spontini, el compositor ¡i quien se llamó «el último discípulo de Gluck», después de La Vestale y l'crnand Cortez y Olympie, cambiara de tercio. Su Nurmahal (o El festival ./c la rosa de Cachemira, 1822, según halla Rookh, de Moore) se sitúa en oriente; su ópera mágica Alcidor (1825) en un exquisito país de las maravillas; y su Agnes von Hohenstaufen (1829) incluso en la Edad Media alemana. La opéra-comique y la opera buffa continuaban con su privilegio de al rapar cualquier sugerencia, fuera la que fuere. En el mundo del cuento de hadas, por ejemplo, Auber compuso una ópera, Le Petit Chaperon Rouge (1818) sobre la leyenda de la Caperucita roja alemana; y Rossini en La Cenerentola (1817) utilizaba el cuento de la Cenicienta, que pertenece a la literatura mundial de los cuentos de hadas, tratándolo con una gran cantidad de bufonadas. En especial, la opéra-comique iba en busca de ideas al mundo del horror, como por ejemplo Zampa ou la Fiancés de Marbre (1831), que es la historia de la estatua de una novia abandonada que no se desprenderá del anillo que, en broma, colocaron en su dedo; o intentaba encontrarlas en el campo de lo románticamente grato, con un igero toque de intriga, como hizo Boieldieu con su agradable Dame Manche (1825), según Guy Mannering y The Monastery, de Walter Scott. La ópera cómica demostró, asimismo, su inclinación hacia los argumentos nórdicos, en especial por los diversos temas escoceses que se encuentran en Scott. Incluso Auber, el más prolífico, y también el exponente más áspero y más antirromántico, compuso en 1825 su Chateau de Kenilworth según la novela de Walter Scott. El único que permaneció al margen de estas


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tendencias fue Héctor Berlioz. En su Benvenuto Cellini (1838) —fruto silvestre de su amor por Roma— compuso una ópera sobre un artista; y en su Béatrice et Bénédict (1862, según Much Ado about Nohtnig) y en su Troyens (escrita en 1856-1858), permaneció fiel a su antiguo entusiasmo por Shakespeare y Virgilio. Aunque la «gran opera», sucesora de la opera seria y de la ópera francesa, perdió todo sentido histórico (porque en ella el elemento histórico era sólo ropaje y fachada falsa), sí preservó su historicidad. La vida hurga en esta historicidad únicamente cuando, bajo la máscara, yacen escondidas las pasiones políticas. El primer gran ejemplo de este objetivo político fue La Muette de Portici (1828), cuyo estreno en Bruselas, el 25 de agosto de 1830, fue la señal para el estallido de la revolución belga que declararía la independencia de la nación. Y la segunda, un año después, fue el Guillermo Tell de Rossini, que si bien no tuvo la fuerza conmovedora de los coros de Auber, sí fue muy significativa para la estabilización del género, cuando no para justificarlo artísticamente. Nada hubo más característico de la tendencia hacia la ópera internacional como el hecho de que Rossini, que había impreso tanto a la opera seria como a la opera buffa un tinte nacional más vigoroso y más vehemente del que antes había obtenido con Paisiello o Cimarosa, se viera arrastrado a ir a París con su Comte Ory (1828) y allí sellara el resultado con su Tell. Y, como si quisiera expiar la traición a lo mejor de sí mismo, a partir de entonces no volvió a componer más óperas: para él el retorno a la opera buffa era tan imposible como imposible habría sido continuar con la «grande opera». El auténtico representante de la gran ópera fue Giacomo Meyerbeer (1791-1864). Meyerbeer había sido condiscípulo y amigo de Weber bajo la tutela del abate Vogler pero, inevitablemente, derivó después a una postura antagónica a la suya. El propio Weber alabó la ópera cómica de Meyerbeer, Alimelek (1813) y la consideró una «obra auténtica y verdaderamente alemana»; pero con posterioridad, Weber dijo de la ópera Emma di Resburgo, que Meyerbeer había compuesto para Venecia en 1819: «lleva todo el sello de la región donde ha sido creada». Con Crociato in Egitto (1824), compuesta igualmente en Venecia, Meyerbeer se despidió de la opera seria y siguió el derrotero de los éxitos de Auber y Rossini, de 1828 y 1829 respectivamente, con su Robert le Diable (1831) —cuyo texto, dicho sea de paso, lo escribieron los dos mejores y más experimentados libretistas de entonces: Scribe y Delavigne. Alguien ha dicho que Robert le Diable es el equivalente francés del Freischütz de Weber; y así es si se piensa en el argumento y en la apariencia multicolor de las formas musicales. Pero le falta, precisamente, la misteriosa unidad que distingue a Freischütz, con toda su teatralidad abigarrada; lo que se echa a faltar es ni más ni menos que «romanticismo». De suerte que lo que incluso en Muette de Auber o en Tell de Rossini todavía era pasión auténtica e inventiva fresca y lozana, se convierte aquí en convencionalismo —en el convencionalismo de la grande opera. La gran ópera no ha de tener ya tres actos, sino cinco; debe incluir todos los perfiles sensacionalistas de la teatralidad operística —en especial

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el ballet, que en la opera seria italiana se relegaba a un lugar entre actos o seguía al final de la obra—. También ha de contener —en un orden fijo— una romanza o balada, unas cuantas cavatinas y arias para divas y divos, un dúo apasionado y efectos escénicos conmovedores al final de dos actos, cuando menos, con el acompañamiento de todos los recursos disponibles de la paleta musical: solistas, coros y orquesta. Lo cierto es que el coro mpezó a desempeñar un papel cada vez más importante, pasando de ser sólo decorativo a participar verdaderamente en la acción. Puesto que desde siempre en la historia de la ópera ha imperado la orma de que cualquier, nuevo descubrimiento, cualquier aportación de elenentos estilísticos innovadores pronto se entumece en el convencionalismo, 'nmediatamente se configuró un convencionalismo para la gran ópera, de la que Meyerbeer ofrece el prototipo en Les Huguenots (1836). Allí estaba odo: la típica pareja de enamorados trágica, o seria, formada por la sorano «altamente dramática» y el tenor heroico, contrastando con la otra areja; una soprano de coloratura y un basse chantant. Las dos parejas -staban flanqueadas por una soprano más bien graciosilla y un basse profunde; y todo ello se presentaba en el escenario dentro de una acción recíproca y bien equilibrada, con coros y ballet, con un trasfondo siempre presente de la orquesta, más o menos numerosa o exquisita. Todo esto no quiere decir que dentro de este marco no puedan lograrse, o no se hayan conseguido, los mejores efectos dramáticos y operísticos: el cuarto acto de los Huguenots se cierra con un «gran dúo» de una intensidad sentimental y de una nobleza melódica tan admirables que hasta Richard Wagner elogió sinceramente. Y da qué pensar el hecho de que precisamente el período más importante de la gran ópera, las décadas de los veinte y de los treinta, proveyó a todo el siglo xix de los fundamentos del repertorio operístico, debido a las innovaciones melódicas y dramáticas que introdujo. Pero la ópera parisiense era antinacional o no demasiado nacional; se sirvió de todos los elementos externos del romanticismo pero no fue del todo romántica; ocultas en ella había tendencias políticas que eran incompatibles con la obra de arte romántica. Consecuentemente, las mejores cabezas de entonces se volvieron contra ella: Schumann, Wagner, Verdi. Schumann la atacó en su revista, en un famoso análisis sobre los Huguenots, análisis demoledor para la obra tanto artística como moralmente. Wagner y Verdi, cada uno a su modo, superaron la «grande opera»; Wagner mediante la oposición, la explotación y el virtuosismo; Verdi por la sinceridad, la simplicidad y la honradez de sus sentimientos y de su saber hacer musical. Con Wagner, sobre todo, el movimiento romántico accedió a una nueva fase que se ha denominado neorromanticismo y que trató de absorber en la ópera y a través de ella a todas las demás ramas de la música. También en la última obra de Verdi se superó esta fase. Debemos, ahora, volver nuestra atención hacia aquellas ramas que fueron aparentemente asumidas por Wagner, y más tarde reanudaremos el hilo de este capítulo.


apítulo 11 Música sinfónica y música de cámara

'• M.lclssohn, el romántico clasicista (lomo se ha indicado anteriormente (páginas 73 y siguientes) en este pimío ofreceremos en detalle el desarrollo de la música sinfónica y • .miara a partir de Beethoven; un desarrollo profundamente influido por Befó que progresivamente iba tomando su propio camino, pues en ambas Inas Beethoven había llegado a tal grado de perfección que a sus sucei> | no les quedaba otra alternativa que imitarle o desviarse de él. Natulilíente, las desviaciones llevaban cada vez más lejos del cauce principal. estaríamos justificados al preguntarnos, con Wagner —aunque en un mido distinto a como él lo hiciera— por qué compusieron sinfonías los 'i [eos románticos que siguieron a Beethoven. Y la respuesta podría ser: •' [sámente porque él les había precedido. Mendelssohn, Schumann y Ber. como compositores sinfónicos, resolvieron el problema de aceptar tu herencia de muy distintas formas. A Mendelssohn la solución le fue • II":: difícil, dada su naturaleza y su peculiar talento. Beethoven había ido el medio para transmitir un gran mensaje a todos, a la humanidad ti I.I. Mendelssohn aceptó los contornos ya trazados y los llenó con otro tenido mucho más modesto. El fue el romántico clasicista, como SchuH I ne el clásico romántico. Su propia vida explica tal actitud. Era nieto del filósofo Moisés MenI. "luí e hijo de un banquero; en su familia, cultura y riqueza eran algo iui;il. Mendelssohn fue un niño prodigio, musicalmente hablando, hecho • ir no le impidió recibir una educación esmerada en otras muchas matemedíante las enseñanzas de profesores cuidadosamente seleccionados • I estímulo de los viajes. ¡Qué diferencia con Bach y Haydn, que fueron ii.icos «artesanos», y con Mozart y Beethoven, que fueron hijos de mú• , huenos y malos! ¡Y qué diferencia entre un hombre tan raramente fado, como E. T. A. Hoffmann, desgarrado por sus conflictivas facul• !• |, y Mendelssohn, también con grandes dotes de escritor y de profe127


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sor, en quien todo se subordinaba, sin fricciones, a su principal talento, el talento musical! Su evolución fue tan armoniosa que casi nos parece demasiado fácil. El éxito se le ofrecía a Mendelssohn de forma espontánea y casi siempre su elección consistía entre aceptarlo o declinarlo —y decimos casi siempre porque, en una ocasión, su talento, su juventud y el hecho de ser judío impidieron su designación para el puesto de director de la Escuela de Canto de Berlín, como sucesor de su maestro Zelter. Su fama se extendió a Inglaterra e irradió de allí, pues gozó de la protección de la Reina Victoria y del Príncipe consorte. Pero ni siquiera esto fue un obstáculo para que le reconocieran en su tierra natal, y terminó sus días como director del Conservatorio de Música de Leipzig, después de haberse sacrificado a su propio genio, que le arrastraba a una actividad creadora infatigable. La naturaleza armoniosa de su labor creadora se manifiesta en el hecho de que el elemento clasicista aceptaba al elemento romántico y éste no interfería en su clasicismo. La simetría de la forma en sus movimientos y en sus ciclos es insuperable, y sin embargo por encima de todas sus composiciones se extiende un brillo subjetivo, un reflejo romántico del sentimiento (la posteridad lo ha denominado sentimentalismo), una mez'cla de gracia y de humor. Cuando este rasgo se propone o se interpreta objetivamente, se manifiesta en forma de la música de elfos de su Obertura al Sueño de una noche de verano. Finalmente, su música hace gala de una cualidad .apasionada que tiene su efecto romántico a través de una especie de irresolución. No hay otro compositor que ponga con más frecuencia que Mendelssohn la indicación con fuoco o appassionato en sus movimientos Allegro, pero en ningún otro compositor la pasión y el fuego son más agradables en sí mismos ni mantienen mejor su propia razón de ser. Otro rasgo romántico es la tendencia de Mendelssohn a empezar con una introducción en una clave serena —sus favoritas son La mayor, Mi mayor, y Sol mayor— y desembocar en un movimiento principal en su correspondiente tono menor, con un talante de pasión más sombría, de melancolía más pesimista. Sin embargo, Mendelssohn nunca infringe las leyes de la lógica musical inherente, ni siquiera cuando su invención parece determinada por imágenes extra-musicales, como en las Sinfonías Italiana y Escocesa y en las oberturas. Podemos comprobar hasta qué punto son armoniosos su estilo y su expresión, dentro de ese clasicismo irradiado de romanticismo, comparándole con el compositor Louis Spohr en óperas que, como Faust y Jessonda, son «románticas» o exóticas por lo menos en la elección del argumento. Louis Spohr (1784-1859) no pertenece a la generación de Mendelssohn, sino a la de Weber; pero a diferencia de él, nunca accedió a esa región misteriosa del auténtico romanticismo. Toda su vida se mantuvo fiel a Mozart; sin embargo asumió algunos cromatismos mozartianos —por ejemplo, el movimiento lento de su Cuarteto en Mi bemol mayor (K. 428)— ampliándolos hasta tal estado de hipertrofia que, cuando menos desde el punto de vista del contenido, bordean ya el cromatismo de Tristan. Criticó el Freischütz de Weber con tanta severidad como criticó las últimas com-

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Iliciones de Beethoven, entre las que enumera no sólo los cuartetos de |erda ü p p . 59 y 127 hasta el 135, y la iNovena Sinfonía, sino incluso ¡ Quinta Sinfonía. Puesto que, por naturaleza, no podía ser romántico y Ido que la época con su ruptura inexorable le impedía continuar en la sfera del clasicismo, se decidió por experimentar. Tras unas pocas composiciones que se derivan, en sucesión directa, e la Sinfonía en Mi bemol mayor de Mozart, por su forma flexible y acaftda y su entusiasmo generalizado, Spohr compuso una «Pintura tonal lacterística en forma de sinfonía» (1834), bajo el título Die Weiheder &tte («La consagración de los tonos»), que utiliza un poema como punto de partida para revivificar, a la manera programática, la forma tradicional de la sinfonía. Y a ésta siguieron otras, como la Sinfonía Histórica, cuyos movimientos se abandonan a una especie de mascarada estilística, hasta p e el Finale «ilustra el último período»; compuso también una «Doble (afonía», es decir, una sinfonía para dos orquestas, bajo el título de Lo terrenal y lo divino en la vida del hombre; y una última, Las estaciones, que trata el viejo tema de la transición del invierno a la primavera, del venino al otoño, que ya utilizara Vivaldi. No hay duda de lo cerca que esiuvo Spohr de Berlioz, en tanto en cuanto la forma pura de la sinfonía ya no le satisfacía y necesitaba la estimulación poética para llenar los conininos tradicionales con otro contenido distinto. Mendelssohn se aproxima a Spohr en su «cantata sinfónica» Op. 52, ¡kulada Lobgesang, donde la concepción es romántica no sólo en la forma, MIIO también en el empleo del tema del Magníficat por parte de los trompones, a modo de leitmotif, en la Introducción. Y una vez más cruza la <Hl)¡ta de Spohr en su Sinfonía Reformación. Esta obra es romántica por el desequilibrio de sus movimientos —rasgo que podría calificarse de noim-iidelssohniano—, puesto que el movimiento lento es enteramente epitiódico, y por el empleo del «Amén de Dresde» en la Introducción, así • Bino del coral «Ein' feste Burg» en el Finale. Aquí se asemeja a Weber, ya que este tipo de ideas nunca se le hubieran ocurrido a un compositor • lásico. Ahora bien, por regla general Mendelssohn todavía componía sinfonías y música de cámara del estilo más puro, aunque su unidad era menos i:.nieta. Como ya hemos tenido ocasión de resaltar (página 75), es muy Hignificativo que no se ajustara demasiado al Beethoven de la Heroica, de la Quinta y la Séptima Sinfonías, y sí en cambio al Beethoven de k Pastoral con su sucesión de movimientos pictóricos. También siguió | Beethoven en el hecho de que —al contrario que Berlioz— prefirió que lus sinfonías Escocesa e Italiana fueran «expresión del sentimiento más que de_ la pintura». Todas las sinfonías de Mendelssohn, empezando por la Sinfonía en Do menor, compuesta cuando contaba quince años (Op. 11, 1824, para Londres), se apartan como temerosas de la violencia: Mem dclssohn las concibió y las sintió de forma lírica. En sus primeros movimientos ofrecen ejemplos muy inteligentes en los pasajes de desarrollo. Pero mientras en la Heroica de Beethoven el desarrollo se recuerda, sobre todo, como el punto focal de un conflicto, en las sinfonías de Mendelssohn


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lo que persiste son los detalles gratos: en la Sinfonía en Do menor, las cuerdas divididas con el solo de timbales en el Trío del Scherzo; en la Sinfonía Escocesa, la gaita del Scherzo; en la Sinfonía Italiana, la Tarantella o la adorable melodía del movimiento lento. Algo muy parecido ocurre con su música de cámara: en los cuartetos, uno de los cuales (Op. 13, 1827) nació de una canción; otros cuartetos suelen reducir a canzonetta el movimiento lento (Op. 12, 1829), o lo transforman en un intermezzo; en algunos, el círculo tonal más que amplificarse se relaja, como en el Quinteto Op. 18 (1831) en La - Fa - Re menor - La. El recuerdo se queda prendido en la originalidad y en la ternura de los movimientos, generalmente los centrales. Y también se queda prendido en la maestría con que expone las ideas, maestría que sorprendentemente se manifiesta ya en las primeras obras, como el Octeto (1825) y, por supuesto, en las postreras, como el conmovido último Cuarteto en Fa menor (1847). Mendelssohn administró la herencia de Beethoven como un grand seigneur, sin llegar realmente a tomar posesión de ella. Solamente cuando aprovecha el modelo de obertura de Weber es un sucesor legítimo y un verdadero romántico. Este rasgo de su obra se revela en la perfecta redondez de la forma que, desde el punto de vista musical, es enteramente independiente. El romanticismo también se pone de manifiesto en la ideación de los temas estimulada desde el exterior, especialmente en sus dos oberturas más elaboradas, las de El sueño de una noche de verano y La Gruta de Fingal. Está presente en ambas, sobre todo en las secciones de desarrollo, vivificado por el humor o por el amor del dilatado y elegiaco paisaje norteño. No se trata de música programática, sino del reflejo musical de los personajes de Shakespeare, o de la experiencia de la naturaleza profundamente sentida en un alma admirable y exquisita. Junto a todos estos rasgos no puede tomarse como contradicción importante el hecho de que ya en la obertura de las Hebrides esté presente el matiz impresionista, y en un alto grado; impresionismo que se encontraba en la Sinfonía Pastoral de Beethoven y que, cada vez en mayor medida, constituye un ingrediente del romanticismo.

Lo clásico y lo romántico en Schumann De muy distinta forma se reparte en Robert Schumann la proporción entre lo heredado y lo que es conquista propia, y también es distinta la relación de lo romántico con lo clásico. Schumann empieza su carrera como romántico revolucionario, o como un revolucionario romántico de la primera ola; ningún romántico, ni siquiera Chopin, puede compararse a él en juventud y en originalidad. Al igual que Chopin, utilizó únicamente el piano como medio para expresar su «agitación y tensión» hasta su Opus 23. Y, al igual que Chopin, consiguió decir al piano todo lo que llevaba en el corazón. Al mismo tiempo fue capaz de emplear su nuevo estilo virtuoso •—y mucho más que meramente virtuoso— como protesta contra el virtuosismo vacío, superficial, rutilante, de salón, que después de Hummel y

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Weber inundó este período, paralelo a la actividad de los virtuosos realnente grandes como Liszt y Henselt. Esta nueva música para piano, audaz original, adoptó los títulos de études, toccatas, intermezzi, variaciones y danzas; pero el título que realmente cuadra a todas ellas y que sólo unas ocas ostentan es el de fantasies para piano —Kreisleriana, Jean Pauliana, '.ichendorffiana—. Por lo que es lógico que después de veintitrés opera mra piano, la vigesimocuarta se transformara en un ciclo de canciones. *hora bien, el análisis de esta fusión de la poesía y la música para piano, Característica de Schumann, de esta música poética para piano y sus formas, debemos reservarlo para un capítulo posterior. Entre estas veintitrés obras ya habían aparecido tres sonatas, las Granics Sonates en Fa sostenido menor, Op. 11, y en Fa menor, Op. 14; y la Sotfita en Sol menor, Op. 22 —un compromiso aparente de la forma revoluI mnaria con la clásica—. Pero es sólo aparente, porque incluso estas tres | matas lo que hacen es rellenar los contornos del esquema clásico de los I ualro movimientos con un contenido nuevo. Y lo cierto es que SchuTinnn después de los primeros arranques tormentosos de su pasión crea'"ia que durante tanto tiempo había reprimido, sintió la necesidad de una • ipecie de alianza, de comunicarse de una forma menos subjetiva. La multiplicidad de facetas, sus luchas íntimas, la presencia de aquellas «dos alias» (y más de dos) «que moraban dentro de su pecho», él, como eslilor, las simbolizó a través de la personificación de los miembros fiedlos de su «Liga de David»: el bravo Florestán, el soñador Eusebius y el al »io, meditativo y equilibrado Raro. Schumann era cada uno de ellos y "<lns a un tiempo —Florestán, Eusebius, Raro—. Y Raro hizo cuanto •lulo para que Schumann se expresara de una manera más general y ob•tiva que hasta entonces. De modo que tras las obras para piano, las can< iones y demás composiciones vocales, Schumann compuso en 1841 su cimera sinfonía, Op. 38, y al año siguiente sus tres cuartetos de cuerda, l>. 41, que fueron los únicos cuartetos que escribió. Empecemos por los tres cuartetos: no han llegado a ser unos «clási;¡8» del género del cuarteto. Schumann los compuso siguiendo a Beethorn como lo demuestran sus respectivos movimientos lentos, que en el limero es un eco directo del Adagio de la Novena Sinfonía; en el se.lindo, «Andante, quasi Varazioni», es como una variación del Adagio ma ion troppo del Cuarteto de Cuerda de Beethoven Op. 127; incluso la tonaulad se corresponde. Y el Adagio molto del tercer cuarteto es asimismo un movimiento lento desarrollado plenamente, aunque más apasionado, más ininiivo y más animado que cualquier otro de Haydn, Mozart o incluso Hreihoven. Pero este centro lírico de cada uno de los cuartetos no fue motivo sujjdente para que Schumann diera a los demás movimientos el mismo pntido hondo y rotundo. En los cuartetos de Beethoven prevalece un total equilibrio-- de los movimientos, del primero al último; la estructura nunca deja de ser cabalmente noble. En Schumann, los primeros movimientos (¡el del Cuarteto núm. 1 en La menor es en Fa mayor!) tienen la:, cualidades de una pieza lírica o de una balada; el Scherzo de este pri-

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mer cuarteto es un fragmento galopante, como si se hubiera tomado de las Escenas infantiles, arreglándolo para el caso, con Intermezzi que bien podrían haberse sacado y adaptado de sus canciones. La estructura clásica se hace añicos, a pesar de que dichas composiciones son reminiscencias de Beethoven, sobre todo del último Beethoven, al que se tuvo por un destructor de la forma. El más elaborado y original de estos tres cuartetos es el último, con maravillosas variaciones {«assai aguato») en sustitución del Scherzo; con el «hommage a } . S. Bach» —imitación de la Gavota de la Suite Francesa en Mi— como un «Quasi Trio», en el Finale. No es este el lugar para hacer una crítica de esta obra admirable; no nos interesa aquí tanto la crítica como el hecho de comprender el movimiento denominado romanticismo musical. El período romántico tenía que hacer saltar la forma clásica si no quería quedarse en la pura imitación académica; pues no hay evolución posible que supere lo que ya es perfecto — en este caso, el cuarteto para cuerda de Beethoven. Lo mismo puede aplicarse a las sinfonías de Schumann, que son más vivaces, jóvenes y «románticas» que las composiciones de tipo sinfónico de Mendelssohn porque se desvían más del patrón clásico. Al igual que las dos grandes sinfonías de Mendelssohn, la Primera Sinfonía de Schumann, en Si bemol mayor, se deriva de la Pastoral de Beethoven. Schumann llamó a esta composición Sinfonía de la Primavera e inicialmente tituló así sus movimientos: 1. El despertar de la primavera (Andante); 2. Atardecer (Larguetto); 3. Alegre diversión (Scherzo); 4. Primavera florida (Allegro animato e grazioso). Está inspirada en un poema de Adolf Bottger, pero es significativo que, a la postre, Schumann suprimiera todos estos títulos y que sólo quedara una sugerencia rítmica del poema con el último verso de éste: «La primavera florece en el valle» (Im Tale blüht der Frühling auf) en el motivo principal del primer movimiento. La Sinfonía de la Primavera tiene mucho menos programa, mucha menos «pintura» que la Sexta Sinfonía de Beethoven, siempre que no se tome el empleo del triángulo en el primer movimiento como símbolo del «Despertar de la primavera», ni se interprete de forma naturalista la llamada de la trompa y la cadenza de la flauta en el Finale. Todo se ha convertido en «expresión del sentimiento»; el estímulo poético se ha transformado y sometido a las leyes de la forma sinfónica. No es preciso considerar en detalle las otras tres sinfonías de Schumann. La que se denomina núm. 2, Op. 61, terminada en 1846, sigue un programa similar al de la Primera. Con muy pocas palabras, Schumann explicó sus características cuando dijo de ella: «es una sinfonía Júpiter normal» (está en Do mayor), y «un tanto envarada» (etwas geharnischt). La Tercera, en Mi bemol, Op. 97, escrita en 1850, va apostillada con la críptica denominación de «Renana», pues —de acuerdo con una observación de Schumann— se supone que refleja «un fragmento de la vida en el Rin». Pero es difícil comprender como cree lograrlo: ni siquiera el segundo de los dos movimientos centrales, que en su premiére iba acompañado de la leyenda «en forma de acompañamiento para una ceremonia solemne» hace otra cosa que sugerir, en términos muy generales, una idea vagamente

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ística, antigua, católica, sin referencia concreta a la catedral de Colonia a cualquier otra de las catedrales renanas. La obra sinfónica más característica de Schumann es su Cuarta Sin fofa, Op. 120, en Re menor, que recompuso y volvió a orquestar en 1<S?L, unque lo cierto es que la escribió sólo unos pocos meses después que la cimera, en el verano de 1841, y en realidad debería numerarse como Seunda. Reúne cinco movimientos —Introducción, Allegro, Romanza, Schero, y Finale— en un todo interrumpido y, con bastante lógica, en su forma riginal de 1841 fue bautizada como Fantasía sinfónica. Su unidad no se imita a ser un rasgo simplemente externo ya que todos los movimientos derivan de los motivos melódicos que se ofrecen en la Introducción; son lorescencias de distintos colores que nacen de la misma rama. Siguiendo costumbre, también en este caso ocultó Schumann el incentivo poético v la obra, ofreciendo sólo un posible indicio en el acompañamiento de guiirra de la Romanza. No quiso ser más transparente: la música «entierra» I programa en abismos misteriosos. Estamos ante una nueva forma de la infonía, una forma con un nuevo elemento de unidad temática que Beethocn no había considerado necesaria, aunque quizás se pudiera rastrear este asgo hasta sus «reminiscencias» en el Finale de la Novena Sinfonía. Junto a esta conquista de la homogeneidad se observa algo verdaderamente romántico: la desintegración. La tendencia es patente en la Obertura, cherzo y Finale en Mi mayor, Op. 52, que Schumann compuso en el lapso iic media entre las Sinfonías en Si bemol mayor y en Re menor; obra que chumann pensó muy seriamente en considerarla como su Segunda Sinfoía, o cuando menos como una «Symphonette». ¿Pero acaso la ausencia i-I movimiento lento no convierte en suite, en una sucesión de movimienmás o menos desconectados, incluso a una sinfonetta? La desintegración romántica de la estructura clásica se encuentra tamién en una de las composiciones más bellas y atractivas de Schumann: Concierto para piano en La menor, Op. 54, cuyo primer movimiento io compuso en 1841 y los dos últimos en el verano de 1845. No nos reísimos ahora a la relación de Schumann con el problema del virtuosismo, '|iH> analizaremos más adelante; pensamos más bien en la cooperación de fuerzas —piano y orquesta— que nunca volvieron a encontrar el • |ililibrio perfecto que consiguieron en Mozart, ni la dramática reciproci.KI que tuvieron en Beethoven, porque ahora el solista se ve transporto, apoyado y acariciado por la orquesta. En la importancia relativa de s tres movimientos prevalece una nueva subjetividad; pues el Intermeen que se había sumido el movimiento lento de Beethoven, exhala la intimidad que el heroico Beethoven nunca se hubiera permitido. Dentro de la unión Florestán-Eusebius-Raro, síntesis de las facultades jpdoras de Schumann, Raro fue haciéndose cada vez más prepotente, Ito que habría que hablar de la disolución o ruptura de dicha unión. i ninguna faceta de la actividad creadora de Schumann, excepción hecha sus canciones, se observa de manera más patente esta disolución que en I música de cámara con piano. La transición de la música para piano música libre, radiante de juventud, «no clásica»— a estas otras obras,


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la encontramos en el Trío titulado Phantasiestük (Op. 88, 1842), que consta de: Romanza, Dueto, y Alia Marcia, un conjunto marcado con el sello de la lozanía, precisamente porque da la impresión de ser inconexo. Paralelo a él Schumann creó un modelo de música de cámara clasico-romántico en su Quinteto con Piano, Op. 44 (1842), donde el piano marca el paso, radiante pero nunca virtuosista, obra muy inspirada en todos sus movimientos rápidos y en el movimiento lento al modo de marcha, lleno de tristeza misteriosa e indignación. Al principio lentamente, después cada vez más rápido, el declive sobreviene —en el Cuarteto Op. 47 (1842), en tres Tríos Op. 63 (1847), Op. 80 (1847), y Op. 110 (1851), en dos Sonatas para violín, Op. 105 (1851) y 121 (1851)— sin réplica, hasta el manierismo. El manierismo es una faceta del aspecto patológico del movimiento romántico. En los siglos anteriores, la copia —incluso el tipo de copia más tenue— constituía una parte del oficio; en el nuevo siglo, la idea enaltecedora que se tenía del artista exigía un esfuerzo creativo cada vez mayor. Podía considerarse afortunado quien como Wagner, Verdi o Brahms, estaba a la altura del esfuerzo y, con cada obra, crecía en estatura. Este no era el caso de Schumann, y puede decirse que su verdadera tragedia se deriva de la desintegración nacida de su afán por hacer lo mismo que los «grandes» —por ser universal—. Sus ataques de locura no son otra cosa que el símbolo externo de esta tragedia, un destino típicamente romántico. Schumann representa al eterno adolescente, la intimidad jubilosa; la tarea de hacerse hombre, en un sentido creador, pesó demasiado sobre él. En una carta fechada el 15 de abril de 1838 y dirigida a Heinrich Heine, Liszt captó certeramente la escisión de aquella época, al decir que todos los artistas de su tiempo estaban «muy mal situados» entre el pasado y el futuro. «El siglo está enfermo» lé. Schumann empezó como un campeón del futuro, pero al establecer contacto con el pasado se derrumbó. Pero Schumann joven no llegó a tener conciencia de todo lo que había guardado en él. En el capítulo dedicado a la música para piano trataremos de este Schumann joven que es «inmortal». De no haber pasado de los treinta y cinco años, hubiera sido el Shelley de la música, la estrella de la juventud más resplandeciente y rutilante.

Berlioz, el francés romántico Y, una vez más, la relación entre romanticismo y clasicismo es muy distinta en la obra del compositor sinfónico Héctor Berlioz, aunque como Mendelssohn y Schumann fue un gran admirador de Beethoven (ningún músico del siglo xix pudo pasarlo por alto), y aunque también Berlioz, como Mendelssohn y Schumann, empezó su obra a partir de la Sinfonía Pastoral. Pero ¿era Berlioz un verdadero romántico? El Romanticismo, cuando menos en la ópera y por lo menos en lo que al argumento se re16

Gesammelte Schriften, II, pág. 200.

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¡Ere, fue un acto de rebeldía contra la antigüedad, contra el clasicismo. El Romanticismo tuvo características nórdicas y góticas, y supuso una inmisión a lo borroso, lo místico, lo misterioso. Pero Berlioz, francés del ni-, latino, sintió durante toda su vida un gran entusiasmo por Virgilio y a Aeneid. Su experiencia más honda la tuvo en Italia, o para ser más ¡fictos, en Roma. Como ya hemos señalado (pág. 58 [88]), la sinfonía grold no es otra cosa que el testimonio de su amor por dicho país o —co.0 él dice en el boceto de su autobiografía— una «Sinfonía con solo de ¡ p en la que se rememoran las impresiones de un viaje a los Abruzzi el recuerdo de las claras y serenas noches de Italia». ¡Las claras noches e Italia! Traslada a Roma la acción de su Benvenuto Cellini, pues Roma '», por así decirlo, más italiana que Florencia y sólo en Roma podía haber ii Carnaval Romano. Berlioz fue romántico, y sin embargo la forma de manifestarse el roi.uil icismo en él fue muy distinta a la de Mendelssohn o Schumann, no i ilo por las diferentes proporciones en la combinación clasico-romántico, Ino también porque es el suyo un romanticismo completamente distinto, "tblamos, sobre todo, de la cuestión de elegir los argumentos. Junto a su i-niusiasmo por Virgilio, Berlioz sintió una admiración profunda por ShaI espeare y por el poeta del Fausto, o mejor sería decir por el argumento di-I Fausto, de Goethe, y por las novelas góticas inglesas. Pero en Francia, lii patria de Corneille, Racine y Voltaire, admirar a Shakespeare era un |CtO revolucionario y romántico; baste recordar que en fecha tan tardía (unió 1822 una compañía teatral inglesa que pretendió representar Ótelo en la Porte Saint-Martin, de París, recibió una andanada de abucheos y nilhidos. Las cosas, no obstante, cambiaron en unos pocos años: cuando mío grupo de actores, a la cabeza de los cuales iban Charles Kemble y llnri'iet Smithson, presentó Romeo y Julieta, Hamlet y otra vez Othello, desde el otoño de 1826 a julio de 1828, cautivaron el corazón de los papiinos, en especial Miss Smithson que, digamos incidentalmente, consini"> en casarse con Berlioz, su admirador más ardiente. La historia de este amor delirante y desesperado —delirante y desespeüido porque no sólo era una esposa, sino los personajes que ella represeni.il>,i en escena— conforma el contenido de la primera sinfonía de Berlioz, l.i Symphonie Fantastique, Op. 14 (1830-31), su obra más asombrosa y Conmovida, pues se trata de música programática basada en la experiencia personal, y lo que tiene de sorprendente nace de la coincidencia del proclama con el modelo de la forma sonata: el primer movimiento «Réverie» Coincide con el movimiento Largo de la introducción, mientras que «Existtnce passionnée», con todos sus humores cambiantes, es paralelo al acositimbrado Allegro. Conviene decir que en este movimiento el enemigo de In «música programática» queda tan abandonado a su suerte como el paria lario de ella. Los cuatro movimientos siguientes: el «Bal», en forma de vals, la •Srrne aux Champs», la fantasmagórica y siniestra «Marche au Supplice» v, linalmente, «Songe d'une Nuit de Sabhat» no se preocupan ya más de • M.I «coincidencia»: son más libres y audaces, pero en compensación están


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imbricados el uno con el otro, y todos con el primero, mediante la idee fixe, reminiscencia, variación o parodia del tema del primer Allegro. Nada nuevo hay en las diversas formas de retorno psicológico (cabría decir psicoanalítico) al tema: se pueden encontrar ejemplos de ello sobre todo en las óperas, incluso en la ópera anterior al Romanticismo, pero la Symphonie Vantastique ofrece el primer ejemplo de su empleo libre y audaz y después de ella ni Berlioz ni los demás compositores románticos abandonaron este motivo recurrente, o leitmotif. No se discute el hecho de si Berlioz, con su «programa», socavó la forma sinfónica. En el famoso comentario de Schumann sobre la obra de Berlioz transcrita al piano por L i s z t " , criticaba así el empleo de un programa excesivamente detallado: Toda Alemania se pondrá en contra de ello; este tipo de guías tienen siempre algo de deleznable, de charlatanería. En cualquier caso hubieran bastado los cinco títulos; las demás precisiones, por interesantes que puedan ser para el compositor que ha vivido y sentido la sinfonía, deberían dejarse a la tradición oral. En otras palabras, dada su delicadeza de sentimientos y su gran aversión hacia todo lo íntimo y personal, los alemanes no gustan de que alguien penetre en su pensamiento de un modo tan torpe; incluso con la Sinfonía Pastoral se sintieron ofendidos porque Beethoven no confió en que ellos comprendieran el carácter de la obra sin la ayuda del compositor... En este sentido Berlioz ha escrito sobre todo para sus franceses, que no suelen impresionarse por lo inmaterial y comedido. Puedo imaginarlos programa en mano, sin hacer demasiado caso de la música, leyendo y aplaudiendo a su compatriota, que con tanto acierto ha sabido describirla. No estoy yo en posición de decidir si la música evocará, o no, en el oyente que no ha tenido acceso al programa, escenas similares a las que el compositor deseaba expresar, pues yo he leído el programa antes de oír la música, y una vez visto algo el oído no está en condiciones de juzgar con independencia. Para averiguar si la música consigue lo que Berlioz le pide a su sinfonía, habría que atribuirle otras representaciones quizá totalmente distintas. En cuanto a mí, en un principio el programa me echó a perder el goce de la música: su novedad. Pero cuando, poco a poco, fue pasando a segundo plano y empezó a funcionar mi propia imaginación, fui encontrándolo todo, y aún mucho más, y casi todo en un tono cálido y vibrante. Son muchos los que miran con excesiva cautela la difícil cuestión de qué debe hacer la música instrumental para representar hechos y pensamientos, pero tal vez no deberíamos tener una opinión tan pobre en cuanto a las oportunas influencias e impresiones externas. Inconscientemente, y paralela a la imaginación musical, a veces una idea permanece activa —en el oído, en la vista— y al final, el órgano que nunca descansa, la retiene, entre sonidos y tonalidades, hasta ciertos confines, que al ir progresando la música pueden condensarse y desarrollarse en figuraciones más nítidas. Consecuentemente, la partitura ejercerá una impresión mucho más plástica o poética cuantos más pensamientos o representaciones pictóricas, nacidos de la calidad tonal, puedan contener los elementos relacionados con la música; y cuanto más imaginativa o certeramente perciba el músico las cosas, tanto más conmovedora e inspirada será su obra. Se trata de la estética de Schumann más que de la de Berlioz, pero hasta cierto punto es también válida para éste. 17

Neue Zeitschrift für Musik, III (1835).

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Nunca después volvió Berlioz a redactar un programa tan detallado omo el de su Symphonie Fantastique para sus posteriores composiciones islriimentales. Esta tendencia general sólo tuvo la excepción de su Revele et Capuce para violín y orquesta, O p . 8, compuesta en 1839. La «Nota» "ue encabeza el programa es tan singular que la transcribimos a contin ación: Una luz tenue envuelve la Tierra, como una transparencia. La bruma se estremece "n las fragancias de la tarde, entre ráfagas de viento. Un hombre sostiene la pálida ,', escucha los vagos susurros. Pero no ve, no oye... Su corazón, acongojado por el iili¡miento, gime en silencio. La intensidad del dolor le revela deliquios, nunca antes • Hi'nidos, de una felicidad evanescente. Escudriña en el pasado y alcanza a ver unas i as sonrisas perdidas entre las muchas .pesadumbres. |Oh necesidad implacable de pensar y amar! El alma despierta bajo su radiante ipkndor. Todo su ser se llena de una repentina impaciencia. El futuro le fascina. Mi'í a punto de precipitarse en estas esencias luminosas donde la vida transcurre píe, locamente emocionada... La indecisión le reprime, le vence su frenético abra, Otra vez sufre. Y desespera... Pero la visión le persigue en las sombras. Se es•mcce de locos deseos. Lucha contra el dolor que lo anonada... Los lamentos ni paso a la esperanza. El afán triunfa sobre la aversión... Vuelve a la vida. Y sien6 gozos ardientes, sensuales, transportes enfebrecidos... Es evidente que Berlioz no compuso siguiendo el programa, sino que 0 escribió a continuación de la música. Es tan vago que puede servir para niiilquier composición de este tipo, por ejemplo, Gesangsszene, de Louis Ipohr, o Poéme, de Ernest Chausson. En otras ocasiones, Berlioz apenas l u í ' nada para impedir que el auditorio escuchara sus sinfonías como simil' música. Era demasiado francés, demasiado semejante a su compatriota i mi temporáneo, Eugéne Delacroix, quien tampoco hizo nada para estorbar al espectador a que valorara sus pinturas «históricas» como pintura i i. Tomemos, por ejemplo, las oberturas: la de Rob Roy (1831) que, Hinque inédita, Berlioz utilizó parcialmente en Harold en Itdie; o la Gran,le Ouberture de Waverley, Op. 1 (1827-1828); o la obertura de Francs fuges, Op. 3 (1827-1828); la de Ring Lear, Op. 4 (1831); y la de Le Cori,;/;c (1831). «Grosso modo», y desde el punto de vista temático, pareii'ii románticas, basadas en sugerencias procedentes de Shakespeare, Byron, W'.ilic-r Scott, y —en el caso de la obertura Francs Juges— en una obra ét lioiror de Humbert Ferrand, amigo de Berlioz. Pero la realidad es que <on muy clásicas —es decir, formalistas— y que sólo unas cuantas peculiaridades de la invención melódica y «ciertas interrupciones formales» • I' luían su relación directa con el programa. La obertura de Le Corsaire ID tiene prácticamente nada que ver con Byron; en un principio se llamó 1 )uberture de la Tour de Nice, y la única sugerencia común a los dos tí11ilos se reduce a la descripción poética o musical de una escena marina m.i:, o menos agitada. La más rica en detalles sombríos es, sin duda, Francs Juges, que también es la más delicadamente modelada, tanto desde el punió de vista orquestal como dinámico, y, sin embargo, en ella Berlioz alude, ¿quiera sea brevemente, a la obertura Ruy Blas de su rival Mendelssohn.


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Hasta qué punto sus coetáneos consideraron a Berlioz nuevo y revolucionario puede colegirse, una vez más, del largo comentario que Schumann dedicó a la Grande Ouverture de Waverley en su Neue Zeit-Schrift für Musik w. Tras referirse a dos oberturas sumamente cautelosas, la del holandés J. J. H . Verhulst (Gysbrecht van Amstel) y la del inglés, W . Sterndale Bennett (Las ninfas de los bosques), prosigue: Otros son los laureles que persigue Berlioz, ese dionisíaco furioso, ese terror de los filisteos, que a ellos se les aparece como un monstruo velludo de ojos voraces. Pero, ¿dónde está ahora? Junto al crepitante fuego de una mansión escocesa entre cazadores, sabuesos y sonrientes campesinos. Ante mí tengo la obertura Weverley, sobre esa novela de Sir Walter Scott, que, con su encantadora monotonía, su lozano romanticismo, constituye una estampa genuinamente inglesa y, aún entre las más recientes ficciones extranjeras, sigue siendo mi favorita. Berlioz le ha puesto música. Y alguien podría preguntar: ¿A qué capítulo? ¿A qué escena? ¿Por qué? ¿Cuál es su objetivo? En este caso la leyenda que acompaña a la primera página puede servirnos a modo de explicación...: Los sueños de amor y los encantos de la dama ceden el paso al honor y a las armas... A continuación, Schumann explica que no tendría dificultad para describir la obertura, bien fuera mediante un programa, bien considerándola aisladamente. Y continúa: La música de Berlioz hay que escucharla; no basta con echar ojeada a la partitura; hay que tomarse el trabajo de transportarla al piano aunque sólo sea para constatar que el esfuerzo ha sido vano. Suele contener efectos casi exclusivamente de sonoridad y resonancia; deliberadamente interpone un tropel de acordes que desempeñan un papel decisivo. Suele haber también extraños enmascaramientos que ni el más fino oído puede imaginar de forma clara con sólo ver las notas de los pentagramas. Ahondando en las raíces de los propios pensamientos —y si se los considera aisladamente— es posible que parezcan comunes, banales incluso. Pero el conjunto ejerce sobre mí un encanto irresistible, a pesar de lo mucho que hay en ella de ofensivo y extraño para el oído alemán. En cada una de sus obras Berlioz se muestra distinto, se adentra en una nueva experiencia. No se sabe bien si considerarle un genio o un aventurero: brilla cual faro luminoso, pero también deja tras él un ligero tufo a azufre; se arranca con pasajes verdaderamente grandiosos y, de pronto, cae en un balbuceo de aprendiz... No deja de tener su ironía que Schumann «haga hincapié» en trazar una similitud, un tanto cogida por los pelos, entre la obertura de este «Mefistófoles de la música» y la de Mendelssohn al «Mar en calma y un paseo agradable», según un poema del olímpico Goethe. Nuevamente en su comentario a la Symphonie Fantastique, Schumann explica con cierta aspereza por qué la melodía de Berlioz sonaba tan extraña al gusto alemán, en la «estructura de la frase»: 18

Vol. X, núm. 4, 1839.

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Tal vez ninguna otra obra de la presente época contenga medidas regulares e ¡[¿Bulares y relaciones rítmicas combinadas tan libremente como ésta. Casi nunca el consecuente sigue al antecedente, ni la respuesta corresponde a la pregunta. Se Irma de una característica tan peculiar a Berlioz, tan a tono con el gusto sureño, y tan extraña para nosotros, los del Norte, que esa sensación incómoda del primer Omento y los reparos por su oscuridad son tal vez perdonables y comprensibles. ero está hecho con tal audacia que nada se puede añadir ni quitar sin arrancarle u poder de penetración y su fuerza, por lo que sólo se la puede juzgar viéndola y vi-ndola uno mismo. Parece como si la música quisiera remontarse a sus orígenes, mando todavía no pesaba tanto sobre ella la regla de la medida, y ascendiese hasta un lenguaje sin trabas de ningún tipo, hasta una puntuación poética más elevada (como en los coros griegos, en los versículos de la Biblia, en la prosa de Jean Paul)... Lo más característico de Berlioz como representante del movimiento romántico en la música es su osadía para despachar al oyente con una deiiabrida impresión, con una disonancia. En la Symphonie Fantastique hay una «orgie diabolique», la blasfema «cérémonie fúnebre», la «parodie burlr\i/ne du Dies Irae». En Harold en Italie está el Allegro frenético de la •<()rgie des Brigands». Y en las Huit Scénes de Faust, que constituye la ilUte esencial de La Damnation de Faust, ni siquiera cuenta con la apoleosis de Margarita ni el coro celestial que dé a la obra un final conciliador. Sólo en Romeo et Juliette empezamos a encontrar una conclusión salisíactoria —cuando la paz reina en Verona, los Capuletos y los Mónteseos pronuncian un «juramento de reconciliación». Y sólo a partir de enhimcs sintió Berlioz la necesidad de proporcionar al héroe de la Symphonie fgntastique un crepúsculo más feliz para su vida, en Lelio ou le Rétour a la \'/V. Este «monodrama lírico con orquesta, coros y solos entre bastidores...» es una continuación de la Symphonie Fantastique, muy heterogénea, y viene más a llenar su biografía que a crear una obra de arte unifi§eda. Es un conjunto de retazos, dividido en seis movimientos cuya preII-iilación no anuló la impresión general que había causado la Symphonie Fantastique, a pesar de la exigencia de Berlioz de que: «Esta obra debe l a n c h a r s e inmediatamente después de la Symphonie Fantastique, a la cual SOmpleta y pone fin.» Las excentricidades de este tipo hacían que Berlioz luviera muchas menos cosas en común con cualquiera de los románticos (lemanes, inclinados más bien al idealismo, que con el poeta E. T. A. Hoffinnnn, cuyo éxito en Francia no fue del todo gratuito. Hay en ambos un nlborozo de la imaginación cuasi-intoxicante, una efusión de fuego apacible. Efusión que, dada su naturaleza noble y entusiasta, podría convertirse n llama y ardor, y además — y el mejor ejemplo es la escena de amor de Romeo et Juliette— este fuego exhala una pureza tal que a su lado todas las demás escenas de amor parecen impuras. Junto a este denodado afán por la disonancia, por la singularidad, por los detalles desagradables, había en Berlioz una tendencia contradictoria, MI respeto genuinamente francés por la «forma». Con la instauración de la música programática se plantea el problema de abandonar el «contenido» y la forma sinfónica clásica, aun cuando dicha forma se podía am-


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pliar y, eventualmente, modificarla. Pero era llegado el momento en que la recapitulación de la sonata, o la forma rondó, resultaban irreconciliables con el «programa». Se hizo entonces inevitable la desintegración del esquema clásico, y la «auto-contención» sinfónica hubo de sacrificarse en aras de una forma que venía dictada por un elemento externo a la música. No fue Berlioz quien diera este paso. En la sinfonía Harold aflojó el rigor cíclico de la forma heredada de Beethoven, siguiendo dos caminos: entre el primero y el último movimientos insertó dos episodios (y es significativo que estén precisamente entre los pasajes más elaborados y más emotivos de todas sus composiciones), y asignó al solo de viola un papel que no es ni concertante ni sinfónico: simboliza o representa al héroe melancólico, quien (como expresara Peter Cornelius, gran admirador de Berlioz) «destaca como una figura accesoria contra lo que de otra forma hubieran sido los contornos exteriores». Era perfectamente coherente que Berlioz no deseara destruir la sinfonía y, contrariamente, estableciera una nueva concepción de lo sinfónico que combinaba lo puramente instrumental con lo vocal. Romeo et Juliette (Op. 17, 1839) es una symphonie dramatique «con coros, solos vocales y un prólogo con recitativo coral»; La Damnation de Faust (Op. 24, 1845-1846) es una légende dramatique, un cuento dramático. Berlioz nunca habría adivinado que llegaría un día en que se representaría como pieza escénica. Berlioz hizo cuanto estuvo a su alcance para recalcar el carácter sinfónico de Romeo et Juliette. «No debe interpretarse erróneamente la índole de esta obra: si bien se recurre frecuentemente al empleo de las voces, no es ni ópera de concierto ni cantata, sino una sinfonía con coros.» Nada más característico de él que las razones que da para haber echado mano de los medios de expresión verbal mientras se aferraba a la música programática, al sinfonismo puro. Tuvo que recurrir al medio de expresión verbal porque, a pesar de su audacia, comprendía los límites de la música instrumental —porque quería ser exacto y objetivo—. El mismo Berlioz, en la partitura, llama la atención sobre la dificultad que entraña la escena del sepulcro («Romeo llega a la tumba de los Capuletos. Invocación. Julieta se despierta. Explosión de alegría delirante, interrumpida por los primeros efectos del veneno. Agonía final de ambos y muerte de los dos amantes») y, sin duda, le hubiera gustado componerla en forma de dúo de no haber estado resuelto a evitar los solos. Obsérvese cómo justifica el hecho de haber compuesto esta escena y la escena de amor como piezas sinfónicas: El hecho de que en las famosas escenas del balcón y del sepulcro, el diálogo de los dos amantes, los apartes de Julieta, y los apasionados arranques de Romeo, en una palabra, los dúos de amor y desesperanzas, se hayan confiado a la orquesta, responde a numerosas razones cuya explicación es sencilla y fácil de comprender. La primera —y esta razón por sí sola es suficiente para justificar al compositor— es que estamos ante una sinfonía y no ante una ópera. La segunda es que, puesto que este tipo de dúos ya han sido tratados en forma vocal en miles de ocasiones y por los compositores más geniales, parecía prudente a la vez que interesante probar

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Otra forma expresiva. Finalmente, la misma sublimidad de este amor hace tan difícil su descripción al músico que precisaba alcanzar una tesitura que el sentido exacto ile las palabras cantadas nunca le hubiera permitido, por lo que hubo de recurrir al lenguaje instrumental, mucho más rico, más variado, más libre de limitaciones y —por 8u misma vaguedad— incomparablemente más poderoso, siempre que el resto de los elementos no varíen. Al ser menos definido el lenguaje de la orquesta — y precisamente por ello— también resulta más rico, más ilimitado y mucho más poderoso que la palabra, ¡sin comparación posible! La palabra sólo está para expresar la claridad. Por esta apoteosis de la música instrumental, Berlioz pertenece al período romántico, aun cuando se oponga a él en ciertos aspecLos de su actitud hacia el Romanticismo. Esta apoteosis no le impidió recurrir a una parte solista en su Condenación de Fausto, acercando así a la ópera esta «leyenda dramática» que en un principio él pensaba orientar en forma de «sinfonía descriptiva». Pero no está comprobado que en esta composición híbrida los únicos fragmentos que todavía conserven plena vitalidad sean los puramente instrumentales: la Marcha húngara, pasaje injertado que nada tiene que ver con Fausto; el Ballet de los silfos; el Minué de los gnomos, que es una polonesa; el Pandemónium, donde se hace uso de las voces humanas — o más bien diabólicas—, ¿sólo como un color instrumental? Cualquiera que sea el género donde pueda clasificarse esta composición es una muestra evidente y palpable del fracaso de la «sinfonía programática». Berlioz comprendió muy pronto, después de componer Harold, que era imposible conlinuar la unión de un «programa» con la herencia sinfónica clásica, y siendo un artista sincero y no comprometido, extrajo las conclusiones oportunas.

Liszt, el revolucionario Otras fueron las conclusiones de Franz Liszt. Su lema: «Renovar la música mediante su conexión interna con la poesía» era, en cierto modo, similar al de Schumann y Berlioz, sólo que Liszt no se dejó coaccionar por la tradición de la forma de sonata clásica. Había nacido revolucionario, y hasta cabría decir —si ello fuera compatible con su extraordinaria personalidad— que había nacido libertino, bohemio. Hizo patente su admiración por Bach (no por Haendel), por Beethoven y por Schumann tomando las obras de éstos como base para sus composiciones virtuosistas, o bien su virtuosismo se puso al servicio de dichas obras sin dejar que esto influyera para nada en su actividad creadora, cuyo objetivo era «la consecución» de algo más libre y, por así decirlo, más adecuado al espíritu de este tiempo» 1 9 . En su ensayo sobre Robert Schumann (1855) 2 0 , elogiaba al compositor que le había dedicado su Fantasía en Do mayor. O p . 17, y a quien él había dedicado su Sonata en Si menor, por el hecho de que » Briefe (Leipzig, 1894), III, pág. 135. Gesammelte Schriften, IV, pág. 114.

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Schumann «se daba perfecta cuenta de que la música en general —y especialmente la música instrumental— tenía que conectarse más estrechamente con la poesía y otras formas literarias, exactamente como el propio Beethoven había percibido, si bien sólo en la oscura fuerza compulsiva de su genio, al componer la música de Egmont y dotar a algunas de sus obras instrumentales con nombres o inscripciones más definidas u objetivas». Pero también criticó a Schumann por no haber sabido llevar esta estrecha conexión a su conclusión última: Aunque todas sus obras son bellas, aquí y allí su belleza escapa a nuestra percepción. A veces parece esconderse bajo la cobertura de una regularidad simétrica que no marcha a tono con el encendido entusiasmo, que interiormente se consume en sí mismo, del sentimiento del que hace gala y que así resulta muy semejante a un toque de afectación. Otras veces parece como si se extraviara por los caminos pétreos y áridos de la armonía, abrumado por el emparrado denso y exuberante de una ornamentación iridiscente que todo lo envuelve. El resultado es que ambos rasgos, al actuar contra la forma rígida, confunden a algunos espectadores y a otros les afectan de modo poco grato. Fuerza es reconocer que Liszt sí llevó estas ideas hasta sus últimas consecuencias en todas las esferas musicales que cultivó —piano, composiciones vocales e incluso sinfónicas. Su extraña carrera artística y su evolución espiritual hicieron que fuera el músico romántico más independiente y libre de trabas. Es difícil circunscribirle a unas fronteras nacionales. Nació en la provincia húngara de Sopron (Oedenburg), pero sus padres eran alemanes y él nunca supo hablar húngaro. A la edad de doce años marchó a París, que desde entonces fue su verdadero hogar intelectual, aunque su virtuosismo pronto le llevó a Inglaterra y por toda Europa. A partir de 1848 fijó su residencia en Weimar y, al menos exteriormente parecía haber dado por concluida su existencia de nómada. En 1861 viajó a Roma y en 1865 abrazó la religión católica convirtiéndose en el abate Liszt. Era típicamente romántico —menos común entre los músicos que entre los poetas— el gesto de un romántico que, tras múltiples aproximaciones a corrientes «filosóficas» más o menos de moda, se cansó de todo y depositó su desengaño y su amargura en los brazos confortadores de la iglesia. Y es lo cierto que ningún músico del período romántico fue tan «mundanal» como Liszt, nadie disfrutó tan cabalmente como él de los triunfos del virtuosismo, nadie tuvo un contacto más directo con todas las corrientes intelectuales de su tiempo, y nadie estuvo, en lo más profundo de su ser, tan sólo y desamparado. Esta soledad y desamparo juntamente con su virtuosismo sin límites también dejaron sentir su influencia sobre su actividad creadora. Fue un artista típicamente «libre», pero la libertad es un concepto negativo; y aunque todavía utilizaba la denominación de «sonata» o «sinfonía», ya no indicaba la sonata o la sinfonía clásicas. Tomemos, por ejemplo, su Sonata en Si menor (escrita en 1852-1853), una de las pocas composiciones que no proclama abiertamente su conexión con la poesía. Wagner dijo de ella que era «bella más allá de toda comprensión, inmensa, adorable, profun-

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da y noble —sublime, como el arte divino»—. El joven Brahms, sin embargo, ya en 1854, se mofó de ella 21 . Dicha «sonata» es una rapsodia grande, retórica, basada en unos cuantos motivos que mayoritariamente quedan ya expuestos en los quince primeros compases. Los distintos movimientos no están individualizados, sino que constituyen como conexiones y transiciones, más o menos de tipo recitativo. No se confía ya en la misteriosa unidad del movimiento o del ciclo, unidad que en los clásicos surge de su inspiración profunda; por el contrario, toda ella es una obra ininterrumpida de motivos vibrantes. Podría decirse que esta sonata ya no tiene una parte expositiva, ni una recapitulación —aunque sí tiene un primer y un segundo temas, y se establece el contraste entre ellos, y también hay contraste entre el Allegro y el Andante— sino que consiste en una sección de desarrollo enorme y altamente dramática. Todo lo que acabamos de decir es aplicable a los «poemas sinfónicos» de Liszt. ¡Y qué título tan significativo! Todos ellos se originan en una «idea poética», pero, como ya se ha dicho (página 33), dependen menos de la poesía y de la pintura de lo que a primera vista parece. Cierto que el músico suele ser deudor de los poetas -—en el caso de que Liszt no siga su propia inspiración como en el Festklánge nupcial, la Héroide Fúnebre o el Hungaria—. Pero aun en su papel de músico, no se ciñe estrechamente a un programa externo, no narra una historia, sino que actúa con mucha independencia y dominio de sí mismo. Lo que él persigue es llegar a la esencia del asunto. Liszt no compone ya obras cíclicas de cuatro movimientos, como la Symphobie Fantastique, no escribe más «episodios» finales con mal sabor, conclusiones que reflejen un estado espiritual discordante. Tampoco hay en su obra pinceladas naturalistas como había en Berlioz (y posteriormente en Richard Strauss); una vez más, por no decir siempre, se mantiene fiel a su idealismo. Cierto que este idealismo, esta ausencia de pasajes de mal sabor se pagaba muy caro con la falta de esas ideas espontáneas y trazos impresionistas que solían ser tan deliciosos en Berlioz, con la carencia de humorismo y con una superabundancia de emotividad y de retórica. En cuanto a las cuestiones referentes a la «forma», los oyentes más k'ivorosos de Liszt, y sus colegas y amigos —como Joachim Raff, a quien Liszt indujo a que realizara el trabajo preliminar para la orquestación de algunas de sus composiciones— intentaron al principio facilitar la comprensión de algunas obras de Liszt llamándolas «oberturas de concierto». Y la verdad es que algunas sirvieron como oberturas; tal fue el caso de Orfeo, que en 1854 se utilizó como introducción en la representación de Orfeo ed Euridice, de Gluck, en Weimar; o Prometheus, que en 1850 precedió a una composición de Liszt basada en los coros de Prometeo liberado, de Herder. Pero ya no tenían nada en común con la obertura tradicional —ni con la clásica, ni con la clasicista en forma de sonata— como se encuentra en Leonora III, de Beethoven, o en las Hébrides, de Mendclssohn, 21

Carta a Clara Schumann, agosto 27.


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ni con la obertura-potpurri al modo de Der Freischütz, Euryanthe, u Oberon. Mazeppa tuvo su origen en el cuarto de los Grandes Etudes pour le Piano. Este poema sinfónico consta de un Allegro aguato realzado por accelerandi, y una Marcia trionfale, y separando a ambos movimientos un breve Andante con esas interposiciones a modo de recitativos tan características de Liszt y que suele asignar a un instrumento solo, entre los de viento, separadas y enlazadas por la unidad de los motivos y la transformación de los mismos. Tasso-Lamento e Trionfo (1849) enuncia como tema principal un solo de este tipo, en el caso presente la tonada tradicional con que los gondoleros venecianos cantaban las estancias de la Jerusalén liberada. La obra lo introduce en un ambiente melancólico, byroniano, lo transforma mediante una variación en un movimiento cuasi-minué, lo realza llevándolo por vericuetos tortuosos y emotivos hasta que alcanza su apoteosis. En el movimiento de minué, que muestra la melancolía del poeta en medio de la vida cortesana de Ferrara y combina el motivo principal con un tema y un ritmo «frivolos», la partitura contiene una indicación característica: «Al llegar a este punto, la ejecución orquestal adquiere un carácter doble: los instrumentos de viento luminosos y como con un aleteo, las cuerdas sentimentales y llenas de gracia.» La combinación de doloroso y agitato, de cantabile y ostinati rítmicos, es típica de la instrumentación que aisla parcialmente los solí de la orquesta, y parcialmente los reúne en grupos contrastantes. En cuanto a la estructura, Liszt no sigue ninguna modalidad particular, si bien gusta de llevar la composición desde un comienzo balbuceante hasta la apoteosis y, como se da cuenta del peligro de esta libertad, también siente la necesidad imperiosa de aprehender las partes del todo mediante los motivos. Y al hacerlo no piensa en la apreciación inmediata. Dado que dichas obras tenían una forma nueva y no convencional, Liszt pedía, asimismo, que se presentaran de una manera nueva: «la ejecución periódica». Y precisamente en relación con esto dejó el orgullo a un lado al decir que tales composiciones «no pretendían alcanzar la popularidad a diario». Se trata de una incoherencia romántica: crear obras para grandes orquestas y, por tanto, para grandes salas de concierto ¡que van dirigidas a una minoría «cultivada»! Lo cierto es que el poema sinfónico de Liszt está vinculado a demasiados presupuestos literarios y estéticos y, desgraciadamente, no siempre se limita a los impulsos procedentes de las cosas que tienen un valor eterno. Les Préludes se retrotraen a las sugerencias de un poema sentimental de las Méditations Poétiques, de Lamartine. Y el poema sinfónico Du Berceau jusqu'au Tombe («De la cuna a la tumba») se remonta a un boceto a pluma del pintor histórico húngaro de Zichy. Este ejemplo de composición tardía es una obra rezagada (1881-1882), que muy bien puede ir, a continuación, de las doce composiciones de los años cincuenta. Aunque ya hemos dicho que Liszt no compuso obras de carácter cíclico, como la Symphonie 7antastique, de Berlioz, no significa esto que no

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escribiera sinfonías; pero ninguno de sus movimientos es episódico, como ocurría con Berlioz. En las dos obras que vamos a analizar no volvió a cometer el error de presuponer que se conocieran los poemas de Lamartine, Mugo, Schiller; por el contrario, eligió dos de los modelos más importantes de la literatura mundial: el Fausto, de Goethe, y la Divina comedia, del Dante. La primera elección es algo común a todos los músicos románticos. Fue Spohr quien empezó a utilizar el tema, si bien no en la versión de Goethe. Siguió Berlioz con su obra de adoración violenta y, finalmente, Schumann con sus Escenas del Fausto de Goethe (1844-1853), testimonio enormemente impresionante y cautivador de su sincera devoción. También Wagner tocó el tema y no es por mera casualidad que su obra se titulara, como la de Liszt, «Obertura de Fausto, para gran orquesta». Fue escrita en 1840, en París, evitando así toda posibilidad de estar familiarizado con las obras orquestales de Liszt; no obstante, volvió I reelaborarla en 1855, en Zurich, una vez que tuvo conocimiento de ellas. La relación de los dos músicos en cuanto al método no es sólo superficial; está en la esencia de la obra, pues ambos eran revolucionarios románticos. Esta obra nace de la impresión causada por la audición o lectura de la Novena Sinfonía de Beethoven, en la que Wagner, al igual que en otras ocasiones, gustaba de leer un programa que constaba de citas del Fausto, y su obertura comparte con la sinfonía de Beethoven no sólo la tonalidad, lino también un motivo. Desde el punto de vista externo la obra parece una obertura clásica, o bien el primer movimiento de una sinfonía con una ¡nI roducción lenta y un Allegro «muy movido»; pero la unidad de los motivos y la sutileza con que se transforman y entretejen es mucho más martuda que en ningún otro modelo clásico. De forma patente, Wagner representa tan sólo un estado de ánimo, un único momento espiritual de su héroe: El Dios que mora en mi pecho Puede conmover muy hondo las raíces más intimas; Ese Dios, entronizado en el cielo, muy por encima de mí, No puede modificar las fuerzas externas. Y así, oprimido por la carga de mis días, La muerte deseo, y la vida me es maldita. Se describe un estado de ánimo de íntimo pesar. Gretchen está totalmente ausente. No falta el elemento mefistofélico (transformando en staccato un motivo que prefigura al de Beckmesser), pero es algo más bien parecido a un reflejo del alma de Fausto. Sólo que Wagner no sería Wagner ni el resplandor trémulo, transfigurado, «redentor», de una esperanza, no I ni II ara en medio y al final de la composición. Liszt presentó la primera versión en mayo de 1852; y aquí encontramos uno de los ejemplos en que Liszt fue deudor espiritual de su joven amigo. Dándose cuenta no sólo de lo endeble que era la orquestación de esta versión, sino además de la necesidad de alargarla y completarla, Liszt propuso a Wagner introducir un movimiento central: « . . . un movimiento


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tierno, dulce, modulado para el espíritu de Gretchen, melodioso...» 2 2 . La respuesta de Wagner (noviembre 9, 1852) es tan característica de su principio de economía temática que no nos resistimos a ofrecerle a continuación: ¡Con qué limpieza me hubiera cogido en una mentira sí yo quisiera fingir que he compuesto una «Obertura de Fausto»! Muy acertadamente ha dado en el clavo de lo que falta en este caso: ¡falta una mujer! Tal vez usted habría comprendido mi poema-tonal si yo le hubiera llamado «La soledad de Fausto». En una ocasión me hubiera gustado componer toda una sinfonía de Fausto. La primera parte (que ya está acabada) era «Fausto solitario» en toda su anhelante desesperanza y abominación. Lo «femenino» se le aparece sólo como un sustituto de su añoranza, pero no en su maravillosa realidad. Y esta representación insatisfactoria de su afán es, precisamente, lo que en su desesperación hace pedazos. Sólo entonces, el segundo movimiento presentaría a Gretchen, la mujer. Ya tengo el tema para ella, pero es solamente un tema —el resto está sin terminar...—. Si aunque no sea más que por una pizca de flaqueza y vanidad no quiero que todo el Fausto se pierda, tengo que trabajar en ello, pero sólo sobre la modulación instrumental. El tema que usted desea no puede introducirse; caso de hacerlo, la composición sería enteramente otra y yo no lo deseo... Así, pues, dos años más tarde (en 1854), Liszt «hizo» su propia obra, bajo el título «Sinfonía de Fausto (según Goehte)» y con la indicación subsecuente: «en tres escenas características, para gran orquesta, sólo de tenor y coro de voces masculinas». Está dedicada a Berlioz, dato que no deja de tener cierta ironía para nosotros hoy. Cierto que la obra arranca del principio de la idee fixe, mediante la repetición y permutación con las que también Berlioz infundió coherencia musical, intelectual y temáticamente, en un ciclo de movimientos heterogéneos; pero Liszt lleva la aplicación de este principio a un punto que Berlioz no había previsto. Los prototipos de estos tres caracteres musicales —Fausto, Gretchen y Mefistófeles— se remontan más bien a Coriolanus, de Beethoven, o a la obertura Manfredo, de Schumaqn, que constituyen, ambas, dos estudios de carácter, más importantes, sinceros y concentrados que la descripción^que hace Berlioz de su Lelio o de Harold. Cabría objetar que en el primero y segundo movimientos también Liszt «pinta» situaciones exteriores: en el primero, .en el episodio de la exposición (meno mosso, misterioso e molto tranquillo) que precede a la aparición del tema de amor (en Do mayor, affettuoso) y apunta a una escena de encantamiento; en el segundo, en el juego de preguntas y respuestas, cuando Gretchen se dirige a las flores. Y se puede objetar que, en el primer movimiento, Liszt sigue siendo fiel a la forma de sonata y, por tanto, participa del mismo compromiso que reprochaba a Schumann; pero en este movimiento de sonata no se atribuye la función más importante a la sección de desarrollo, sino a la recapitulación, en la cual los temas parecen actuar como sustancias químicas que continuamente participan en nuevas transmutaciones. 22 Carta, octubre 7, 1852.

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En este sentido, el pasaje que constituye una obra maestra es el último movimiento «mefistofélico», que consta enteramente de elementos negativos, de la parodia, distorsión y burla de los motivos de Fausto. UnicaNK'iite los temas de Gretchen son inaccesibles al Mal. Este lado nihilista 68 quizá el más auténticamente «romántico» de Liszt, que había llegado • i la conclusión de que era un rezagado de la generación romántica, alguien ii quien se le había negado la creatividad auténticamente viva. Es el Liszt guya forma de tocar, con toda su magia demoníaca, hubo de reconocer íncluso una artista como Clara Schumann, que no era precisamente una de IUS partidarias (en carta dirigida a Brahms el 5 de mayo de 1876). Desgraciadamente, tres años después (en 1857) Listz añadió o adhirió .i este movimiento un final vocal, para coro masculino y solo de tenor, que quizá deja en el oyente una impresión más conformista, pero que musicalmente no es orgánico con el resto de la obra. Más orgánica es la conclusión vocal, para solo de soprano y coro de contraltos, de la obra del segundo ciclo orquestal de Liszt, «Sinfonía sobre la Divina Comedia de Dante» i I.H55-1856), dedicada a Richard Wagner: un Magníficat para coro de niSos, si es posible fuera de la escena. Pero esta obra presupone unos antecedentes «literarios» y se parece más a un libro ilustrado que la Sinfonía de Fausto, que sigue siendo la obra más característica de Liszt, Restan por mencionar varias obras sinfónicas que se cuentan entre wis producciones más felices porque en ellas se permite el elemento rapidico, se legitima, por así decirlo, y porque al renunciar a un programa ¿(icen hincapié en la conexión de los motivos: sus dos Conciertos para piano, uno en Mi bemol mayor y el otro en La mayor (1848-1849). Es obvio, y no deja de tener cierto encanto, que estas dos obras totalmente ¡dientes de programa, se remontan a una composición «programática»: el i 'iiiirertstück en Fa menor (1821), de Cari Maria Weber, que era una de Isi piezas que Liszt ejecutaba como virtuoso, y que alcanza su punto culminante en una marcha triunfal. Liszt imita a Weber, pero le supera en l,i audacia de la invención temática y en la brillantez de su virtuosismo. El rasgo más característico de Liszt es la forma líbre que integra en una unidad los pasajes de virtuosismo individual con los pasajes cantabile. En mi concierto posterior, la "Danse Macabre, una «Paráfrasis basada en el yíes Irae», Liszt vuelve al programa: el famoso fresco atribuido a Orcagn.i en el Campo Santo de Pisa, el Trionfo della Morte, que le inspira una Ipcesión de variaciones libres. Se trata de una composición en la que vuelve a enlazar con el autor de la Symphonie Y antastique en los pasajes finales de ésta. Los rasgos sinceramente románticos de la composición instrumental de Liszt constan de numerosos ingredientes en una extraña mezcla. El primeÍO de ellos es el mayor parentesco entre la música y la poesía. La poesía i >icsi:a a la música el estímulo con el que ésta, de forma autocrática, hace manto le viene en gana, olvidándose, finalmente, de las fórmulas clásicas 0 clasicistas. O t r o rasgo romántico es la elección del «argumento» — u n |noducto de la «erudición» de este hijo del siglo xix que utiliza toda la literatura mundial y presupone en su auditorio la misma erudición. Pero el


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rasgo más romántico de todos es la fusión del intelectualismo con el éxtasis. Hay inteligencia y maestría en la alegre transformación, inflexión y combinación de los motivos. Pero el impulso que anima a este carácter jovial está cargado de emoción y entusiasmo, de sentimiento y pasión. El oyente queda transportado hasta el infinito, de suerte que para nivelar este estado emotivo extremo se requiere un contrapeso también extremo que conlleve el triunfo anodadante, la exaltación mística y el éxtasis. ¡Qué diferencia con la serenidad de espíritu que nos deja el final de la Sinfonía Júpiter, y hasta con la sublimidad que perdura después de escuchar la Heroica o la Quinta Sinfonía de Beethoven! Ya sabemos que la historia de la sinfonía romántica no concluye con los poemas sinfónicos de Liszt. Paralelamente, y con posterioridad a él, la corriente se divide: algunos de sus contemporáneos abandonaron decididamente esta «fusión» de la música con la poesía, e incluso los partidarios de la escuela neo-germana no quemaron todas sus naves tras ellos en lo que respecta a la cuestión formal. Empecemos por Richard Wagner, el más grande de los representantes de esta escuela y veremos que expresamente y de su propia letra denominó sinfonía a su Siegfried Idyll (18691870); y al hacerlo estaba justificado, pues en nada se parece a un poema sinfónico lisztiano o a una obertura, sino muy al contrario, se trata de un movimiento construido con gran coherencia, en forma libre de rondó, y de una elegancia que sólo suele encontrarse en la música de cámara. La Marcha del Emperador (abril 1871) se remonta más bien a la sinfonía Reformation, de Mendelssohn, en cuanto que contiene fragmentos ni más ni menos programáticos o poéticos que la composición del clasicista romántico. Contamos con evidencias en el sentido de que al final de su vida, Wagner quiso componer obras puramente instrumentales. Ahora bien, en lo que hace al carácter de éstas, los biógrafos difieren muchísimo: hay quien habla de diálogos en un movimiento, de tema y contratema separados; mientras que otro alude a una sinfonía multitemática sin contrastes ni entretejidos. Ninguna de estas dos posibilidades parece muy wagneriana, o enteramente convincente. En todo caso, aquí no nos. estamos refiriendo a un programa inspirado poéticamente. Un sincero seguidor de los misterios de Liszt fue Bedrich Smetana, que asumió con entusiasmo la idea del poema sinfónico; mientras, su joven compatriota Antonio Dvorak, con todo su candor, simultaneaba ambas modalidades, componiendo tanto sinfonías como poemas sinfónicos. Pero ya veremos que un músico tan de cuerpo entero y con una inventiva tan espontánea como Dvorak pertenece mucho más a la música absoluta que a la programática, pues ésta presupone un gusto literario que él no tuvo. Y para citar un ejemplo completamente contrastante, Camille SaintSaéns (1834-1921), parisino exquisitamente culto, del gusto más refinado, compuso igualmente sinfonías y poemas sinfónicos; mientras tanto César Franck llegó a la meta que supuso su Sinfonía en Re menor por extraños senderos: su primer poema sinfónico Les Eolides (1876), inspirado en un poema de Leconte de Lisie, es más bien precursor del impresionismo; mientras que Le Chasseur Maudit (1882, según una balada de Bürger) y

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l.c.s Djinns (1884) y también Psyché (1887-1888) pertenecen a la tradii Ion más inequívocamente lisztiana. Cabe que alguien se sitúe de parte de los neo-germanos —cuando menos externamente y por lo que se refiere a sus afinidades partidistas— y, no obstante, componga puras sinfonías de cuatro movimientos, no programáticas, como hizo Antón Bruckner; y cabe que otro pertenezca al grupo más estricto de los seguidores de Liszt y aun así escriba una auténtica sinfonía en tres movimientos (si bien no muy clasicista), como hizo César Franck. Brahms, un músico postumo El compositor que de verdad es el antípoda de Liszt, no de Wagner, es Johannes Brahms. Liszt fue un compositor que despreció la tradición y, en el sentido más real del término, fue irreverente con el pasado, aunque era un músico demasiado bueno para no dejar de reconocer la grandeza de muchos maestros. Brahms fue cada vez más consciente de la posibilidad de encontrar modelos en el pasado e indagó en él cada vez con mayor iihínco. Liszt fue un rapsoda; Brahms se adhirió desde el principio al fin a la forma aceptable, estricta. Liszt proclamó la fusión de la música con la poesía; Brahms mantuvo secretos todos sus impulsos (las escasas inscripciones que sus obras contienen nos dicen tan poco sobre su contenido real como nos pueden decir el Trío «Kegelstall» y la Misa del «Gorrión», de Mozart). Liszt fue el más europeo o cosmopolita o parisino de todos los músicos; Brahms fue tan nacional, estaba tan inmerso en la corriente ¡Kneral de la tradición alemana que crearan Bach, Beethoven, Schubert, phumann y la canción folklórica alemana, que su eficacia no traspasa ciertos límites. Liszt fue hijo de la cultura de su tiempo, una cultura que para 1 se convirtió en una carga; Brahms fue uno de esos raros músicos del si'o xix cuyos padres fueron sólo músicos, si bien perfectamente acoplados con toda la cultura de su tiempo. Brahms es el más grande de los representantes del movimiento musical romántico que trató de armonizar su creatividad con el pasado, incapaz de olvidar a Bach y Haendel, a Haydn y Mozart, y más que a ningún otro, I Beethoven. Liszt no compuso una sola obra de música de cámara. Brahms intentó demostrar que se podía escribir sonatas, tríos y cuartetos. Wagner consideró la Novena Sinfonía como la obra que cierra una evolución; ' "i-ahms compuso serenatas (no ciertamente lo que en el siglo XVIII se llamaban serenatas) y sinfonías. Y al hacerlo se daba perfecta cuenta del peligro de ser un compositor demasiado tardío, que no pertenecía ya a aquellos felices tiempos en que el músico podía crear en el orden de una sociedad de la que formaba parIr, y el individuo estaba todavía integrado en su comunidad. Wagner y Liszt fueron revolucionarios. Crearon en contra de su tiempo y sólo a la tremenda fuerza de voluntad de Wagner puede atribuirse que no sucumbiera en el empeño, como Liszt, cuya actividad creadora concluyó en una total resignación. Wagner y Liszt eran decididamente incompetentes para


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los puestos profesionales «burgueses». Wagner, que fue durante seis años maestro de capilla en Dresde, terminó en la rebeldía frontal, la huida y el exilio. El carácter especial de maestro de capilla en la corte de Weimar que mantuvo Liszt concluyó con su rendición absoluta ante el mundo de los filisteos y con un profundo sentimiento de repugnancia. En el otro lado, Brahms fue herido en lo más hondo, y toda su vida constituyó para él un motivo de rencor, por el hecho de que Hamburgo, su ciudad natal, no le hubiera ofrecido el puesto burgués al que él se creía merecedor, y nunca le pareció un sustituto aceptable su breve empleo (1872-1875) como director de la Sociedad Vienesa de Amigos de la Música. En términos generales, nunca consideró que el hecho de ser un artista libre fuera una gran suerte, si bien el éxito que alcanzó hizo posible que viviera en la ciudad de Mozart, Beethoven y Schubert los últimos veinte años de su vida. La posición que Brahms ocupa como romántico se debe a la sensación que él tenía de ser un músico postumo. No es que lo creyera así desde el comienzo. Empezó como un romántico verdadero, con su época borrascosa y llena de tensiones, con una juventud impetuosa, como Schumann. Y es el caso que Schumann, que también se había convertido en un «maestro» y se sentía fracasado en el empeño, acogió con entusiasmo al joven Brahms. Las tres Sonatas para piano —las primeras y las últimas que Brahms compuso— son verdaderos ejemplos del romanticismo «Wunderhorn», y entran en la posteridad con Beethoven sin cuya Opus 106, el primer movimiento de esta Opus 1 no hubiera existido. Cierto que el Scherzo en Mi bemol menor es chopiniano pero está libre de cualquier tinte que pueda recordar al salón. Y con su primer Concierto para piano en Re menor (Op. 15) se aventuró a bucear en la forma grande, en la forma sinfónica, y fue acogido con tan poca comprensión por parte de sus contemporáneos como lo fue el Tristán, de Wagner. Cuando el 27 de enero de 1859 presentó su obra ante el público de Leipzig, el fracaso no pudo ser más rotundo. Brahms se sintió muy afectado por el fracaso, pero es dudoso que esta mala experiencia fuera el único factor responsable de que reconsiderara su posición histórica. No tenía el deseo, ni se sentía capaz de abandonar los caminos ya recorridos por los grandes maestros durante más de dos siglos. No sabía componer óperas como Wagner, ni quería escribir rapsodias como Liszt, y también era un músico mucho más responsable que Schumann. La transformación se produjo en él antes de que cumpliera los veinticuatro años. En una carta dirigida a Joachim, con quien por aquella época (junio 1856) solía intercambiar obras de estilo estricto, fugas y cánones, encontramos un párrafo muy significativo: «Ocasionalmente reflexiono sobre la forma de las variaciones y me parece que debo mantenerme más riguroso, más estricto...». Pero los nuevos compositores —entre los cuales incluye a Joachim y a él mismo— «escudriñamos rebuscando los temas... Miramos la melodía con ansia, no la tratamos libremente. La verdad es que no creamos hoy nada nuevo fuera de ella; por el contrario, nos limitamos a sobrecargarla...» Sea cual sea la interpretación de es-

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os recelos, son cuando menos indicativos del anhelo de una subjetividad omántica por el rigorismo y el sentido formal de los viejos maestros. |da vez más, Brahms empezó a odiar toda manifestación de premedita> lón en la actividad creadora; cada vez más añoraba la firmeza que enconir.iba en las obras maestras del pasado, en Beethoven, Mozart y sobre todo, ii Bach. Y, con el paso del tiempo, cada vez más el pasado vino a parecerle un nraíso perdido. Si buscamos al músico que a Brahms, de no haber nacido lan tarde, le hubiera satisfecho ser, no hemos de nombrar a Mozart ni a Beethoven, sino a Schubert. El hecho de que Schubert viviera en Viena 'iir, sin duda, el mayor aliciente para querer respirar el mismo aire. Su Trío para piano en Si mayor, Op. 8, es una composición dotada de la exuberancia, la ingenuidad y la franqueza comunicativa propias de Schuliiii. Nada caracteriza mejor la transformación de Brahms que el hecho §p que recuperara precisamente esta obra para reelaborarla años más tarde —treinta y siete años transcurrieron entre la primera versión (1854) y la II ".mida (1891)— y la sometiera a las exigencias de su madurez. La preH i He obra no puede dedicar el espacio necesario para establecer una cornil.nación analítica entre las dos versiones; baste con citar y suscribir lo ¡¡Jie Hans Gal dice en sus comentarios a la edición completa: «La compaBCÍÓíl entre las dos versiones nos proveería de un material inapreciable püfa el estudio de la técnica de la composición. La reelaboración pone al desnudo, con una agudeza crítica inexorable, todas y cada una de las debiliiliulcs de la obra juvenil, y si bien se preservan los contornos, surte el efecto de una nueva creación. De suerte que como logro creativo y como expresión de una objetividad insuperable de un compositor hacia su propio trabajo, tal vez sea éste un testimonio único para conocer el carácter del artista y del hombre.» Lo que impulsó a Brahms a reelaborar esta composición juvenil fue su sentimiento de responsabilidad hacia las normas de i,i I orina clásica; el pensamiento que le movió a hacerlo se condensa en dos palabras: concentración y simplificación. La transformación de Brahms de partidario de la escuela romántica, de creador «involuntario» a creador «voluntario», a músico que siempre •,e sitúa en una cierta relación con otros músicos, se revela también en otro üisgo esencial: en su tratamiento de la canción folklórica. Ya se ha indi(¡ulo al principio de este libro que es difícil pensar en él desposeyéndole de su veneración casi mística por todo lo «folklórico»: en este sentido fue un músico «Wunderhorn». Veneración que no se apagó nunca a lo largo tic su vida; cuando no tenía más que veinte años reunió todas las melodías de carácter folklórico que pudo hallar en la biblioteca de Schumann, y su cusió por estos tesoros, de origen aparentemente no premeditado, le indujeron posteriormente, al igual que a Liszt, a interesarse en un conjunto de melodías que no siempre estaban libres de vulgaridad —las de los zínl'.nnos de Hungría—. En este primer período «involuntario» llevó la cani ¡ñu folklórica al centro de su invención e hizo de ella un elemento de su in l ¡viciad creadora. El movimiento lento de su Sonata para piano Op. 1, musiste en una serie de variaciones sobre una tonada folklórica que se


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supone de la baja Renania, cuyo modo menor se resuelve al final en el venturoso todo mayor; en las otras dos sonatas juveniles, algo que tiene aire folklórico constituye el núcleo de los movimientos lentos y, por consiguiente, de toda la obra. Posteriormente, a los sesenta y un años, en sus Canciones folklóricas alemanas, Brahms hace nuevamente un arreglo de esta canción de su Opus 1, pero ahora se ha convertido en algo sacrosanto para él, y se limita a añadir un acompañamiento a la melodía. No volvió a utilizarla; había comprendido que él, como compositor «tardío», no podía ser tan ingenuo como los grandes maestros que le precedieron. Hugo Wolf consideró a Brahms un simple copista, y sólo estaba dispuesto a admitir una mínima virtud en su talento: «la de un artesano mañoso... Herr Brahms sabe como nadie variar un tema dado, pero toda su producción no es más que una gran variación de la obra de Beethoven, Mendelssohn y Schumann...» 23. Bien, digamos que el joven compositor, que ya había escrito un Cuarteto en Re menor, podía haber añadido muchos otros maestros del pasado de los que Brahms había compuesto «variaciones», y especialmente Schubert. Pero no está muy claro que fuera sólo un copista. La relación de Brahms con los compositores que le precedieron puede expresarse también de una forma muy distinta. Así escribía Philipp Spitta:

pnta todo aquel que tenga oídos para oír. Dicha relación confiere encanto y atractivo a su obra, sin que pierda en individualidad. El Sexteto para cuerda en Si bemol (Óp. 18) nunca hubiera visto la luz sin el modelo de Schubert; de hecho, más bien pertenece a las composiciones en las que Brahms trata todavía de competir en el mismo plano que los maestros dálleos del período romántico. Los Valses para cuatro manos, O p . 39, siendo mino son schubertianos, muestran ya vestigios de nostalgia por una felicidad desaparecida. El Concierto para violín no hubiera encontrado su forma interna sin el correspondiente ejemplo de Beethoven. El final de este concierto, un tanto «all'ongarese», nos lleva a observar la frecuencia con que Brahms, al igual que Haydn, Beethoven o Schubert, trataba de hacer más elemental alguno de los movimientos mediante la incorporación de un ritmo o melodía nacionales que le infundiera colorido aproximándose HSÍ a ese paraíso perdido de la música. A diferencia de Schumann, Brahms HC ocupó durante mucho tiempo de componer cuartetos, y al hacerlo se nlineaba más junto a Haydn y Mozart que junto a Beethoven. En cuanto u la «originalidad» nunca se preocupó demasiado, y nunca evitó las formúlele — e n consonancia total con los viejos maestros, que sabían muy bien que era imposible lograr un estilo sin fórmulas. La única diferencia conpitía en que Brahms, que dirigía su atención hacia el pasado, no hizo el más mínimo esfuerzo por crear nuevas fórmulas.

Los políticos musicales de nuestros días llaman a Brahms reaccionario... Otros dicen que demuestra perfectamente cómo en estas formas, es decir, las clásicas, todavía puede decirse algo nuevo. No todavía, sino siempre —mientras nuestra música permanezca, así será siempre—. Pues dichas formas se derivan del meollo mismo de la naturaleza de está música y sus contornos no pueden concebirse con mayor perfección. Incluso los compositores que creen haber quebrado las formas cumpliendo así un acto de liberación se sirven de ellas en tanto en cuanto todavía les queda el deseo de lograr una impresión gratificante. No pueden obrar de otro modo mientras persistan la composición y el contraste en música, y lo único que consiguen es actuar más lamentablemente que el que asume la herencia del pasado con todas sus consecuencias y con la intención de utilizarla al servicio de la belleza. Se requiere tesón, desde luego, tanto más cuanto que son muchos los caminos que llevan al final. Weber y Schubert, Shumann y Gade relajaron de muy diversas maneras la firme construcción de Beethoven, y son, en cuanto arquitectura musical, maestros incuestionablemente menores. Trataron de compensar esta deficiencia valiéndose de otras características realmente magníficas, y nadie para quien la música sea algo más que una especie de aritmética sería tan pedante como para mirar con desdén sus flaquezas. Pero dar por supuesto que su intencionalidad constituye los pilares de lo nuevo y de lo mejor es totalmente falso. Los fundamentos han de permanecer invariables, y cada uno construye sobre ellos de acuerdo con sus necesidades. A Brahms le seguirán otros que compondrán de forma distinta. Su cometido tenía por meta la concentración y la unión firme e indisoluble, utilizando todos los medios adecuados al arte de la música como tal2".

Después de mucho pensarlo se decidió a atacar la forma sinfónica — a no ser que se quiera considerar su fatídico Primer Concierto para piano como una sinfonía. Tras medir sus fuerzas en dos Serenatas, empezó a l rahajar en su Primera Sinfonía, O p . 68. ¡Y qué evolución tan significativa la que se da entre su primera y cuarta sinfonías! Hans von Bülow, tardío ¡ulmirador de Brahms, que desertó de las filas de Wagner y Liszt, acuñó una frase desdichada al referirse a su Sinfonía en Do menor como «la Décima». La verdad es que mantiene sólo una cierta relación con Beethoven, y la cualidad que la sitúa en la línea directa de sucesión de la sinfonía «clásica» se refiere únicamente a la concentración y maestría de su estructura, sobre todo en el primer movimiento. La Segunda Sinfonía tiene carácter pastoral. La Tercera, la más personal de todas, es pseudo-heroica. Y la última pasa de un aire de balada a una nota de resignación fatídica, B una Danza de la Muerte medieval en forma de Chaconne. Tal es el camino seguido por Brahms el romántico: los inicios bravios, la percepción de la grandeza y de la felicidad imperecedera del pasado, la penosa renovación de esta felicidad, y la resignación del hombre que había nacido demasiado tarde. Y a lo largo de todo su transcurrir, la concentración, la simplificación, la maestría fueron aumentando progresivamente hasta llegar a sus obras prostreras, entre las que las últimas piezas para piano v el Ouinteto de clarinete hablan con los acentos más cristalinos.

En la obra de Brahms el romanticismo se deriva de su relación con el paraíso perdido de la música clásica, y no hace de ello ningún secreto

Bruckner, sinfonista religioso

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Musicalische Kritiken, diciembre 7, 1884. Philipp Spitta, Zur Musik (Berlín, 1892), págs. 416 y sigs.

Antón Bruckner (1824-1896) era casi diez años mayor que Brahms, pero su desarrollo fue más lento y su influencia se puso de manifiesto mu-


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cho más tarde; sin embargo, no hay duda alguna de que ocupa un puesto preminente en la historia de la música romántica. Su romanticismo no le viene del hecho de haber bautizado a una de sus sinfonías, la Cuarta, como «Sinfonía romántica», sino que sus nueve o más sinfonías —pues hay dos sin numerar— representan todas ellas, de la forma más nítida y magnífica, un aspecto del romanticismo, el que nace de la concepción mística del sonido. Pero se trata de conocer los lazos que le unen a los románticos, pues fue muy distinto a todos y con todos puede contrastarse. De origen rural, también es hijo de un maestro como Schubert, pero a diferencia de éste, y más aún de Weber, Berlioz, Schumann y Wagner, fue siempre «noliterario»; el estilo y contenido de sus cartas es obsequioso, y lo último que cabe esperar de él es que pueda dar cuenta de su arte desde un punto de vista intelectual o estético. En este sentido fue sucesor y heredero del Schubert compositor de sinfonías y música de cámara. La formación contrapuntística que Schubert no llegó a dominar, Bruckner la obtuvo del mismo profesor Simón Sechter y la obra de Bruckner justifica por sí sola el tipo austríaco de misa del nuevo siglo. Su nombre se escribe con letras llamativas en los escudos de Wagner y los wagnerianos en contra de Brahms, pero tenía tan poco en común con Wagner y los neo-germanos como con su oponente Brahms. Aceptaba el espíritu de su tiempo sólo en tanto en cuanto su arte sería inconcebible sin el precedente de Beethoven y, sobre todo, de Schubert, y sin la gran orquesta sinfónica del siglo xix que él hizo suya; por lo demás, su obra —al contrario de la postuma obra de Brahms— es casi intemporal. Bruckner asumió tranquilamente la gran forma de cuatro movimientos de las sinfonías beethovenianas y de la Sinfonía en Do mayor de Schubert y volvió a llenar sus contornos con un contenido enteramente suyo y puramente musical. Bruckner no experimentó, ni mucho menos, el impulso «programático», si bien en dos de sus obras, las Sinfonías Cuarta y Octava, realizó un torpe intento para indicar el «contenido» con unos cuantos epígrafes. Un manuscrito de su Cuarta Sinfonía, que Bruckner corrigió minuciosamente y que se conserva en la Columbia University de Nueva York, nos da una idea de la naturaleza de estos epígrafes. El primer movimiento lleva el título «La aurora asoma por el ayuntamiento» (Tagesruf vom Rathauste); el Scherzo, «La caza» (Jagd), y el Trío, «Música para la cena de los cazadores en el bosque» (Tafelmusik der Jáger im Walde). En la realidad, no obstante, su arte sinfónico nada tiene que ver con estos temas ingenuos y banales, sino que surge del mismo manantial que su música sacra —del sentimiento religioso—. Los movimientos lentos, y lo mismo los movimientos iniciales y finales, son casi siempre un acto de reconciliación con el Señor. Las relaciones temáticas y simbólicas entre sus sinfonías y las Misas y su Te Deum se perciben con facilidad. En esos primeros y últimos movimientos no hay Presto, y ni siquiera Allegro; no existe pasión; su aire es siempre el de festival, de procesión, de movimiento en silencio, pero ese aire no tiene la emoción del colorido personal. El elemento religioso y el sentimiento naturalista convergen en lo místico y hacen posible situar

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I Bruckner en el trono de la teosofía musical. Y todo esto lo consideramos romántico: la música más pura dentro de los contornos tradicionales, pero conectada con un misterio, que se hace palpable a los sentidos en la radiante sonoridad de la tonalidad de las cuerdas, y especialmente la de los instrumentos de viento, llena de crescendos poderosos que concluye casi siempre en un halo sonoro, casi barroco, del coro de los metales, tierna y monumental a la vez en todos los aspectos armónicos y melódicos. La evidencia de los opuestos, de la unidad bipolar del período romántico nos la da el hecho de que tanto Brahms como Bruckner vivieron y crearon en la misma ciudad de Viena y al mismo tiempo, y que compusieron sus sinfonías más o menos por los mismos años —la Cuarta de Brahms entre 1876 y 1885, y las ocho que concluyó Bruckner (la Novena carece de final) entre 1868 y 1886. El que en medio de la floración del movimiento romántico que se veía a sí mismo hendido, enfermo, y se consideraba transgresor de la forma, todavía pudiera nacer el arte sinfónico monumental, intacto e intemporal de Bruckner, constituye una de esas maravillas que la historia nos ofrece.


Capítulo 12 Música sacra

Música sacra protestante: Mendelssohn Mediante sus sinfonías, su música de cámara y sus composiciones para piano, Beethoven señaló el camino a los románticos. Pero, sobre todo, Beethoven fue un maestro de la música instrumental. Los románticos destacaron y aún sobreenfatizaron esta preferencia o parcialidad y confiaron a la forma instrumental, como medio más universal de la música, sus pensamientos más íntimos y profundos. Constituye una de las paradojas del período romántico el hecho de que el receptor de estas confesiones íntimas fuera cada vez más incapaz de sentir la fuerza de las mismas a menos que estuviera presente una gran masa de público. A medida que la dificultad técnica de las sinfonías y de las obras de cámara iba aumentando, la música tendía cada vez más a pasar a la sala de conciertos. Incluso en la música para piano se estableció una diferencia entre las piezas intimistas y las obras para virtuosos; y aunque esto era algo que ya estaba presente en Beethoven, cada vez se hizo más manifiesto. El campo de batalla de la música romántica era la sala de conciertos y el teatro de ópera. Ya no lo era la casa de Dios, donde, desde un principio, la iglesia protestante había estado en desventaja con respecto a la iglesia católica, en razón de que los protestantes no tenían una forma de servicio divino umversalmente válida, de expresiones litúrgicas fijas. Lutero había marcado [a tónica, seguida por otros líderes de la Reforma, de que la regla del servicio divino debía pertenecer a aquellas partes de la nueva fe en las que prevalecía la libertad total. El calvinista utilizó la libertad evangélica para .suprimir o reducir al mínimo las formulaciones artísticas y musicales de la liturgia. Al final del siglo xvm y principios del xix, cuando el movimiento romántico europeo conmovía todas las ramas del pensamiento, no encontró ya ningún terreno fértil en estos campos yermos —independientemente de que la música religiosa propiamente dicha es un terreno reservado a la tradición y no muy apto para el progreso. Y el caso es que habría habido 157


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lugar para la creación, en el sentido romántico del término, en las múltiples ramificaciones de la iglesia anglicana, o incluso en las iglesias donde prevalecían principios fundamentales menos estrictos como, por ejemplo, la presbiteriana. Desde los inicios, y dentro de este marco, la forma musical más libre y personal había sido la antífona. En el período romántico —época victoriana— hubo varios exponentes, muy atractivos, de esta modalidad de la música sacra: Thomas A. Walmisley (1814-1856), y especialmente Samuel S. Wesley (1810-1876), el primero amigo de Mendelssohn y ambos admiradores de J. S. Bach. Y no creemos ser injustos al referirnos a ellos como músicos creativos bastante valiosos pero no exactamente grandes, si bien se separaron un tanto de lo meramente tradicional. Destinadas a Inglaterra, Mendelssohn compuso tres «piezas sacras», O p . 69, para coros a cappella con solos. La más bella de ellas es la tercera, un Magníficat. Mendelssohn fue también quien más claramente puso de manifiesto la escisión que, durante el período romántico, se había producido en el seno de la música religiosa protestante. En los centros luteranos como Sajonia, Prusia y Württemberg, el siglo x v m se había sentido cada vez más desconcertado por el ornato musical del servicio divino. Por un lado, estaba el Pietismo que, al ser más espiritual y sensible que la vieja y seca ortodoxia frustraba cualquier intento de acompañar la celebración del servicio divino con la brillantez de la música; dicho sea de paso, con la tenaz oposición de J. S. Bach. Y, por otra parte, también estaba aquella enfermedad del siglo x v m : el Racionalismo, que si bien no desterró las manifestaciones más extremas de sentimentalismo, sí impidió cultivar adecuadamente el arte religioso. Al viejo Bach con sus grandes cantatas, motetes y Pasiones, le siguieron Philipp Emanuel Bach, Cari Heinrich Graun, y Johann Adam Hiller, con sus composiciones sentimentales; y al citarles a ellos creemos haber mencionado a los tres compositores más destacados entre un gran número de músicos. El período romántico se dio cuenta de este momento de decadencia y comprendió su causa fundamental: la multiplicidad y la falta de unidad en las reglas tradicionales de la liturgia divina. Pero no podía producirse una unidad que no tuviera cabida en el nuevo espíritu, y para hacer esto posible tenía que ocurrir una renovación interna y auténtica de la vida religiosa y eclesiástica. De manera que los románticos se limitaron a situar el tema dentro del marco de la restauración histórica. Federico Guillermo IV de Prusia, el «romántico en el trono real» fue quien se aplicó a la tarea. Citando como precedente a Lutero, pero negándole su tolerancia en cuestiones artísticas, ejerció sus prerrogativas como cabeza de la iglesia dentro de sus territorios y procedió a unificar el servicio divino. Como quiera que el espíritu creativo escaseaba, regresó al pasado o, por mejor decir, a dos etapas del pasado, con sus representantes, mutuamente excluyentes: a Johann Sebastian Bach y a Palestrina. Puesto que las preferencias musicales del rey tenían un matiz católico y consideraba a la música sacra, puramente vocal, de Palestrina, el único género auténtico y autorizado, hubo por aquel tiempo en Berlín una escuela que pudo declarar solemnemente haber «penetrado hasta tal punto en el espíritu y en la técnica de aquel

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maestro del estilo vocal puro como para llevar a dicha música a un segundo florecimiento» 23 . Hasta el mismo Mendelssohn hubo de hacer su ofrenda ante el altar p este entusiasmo por lo antiguo, principalmente en los salmos y motetes 11 impuestos para el coro de la catedral de Berlín. Cierto que en ellos siguió menos el modelo de Palestrina que el de los venecianos de alrededor de 1600, e incluso del compositor posterior, Benedetto Marcello. Pero la jgflndeza de J. S. Bach impresionaba tanto a Mendelssohn que no pudo (distraerse al intento de impulsar la música religiosa protestante mezclando MII propio estilo con algún rasgo de Bach. De estas tentativas nacieron sus grandes composiciones de los salmos al modo de cantatas, con gran orquesta, incluso inusitadamente grande. Fue un error, aun cuando correspondan l sus obras más sentidas y más artísticas, y sean obras maestras en lo que |e refiere al equilibrio entre estructura y sonido. Mendelssohn no pudo encontrar un nuevo estilo de música sacra protestante, ni siquiera basándose cu Bach, uno de los compositores más individualistas de todos los tiempos, .'.¡ii una transformación total de su propio estilo y sin lograr superar todo lo que era arcaico. Razón por la cual, estas composiciones de Mendelssohn carecen de raíces y son extrañas tanto para la sala de conciertos como para un escenario litúrgico imaginario; aunque nada de esto impidió que enconI ni tan un sinfín de seguidores. Finalmente, al acabar el siglo —procedente también de Prusia y, lo que es más característico, dirigido por Rochus von Liliencron, un historiador de gran renombre— se estableció un esquema, musical estricto para el servicio evangélico divino que se dirigió a los I miipositores pidiéndoles que lo llenaran de contenido.

Música sacra católica: Berlioz Para la iglesia católica todo fue mucho más fácil. Su liturgia era muy n 11 ligua, y desde sus mismos cimientos prohibía toda manifestación de independencia. Además, este marco rígido no sólo era válido para Roma o ptfllia, sino para toda la cristiandad católica. Y, sin embargo, y aun dentro de esta unidad, no todo era uniforme; por el contrarío, había cierta tolerancia tanto para las peculiridades estilísticas nacionales como para la expresión más personalizada. En el transcurso de dieciocho siglos la Iglesia nunca había hecho el menor intento por poner trabas a la música religiosa. Sólo en unas pocas ocasiones —la más famosa de ellas, el Concilio de Trcnto— había tratado de eliminar algunas excrecencias, supuestas o reales. Durante los siglos xvii y x v n i dejó que la música siguiera su curso, una cuando no faltaron ocasiones para intervenir; sobre todo, cuando tuvo |lgar el llamado «descubrimiento» de la monodia, se inició una época de música sacra concertada en la que el músico fue incorporando a la iglesia las formas profanas de la música —sonata, cantata— y llenando los sagra25 Friedrich Spitta, «Neuere Bewegungen auf dem Gebiete der evangelischen Kirchenmusik», en Peters-Jahrbuch für 1901, pág. 20.


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dos lugares de solos, dúos, coros concertante, con expresión subjetiva. La religio musical, la relación musical con lo divino, se convirtió en algo que no era de ningún modo distante. No se piense ni por un momento que no faltaron las protestas contra esta música religiosa católica «secularizada», sobre todo desde comienzos del siglo XVIII. Pero dichas protestas sólo adquieren un tinte romántico a principios del siglo xix; el elemento romántico en este cuadro consistía asimismo en un retorno al pasado, al estilo del siglo xvi que se suponía un estilo a cappella, el único que se consideraba ideal y conveniente para la música sacra. Palestrina se convirtió en un ídolo. Y no es simple casualidad que pasado 1817, Alexander-Etienne Choron (1772-1834) fundara su Institution Royale de Musique Classique et Réligieuse que revivió el gusto por la primitiva música religiosa, cuyo espíritu aun estaba vivo y era influyente en sus discípulos Niedermeyer y Lafage. Ni tampoco es una casualidad que en 1828 apareciera la gran monografía crítica — o mejor sería decir nocrítica—• de la obra de Palestrina, debida a Giuseppe Baini; y que en 1825 el jurista y músico aficionado, A. F. Justus Thibaut, publicara una comunicación Sobre la pureza del arte tonal, que toma partido a favor del siglo xvi contra los siglos xviii y xix, con un espíritu más riguoroso y exclusivo que el biógrafo italiano. Nótese que todo esto se hacía contra los siglos XVIII y xix, pues donde imperaran Palestrina y Victoria no había lugar para la música religiosa de Mozart, Haydn y Beethoven, brillante y concebida de modo sinfónico. Cabría comparar las tendencias de estos puristas románticos de lf música religiosa con las de los llamados Nazarenos en el campo de la pin tura: hombres que habían arrojado por la borda tres siglos de desarrollo y querían regresar a los ideales de Rafael y de los pintores anteriores a él. La única diferencia consiste en que los músicos eran menos radicales y fa náticos que los teorizadores. En Munich, Kaspar Ett (1788-1847) y Johann Kaspar Aiblinger (1779-1867) compusieron música sacra con orquesta, jim tamente con imitaciones más o menos arcaicas de estilo de Palestrina: mientras que en el Norte, su colega prusiano-protestante, Eduard Augrisl Grell (1800-1886), consideraba el nacimiento de la música instrumenlal como un fenómeno degenerativo y aceptaba como válida únicamente la música a cappella pura. Además, durante la segunda mitad del siglo, a ION «Nazarenos» de la música sacra les reemplazaron los «Cecilios», que teníij su centro artístico y erudito en Regensburg. El debate sobre la música re ligiosa de los maestros clásicos adquirió entonces un matiz más polémico, incluso en Alemania del sur. Esta música sacra de segunda mano, al estilo nazareno, tuvo el mérito de satisfacer en alto grado las necesidades prácticas de la liturgia en \.viglesias grandes y pequeñas, mientras que las obras de creación de los músicos románticos eran inservibles para la liturgia o se utilizaban única mente en rarísimas ocasiones. Beethoven con su Missa Solemnis dejó un buen ejemplo de ello, y Berlioz, en especial, se dio perfecta cuenta de quí las dos obras suyas de este tipo, la Grande Messe des Morts (Op. 5) y el

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•i Deum (Op. 22), sólo eran audibles si se daba la acción concertada de I recursos más insólitos de la música. Esta característica se explica por hecho de que ambas son piezas ocasionales: el Réquiem tiene origen en encargo del Ministerio del Interior francés, que deseaba celebrar un (gno servicio religioso en honor de los que habían muerto en la Revoluiin de 1830; y el Te Deum debe su creación a la idea de prestar un es11; i rio musical digno al recuerdo del regreso de Napoleón de la campaña liana. No fue culpa de Napoleón I I I que no se repitieran ocasiones pa[das en los años 50. El elemento romántico en la composición de las dos i r . consiste en haber sido concebidas desde un punto de vista arbitrario Llbjetivo, y si constituyen ejemplos de «música de estado» lo son única• ule en el mismo sentido que las grandes composiciones para festivida'. religiosas de los últimos venecianos, Giovanni Gabrieli o Giovanni Para los viejos maestros, dichas composiciones suponían únicamente orden especial que exigía una capacidad artística insólita. Berlioz, en nil>io, estallaba en fuego romántico: «El texto del Réquiem fue para mí i presa largo tiempo codiciada que por fin tenía entre mis manos, y soI l;i que me abalancé con una especie de furia. La cabeza estaba a punto estallarme por el esfuerzo de mi mente en ebullición...» 2 6 . Y a su herlíia le escribía (17 de abril 1837): « H e puesto sumo cuidado para domi0' el tema: durante los primeros días la poesía de la Prose des Morts me loxicaba y me exaltaba a tal punto que nada lúcido se aparecía ante mi ii'.uiniento; mi cabeza era un torbellino y a ratos sentía vértigos. La erupII está ahora bajo control, la lava ha vuelto a discurrir por su cauce y, n la ayuda de Dios, todo irá bien. ¡Es algo grande!» En la realidad, fue Ico grande» para solo de tenor, coros mixtos, una gran orquesta princiI y otras cuatro complementarias, situadas en los cuatro balconcillos del -1 nario ""', que intervenían en el inicio del Tuba mirum, en la descripción l;i resurrección de los muertos y en las llamadas que preceden al juicio ni, Pero también fue desde una óptica personal la obra principal de Beri auténticamente romántica —del romanticismo francés, sin duda—, n su mezcla de naturalismo, en el empleo de las sugerencias litúrgicas, i ios acentos de lirismo encendido y en los contrastes entre la orquesta • Vnda al máximo, la magnificencia de los coros y la intimidad extrema. El Te Deutn, obra posterior (empezada en 1849 y concluida en 1855), más armoniosa, sobre todo si se prescinde de los dos movimientos insiiementares (el Preludio y la Marcha), que compuso únicamente en considi I.H ion a la primitiva intencionalidad militar. Aun así, en la primera audi• ion Berlioz volvió a necesitar la presencia de más de mil participantes, BUC8 junto al doble coro dispuso un coro más, de seiscientos niños. Tras ¡y representación calificó la obra de «colosal, babilónica, propia de NíniIji,,, con un final más importante aún que el del Tuba mirum de mi Re'" Mémoires (París, 1870), cap. 46. Se refiere a los «paraísos» (heavens) de los teatros isabelinos situados al fonIr' v encima del escenario (N. del T.)


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quiem». Y lo cierto es que este himno coral constituye una de las evidencias más sorprendentes del individualismo romántico del siglo xix y a la vez una de las obras con mayor fuerza de toda la música sacra católica. Sólo un católico francés podía haberla escrito, pero en ella, lo mismo que en la Messe des Morís, este católico se permitió las mayores libertades en cuanto al texto y en cuanto a la forma de agrupar dicho texto —en el Réquiem llega a insertar parte del Ofertorio—, de suerte que sus obras resultaban inservibles para el oficio litúrgico. Más adelante veremos, en el Te Deum y en las Misas de Antón Bruckner, de qué manera un católico auténtico trata los textos litúrgicos sin perder su libertad creadora. Liszt: «La cristiandad dilettante» El ejemplo más significativo de lo que se ha llamado «cristiandad dilettante del siglo xix», es decir, del movimiento romántico, es Franz Liszt. Muy al principio de su carrera el gran virtuoso empezó a interesarse por el problema de la música sacra, y en el segundo volumen de sus escritos (1887) se incluye un documento «Sobre el futuro de la música religiosa» —que data de 1834, el mismo año de Paroles d'un Croyant, de Lamennais— donde se lamenta de la decadencia de la religión, y se duele de que: El arte ha abandonado el santuario del templo, y al expanderse ha tenido que buscar en el mundo el escenario para sus nobles manifestaciones. A menudo —en realidad algo más que a menudo—, la música debe reconocer en Dios y en el pueblo su razón de ser; ha de acudir a uno y otro para ennoblecer, consolar y castigar a la humanidad y para bendecir y alabar al Señor. Pero para alcanzar este objetivo es indispensable recurrir a una nueva música. Esta música, que a falta de otra califica ción debemos llamar humanística (humanitaire) debería ser solemne, fuerte, vigorosa y, en una relación colosal, debería unir el teatro con la iglesia; ser dramática y santa a la vez, espléndidamente franca y sencilla, ferviente y ceremoniosa, libre y ar diente, tormentosa y sosegada, apasionada y nítida... ¡algo que fuera el fíat lux del arte!

Palabras en las que ya se percibe la escisión interna que acompañó du rante toda su vida al apasionado artista y entusiasta católico; escisión que había de ser todavía más ostensible en su propia música religiosa. ¡Música humanística y sacra, unión del teatro con el templo, fusión de lo drama tico y lo santo! Se da uno cuenta de que está leyendo una definición del Réquiem de Verdi, donde gracias a la incomparable naturalidad de Verdi, el músico, y a la incomparable sinceridad de Verdi artista, dicha escisión se obvia con éxito. Pero con Liszt la solución se complica debido a su c<> nocimiento del canto gregoriano y a su inclinación franciscana por la si'm plicidad más extrema. No empezó a componer este tipo de obras hasta no dar cima a su programa de 1834 y lo hizo, por ejemplo, con una Misa para coros masculinos a cuatro voces y órgano (1848, pero muy reformada en 1869), una mezcla de declamación simple con una calidad de cantabilc, de arcaísmo con éxtasis romántico, a la vez que utilizaba el lenguaje gix

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goriano en el Gloria y el Agnus Dei. La Missa Choralis (1865) es obra muy similar que originalmente fue para coro mixto a cappella, pero posteriormente la dotó con acompañamiento de órgano dándole un carácter más estrictamente contrapuntístico. Liszt llevó a cabo su programa juvenil en sus dos grandes misas instrumentales, pero ya no tan incondicionalmente como en su juventud. La más modesta de ellas es la llamada Misa de la coronación húngara, compuesta para el servicio festivo con motivo de la coronación de los Habsburgo como teyes de Hungría, en la iglesia de San Mateo, en Buda, el año de 1867., liszt no quiso que su obra se presentara en una sala de conciertos y permil ¡ó incluso reducir la orquesta, de por sí no muy numerosa, para cualÍuier posible presentación futura. Pero se equivocó, ya que la efectividad c esta misa reside en sus marcadísimos contrastes: un Christe, «invoca'oi'», de los solos, dentro del marco de un Kyrie pomposo y solemne, y un redo casi declamado, con apenas adornos y simplemente acompañado por I órgano, que Liszt tomó de la Messe Royale, de Henry Du Mont (16101684), entre los movimientos extáticos, subjetivos, gimientes y estruendo108 para coros e instrumentos (el Ofertorio). En el Agnus Dei que —como ni Beethoven— se inicia con un solo de violín, están siempre presentes unas sugerencias, apenas perceptibles, de algo así como música zíngara o itana. Todavía más esplendorosa, sobre todo en la instrumentación, que siempre comprende un arpa, aun más unificada y totalmente dentro del espí'ltu de su manifiesto de juventud, es la Missa Solemnis compuesta en 855 para la consagración de la basílica de Gran, sede del Primado de "ungría, en 1856. El 2 de mayo de 1855, Liszt escribía a Richard Wagtt: «Durante estas últimas semanas he estado totalmente dedicado a mi isa, que concluí ayer. No sé cómo sonará, pero sí puedo decir que en ella he puesto más oración que escritura». A propósito del Kyrie de su Missa Solemnis, Beethoven había dicho: «¡Desde el corazón mismo! ¡Puede toen r el corazón de nuevo!» Vemos en esta frase la diferencia característica entre el clásico, para quien no hay la menor duda de que la misa es oración, y el éxtasis romántico que ha de poner énfasis en ello. La obra giHtñtesca —gigantesca, aunque más reducida y compacta que la de su predecesor Beethoven— es lo contrario a todo lo ceciliano: la orquesta, conpbida sinfónicamente y recurriendo a menudo al leitmotif, sirve de fondo para el texto litúrgico y lo unifica, de forma apasionada y dramática, no para reposar en el Señor, sino para luchar con él. Y entre estas obras dramáticas, extáticas y litúrgicas, están también las muy numerosas composiciones religiosas, grandes y pequeñas: entre las iiue, una vez más, debemos mencionar su versión del Salmo 13, para solo de tenor, coro y gran orquesta (compuesto después de su Gran Misa, en B55), como el más ferviente y dramático: «... la parte de tenor es muy importante; yo mismo he cantado esta parte y la propia aparición del rey David, en carne y hueso, me ha inspirado» (29 de agosto 1862). Un músico del siglo xvn podría haber dicho otro tanto, caso de que en el siglo xvn Bitas confesiones espontáneas fueran corrientes. En tal sentido, estas gran-


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des misas de Liszt, con su fuerza instrumental, recuerdan obras como la Misa Mayor para 53 voces, de Orazio Benevoli, compuesta con motivo de la consagración de la catedral de Salzburgo (1628). La única diferencia estriba en que este esplendor barroco era ingenuo, mientras que el esplendor romántico es extático; y el éxtasis, repetimos, es la huida del músico romántico al catolicismo, tal como si se entregara a los brazos maternales, seguros y acogedores, tras tantos años de indiferencia e incluso de duda, duda e indiferencia de las que ninguno, ni aun Liszt, estuvo libre. De haber sido un artista protestante habría abrazado el catolicismo, como lo hicieran en otro momento los poetas católicos alemanes Zacharias Werner y Clemens Brentano, pero puesto que había sido bautizado en la iglesia católica, se convirtió en el «abate Liszt», tal vez buscando hallar en Roma algo así como una especie de defensa contra la superabundancia de su virtuosismo, que venía a ser una afirmación de la existencia; afán en el que no siempre Liszt tuvo éxito ni en su vida ni, afortunadamente, en su arte.

Música sacra al estilo romántico: Gounod y Franck

Una réplica a Liszt, casi tan atormentado como él por el conflicto, tan trágicamente tenso, aunque de una estatura algo inferior, es Charles Gounod (1818-1893), que puede tomarse como ejemplo entre tantas figuras menores que perpetuaron el conflicto. En su juventud estuvo mucho tiempo vacilante entre el sacerdocio y la profesión de músico y aun cuando ha pasado a la posteridad sobre todo como el autor de Marguérite y de Romeo et Juliette, hasta el fin de su carrera continuó siendo un fervoroso creyente, como lo atestiguan sus dos obras tardías, tipo oratorio, Rédemption (1882) y Mors et Vita (1885). Su última composición (1893) es un Réquiem, y una de sus primeras (1841), una Misa a tres voces para coros con orquesta. En total compuso no menos de quince misas, junto con otras obras religiosas —misas de todo tipo: a- cappella, con simple acompañamiento de órgano, con acompañamiento de orquestas, entre ellas las tres Missae Solemnes, incluso una Misa sólo para orquesta con voces ad libitum. Encontramos en Gounod idéntica combinación de factores que en Liszt: conocimiento del canto gregoriano; familiaridad con el estilo de Palestrina, y voluntad de ser moderno. Tomemos, por ejemplo, su Messe Solennelle de Sainte-Cécile, que es la más conocida y fue compuesta el mismo año que la Gran Misa de Liszt. ¿Es eclesiástica? He aquí un rasgo significativo: no sigue exactamente el texto. «Entre cada uno de los tres párrafos del Agnus que canta el coro», explica Gounod, «he situado una frase, para voz sola, con las palabras Domine, non sum dignus, que he pensado podían interpolarse por ser las que en el oficio corresponden exactamente a la comunión. La primera vez canta la frase un tenor que representa al hombre, cuya apesadumbrada conciencia se presenta con expresión que tienen un toque de penitencia; la segunda vez se confía a la voz de soprano, en una forma ligeramente modificada,

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y representa al niño, temeroso y mucho más confiado, debido al sosiego que nace de su inocencia. En cuanto a la instrumentación, la obra se basa en una composición para violines con sordina implorando misericordia, y en el momento del Dona nobis pacem, la orquesta casi enmudece, a fin de favorecer el recogimiento, y permanece así hasta la comunión» 27. Puede verse que esta misa no es del todo eclesiástica, ya que la liturgia no permite este tipo de interpolaciones. La Misa tiende al catolicismo, pero no es católica propiamente dicha. A pesar de algunos movimientos como el Credo, grandiosos y unificados orquestalmente, es poética, subjetiva y lírica; es decir, música sacra al estilo romántico. Lo mismo puede decirse, en términos generales, de las obras religiosas del gran organista de Sainte Clotilde, César Franck (1822-1890), que también compuso una Rédemption (1871-72), que es un «entregarse» a la fe, no un permanecer en ella, reflejo del ardiente afán del ser humano por buscar su salvación, y del músico por encontrar su estilo. En las composiciones religiosas de César Franck aparecen esos cambios de expresión, flaccidos y un tanto profanos, que son irreconciliables con la auténtica música sacra, con el respeto debido a lo divino. El catolicismo auténtico: Bruckner, Rossini, Verdi

El gran compositor de música sacra del período romántico es Antón Bruckner, aunque —o quizás por ello— nunca se puso a pensar sobre los requisitos estéticos de la música religiosa. Como maestro y organista que era, se crió en la Iglesia, cuyo espíritu y cuya liturgia fueron el aire que él respiró. Todavía se escuchaban en las iglesias del norte de Austria las misas con acompañamiento instrumental de los compositores clásicos, como Haydn, Mozart y Beethoven, y también de Schubert. Además, Bruckner estaba bastante familiarizado con las obras de las épocas de Palestrina y Gabrieli; entre ellas parecen haberle causado una profunda impresión las composiciones de Jacobus Gallus, personaje inquieto y más bien sombrío. Pero Bruckner no compuso música religiosa «postclásica» o romántica al estilo de Schubert; ni tampoco música arcaica al estilo de Palestrina, sino que, como ya hicieran Haydn y Mozart, continuó tratando sus temas en forma sonata, tanto en las misas sinfónicas como orquestales: así, la Misa en Re menor (1864, revisada en 1876), v la Misa en Fa menor (1867-68, revisada en 1890), sobre todo en los pasajes del Gloria y el Credo, que son difíciles de unificar. De forma bastante característica, dentro del Gloria pensó en el Quoniam como una especie de repetición; y en su Misa en Mi menor para coro de ocho voces con instrumentos de viento (1866, revisada en 1885) se encuentran efectos arcaicos, incluso en la calidad modal. 27

y sigs.

Cita tomada de Camille Bellaigue, Gounod, 3.a edc. (París, 1919), págs. 57


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Pero, a diferencia de Liszt o de Brahms, Bruckner no experimentaba conscientemente la relación entre él y sus predecesores. «En él», ha dicho Ernst Kurth, «se observan los efectos de aquel sentimiento elemental que prevalecía en las antiguas misas francesas y holandesas, en la reforma de la música por Palestrina, en las escuelas veneciana y romana, y en todos los cambios acaecidos en la música religiosa italiana y alemana con acompañamiento instrumental, desde el Renacimiento y el Barroco austríaco hasta la época clásica. Este sentimiento elemental se hizo en él operativo posibilitándole para ajustar las cuentas con sus predecesores clásicos, por lo que hacía a la forma, y para reconciliar aquel antiquísimo espíritu eclesiástico con el del movimiento romántico. La posición histórica de Bruckner, en toda su dimensión, y su penetración ascendente desde la sensibilidad místico-medieval hasta la más acusadamente romántica, en ninguna otra faceta se ven de modo más claro que en su música religiosa—» 28. En otras palabras, la mezcla de los elementos estilísticos —el coral, el ideal a cappella, el clasicismo, el. romanticismo—, es tan personal, tan ingenua, refleja tan poco lo que aparenta, que todavía excede a la del arte sinfónico de Bruckner, como una maravilla intemporal. Estas misas las compuso un mortal que sufría hondamente, animado por una religiosidad profunda; un ser humano perfectamente consciente de ser hijo de Dios escribió el Te Deutn (1881) y el Salmo 150 (1892, su última composición religiosa). Y, sin embargo, el elemento personal o aparentemente subjetivo se presenta de una forma tan simbólica que nos parece tan «católico», tan necesario, como lo es en Josquin o en Gombert. Y esto es válido a pesar de todos los «modernismos», entre los cuales los más chocantes son los «efectos armónicos superrrománticos, inundados de cromatismo», los pasajes de unisonancia monumental del coro y las figuraciones con acompañamiento «primitivo». El talento contrapuntístico de Bruckner también es nuevo — a la vez que viejo—. Se trata de un arte que es más bien de combinación temática, con idea de conseguir climas fervientes e intensos. Cierto que esta música religiosa tiene la calidad romántica, y sólo podía escribirla un compositor a quien le hubiera tocado vivir en el siglo XIX; pero, al mismo tiempo, se superaba el romanticismo. Una maravilla de índole parecida se produjo en la historia de la música religiosa italiana. No es un mero accidente, sino tal vez un caso de evolución arqueológica o filológica, que durante el primer cuarto de siglo y en el mismo lugar donde vivió el maestro, apareciera un biógrafo y panegirista de Palestrina. Pero la verdadera renovación del espíritu en tólico, en el más escéptico de todos los países, se debe a uno de los grandes poetas de la Lombardía, Alessandro Manzoni, que fue el polo opuesto de otro poeta de una región vecina, Vittorio Alfieri, quien sólo se ocupó de temas clásicos y del Antiguo Testamento. Manzoni, en tanto en cuanto autor de tragedias como II Conté di Carmagnola y Adelchi, fue un imitador de las tragedias históricas de Shakespeare. En los Imui 28

Ernst Kurth, Bruckner (Berlín, 1925), pág. 1190.

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Sacri («Himnos sacros», 1815), su intención fue la de «tratar de los sentimientos auténticamente humanos, grandes y nobles que con tanta naturalidad brotan de la religión, y devolverlos a su origen». Finalmente, cu su novela histórica I Promessi Sposi (1827), Manzoni dio a Italia y ni mundo entero la gran obra de arte católica que inmediatamente todos los países de Europa imitaron. El renacimiento espiritual católico también se adueñó de los músicos, sólo que no adquirió la misma expresión que tuvo en Liszt y en los demás compositores del Norte. En este sentido, Italia estaba demasiado aislada antes de su unificación cultural. Además, musicalmente hablando, era el país de la ópera por excelencia, dedicado a ella intensa y exclusivamente, y muy poco —excesivamente poco— dado a la sinfonía y a la música de cámara, de modo que no le era fácil cultivar otro estilo que el operístico, incluso en la música religiosa. En 1808, Rossini compuso un Gradúale para tres voces masculinas concertadas, que constaba de un Allegro en Re, un Ave Maria para tenor en Si mebol con obligado de fagot, y una Alleluia como cierre. En 1847 compuso un «Tantum Ergo», que incluso el incondicional Radiciotti describe como sigue: «La música de la primera parte no es muy distinta de una romanza profana, y no le faltan las semicorcheas ni los tresillos». La segunda parte, el Allegro, es una verdadera marcha, con sus episodios» 29. Pero a este sentimiento verdadero le iban muy bien este tipo de pagos operísticos y al pasar el tiempo las dos principales composiciones religiosas de Rossini, el Stabat Mater (1832, reformada en 1841), y la Pctite Messe Solennelle (1863), obtuvieron una valoración más justa que la que les dispensó el siglo xix. Por ejemplo, el Stabat Mater tuvo la crítica más feroz, en el peor de los estilos periodísticos de Heine, por paite del entonces jovenzuelo Richard Wagner, crítica que era tanto más infame cuanto que Wagner posiblemente no conocía la obra. Caso fle rechazar este Stabat Mater, lo correcto sería unirse a los Nazarenos y rechazar también toda la música sacra de los siglos x v n y x v í n , incluidas la de Bach, Haendel, Haydn y Mozart, pues Rossini sólo hablaba el lenguaje que le era natural. Si algo hay que lamentar es, más que nada, que cierre dicha obra — q u e no sirve para fines litúrgicos, sino más bien para la edificación religiosa—• con una doble fuga excesivamente pomposa. Cierto que en las nueve secciones anteriores incluye «arias», i «cavatinas», un «cuarteto» y una «canción y coro», pero ello no excluye en modo alguno el pensamiento más profundo y la originalidad más sublime, sobre todo en los dos pasajes a cappella (núms. V y I X ) . Y lo mismo puede decirse de su Petite Messe Solennelle para solistas, Coros, dos pianos y un armonio, que Rossini llamó el último pecado mortal de su vejez {le dernier peché mortel de ma vieillesse). Sentía de forma punzante el problema de si todavía era posible una música religiosa auténtica en el siglo xix, como se pone de manifiesto en su bien conocida G. Rossini (Tivoli, 1927-1929), III, pág. 254.


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dedicatoria al «Dios amado», que tras la farsa y el lenguaje desenfadado oculta la intención más grave: «¡Dios amado! Aquí tienes esta pobre y humilde misa. ¿He compuesto una música que es sacra o sólo música sacra? Yo nací para escribir opera buffa, ¡bien lo sabes! Pocos conocimientos contiene, pero sí hay en ella un pedazo de mi corazón. Así, pues, alabado seas, Señor, y permíteme entrar en el Paraíso». Incluso el título, Petite Messe, es una de las bromas de Rossini, pues toda la obra es de carácter monumental y en ella lo «culto», lo concertado, lo arcaico y lo operístico, se mezclan en un todo infantil que conmueve y convence al oyente. Al morir Rossini, el 13 de noviembre de 1868, Giuseppe Verdi propuso al editor Ricordi que un grupo de compositores italianos escribieran su Réquiem, asignando a cada uno de ellos secciones distintas, Réquiem que se podría interpretar en el aniversario de la muerte de Rossini en San Petronio de Bolonia a fin de «mostrar lo querido que para todos nosotros es este hombre cuya pérdida el mundo entero lamenta». El propio Verdi compuso la parte final, Libera me domine, que es la única que todavía se mantenía viva como cierre de la Misa de difuntos que años después escribiera Verdi en memoria de Alessandro Manzoni (núm. 22, mayo 1873) y que se presentó un año más tarde en San Marco de Milán. Verdi, al igual que Rossini, no pensó nunca alterar el lenguaje que le era natural para hacerlo más «eclesiástico» o estilizado. Este Réquiem, donde los solistas desempeñan un papel más importante de lo acostumbrado y la orquesta habla con tanta expresividad como en Berlioz o en Listz, o en las propias óperas de Verdi, es obra del más puro sentimiento, de la sinceridad más entrañable y de una verdadera maestría, donde el humanitarismo y, consecuentemente, el espíritu católico alcanzan las cotas más altas. También en este caso el romanticismo ha sido superado en todo lo que tiene de escisión, de máscara, de añoranza de un pasado mejor. Nada lo demuestra más palpablemente que la crítica que hace el wagneriano Hans von Bülow, quien al informar sobre su estreno en Alemania, aplicó a Verdi frases como las de «desmoralizador topoderoso del gusto artístico italiano», quien con su Réquiem «encuentra fastidiosos para su ambición los últimos rescoldos de la inmortalidad rossiniana y, presumiblemente, espera eliminarlos». Von Bülow calificó la obra di Verdi como «la última ópera con ropaje eclesiástico», y la fuga que la cierra como una composición «de una laboriosidad tan diligente, a pesar de los muchos rasgos infantiloides, absurdos y de mal gusto, que muchos músicos alemanes se llevarán la gran sorpresa al escucharla». Unos veinte años después, el propio Hans von Bülow escribió a Verdi muy contrito por esta «barbaridad periodística» (bestialitá giornalística) de la que se había arrepentido cientos de veces, que sin duda había cometido en un estado de locura, de confusión mental o ciego fanatismo, de «supermn hometanismo wagneriano». Cuanto Verdi había alabado en los Promesa Sposi —que era un libro tan auténtico como la verdad misma— puede aplicarse a su propio Réquiem. Su tema es la Muerte: la Muerte como

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objeto de terror, descrita en todo su frenesí en el Bies Irae; la Muerte, i orno una especie de agente emancipador, como amiga y consoladora, Como se presentó en otra época en la inmortal canción, y en el inmortal cunrteto de cuerda de Schubert. No están presentes ni la «redención» ilt- Wagner ni el éxtasis de Liszt. Todos los elementos estilísticos heterogéneos —murmullos litúrgicos, crescendos teatrales, construcciones en forma de inga (hay una especie de fuga doble en el Sanctus), lirismo conCeCtante—, se han fundido y están dominados. Una vez más, al final mismo de su vida, Verdi hizo su aportación al repertorio religioso, donde su exacto conocimiento del viejo estilo y Í.II indiferencia hacia él se hacen nuevamente patentes en sus Quattro Pczzi Sacri, compuestas durante los años anteriores a 1897. Dos de Bitas piezas, un Ave María y las Laudi alia Vergine Maria (con texto del Dante), aunque ambas son a cappella, no pueden ser más distintas entre NÍ. La primera de ellas está en «scala enigmática», y en un estudio al Etilo de los experimentos de Willaert y Rore, con los que Verdi no esinba ciertamente familiarizado. La segunda es una canción tomada de este mundo, para coro femenino a cuatro voces. El Stabal Mater y el Te Deum pata coro y orquesta corresponden, por su ternura, fuerza, condición y maestría, a un estilo donde lo personal, lo objetivo, lo confeppnal y lo eclesiástico se funden en una sola cosa. Si la música sacra podía renovarse con un nuevo espíritu, tendría que ser en estas compoMi iones debidas a un gran maestro heterodoxo.


Capítulo 13 f *11 oratorio

Mriulclssohn y Schumann El romanticismo fue un movimiento que tendía hacia el catolicismo; iniisecuentemente los textos litúrgicos ejercían una fascinación misteriosa ni. luso en autores no católicos. Robert Schumann no compuso ni una mihi pieza, fuera salmo o modete, con destino a la Iglesia protestante; per» al final de su vida, en la ciudad de Dusseldorf de la Renania católica, escribió una Misa en Do menor (Op. 147) y un Réquim en Re bemol mayor (Op. 148), ambos en 1852. La primera la dirigió él mismo no en una iglesia, sino en una sala de conciertos, pero nunca llegó ii escuchar el segundo. Son dos obras de tendencia católica más que dos ii imposiciones puramente artísticas en la tradición de la Misa en Re mayor de Beethoven y del Réquiem de Mozart. En -la Misa, Schumann [legó incluso a respetar la adoración de la Virgen María, que el período i "Mtantico favoreció, al elegir el «Tota pulchra est» como texto para su 1 ifcrtorio; y en el Benedictos introdujo las palabras «O salutaris ostia». I [o perseguimos ahora analizar artísticamente esta obra —es fácil encontrar • ii los trabajos sobre este tema que todas las críticas fueron favorables—, lino su estilo, en el que vemos una mezcla romántica de libertad, interiorización, y arcaísmo, que se manifiesta más en el empleo de métricas antiguas que en los giros gregorianos del fraseo. En general, sin embargo, los músicos no católicos se resintieron del I meo apoyo que sus iglesias las prestaban en el aspecto de una liturgia lija. De modo que se pasaron al campo del oratorio para el que Haendel I. s había ofrecido el gran modelo o, mejor sería decir, los grandes molidos. Ahora bien, en su primer oratorio: San Pablo (1836), Mendelssohn dio muestras de la influencia de Haendel, mezclada con la de Bach, o para ser más precisos, con la Pasión según San Mateo, de Bach. Muy «i/íiiificativamente, las dos últimas obras de Haydn, con su nuevo sen171


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timiento por la naturaleza y su piedad infantil, apenas influyeron en él. De modo que, tras una detallada consulta, por parte del compositor, con sus amigos entendidos en teología, concluyó este oratorio basado en el texto bíblico simple y puro. Se trata de una obra para sala de conciertos, aunque, empezando por la obertura, la coral desempeña un papel decisivo —la coral sin congregación de fieles; además, es una obra con turbae fanáticas, las «multitudes» de las Pasiones— sobre todo en la primera parte, que se refiere a la historia de los sufrimientos del primer mártir, San Esteban. Finalmente, es una obra con recitativos, cavatinas, ariosi, paráfasis corales, números corales libres y estrictos, llena de bebezas melódicas, corales y orquestales, dentro de un marco que es estilísticamente imposible —una producción típicamente romántica. Diez años más tarde, Mendelssohn concluyó su segundo gran oratorio, Elijah, y, una vez más, se apegó al texto bíblico, pero ahora con una historia del Antiguo Testamento y con dulces sugerencias del elemento coral. Aquí se acerca más al Haendel de Deborah que al Bach de las Pasiones. Por ejemplo, una escena importante, la competición de los profetas hebreos con los sacerdotes de Baal, está fielmente imitada de una escena de Haendel. Se trata de una obra de la mayor pureza estilística, de la nobleza y espiritualidad más sublimes, esta vez más clasicista que romántica, que sirvió como modelo para el oratorio inglés de todo el siglo xix. Según Sir George Grove, los oratorios de Mendelssohn llegaron a Inglaterra «no como extranjeros, sino como los hermanos menores del Messiah y de Judas Maccabeus—; estamos orgullosos de ellos, como si se hubieran producido o presentado, hace mucho tiempo, en Inglaterra; apelan a nuestro amor nacional por la Biblia y no hay duda de que tienen muy merecida esa posición, próxima a Haendel, que Mendelssohn ocupa en Inglaterra» 30. El amor británico por la tradición es el causante de que este modelo mantuviera su validez demasiado tiempo y de que la marea revolucionaria del período romántico no se sintiera, por lo que hace a esta faceta, en Inglaterra (ni en otros lugares) hasta una época que está allá más de los límites de la presente obra. Percy A. Scholes31, testigo intachable, ha aseverado que «la gran mayoría de los oratorios ingleses de finales del siglo x v m y del xix, eran meros ejercicios académicos o ejemplos populares de lo que puede llamarse (ahora que los autores ya han muerto) munición para los coros. Sirvieron a su époc;t y a su generación y después cayeron en el olvido —casi en la misma proporción que las óperas italianas y alemanas, o las sinfonías alemanas de este período (o de cualquier otro)». O bien podemos dar por terminado este tema con la observación de Ethel Smith 32, otro testigo autorizado: «Todos los años, sin faltar uno, los compositores del Círculo In timo, que generalmente pertenecen a la Universidad y están adscritos a 30 31

32

A Dictionary of Music and Musicians, 1879. The Oxford Compartió» to Music, 3.a ed., pág. 653.

As time Went On (Londres, 1936), pág. 172.

13. El oratorio

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nuestras instituciones musicales, fabrican una obra coral tras otra —no es infrecuente que sean mortalmente aburridas— y ayudados por el espaldarazo de la aprobación oficial saltan automáticamente a la programación de nuestros festivales y sociedades corales, y después que el editor se hace cargo de la publicación y ésta produce algo para los compositores, desaparecen para siempre». Hay otra obra de Mendelssohn, en el género del oratorio, que es un acierto completo incluso en lo que respecta a su relación con Haendel o Bach y está asimismo exenta del peligro de imitaciones ramplonas. Se trata de un «oratorio profano» que Mendelssohn llamó «balada», La primera noche de Walpurgis (Op. 60), compuesta en 1831-32, principalmente en Italia, concluida en París y reformada muy considerablemente diez años después. El poema es de Goethe y le fue ofrecido a Zelter que, naturalmente, no supo qué hacer con él; se trata de un producto del odio latente que Goethe abrigaba en contra de la «Cruz». En las ideas que se leen entre las líneas de una carta dirigida a Mendelssohn el 9 de septiembre de 1831, Goethe se expresaba de forma tan oficiosa como le era posible: «El poema está concebido dentro del espíritu de un alto grado de simbolismo, pues en la historia del mundo continuamente hay que recurrir a una situación en la que algo antiguo, con sólidos fundamentos, perfectamente probado y reconfortante, al tener que hacer frente a las innovaciones, sucumbe aplastado, se arrincona y desplaza, y si no es destruido, sí al menos se encierra en los lugares más recónditos. La fase intermedia en que todavía el odio puede —y con toda probabilidad debe— reaccionar, se representa aquí con bastante exactitud, y un entusiasmo gozoso, inconmovible, estalla una vez más, claro y radiante». Posiblemente nadie saque la conclusión de que esta cosa «antigua y con sólidos fundamentos» es el paganismo del Norte, y que una de las innovaciones a las que tiene que hacer frente es a la Cristiandad que nace. Todas las simpatías de Goethe son para este paganismo. El propio Mendelssohn (22 de febrero 1831) explica la génesis de esta composición para coros, solistas y gran orquestas: «Desde que estoy en Viena, he medio compuesto la música para La noche de Walpurgis, fiero todavía no me encuentro con ánimo para escribir la partitura. La obra va tomando cuerpo; será una extensa cantata para gran orquesta y hasta es posible que produzca una impresión cómica, pues al principio hay muchas canciones de primavera; después cuando los guardianes meten ruido con sus tridentes, púas y escobas, se añade el estruendo de las brujas, y usted sabe que yo no soy muy ducho en estas artes; seguidamente, aparecen los druidas y su ceremonia del sacrificio, en Do mayor, con tambores; a continuación otra vez intervienen los temblorosos guardianes, y entonces introduciré un coro animado y como sobrenatural; y al final, toda la canción del sacrificio. ¿No piensa usted que resultará un nuevo tipo de cantata?» Ciertamente que sí resultó «un nuevo tipo de cantata», por lo que hace a las obras vocales de Mendelssohn, algo intermedio entre los ora-


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torios y los salmos que ocupa la misma posición que la obertura de las Hébridas, o el Concierto para violín entre sus obras instrumentales. Robert Schumann, sin embargo, al componer sus oratorios, no se alinea junto a St. Paul o Elijan, sino que prefiere esta profana Noche de Walpurgis cuyo estreno escuchó el 2 de febrero de 1843, en Leipzig. La única diferencia consiste en que Schumann, de acuerdo con su naturaleza lírica y de tendencia sensual, no puede ni pensar en estos temas paganos o en los atrevimientos clásicos: su imaginación precisaba de la inspiración romántica. Entre 1843 y 1851, por la misma época que se gestaban Tannhaüser y Lohengrtn, Schumann se inspiró en tres oratorios, cuya idea fundamental, la «redención», muestra el profundo arraigo que este tema tenía entre los románticos. El primero y el último de estos oratorios, El paraíso y la Veri (Op. 50, 1843) y El peregrinaje de la rosa (Op. 112, 1851), adolecen ambos de la dulzonería y el sentimentalismo de la poesía: el primero tomado de halla Rookh, de Thomas Moore, y el tercero basado en los versos de un oscuro poeta, elección que es difícil de comprender en una persona de la sensibilidad poética de Schumann. Wagner, libretista dramático de instinto certero, captó, nada más ver el texto que le enviaron, la debilidad inherente a esta última obra. En una carta a Uhlig, fechada el 31 de mayo 1852, escribía: «¿Por qué no hay alguien que cuelgue una composición como ésta de Schumann por su base misma, es decir, por la horripilantez apabullante de su poesía?» Pero no está justificado al continuar: «... y ahora preguntamos: ¿quién puede haber que se inspire en un texto tan mediocre para componer una gran obra y cuál puede ser, por ventura, el contenido de dicha música?» Pues lo cierto es que Schumann acertó a poner una de sus mejores músicas incluso a estos textos. El paraíso y la Perí se centra en la cautivadora figura de una Peri errante a quien sólo se le volverán a abrir las puertas del Paraíso cuando logre llevar el «don más inestimable del cielo». La Peri fracasa dos veces en sus intentos, pero las lágrimas de un pecador arrepentido hacen posible el milagro. ¿Dónde estaba el acierto del texto o del tema? Se debía a la limitación en el cambio de escenario, la apelación directa a la fantasía musical, que Schumann siguió con gran audacia para ser éste su primer experimento en el género del oratorio. Se da una alternancia libre entre los recitativos, los solos y los coros: todavía son «números», pero ya están íntimamente unidos mediante el «leitmotif», si bien éste también se utiliza libremente. Y, sobre todo, hay en la orquesta un trémulo brillo oriental que con su magia y ternura sobrepasa incluso a Weber. El peregrinaje de la rosa, que Schumann denominó un «cuento de hadas», pertenece —por su idea fundamental— al género de las obras redentoras, como Hans Heiling, de Marschner, o Lohengrin, de Wagner, en las que un ser elemental quiere conocer la felicidad y el dolor humanos. Más que germánica, es popular y representa un tipo limitado del romanticismo musical alemán, análogo a la Undine, de Lortzing, con relación al Freischüíz de Weber.

IV El oratorio

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El «oratorio» intermedio entre las dos composiciones mencionadas fue Escenas del Fausto de Goethe (1844-53). Como en la Peri, no se hizo mención expresa para asignarlo a un determinado tipo, pero en él Schumann utiliza las palabras de uno de los poemas más excelsos de líi literatura. De forma muy significativa, empezó por la tercera y última parte: la «redención», la «transfiguración» de Fausto, a la que ni siquiera Goethe supo darle otra forma que no fuera proclive al catolicismo. Sólo más tarde añadiría Schumann las dos primeras secciones, cada una de las cuales consta de tres escenas, de las que la primera podría llamarse «Gretchen» y la segunda «Momento supremo y muerte de Fausto». La obertura, que fue lo último que compuso, representa el primer monólogo de Fausto. Schumann tenía que confiar a la orquesta la siguiente esCena, del jardín, o suprimirla por completo, pues de lo contrario, e inevikiblemente, caía en el terreno de lo operístico. Por otra parte, sólo rligió las escenas que precisaban música y que con ella se transfiguraban. I especialmente en la Parte III lo que era irrepresentable se hizo ciertamente representable; lo suprasensible se hizo palpable. Cierto que al coro final le falta vigor («con el sacrificio de mis últimas fuerzas», escribió Schumann en su revista), y esta tendencia a hacer perceptible lo imperceptible lleva el sello de Schumann más que el de Goethe. Con todo, estas escenas representan la unión más lograda de la música con el poema, Pie ya había atraído a Beethoven, y que fue objeto de interés por parte cíe todos los representantes del período romántico musical. Cuando Schumann se planteó un problema cuya solución era fácil para su naturaleza lírica tuvo éxito, y logró componer una obra maestra rotunda: Réquiem para Mignon, tomada de Wilhelm Meister, de Goethe (Op. 98b, 1849) para coro, solistas y orquestas. Y cuando el tema era sobre una personalidad con la que congeniaba, y el texto de un tipo de poesía menor que Fausto, como ocurre en Manfredo, de Byron (Op. 115, 1848-51) —obertura, recitados con acompañamiento y coros— el resultado fue igualmente convincente. Liszt contribuyó para conseguir la primera representación escénica de esta obra, y durante el intermedio se interpretó la obertura de Fausto, de Wagner. Pero la música de Schumann es tan intimista y apela a la imaginación de una forma tan pura y contundente que puede considerarse que pertenece al género del oratorio y es la última y más grandiosa representación de toda una modalidad artística que había tenido en la Ariadne, de Georg Benda, un comienzo bien clásico.

El oratorio: evolución de una forma híbrida Desde el principio al fin de su historia, el oratorio presenta una apariencia notable rutilante. Remontándonos hasta el siglo xvi, vemos que su historia es más antigua que la de la ópera y, consecuentemente, su tradición es también más porfiada. Su evolución alcanzó un climax con Haendel y durante el siglo xix se repuso una y otra vez, revitalizándolo.


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Como en Haendel, la temática del oratorio romántico pertenecía mitad al ámbito religioso, mitad al profano o histórico; la única diferencia estribaba en que en Haendel lo profano se limitaba a la antigüedad clásica: Hércules, Alcestes, «El festín de Alejandro», mientras que en los oratorios románticos se enriqueció con lo fantástico y con toda la esfera de lo histórico. Además, desde finales del siglo xvn en adelante, mediante la eliminación gradual del testo o narrador, el oratorio se aproxima a la ópera hasta el punto de confundirse con ella. Incluso en Haendel hay unos niveles de utilización del coro que diferencian sus obras basadas en temas clásicos. Adriana y Admeto pueden reconvertirse en oratorios; Theodora o Athalia, en óperas; mientras que Acis y Galatea era posible en ambos géneros. El oratorio es una forma híbrida. Baste con citar los títulos de los oratorios de Cari Loewe (con quien nos encontraremos más adelante) para ver hasta qué punto se mezclan lo «profano», lo histórico y la religioso; por una parte, están La noche de Walpurgis, una balada; El casamiento de Thetis; Los siete durmientes; John Huss; Gutenberg; Palestrina; de otro, los temas procedentes del Antiguo y Nuevo Testamento, como La serpiente avergonzada; Los apóstoles; La reconciliación del Nuevo Testamento; La canción de Salomón; La curación de los ciegos de nacimiento; ]uan Bautista, y la Resurrección de Lázaro. A veces lo histórico se funde con lo religioso, como en la Destrucción de ]erusalén. Partiendo de los temas históricos fue posible, mediante un tratamiento dramático más estricto, desembocar en la ópera. La confusión romántica de la forma se vuelve todavía más extraña cuando a ella se añade la influencia de la música instrumental. Romeo y Julieta, de Berlioz, es una obra híbrida a caballo entre la sinfonía y la cantata, y la Condenación de Fausto se ha considerado desde el punto de vista de la sinfonía, del oratorio, o de la ópera. Con todo, el oratorio romántico conservó su carácter devoto y edificante en un grado alto; hecho que se debe a la secuela de los oratorios de Haendel, en especial del Mesías, y a los efectos de dos compositores de oratorios alemanes, Spohr y Mendelssohn, particularmente influyentes en la Inglaterra victoriana. Baste con recordar el éxito de Sí Paul (Dusseldorf, Liverpool, 1836), o de Elijach, que se compuso expresamente para Inglaterra (Birmingham, 1846). Pero Mendessohn tuvo predecesores y contemporáneos que rivalizaron en el éxito, como Spohr —El juicio final (Cassel, 1825, Norwich, 1830); Las últimas horas de Salvador (Norwich, 1842)—, o Friedrich Schneider —El día del juicio (1819), El diluvio (1823)— y Sigismund Neukomm —David (Birmingham, 1834)—. La serie continúa en una sucesión inacabable hasta llegar a Michele Costa, Eli (1855) y Naaman (1864), y a Sullivan —El hijo pródigo (1869), y La luz del mundo 1873). Incluso Berlioz podría incluirse en esta serie por su Infancia de Cristo y su Trilogía sagrada, Op. 25, concluida y estrenada en 1854. Pero Berlioz sólo pertenece al oratorio de una forma aparente. El detractor di Bach y Haendel, el compositor no-histórico e incluso antihistórico, piv

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tende en esta ocasión confundir a su público y, en especial, a sus críticos (esos «buenos gendarmes de la crítica francesa», como él los llamaba). Atribuye la composición a un autor aparentemente olvidado, que en realidad se inventa, de la época de Luis XIV, Mystére de Fierre Ducré, executé pour la premiere fois en 1679. Y siguiendo el engaño, Berlioz incluso se pone a trabajar para componer coros en forma de fuga, y piezas en modos supuestamente arcaicos. O cuando menos creía que lo estaba haciendo así al abandonar la tonalidad básica de Fa sostenido menor de la obertura en la segunda mitad de la obra, escrita con anterioridad, u fin de lograr el «clima melancólico, algo simple, de las antiguas baladas folklóricas». Comoquiera que Berlioz no sólo odiaba todo lo histórico, sino que lo ignoraba totalmente, la obra no fue en realidad la parodia de un estilo como pretendía ser, sino algo tremendamente original, personal y moderno. El único modelo que quizás tuviera Berlioz en mente pudo ser el compositor Le Sueur, a quien adoraba, con sus oratorios pastorales Ruth et Naémi (1810) y Ruth et Boas (1811), y sus óperas, una de las cuales se. divierte jugando, de un modo muy infantil, con la melodía feáega antigua. A pesar de los coros de ángeles, la composición de Berlioz es de un realismo tiernamente cautivador. De forma muy significativa oiniíc de la Natividad la escena de la nochebuena, y prescinde del naturalismo meramente teatral, como ocurre en la caracterización que hace de I ícrodes. Lo que a Berlioz le importaba se muestra en las escenas orquestales de la composición: la marcha nocturna que constituye el telón de I olido para un diálogo entre los soldados romanos, una «sugerencia cabalística de los adivinadores» con un ribete de misterio grotesco, una pastoral para el idilio de «Pausa en el vuelo» y una «danza infantil lenta». Todo parece estar inspirado más por la poseía de la primitiva pintura [tiliana que por la fantasía creadora, un reflejo del aspecto religioso en el alma de un artista. La mezcla de elementos operísticos y dramáticos con los procedentes del oratorio y la sinfonía es la misma que en la Condenación de Fausto. También Franz Liszt hizo incursiones en el campo de la devoción ron sus oratorios. Pero a diferencia de Berlioz no intentó confundir al mundo, ni ponerse una máscara; por el contrario, le impulsaba en parte tt componer una necesidad íntima, y en parte su amiga la princesa Carolina Sayn-Wittgenstein, católica romana apasionada. Como compositor "parisino», sin embargo, también procede de Berlioz. En ambas compo¡íciones, la Leyenda de Santa Isabel, escrita entre 1867 y 1862, y Christus (terminada en 1866), no sólo la orquesta, sino la música instrumental propiamente dicha, desempeñan un papel muy importante y casi independiente. La primera de ellas contiene una marcha militar y otra fúnebre y una tormenta —de hecho, se ofrece la opción de cerrar la obra con una apojposis puramente sinfónica. La «Leyenda de Isabel» es una composición típicamente romántica por su tema, que se relaciona muy de cerca con li/iryanthe, de Weber, y con Genoveva, de Schumann —la Edad Media.


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Las Cruzadas, la inocencia perseguida (sólo que esta vez no por un amante demoníaco, sino por una suegra endemoniadamente despótica), y su final piadoso. También es típicamente romántica por sus dudas entre ser oratorio o drama, porque mediante la adecuada reducción de la orquesta y los coros puede llevarse a la escena y, de hecho, desde 1881 se ha representado con cierta frecuencia. Digamos incidentalmente que en esta irresolución entre el podio del concierto y el escenario, «Santa Isabel» tuvo continuación en las «Operas sacras» de Antón Rubinstein: El paraíso perdido, según Milton, Op. 54; La torre de Babel, Op. 80, etcétera. Es evidente que al eliminar al narrador, el género se había vuelto equívoco e híbrido. En «Santa Isabel» se combinan los elementos piadosos y la teatralidad operística hasta en la caracterización de la figura principal, a la que se presenta como santa mediante un motivo litúrgico, y como princesa húngara recurriendo a un motivo all'ongarese. Pero, en general, predomina lo piadoso, lo transfigurado, lo extático. El Christus, de Liszt, constituye un ejemplo bastante puro del romanticismo católico, es decir, catolizante. Nace de un núcleo central concebido litúrgicamente, concretamente de una composición basada en las Bienaventuranzas, escrita a modo de Gradual, en forma antifonal antigua (solo y coros). Este núcleo central se desarrolla en un oratorio triple con escenas imaginarias: Navidad, post-Epifanía y Pasión y Resurrección; y en él, el elemento orquestal tiene asignado un papel tan importante que a menudo, como ocurre en la escena del Monte de los Olivos («Tristis est anima mea»), parece como si la palabra no tuviera más función que la de dar paso a una pieza de descripción psicológica concebida sinfónicamente. Por otra parte, Liszt recurre más que nunca a los efectos un tanto arcaicos del canto a cappella. Nada puede darnos una idea mejor de lo que es la música devota romántica o neorromántica, que establecer la comparación entre este oratorio, concebido con grandeza y realizado con sumo cuidado y con gusto exquisito, y el Mesías, de George Friedricli Haendel, que se centra sobre la misma figura y está también concebido en forma de tríptico. Vemos en Haendel la profunda interiorización tic un hombre libre y piadoso, un clima trágico y heroico, mientras que Liszt pone énfasis en la escena de la fundación de la Iglesia («Tu est Petrus») y en el milagro (la tormenta en el mar), está presente en él el éxtasis del catolicismo amanerado, junto a su extremo contrario, la simplicidad franciscana. Podríamos hablar, asimismo, del contrate entre lo clásico como elemento masculino y lo romántico como elemento femenino, entre lo sano y lo enfermo. Tanto por su temática como por su estilo, el oratorio se mueve dentro del ámbito que le señalaron Liszt, Berlioz, Mendelssohn y Schumann, Una simple enumeración de los títulos basta para darse cuenta del puesto que corresponde a César Franck, cuando menos por lo que hace a los temas que elige. Se sitúa junto a Berlioz y Liszt en Ruth, égloga bíblica (1843-46), La torre de Babel, oratorio breve (1865), La Redención, poema sinfónico (1871-72), Las bienaventuranzas (terminadas en 1879) y Rebeca, escena bíblica (1881), oratorio de carácter pastoral y tendencias cató-

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liras con todas las mezclas de cromatismo armónico y orquestal características del período romántico. Incluso Gounod, a pesar de varias cantatas profanas con orquesta, se inclina de este lado con su Redro el ermitaño (1853), Tobías y el ángel (1854), La Anunciación y La Natividad (18711872), La Redención (1882) y La vida y la muerte (1885). Los músicos alemanes eran de. mentalidad parcialmente profana y parcialmente «lisztiana»: Max Bruch empezó con la balada La bella Elena (1886) y continuó con Odysseus (1871-72); Félix Dráseke empezó con una composición sobre lo escena de la Pascua del Fausto, de Goethe; Joseph Joachim Raff compuso un «concertante» para coro, piano y orquesta, La hora del día final, al estilo de Haendel o Haydn, pero terminó con una extensa obra n la manera de Berlioz y Liszt, El fin del mundo —Juicio— Nuevo mundo (1879-80, representada también en Leeds en 1883). Una obra como Odysseus 'es señal de que el movimiento romántico volvía otra vez a la anligiiedad, pero este retorno ya no estaba inspirado en el clasicismo reverente del siglo xvni, sino más bien en la «erudición indiscriminada» y carente de instinto del siglo xix, que escudriñó en todos los géneros de la literatura mundial en busca de ideas.

Brahms Brahms, músico alemán y no católico, no supo o no quiso acometer la tarea de componer una Misa o un Te Deum; de modo que escribió un Réquiem alemán (Op. 45, 1866, con un quinto movimiento añadido en 1868), y una Canción de triunfo (Op. 55, 1871). Esta última, según el texto del capítulo 19 de la Revelación, para coro de ocho voces y orquesta, v, como todas las obras patrióticas, fue compuesta sólo «para la ocasión». Por esta vez, Richard Wagner no andaba del todo equivocado al burlarse del compositor que se había puesto «la peluca del Aleluya», de I [aendel. Pero como prueba de que incluso de la relación con Bach y Haendel puede nacer una obra grande y personal queda el Réquiem alemán, en el que Brahms tradujo a la realidad una idea de Schumann —el esquema de esta obra se encontraba en el «libro-de-proyectos» de Schumann. Cierto que la «relación» de Brahms con los viejos y grandes maestros —incluso con autores anteriores a Bach y a Haendel— es un rasgo de carácter de esta obra que nos choca hoy más y nos es más penoso de lo que fue para sus coetáneos, mientras que, por otra parte, y, en su conjunto, este Réquiem constituye uno de los debates con la muerte más suprimes y personales, tanto más sublime y personal cuanto que Brahms no dependía de lo litúrgico o lo gregoriano como era costumbre en los músicos católicos. Partiendo de la Primera noche de Walpurgis, de Mendelssohn, y de Schumann, Brahms compuso unas cuantas obras corales de carácter menor: una de ellas basada en Rinaldo, de Goethe (que, con todos los respetos, hay que reconocer que es bastante mediocre), para tenor, coro de hombres y orquesta, Op. 50; la rapsodia Han Journey, de Goethe, para


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contralto, coro masculino y orquesta, Op. 53; 'Naenie, según Schiller, Opus 82, que es también una especie de Réquiem clásico; la Canción de las parcas, de Iphigenia, de Goethe, Op. 89, y la primera de todas estas piezas, además de la más pura y la más bella, la Canción del destino, para unas estrofas breves y espléndidas de Friedrich Holderlin, de hechura clasicista que se hace romántica, porque en ella, la orquesta sinfónica tiene la última palabra, y porque la música pura, «absoluta», es capaz de expresar la idea cuando falta la palabra.

Capítulo 14 La canción

Sus limitaciones en Italia y en Francia En la canción romántica se legitimó la fusión de la música con la poesía, una fusión que, en la sinfonía romántica, siempre había sido cuestionable y problemática. La canción no tiene el carácter híbrido del oratorio; tampoco tiene por qué supeditarse a toda esa multitud de elementos externos y tradicionales que acompañan a la ópera. Consecuentemente, (icemos estar justificados al referirnos a la canción como el género artístico donde el romanticismo se expresó de forma más libre y diáfana. El hecho de que la obra del romántico clásico Franz Schubert tuviera lu eje central en la canción nos sugiere que la historia de la canción romántica es fundamentalmente la de su manifestación alemana. En Italia, la propia esencia de la canción estaba trabada estrechamente con la canción popular, por una parte, y, por otra, con la ópera, que absorbía por entero el interés del público cultivado. Hubo canzonette que, ocaiionalmente, se abrieron camino hacia la ópera, como la famosa canción del Duque en el Acto III del Rigoletto, de Verdi. Y a la inversa, a veces lainbién regresaba a la canción popular alguna melodía procedente de la Ópera. Las composiciones de naturaleza lírica que escribió Rossini, por ejemplo, son «ariettas», «cavatinas», «melodías» y —en su época francesa— «nocturnos» o «romanzas». Su aportación más famosa a la música de cámara vocal son sus Soirées Musicales, una colección de ocho ariettas y cuatro dúos, con acompañamiento de piano escrita alrededor de 1835, que a continuación del título lleva la precisión de «expresamente compuestas para el estudio de la canción italiana». Así, pues, o bien componía canciones populares idealizadas, como la famosa «TaranIcila», o bien música operística, como el dúo «I marinari», que Wagner orquestó durante su época de Riga, en un estilo adecuado a la obra. Al final de su vida, Rossini compuso un soneto, «II fanciullo smarrito» 181


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(1861), como «melodía», para tenor y piano, «para uso personal del poeta», Antonio Castellani. Pero esto era una excepción. La situación no difería mucho en el caso de los contemporáneos y sucesores de Rossini —Bellini, Donizetti, Verdi—. En Italia, la poesía había experimentado un renacimiento a partir de Pindemonte, Foseólo, Manzoni y —el más grande de todos— Giacomo Leopardí, hasta Carducci, cuyas Odi Barbare (1877), con su métrica clásica, tal vez hubieran podido atraer a un Schumann o a un Brahms italianos. Pero esta nueva poesía lírica no encontró transfiguración musical. Correspondió a Hugo Wolf poner de manifiesto el tesoro de pasión ardiente, de sublime sencillez, de humor mordaz que se escondían en la canción popular italiana. No hubo compositores de canciones italianos. Tampoco hubo compositores de canciones franceses en la primera parte del período romántico. Muchos músicos franceses componían incidentalmente canciones, o mejor sería decir «chansons» o «romances»; pero no había ninguno al modo de Schumann, Franz o Hugo Wolf. Como primer compositor de canciones románticas tenemos que citar al parisino Hippolyte Monpou (1804-1841). Fétis, refiriéndose a este alumno suyo, escribió lo siguiente en un curioso artículo dedicado a él en la Biographie Universale33. «A pesar de los estudios clásicos que siguió en su juventud, de pronto se sintió apasionadamente atraído por el romanticismo que por aquella época estaba de moda, y se unió a los innovadores que soñaban con cambiar el arte». Pero el romanticismo de Monpou no pasó de poner música a los poemas de Musset y Víctor Hugo y de que no le importaran ni poco ni mucho sus tropiezos con la armonía; en general, sus canciones no eran otra cosa que «chansons» sentimentales o coquetas. Durante la primera mitad del siglo, Francia no produjo un verdadero compositor de canciones. Cierto que Berlioz también escribió lieder y otras canciones, pero sólo como obras menores y de carácter diverso, junto a sus sinfonías, óperas y composiciones religiosas, y aun cuando las primeras obras suyas que se publicaron (1826-27) fueron unas cuantas romanzas, más tarde él mismo pediría a sus editores que las recogieran y destruyeran. Un poco después tuvo acceso a la traducción del Fausto, de Goethe, debida a Gérald Nerval (1828) y en el transcurso de sus Ocho escenas puso música al poema. Entre ellas está una serenata demoníaca de Mefistófeles, con acompañamiento de una guitarra gigantesca, y la canción de «Gretchen hilando», que, inconscientemente, compite con la obra maestra de Schubert, anterior en el tiempo. Pero, en general, la obra queda entre el drama y la romanza. Lo mismo puede decirse de su Op. 2. Como las Soirées, de Rossini, es una colección de composiciones vocales para una o más voces con acompañamiento de piano, sobre poemas tomados de las Melodías irlandc ses, de Thomas Moore, titulada Neuf Mélodies, de las cuales, cinco son para una sola voz. En contraste con las canciones de Schubert, que siem33

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|)te pierden elegancia y coartan la imaginación del oyente cuando se intenta orquestarlas, estas canciones piden la interpretación orquestal y, de hecho, por lo menos en una ocasión (núm. 4, «La belle voyageuse»), el propio Berlioz hizo el arreglo. También orquestó, y ello es bastante significativo, las seis composiciones vocales de su importante colección Les Nuits d'Eté, Op. 7 (compuesta en 1834, orquestada en 1841), todas ellas versiones de las Poésies, de Théophile Gautier, que fue un maestro de la descripción, un Berlioz de la poesía. Y es lo cierto que en ellas se consigue la unidad de lo poéI ico y lo musical de una manera tan personal como más tarde se lograría en los Cinco poemas, de Wesendonck-Wagner. Estas canciones de Berlioz son de una gracia convincente, como se ve por ejemplo en la «villanelle» (número 1, «Ouand viendra la saison nouvelle»), y encierran un ardor compulsivo, como por ejemplo en «Absence» (núm. 4, «Reviens, reviens»), compuesta en la tonalidad de Fa sostenido mayor, de acendrado sentimiento. En los tres grupos de canciones (Opp. 12, 13 y 19), donde Berlioz reunió la mayoría de las obras de este género, se observa una especial preferencia por el tipismo local, predilección que es muy significativa tanto para el movimiento romántico en general como para la personalidad que nos ocupa en particular. Al componer «El joven pastor bretón» (Op. 13, número 4) Berlioz hizo la réplica del «Pastor en el otero», de Schubert, con obligado de clarinete; sólo que en el caso de Berlioz es un obligado de trompa el que confiere a la sencillez escénica el matiz genuinamente romántico. «La cautiva» (Op. 13, núm. 4) es una «canción oriental», para la que Berlioz ofrecía una parte optativa para violoncello; «Zaide» (Op. 19, núm. 1) nos transporta a España; el «Cazador danés» (Op. 19, número 6) nos lleva a tierras del Norte. Pero, por encima de todo, Berlioz es francés: el ejemplo más bello tal vez sea su aubade, «Les champs», sobre un poema de Béranger O p . 19, núm. 2, una serenata llena de gracia, ingenio y pasión. Con sus «obras diversas de carácter menor» Berlioz plantó la semilla de todo el lirismo musical del siglo xix en idioma francés, con su colorido, su noble sentimentalismo, su sensualidad refinada y su gracia. Pero la cosecha no se recogería hasta después de su muerte.

Schumann, sucesor de Schubert En época de Schubert y después de él la canción creció en Alemania con fuerza arrolladora, pero sólo con Schumann llegó el verdadero sucesor de Schubert. El propio Schumann, no sin cierto humor, nos da una idea de lo que era esta corriente inagotable de canciones, cuando en una ocasión, hacia 1840, se sintió atraído por el deseo de «alabar algunas de ellas» en su condición de crítico y hubo de examinar no menos de cincuenta volúmenes de lieder, durante largo tiempo, antes de encontrar tres a las que al menos se pudiera aplicar el calificativo de «buenas».


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Y aun estas tres canciones corresponden a autores que pasaron al olvido: Wenzael Heinrich Veit, Xaver Esser y Norbert Burgmüller. Los numerosos autores de estas canciones, hoy olvidados, acertaron esporádicamente a escribir una buena canción, pero esto no les hacía compositores de canciones. El propio Mendelssohn no hubiera escapado a este destino de haber cimentado su fama como compositor de canciones, unas ochenta, de las que algunas, en realidad, las escribió su hermana Fanny. Al lado de las canciones de primavera y de las barcarolas, eligió textos «románticos» —de Heine, Eichendorff, Lenau, Immermann—. Pero, en general, los trató a la manera anticuada de Zelter —demasiado lírico, demasiado arioso, demasiado dependiente de las melodías lindas—. Cuando, al utilizar determinados textos del gran poeta Goethe, que fue su patrocinador, quiso competir con Schubert, como es el caso de «Suleika» («Was bedeutet die Bewegung»), su obra parece pedestre comparada con la de aquél. Y cuando hizo algo al estilo folklórico, al que era muy aficionado, no tenía ya la exageración y la pantomima de C. M. Weber, aunque era una imitación; y tampoco alcanzaba esa espléndida naturalidad de Schubert. Pero no hubiera sido Mendelssohn el creador de la obertura de las Hébridas, del Octeto, del Concierto para violín, de la Primera noche de Walpurgis, si no hubiera compuesto —bien que fuera involuntariamente—• unas pocas piezas de gran originalidad y cautivadoras, como la misteriosa versión de la «Canción de las brujas», de Hólty (Op. 8, núm. 8), o la «Canción fúnebre de los boyardos», de Immermann, que no hubiera sido ni mucho menos indigna de un Glinka; la versión de «Nuevo amor», de Heine (Op. 19, núm. 4), o la melancólica composición de la «Canción de los caramillos» (Op. 71, núm. 4), de Lenau. No obstante, se trata de obras menores, de carácter diverso, como ocurre con su oponente Berlioz. Pero con Schumann la canción se hizo, de pronto, el eje central de la actividad creadora del compositor —de pronto, pero no inesperadamente—. Schumann ya había compuesto música para piano solo y, como era un verdadero romántico, había pensado que la música instrumental era el único medio adecuado para poder expresar lo inefable y penetrar hasta el sentimiento más recóndito y secreto, pues creía que la palabra, al ser excesivamente racional, constituía un estorbo, una limitación. Pero cuando, en su Op. 24 —la secuencia de canciones sobre Heine—, empezó a componer Heder, fue como un volcán en erupción. En el primer año —y dicho sea de paso, el más espléndido—, de 1840, produjo no menos de 138 composiciones vocales. A partir di entonces, siempre que escribió canciones fueron Heder del más puro acento romántico. No persiguió la interpretación racional de la palabra, antes bien, buscó «liberar a la palabra del maleficio de la razón y, mediante la unidad de sentimiento entre lenguaje y música, fundirlos en algo que fuera como una obra de arte universal» 34. 34

H. Schultz, Johann Yesque von Püttlingen (Regensburg, 1930), pág. 256.

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En cuanto a los textos, Schumann empezó donde Schubert lo había dejado: con Heine. El gran poeta alemán omnipresente en la obra de Schubert, Goethe, sólo contribuyó con unos cuantos pasajes de su Westbstlicher Diván y —en los años taciturnos y postreros de Schumann— con las canciones de Wilhelm Meister. Fue la nueva generación de poetas, animados por una concepción más intimista del período romántico, quienes encendieron el ardor de Schumann: Joseph von Eichendorff, con su original captación de todo lo natural, buen conocedor de los secretos de Iu noche; el suabo Justinus Kerner, mezcla de sencillez y misticismo; el elegante y sensible Adalbert von Chamisso. Para el Schumann compositor de canciones, fue muy importante tener ya en su haber veintitrés piezas para piano —un mundo de poesía instrumental y pianística, de perfección y originalidad virtuosistas. Desde el principio, el piano, el «acompañamiento», iba a tener en sus canciones un papel muy distinto que en Schubert. En éste prevalece el equilibrio, y cada vez que el equilibrio fluctúa, la palabra siempre manda y el piano se subordina a ella. En Schumann, desde el comienzo, el piano tiene un papel nuevo: adquiere una sonoridad más refinada y, aunque parece simple, una técnica más sagaz; a él le cabe la tarea de resaltar los «rasgos más delicados del poema», de crear las transiciones dentro de un ciclo, de perfeccionar y redondear un grupo de canciones, de aportar un comentario en el preludio y en especial en la coda, de dar los últimos toques expresivos al sentimiento final; en resumen, como dice el propio Schumann, de contribuir al logro de «un tipo de canción más artística y más profunda». Schumann amaba los ciclos. A menudo, como en la secuencia de canciones de Heine, Op. 24, la conexión entre ellas es tan poco marcada como en los ciclos para piano Carnaval o Kreisleriana; no obstante, sí es perceptible en la relación entre las tonalidades y en los contrastes. Los contrastes suelen permitirle a Schumann conseguir una brevedad epigramática, que es a la vez tensión extrema y rotundidad. Schumann puso música a uno de los cuartetos irónicos de Heine («Anfangs wollt' ich fast ver-zagen», Op. 24, núm. 8), con preludio y repetición final de la frase determinante, en once compases, y no es preciso explicar cómo lo hizo, tan perfecta es la investidura musical de la palabra. El ciclo siguiente, Myríhen, Op. 25, contiene una dedicatoria y un epílogo («Zum Schluss») como regalo para su «novia amada», Clara Wieck. El ciclo consta de 26 canciones de distintos poetas: Goethe, Rückert, Byron, Moore, Heine, Burns y Mosen. Caleidoscopio) e incluso unificado, constituye un compendio de toda la expresión lírica de Schumann, con el erotismo tierno y nocturno de «Nussbaum», la misteriosa exuberancia de «Lotosblume», la inspiración sublime de la segunda canción de Schenkenbuch, la intimidad de la canción Suleika tomada del West-ostlicher Diván, de Goethe, y la calidad folklórica de las canciones del Highland escocés, de Burns. En estas canciones se puede ver con especial claridad de qué manera y hasta qué punto el romanticismo había intensificado el sentimiento por todo lo nacional. También Haydn y Beethoven habían hecho arreglos de canciones escocesas, pero en un sentido «clásico»: «limando» hasta cierto


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punto las canciones originales. Por el contrario, las canciones de Schumann, ideadas libremente, son «más escocesas» que las originales. De vez en cuando Schubert se vistió con el traje húngaro, por ejemplo en «Muí» de Winterreise. Schumann también cambió su ropaje y aun con mayor deleite; tras haber llevado vestiduras «alemanas» en las cinco obras vocales, Op. 27, incluso en los contornos sensibles de la última de estas canciones, dio muestras de su gusto por los disfraces en las tres canciones de la Op. 30: en el juvenil romanticismo de su «Muchacho del cuerno mágico», el colorismo con aire de trovador del «Paje», y el muy inspirado bolero del «Hidalgo» —una pieza que hubiera envidiado el compositor de Carmen. Siguen tres baladas (Op. 31), con textos de Chamisso, entre las que está «Kartenlegerin», pieza que encierra un naturalismo que se anticipa en varias décadas a las composiciones similares de Musorgsky, y viene a demostrar que a veces el romanticismo podía hacer un giro de media vuelta, porque «Kartenlegerin», de Chamisso, es una traducción de Béranger y éste era el antirromántico por excelencia, y sentía el mayor de los desprecios por todo lo «que había dado en tratarse históricamente», como la nobleza y el clero, y nunca fue dado a retirarse a un rincón y apartarse del mundo, pues amaba la claridad, la sobriedad y la naturalidad. Es significativo que Schumann, el compositor aparentemente soñador, no excluyera ni siquiera a este oponente. Una y otra vez, hasta llegar a agotar su fuerza creadora, Schumann compuso, con acierto, obras aisladas de este género. Y la verdad es quila mayoría de ellas son de una belleza y de una rotundidad sobrecogedorn mente románticas, sobre todo cuando Schumann recurrió a un poeta como Justinus Kerner, que estaba animado por idéntica afinidad espiritual que él, en la Op. 35, donde encontramos la encantadora «Mondnascht» y las misteriosa «Z'wielicht». Poco después, en su «Fraunliebe uncí Lcbcn», Op. 42, retomó los dos «dramas en cuadros» de Schubert, los Müllerliccler y el Winterrise. Pero sus canciones se hacen aún más deliciosas cuando afloja los lazos novelísticos de la conexión, como en Dichtetiiebe tomado de Buch cler Lieder, de Heine, Op. 48, donde el compositor sobrepasa l;i amplia gama de emociones de que había hecho gala en su lírica, desde el patetismo y la intimidad, a la ironía y el humor más ácido. Al correr de los años —empezando ya en 1840— dio un cambio a su exclusivismo: quiso descender al nivel del pueblo, y compuso todo mi álbum de canciones para la juventud (Op. 79), sin que su sencillez Ir impidiera alcanzar el más alto grado de refinamiento, como por ejemplo, en «Er ist's», de Morike (núm. 23, «Frühling lasst sein blaues Band»). I\n la versión de este texto ni el propio Hugo Wolf llegó a superarle. Tam bien las últimas baladas y romanzas de Schumann tienen el sello de sn calidad papular. Nada define mejor esta tendencia que sus «Dos grana deros» (Op. 49), a cuyo texto, en una traducción francesa, también le puso música por la misma época Richard Wagner. Pues bien, Wagnei hizo de la balada de Heine una gran escena operística, con recitativos v trémolos por parte de la orquesta, sin seguir para nada la forma estróliea

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del poema, y situó en el acompañamiento la melodía de la Marseillaise, a modo de apoteosis y climax de la canción. En Schumann es la voz quien lo presenta; todo es sencillo, convincente, con absoluta conciencia de los límites de la balada. Posteriormente, en los años en que sus fuerzas disminuían, esta sencillez se hizo más rebuscada, con la correspondiente pérdida del acierto en su instinto literario; y por otra parte sucumbió al amaneramiento —ese signo revelador de debilidad—, a la melancolía y al psicologismo excesivos, como ocurre en las canciones y otras obras vocales de Wilhelm Meis/<r, de Goethe (Op. 98a), o en algunas de sus baladas en las que abusa de la descripción sin conseguir una viveza pictórica plena ni llenar el Cuadro de sugerencias, como tantas veces antes había logrado. I.ocwe, Franz, Brahms Además de Schubert y Schumann, hubo un músico que se especializó en componer baladas y leyendas: Cari Lóewe (1796-1869). Por las fechas puede verse que era un año mayor que Schubert y le sobrevivió catorH años. Procedía de Turingia, en la vecindad donde Bach había sido canlor y maestro. Siendo joven le había protegido el alegre rey de Westfalia, V a los veinticinco años entró como cantante en Stettin, y allí permaneció pista 1866, simultaneando esta actividad con la de intérprete de sus propias canciones, algo así como una especie de trovador vagabundo, rico en experiencias por las tierras alemanas, de las que da cuenta en una til tactiva biografía. En sus canciones y otras obras vocales prevalece la escisión entre el ttnio y el filisteo. Entre sus composiciones más brillantes están «Edward» y «Erlking», a las que puso música aproximadamente por la misma época que Schubert (escritas en 1818, publicadas en 1824 como Op. 1), pero de un modo tan totalmente distinto que difícilmente puede establecerse la comparación entre ambos. Loewe no olvidó nunca que una balada es jptrófica y debe continuar siéndolo en su tonada musical, y tampoco olvidó que sus raíces se hunden en el folklore, y su fuente de inspiración última es lo misterioso, lo fantástico, lo incontrolable, allá en las oscuras regiones a las que no llega la clara luz de la razón. Clima todo él propicio para la música romántica. Y dentro del auténtico estilo romántico encontró un medio, a la vez sencillo y refinado, de unir la calidad popular con un moderno saber hacer música, variando la incidencia melódica de la estrofa en lu parte vocal y en el acompañamiento, mientras conservaba la unión entre p i extremos más opuestos. Un ejemplo típico de ello lo hallamos en su pBrsión de «Hochzeitslied», de Goethe (Op. 20, núm. 1, 1832), donde |í8ta el más mínimo detalle, toda la aparición nocturna, alegre y delicada, .e presenta con un efecto sumamente elegante dentro del marco más simple y mejor logrado. Otro ejemplo es «Prinz Eugen», compuesta más Inicie, en la que, tras ocultarse en algunas estrofas, rompe victoriosa la melodía original; lo mismo que en Istar, variaciones sinfónicas de Vincent il'lndy, por citar una composición orquestal contrastante.


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En los cientos de piezas compuestas entre 1818 y 1868, Loewe cultivó todas las manifestaciones de la romanza, la balada y la leyenda, fuera hebrea, francesa, española, oriental, y sobre todo del Norte, en todas sus variedades: escocesa, polaca, letona, a menudo con gran efectividad y no infrecuentemente con la vulgaridad más acomodaticia. Pero Loewe poseía un rasgo característico que falta por completo en la producción lírica de Schubert y es raro hallar en el movimiento romántico —el humor—. Algunas de sus piezas basadas en poemas de Rückert («Hinkende Jamben»), de Kopisch, no encuentran equivalente hasta llegar a Hugo Wolf, que en el género de la canción dominó toda la gama de lo lírico. Entre Schubert y Mendelssohn, Loewe y Schumann se movió la legión de músicos que contribuyeron a la composición de canciones románticas. Son muchos los nombres que aquí sólo podemos mencionar muy sucintamente, pero que forman parte de la historia de la canción. Hasta qué punto la poderosa constelación de estas cuatro luminarias, sobre todo de las dos más brillantes, influyó en sus contemporáneos y sucesores, puede verse en la obra de Johann Vesque von Püttlingen (1803-1883), un aficionado con grandes dotes artísticas, diplomático del servicio civil austríaco que, bajo el pseudónimo de J. Hoven, publicó unas trescientas canciones. Aunque de más edad que Schumann, éste influyó grandemente en él, y así su poeta preferido fue Heine, a cuyo Heimkehr puso música en su totalidad, junto con otros, en un ciclo de no menos de 88 piezas (1851), en todos los tonos de lo sentimental, lo patético, lo irónico y en la rutilante mezcla de todos sus matices, en el cambio repentino de la tragedia a la parodia, de la frialdad al ingenioso atrevimiento. Otro seguidor de Schumann fue Robert Franz (1815-1892), un especialista puro en canciones —un «schumannista», aunque junto al patro cinio de Schumann también disfrutó del de Liszt. Y podemos asegurar que era un «especialista», porque desde 1843 sólo se movió en el estrecho campo de la canción lírica, excepción hecha de unas pocas composiciones corales; y para él el campo era realmente limitado, pues en sus 350 composiciones vocales apenas hay alguna que se aparte lo más mínimo de la idea de la canción estrófica o folklórica. Nada hay en ellas que recuerde a la balada ni entrañe la expresión audaz de un sentimiento; sólo contienen intimidad y un mínimo de concentración, y, para conseguirlo, se inspiró en el más concentrado de todos los músicos, el polifonista Bach. Sus canciones son miniaturas románticas. Desdichadamente, muchas de ellas poseen esa «sensatez» burguesa que es el reverso del deleite con que el romanticismo se llena de sentimiento, y cuyo precedente también hay que buscar en Schumann. Otro rasgo característico de Franz es su predilección por el tipismo nacional y regional —bohemio, húngaro, escocés y, sobre todo, «alemán». Robert Franz rechazó las composiciones líricas de su joven y gran con temporáneo Johannes Brahms, por ser «demasiado eróticas», cuando en realidad constituyen la culminación, muy enriquecida, de todo lo que el propio Franz luchó por alcanzar. Desde la Op. 3 hasta la última de su» numerosas obras, Brahms se expresó en el género de la canción de una

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forma más o menos interrumpida, a menudo incluso muy esporádica, y no hubo una sola faceta o subfaceta del lirismo que se sintiera reacio a cultivar. La canción popular —como ya se ha señalado al principio de este libro— ocupa en él la posición central. Brahms sintió por ella una especie de veneración mística y le rindió tributo incluso en las formas arcaicas del siglo xvi. Hay en Brahms más variedades o dialectos de lo folklórico que en Franz: húngaro, bohemio, de la baja Alemania, véndico. Cuando tenía que adherirse a la forma estrófica, lo hacía: su canción es siempre tan rigurosa en la forma como sus bajos. Pero tras su maestría, tras su reserva, está la exuberancia romántica, como se confirma, y de una manera que no deja lugar a dudas, en el único ciclo que compuso, el Romance Magelone, Op. 33, 1861-1862. Se trata de un grupo de canciones que entremezcló Ludwig Tíeck para volver a contar una historia medieval en ese falso y artificioso «viejo estilo alemán», en el que los primeros románticos gustaban de contemplar la época caballeresca. Brahms cubrió estos versos con un torrente de música apasionada, lo mismo que más tarde utilizó casi siempre la poesía de una forma autocrática y nunca se puso a su servicio. Su autor de textos prefirido fue Friedrich Daumer, un poetrasto mediocre pero formalmente competente, coetáneo suyo. En Elación con el texto, Brahms más bien regresa al estado de cosas que prevalecía con anterioridad a Schubert, retrocede a Mozart y a Haydn e incluso a los maestros anteriores. Asimismo, y para lograr la mayor concentración, como ocurre en sus obras vocales al estilo de baladas, o en una estrofa tan breve cual es «Schmied», de Uhland, conservó siempre la preponderancia de la música, la rotundidad de la melodía, la perfección armónica, en otras palabras, puso menos tensión en los detalles pictóricos o descriptivos. Al correr de los años, por supuesto, fueron aumentando los casos en los que iba renunciando a lo que podría llamarse románticodecorativo y se fue haciendo cada vez más intímista. Unos cuantos ejemplos pueden ser sus versiones de «Der Tod das ist die kühle Nacht» (Op. 96, núm. 1), de Heine; «Feldeinsamkeit» (Op. 86), de Allmers; «Immer leiser wird mein Schlummer» (Op. 105), de Lingg, o «Auf dem Kirchhof» (Op. 105), de Liliencron. Al final, se desprendió del último vestigio de la máscara romántica y compuso «Vier ernste Gesange» sobre un lexto bíblico; obra que es como un eco de la monodia del siglo xvn, sin dejar de ser muy personal, que viene a ser una de las evidencias más representativas de su resignación y de su confianza y, por lo mismo, quizá, nuevamente romántica. Apenas si necesitamos referirnos a los numerosos sucesores de Schumann en Alemania, como por ejemplo, el agradable, sensible y algo afeminado Adolf Jensen (1837-1879), ni a los incontables músicos que infundieron una nota más individual o diversa a la melodía que Schumann cultivó. Uno de ellos es Peter Cornelius (1824-1874), que pertenece al grupo de Schumann de una forma un tanto extraña, y es extraña porque en el agrupamicnto «político» de los músicos románticos se situó decididamente del lado de los neorrománticos, del lado de Liszt y Wagner, y fue uno de sus más fieles seguidores, si bien muy crítico y fino de oído. Estaba también


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dotado de un gran talento formal como poeta lírico y, en consecuencia, siempre tuvo presente las limitaciones del canto y llenó su música de los detalles armónicos más exquisitos y con ideas de una gran delicadeza. Aun en los casos en que sobrepasó la canción estrófica, como por ejemplo en «Zum Ossa sprach der Pelion (1862), que tal vez sea su más precioso fragmento de pura expresión, supo cómo conservar la forma estricta. Al igual que Schumann, amaba los ciclos y así compuso los de «Brautlieder», «Rheinlieder», «Weihnachtslieder» y «Vaterunser», llenos de pasión a la manera de «Trauenliebe und Leben», de Schumann. Pero sus mejores empeños no los dedicó al lied sino a la canción coral, género que, al igual que en el caso de Brahms, se abrió ante sus ojos al familiazarse con el antiguo arte del motete del siglo xvi. De modo que hasta este músico, aparentemente neogermano, estuvo relacionado con el pasado. Wagner y Liszt Los verdaderos neogermanos, Wagner y Liszt, asumieron ante la canción una postura muy distinta de la que tomaron los seguidores de Schubert y Schumann. Ahora bien, no se puede decir que Wagner fuera exactamente un compositor de lieder, ya que todo su interés se centraba en la ópera y en lo sinfónico en tanto en cuanto pudiera ponerlo al servicio de la ópera, lo que no quita para que todas sus óperas hasta llegar a Die Meistersinger estén llenas de lirismo; y basta recordar la canción del desafío de Kurvenal, o la del joven marinero —que está concebida con el espíritu y en el estilo del siglo x m — para comprobar que ni siquier! desdeña lo lírico en Tristán e Iseo, la obra de arte wagneriana que más fiel es a los principios del compositor. En diversos momentos de su vida compuso Wagner canciones: las primeras (1832) son siete composiciones para el Fausto, de Goethe, una de las cuales es un melodrama. Desde el aspecto musical son aparentemen te insignificantes, pero en su contexto dramático cobran vida en virtud de su brevedad y fuerza, especialmente la serenata de Mefistófeles y la Can ción de la Rata, perteneciente a la escena en la celda de Auerbach. Aun entonces Wagner, que sólo era un muchacho de diecinueve años, dio muefl tras de su visión escénica; las siete piezas estaban dedicadas a una repte sentación en la que Rosalie, la hermana predilecta de Wagner, hacía el papel de Gretchen. Posteriormente, en su época de Riga y París, Wagner contribuyó con unas cuantas canciones a la revista «Europa», que por aquel entonces contenía un suplemento musical (que incluyó, entre otras, algunas canciones de Meyerbeer). «Der Tannenbaum» (1839), es un áti logo fatalista con un acompañamiento mitad fluido, mitad vacilante y CQJ una declamación indecisa «en el modo livonio», en Mi bemol menor; v hay también tres canciones con texto en francés: «Dors mon enfant*\ «Áltente», de Víctor Hugo, y «Mignonne», de Ronsard, de las que W ( | ner se sentía muy satisfecho, como era su costumbre. Pertenecen por coffl pleto al tipo de composición vocal de Berlioz, y al igual que las de ésttj

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excedieron con mucho el gusto francés de su tiempo, de modo que tuvieron poca influencia. Pero a nosotros nos interesan por su relación con >tras obras posteriores, con El holandés errante, con Lohengrin e incluso "on Tristán. La verdadera aportación de Wagner a la canción romántica son sus Cinco poemas para una voz femenina, publicados en 1862, conocidos por eanciones Wesendonck. Estos poemas nacieron en el invierno de 1857 y ji'incipios de 1858 junto a la «verde colina» a orillas del lago de Zurich, scenario de la más profunda y más fructífera experienica amorosa de 7agner con la poetisa lírica Mathilde Wesendonck —experiencia en la que maduraron Tristán y Die Meistersinger. De hecho, dos de las canI iones, «Tráume» e «Im Treibhaus», son estudios para Tristán e Isolda. Pero todas ellas, las cinco, sólo son inteligibles si se las relaciona con esa bra excepcional con la que comparten el mismo lenguaje refinado y disoante (todas menos la primera que se relaciona más con Das Rheingold). a música dice algo diferente a la poesía y dice mucho más, dejando ver oi'izontes infinitos y abismos muy profundos. A pesar de su libertad =7ltOS cinco poemas tienen una forma bien definida de canciones, y a pesar de su relación con el drama musical son verdaderamente líricos. No je faltaba razón a Wagner cuando, años más tarde, escribía a la poetisa (28 de septiembre de 1861) con ocasión de ver nuevamente representada IM escena de «Tráume», en la que el segundo acto de Tristán alcanza su I límax: «¡Dios sabe que la canción me gusta más que la soberbia escena!» Con la balada «Los dos granaderos», de la que ya hemos hablado, el Hiinpositor de canciones Wagner entra en relación con el compositor de l nieiones Franz Liszt. Liszt convierte la composición en un escenario, la hace «dramática», rompe la forma estrófica, y señala al acompañamiento Un papel mayor del que le corresponde, y por ello, Liszt, el admirador de las canciones de Schubert, nada tuvo que ofrecer a Liszt el compositor • le canciones. Si hay que situarlo en algún lugar sería precisamente frente i\ Brahms. Su orientación era literaria, aun cuando con harta frecuencia y Hit i ninguna consideración ponía música a poemas bien mediocres que encalaban perfectamente dentro de la modalidad de música de salón. La can• i"ii popular nada le decía: su mentalidad era internacional, así que hizo i rsiones sobre temas franceses, italianos y húngaros, si bien la base de la ni.ivor parte de su producción corresponde a los poetas alemanes, desde I loethe, Heine y Herwegh y muchos más, hasta llegar a Bodenstedt y '»lieffel. Con Liszt, la canción pierde su forma; basta comparar su versión de II ••Canción de la noche», de Goethe («Über alien Gipfeln ist Ruh»), con 11 de Schubert para ver cómo con él la forma se convierte en un arioso I 111 ¡miento. Y basta comparar su versión de «Loreley», de Heine, con • u ilquier balada de Schubert, Schumann o Loewe, para ver cómo todo se fcsnclve en los detalles, a veces detalles muy claros, que se mantienen Únicamente por una sola idea melódica. Es un producto del salón románllco, parisino. El complemento de estas canciones, entre las cuales quizá IttN más felices sean las que se basan en los sonetos de Petrarca (primera


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versión, 1847), son los Heder o recitados breves, de línea melódica y acompañamiento sencillísimos en los que nunca falta el refinamiento armónico; pero estas piezas no tienen esa segunda sencillez que resulta de la maestría; sino, antes bien, la que se deriva de la resignación. Tendencia hacia la reacción: Hugo Wolf y otros La historia de la canción romántica se hubiera cerrado con la escisión Brahms-Liszt (Brahms, el compositor nacido demasiado tarde; Liszt, el experimentador) si al final de dicha historia no hubiera aparecido ese maestro de la canción, versátil hasta la médula, que fue Hugo Wolf (18601903). Su vida y su obra quedan fuera del ámbito del presente libro. Wolf compuso sus primeras canciones seis años después de morir Wagner, y tuvo un comienzo enteramente romántico con un cuarteto de cuerda de tonos encendidos y apasionados, a más de un poema sinfónico, Penthesilea, siguiendo la tradición de Liszt. En la agria contienda partidista vienesa —de un lado Brahms, y del otro, Bruckner, Liszt y Wagner— Wolf se vio obligado, como periodista que era, a ponerse del lado neogermánico; pero como compositor de canciones nunca le pasó por la mente la idea di sacrificar la unidad de una canción en aras de un «programa». El era el heredero de todo un siglo, de Schubert y de Schumann, tanto como di Wagner. Fue el único compositor cuyo gusto literario no hizo concesiones de ningún tipo. Normalmente, en el momento de crear echaba mano de un poeta dado —de Morike, Eichendorff, Goethe, de los cancioneros español e italiano en una traducción magistral de Heyse y Geibel, de Gottfricil Keller, de Miguel Ángel. En este marco tan diverso y, no obstante, tan uniforme, creó piezas del más profundo e intenso sentimiento, de la gracia más fina, del humor más inspirado. Cada uno de sus poemas es una especie de «obra de arte universal» en miniatura, en el que la parte vocal y el acompañamiento, en relación recíproca, rivalizan entre sí para extraer lo más íntimo del texto, las esencias últimas —el detalle y el matiz, sin descomponer el conjunto. Su arte comprende todo el arte de Wagner, por lo que, en cuanto a armonía y color es más completo que el de todos sus antecesores. Y muy a menudo también, sobre todo en las más extensas canciones de Goethe, más conmovedor y tenso en el intento vano di superar la seguridad y sencillez divinas de Schubert. Al final llegó a situarse donde Schubert estuvo al principio, pero Schubert no tuvo por qué avergonzarse de este último sucesor. En dos de sus últimos libros o ciclos, los cancioneros español e italiano, Hugo Wolf volvió sus ojos hacia el Sur. Análogamente, tras iniciarse ion un cuarteto de cuerda, adolescente e inmaduro, desembocó, finalmente, en la gracia sentida y alegre de su Serenata italiana, para cuarteto de cuerda o pequeña orquesta de cuerda. Y también, tras empezar como uno de los mayores entusiastas de Wagner, no continuó el camino que tomaron mu chos de sus seguidores escribiendo dramas musicales con pretensiones

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Irágicas o «filosóficas», sino que compuso una alegre ópera ambientada en España. El movimiento romántico se estaba cansando de sí mismo, cansando, en todo caso, de la opresora pasión, de las profundidades «filosóficas», del sentimentalismo que tan en serio se había tomado. Si en el país donde se había generado el romanticismo se estaba produciendo un cambio de esta naturaleza, nada tiene de particular que sucediera algo parecido en los pueblos más jóvenes que querían liberarse del modelo alemán. No fue en el Norte donde ocurrió —ni en Dinamarca (Gade, P. A. Heise, P. E. Lange-MüUer), ni en Suecia (Emil Sjogren), ni en Noruega (Halfdan Kjerulf), donde el compositor de canciones más representativo, Edward Grieg (1842-1907), de naturaleza lírica, sólo acerló a infundir un marcado colorido nacional en el modo de hacer romántico. Y tampoco se produjo en Bohemia, donde la canción apenas si incidió en la obra de Beldvrich Smetana (1824-1884). Es muy significativo que sus primeras canciones, al estilo de Schumann las compusiera Smetana sobre textos alemanes y que su ciclo de Canciones de la tarde (1879, con lexto de Hálek) lo escribiera en sus últimos años creadores. Con él, la literatura de la canción se enriqueció con un fuerte y apasionado patriotismo. La reacción frente al romanticismo tuvo lugar, sin embargo, en Rusia, donde bien puede decirse que la canción se había desrromantizado hasta cierto punto. El proceso acaeció no tanto en las obras de Rubinstein o de Tehaikovsky, en las que —sobre todo en el primero— la vena lírica era excesivamente abundante, como en las de Michael I. Glinka (1804-1857), Eexander D. Dargomijsky (1813-1869) y Modest P. Musorgsky (18391881). No se trata ya de que en dichos compositores se echara en falta el más sentido romanticismo, que adquirió en ellos un tinte especialmente .ninbrío: en Glinka, en el ciclo La partida de Petersburgo (1839, con lexto de Kukolnik), o en la Revista noctuna de las tropas del tipo de la balada; en la obra de Musorgsky, concretamente en su último ciclo Sin sol (1874), o en las Canciones y danzas de muerte (1875-1877, sobre textos de su amigo el conde A. Golenischev-Kutusov). Pero, al mismo tiempo, Glinka, el amante del Sur, del estilo vocal español e italiano, se independizaba de algún modo del ideal de la canción alemana. El cambio ie hizo patente con Dargomijsky, no sólo en la relación romántica entre la parte vocal y el acompañamiento —porque al ser la indicación del acompañamiento más limitada, la expresión se concentraba en la línea Vocal que se declamaba con sumo cuidado—, sino también en el contenido de la canción, de modo que junto a los temas líricos y de balada apare| iei'on otros realistas y humorísticos. Dargomijsky, lo mismo que Schumann y Liszt, descubrió los poemas antirrománticos de Béranger. Taml'íén Musorgsky se sintió atraído al realismo, fuera serio o burlesco. Cayeron las caretas y la realidad se mostró al desnudo: los «personajes ideales» de estas canciones no eran ya el mancebo y la doncella románticos, sino la gente del pueblo: la joven esposa que, mientras recoge Bitas, le viene de pronto la idea de envenenar a su anciano marido; el huérfano; el niño pordiosero; la madre que junto a la cuna de su hijo


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vislumbra para él un futuro poco halagüeño; el idiota del pueblo que está enamorado de la «linda Savishna»; la novia que retrocede ante la fealdad de una cabra, pero se casa sin pestañear con un marido con cara de cabra; la mujer del cosaco que se emborracha con un joven: el humor alterna con la sátira más cruel. Tales eran los personajes rusos que describe y presenta Musorgsky con su música rusa —melodía de frases cortas, ritmo vivo, una armonía nada estricta—. Amaba a su pueblo, y en especial a los niños. Su primer ciclo El rincón de los niños (1868-1872), donde se describen precisamente unas cuantas «escenas de la niñez» siguiendo fielmente la verdad, sin «transfigurarla», tal vez sea también su obni más original y bella: hay en ella un nuevo humanismo que se ha desarrollado al margen del movimiento romántico.

Capítulo 15 El universalismo en lo nacional /

Obras pianísticas

II piano: instrumento genuino del período romántico Si. pensamos en los instrumentos que utilizaron los románticos para transmitir sus ideas musicales, veremos que el número de ellos se fue ni luciendo paulatinamente. Mientras la orquesta se fue enriqueciendo v aumentando sus voces, disminuían los instrumentos en el concierto v en la música de cámara. Mozart, además de los conciertos y las sonatas piíra violín y piano, compuso otros conciertos para flauta, oboe, fagot, • l.iiinete, trompa, flauta y arpa, así como para violín y viola. Haydn, entre "lias obras instrumentales, compuso un concierto para trompa. Weber escribió conciertos y piezas de concierto para clarinete, fagot y armonicordio. incluso en Beethoven, con su Concierto Triple (Op. 56), su Quinteto para pimío e instrumentos de viento (Op. 16), la Sonata para trompa (Op, 17), l.i Serenata (Op. 25) y el Septimino (Op. 20), se mantuvo sin quiebras I ¡i conexión con le siglo xvni: es muy significativo que todas ellas sean Doras «felices», despreocupadas. Pero al llegar a Schubert la limitación le hizo perceptible, ya que se contentó con emplear la orquesta, el conluiilo de cuerda y el piano, con la sola excepción del Octeto, a modo de lerenata, imitación del Septimino de Beethoven. Sería, sin embargo, erróneo sacar la conclusión de que los románticos ii" recurrieron, ocasionalmente, a todas las combinaciones instrumentales l"'.¡bles. El propio Schumann compuso una Sonata para trompa, y Brahms • lin muestras evidentes de su íntima «relación» con el siglo xvni, que fue tumentando con el tiempo, en su Trío para piano y trompa (Op. 40), en I i. I ardías Sonatas para clarinete, y en el Quinteto para clarinete. Pero ii" sería desacertado deducir que, a efectos del concierto y la música de i /¡mará, los románticos recurrieron cada vez más al empleo exclusivo de Ir. cuerdas por una lado y del piano por otro. Los virtuosos del clarinete, del lagot, la flauta, la trompa y la trompeta, no desaparecieron totalmente |*4Í, en cambio, el arpa judía y la armónica de cristal—, pero ya no se 195


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escribió más música para ellos, excepto su parte correspondiente dentro de la orquesta, y algunas obras de compositores menores del firmamento musical. Por otra parte, el violín y el violoncello, cuando menos en el género del concierto, desempeñaron un papel muy importante. Mozart compuso casi dos docenas de conciertos para piano, pero sólo cinco conciertos para violín. Tampoco Beethoven compuso más que un solo concierto para violín frente a cinco para piano; y en Mendelssohn el piano fue también predominante, aunque preciso es decir que difícilmente hubiera podido dar continuación a su Concierto para violín. En Schumann, piano, violín y violoncello, están representados equitativamente con un concierto cada uno, si bien el Concierto para piano es muy superior a los otros. Brahms cuenta con dos conciertos para piano, un Concierto para violín y un Doble concierto para violín y violoncello, sin que ninguno destaque sobre los demás. (Señalemos que utiliza el violoncello y no la viola como en el Doble concierto de Mozart.) Puede decirse que el romanticismo fue el primero en descubrir el violoncello, lo mismo que el siglo XVIII había descubierto el clarinete. Cierto que en la segunda mitad de este siglo estuvo presente en compositores como Boccherini y Joseph Haydn, pero con Schumann, con Robert Volkmann en su Op. 33, y con Saint-Saéns en su Op. 33 (por no mencionar a Antonin Dvorak, que no entra en la época que aquí estudiamos), el instrumento adquiere un carácter míe vo, más apasionado, y descubre profundidades más sombrías —en una palabra, se hace romántico. . Con todo, el verdadero instrumento del romanticismo es el piano, y lo es en su sentido más completo, tanto por su intimidad como por su brillantez. Por lo que se refiere al violín podría suscitarse cierta controversia sobre cuál fue su siglo de oro —el xvn, el XVIII o el xix. El siglo xvn descubrió sus posibilidades y alcanzó un punto culminante en los trío.'., en las sonatas para violín y en los concern grossi, de Arcangelo Corelli. E] siglo XVIII trajo consigo a Tartini y Viotti. En el xix tenemos a Pfl ganini, que llegó a un grado de virtuosismo insuperable. Pero, ¿no resuli.i significativo que el modelo de Paganini influyera más en el piano que en el violín? Pensando en el piano se escribieron una serie de obras que, debido al carácter mecánico del instrumento, exigieron del aficionado un! técnica muy superior a la del violín o el violoncello. Además, el piano se hizo el instrumento universal por el hecho de que conquistó para sí todoi los tipos de composición —ópera, sinfonía, canciones— mediante los arfa glos, o «versiones para piano». Versiones que durante el siglo XVIII hablan sido endebles, impropias, esquemáticas y limitadas —a la ópera, al ora torio, al melodrama—. Pero a partir de 1814, con la versión para piano de Fidelio en arreglo de Moscheles, revisada por el propio Beethoven, lal posibilidades se abrieron hasta que la técnica del arreglo alcanzó su clima* con las partituras para piano de Liszt, Partitions de Piano, de las nueva sinfonías de Beethoven, que empezó en 1837 y concluyó en la década da los sesenta. Además, junto a los arreglos para dos manos, no deben olvl darse los arreglos para cuatro manos y para dos pianos, que conquistaron

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en gran medida todo el campo de la composición musical para el ámbito privado. Consecuentemente, el piano se convirtió en el instrumento por excelencia del período romántico, en el medio para ofrecer lo más íntimo junto a lo más brillante tanto en privado como en la sala de conciertos. Este apogeo se debió en parte a que Beethoven había compuesto gran número de sonatas y variaciones, mucha música de cámara, en la que correspondía al piano una parte muy importante, además de sus cinco conciertos para piano; pero sólo en parte, pues el efecto de Beethoven no fue directo ni de carácter general.; No debemos olvidar que siempre escribimos la historia de la música desde el punto de vista de la posteridad. ¿Lo que a nosotros nos parece importante y digno de destacarse, muchaT> veces despertó en su día poco o ningún interés; a menudo nos atraen maestros que estuvieron muy por delante de su tiempo, y a veces sólo se comprendieron pasados siglos después de su muerte. Para sus contemporáneos, Muzio Ciernen ti (1752-1832) fue quizá un compositor más importante que Beethoven. Clementi, en sus primeros años, fue rival de Mozart, y en muchos rasgos de original brillantez, un modelo para Beethoven, y en los años de madurez no demasiado reacio a las ideas románticas. O bien pensemos en Johann Nepomuk Hummel (1778-1837), que en un tiempo fue alumno y huésped de Mozart, ídolo musical del «Período Biedermeier» alemán, esa época en que la clase media trataba de recuperarse de los terrores de las tierras napoleónicas, e, incluso en el arte, buscaba algo que evitara todo i que pudiera ser incitante o llevara a profundidades misteriosas, y se Kiilisfacía con los modales elegantes, el ingenio ameno y la conversación amistosa.

Composiciones pianísticas de Mendelssohn Dentro del círculo familiar, Mendelssohn gastaba bromas sobre Hummel y sobre su «obra para dedos hacendosos», si bien una buena parte de la obra pianística de Mendelssohn queda dentro de ese mismo marco, ya que de acuerdo con su serena naturaleza, no deseaba sobrepasar los límites de la tradición en su técnica pianística, y para él la tradición com¡••inulía el puro virtuosismo postmozartiano, de la escuela de Hummel, i.jiu' a él le transmitiera su profesor Ludwid Berger, que a su vez fue discípulo de Clementi y Cramer. En cierta ocasión, el propio Mendelssohn se I,mienta en una carta dirigida a Moscheles, de la «pobreza de los nuevos • pfflbios de la frase» en el piano y admite haberse tomado mucho trabajo Étra «escribir finalmente una composición uniforme y sosegada». Sus po• iliilidades y limitaciones aparecen ya en las tres primeras obras para piano i|uc compuso: el Capricho en Fa sostenido menor Op. 5, la Sonata para puno en Mi mayor Op. 6, y las Siete piezas características Op. 7, todas • ll.is escritas en 1825 y 1826. El Capricho, que compuso a los dieciséis ni".';, es un ejemplo brillante —tal vez el más brillante— de la manera tic hacerlo, al estilo de Hummel, en prestissimo, pero en la grata seriedad


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de sus motivos se eleva por encima del simple virtuoso: su autor conocía las Invenciones de Bach. Una vez más Rossini dio muestras de su agudo olfato cuando tras oír esta pieza (difícilmente pudo ser otra) le dijo a Mendelssohn: «Esto me huele a Scarlatti» —una huella de Domenico Scarlatti 35 —. En cuanto a la Sonata en Mi mayor, no hubiera podido ver la luz de no conocer su autor las últimas sonatas de Beethoven: las Sonatas en La mayor Op. 101 y en La bemol mayor Op. 110, a las que Mendelssohn debía la sugerencia de un «Adagio e senza lempo» a modo de recitativo. Pero junto a este último Beethoven y a su libre disposición y conexión de los movimientos, se mezcla el más inconfundible y despreocn pado Weber, en el Finale, con sus ritmos valientes y sus melodías al estilo del violoncello. La mayoría de las Siete piezas características son «bachinnas» —el Andante a modo de preludio, núm. 1; la «Invención», núm. 2; la Zarabanda, con la indicación de que se ejecute «con nostalgia»; las nú meros 3 y 5 son fugas normales del más puro sello post-Bach. «¡Con nostalgia!». La frase da en el clavo en cuanto al carácter con que, en general, se ha calificado el estilo de Mendelssohn: «sentimentalismo». Pero era un rasgo que Mendelssohn compartía con otros románticos —con Schumann, Liszt o Brahms, por ejemplo—, y al que él se limitó a infundir su sello personal. Si esta «nostalgia» no hubiera sido un rasgo característico del romanticismo, de no haber formado parte de los sínto mas generales de la enfermedad romántica, difícilmente hubiera encontrado tantos imitadores. ¿Y qué es el sentimentalismo? Es el afán de alcanzar algo indefinido, una insatisfacción que se deleita en su propio disfrute. En Mendelssohn CH una parte de su anhelo de Bach y de Haendel, por así decirlo, de los macn tros más sólida, más firmemente arraigados de toda la historia de la mú sica. El sentimentalismo de Mendelssohn se aprecia más claramente en loi ocho volúmenes de sus «Canciones sin palabras», cuyo título expresa con exactitud el contenido: melodías en forma de canciones con un acompaña miento delicado y retraído, duetos idealizados, la mayoría de ellos esfoí zándose en lograr lo indefinido, pero muchos con naturaleza de «pieza característica» —barcarolas, canciones de ruecas, de caza, de cuna, marché! fúnebres, canciones populares—. Están colmadas de una añoranza insatil fecha por el paraíso perdido de la sencillez, por la matriz prístina de la música. Mendelssohn fue tan lejos como pudo en obras como la última de 9UJ Piezas características Op. 7 núm. 7, «La luz y lo etéreo», una de csim composiciones románticas de elfos, que suena como encantada, medianilel staccato del instrumento de teclado, lo mismo que hizo con el staccalo de las cuerdas en el Octeto, o con la orquesta, por ejemplo, en el Schs zo de la música incidental para El sueño de una noche de verano. El problema del virtuosismo Entre las obras para piano de Mendelssohn se encuentran también al gunos eludes. No se trata de estudios mecánicos, sino de poetic éluatí 35

Ferdinand Hiller, Félix Mendelssohn-Bartholdy (Koln, 1874), pág. 50).

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ti estilo de los de Clementi, Cramer, Kalkbrenner y Moscheles. Pero él no sentía la necesidad del virtuosismo: era un maestro a la antigua usanza, y le gustaba lo suficientemente poco enseñar (a pesar de que fue director de un conservatorio) como para no contemplar, desde su pedestal, la proliferación de obras escritas para piano en su época. Los tres maestros que sintieron el impulso interior de enfrentarse con este problema, guiados por un sentimiento de responsabilidad artística y moral, fueron Robert Schumann, Franz Liszt y Frédérich Chopin. En ellos, el impulso se hizo vivo y real, aunque en Chopin estuviese más adormecido el matiz de controversia que podía observarse en Schumann, y su actitud fuera menos exhibicionista que en el «virtuoso» Liszt. Schumann, Liszt y Chopin son los tres músicos que salvaron al piano de la trivialidad en la que estaba a punto de caer, o había caído ya, gracias a composiciones simplemente «brillantes» como las de Henri Herz (1803-1888), Franz Hünten (1793-1878), Sigismund Thalberg (1812-1872) y Alexander Dreyschock (1818-1869). Nada resulta más jocoso que leer k crítica que Robert Schumann publicó en su revista sobre el Segundo Concierto, opus 74, de Herz; una crítica que a la vez tiene una considerable importancia histórica: Sobre Herz uno puede escribir: (1) con tristeza, (2) con humor, (3) con ironía, o con las tres cosas a la vez. El lector apenas podrá imaginarse con cuánta cautela y vm ilación me atrevo a aventurar estos comentarios sobre Herz, al que procuro no tcercarme más de diez pasos, para no tener que encomiarle en persona demasiado... ¿Y qué es lo que intenta lograr, sino resultar entretenido y, a la vez, enriquecerse? Y al hacerlo, ¿es que obliga a alguien a alabar o apreciar menos los últimos nmi'tetos de Beethoven? ¿Es que nos incita a comparar su obra con la de los deunís? ¿No es más bien el petimetre frivolo que a nadie obliga a levantar un dedo l';ii;i tocar —y menos que a nadie se obliga a sí mismo— a no ser que le procure filma y dinero? ¿Y no es acaso también absurda la ira de los filisteos clásicos, quienes, con los ojos desorbitados y sus espadas en alto, llevan ya diez años en pie de tierra para evitar que él se acerque a sus hijos y a los hijos de sus hijos con su música tan poco clásica, mientras ellos se deleitan escuchándola? Si los críticos, nada unís iniciarse el ascenso de este cometa que tanto ha dado que hablar, hubieran valorado adecuadamente la distancia que le separa de nuestro astro artístico y no hubieran organizado un alboroto confiriendo a su obra más importancia de la que ni el mismo había soñado, hace tiempo que nos hubiéramos recuperado de esta I ra artística. El hecho de que aún hoy mismo se precipite hacia su final a pasos jttgantados cabe dentro de la naturaleza normal de las cosas. Hasta el propio pújpieo se aburrirá de su juego y lo arrinconará sin miramientos. Y en este final surge una nueva generación, con fuerza en los brazos y valor para utilizarlos... El Segundo concierto de Herz comienza en Do menor, y se recomienda a todos Huellos a quienes gustó el primero. Si por casualidad, en algún concierto, el proclama incluyese también una cierta Sinfonía en Do menor, se ruega que la sinfonía |g ¡uLcrprete después del concierto... En su crítica del Gran concierto, opus 5 de Thalberg, Schumann se mostró más moderado. Sin embargo, siempre fue riguroso al comentar las ninas de Thalberg, «sólo porque nos ha parecido detectar en él un talento


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para la composición que parece abocado a desaparecer por la vanidad del virtuoso en ejercicio». Sin embargo, Liszt, desdeñando la posibilidad de que se le tachase de querer poner en duda la obra de un rival peligroso e irritante, criticó en 1837 algunas de las composiciones de Thalberg, y especialmente su Grande Vantasie, Op. 22, con tal severidad que, en puridad, hubiera sido poco justificada, de no ser porque la crítica se hacía sobre bases morales muy severas y si Liszt no hubiera tenido algo mejor que ofrecer como contrapartida a este tipo de virtuosismo. El músico que creó el nuevo ideal del virtuoso no fue un pianista, sino un violinista: Nícolo Paganini. Pertenece a una generación anterior a la de los románticos, ya que nació en Genova en 1782. Pero aunque lo era todo menos romántico, logró impresionar a los miembros de este movimiento con su personalidad que sí era romántica, casi hoffmanniana. La época de su juventud queda velada por una misteriosa oscuridad. Durante unos años (1805-1808) vivió en la casa principesca de una hermana de Napoleón, en la diminuta, venerable y somnolienta Lucca. No fue hasta después de 1813 cuando su fama se empezó a extender por Italia. En 1828 viajó a Viena, y en 1831-1832 a París y Londres. Sus interpretaciones levantaban un entusiasmo popular rayano en la brujería. No era el público el único que sucumbía a su encanto, sino que también entusiasmaba a los músicos. Les fascinaba no sólo su maestría técnica, sino el poder expresivo de su melodía. Heínrich Heine ha plasmado la impresión sobrenatural de este músico macabro y poseído en unas páginas de sus «Noches florentinas» (Der Salón III). Schubert, en una carta —que no se ha conservado— fechada en 1828 y dirigida a Ansel Hüttenbrener, decía de un adagio de Paganini: «Y allí oí cantar a un ángel». Su perfección de virtuoso era algo fuera de este mundo. Y este efecto nos parece que se agranda si pensamos que no podemos atribuir a sus composiciones el hecho de producir tal hechizo, ya que sus páginas principales, y en especial sus conciertos, son postumos, publicados después de 1851, y muchos de ellos permanecen todavía inéditos. Y el efecto resulta más sorprendente aún si recordamos que su gira triunfal por Europa sólo duró unos pocos años: en 1834 se retiró a su tierra natal, a su villa próxima a Parma, y a partir de entonces sólo rara vez tocó en público, y casi siempre con carácter benéfico. Sólo en 1838 volvió a estar en el candelero: después de oír la Symphonie Fantastique, dirigida por el propio Berlioz, el gran violinista (a pesar de su conocida tacañería) le hizo un regalo de 20.000 francos. Paganini murió en 1840 en un completo aislamiento. Preciso es reiterar que Paganini interesaba más a los pianistas que a los propios violinistas. Estos últimos no podían imitarle, porque él era inimitable. No podían añadir nada a los logros técnicos que se encuentran, por ejemplo, en sus variaciones para violín y orquesta, Le Streghe («Las Brujas»), 1813. Pero los virtuosos dd piano sí que podían intentar transferir estos logros a su propio instrumento, emulando la técnica del violín. Y eso fue precisamente lo que hicieron: Chopin, Liszt, Schumann j incluso Brahms, quien en sus «Estudios para pianoforte», las variaciones

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Opus 35, compuestas en 1861-1862 y dedicadas a Cari Tausig —el virtuoso más destacado del siglo xix—, no sólo utilizó un tema de Paganini como esquema, sino que lo desarrolló al estilo de Paganini, por supuesto sin traicionar su propia naturaleza. Se trata del mismo tema sobre el que Liszt escribió sus variaciones en el sexto de sus Estudios de Ejecución según los Caprichos de Paganini. El arte de Schumann: ardiente y soñador Tanto Schumann como Liszt realizaron transcripciones para piano de algunos de los 24 Caprichos, Opus 1, de Paganini. Comenzaremos por Schumann ya que él fue el pionero en arreglar estas páginas para piano. Escribió su Op. 3, los seis «Estudios para piano arreglados sobre los Caprichos de Paganini», en 1832, y su Opus 10, los «Seis Estudios de Concierto según los Caprichos de Paganini» en 1833. Liszt no compuso sus Estudios de Ejecución según los Caprichos de Paganini (Études d'exécution transcendente d'aprés Paganini) hasta 1838. Ni Schumann, ni Liszt —ni, en este sentido, Chopin— estaban preocupados por el virtuosismo a solas. Su misión, según la entendían todos ellos, era combatir al virtuosismo con sus propias armas. De los comentarios de Schumann sobre sus «Estudios» Op. 3, podemos entresacar unas cuantas frases características: «No hay otra pieza musical en que las libertades poéticas suenen tan bien como en un caprice. Pero si, tras la ligereza y el humor que los caracteriza, también puede adivinarse una sonoridad y estudio más profundos, entonces es que hemos llegado a la total maestría... Después de eliminar las dificultades externas, la imaginación será capaz de moverse segura y juguetona, dando a la obra vida, luz y sombra, para completar con facilidad lo que le faltaría en una representación más libre». ¡Las libertades poéticas de un capricho! ¡Ligereza y humor junto a la perfección y el estudio más profundos! Parece como si Schumann estuviese perfilando las características de su propia obra, de la Opus 1 a la 23. Desde 1830 a 1840 (Op. 1 a Op. 23), sólo había compuesto obras para piano. Durante esta década el piano fue para él el instrumento universal capaz de expresar sus más secretas intenciones, lo mismo que le ocurría a Chopin quien, por su parte (a diferenica de Schumann y Liszt), se contentó toda su vida con ese instrumento universal. De la mano de estos tres maestros, el piano se convirtió en un instrumento totalmente distinto de lo que fue en manos de Mozart, Beethoven, Schubert, y hasta de Weber en sus momentos más «brillantes». Con ellos logró su estilo nuevo e incomparable. Se puede orquestar la música pianística de Beethoven, Schubert, o incluso Weber (como La invitación a la danza); pero no es posible hacer esto con la Kreisleriana de Schumann o con un étude de Liszt, o con el Pr elude en La bemol mayor de Chopin; lo mismo que no se puede transcribir al piano una obra para orquesta de Berlioz. Y, una vez más, estamos ante la cuestión del dominio de una nueva laceta del sonido mágico. Y este dominio comprende, a no dudarlo, no


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sólo la técnica sino también el arte de ampliar el compás, el acierto en sugerir las melodías, los bajos, las voces medias, la variedad de tonalidades en las dos manos, las escalas con dobles notas, los saltos, la finura en el empleo del staccato y el legato, etc. Comprende toda una nueva manifestación del estilo, de la expresión más libre, de la alternancia más rápida entre los pasajes íntimos y brillantes, entre la dulzura y la vivacidad. Y paralela a este nuevo contenido, que en Schumann tiene siempre un fondo poético, está también la nueva, caleidoscópica forma. Basta con echar una ojeada a algunos de los títulos de las páginas pianísticas de Schumann para darse cuenta de su predilección por dicha forma: Papillons, Op. 2; los Intermezzi, Op. 4; Impropíus sobre un tema de Clara Wieck, Op. 5; las Danzas Davidsbündler, Op. 6; las «Scénes mignonnes» tituladas Carvanal, Op. 9; la Phantasie-Stiick, Op. 12; las Escenas de niños, Op. 15; la Kreisleriana, Op. 16; las Novelletten, Op. 21 (tituladas así por Clara Novello), la Nachtstücke, Op. 23, etc. Para entender cabalmente los antecedentes poéticos de esta forma ele alternar con rapidez los pasajes contrastantes, preciso es estudiar con detenimiento a dos autores predilectos de Schumann: E. T. A. Hoffmann y Jean Paul Friedrich Richter, conocido por Jean Paul. En el centro de la Kreisleriana se yergue una figura hoffmaniana, apasionada, impulsada pdi poderes misteriosos y demoníacos, el maestro de capilla Kreisler, tomado de la Phantasie-Stücke, Parte III, de Hoffmann. Digamos incidentalmenle que volveremos a encontrar este título en Schumann, así como el di' Nachtstücke (la obra de Hoffmann del mismo título consta de ocho cuetl tos). Pero todavía más misterioso que el papel de este «fantasma Hofl mann» en las páginas pianísticas de Schumann, es el que corresponde ¡i los escritos de Jean Paul (1763-1825), el poeta sentimental, humorista, mitad idílico, mitad imaginativo, que hoy nos parece especialmente ¡uso portable, pero que en su época influyó sobre la burguesía alemana mal que el propio Goethe. En una de sus obras más logradas, Flegeljabrr, cuenta la historia de Walt y Vult, dos hermanos gemelos que —como del cribió Wilhelm Scherer— «uno desmañado, torpe, triste, tuvo una niñM sin sueños y difícil; y el otro diestro, fuerte, valiente, pugnaz y satírico; ambos proceden de su alma y representan las dos vertientes naturales da poeta y también del hombre...»*. Siguiendo esta analogía Schumann personificó asimismo las distinttl manifestaciones de su ego en Florestán, vehemente, entusiasta, ardiente; 811 Eusebius, joven, soñador; en Raro, maduro, sereno, el maestro. Todos clin-; componen la Davidsbündler, son miembros de la Liga de David, una 01 den secreta que ha concentrado todo lo grande, lo auténtico, lo progfi sista, y está dirigida contra todo lo que es superficial, lo que no pasa di ser agradable, lo mediocre, en una palabra, los filisteos. La fraternidad que Liszt deseaba organizar en sus Seis Ensayos (1835) ya estaba viv;i i n el alma de Schumann. Florestán, Eusebius, Raro, son los tres «Beethoví 36

a

Wilhelm Scherer, Geschichte der deutschen Litteratur (9. ed., Berlín, 1902) pág. 675.

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nianos», admiradores ardientes de Beethoven, pero no simples imitadores, y buscan el portón para acceder a un futuro oculto, romántico, a través de «nuevas sendas». Si analizamos cada una de sus composiciones pianísticas —y también las demás— podemos ver a quién corresponden, si a Florestán, a Eusebius o a Raro. A veces, al acabar un movimiento, Schumann indica, mediante sus iniciales, el «autor» o la pareja de autores; por ejemplo, en las Danzas de Davidsbündler, Op. 6, cuyo movimiento musical está inspirado por C. W. —es decir, Clara Wieck, la mujer amada, el miembro femenino idealizado de la sociedad, que más tarde sería su esposa. Este arte ardiente y soñador encierra un ingrediente esotérico que excluye a los no iniciados. A veces, Schumann levanta el velo del secreto. En sus Variaciones Op. 1, «sobre el nombre Abegg» utiliza el tema A - B E - G - G *, para el motivo de entrada. El Carnaval, Op. 9, es una versión de las Scénes mignonnes sur quatre notes, cuyas notas son A - Es - C - H **; Asch, que era el nombre de la aldea de la muchacha a la que entonces amaba, Ernestine von Fricken. Y una vez más, en la segunda pieza de Intermezzi, Op. 4, el primer verso de la escena de Gretchen hilando, del Fausto, contiene una acotación sobre la partitura. Pero hay que estar muy familiarizado con las páginas de Schumann, además de interesado en averiguar este tipo de cosas, para darse cuenta de que en el núm. 6 de los Intermezzi vuelve a aparecer Fráulein Abegg, o de que en el Finale de los Estudios Sinfónicos, Op. 13, hay una romanza de Templer uncí ]üdin de Marschner, muy conocida por aquel entonces, y que en el primer movimiento de la Fantasía en Do mayor, Op. 17, se contiene una frase del ciclo de canciones An die femé Geliebte de Beethoven. Posteriormente Schumann prefirió retraerse de hacer estas indicaciones lan claras. Como buen romántico adoraba los enmascaramientos para esconderse tras ellos y actuar de la manera más sentimental y exuberante. El ariista que había en él era demasiado absorbente como para ofrecer sus confesiones al desnudo y con franqueza. Schumann no compuso música de programa propiamente dicha. Cierto que su música se inspiró en la poesía, pero fue siempre música; y el juego de contrastes de sus «miniaturas» caleidoscópicas no sigue un «programa» arbitrario, sino que se conforma según leyes puramente musicales. Ante imsotros vemos con toda claridad la refinada evolución de los elementos fl los que el arte pianístico de Schumann debe su encanto perpetuamente nuevo: aquí el juego de los pequeños núcleos melódicos; allá la alternan¡ i;i entre el ornamento más encantador y los pasajes compuestos en el estilo j '.nieto de Bach, la variación entre la armonía categórica y rigurosa y la Indefinida, cambiante, imprecisa, entre el ritmo más simple y el más elaI"irado. Después de los Intermezzi y el Carnaval, la más original y quizás lii mejor desarrollada de estas páginas pianísticas tal vez sea las Novellet* Corresponde a la nomenclatura alemana y equivale a La-Sí bemol- Mi-Sol- Sol. i II del T.) * Es decir: La-Mi bemol-Do- Si natural. (N. del T.)


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ten, Op. 21; Faschingsschwank aus Wien, Op. 26; los Estudios Sinfónicos, Op. 13; y sobre todas, la Kreisleriana, Op. 16, donde todos los contrastes, desde el aspecto más recóndito al más resplandeciente, se mantienen dentro de un marco unificado. Una obra algo distinta pero inmortal también y plena de espíritu romántico y amor por la sencillez y la inocencia, son sus Escenas infantiles, Op. 15, piezas breves que encuentran su paralelo en los diseños y grabados del artista alemán Ludwig Richter. Aunque Schumann no agotó la forma caleidoscópica y accedió con cierta frecuencia al molde clásico de la sonata, siguió siendo un romántico y no fue absorbido por el modelo de Beethoven o de ningún otro clásico en sus tres Sonatas para piano (en Fa sostenido menor, Op. 11; en Sol menor, Op. 22; y en Fa menor, Op. 13, que equivocadamente el editor denominó «Concert sans orchestre»). El Allegro de la Sonata en Fa sostenido menor recibió en un principio el título de «Fandango», y es una danza frenética de una pareja desesperada, Florestán y Chiara. La Sonata en Fa menor originalmente constaba de un Allegro fantástico y unas Variaciones igualmente fantásticas, y es dudoso que mejorara con la adición del Scherzo. En cuanto a la Sonata en Sol menor, en lugar del movimiento lento contiene una romanza, y toda ella es extremadamente compacta e íntima. Resta una cuarta obra del mismo tipo, quizás la más bella de todas, que renuncia a la denominación de «sonata» y está dedicada a Franz Liszt: se trata de la Fantasía en Do mayor Op. 17. En cuanto al «contenido» de sus tres movimientos, los títulos que en principio llevaba y que posteriormente se suprimieron pueden ser indicativos: «Ruinas», «Arco triunfal», «Constela ción». Y en cuanto a su intencionalidad romántica, pasamos a ofrecer un fragmento de los versos de Friedrich Schlegel que la inspiraron, y a lol que Schubert ya puso música en una ocasión: De entre todos los sonidos se destaca ' Atravesando la tierra toda Un dulce son, que no se apaga, / Vara aquel que en secreto lo escucha.

En esta obra se hizo realidad un viejo sueño de los románticos: la un ion de los recursos musicales más delicados y de los medios pianísticos m.r. cuidados y tratados con el mayor respeto. En ella el virtuosismo se pone por entero al servicio de la música poética o poesía musical. En sus iilli mas obras para piano —y la última de todas, Gesange der Frühe, dediettj a la «excelsa poetisa Bettina [Brentaño]», es la opus 133 y lleva la fecal fatídica de 1853—, Schumann quiso, como en otros campos, alcanzar el «dominio» consciente: en sus Estudios en forma de canon para piano <l< pedal, Op. 56, de los que hay cuando menos dos que combinan con r,u.> encanto la «petulancia» y el romanticismo; las Fugas, Op. 72 y las I MI guettas, Op. 126. Y esporádicamente siguió componiendo obras, coflSl Bunte Blatt'er, Op. 99, o Waldszenen, Op. 82, que si no son tan original' [ como las primeras, todavía están llenas de la magia romántica.

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ptzt, el técnico creador Franz Liszt asumió una postura muy distinta de cara al virtuosismo: picó inmisericorde a los músicos meramente virtuosos, tipo Thalberg, y en consecuencia hubo de superarles en virtuosismo. ¡Y a fe que lo hizo! Sus páginas pianísticas encierran tecnicismos que fueron sorprendentes en su época y siguen siéndolo hoy. Liszt, como Paganini con su violín, «upo extraer al piano posibilidades de sonoridad nunca antes imaginada. I'ii-o su arte no se limitó a transcribir al piano las posibilidades técnicas ilcl violín o de cualquier otro instrumento. Ni se redujo a juguetear con los pasajes en octavas o en décimas, o con efectos de acordes cromáticos, ion la técnica de los saltos, de las manos cruzadas, las cadenas de trinos, los arpegios, las innumerables maneras de dividir la cantilena o la ornamentación. Todos estos rasgos técnicos acreditan a Liszt como innovador, m,¡s exactamente como innovador romántico. Pero su arte consistió, asimismo, en una nueva técnica de la invención, sobre todo en la armonía y ni la refundición de los motivos. Es cierto que Liszt compuso ante todo pensando en el público, en rl podio de la sala de conciertos, y sólo al final de su vida empezó a esiiiliir unas cuantas obritas conmovedoras que son auténticos monólogos. I'cío en casi toda su obra, incluso cuando es más intimista, pensó sieml'ir en el salón y en una auditorio femenino determinado. De su pluma no ;.,il¡ci'on ningunas «Escenas infantiles», pero sí una serie —desgraciadamente demasiado extensa— de morceaux de salón. No hay una Kresleriana, p r o sí todo un conjunto de transcripciones operísticas de Auber, Bellini, Bonizetti, Mercadante, Meyerbeer, etc., incluso de Mozart y de Verdi —todas caballos de batalla de una portentosa técnica—. Liszt fue un con<|iii:;i;\dor infantigable de nuevos territorios para su instrumento y casi, i.isi, adquirió la patente del término «transcripción». Representa la aprojUción creativa, improvisada, rapsódica, de la temática melódica ajena mil fines virtuosistas y para la exhibición de bravura. Dentro de este • ñero de la apropiación, Liszt utilizó distintos nombres según las obras: Htftituras para piano (entre las que se encuentra la memorable transcripriún de las nueve sinfonías de Beethoven en dos pentagramas); arreglos Bomo las también memorables transcripciones para piano de siete preludios y fugas de Bach compuestas para órgano), fantasías, reminiscencias, ilustraciones, paráfrasis (a cuya categoría pertenece su propaganda para Ins obras de Wagner, desde la «Fantasía sobre motivos de Rienzi», a la «Marcha solemne del Santo Grial, de Parsifal»). Pero no es totalmente cierto que el aspecto técnico prime en su obra, y mucho menos que sea en modo alguno su propia razón de ser, porque pcho elemento es consustancial a la creatividad y, sobre todo, a la crea•¡fidad al servicio de los ideales y sentimientos románticos. Siendo un hacho de quince años Liszt publicó un «Estudio para piano con 48 • |.TI icios en todas las claves de los modos mayor y menor», estudios técjícos al estilo de su maestro Czerny. En 1837 volvió a reelaborar dichos rNludios, que pasaron a ser —cuando menos once de ellos— los Grandes


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Eludes, un compendio no sólo de la nueva técnica pianística, sino del sello lisztiano de la poesía romántica. Más tarde, en 1853, en una tercera versión, quiso expresar el contenido poético de diez de ellos asignándoles los títulos de: «Mazeppa» (núm. 4, utilizado después como Poema sinfónico); «Feux folléis» (núm. 5); «Wilde Jagd» (núm. 8); «Harmonies du soiA (núm. 11), y «Chasse-neige» (núm. 12). Los títulos indican bien a las cía ras la calidad del romanticismo de Liszt, que no era de tipo alemán, sino fundamentalmente francés, y cuyo trasfondo no está imbuido de la can ción folklórica, de Novalis, o Mórike, sino de Byron, Lamennais, Lamartine y Víctor Hugo, con su weltschmerz, su pasión y su retórica. Se trata de impressions et poésies; pero son impresiones transmitidas por vía de las ideas literarias. Antes incluso de que Liszt renunciara final mente a su carrera de virtuosos se retiró de sus giras triunfales para sumergirse en la naturaleza, siempre en regiones «románticas» —el Rliin, Suiza, Italia—. Pero viera lo que viera, todo lo contemplaba a través de los cristales de sus lecturas. Así es como nacieron su Álbum d'un Voyagcur. su Fantasie Romantique sur deux Mélodies Suisses y sus Années de Pélf rinage, que en parte es una revisión del «Álbum de un viajero». Uno di' sus fragmentos se llama «Vallée d'Obermann»: Liszt no vio en él al vallepropiamente dicho, sino que lo contempló a la luz de una novela scnii mental de Étienne Jean de Senancour y —para que la obra fuera comprensible— la edición original contiene una extensa selección de dicho libro, En Italia su diario musical es el de un turista altamente cultivado que daf| a su imaginación arder en llamas ante el Sposalizio de Rafael en la C i. 11< ría Brera, ante la tumba de los Medid de Miguel Ángel (en la cual y de forma extraña Liszt aplica al Pensieroso el famoso verso sobre la esculiurn de la Notte), en tres sonetos piensa en el poeta que cantó a Laura, y du rienda suelta a sus sentimientos «en una Fantasía quasi Sonata, tras ni ni lectura del Dante». El estímulo religioso que ya estuvo presente en su obra más temprana, se revivifica en sus Harmonies Poétiques et Religieuses escritas a finales de los cuarenta, con diez composiciones, entre ellas «Bénédiction de Dirii dans la solitude» (núm. 3) y «Cantique d'Amour» (núm. 10), piedad que < n su mayor parte es tediosa e insustancial. Es muy significativa la indicación que hace para la ejecución del «Pensée des morts» (núm. 4), que consli tuye la verdadera esencia de la colección: «avec un profund sentiment d'cti nui», con un sentimiento profundo de la vanidad de la existencia. El trinn fo del virtuoso se mezcla con weltschmerz, la resignación de un romántisl definitivamente culto. A medida que Liszt fue envejeciendo el elemetltij religioso o cuasi-religioso fue adquiriendo más fuerza; de ello dan tcsii monio, para poner un ejempo, sus Légendes compuestas alrededor de 186 , (publicadas en 1866), que utilizan a ambos San Franciscos con una aureoflj ricamente ornamentada: «St. Francois d'Assise - La prédication aux oiseautíi y «St. Franqois de Paule marchant sur les flots»; o bien la tercera palle, ln «Troisiéme année» de los Années de Pélerinage (1877), que termina con un auténtico peregrinaje a Roma: núm. 1, «Ángelus. Friere aux anges g&\ diens», núms. 2 y 3 «Aux Cypres de la Villa d'Este, Thrénodies», núm. •!

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(Les jeux d'eaux a la Villa d'Este», núm. 5 «Sunt lacrimae rerum», núm. 6 Marche Fúnebre», núm. 7 «Sursum corda...». Incluso en el núm. 4, Juer/i'i de agua, una página virtuosista de las más características, no falta el Digo piadoso. De forma típicamente romántica, el revolucionario en el mundo anhela morar en Dios. Pero, como músico, Liszt no fue nunca capaz de apaciguar el ansia revolucionaria de su corazón. Ningún romántico fue más lejos que él p su visión del futuro, y normalmente sucedía así cuando se olvidaba de nu programa de acercar la música a la poesía. Sus Estudios de Ejecución liej'/m Paganini, que al igual que los Etudes, Schumann criticó de una foriii.i excesivamente superficial y casi malintencionada, tal vez sean sus páginas más evolucionadas, ya que en ellos el elemento «mecánico», casi inconscientemente, se transforma en poesía. Una de sus composiciones —la i|ue hemos denominado la esencia misma de sus Harmonies Poétiques i |¡834)—, al no tener ninguna indicación en cuanto al tiempo y la clave, I Hiede servir como un modelo original de la expresión más pura. La pura | I'lesión inunda, asimismo, la única Sonata, que Liszt compuso a principios de 1852, que dedicó a Robert Schumann en correspondencia a la • l'dicatoria de la Fantasía en Do mayor, Op. 17. Siempre había tratado tic evitar la forma de sonata, pues sus modelos preferidos eran la improI i|EI< ion, la fantasía, la rapsodia. Pero también en la Sonata encontramos | [ementos revolucionarios, a saber: una unidad aparentemente improvisada, pero en realidad construida y articulada siguiendo un plan meticuloso que nc deriva de cinco motivos originales que una y otra vez se reconfiguran, pBmbinan e intensifican. Se trata de una de las pocas creaciones (pocas en i.Lición con el cúmulo de sus páginas pianísticas) en las que Liszt acudió n la polifonía —una polifonía retórica—. Pero el resultado fue todavía más leliz, o «más inocente», cuando se inspira en Bach, como ocurre en la FanHlía y Fuga sobre el tema de B-A-C-H (c. 1871), o las Variaciones sobre Un basso ostinato cromático de la Cantata Weinen, Klagen, de Bach. Tales son las obras que perduran contrastando con las muchísimas o! >ras del cosmopolita, del viajero Liszt, que vivió en varios países y, con«ecuentemente, no perteneció a ninguno y que, como Ulises, «vio muchas i iiulacles humanas y aprendió muchas costumbres». Por nacimiento era lángaro y a esta circunstancia fortuita rindió espléndido tributo en los centenares de motivos rítmicos, melódicos y armónicos que encontramos ni sus obras y, en especial, en sus Rhapsodies Hongroises, que están entre sus composiciones más populares, tanto en su forma original, para piano, como en los numerosísimos arreglos. Las Rapsodias húngaras se basan mayoritariamente en melodías zíngaras, que Liszt era muy aficionado a coleccionar. Refiriéndose a Csermák, su antecesor en la ejecución de estas melodías, en su obra Sobre los gitanos y su música 31, dice algo que también puede aplicarse a él mismo: «Si un artista europeo, mediante IR adivinación simpática, se identifica con el espíritu imperante en este «te, tal vez consiga recitar las canciones, coordinarlas, recopilarlas e inter37

Gesammelte Schriften, VI, 357.


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pretarlas con el mismo sentimiento que las ha concebido...», a lo que habría que añadir, además, el virtuosismo y el encanto personal de Liszt. Las Rapsodias Húngaras tal vez sean sus mejores «transcripciones»; en ellas se presenta con su máscara más triunfal y característica. Pero se trata de una máscara que no es menos, quizá, que la máscara italiana de sus «Tarantelles napolitaines» pertenecientes a «Venezia e Napoli» que es un suplemento de sus Années de Velerinage, o que la brillante máscara española del «Rondeau fantastique sur un théme espagnol» («El contrabandista», canción de Manuel García, 1836), y que tampoco es menos máscara que la de las innumerables paráfrasis que Liszt compuso sobre todo tipo de melodías nacionales. Chopin, un músico original Frédérich Chopin (1810-1849) es el maestro del piano en cuya obra el elemento nacional se funde con el genio más excelso. Resulta un hecho extraño y significativo a la vez que el compositor nacional polaco más eximio fuera mitad francés, pues su padre Nicolás Chopin era un emigrado que había llegado a Polonia procedente de Nancy. El componente nacional, en música como en el resto de las artes, nada vale cuando no coincide además con la grandeza personal, o no cuenta con una gran personalidad que lo apoye. Lo que se llama música alemana es esa imagen difusa que crearon Bach, Haydn, Mozart y Beethoven; pero Bach, Haydn, Mozart y Beethoven no fueron, ciertamente, representativos de la música «alemana» porque ya existiera antes que ellos. Pues bien, Chopin también fue el creador de la música polaca, y al afirmarlo no queremos significar que antes no hubiera música regional polaca ni músicos polacos. Ya en la segunda mitad del siglo xvi las colecciones de danzas instrumentales incluían composiciones polacas con sus ritmos característicos. Más aún, el hecho de que la polonesa era un ritmo danzable de moda en el siglo xvm, se atestigua en las obras de J. S. Bach y sus hijos Wilhelm Friedemann y Philipp Emanuel, y en las de Telemann, Schobert y Mozart. Pero puede decirse que el primer músico polaco, en este caso ruso-polaco, fue Joseph Kozlowski (1757-1831), que fue seguido por hombres como Joseph Elsner (1769-1854), nacido en Schleswig, y Charles Kurpinski (1785-1857), quienes no sólo eran polacos, sino también buenos «europeos», es decir, muy influidos por los estilos de la ópera italiana y la música instrumental alemana. En relación con Chopin, su condición de polacos tal vez sea comparable a la de bohemio de Johann Wenzel Tomaschek o a la de checo de Smetana. Al empezar su carrera Chopin se basó en las melodías de su profesor Elsner o, como ocurre en la Grande Fantasie para piano y orquesta, Op. 13 (1829), en un tema de Kurpinski y en las canciones polacas. El propio Chopin llamó a esta obra un «Potpourri sobre tonadas polacas». Su vida merece el calificativo de romántica por su brevedad y por su sufrimiento («toda su vida se estuvo muriendo», dijo Berlioz en la desaparición de Chopin), si no hubiera habido casos de compositores «clásicos»

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cuya vida fue igualmente breve: Pergolesi, Mozart o Schubert. Chopin fue un wunderkind, tanto en su faceta de virtuoso como en la de compositor. Tras los primeros éxitos en su patria se trasladó a Viena donde, en 1829, dio dos conciertos con acompañamiento de orquesta. Para entonces Chopin ya había oído a Hummel y a Paganini en Varsovia. En 1830 abandona para siempre Polonia y, vía Viena y Munich, llega a París, que fue para él, lo mismo que para Liszt, su patria espiritual y social; y allí vivió como artista libre, asegurada su existencia, con cierto grado de independencia, por algunos conciertos —no muchos—, la venta de sus obras (de cuyo valor era plenamente consciente), y distintos empleos como enseñante. Pero no supo independizarse de las mujeres: en 1836 se iniciafon sus relaciones con Aurore Dudevant, me Dupin, la famosa novelista que en literatura empleó el pseudónimo de George Sand. Su relación con ella y con su familia no finalizó hasta 1847, tras muchas crisis, de las cuales tal vez la más conocida sea la de Valldemosa, en la isla de Mallorca, el año 1838. En 1848, ya muy enfermo, emprendió una gira de conciertos por Inglaterra y Escocia. Murió el 17 de octubre del siguiente año. Su vida fue romántica, o así lo parecía, como lo fue la vida de Heine, no sólo por lo que él era, sino por todos sus sufrimientos: su enfermedad, su exilio de la patria cuyo trágico destino en su inútil resistencia a Rusia Chopin sintió en lo más profundo de su alma a pesar de hallarse tan lejos, y por estar rodeado de la admiración de hombres y mujeres, éstas más o menos bellas, pero siempre inteligentes y apasionadas y casi siempre aristocráticas. En la realidad, y por lo que se deduce de sus cartas, Chopin fue una personalidad muy distinta: sensible pero nunca sentimental, ingenioso e irónico hasta llegar a la ironía consigo mismo, dotado de una facultad de observación muy aguda hacia sus amistades y hacia los hombres en general, amante de su familia, leal con sus amigos, sobrio y con sentido práctico para los negocios. Schumann y Liszt empezaron componiendo música para piano (si bien ya en 1824-1825, Liszt escribió una ópera: Don Sanche et le Chateau d'Amour), y sólo al final de su carrera trataron de hallar una forma de expresión más universal —universal en el sentido de que dominaron los géneros de la música de cámara, la sinfonía y todas las modalidades de musical vocal, grandes y pequeñas. Chopin, en cambio, empezó y terminó como compositor pianístico, nada más; y en las pocas obras, todas tempranas, en que combinó el piano con la cuerda, como en el Trío para piano, Op. 8, en Sol menor (anterior a 1828), la Introduction et Polonaise Brillante en Do, Op. 3, el Grand Dúo Concernant (compuesto en colaboración con Franchomme), y la Sonata opus 65 en Sol menor, su última composición —todas ellas para piano y violoncello—•, el piano impone brillantemente sus derechos de líder, aunque su autor es demasiado buen músico y, sobre todo en la Sonata, ha alcanzado ya la madurez que le permite asignar al violencello, en diversos pasajes, una participación en forma de diálogo cantabile. Pero es difícil pensar en Chopin como compositor de cuartetos de cuerda o de sinfonías. En sus conciertos para piano en Mi me-


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ñor, O p . 1 1 , y en Fa menor, O p . 2 1 , la parte orquestal está tan subordinada que los arreglistas bien intencionados han pensado que debían enriquecerla. Lo mismo puede decirse de las escasas obras para piano y orquesta que nos han quedado: las Variaciones sobre «La ci darem» de Mozart, Op .2; la Grande Fantasie sobre canciones polacas, O p . 13, ya mencionada; la Cracovienne, O p . 14; y la Grande Polonaise en Mi bemol, opus 22. Puede verse que todas estas composiciones corresponden a números de opus muy tempranos. Cuando más avanzó en su carrera, más reacio fue Chopin a subir al podio de la sala de conciertos, a presentarse ante las masas, expectantes, que sólo vibran bajo los efectos de recursos muy espectaculares y directos. Chopin se dirigía a un público más reducido, más selecto, y siempre trató de unir el arte más sublime, incluso la habilidad artística más excelsa, con la intimidad más absoluta. Todos sus contemporáneos concuerdan en señalar que su dinámica no superaba el nivel forte, sin que la matización se resintiera ni un ápice. La posición única que Chopin ocupa puede atribuirse en primer lugar al hecho de que del principio al fin de su vida artística fue siempre un músico original. Schumann, al final de su carrera, se arrepintió de su originalidad; Wagner, tras sus comienzos eclécticos, hubo de descubrir e intensificar su propio y personalísimo lenguaje musical; y Liszt, a lo largo de toda su vida, permaneció en un estado de eclecticismo. Pero Chopin no gustó de hacer alarde de su originalidad. «Descúbranse, caballeros, he aquí un genio», tales fueron las palabras con que Robert Schumann, en el Allgemeine Musikalische Zeitung de 1831, acogió la presentación de las Variaciones sobre Mozart, de Chopin. Pero Schumann, al que sí que le gustaba patentizar su originalidad, alababa únicamente la actuación romántica, la «vehemencia», la maestría de que la obra hacía gala. Chopin no fue un romántico menos revolucionario que Berlioz o Liszt; pero se daba cuenta de que no le placían de ninguna manera ni los rasgos un tanto estrafalarios de Berlioz, ni la brillantez más bien exhibicionista e intranscendente de Liszt. Muchas son las clases de menas musicales que Chopin amalgamó y vertió en su propio crisol; y están tan perfectamente imbricadas entre sí que al escuchar su música no sabemos ya nada más salvo que es el propio Chopin quien llega hasta nuestros oídos. Es la elegancia de Hummel; es la dulzura y el estilo florido de las melodías rossinianas; es Mozart con su sencillez de segundas y su candidez; es Bach, con sus detalles concebidos al modo polifónico y contrapuntístico; es John Field, el alumno de Clementi y compositor de ardientes nocturnos; y es, tal vez, Cari Maria Weber, el brillante autor de rondós y sonatas. Quizás no esté presente Beethoven: Chopin parece haber comprendido que Beethoven, que todavía fue contemporáneo suyo, no le ofrecía ningún punto de contacto, pues Chopin se tenía a sí mismo por un compositor de moda, que déséalj el éxito inmediato y se servía de él, aunque no persiguiera el triunfo vi 11 gar, en masse.

en la O p . 2, maestría que se desarrolla con tanta rapidez que después de la O p . 10 —la primera colección de études— apenas si se aprecian posteriores irregularidades, sino sólo ligeras fluctuaciones en la madurez de la obra chopiniana. Pero tal vez si la comparamos con las composiciones pianísticas de Liszt podamos ver mejor en qué consiste esta maestría. Liszt solía gustar de espantar a los burgueses y aun de aterrorizarlos, y Chopin lo evitaba con toda su alma, lo mismo en virtuosismo que en lo referente a la armonía. Las obras de Liszt son retóricas hasta llegar a la grandilocuencia, las de Chopin son elocuentes hasta el extremo de la intimidad. En Liszt la forma se hace ampulosa hasta alcanzar un climax rutilante; en Chopin manda la concentración más estricta —ya hemos señalado que podía decirlo todo en una docena de compases, igual que Heine podía expresarlo todo en cuatro versos—. Liszt prefería la forma rapsódica, y por tanto tenía que intentar una conexión hábil de los motivos para así conseguir la evidencia tangible de que sus composiciones mantenían la unidad, tal como ocurre, por ejemplo, en su Sonata en Si menor. Chopin, en todas sus páginas, crea la ilusión de que son improvisadas cuando, en realidad, su construcción es sólida a pesar de su apariencia involuntaria o no intencionada —como ocurre en sus dos sonatas, una en Si bemol menor, opus 35, y la otra en Si menor, opus 58 M —. Ambas son totalmente no-beethovenianas y las dos aparentemente compuestas de elementos heterogéneos: dos baladas en vez de dos primeros movimientos; scherzi virtuosos; en la primera la célebre o archiconocida Marche Fúnebre y el Finale fantasmal, a modo de étude; y en la segunda, como movimientos lento un nocturno; y, aún así, cada una de ellas formando un todo. Schumann puso el dedo en la llaga al escribir, a propósito de la Sonata en Si bemol menor: «... el hecho de llamar a su obra "Sonata" debe tomarse más bien como un capricho, por no decir una impertinencia. Chopin ha reunido cuatro de sus criaturas más disparatadas...». Pero añadía: « . . . quién sabe si algún día un descendiente más romántico... desempolve la sonata y la toque y piense para sus adentros: "Después de todo aquel tipo no estaba del todo equivocado"».

Schumann que, con su crítica, siguió buena parte de la carrera arlís tica de Chopin, destacó acertadamente la maestría de que ya hacía gall

38 Una tercera, en Do menor, numerada Opus 4, pero publicada después de su muerte, es obra de juventud, aunque ya muy original.

También fue Schumann quien primero intentó establecer la diferencia entre lo nacional y lo universal en la estructura de la música chopiniana. No cabe duda de que Chopin fue el primero y, desde luego, el más grande de todos los compositores nacionales; que en su obra el alma de Polonia se encarna de forma más visible que en ningún otro artista; y que en todas las épocas de tensión nacional — y cuándo ha estado Polonia libre de tensiones nacionales— su música ha tenido un significado patriótico. Y una vez más fue Schumann quien, al comentar sus dos conciertos, hacía hincapié en el «sentimiento nacional, original y vibrante de Chopin... Y como quiera que este espíritu nacional viste hoy los negros ropajes del luto, todavía nos conmueve más profundamente cuando lo vemos personificado en la sensibilidad del artista... Si el poderoso y autócrata monarca del Nor-


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te [el Zar] supiera que en las composiciones de Chopin, en las sencillas melodías de sus mazurcas, late un peligroso y amenazante enemigo, seguramente prohibiría su música. Hay cañones ocultos bajo las flores de las composiciones de Chopin». Por otra parte, también es verdad que las composiciones «nacionales» son sólo una parte de la obra completa de Chopin. En vida del autor se imprimieron 42 mazurcas (Opp. 6, 7, 17, 24, 30, 33, 41, 50, 56, 59, 63, más una sin numerar) y 13 ó 14 más se editaron a su muerte. Asimismo, fueron siete las polonesas que él vio publicadas (Opp. 26, 40, 44, 53 y 61, la V olonaisie-Y antaisie), a las que hay que añadir seis postumas. También debería incluirse junto a las mazurcas el Rondo á la Mazur, Op. 5. Pero entre sus obras hay también ocho valses (Opp. 18, 34, 42, y 64), más siete postumos, una Tarantelle, Op. 43, un Bolero, Op. 19, una Barcarola, Op. 60, y tres Escossaises postumas. ¿Son estas composiciones vienesas, napolitanas, españolas, escocesas, venecianas? No, Chopin gustaba de vincular su imaginación a un ritmo dado que podía ser muy simple, como es el caso de los valses, y basándose en él, construir el entramado más luminoso, más fecundo, más imaginativo y etéreo. Siempre es Chopin quien habla, nunca el pueblo. Y otra vez hemos de citar a Schumann en sus comentarios a las cuatro Mazurcas Op. 30. Tras referirse al Scherzo, continúa: «Chopin ha elevado, asimismo, la mazurca a la categoría de una pequeña forma artística, y si bien ha compuesto muchas obras en este ritmo, pocas se parecen entre sí. Cada una de ellas tiene un rasgo poético distinto, algo nuevo, bien en la forma, bien en la expresión». Schumann opina igualmente que los valses de Chopin no eran tampoco valses vieneses, al modo de las danzas de Schubert y sus continuadores Lanner o Johann Strauss el mayor, es decir, valses populares con un algo de danza compestre o burguesa. Y así, comentando el Vals en La bemol, Op. 42, dice Schumann: «Como los que le preceden, este vals es una obra de salón de una real nobleza. Piensa Florestán que si él tuviera que tocarla en un baile, la mitad de las damas habrían de ser condesas. Y tiene razón, el vals es aristocrático de pies a cabeza». Lo mismo puede decirse de las polonesas de Chopin: son suyas de pies a cabeza. No se trata ya de utilizar la forma nacional para crear un contraste gracioso entre dos movimientos, como hizo Beethoven, por ejemplo, en su Polonesa en Do mayor, Op. 89 (1814) —«la primera polonesa para piano original del maestro» rezaba en la partitura, a modo de dedicatoria— y en el Minué del Cuarteto Op. 59 núm. 3, que • en realidad es una polonesa. Ni tampoco como la utilizaron Weber y Liszt, para conseguir un efecto brillante, o disfrazarse de forma provocativa o característica. En Chopin, virtuosismo, esplendor rítmico y brillo melódico se supeditan a la expresión personal del compositor. Debemos detenernos a considerar el hecho sorprendente de que la influencia que Chopin ejerció alcanzara proporciones internacionales. Ni) sólo le imitaron en Varsovia, sino también de norte a sur, desde Oslo a Palermo, y de este a oeste, desde Petersburgo a París. Al igual que ningún compositor sinfónico del siglo xix podía pasar por alto a Beethoven,

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tampoco, a partir de 1830, ningún compositor pianístico podía olvidar a Chopin. Lo mismo puede decirse de sus aproximadamente 30 études, que mayoritariamente se recogen en dos colecciones: Op. 10 y Op. 25. Pueden escribirse tratados enteros sobre los problemas técnicos de cada uno, pero lo más importante es que todos y cada uno de ellos son una obra dramática y apasionada o una poesía lírica condensada hasta el límite. Chopin nunca hizo la menor indicación sobre el «contenido» de estos poemas ni asignó a sus estudios ningún título o inscripción. Es Schumann, de nuevo, quien en una referencia a la Op. 25, dice que el primero y más conocido en La bemol «más que un estudio es un poema», y pasa a contar la interpretación que hizo de él el propio Chopin (con ocasión de una visita a Dresde y Leipzig en el verano de 1835, Chopin tocó ésta y otras páginas para Schumann y para Mendelssohn): «Se equivoca el que crea que Chopin dejó oír con nitidez todas y cada una de las notas; más bien era un brotar el acorde en La bemol mayor que aquí y allá se elevaba de tono mediante el pedal. Pero uno percibía la maravillosa y entonada melodía que transcurría entre las armonías, y sólo hacia la mitad, en un momento dado, junto a la parte principal aparecía una voz de tenor que gradualmente iba tomando forma a medida que surgía de los acordes». Pero Chopin no precisaba de pretextos pedagógicos para componer poesía pura. Ahí están sus tres libros de Préludes, Op. 28, a los que cabe añadir la Op. 45 —un conjunto de composiciones tan variadas como el Heimkehr de Heine—. Y las cuatro Baladas (Opp. 23, 37, 47, y 52), entre las que también debe clasificarse la Op. 49, en Fa menor, que esta vez se llama «Fantasía». Y están los Nocturnos y los Scherzi, y entre ellos el misterioso y etéreo en Si menor, los Rondós y Variaciones, los Impromptus. Ignoro si Chopin conocía los Impromptus de Schubert, pero al igual que él, hace gala, en ésta y otras páginas similares, de una invención armónica y melódica de sobrecogedora belleza, que se basta a sí misma y no precisa desarrollo alguno ni pierde nada con la repetición. Sin duda es Chopin el compositor donde más abunda la repetición —sobre todo, por supuesto, en sus danzas; y son suficientes unos pequeños adornos o variaciones para conseguir que lo que se repite parezca siempre nuevo. Es un mundo en pequeño; un mundo visto desde un rincón bajo todas las luces imaginables, desde la más deslumbrandora (no digo la más nítida o transparente) a la más opaca. Comparado con Schubert, o Schumann, o incluso Liszt, Chopin no es ya un romántico, sino neorromántico, tan inmensa es la sensibilidad de sus sentimientos, tan audaces y nuevos sus medios de expresión, especialmente en su armonía, tan rica en modulaciones y disonancias. Sus contemporáneos pensaban que desde este ángulo sus composiciones eran extravagantes, que eran una «excentricidad mórbida» (Schumann); en cuanto a Field, el compositor de nocturnos, cuando en 1832-1833 tuvo conocimiento de la obra de Chopin, se refirió a él como un «talento de alcoba de enfermo». Y tal es la impresión que todo el romanticismo tiene que haberles causado a los representantes de la época «clásica». Pero cuando Goethe el 12 de febrero de 1829 escribía a Zelter


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sobre el giro que tomaban los tiempos, esa tendencia que «traspasa la época de arriba abajo y todo lo anega en la mediocridad y la sensiblería», no es ciertamente una observación que pueda aplicarse a Chopin. Es cierto que la sensibilidad de Chopin llevada hasta el exceso puede desatar efectos patológicos; pero también es cierto que estos efectos patológicos ocasionales son característicos del neorromanticismo. Nadie ha descrito con más acierto que Liszt, que fue un observador de primera fila, la forma «patológica» de trabajar Chopin. Sin embargo, y aunque parezca extraño, no lo refiere en su ensayo sobre Chopin, sino en el que dedica a Robert Franz:

mántico que gustaba de lo idílico. Unos cuantos títulos nos darán una idea de la naturaleza de su obra: Promenades d'un Solitaire, O p p . 78 y 79 (según Jean-Jacques Rousseau); Blumen, Frucht und Dornenstücke (según Jean Paul); Reise um mein Zimmer (según R. Toepffer). Y junto a estas obras hay, por supuesto, muchas sonatas, sonatinas, danzas, nocturnos, baladas, canciones sin palabras, y sobre todo études, así como todas las demás modalidades de música de piano de su tiempo. Schumann encontró las palabras justas para describir la posición del joven Heller. Al comentar sus Impromptus, O p . 7, Schumann dice que está más que harto del término «romántico», pero ¿de qué otra forma se puede calificar a Heller?

Chopin era... de naturaleza intensamente apasionada y con los nervios a flor de piel. Se refrenaba cuanto podía, pero era incapaz de reprimirse. Todas las mañanas recomendaba una vez más la difícil tarea de silenciar su temperamento colérico, su odio candente, su amor ilimitado, su pesar lacerante y su entusiasmo febril, y de mantenerlos en suspenso mediante una especie de éxtasis espiritual, éxtasis en el que se sumergía a fin de conseguir en sueños un mundo encantado y mágico para vivir en él y. captándolo en su arte, hallar una felicidad punzante. Trabajando de una forma tan definitivamente subjetiva... no conseguía, ni por un momento, apartar la atención de sí mismo, para poder objetivar alguna cosa y comunicar sus sentimientos de un modo más indirecto mediante la elección y el tratamiento de sus temas. Precisamente por haberse sacrificado en la lucha, con pasiones y sufrimientos a la vez intensos e intensamente reprimidos, se hacía para él casi imposibletomarse un respiro y componer obras más extensas. Sus mejores obras se comprenden en dimensiones reducidas y no podía ser de otro modo, porque cada una de ellas es el fruto de un breve momento de reflexión, el suficiente para reproducir las lágrimas y los sueños de un día.

A Dios gracias nuestro compositor nada sabe de ese monstruo, difuso y nihilista. detrás del cual muchos buscan lo romántico, ni de ese materialismo crudo y ramplón que divierte a los neorrománticos franceses. Lejos de todo ello, sus sentimientos son perfectamente naturales y él los expresa de forma clara y con sensibilidad. Ahora bien, al escuchar sus composiciones se tiene la sensación de que en el fondo de ellas hay algo más, un anochecer sugestivo, característico, o más bien una aurora, que le hiciera a uno ver contornos extraños en figuras que son perfectamente nítidas. Es difícil explicar con palabras todas estas cosas; tal vez sería más eficaz una imagen, así que voy a comparar esta luz espiritual con las aureolas que en ciertos albores pueden verse en torno a los perfiles oscuros de muchas cabezas. Después de todo, no hay en él nada sobrenatural aparte de un alma que late en un cuerpo vivo...

Claro está que esta apreciación no es menos aplicable a Liszt que a Chopin. Y nosotros estamos muy agradecidos a Chopin por no haber «objetivado ninguna cosa». Los virtuosos románticos: Heller, Henselt, Alkan El período romántico fue una época de grandes virtuosos del piano, del descubrimiento de las posibilidades intimistas y exhibicionistas del piano. N o es cometido de este libro ofrecer una historia de la música pianística del sglo xix, pero sí queremos citar a unos pocos artistas representantes unos del intimismo de Schumann y otros de la brillantez lisztiana, sin querer decir por ello que pertenecieron por entero a una de las dos tenden cias, si bien ninguno de ellos alcanzó, dentro de su ámbito limitado, lfl universalidad de Chopin. Uno de los pianistas más inclinado del lado de Schumann fue Stephen Heller, de Budapest (1813-1888), un niño prodigio, al igual que todos estos virtuosos. La enfermedad detuvo muy pronto su carrera, pero en la quietud provincial de Augsburgo pudo desarrollarse artística y humanamente (entre 1830 y 1838). Se trasladó después a París y allí, y a pesar de su amistad con Chopin y con Liszt, consiguió mantener independiente su individualidad —la individualidad de un miniaturista ro-

Ahora bien, la mayoría de sus contemporáneos se inclinaron del lado de Liszt. Tal vez sea significativo el hecho de que los mejores representantes de esta tendencia —el último de los cuales fue Ferruccio Busoni— se cansaran del virtuosismo y se retiraran del «mundo», como hizo Liszt. Un ejemplo bastante temprano fue Adolfo Henselt (1814-1889), que nació en Schwabach, en Baviera, estudió piano con Hummel en Weimar, y composición bajo la dirección de Sechter en Viena, marchando a St. Petersburgo en 1838. Allí abandonó por completo su carrera de virtuoso y se dedicó a la enseñanza y a organizar la instrucción musical en Rusia. Al repasar la lista de las obras de Henselt se tiene la impresión de que está tratando de ser una réplica de Chopin. Sólo hay unas pocas páginas de música de cámara, todas ellas con piano: un Dúo con trompa, O p . 14; un Trío en La menor, O p . 2 4 ; un Concierto en Fa menor, Op. 16; Variaciones de concierto sobre un tema de Meyerbeer, O p . 11. Todas las demás son obras puramente pianísticas: basta con citar los tres primeros títulos: O p . 1, Variations de concert sur l'opera L'Elisir d'amore de Donizetti; O p . 2, Douze études characteristiques de concert, ambas inspiradas en motivos poéticos; O p . 3, Poéme d'amour-Andante et étude concertante. Y además, impromptus, nocturnos, romanzas, baladas, valses, y canciones sin palabras. Y modalidades lisztianas, como una serie de arreglos y «transcripciones», y entre ellas destacan unas cuantas de Weber cuyas obras para piano — y ello es harto significativo— inspiraron no sólo a Henselt, sino a Liszt, Bülow y Tausig, dentro de esta modalidad de la composición. El elemento más importante del estilo pianístico de Henselt se deriva, sin embargo, de su entusiasmo por Bach y da por resultado una mezcla del es-


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Parte II. La historia

tilo riguroso de la polifonía con el virtuosismo. Los que conozcan su concierto para piano ya sabrán la dificultad que encierran los pasajes «bachianos», a dos voces, del tercer movimiento. ¡Vaya una mezcla extraña y auténticamente romántica: Hummel, Weber, Liszt, Chopin, y Bach! La observación de Schumann sobre el monstruo difuso y nihilista y el crudo materialismo de los neorrománticos franceses es igualmente válida para otro especialista del piano perteneciente a la escuela de Liszt: Charles H . V. Alkan, o, más exactamente, C. H . V. Morhange (1813-1888). No hay comentario de Schumann más colérico y punzante que su crítica a los Trois Grandes Eludes, O p . 15: Su gusto se pone de manifiesto con sólo echar una ojeada a las partituras: sabe mucho a Eugéne Sue y a George Sand, y produce horror ver tanta desconsideración hacia el arte y la naturaelza. Liszt, al menos, se burla con vivacidad; y Berlioz, con todas sus extravagancias, muestra aquí y allá un corazón humano y es un derrochador lleno de vigor y audacia. Pero aquí no vemos más que debilidad y vulgaridad carentes de imaginación. Los estudios detentan títulos como «Aime-moi», «Le Vent» y «Morte». En unas cincuenta páginas el único dato sobresaliente es el hecho de que contienen únicamente notas, sin ninguna indicación sobre la forma de tocarlas. El Capricho tal vez escape a la censura más que nada porque no hace falta ninguna indicación para saber cómo debe interpretarse este tipo de música. Pero el vacío interior se adorna además con un vacío externo, ¿y entonces qué queda? En «Aimcmoi» hay una melodía francesa lacrimógena con un movimiento central que para nada se compadece con el título. En «Le Vent» hay un alarido cromático que se superpone a una idea tomada de la Sinfonía en La mayor de Bethoven. En la última obra no hay más que un horrible desierto de lefia y astillas y la soga del verdugo, esta última tomada en préstamo de Berlioz. Dedicaríamos nuestro apoyo al talento voluntarioso en caso de que lo hubiera y de que hubiera también un poco de música. Pero cuando el primero brilla por su ausencia y la segunda no ofrece nada salvo polvo y cenizas, tenemos que volverle la espalda malhumorados. ¿Tenía razón Schumann? ¿Sabía apreciar el aspecto tenebroso, macabro del romanticismo francés? Alkan nació en París y era hijo del propietario de un colegio privado; fue también un niño prodigio — q u e se presentó ante el público cuando contaba catorce años— y al volver de una breve gira de conciertos por Londres, en 1833, se retiró casi por entero a la soledad parisina, esa soledad que el misántropo y el excéntrico sólo pueden hallar en una gran ciudad. Aunque como maestro de la técnica virtuosista tal vez igualara a Liszt, nunca volvió a tocar en público ni a componer para el mundo. Tendencia ésta que es típicamente romántica: ir perdiendo paulatinamente el contacto con la realidad y retirarse a la torre de marfil de la pura imaginación. Perdió también así el sentido de la proporción, tanto en lo que se refiere a las posibilidades de ejecución de sus obras pianísticas como a las dimensiones de las mismas. Escribió 76 obras, todas para piano, a pesar de títulos como «Concerti da camera», O p . 10; «Concertó», «Symphonie», «Cbants», O p . 38, núms. 1 y 2, 65, 67, 70. Una Sonata para piano, O p . 33, con un programa «psicológico» (el único que escribió), y el «Concertó», en que diferenciaba entre solo y tutti —como

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una vez hiciera J. S. Bach en su Concierto italiano y en el que sobrepasó las limitaciones del ejecutante y las del auditorio: sólo el primer movimiento del Concierto en Sol sostenido menor contiene 1.343 compases —más que toda la Opus 106 de Beethoven. El aspecto mecánico —con infinitas transposiciones de las figuraciones— raya en lo misterioso. Alkan compuso obras «en estilo religioso», y un Impromptu «sobre una coral de Lutero», O p . 69 (para piano de pedal, al que era muy aficionado). Pero también compuso «piezas características», un tanto más extravagantes que características, como es el caso de sus tres composiciones, cada una de ellas en cuatro partes, tituladas «Los meses», O p . 74, en la que el otoño transcurre según las imágenes siguientes: «Tormenta en el mar-El moribundo-La ópera». O bien, anticipándose en varias décadas a Pacific 231, de Arthur Honegger, un estudio titulado «El tren», O p . 27, en semicorcheas en Re menor, con bajos staccato en corcheas vivacissimamente, con distintos rasgos naturalistas. Cierto que en sus estudios y transcripciones (de Bach, Haendel hasta Weber) estuvo más acertado; y cierto también que nuiua ha dejado de atraer a grandes virtuosos, el último de ellos Busoni, que lo tuvo por una de las más grandes estrellas del firmamento pianístico. Tal vez pudiera comparársele con su contemporáneo, el pintor belga Antoine-Joseph Wiertz, que también combinó ciertas cualidades artísticas con excentricidades del peor gusto. Pero el hecho de que no se le deba juzgar, desde el punto del romanticismo alemán, tal vez lo demuestre la influencia que ejerció en las obras para piano de César Franck, en quien su propia selectividad y su rigurosidad no impidieron la presencia ocasional de elementos banales.

Brahms, pianista ¿Cabe Brahms dentro de este grupo de virtuosos románticos o románticos virtuosistas? ¿Son sus obras para piano lo bastante numerosas, comparadas con las de Schumann, Chopin o Liszt, o con las demás composiciones suyas? Contestemos primero a esta última pregunta. Cierto que su lista de obras para piano no es tan comprehensiva como la de Chopin, ni tampoco constituye la parte central de su obra, como en Schumann o Liszt. Pero no se le puede juzgar por los dos o tres pequeños volúmenes de obras editadas que recogen sus composiciones para piano de la O p . 1 a la Op. 119. Brahms compuso dos grandes conciertos para piano, O p . 15 y Op. 8 3 , ambos de proporciones sinfónicas, el primero no sólo en la misma tonalidad que la Novena sinfonía de Beethoven, sino en su misma actitud heroica; y el segundo más dulce, más femenino, más «romántico», que es sinfónico sólo par el hecho de tener cuatro movimientos. En su música de cámara, y cuando quiere dar rienda suelta a la fantasía «romántica», siempre otorga la supremacía al piano. Por otra parte, su música de cámara sólo para cuerda tiende a retrotraerse cada más hacia el clasicismo, hacia Mozart o Haydn, en los cuartetos y quintetos, hasta llegar a aprender la gran lección en el Quinteto para clarinete.


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Brahms fue un alumno de Beethoven muy aventajado, y fue Beethoven el primero que en sus obras de música de cámara utilizó seriamente el diálogo o relación dramática entre el piano y el otro u otros instrumentos, intensificando esta relación, haciéndola aún más dramática, y consecuentemente, enriqueciendo cada vez más el papel asignado al piano. Primero compuso unas cuantas obras, según el estilo de Schubert; el Trío en Si mayor, Op. 8, y los Cuartetos en Sol menor y La mayor, Opp. 25 y 26, y schubertiano es también el Quinteto en Fa menor, Op. 34. Pero el diálogo dramático entre los dos componentes sonoros está tan marcado que sin muchos cambios esenciales la obra se puede reconvertir en la Sonata para dos pianos, Op. 34 bis. ¡Y qué papel se le asigna al piano en los Tríos (Opp. 40, 60, 87, 101 y 114); en las tres Sonatas con violín (Opp. 78, 100 y 108), las dos Sonatas con violoncello (Opp. 38 y 99), y las dos Sonatas con clarinete (Opp. 120, núms. 1 y 2)! Brahms no tuvo necesidad de componer música exclusivamente pianística para ser un gran maestro del piano; en este aspecto se parece a Mozart, cuya producción de obras para piano sólo es pequeña en relación con sus conciertos y su música de cámara con piano —pequeña, pero no insignificante. Al igual que Schumann, Brahms empezó con composiciones pianísticas: las tres Sonatas (Opp. 1, 2 y 5), el Scherzo (Op. 4), las Dieciséis variaciones sobre un tema de Schumann (Op. 9), y la Balada (Op. 10). La dilcrencia estriba en que su viaje por este camino de Schumann fue corto y con las Opp. 3, 6 y 7 mezcló volúmenes de canciones junto a las demás composiciones. El autor de la Sonata Op. 5 todavía gustaba de llamarse «el joven Kreisler», un personaje todavía más impetuoso, apasionado, y más aficionado a las confesiones que el 'Florestán', de Schumann; pero pronto se dio cuenta de que el momento de la gran sonata ya había pasado para un compositor «tardío», un compositor que había nacido después de Bed thoven. Lo cierto es que sus variaciones —Op. 21, núm. 1, sobre un tema pro pió; Op. 21, núm. 2, sobre una canción húngara de una métrica poco co mún; las variaciones del virtuoso Paganini, Op. 35; las 35 Variaciones so bre un «Aria di Haendel», que terminan en una fuga, Op. 24—, son cada vez más pensadas y estrictas, y en ellas, como ocurre en el Aria de Haendel, parece intentarse un compendio histórico secreto. En el Scherzo —cuando menos en su movimiento principal, no en los Tríos—• se incluye algo así como un «hommage a Chopin»; y en los Val ses, Op. 39 (1869), algo como un acto de reverencia a Viena y a Schuberi. Por lo demás, Brahms compuso únicamente piezas breves para piano —Ha ladas, Intermezzi, Fantasías, Caprichos, Romanzas, Rapsodias. Excepto pollo que se refiere a las Baladas, Op. 10, todas ellas son obras de la segunda mitad de su época de creación: Opp. 76, 79, 116, 117, 118, 119, pues entre 1867 y 1879 tuvo lugar una larga pausa en sus composiciones pura mente pianísticas. Se trata de composiciones que no eran «Bagatelas» ;il estilo de Beethoven, ni ideas sencillas que exigían una elaboración. Ni tam poco eran estudios, aunque muchas de ellas presentaban un problema técni co, aparte del problema técnico común a muchos de los movimientos pi(

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nísticos de Brahms, consistente en su manera de disponer los intervalos de tercera y de sexta en las notas graves, que es como un reto a los empeños del intérprete que trata de tocarlos con nitidez. Muchas de ellas son simples canciones, como la Canción de cuna, en los Intermezzi, Op. 117, o como el Intermezzo Op. 118, núm. 2. Algunas son baladas, y en una ocasión (Op. 18, núm. 1) indicó su fuente de inspiración («según la balada escocesa «Edward», en Stimmen der Vólker, de Herder»), mientras que en otro momento, en el lapso de su publicación suprimió la indicación «Nocturno» con que había subtitulado el manuscrito de la «Fantasía», Op. 116, núm. 4. Estas composiciones son confesiones íntimas, a menudo difíciles pero nunca virtuosistas, retrospectivas, de tipo canción folklórica, impulsivas o resignadas. No se trata únicamente de una cuestión de confesión personal, sino también de intuición histórica. Se seguían componiendo sonatas para piano, por más que el tiempo de la sonata ya había pasado; seguirían naciendo virtuosos del piano, pero la época romántica dorada, ya se había acabado. Tal es lo que dicen intencionalmente estas obras breves, que no son, en modo alguno, miniaturas.


Capítulo 16 El universalismo en lo nacional II.

La ópera Neorromántica

Wagner: el político de estado del arte La polaridad del período romántico en música se evidencia con toda claridad en el hecho de cultivar simultáneamente las expresiones más intimistas y las más teatrales; pues bien, la ópera que se componía en la primera mitad del siglo xix alcanza las cotas más altas de teatralidad. Todavía lioy, cuando una obra de arte, sea cual sea, está próxima a tales extremos, suele decirse de ella que es «operística», y no sin razón. Un buen número de románticos eludieron este género hacía el que sentían indiferencia, cuando no desagrado. Es difícil imaginar que Chopin, aun en el caso de no luber sido un compositor exclusivamente pianístico, tuviera nada que hacer en este terreno; y el hecho de que Schumann compusiera una sola ópera se explica por su tremenda lucha en pos de la universalidad, y por su convencimiento de que moral y artísticamente estaba obligado a cultivar dicha faceta. De cuando en cuando, Brahms jugaba con la idea de algún plan operístico, que al final dejaba a un lado. En enero de 1888 escribía i su amigo suizo Josef Victor Widmann, presunto libretista suyo, informándole que dedicaba todos sus pensamientos «a la ópera y al matrimonio». V no es un mero accidente que Schumann y Beethoven sólo compusieran una ópera y Brahms ninguna. El esbozo de ópera al que Brahms dedicó más atención fue un líbrelo basado en una de aquellas fantásticas fiabe, titulada Re Cervo, en las que el dramaturgo Cario Gozzi (1720-1806), contrincante de Goldoni, combinaba de forma harto extraña, motivos, escenas y figuras de los cuentos de hadas italianos u orientales con los temas de la commedia dell'arte. El culto hacia Goldoni, dramaturgo frío y satírico, es uno de Jos errores más curiosos y más significativos del romanticismo, que pensaba que la mezcla de elementos heterogéneos era per se «poética». Uno de los imii ai lores alemanes de Gozzi fue el poeta romántico Ludwig Tieck, cuya obra Gestiefelter Kater constituye una mezcolanza de cuentos de hadas y 221

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Parte II. La historia

una caricatura muy al estilo de Gozzi. Pero los más fervientes entusiastiS de las fiabe de Gozzi se hallan entre los compositores de ópera, en cuyici obras la nueva mezcla «romántica» de sentimiento y humor vino a rcnn plazar a la antigua distinción clásica, un tanto infantil, entre serio y buffl Y resulta significativo que Brahms, en la tardía fecha de 1877 pensara cu un argumento que, finalmente, utilizó en la primera ópera que compui| un contemporáneo suyo algo más viejo que él; argumento que no era olm que Die Feen, cuyo libreto se basaba en La Donna Serpente, de Gozzi. Este contemporáneo de mayor edad era Ricardo Wagner. La obra di Wagner constituye la encarnación de la ópera neorromántica, cuyo camino habían preparado Weber, Marschner, Spontini, Meyerbeer, y muchos \w,v. Pero no debemos olvidar nunca que, a pesar de esta preparación y a pcsiu de que Wagner siguió el camino marcado, sus óperas pronto fueron nn.i obra de arte de una especie distinta. Y tampoco debemos olvidar qm, aunque Wagner siempre se consideró un continuador de Weber y BeetHQ ven, fue un músico de una categoría distinta a sus antecesores y contera poráneos. Con razón él no se tenía por un músico a secas, sino por mi músico-dramaturgo, por una combinación, o la culminación de la mezi ll entre Beethoven y Shakespeare. Y como, también con razón, él pensnbrt que dicha combinación era todopoderosamente sublime y única, consiCM raba a su país, y tal vez al mundo entero, como los receptores de este inni saje filosófico y artístico. Fue uno de los revolucionarios que conscientemente se puso frenw al mundo, un político de estado de las artes que quería conquistar el orbtj y que en verdad conquistó al siglo Xix. Pensando en los medios para Ul var a cabo su conquista, le pareció que el modo más eficaz era el diaimi —no la palabra hablada, sino el drama con música—. Por consiguiente se convirtió en compositor, y fue el primero que utilizó la música coma medio para influir, cautivar, intoxicar y conquistar. Cierto que todos lo» músicos dirigieron su atención al «mundo» —a los entendidos, a una CO munidad grande o pequeña, a la nación. Aun con anterioridad a Wagntj unos pocos compositores se sintieron impulsados a crear un auditorio prfi pió, al no encontrar ninguno al que dirigirse. Haendel lo consiguió con BUI oratorios; Beethoven con sus sinfonías. Pero por lo que a Wagner se riñere, Haendel no existió en absoluto, por demasiado diáfano, humansj antibárbaro, anti-caótico, e italiano. En Beethoven sí vio Wagner a su un ten tico predecesor, más exactamente en el Beethoven de la Novena SiniO nía, con la cual el reinado de la música puramente instrumental había Hígado a su fin, y el de la ópera, el de su ópera, había comenzado. Le llevó a Wagner mucho tiempo llegar a ser un músico, o mejor sel (| decir, a tomarse en serio los pasos necesarios para dominar el aspecto n\ nico de la música con la maestría suficiente para utilizarla buscando suri efectos. Como hijo de actor, ya que existen muy pocas dudas de que Waf, ner fue fruto de una unión adúltera, recibió su primera impresión musinil al presenciar una representación de Der Freischütz bajo la dirección del propio autor. Pero no fue tanto el músico quien le cautivó como la of mostración de poder sobre un conjunto de intérpretes por parte de muí

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sola persona. «Sin ser rey o emperador», exclamó, «allí estaba de pie, dirigiéndolos». La segunda impresión, ligeramente inferior, fue la actuación de la cantante Wilhelmine Schroder-Devrient en el papel principal de Fidelio de Beethoven. «Todo el que recuerde a esta maravillosa mujer en aquella época de su vida», escribía Wagner, «tiene que haber sido inevitablemente testigo de la efusión divina que las cimas humanas y extáticas conseguidas por esta artista infundían en su auditorio». Wagner hubiera deseado escribir una composición digna de tal cantante, pero como carecía de todos los requisitos previos para conseguirlo, renunció a ello, «persiguiendo con todo su ser el arte, presa de la desesperación más intensa». Sin ánimo de conseguir un diploma, volvió su vista al aprendizaje formal y como studiosus musicae se metió de lleno en la parte menos esencial y más irrefrenada de la vida de estudiante. Ocasionalmente, sin embargo, y con las lecciones del excelente cantor de la Thomas-Schule, Christian Theodor Weinlig, se procuró el conocimiento de la técnica de la composición, que puso inmediatamente en práctica con notable seguridad en sí mismo y, casi cabría decir, como una cuestión de rutina. A diferencia de Weber, Chopin o Schumann, empezó de una forma muy poco original, ya que a duras penas se puede contemplar sin sonrrojo su Sonata para piano en Si bemol mayor Op. 1. Pero en él no se trataba de una cuestión de música, sino del efecto que debía lograr mediante la música, y esto es válido también para sus primeras composiciones, entre las que se cuentan una sinfonía y unas pocas oberturas. Por esta época volvió completamente la espalda a los ideales románticos de su adolescencia y juventud y persiguió únicamente el logro de un éxito rápido. Y este éxito lo alcanzaría combinando la opera buffa, la melodía de Bellini, y el fuego de Muette de Portici, de Auber. Tomando como base Medida por medida, de Shakespeare, escribió el libreto de su Liebesverbot y le puso música. Dicha obra iba a representar «una glorificación audaz de la libre sensualidad» al estilo de la «Joven Alemania», no sólo un gesto artístico, sino también una declaración franca en favor de la vida verdadera, libre de trabas. Desdichadamente no tuvo oportunidad de lograr este efecto, pues el precipitado ensayo y las escasas representaciones que obtuvo en el Teatro Municipal de Magdeburgo donde a la sazón (1834), además de estar oficialmente comprometido para casarse, Wagner ocupaba el puesto de director de música, «dieron por resultado... una obra musical apagada, en la que la orquesta, con un estruendo a menudo exagerado, contribuyó cuanto pudo para conseguir sus inexplicables torrentes de afectación». Wagner se casó en Kónisberg, y siguieron después, en Riga, unos años de infelicidad, de desengaños y disgustos matrimoniales, a los que se sumaba su poco gratificante ocupación de director del teatro provincial —de todo lo cual escapó Wagner con un arriesgado viaje por mar. Su valor, su confianza en sí mismo, que nunca le abandonaron aun cuando estuviera sumido en las profundidades más hondas de la desdicha, Be hacen patentes en el hecho de que quisiera conquistar el mundo empezando por París, y por vía de la gran ópera. Compuso el libreto y la música de Rienzi, el último de los tribunos, una ópera histórica de propor-


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ciones gigantescas, en cinco actos, combinación de los grandes recursos es^ cénicos y musicales de Spontini y Meyerbeer. Al llevar su obra al escenario Wagner hubo de experimentar amarguras sin cuento, a pesar de la protección de Meyerbeer, o tal vez por ella, como el propio Wagner hubo de constatar dada la falta de sinceridad del protector. Poco tiempo después, esta obra le abrió el camino para ir a Dresde y contribuyó a garantizarle un medio de subsistencia «burgués» y seguro, en una época en que ya hacía tiempo que él había superado el ideal de la gran ópera y había asumido su pérdida de vigencia. Se trata de una situación realmente irónica, pues Wagner tiene que haber comprendido que los aplausos que se concedían a Rienzi no eran para él, sino para Meyerbeer, aunque para un «Me yerbeer» de una efectividad dramática mucho más conseguida y de un gusto más fino. La época parisina ;—dos años y medio de vida bohemia desbocada— representa un regreso al punto de partida de las actitudes artísticas de Wagner. El cambio vino determinado por una audición de la Novena Sin fonía de Beethoven, acaecida en uno de los conciertos de la Orquesta del Conservatorio bajo la dirección de Habeneck, «... en una versión tan perfecta y sobrecogedora a la vez, que la visión que en mi entusiasmo jti venil había adivinado en esta obra sublime... se aparecía ahora, ante mí, clara como la luz del día, como si pudiera palparla con las manos... Todo el período durante el cual había dejado que mi gusto vagara en estado sal vaje, un período que, exactamente, había empezado con mi extravío del camino trazado por las últimas composiciones de Beethoven, distanciamicn to que se había ensanchado de forma alarmante con aquella deprimente ex periencia en aquel horrible teatro, ahora se hunde ante mi vista en un profundo abismo de vergüenza y remordimiento»39. Es un rasgo suyo muy característico que no saliera de aquella crisis volviéndole la espalda al «lu> rrible teatro», en el que había depositado sus ofrendas con la frivola 1 ,ii besverbot y la pomposa Rienzi, y se convirtiera, por ejemplo, en un coffl positor sinfónico o de música de cámara. Era incapaz de renunciar a la ópera. Pero como era alemán, y como en Alemania la historia de la ópera sólo constaba de unos pocos hitos: La flauta mágica, Fidelio y Der Frcis chütz, y no con una tradición operística, Wagner, a diferencia de Veril i, no podía tomar la forma, ya dada, de la ópera nacional, refinarla hasta conseguir una versión cada vez más pura; por consiguiente, renegó de la ópera tradicional, sobre todo de la gran ópera. Mientras estuvo en París dio forma al argumento de su Holanda Errante, «con cuyo trato íntimo yo me había familiarizado mientras estuve navegando... Además, también me familiaricé con la forma en que llein rich Heine utiliza esta leyenda en un pasaje de su Salón: sobre todo, el tratamiento que hace del rescate del océano de su Judío Errante, tomado de una obra holandesa del mismo título [dicho sea de paso, ficticio] me surtió de todo lo que necesitaba para utilizar esta leyenda como tema para 39

Mein Leben, págs. 210 y sigs.

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una ópera» *. Pero las formas musicales características de la ópera, las arias y los conjuntos, empezaron a desdibujar sus contornos, en estos últimos casos más que en los modelos antes mencionados; y la escena dramático-musical empezó a configurarse como la unidad formativa. El papel de la orquesta, ahora aumentado, el uso creciente del motivo evocador y la limitación económica del material temático no eran otra cosa que los indicadores externos de este cambio. Wagner subtituló su obra como «ópera romántica», pero lo mismo podía haberla calificado de balada dramáticomusical, interpretando sin interrupción sus tres actos. Wagner experimentó en Dresde una recaída. Trabajaba en el esbozo de una ópera-poema histórico, ambientada en la época del gran emperador Federico II Hohenstaufen, y de su hijo Manfredo o, dicho de otra forma, en la romántica Edad Media. La heroína es una doncella mora, una especie de Juana de Arco, hija de padre cristiano, que mueve a Manfredo, sumido en la inactividad y en el «deleite lírico», a emprender grandes hazañas heroicas y, finalmente, muere por él, que resulta ser medio hermano suyo, sacrificándole la vida. Tal es el argumento que caracterizó la última recaída de Wagner en lo histórico. Escribió el texto y la música de Tannhaüser, «drama en tres actos», donde el héroe pasa del goce de los sentidos a la contrición «redentora» y la valiente heroína se reemplaza por una «santa». Esta obra fue la primera fusión wagneriana de sensualidad y piedad, y en ella recurre, también por vez primera, al empleo del éxtasis religioso para lograr efectos teatrales, recurso que volverá a estar presente en Parsifal, aunque de forma más sublimada. Después de Tannhaüser vino Lohengrin, subtitulada, asimismo, «ópera romántica», que constituye una sublimación del tema que tan crudamente se había presentado en Heiling de Marschner: el ser superior que condesciende a convertirse en mortal y fracasa en la prueba de la fe incondicional, de la «confianza más allá de toda duda». Con Lohengrin, Wagner vuelve a dar un viraje decisivo en su evolución. El músico que había en él, por así decirlo, había superado al dramaturgo. Y decimos al dramaturgo y no al poeta, pues como poeta Wagner fue toda su vida una figura discutible, que únicamente dominó la poesía en tanto en cuanto la necesitaba para la acción dramática, y era incapaz de conferir al texto una forma puramente poética. Sirva para confirmar esta afirmación una simple ojeada a las series paralelas de dramas y óperas que produjo en los años cuarenta: por una parte están La doncella sarracena, Federico Barbarroja, Jesús de Nazareth; por otra, El holandés errante, Tannhaüser, Lohengrin. Los proyectos poéticos se quedaron en esbozos, las óperas sí las llevó a término. Wagner no supo expresarse ni en la I orma poética ni en la forma sinfónica puras, sólo pudo conseguirlo en una combinación, en la ópera. Pero el compositor de óperas, el dramaturgo de la ópera, estuvo presente desde el principio mismo. Para hacerse una idea cabal del acierto de su visión escénica y de todo lo que era llamativo, en una palabra, de su Apunte autobiográfico que comprende hasta 1842.


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talento dramático, baste con comparar su libreto de Das Liebesverbot con el modelo de Shakespeare: la inteligente reducción de los cinco actos a dos, la eliminación de todo lo episódico, la nitidez con que realiza los crescendos al estilo operístico de 1830. Sin embargo, durante el transcurso de los años cuarenta, Wagner se fue haciendo cada vez más independiente e individualista, incluso como músico. Fue uno de los pocos exponentes de ese tipo de creadores que empiezan faltos de originalidad y eclécticos y, gradualmente, crecen y van refinando su lenguaje tonal, sin caer en el manierismo, y llegan a ser originales. Un tipo de músicos totalmente en contradicción, por ejemplo, con Schumann, quien empezó siendo tremendamente original y al final acabó cayendo en el eclecticismo o el manierismo. En Tannhaüser y en Lohengrin todavía hay detalles convencionales, pero poco a poco fueron adquiriendo el sello personal de Wagner, mientras que la forma se va relajando, haciéndose cada vez más libre. Junto a su función dramática, la música fue asumiendo una nueva función: la de absorber al espectador, la de intoxicarle y desconcertarle. Sobre todo en Lohengrin se puede distinguir claramente entre los rasgos teatrales y los rasgos «posesivos» de la música. Hay escenas de esplendor medieval, de ceremonia musical, que especialmente se incorporan a la figura del Heral do y a las escenas que él inicia; y hay momentos de «transporte» en c! papel del héroe y en su efecto decorativo, todo ello concentrado en el Preludio en La mayor.

se presentó no sólo en Dresde, sino también en Berlín gracias a los buenos oficios de Meyerbeer; y Tannhaüser había obtenido, asimismo, una acogida bastante favorable. Con todo, sus óperas no acababan de comprenderse. Es decir, que el revolucionario de las artes había obtenido un tipo de reconocimiento que no era acorde con sus deseos, ya que no sólo rechazaba la actividad artística, y en especial la operística, sino a toda la sociedad de su tiempo. Atacaba la «complacencia» burguesa que daba su asentimiento a la civilización nacida de la Revolución Industrial, y volvía la vista al pasado, a la tragedia griega, a través de la cual el poeta se había dirigido a una congregación activa y dispuesta religiosamente. Cual un nuevo Esquilo pedía a esa congregación idéntica entrega a su obra, aunque sólo fuera por unas poca*; horas. Ya no apelaba a ese grupo de entendidos sin el cual es impensable que pueda haber verdadero goce al escuchar, por ejemplo, una ópera de Mozart (no digamos una sinfonía, o música de cámara). Por el contrario, él apelaba a la congregación de oyentes, de legos sumisos, no críticos. Su petición era que se debía creer en la obra del compositor, en su misión. Toda su vida odió tener a alguien en su cuarto de trabajo o que tratara de descubrir cómo lograba sus efectos. En una ocasión tomó muy a mal que uno de los de su círculo, Hans von Bülow, pusiera en entredicho la popularidad de Tristan und Isolde:

En un párrafo de una de sus cartas a Theodor Uhlig, escrita a finales de marzo de 1852, podemos ver hasta qué punto Wagner se había aparta do de la ópera romántica de sus contemporáneos cuando culmina en Lo hengrin la serie de óperas que hemos mencionado, y hasta qué punto ei:i consciente de la posición que ocupaba. Tras de asistir a una representación del Vampiro, de Marschner, escribió:

¿Qué te importa a ti, a mí, y a nuestros verdaderos amigos, esta cuestión trivial de la popularidad? ¿Por qué le prestas la más mínima atención? Hay un montón de cosas de las que podemos ocuparnos; por ejemplo, que desde que he conocido las obras de Liszt me he convertido en un compositor distinto del que era, en lo que se refiere a mí estilo armónico. Pero cuando el amigo Pohl [Richard Pohl, uno de los colaboradores en la Neue Zeitschrift }ür Musik'] anda por ahí divulgando este secreto, justo al principio de un breve comentario al Preludio de Tristan, es, por decirlo muy suavemente, una indiscreción manifiesta, y no puedo creer que alguien le haya autorizado a cometer tal indiscreción41.

...Me divertí mucho observando que al público no le afectaba demasiado la crudeza del asunto. Su tolerancia se debía, sin duda, a su insensibilidad, que, en iinn situación contraria, hubiese sido igualmente insensible a la dulzonería. En ópera puede verse cómo degüellan y se comen vivos a los niños sin que el auditorio tome conciencia de lo que sucede. Esta vez también me desagradó la música en conjuti/n. Esta sucesión de números, de dúos, tríos, cuartetos, este gimoteo es totalmente c-sni pido y demencial. Donde quiera que haya una excepción, la admitiré gustoso; peni en este caso, al menos, puede verse hasta qué punto mis óperas se han alejado del llamado estilo «alemán», que Dios sabe que no es otra cosa que música italiana a ln que pedantemente se ha desposeído de su fuerza, volviéndola a soldar y revistiéndnhi con la piel alemana. De suerte que Wagner admitía que la sucesión de «dúos, tríos y cuaí tetos» tal vez fuera todavía válida para la ópera italiana, que no se scniín afectada por ello, pero pensaba que ya no tenía cabida en la ópera alemana, y estaba convencido de que con él la ópera alemana tenía por vez pi¡ mera un modelo que le era propio. Ahora bien, el punto más importante de su pensamiento no es la iri tica que hace a Marschner, sino la que hace al público. El holandés erran/i1

Wagner no quería que le tuvieran por un músico a secas: la música era una poción mágica, y tratar de averiguar sus ingredientes era una «indiscreción». Al dirigirse al auditorio y pedirle su entrega pensaba sobre todo en el efecto que ejercería sobre su audiencia femenina, que, al estar guiada más bien por el instinto, le parecía un público mejor que el masculino. El 16 de marzo de 1852 presentó en Zurich la Obertura de Tannhaüesr «con una orquesta ampliada». Cuatro días después escribía a Uhlig: « . . . el efecto fue terrible..., es decir, las mujeres fueron perdiendo paulatinamente la cabeza. La emoción les embargaba de tal forma que hubieron de sollozar y llorar... Lo más notable fue el primer efecto, que se puso de manifiesto en su melancolía y abatimiento. Sólo cuando, un poco después, la melancolía se expresó en forma de lágrimas, sobrevino el consuelo del goce supremo, exultante». Así, pues, Lohengrin parece una ópera específica41

Carta de octubre 7, 1859.


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mente concebida para lograr tal efecto sobre un auditorio femenino. Un semi-dios, un ídolo que desciende hasta sus fieles. Ahora bien, este aspecto de la obra de Wagner tuvo su efecto patológico al manifestarse con toda su fuerza en un muchacho de quince años que más tarde sería Luis II de Baviera. El efecto artístico se había transferido en forma fisiológica. Al artista que se ha situado frente a la sociedad sólo le quedan dos caminos: resignarse, encerrarse en sí mismo, aislarse y esperar a que el éxito se presente de manera espontánea; o bien luchar, si es que no está dispuesto a admitir un compromiso. Wagner no estaba dispuesto a admitirlo; y, dado que como compositor de óperas y hombre de teatro no podía renunciar al efecto inmediato, se hizo revolucionario. «No acepto... ninguna conciliación con la inutilidad», escribía en una carta dirigida a Theodor Uhlig fechada en noviembre de 1849, «antes al contrario, le declaro la guerra total e implacable. En los asuntos públicos prevalece hoy la inutilidad más absoluta, sobre todo en el trato entre artistas y literatos, de suerte que sólo puedo encontrar amigos en las esferas más apartadas que quedan fuera del alcance de la vida pública. Nada hay aquí que valga la pena creer en ello o conquistar, si acaso algo donde echar raíces. Tenemos la fortaleza para conseguirlo, a su tiempo, siempre que nos veamos como los apóstoles de una nueva religión y nos fortalezcamos en la fe por vía del amor mutuo. Aferrémonos a la juventud, y dejemos que la época muera, pues nada hay en ella que valga la pena conservar». Cuando Wagner escribió esto ya había puesto en práctica su profesión de fe: un año antes el maestro de capilla real Richard Wilhelm Wagner había tomado parte muy activa, si bien no con peligro para su vida, en la revolución de Dresde, se había visto obligado a abandonar Alemania, y por aquel entonces vivía exilado en Suiza. Había terminado de componer Lohengrin a principios de 1848 y durante cinco largos años Wagner mantuvo su pluma ociosa, hecho que se debió no sólo a los aspectos externos de su vida, sino también y principalmente, a un cambio revolucionario en su vida íntima —a su ruptura con el teatro moderno y las relaciones civilizadas dentro de las cuales dicho teatro se movía. Lohengrin constituía un punto de llegada, una etapa final; por mucho que se hubiera adelantado a su tiempo, todavía era una «ópera romántica», el último exponente de una serie histórica que había comen zado en Der Freiscbütz. La ópera siguiente, El oro del Rin, pertenece a otro género distinto. Wagner explica a Wagner: el Anillo Mientras componía Lohengrin, Wagner se ocupaba, asimismo, del mito del Nibelungo, cuyo esbozo concluyó a finales de 1848 como «el perlil para un drama», y del que presentó la parte final, en forma dramática, bajo el título de La muerte de Sigfrido. Como quiera que del material hil tórico no podía obtener el elemento puramente humano, y puesto que loi cuentos y leyendas populares ya no bastaban, como ocurrió en sus creí

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óperas románticas de los años cuarenta, dirigió su atención a los mitos y llevó a la escena a las divinidades nórdicas. Esta evolución nada tenía que ver con el nacionalismo, ni tampoco era la manifestación artística del objetivo que por aquella misma época (finales del verano de 1850) declaraba perseguir en el opúsculo «Los judíos y la música», uno de los trabajos más deleznables salidos de la pluma de Wagner el panfletario, que publicó amparándose en un pseudónimo, y que tuvo el triste destino de servir de munición para el antisemitismo durante las nueve décadas siguientes, aunque Wagner mantuvo siempre abierta para los judíos la redención por vía de su autodestrucción. No; en la ideación del Anillo de los Nihelungos está presente el modelo de la tragedia griega, concebida para una congregación de intencionalidad religiosa que, desgraciadamente, ya no podía ser ateniense o helénica; y aun cuando Wagner por esta época se interesaba en la figura de Aquiles, pronto se dio cuenta que no tenía ni utilidad ni sujeto. Antes que nada trató de esclarecer sus intenciones desde un ángulo teórico, o más bien buscó justificación teórica a todo lo que podía o quería llevar a cabo. Digamos de pasada que todos sus escritos son pura propaganda y caeríamos en un error mayúsculo al interpretarlos como las estrellas que guiaban su carrera. Lo que él podía y quería crear era la «obra de arte universal» (Gesamtkunstwerk), mediante la cual tendría poder para conmover e incluso intoxicar al público. En cierta ocasión, y con una inocencia que era rara en él, escribió a Liszt (16 de agosto 1853): «... lo cierto es que mis facultades tomadas individualmente y por separado no valen gran cosa; sólo soy algo y soy capaz de algo cuando todas se reúnen para conseguir un efecto, y cuando ellas y yo, temerariamente, nos consumimos juntos. De acuerdo con lo que mis pasiones me exijan, puedo ser músico, poeta, director, autor, conferenciante o cualquier otra cosa. Así es como durante algún tiempo fui también un esteta especulativo...» En este análisis esquemático de su personalidad, Wagner estuvo acertado y oportuno al concederle prioridad al músico, pues en su Gesamtkunstwerk, es la música la que gana las batallas finales y definitivas, aun cuando sea la música unida al espectáculo, ya que Wagner fue incapaz de escribir música —mejor sería decir buena música— sin su presentación escénica. La aportación prioritaria de la música dentro del efecto de sus composiciones dramáticas no impidió que asignara a la parte dramática de la ópera el papel masculino, y reservara el papel femenino para la música. «¡En su panfleto «Arte y Revolución» (1849), empezó Wagner haciendo una referencia al drama ático, que él conceptuaba como el símbolo artístico de un ideal comunitario. A partir de él se había producido no sólo la decadencia de este ideal social, sino también el desmenuzamiento de la antigua Gesamtkunstwerk en las artes por separado —la danza, la música, la poesía y las artes plásticas. En otro folleto, que siguió al anterior, «La obra de arte del futuro», pedía a estas artes que habían roto sus conexiones originales que abandonaran su independencia, su desarrollo egoísta, y volvieran al estado unitario, aun cuando era también consciente del hecho de que este desarrollo egoísta había conseguido resultados dignos de subrayar. En su obra de carácter teórico más importante: «Opera y drama»


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(1851), había presentado en detalle su idea de la Gesamtkunswerk. En este nuevo drama musical, la música se pondría al servicio del drama, posición diametralmente opuesta a la de Mozart, quien en cierta ocasión aseguró que en una buena ópera, la «poesía» tenía que ser «la hija obediente de la música». Según Wagner, para llegar a la situación ideal la parte más importante correspondería a la orquesta sinfónica, ese instrumento maravilloso que Beethoven llevó a la perfección y que Wagner utilizó hasta sus últimas consecuencias. Amparándose en Shakespeare, el razonamiento de Wagner constituye un ejemplo excelente de su forma de violentar la historia del arte para adecuarla a sus propios fines. «Las tragedias de Shakespeare se yerguen sobre las tragedias griegas, de esto no hay duda, pues en su técnica artística han superado rotundamente la necesidad del coro. En Shakespeare el coro se resuelve sencillamente en los personajes que participan en la acción y asumen su intencionalidad y sus actitudes por sí mismos, en com pleto acuerdo con su necesidad de obrar de tal modo, al igual que el protagonista...» 42. Ahora bien, la ópera no podía utilizar tal multitud de personajes menores; pero tampoco se esperaba que renunciara a ser un equivalente del antiguo coro. Sin embargo, por aquel tiempo la orquesta moderna ya había asumido dicho papel: servía de comentario, indicaba los procesos dramáticos que ocurrían en el escenario. Es más, no se limitaba ya, como era tradicional, a intervenir al final de cada acto, sino que actúa ba en un elocuente diálogo, en una corriente ininterrumpida. La división del drama en poesía y música absolutas ya habían quedado muy atrás: se había encontrado un nuevo equilibrio de las artes dentro de una obra unificada. Para poner a prueba sus teorías mediante un ejemplo, Wagner conclu yó El anillo del Nibelungo, primero el texto y después la música. El tcxlo lo acabó en el verano de 1852, y en orden inverso a su presentación: pri mero, La muerte de Sigfrido (1848), después El joven Sigfrido; a conii nuación, La walkiria y, finalmente, El oro del Rin, que es el preludio di esta trilogía. Más o menos el mismo procedimiento que había seguido en Lohengrin, componiendo, en primer lugar, la tercera parte y después la pri mera y segunda. Para la versión musical, sin embargo, empezó con El oro del Rin. Claro está que completar una obra tan colosal le llevó mucho tiempo. El oro del Rin lo acabó a finales de 1854, La walkiria en la pri mavera de 1856. Pero en el tercer acto de Sigfrido, Wagner se detuvo ;i final del verano de 1857 y no reanudó el trabajo hasta julio de 1865. Poi fin, con El crepúsculo de los dioses (Gótterdammerung) -—éste era el nuevo título para la última parte— dio por terminada toda la obra en 1874. Veintiséis años es un período de tiempo muy prolongado para la evo lución de un genio como Wagner y, en consecuencia, la obra está llena dicontradicciones y de puntos débiles. No se tome esta observación como uní crítica, sino como reconocimiento de un hecho que fue significativo pan el romanticismo de Wagner y para el período romántico en general. I;.n 42

Gesammelte Scbrijten, III, pág. 268.

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primer lugar, y en el curso de la obra, Wagner cambió de héroe. En La muerte de Sigfrido el héroe era naturalmente Sigfrido o, mejor dicho, Brunilda, ya que aquí Sigfrido representa un papel pasivo y equívoco. La trama preveía una «bebida del olvido» bastante materialista; una simple droga que origina la deslealtad de Sigfrido para con Brunilda. Pero posteriormente, y de acuerdo con el pesimismo de Wagner en cuanto a la influencia civilizadora de la sociedad de su época, el héroe fue Wotan. Este dios, que había perdido su poder, debía dejar en las manos de un ser «libre» la lucha contra el mundo inferior; y después de su trágico fin, aceptar con resignación la decadencia del mundo y su redención por el amor de una mujer. Cuando Wagner entró en conocimiento de la filosofía de Arthur Schopenhauer, en 1854, aun introdujo más cambios en Gótterdammerung. Inmediatamente Wagner asumió con el mayor entusiasmo la concepción que Schopenhauer tenía de la vida e hizo de este filósofo —que, en realidad, más pertenecía al período humanístico, «latino», a la época de Goethe— el pensador de moda de la época romántica. El mítico y primitivo drama del Gótterdammerung, poblado sólo de dioses, gnomos, gigantes, ninfas, walkirias y héroes, se mezcló además con la moderna psicología. Así, por ejemplo, la taciturna pareja de amantes, hermano y hermana, Sigmundo y Siglinda, hacen referencia a un modelo que forma parte de la vida de Wagner: su amor con Jessie Laussot. Y el motivo que impulsa a Wotan a impedir que el enamorado Sigfrido llegue a la durmiente Brunilda son los celos paternos. También en la música encontramos la escisión entre lo viejo y lo nuevo. La gran ópera que, en su forma caricaturesca de Meyerbeer, Wagner había combatido tan apasionadamente, se cuela de nuevo en el Anillo con toda su pompa, y no precisamente por la puerta de atrás: la complicada maquinaria dramática del Anillo, tan a menudo ociosa y chirriante, y las escenas dramáticas «fabricadas» corresponden al escenario musical, puramente decorativo, de la gran ópera y —sobre todo en Gótterdammerung—, con frecuencia, a una combinación meramente inteligente de temas y motivos. También Wagner hubo de pagar el precio de haber nacido demasiado tarde, de ser un hijo del siglo xix.

«Tristan und Isolde» Durante el período que va desde que Wagner perfiló la idea de Sigfrido hasta su conclusión y el comienzo del Gótterdammerung, Wagner compuso sus dos obras maestras en el estilo neorromántico: Tristan und Isolde (terminada en 1859) y Die Meistersinger von Nümberg (18611867). Ambas producto del gran amor de Wagner (cuya importancia él ocultó deliberadamente en su autobiografía), de su relación con Mathilde Wesendonck, que ineludiblemente había de terminar con la renuncia. ¿O snn sólo el resultado de la necesidad que Wagner sentía por crear este tipo de obras? Die Meistersinger le venía rondando en la imaginación, cuando ñuños, desde la época de Tannhauser. Nunca conoceremos las respues-


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tas a todas las preguntas en relación con este amor, pero en Wagner, como buen romántico, el aspecto artístico es siempre una cuestión primordial y él era muy dado a proyectar en la realidad las quimeras de su imaginación, lo mismo que —a la inversa—utilizaba sus experiencias para plasmarlas en su arte. Mientras estuvo enrolado en la «Joven Alemania» se casó precipitadamente con la pequeña actriz Minna Planer, que aportó al matrimonio un hijo ilegítimo: y cuando conoció la filosofía de Schopenhauer con su «negación de la voluntad de vivir» entabló una relación sin esperanzas con la esposa de un hombre del que era profundamente deudor. De esta última experiencia nació un drama de amor que termina con la Liebestod, con la autodestrucción como expresión del éxtasis más sublime, del climax más excelso, y la transmutación de la sensualidad en espiritualidad. Ya hemos hablado (página 191) del preciado producto de esta experiencia: las cinco canciones compuestas sobre los textos de la mujer qus había inspirado la obra. Lo que aquí sólo se apunta, encuentra su expresión plena en la ópera, que Wagner, en la partitura impresa, llamó simplemente «acción» (Handlung), mientras que en el manuscrito autógrafo omitió por completo el título. La ópera vino a ser una cima de la obra de arte neorromántica y un giro radical en la historia de la música. En realidad, fue la culminación de la obra de arte neorromántica en general, no simplemente de la ópera neorromántica, pues en ninguna faceta artística del siglo xix hay nada que pueda compararse a ella. La única crítica que pudiera hacérsele —y que ya ha quedado indica da— es la de haber llevado a una ópera la experiencia más íntima del alma, la de haberla presentado ante el público espectador de óperas, ante las masas. Y, sin embargo, ¿cómo hubiera podido Wagner, precisamente en esta situación, prescindir de la orquesta, su instrumento favorito? Justamente en medio de su obra sobre el Ring des Nibelungen, que iba a ser un drama filosófico solamente por amor al drama, Wagner compuso una obra queera primordialmente música, solamente por amor a la música. Como de costumbre, casi de forma involuntaria, Wagner explicó este hecho al describirlo como sigue: «En esta obra me he tomado la libertad de abrigar las expectativas más grandiosas que se derivan de mis teorías. Y no lo hago porque haya dado a la obra una forma acorde con mi sistema, pues al escribirla me olvidé por completo de cualquier teoría, sino porque aun dentro de la mayor libertad y de la total indiferencia a toda consideración teórica he actuado de tal forma que, a medida que llevaba a cabo mis planes, me daba cuenta de la altura a que remontaba mi sistema y me encumbraba sobre él...» Al margen de las indicaciones de Wagner en cuanto a su independen cia de sus propias teorías, está el desenfado con que una y otra vez vuelve, en Tristan, al verso con rima en la última sílaba, después de haberlo desc diado en el Anillo en favor de la rima de acento inicial (basada en la aliteración o asonancia inicial). La «libertad más absoluta» y la «total indifo rencia a toda consideración teórica» se derivan del hecho de que, en este caso, Wagner el dramaturgo está completamente desbordado por Wagner el músico. Cabría decir que compuso su obra únicamente por mor del se-

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gundo acto, donde prácticamente nada sucede que sea dramático, y sí en cambio está colmado de música. El primer acto es sólo una introducción dramática al dúo de los enamorados, y el tercero continúa dicho dúo tras la interrupción de los prolongados y atormentados episodios, magistrales, que llevan a un soberbio final. Como símbolos del diálogo de amor, Wagner eligió el contraste romántico entre el «día», que es hostil al amor, y la «noche» como culminación de todo anhelo. Ya hemos indicado que Novalis fue un predecesor en el empleo de estos símbolos, pero ahora hemos de citar un pasaje muy señalado de la novela de Friedrich Schlegel, Lucinda (1799), donde bajo el título «Anhelo y reposo», se recoge el siguiente párrafo que pertenece a un diálogo entre una pareja de enamorados: «¡Oh añoranza eterna! Finalmente, la vana espera del día, el brillo vacío, se hundirán y desaparecerán, y con el reposo vendrá una inmensa, eterna noche de amor.» Otro romántico, Friedrich Schleiermacher, en un «apéndice» a la novela Vertraure Briefe, se refiere a este pasaje, de modo profético, como «el dúo». En Tristan und I soldé, y gracias a la música, culmina un deseo de todo el período romántico, al igual que en el Anillo se colma el anhelo de algunos autores románticos, sobre todo de Fouqué con su Sigurd, el dragón asesino (1808). Esta culminación se debe enteramente a la música; pues Tristan und Isolde no es sólo una obra en la que de cuando en cuando la acción dramática deja paso a la música, sino que es una ópera de una pieza. Es muy significativo que, más tarde, Wagner diera a su amigo Friedrich Nietzsche el siguiente consejo, a fin de que disfrutara plenamente con Tristan: «¡Quítate las gafas! Lo único que tienes que hacer es escuchar la orquesta.» Y es también muy significativo que el propio Wagner diera su visto bueno al procedimiento que solía seguirse en los conciertos de añadir al Preludio directamente, y sin la participación de la parte vocal, el Liebestod. Actualmente ello es innecesario, y es que, en realidad, dicha parte constituye tan sólo un filamento dentro de la urdimbre de la orquesta. Al final del primer acto y cuando la pócima amorosa permite a los amantes expresar libremente sus sentimientos en un dúo, la parte vocal no es indispensable, ya que apenas si contribuye a un cambio de melodía que no esté presente en la orquesta. Es ésta la que dice muchas cosas que las figuras en el escenario ocultan, y sigue, con la flexibilidad más sensitiva, hasta el mínimo latido de sus almas. Este logro es el triunfo del arte del período de transición de Wagner. «Es tremendamente importante que se comprenda», declaraba; «y esta comprensión sólo puede conseguirse por vía de la motivación más imperiosa y definitiva de las transiciones. Toda mi obra descansa precisamente en la producción de un sentimiento, necesario y voluntario, mediante dicha motivación» 43. No se encuentran en Tristan los extensos pasajes de decoración musical presentes en el Anillo: no hay aquí una «Escena del fuego mágico», ni una «Cabalgata de las walkyrias», ni ningún «Viaje de Sigfrido por el Rin». Todo tiene una razón de ser íntima y, por ello, la forma Carta a Methilde Wesendonck, octubre 29, 1859.


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de transmutarse y agruparse musicalmente los motivos, es más sensible y más conmovedora que en cualquier otro momento de Wagner, a excepción de Parsifal. Además, la armonía, con sus motivos preponderantemente cromáticos, es mucho más novedosa y refinada. Cierto que todos los elementos de esta armonía —con sus suspensiones, sus alteraciones y tensiones— ya estaban presentes en Spohr, en Liszt, e incluso en Mozart. Pero en Wagner, y dentro de un sistema que se ha convertido en algo muy personal, adquieren un nuevo efecto; con Tris tan termina una etapa de la armonía y empieza otra nueva. Nunca antes la música había adquirido un efecto intoxicante o narcótico, o había sido tan del gusto de Wagner. Tenía razón cuando el 5 de junio de 1859 escribía a la mujer que, involuntariamente, había contribuido a que la obra viera la luz: «... Nunca antes he escrito nada parecido. Se quedará maravillada cuando lo oiga.» A comienzos de agosto de 1860 volvía a escribirle: «¡Para mí Tristan es y seguirá siendo una maravilla! Nunca podré comprender cómo llegué a escribir algo así.» Y, al final, rinde homenaje a la parte que a ella le cabe en la obra: «Le estaré eternamente reconocido, pues gracias a usted escribí Tristan» 44.

«Die Meistersinger»: drama social nacional Son muchas las influencias entremezcladas que participan en Die Meistersinger von Nürnberg, que en su primera versión de 1845 se llamó simplemente «Opera cómica en tres actos», en la segunda y tercera versiones «Gran ópera cómica en tres escenas» y, finalmente, quedó sin subtitular. Al igual que Tristan se trata de una obra sui generis. Y es la única comedia musical de Wagner, si descontamos sus «correrías» de juventud en Liebesverbot. Todas las creaciones trágicas de Wagner, el Anillo incluido, tienen una proyección internacional; en cambio, Die Meistersinger es una obra de arte marcadamente nacional —aunque no «popular» ni nacionalista. Es más, al concebir esta obra Wagner, como hombre de teatro, pensó concretamente en representarla en París, donde eran muy aficionados a ver en el escenario el antiguo vestuario alemán. El carácter alemán de la obra no fue intencionado; más bien es inherente al asunto; al igual que el interés de Wagner por Wotan y Sigfrido en el Anillo no fue ya una cuestión de germanismo, como tal vez hubiera sido al inicio del movimiento romántico, cuando se rescataron y dieron a conocer las fuentes literarias de las épocas primitiva y medieval. En esta ocasión Wagner nos lleva a uno de los pocos períodos felices, aunque no duradero, de la historia alemana, a la época de mediados del siglo xvi, en que se habían apaciguado un tanto las tormentas de la Reforma y la terrible guerra del siglo siguiente sólo había empezado a dejar sentir sus amenazas. Lleva a su auditorio al corazón de Alemania, a la ciudad libre de Nuremberg, laboriosa en las artes y en el comercio, con sus estrechas y secretas callejuelas, sus iglesias y sus torres, sus puntiagudos teja44

Carta a Mathilde Wesendonck, diciembre 21, 1861.

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dos, sus huellas del Gótico viejo y sus pinceladas del nuevo Renacimiento, sus habitantes tan prestos a enzarzarse en una buena pelea como a participar en una fiesta, y sus gremios, a la cabeza de los cuales destaca el noble, y un tanto cómico, gremio de los maestros cantores. No faltan los tonos trágicos en esta ópera cómica, pero por primera y única vez en toda la obra de Wagner no hay «redención» romántica, solamente una resolución feliz y armoniosa. Desde el punto de vista puramente externo es una perfecta opera buffa, con «arias» y conjuntos, aunque no sea el tipo de conjunto dramático mozartiano, como el quinteto al final de la primera mitad del último acto; y también grandes finales, donde la locura de la acción se lleva hasta el paroxismo, finales en los que Wagner reemprende el tipo de composición de las escenas de conjunto que cierran sus óperas Tannhaüser y Lohengrin. El único rasgo característico de la obra es la unión y conexión de los distintos motivos simbólicos, la amalgama de lo subjetivo y lo objetivo, de los elementos más generales con los más personales. Die Meistersinger es un drama social. El caballero se enfrenta a los lugareños, con sus organizaciones gremiales, en una relación de falta de comprensión e incluso de hostilidad. Los filisteos del gremio rechazan al miembro de otra clase social que desea ser admitido en él. El joven caballero, tras de haber ganado el premio del vencedor se defiende de la comunidad sirviéndose de estos «lugareños». Y actuando como intermediario entre los adversarios destaca un hombre que, por su experiencia humana y artística, ocupa una posición por encima de las partes y al que el pueblo reconoce como su representante: el zapatero remendón y poeta, Hans Sachs. En el «pueblo» que, por así decirlo, enuncia los juicios de Dios, es en donde vemos el aspecto romántico de Die Meistersinger: no se trata de una opera buffa alemana, sino de una comedia romántica. Además, esta obra es un drama autobiográfico sobre los artistas. En el enfrentamiento entre Sachs y Stolzing se simboliza el eterno conflicto en que se ve envuelto el artista innovador y revolucionario por oponerse al viejo atrincherado detrás de las «leyes», de las normas. Stolzing es Florestán; pero Sachs es Raro y consigue la reconciliación, no sin que el alma tenga que librar una lucha violenta. El tradicionalista reconoce la oportunidad ele lo nuevo, pero convence al revolucionario de la conveniencia de lo viejo y la necesidad de las normas. El antagonista de Sachs y Stolzing es Bezkmesser, el «puntilloso», en cuya figura caricaturizada Wagner personifica su tremendo odio por la crítica estéril, si bien ha objetivado hasta tal punto este sentimiento que muy bien podemos reírnos con él. Die Meistersinger se pensó originalmente en 1845 como una especie de pieza cómica para representarla después de Tannhaüser en un certamen de canto en Wartburg: todo el rencor que la lucha por su reconocimiento había acumulado en el alma de Wagner explota en forma de sátira e ironía. Wagner debe a su experiencia con Mathilde Wesendonck la creación de Hans Sachs, donde él encuentra el camino de la resignación para «conquistar el mundo» sin sumirse en la perdición.


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Ahora bien, como músico recalcó hasta el máximo la oposición entre lo viejo y lo nuevo. Y simboliza lo antiguo, el «gremio», utilizando el estilo contrapuntístico de Bach, no imitándolo, sino tratándolo con ese su arte especial para la combinación. Fue éste uno de los pocos casos en que el estilo arcaico volvió a cobrar vida en el siglo xrx, de una forma activa, sin entrar en ningún tipo de mezcla química con lo romántico. Otros ejemplos pueden encontrarse, quizá, entre las obras de Chopin, Brahms, Bizet, y César Franck. Y esta vuelta al pasado permitió a Wagner elevarse sobre sí mismo y ser ligeramente satírico con su propio estilo personal. El violento diálogo de la pareja de enamorados del segundo acto («Ja, Ihr seid es...»), en virtud de este contraste con el talante general de la ópera, resulta casi una parodia del estilo del Anillo o de Instan. Aquí reside el verdadero sentido del humor de Die Meistersinger —el gran triunfo de la autocrítica por parte de su creador.

«Parsifal»: el sermón de Wagner a su grey El rasgo distintivo de Parsifal, la última obra de Wagner, es su triunfo en el refinamiento de su propio estilo, la sublimación de su arte. No es nuestro cometido hacer un juicio de su obra, de la mezcla del más profundo misterio de la iglesia católica con el dramatismo más elaborado. Cierto que la mezcla resulta más chocante por cuanto, teatralmente, es menos ingenua que en Tannhaüser, todo lo cual no se compensa por el hecho de que se subtitule: «Obra de festival para la bendición de un escenario.» Pero hemos de entender esta obra en conexión con la historia de la ópera romántica. Su gestación se remonta al proyecto de Jesús de Nazareth (1848), a partir del cual la figura de la pecadora arrepentida, María Magdalena, pasaría a convertirse en la de Kundry. Años más tarde, en 1856, mientras trabajaba en Tristan, hubo un proyecto para un drama budista, Los vencedores, donde una doncella Chandala, que en una existencia anterior había sido culpable de un acto despiadado, es aceptada, finalmente, en el reino de los bienaventurados tras su arrepentimiento y su «negación de la voluntad de vivir». Sin embargo, y poco después de esbozado el drama, en 1857, Wagner decidió trabajar sobre la idea de la suprema redención («¡la redención del redentor!»), dentro del ambiente del cristianismo medieval; sin duda alguna, también por razones musicales, de lo cual nos ocuparemos más tarde. En 1865 Wagner escribió el boceto de la obra para su patro cinador real Luis II de Baviera, en 1877 publicó el texto, y en la prima vera de 1879 terminó la composición. Parsifal es el equivalente artístico y dramático de los numerosos ensa yos que Wagner publicó durante su última época en Bayreuth, y entre los cuales el que versa sobre «Religión y Arte» es el más importante y el más completo. Es característico de este período de Bayreuth, ya que tras las luchas que siguieron a su liberación por parte del monarca bávaro, Wagncj se retiró de nuevo a Suiza y eventualmente a Bayreuth, donde edificó su propio teatro para representar el Anillo y desde donde, a través de su El

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vista, dirigía a su feligresía. La «obra de arte redentora» no podía seguir representándose en lugares de diversión pública —y cualquier ópera a excepción de la de Wagner era frivola, muy al contrario, había que preservarla—. El no podía dirigirse ya a un público fortuito perteneciente a esta edad corrupta, sino que tenía que reservarse a una comunidad definitivamente inclinada a la religiosidad, a la que sólo puede denominarse cofradía de arte religiosa, una cofradía que esté dispuesta a ser «regenerada». «Comprendemos», dice Wagner al final del ensayo al que nos hemos referido, «la razón de la caída histórica de la humanidad, así como la necesidad de su regeneración. Creemos que esta regeneración es posible y ponemos todos nuestros empeños en llevarla adelante». El antiguo revolucionario, que todavía en 1851, como partícipe de la «Assemblée nationale» parisina había deseado el triunfo de un estado socialista, veía ahora las ventajas de una religión compasiva que se extiende a toda la humanidad —una religión que, entre otras cosas, incluye el vegetarianismo, pero no excluye el más virulento antisemitismo. Parsifal simboliza esta profesión de fe, y lo simboliza en una fantasmagoría dramática espeluznante en la que ni uno solo de sus personajes se parece a los de la vida real: no es real Anfortas, el guardián del Grial, que es una especie intensificada del afligido Tristán; no lo es Kundry, la mujer que induce a la tentación; y tampoco lo es Parsifal, quien al resistir a los hechizos de ésta es «capaz de ver a través del mundo» y puede «redimir» al pecador Anfortas. ¿Qué se ha hecho de la mujer que hasta entonces en toda la obra de Wagner —desde Senta a Brünnhilda e Isolda— ha sido glorificada como redentora a través del amor? ¡En qué se ha convertido el héroe de Wagner! Ahora un «simple loco» tiene que redimir el mundo mediante la castidad de su amor. Al margen de la decisiva escena del segundo acto, que tiene su antecedente en la escena entre José y la mujer de Putifar, se ha desarrollado una serie de acontecimientos filosóficos y simbólicos. Parece casi como si las figuras dijeran sus parlamentos en pequeñas tiras que cuelgan de sus bocas, como en los dibujos primitivos. Para aclarar el significado doble o múltiple del conflicto, Wagner hubo de preceder el inicio de la acción —la muerte del cisne por Parsifal, asesinato simbólico del ser vivo— por una exposición que es la más extensa que jamás un autor dramático haya impuesto a su público. Como dramaturgo, Wagner se ha convertido en la víctima de su propio estilo. En cuanto a la música se llegó a un compromiso. Wagner sabía por qué no había compuesto Los vencedores, y por qué había vestido una idea básicamente budista con un ropaje medieval de tendencias católicas: porque para componer un drama hindú no hubiera hallado un punto de contacto musical. Sí lo encontró para Parsifal, en su propio Tristan y en el lenguaje de la música religiosa católica, en las sugerencias del canto gregoriano y I cappella, en los motivos de campanas, etc. —simples sugerencias, pues era demasiado individualista para asumir directamente el arcaísmo. Comparado con Tristan, que es musicalmente «vigoroso», y con Die Meistersinger, donde usa con toda libertad y sin cohibirse lo más mínimo los ecos de Bach y del coral protestante, Parsifal exhibe un lenguaje musical mu-


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cho más etéreo y exangüe—- es una obra de una persona entrada en años; pero la maestría con que se entretejen y transforman los motivos y la sobrecarga que contienen de fuerza simbólica o psicológica son inmensas. Para abrir el tercer acto Wagner compuso un preludio, en el que quiso simbolizar los delirios de Parsifal, donde parece sobrepasar los límites estilísticos de su tiempo. Parsifal es uno de los documentos que cierran el período romántico. El romanticismo había comenzado con una preferencia por los temas medievales; al final vistió ropajes medievales para ataviar una acción simbólica. Empezó prefiriendo el misticismo católico, y terminó con sonido de campanas y acordes de arpa para acompañar la «redención del redentor». Había separado el arte de la vida, y al final halló la huida de la vida en una experiencia artística tonificante, en la intoxicación a través de la música. La vida y la religión se vieron reemplazadas por el arte. Desde el inicio mismo del movimiento romántico se mantuvo latente la tensión entre la finitud burguesa y lo infinito; tensión que en las óperas de Wagner es claramente perceptible. En el Anillo esta era burguesa se vio reflejada en un espejo heroico, agrandado; en Parsifal vio conquistado su materialismo, resuelto su conflicto mediante el éxtasis pseudo-religioso. Wagner no fue un músico romántico de la misma especie que sus contemporáneos, Chopin, Schumann y Brahms. Incluso es fundamentalmente incorrecto clasificarlo como uno de los tres neorrománticos, junto a Berlioz y Liszt, aunque él mismo, en una carta dirigida a Liszt el 22 de mayo de 1860 opinara que «al presente nuestro grupo consta sólo de nosotros tres, puesto que sólo nosotros nos parecemos...» Su música era de distinta índole. Una música que iba dirigida no tanto a elevar al oyente por vía del arte, a abrirle cumbres del alma hasta entonces desconocidas; antes bien trataba de sacudirlo, de intoxicarlo, de derrotarlo aprovechando un deliquio de éxtasis, y de mantenerlo cautivo. Liszt nunca se propuso algo parecido, ni como virtuoso, ni como compositor de poemas sinfónicos o música religiosa; y Berlioz, como buen francés, siempre fue un gran tradicionalista, a pesar de toda su pasión turbulenta y de toda su originalidad. Basta con echar una ojeada a su última obra operística Los ¡royanos, ciclo análogo al Anillo de Wagner, que consta de dos partes (La captura de Troya y Los troyanos en Cartago), la primera de las cuales nunca llegó a ver representada en un escenario. Los troyanos en Cartago se estrenó en 1863, cuatro años después de concluirse Tristan, y no es ya una gran ópera al estilo de las de Meyerbeer, pues Berlioz era demasiado idealista, entusiasta, demasiado artista; más bien se remonta al ideal de la ópera clasicista, de Lully, de Rameau, de Gluck, de Le Sueur y Spontini. Es una ópera francesa decorativa y patética, con ballet y entreactos descriptivos. Berlioz nos conmueve por su dominio artístico. Su ópera no contiene ya esa fuerza inventiva de la Symphonie Pantastiquc o de Harold; es una obra en la que se mezclan de forma extraña la audacia y el freno clasicista. A menudo, Berlioz sucumbe a su propio modelo, por ejemplo, en la aparición del espíritu de Héctor, donde esperamos escuchar tonalidades nunca oídas hasta entonces. Pero, por lo demás, su sello está

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presente en cada trazo melódico o cromático, en cada aria, en cada conjunto, en cada escena coral —y Los troyanos es una gran ópera coral—, como, por ejemplo, en los pasajes de percusión, con tambor y otros instrumentos, en la procesión del pueblo troyano, en la siniestra fanfarria que precede a la visión onírica de Eneas, en las trompetas de su relato de Laocoonte, en la danza animada y rítmica, y en la «cacería real». Todo es noblesse ilimitada y tradición, más al estilo de Poussin que de Delacroix; a veces, también parece como si alentara la antigua llama de un pálido clasicismo, como en el dúo de amor entre Casandra y Choroebus, en un famoso septeto, en la escena de amor entre Dido y Eneas, y en la grandeza elegiaca de Dido agonizante. Pero Berlioz nunca pretende avasallarnos como Wagner. El recorrido de Wagner en pos de la individualidad Repetimos: para Wagner, la música fue sólo un medio de conquista —el más fuerte, el más hechicero, el más fino—, pero un medio para llegar a un fin. Nunca se le puede tomar únicamente como músico, pero si consideramos solamente el aspecto musical de su carácter, observamos el raro fenómeno de una originalidad siempre en aumento, de una personalidad que a medida que se desarrolla se va haciendo más poderosa. Al principio de su carrera, Wagner tomó a Beethoven como modelo: empezó con un arreglo para piano de la Novena Sinfonía y escribió unas cuantas obras sencillas para piano —Sonata Op. 1; Polonesa para cuatro manos, Op. 2; Sonata en Re menor, en la que los elementos tomados de Mozart, Beethoven y Weber se dan codo con codo. Entre estas composiciones tempranas sólo una Fantasía en Fa sostenido menor evidencia ciertos rasgos individuales. Compuso oberturas y una Sinfonía (1832) con aires beethovenianos que él utilizó con habilidad. En un grupo de oberturas posteriores, cuando menos por lo que hace a la fecha de su estreno, Polonia, Cristóbal Colón (1835), y Rule, Britannia (1837), se pone de manifiesto una idea nueva y más moderna, que esencialmente era la de la introducción neofrancesa de ópera al estilo de Auber o Hérold, mediante el empleo de pasajes melódicos cautivadores en las cuerdas y apoteosis radiantes en los metales. Sólo en la obertura Cristóbal Colón se utilizan los metales con verdadera intención poética, como símbolo de la esperanza extática. En 1840, con la obertura de Fausto (véase página 145), concluye la etapa instrumental de Wagner, con excepción de algunas adiciones posteriores, como El Idilio de Sigfrido, la Kaisermarsch y la Huldiqungsmarsch. Wagner se sirvió de la orquesta para otros fines. Sus primeras composiciones operísticas no fueron, en modo alguno, «óperas orquestales». Hay, por ejemplo, un pasaje tomado de un fragmento violentamente apasionado de Die Hochzeit, obra temprana (1832) que consta de un gran conjunto coral y un diálogo a modo de recitativo. En él, incidentalmente, aparece, en los instrumentos bajos, una especie de leitmotif. Hay también una «ópera romántica», Die Peen, escrita cuando


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tenía veinte años, donde surge por vez primera el motivo dramático de la «redención». Dicha obra es un eco musical de impresiones tomadas de Weber y especialmente de las óperas de Marschner, configurada con un talante rutinario casi fatal. Esta ópera, en concreto, carece incluso del acierto dramático que en otros casos es característico en Wagner. Y a la inversa, Liebesverbot o Die Novize von Palermo (1836), como ya se ha dicho, es una obra maestra temprana por lo que hace al libreto, que trata libremente el modelo de Shakespeare, simplificándolo en una opera buffa y reduciéndolo a dos actos. Por otra parte, Wagner el músico casi llega a la conclusión de que tiene que negar su personalidad: «Yo no he puesto un cuidado especial para evitar reminiscencias de la música francesa e italiana... Hemos de tomar nuestra época y tratar de desarrollar con autenticidad sus nuevas formas (¡!), y el verdadero maestro será aquel que no escriba en estilo italiano, ni francés, ni alemán...» Ahora bien, en cuanto a la «autenticidad» de esta obra, digamos que difícilmente puede afirmarse que se trate de una cuestión de «reminiscencias», más bien es un caso de imitación descarada y vergonzosa. Mucho más acertadamente, Wagner habla en otro lugar (en Mein Leben) del «carácter despreocupado» de la música. Es despreocupado, asimismo, por sus repeticiones sin fin. Hubo de transcurrir algún tiempo para que Wagner aprendiera a concentrarse, si bien aun en esta época posterior son característicos el lento desarrollo y la amplitud de la idea general. La música de Liebesverbot es un lugar de encuentro compuesto por los ritmos quejumbrosos de Meyerbeer, las fiorituras vocales de Rossini, la rudeza en los metales propia de Zampa, de Hérold, el elemento lánguido y amoroso que hallamos en Bellini, el ritmo provocador y los efectos de masa de Auber; en unos ritmos especialmente sabrosos, casi llega a aproximarse a las óperas de Jacques Offenbach. Tampoco faltan ciertos rasgos germanos. Hay, por ejemplo, una melodía sensual, al estilo de Marschner, que en el paroxismo de su amor canta el héroe siniestro, el Angelo de Shakespeare. En el primer final hay una evocación de Beethoven, en La bemol mayor, y una imitación de Fidelio («Tot' erst sein Weib!») en el punto culminante de la escena del juicio. Y a pesar de toda esta falta de originalidad se siente ya al verdadero Wagner. No es tanto una cuestión de ciertas anticipaciones, por ejemplo, de Tannhaüser, o del empleo sorprendentemente inteligente del motivo evocador. Se trata más bien de algo que se refiere a los rasgos de carácter general: a. partir de esta inmoralidad indiferente un día brotará la grandiosa amoralidad del Anillo y de Tristan; y las metas del revolucionario partícipe de la «Joven Alemania» se transformarán en la revolución interior contra su tiempo, bajo la influencia de esa voluntad-de-conquista de la que estuvo ungido el ánimo de Wagner del principio al fin de su carrera.

namiento, tan rico en efectos y tan tumultuoso en su aspecto musical». (¿Y no resulta sospechoso que Meyerbeer dijera que el libreto de Rienzi era el mejor texto de ópera que él conocía y que lo único que lamentaba es que no hubiera caído primero en sus manos?) Pero en otra ocasión no fue, para Wagner, otra cosa que una gran ópera, a secas. Y aseguró que no había tratado de «imitarla», sino que había deseado «superar todas sus manifestaciones anteriores». Y, al hacerlo, estaba invocando a todos su propio apasionamiento artístico. Rienzi no fue sólo un simple exponente histórico, monstruoso, de la ópera «gesticulante», con arias, conjuntos, finales, procesiones, marchas, ballets y pantomimas; sino que su héroe fue un personaje trágico, cuyo desmedido orgullo le hizo ser la primera figura wagneriana, un sacrificio a la política y a las veleidades de las masas. Wagner criticó a este personaje, pero al mismo tiempo lo amaba. «Rienzi aparece como un tribuno, vestido con ropajes fantásticos y ceremoniosos». Pero en el momento de estrenar la obra, Wagner tuvo «un extraño sentimiento de la insignificancia del género operístico que, en general, he representado con bastante éxito». Así, pues, culpaba al género operístico de la insignicancia de la obra en sí. A pesar del progreso de Wagner en cuanto a técnica musical, Rienzi no es todavía más que un producto rutinario, en mayor medida que los Huguenots, de Meyerbeer. En Wagner, la incongruencia entre el dramaturgo y el músico es obvia. El instinto teatral estaba presente en toda su plenitud: el dramaturgo sólo cometió unos pocos errores, de los cuales el peor era el tono excesivamente prolijo de la obra, que llegaba a hacerse insoportable, pero el músico todavía era un simple compositor rutinario aunque, debido a su juventud, la sorpresa causada por algunas pocas ideas, pocas pero grandes, fuera doble; por ejemplo, el crescendo de trompeta en la obertura, y el temple revolucionario y portentoso de toda la obra. Y el carácter rutinario se aligeraba por el ingenio y la presuntuosidad con que Wagner lo trataba. Pero ni siquiera esta ingeniosidad podía vencer una invención y ejecución desagradables y vulgares; de hecho, a partir de Rienzi, una sombra se cierne sobre toda la obra posterior de Wagner, por ejemplo, en los finales del segundo acto de Tannhaüser y Lohengrin. En El holandés errante, Wagner ya no fue más un compositor rutinario, y por ello, el público amante de la ópera que en Dresde había recibido Rienzi con frenéticos aplausos, con ocasión de su estreno en 1843, no le entendió. Lo cierto es que la obra sólo se representó tres veces. La novedad del Holandés era su unidad musical. El fragmento sobre el que Wagner trabajó en primer lugar, tanto en el texto como en la música, fue la balada que canta la protagonista femenina, Senta, quien se sacrifica para redimir al Judío errante del mar. Wagner hizo la siguiente confidencia:

La siguiente ópera de Wagner, Rienzi, el último de los tribunos, no leva a la zaga a Das Liebesverbot en cuanto a ser un exponente de las «locuras de juventud». El propio Wagner mantuvo una actitud ambivalente sobre esta obra que le abrió el camino del triunfo. Volviendo la vista atrás, en una ocasión, pensó que la había escrito sólo por perseguir el éxito: «ante mí estaba la gran ópera, con su relumbrón escénico y musical, su apasio-

En este fragmento, inconscientemente, sembré el germen temático musical de toda la ópera. Este pasaje constituía, en pequeño, la idea del drama entero tal como se presentaba ante mi alma. Al querer ponerle un título a toda la obra, tuve el deseo, bastante justificado, de llamarla «balada dramática»... En el último retoque de la composición, el cuadro temático que había ideado se amplió, de forma natural, a todo el drama como un conjunto acabado. Me bastaba con tomar las distintas


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semillas temáticas contenidas en la balada y, sin tener que esforzarme más, dejar que se desarrollaran siguiendo su propia dinámica hasta alcanzar su conclusión. Así pues, tenía ante mí los principales momentos de esta poesía y, por su propia voluntad, ellos habían adquirido su forma temática definitiva. Como compositor de ópera hubiera debido actuar de forma arbitraria y con intencionalidad caprichosa, si es que deseaba descubrir motivos nuevos y distintos para el mismo momento a medida que éste se repetía. Pero como lo que únicamente me importaba era la presentación más inteligible del argumento y no un conglomerado de números operísticos, al final no tuve el valor necesario para proceder arbitrariamente. Este cúmulo de afirmaciones, formuladas desde el punto de vista ventajoso de los últimos años de Wagner, es manifiestamente incierto en dos puntos. Wagner no era ni mucho menos el artista «inconsciente» incapaz de lograr la unificación de la estructura temática de la obra por un acto de su voluntad. Por lo demás, tampoco esta unidad era tan comprehensiva como a él le gustaría hacernos creer. El holandés errante es todavía una ópera de números; por ejemplo, el segundo acto consta de «Canción, Escena, Balada y Coro», un dúo entre Senta y Eric; más aún, Wagner divide el «Finale» de este segundo acto como sigue: Aria (Doland), Dúo (Senta y el Holandés), Trío (Senta, el Holandés y Daland). Quedan todavía vestigios de la «ópera». Unos cuantos números son totalmente independientes en su aspecto temático; pero es chocante que precisamente es tos pasajes, y de ellos podemos citar la cavatina de Eric y el aria un tanto bufonesca de Darland, estén entre las piezas más endebles que Wagner escribió en toda su vida. Todavía no se había encontrado plenamente a sí mismo, hecho del que pronto iba a percatarse. En sus últimas obras, empezando por Lohengrin, una vez concluida la composición nunca les cambió ni una nota, al contrario que casi todos sus contemporáneos, sobre todo de Liszt, el experimentador, quien nunca admitió ninguna versión como última, en ninguna de sus obras. Cuando en 1852 ensayaba El holandas errante, en la ópera de Zurich, Wagner suavizó un tanto la tosca instru mentación y rehizo el final de la obertura y la última parte del final del ter cer acto. A pesar de su dominio más bien limitado de la técnica de la composición, El holandés errante es una obra de arte más pura que Tannhaüscr, que Wagner terminó a principios de 1845 y estrenó al año. siguiente en Dresde. En ella vuelve a hacer su aparición la gran ópera, con todo su es plendor, y en una forma que es tanto más desagradable cuanto que se in troduce subrepticiamente, tras una máscara psicológica, con una mala conciencia. El héroe pecador y la heroína pura y angelical tal vez fueran posibles como personajes medievales; pero con Wagner no son más que meras efigies, marionetas de la ópera, de la misma manera que lo son el hon rado Landgrave, o Wolfram von Eschenbach, resignado sentimentalmente. Wagner no llegó a comprender cabalmente la construcción musical o dra mática de esta obra. Mientras estuvo en Dresde hizo distintas versiones para el final de la ópera. En la primera de ellas, sólo insinuaba la reaparición de la Montaña encantada y la muerte piadosa de la heroína, pero en

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la versión final adocenó estos pasajes presentando en el escenario a la diosa Venus y al cadáver de Elisabeth. Más aún, no es fortuito que catorce años después eligiera Tannhaüser y no Lohengrin para asegurar su posición en París. En esta versión parisina la obra se hizo a la vez más wagneriana y más del estilo de la gran ópera. Era más wagneriana por cuanto hizo la figura de Venus «más profunda psicológicamente», en virtud de todos los descubrimientos musicales adquiridos con la composición de Tristan que había realizado durante este tiempo. Así, transformó a la diosa en una mujer apasionadamente luchadora, abrevió considerablemente la escena del certamen de canto, y, sobre todo, enriqueció la pantomima al principio de la escena de Venusberg, y confirió a la «Bacanal» un grado de exuberancia que no tiene paralelo ni siquiera en su propia obra. Lo que, en la parte central de la obertura sólo se había sugerido, se lleva ahora hasta el mismo límite; mientras que la música, hasta donde le era materialmente posible, hizo uso de la animación tonal, de la combinación de motivos y del refinamiento armónico más seductores para decir lo que de otra forma sería inexpresable. En un período de tiempo relativamente breve, ¡qué proporciones había alcanzado la escena de la «tentación» si la comparamos, por ejemplo, con los pocos e inocentes compases en La mayor del Oheron de Weber! ¡Cuánto había cambiado el papel de la orquesta! La obertura, y también la obra entera, cobran vida por el contraste entre esta música sensual y las tonalidades pastoriles o piadosas. El cambio rápido de Venusberg en el «valle feliz» del paisaje de Wartburg, constituye uno de los grandes efectos escénicos y musicales de la ópera. Ahora bien —dejando aparte la falta de unidad estilística de la versión parisina—, Tannhaüser no está enteramente libre de vulgaridades y de adiciones ajenas. Los pasajes más maduros, como la narración del héroe sobre Roma, o la plegaria de la heroína, se sitúan junto a los más convencionales, como la desagradable canción del premio, por parte de Tannhaüser, o la insufrible cavatina de Wolfram a la estrella de la tarde, o junto a los semiconvencionales como el finale del segundo acto. Lohengrin, acabada en 1848, marca el fin del período de la ópera romántica que había comenzado con Euryanthe, de Weber. También fue un final, desde el punto de vista del texto. El motivo dramático era muy semejante al de Undine, de E. T. A. Hoffmann; Hans Heiling, de Marschner, e incluso al del Holandés, del propio Wagner, salvo que en este caso la heroína, a diferencia de Senta, no corresponde a la demanda que le hace el hombre semidivino de un amor incondicional, de una fe incuestionable; el resultado es trágico, aunque suavizado por la frustración del Principio Maligno —encarnado en Ostrud, una mujer demoníaca algo parecida a Eglantine—• y transfigurado por la teatralidad operística. Pero esta teatralidad operística se enlaza con el anhelo de Wagner, auténticamente romántico, de representar musicalmente la Edad Media, el siglo x —el discurso patriótico del rey, el ceremonial de la ordalía, con sus fanfarrias y su heraldo decorativo, la música religiosa solemne, el esplendor deslumbrante y el casto acompañamiento de un festín de bodas, la asamblea de un ejército belicoso. Esta teatralidad operística, repetimos, se atempera por el


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hecho de que, por fin, Wagner el músico se equipara con Wagner el hombre de teatro. La maestría musical se observa con mayor claridad en el papel que desempeña el coro, que rivaliza con la orquesta en conferir a la obra su colorido de éxtasis y de drama. Todavía se pueden separar de sus escenas algunas «arias» o «dúos», como la narración que Elsa hace de su sueño, la advertencia de Lohengrin, y el juramento de venganza de Ostrud y Telramund; pero, paulatinamente, los pasajes de arioso se van resolviendo en una especie de canción-parlamento apoyada por la orquesta. Análogamente, y de acuerdo con las propias palabras de Wagner, el «acompañamiento» orquestal se hace cada vez «más significativo», más expresivo, más delicado —basta sólo con pensar en la nueva división que experimentan las cuerdas. Si la Aída, de Verdi, se puede considerar como el ideal y el compendio de lo que se conoce bajo la denominación de «ópera italiana», Lohengrin es ciertamente el compendio y el ideal de la ópera romántica alemana; y no es fortuito que Lohengrin fuera la primera ópera de Wagner que se representó en un escenario italiano. Wagner empezó a componer El oro del Rin tras un intervalo de más de cinco años desde que terminara Lohengrin. Fueron éstos los años «teóricos» de la carrera de Wagner, durante los cuales, y de acuerdo con sus opiniones propias, siguió o configuró la historia de la ópera, su relación con ella. Durante estos años también se individualizó totalmente en cuanto a su manera de entender la música, se hizo definitivamente original, en una palabra, fue él mismo. A partir de entonces el esquema de su desarrollo señala una especie de endogamia, pues toda su evolución ulterior se produjo sobre la base de su propio estilo, y la influencia de sus contemporáneos fue cada vez menor. En cierta ocasión, y durante los años que vivió en Zurich, tuvo en sus manos las partituras de las sinfonías de Schumann y decidió, desdeñosamente, que este tipo de trabajos ya no encerraban nada que a él le sirviera, ni en cuanto a técnica ni en el contenido. Ya había compuesto y orquestado los dos primeros actos de La walkyria, cuando —tómese nota—, en una carta dirigida a Liszt, el 3 de octubre de 1855, le pedía que le enviara las partituras de Berlioz, pues éste no acababa nunca de mandárselas. «Confieso», escribía Wagner, «que estoy tremendamente interesado en examinar con detenimiento las partituras de sus sinfonías... Me gustaría tenerlas pronto». Pero en Berlioz no podía aprender más que unos pocos rasgos de finura técnica en cuanto a la instrumentación, y tenía toda la razón cuando el 31 de mayo de 1852 escribía a Uhlig: «Todo aquel que al juzgar mi música separe la armonía de la instrumentación es para mí tan injusto como el que separe mi música de mi poesía, mis canciones de mis palabras.» A este respecto tampoco debe exagerarse la influencia que Wagner, según él mismo admitió (véase página 227), había recibido de Liszt en cuestiones de armonía. Más bien se trataba de un estímulo que tenía su origen en el experimentador y que en lí¡ prodigiosa mente de Wagner se convirtió de inmediato en un sistema productivo. Wagner era el polo opuesto a un experimentador, y en este sentido la posición de Liszt con respecto a Wagner era semejante a la del juga

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dor de cartas que arriesga todo en una sola jugada con respecto a un gran —y audaz— financiero. Entre El oro del Rin y Parsifal el «sistema» de Wagner no experimentó mayores cambios, pero sí se refino; y este sistema adquiere su forma más pura y, desde el punto de vista musical, está tratado «más virilmente» (según sus propias palabras), en Tristan und Isolde, que ya no guarda relación con la gran ópera. Es una ópera sinfónica. Wagner necesitaba la orquesta; incluso cuando compuso una obra de la más pura intimidad como el llamado Triebschen Idyll o Siegfried Idyll (1870), con unos pocos instrumentos de cuerda, flauta, oboe, dos clarinetes, fagot, y dos trompas, no se trataba ya de una obra de música de cámara, sino de una sinfonía reducida. Así que concibió sinfónicamente el papel de la orquesta en su ópera, refinando el antiguo motivo evocador, que pasó a ser el leitmotif, con toda su intencionalidad psicológica. A partir de entonces la unidad de sus óperas se reforzó entretejiendo y transformando relativamente pocos motivos —rítmicos, lineales, armónicos—, solos o en combinación. Y de este entretejido nacía y se desarrollaba la escena, el acto, con su flujo y reflujo sinfónico. Cierto que Wagner era un músico demasiado inteligente para dejar que su obra dependiera enteramente del elemento sinfónico, del movimiento de la orquesta sumado a la canción-parlamento. Todo cantante experimentado sabe cuántos pasajes melódicos, incluso en el sentido italiano del término, se ocultan en una obra wagneriana. La relación entre cantante y orquesta, entre la acción y la música, cambia continuamente; por ejemplo, ya hemos aludido al hecho de que en el segundo acto de Tristan la acción casi desaparece y cede paso a la música. Pero también es cierto que las cumbres más altas de la obra de Wagner son los climax sinfónicos; y precisamente en el segundo acto de Tristan, en la alborada de Brangáne, incluso la voz humana se utiliza como un simple instrumento, como el más bello de todos los instrumentos. A la tremenda fuerza de voluntad de Wagner se debe el hecho de que impusiera este lenguaje tonal definitivamente personal y rotundamente subjetivo como expresión de los sentimientos de su época. Aunque no de toda su época: algunas de las figuras más destacadas de su tiempo —dejando aparte a los reaccionarios— no se unieron a su comitiva. En una carta que León N. Tolstoy dirige a su hermano S. N. Tolstoy puede apreciarse hasta qué punto su música afectaba a la sensibilidad de las personas que no estaban en modo alguno preparadas para comprenderla: «Ayer estuve en el teatro y escuché la famosa ópera Sigfrido, de Wagner. No pude resistir el permanecer desde el primer acto hasta el final de la obra, sino que salté de mi asiento en mitad de la representación, como un poseso, y todavía hoy soy incapaz de hablar de ello con calma. No es otra cosa que teatro de polichinelas, mediocre incluso para un niño de más de siete años; es más, ni siquiera es música. Y, sin embargo, cientos de personas la escuchaban y fingían que les gustaba» 45 . Juicios similares se 45

Tagebuch (Jena, 1932), I, pág. 175, nota 24.


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encuentran en Jacob Burckhardt, el gran historiador, que había bebido en la tradición de Gluck y de Mozart. Por ló demás, el efecto fue internacional, si bien algo postumo, puesto que tal vez no alcanzó su punto culminante hasta las dos últimas décadas del siglo. Wagner pronto encontró partidarios en Inglaterra, a los que no hizo el menor caso, y en París, que en 1861 había dispensado a su Tanhaüser una recepción inmerecida. Curiosamente no fueron los músicos los pioneros de su victoria, sino los literatos y los poetas, como Houston Stewart Chamberlain, un renegado completamente amusical, en Inglaterra o para Inglaterra; en Francia, Edouard Schuré, Gobineau, Baudelaire, el círculo en torno a Catulle Mendés, los Parnasianos (Verlaine, Mallarmé, Villiers de l'Isle-Adam) y los Simbolistas. La razón nos la ofrece Friedrich Nietzsche, quien tras haber sido uno de los amigos más íntimos de Wagner se convirtió en el más íntimo enemigo de su arte, y quien en sus escritos sobre Wagner dijo la última palabra, tanto a favor como en contra del compositor: «Wagner compendia la modernidad», es decir, el movimiento romántico, o la última fase de dicho movimiento. Nietzsche, el filósofo y crítico de la cultura, veía en el hombre de teatro que era Wagner toda la falsedad y morbidez del romanticismo. Detrás de la máscara heroica veía al hombre cansado y «tardío», veía el contraste entre la gran ópera y la -miniatura. «Wagner es un enfermo... Wagner es una gran ofensa para la música... Pero, aparte del hipnotizador y del pintor de frescos, hay otro Wagner que, dicho sea de paso, ha preservado tesoros minúsculos: la música más melancólica que quepa imaginar, llena de ternezas, de destellos y palabras de consuelo, en lo cual no ha tenido ningún predecesor...» De hecho, la influencia de Wagner sobre la posteridad se basará siempre en la invención musical: ha sido Wagner el músico el que ha preservado su propia inmortalidad. Los que vivieron a la sombra de Wagner En cierta ocasión (23 de agosto de 1852), Liszt escribía a Wagner lo siguiente: «La temporada de teatro en Weimar empezará con Hernani, de Verdi, a la que en breve seguirá Fausto, con nuevos recitativos compuestos por Spohr... A mediados de noviembre espero a Berlioz, cuyo Cellini (considerablemente recortado), no debe dejarse a un lado —pues a pesar de todas las estúpidas bétises que le acompañan, Cellini es y seguirá siendo muy importante y debe valorársela muy alto... Raff ha emprendido una revisión a fondo de la instrumentación y escenificación de su Alfred. A lo que parece dicha obra será más efectiva en este nuevo formato que en el antiguo, aunque la aplaudieron con efusión en su tercera y cuarta representaciones. En general, considero que es la partitura más valiosa que haya escrito cualquiera de los compositores alemanes durante los pasados diez años. Claro está que usted no pertenece a este grupo, ya que es único; razón por la cual sólo puede comparársele con usted mismo.» El Rey Alfredo, de Joseph Joachim Raff (1822-1882), con versión revisada y todo, fue un fracaso que hizo a Raff dedicarse por entero a la

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música sinfónica y de cámara a partir de entonces; en su mayoría obras románticas rutinarias, ninguna de las cuales ha perdurado. El rey Alfredo, en particular, y toda la obra en general del prolífico compositor Raff, puede compararse con el Rey Carlos II (1849), de George Alexander Macfarren (1813-1887), de cuya música, como Percy Scholes ha dicho, «prácticamente nada se ha vuelto a representar, en tan corto período los gustos y las normas han cambiado». Pero Liszt tenía razón al decir que consideraba a Wagner como un compositor de ópera sui generis, que no podía compararse con ninguno de los competidores que por aquel entonces pululaban en el campo de la ópera. Especialmente para nosotros, gentes de otra generación, la historia de la ópera entre 1840 y 1883 se concentra en la' obra de Wagner. Todo lo cual no impidió que esta historia tomara un curso paralelo a Wagner y, con algunas excepciones, independiente de él. Liszt muy bien pudiera haber nombrado, junto al Rey Alfredo, algunas de las obras de Gustav Albertg Lortzing (1801-1851), que podría compararse a Wagner como compositor y poeta, si bien en una escala mucho menor: Hans Sachs (un antecedente de Die Meistersinger, por lo que respecta al argumento), 1840; Ber Wildschütz, 1842; Der Waffenschmied, 1846; y la ya mencionada (pág. 118 [176]) Undine, 1845. Cierto que estas últimas obras de Lortzing no pueden compararse en expresividad escénica y en lozanía musical con algunas de las obras más tempranas de este autor, como Czaar und Zimmermann (1837). En toda sellas —excepto en la un tanto frivola y satírica Wildschütz— se hallan presentes, en una mezcla muy distinta, el humor, el filisteísmo alemán y la emoción enternecedora. Por lo que respecta a su inventiva melódica, popular y agradable, y sobre todo porque era a la vez compositor, cantante y actor, Lortzing superaba al irlandés Michael William Balfe (1808-1870), si bien hay que decir que la Muchacha Bohemia (1843), de este último, era exportable, mientras que el tipo de ópera de Lortzing sólo podía prosperar en territorio alemán. Otra obra que Liszt hubiera podido nombrar es Las alegres comadres de Windsor (1849), de Otto Nicolai (1810-1849), un alemán del Norte, que el rey romántico de Prusia envió a Roma a estudiar el estilo de Palestrína; que en Italia se convirtió en un italiano de pura cepa (II Templario, 1840), y que de la comedia de Shakespeare hizo una comedia buffa alemana, con encantadores dúos, conjuntos, finales al modo romántico, y •—sobre todo— con una obertura de encendidos tonos. Se trataba de una ópera que podía codearse en Alemania junto a la obra maestra de la última época de Verdi, basada en el mismo argumento. Sin duda alguna, Liszt tenía razón cuando pensaba, por ejemplo, en el honrado maestro de capilla Franz Lachner (1803-1890) y en su Catharina Cormaro (1841), ícomo en una «gran ópera» ensordecedoramente filistea, o cuando calificaba de inteligentes insulseces las obras de Friedrich von Flotow (1812-1883), con su Alessandro Stradella (1844) y Martha (1847) —ambas, sin duda, ejemplos de opéra-comique al estilo de Auber más bien que de ópera alemana al estilo comedia-sentimental.


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Dentro del estrechísimo círculo de Franz Liszt se originó una de las pocas óperas no wagnerianas de aquel tiempo. Se trata de El barbero de Bagdag, de Peter Cornelius (1824-1874), estrenada en Weimar, en 1858, y causa de un incidente digno de recordarse en la historia de la música, un incidente teatral que le hizo perder a Liszt su posición en Weimar. Cornelius, a quien ya hemos conocido como compositor de canciones (página 193 [290]), escribía sus propios textos y, a diferencia de Wagner, era un verdadero poeta que dominaba todas las formas líricas con un virtuosismo auténtico, además de gozoso. El barbero de Bagdag es, desde luego, una ópera lírica en sus dos actos, en los que prácticamente nada sucede. En 'el primero, el viejo buho de un barbero, con su formalidad ceremoniosa, distrae a un amante que tiene mucha prisa por regresar junto a su enamorada. En el segundo, consigue que una situación, que amenaza con acabar en tragedia, se resuelva felizmente. Pero todo ello —o, cabría decir, tan poco— está tratado con tal sentido del humor, con tal discreción en su maestría formal, con un fuego lírico tan puro, y tanta delicadeza en las sugerencias de la ambientación oriental, que se comprende plena mente el fracaso continuado de la obra. Posteriormente con el Cid (1865) y el inacabado Gunlód (editado postumamente, en 1891), Cornelius cayó lamentablemente bajo la influencia del Lohengrin, de Wagner. Tanto en su música como en su obra cometió el error de rendirse al egoísmo inconsiderado de Wagner y de resistirse a él, alternativamente. En la misma línea que El barbero de Bagdag se encuentran las únicas óperas alemanas post-wagnerianas dignas de algún mérito, precisamente porque no prc tenden ser heroicas ni adoptar un talante psicológico: La fierecilla doma da (1874), de Hermann Goetz (1840-1874), y el Corregidor (1896), de Hugo Wolf, que quedan fuera de los límites de nuestro estudio.

La ópera francesa desde «La Juíve» a «Carmen» En Francia —o, más exactamente, en París— la gran ópera siguió los caminos que le habían trazado Muette, de Auber (1828), Guillermo Tell, de Rossini (1829), y Robert le Diable, de Meyerbeer (1831). Con diversas variantes, la opéra-comique siguió el modelo que en 1830 había marcado Auber con su Era Diavolo: una obertura encantadora, tipo marcha militar, al estilo de Rossini, y un sabroso argumento con unas cuantas melodías picantes y conjuntos. Tras el éxito de los Huguenots, Meyerbeer compuso algunas obras más o menos sensacionales, tanto en la modalidml de la gran ópera como de la opera comique; entre las primeras, Le Prophete (1849) y L'Africaine (postuma, 1865); entre las últimas, L'Etoile du Nord (1854), en la cual aprovechó la música de una obra del festival patriótico de Berlín (Ein Feldlager in Schlesien, 1844), cambiando el argumento que pasó de ser «prusiano» a ser «ruso», y Le Pardon de PloOM mel (1859, también llamada Dinorah), un tema pastoril, cuya «sensación^ consistía en la rica coloratura de la escena de la locura de la heroína, una pastora. (Digamos de paso que la locura, que no entorpecía la exhibición

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teatral, era un requisito importante de las óperas francesas e italianas del período romántico). En todos los ejemplos mencionados, y en ambos géneros, lo único que tenía cierta conexión con el romanticismo era la elección del argumento —histórico, exótico, fantástico—. Por lo demás, prevalecía la gran ópera convencional, con su gran número de arias, dúos, finales, marchas, coros y ballets, todos ellos en una combinación contrastante. Dentro de este conglomerado, cuando menos tal como puede apreciarse en Meyerbeer, junto a los pasajes del peor gusto, de la artificialidad y vacuidad más absolutas, se encuentran de vez en cuando ciertos destellos melódicos, rítmicos u orquestales. Un buen número de imitadores sucumbieron totalmente a este convencionalismo, como por ejemplo, Jacques Fromental Elie Halévy (1799-1862) con su patética «historia» La ]uive (1835), y cabe asegurar que ni siquiera Berlioz, con toda la pureza de su convicción artística, pudo escapar a ello. Lo mismo puede decirse de la opéra-comique y de las óperas más «líricas y dramáticas» de la escena francesa, aunque a una escala artística más simple. Apenas si necesitamos comentar unas pocas de las obras más significativas de este género. Quizá la más sobresaliente sea la que —por lo que a Francia se refiere— trata el argumento más romántico, Fausto, de Gounod (1859), en un principio una verdadera «ópera cómica», con pasajes de diálogos hablados que un año después se transformó en una ópera completa, y que según Wagner es «un ejemplo de obra desmañada, desagradable, de una vulgaridad nauseabunda y una afectación postiza», «con la música de un talento inferior que trata de conseguir algo de ella y echa mano de todo lo que está a su alcance...». En distintos pasajes de sus escritos, Wagner ha emitido juicios similares sobre este Fausto, que, dicho sea de paso, se negó a escuchar siquiera fuera una vez. En cierto sentido tenía razón, pero en otro estaba equivocado; pues los compositores franceses e italianos —Berlioz, Gounod y posteriormente Boito— al tratar el tema de Fausto adoptaban una postura distinta que los músicos alemanes que no osaban poner sus manos en el sagrado texto de Goethe. Los libretistas de Gounod, al abordar el tema de una manera muy superficial, optaron por sus elementos originales y lo redujeron a la historia de amor de Fausto y Gretchen. ¡Qué había de común entre este Fausto y el superhombre de Goethe! ¡En qué se parecía este demonio de pacotilla a Mefistófeles! ¡Qué tenía que ver Mademoiselle Marguérite con la Gretchen de Goethe! No era otra cosa sino romanticismo decorativo o decoración romántica. Asimismo, la música de Gounod, repleta de pasajes líricos excesivamente blandos, no tiene mayores aspiraciones que los logros de muchos afortunados compositores de canciones. Con todo, y en el preludio de la escena de la noche de Walpurgis hay un pasaje de una peculiar intuición romántica. Con un talante muy similar, Félicien David (1810-1876), supo sacar buen provecho de un viaje juvenil a Oriente, aunque no pasara de Siria, cuyos resultados melódicos plasmó en su Lalla Rookh. Dentro de estos planteamientos limitados, citemos también a Ambroise Thomas (18111896), que, en Mignon (1866) y Hamlet (1868), se basa en las figuras


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inmortales de Wilhelm Meíster, de Goethe, que desde Schubert a Hugo Wolf han enriquecido el lirismo alemán, y en las también figuras inmortales de Shakespeare, a las que petrifica «naciéndolas operísticas». Asimismo, y entre las óperas francesas de pocos vuelos, hemos de citar Romeo y Juliette (1867), de Gounod, Y también cabe dentro de esta categoría general Samson et Dalila, dé Camille Saint-Saéns (1835-1921). A pesar de ser ésta una de las mejores óperas francesas fue bautizada en Alemania, en Weimar —año de 1 8 7 7 y tuvo a Liszt por padrino. Años más tarde, Hans von Bülow se refería ¡i ella como «la mejor ópera alemana de los últimos veinticinco años, t\ más importante de los dramas musicales post-wagnerianos». Vista desde la perspectiva de nuestros días esta opinión es totalmente errónea, pues una ópera post-wagneriana hubiera debido tratar el argumento de acuerdo con las indicaciones de Goethe, quien en cierta ocasión y al saber que Zelter estaba considerando componer una ópera sobre el tema de Sansón, le escribió lo siguiente: «...el viejo mito es uno de los más espantosos. La pasión definitivamente bestial de un héroe todopoderoso, con atributos casi divinos, por la lagarta más infausta de este mundo, las violentas pa siones que una y otra vez le llevan a ella, aunque, por los repetidos engaños, de sobra sabe que está en peligro; la lujuria que huye del peligro; ¡la concepción colosal que debe inspirar la presencia extraordinaria de esta mujer gigantesca que supo encadenar de tal modo a un toro como aquel! Amigo mío, si se para a pensar en ello verá de inmediato que todo el asunto debe reducirse a nada a fin de representar los personajes da acuerdo con las convenciones de nuestro tiempo y de nuestro teatro». Saint-Saéns no desechó los convencionalismos de la ópera parisina y en ello estriba su fuerza y su debilidad, a la vez. Samson et Dalila es la obra de un músico francés que estaba a sus anchas en todos los períodos, regiones y estilos. Es la obra del músico más «cultivado», tal vez, que haya surgido después de Mendelssohn. Bajo la superficie de su obra, tersa pero cambiante, fluyen juntas cientos de corrientes en una mezcla confusa, El dúo entre Dalila y el Gran Sacerdote, al principio del segundo acto, esla tomado de «Meyerbeer», y pasado por el filtro de Gounod, y a la vez con un ligero tufillo de la escena entre Ostrud y Telramund de Lohengrin, y, en términos generales, sin dejar de ser Saint-Saéns, el músico de gusto y cultura melódicos. Los coros del primer acto y las imponentes escenas de los sacerdotes en el último acto están inspiradas en los clásicos, son da Haendel, quizá todavía más de Gluck, y aun así siguen siendo francesas. El aria burlona de Dalila es casi Massenet puro. A partir de 1867, Julél Massenet (1842-1912) venía estrenando el nuevo tipo de ópera lírica francesa, excesivamente agradable. Pero el gran dúo, el climax melódico da la ópera, está enteramente libre del perfume un tanto sofocante de Massenet. Finalmente, la escena de Sansón en el molino, por su severidad y nobleza es la obra de un gran maestro que, desgraciadamente, utilizó los convencionalismos de la ópera francesa en un argumento que ya no podía tratarse convencionalmente. Saint-Saéns supo explotar con elegancia todo

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tipo de tradiciones antiguas junto a las nuevas influencias; es un exponente muy francés del movimiento romántico. También es romántica la última de las óperas francesas que vamos a considerar aquí: Carmen, de Georges Bizet (1838-1875), estrenada un poco antes (1875) que Samson, de Saint-Saéns. Bizet hubo de seguir la misma carrera que Berlioz y otros muchos jóvenes músicos franceses: el Conservatorio, el viaje a Roma y, ya en su patria, la oposición inicial a sus primeros intentos operísticos, a saber: Les Pécheurs de Feries (1863), que sólo se hizo popular después de morir su autor, y La falte Filie de Perth (1867), con su escenario «romántico» según la novela de Walter Scott, y sus signos evidentes y desdichados de la influencia de Meyerbeer. La diferencia principal consistía en que, con sus dotes naturales, Bizet podía asumir estos fracasos con una ligereza mayor que el torturado y apasionado Berlioz, Pues bien, tras desertar de Bayreuth, Friedrich Nietzsche sugirió en tono festivo que la música de Carmen debería aconsejarse como contraste, como cura y medicina frente al veneno de las óperas de Wagner. Comparaba el nítido sonido orquestal de Bizet con la sonoridad «brutal, artificial y pretendidamente inocente» de Wagner, diciendo que Bizet, como músico, «mostraba el refinamiento de una raza, no el de un individuo». Nietzsche la encomiaba en estos términos: «Es rica. Es precisa. Construye, organiza, concluye: en su interior establece un contraste con esa excrecencia musical, la 'melodía infinita'», Y aseguraba que la música de Bizet era una «música sureña con la que se podía decir adiós al húmedo Norte». Pero Carmen es muy romántica precisamente por su colorido español, Bizet no mira esta vez a Oriente, sino a la tierra llena de tipismo, al otro lado de los Pirineos, que tanto había atraído siempre a los franceses, y habla el dialecto musical español como un verdadero francés, de modo que los españoles siempre lo tuvieron por falto de autenticidad. Baste sólo con comparar Carmen con una obra que es más o menos un año anterior, Boris Godunov, de Musorgsky, para darse cuenta de lo que es una opéra-comique francesa y una auténtica ópera popular. Sin embargo, Nietzsche estaba en lo cierto al sostener que Bizet era la antítesis de Wagner en el empleo de la forma cerrada y en la brevedad que era su resultante. Para aplicar su sistema, Wagner precisaba introducir los motivos o temas de forma amplia y minuciosa y, en lugares cargados de poder de sugestión, necesitaba irlos enriqueciendo y llenando de fuerza simbólica, e intensificarlos hasta conseguir la intoxicación. Bizet no se perdió en la idea del «leitmotif». Así por ejemplo, emplea el «motivo maternal» del aria de Micaela sólo de forma poética y a modo de interludio cuando José lee la carta de su madre. Y utiliza la melodía del torero Escarnirlo como conclusión eficaz del tercer acto. Sólo hay un motivo de la obertura que está presente en todos los actos; el motivo del «sino» de Carmen. Lo que él buscaba era la rotundidad, la cabalidad de cada escena, y por supuesto, obtiene la mayor efectividad cuando transgrede sus propias normas, como ocurre en el «Aria de la rosa», de José, que precisamente debe su apasionamiento a la libertad con que está tratada, al


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hecho de que no contiene demasiada «melodía», contrastando, por ejemplo, con las arias de Micaela, que encierran una buena dosis de la dulzonería y el sentimentalismo franceses. Pero el carácter único de esta ópera, que alguno se ha atrevido a calificar de «opereta trágica», reside sobre todo en la finura de su armonización y en el contrapunto que —como en J. S. Bach— son uno e inseparables. Nada tiene de extraño que esta ópera encantara a alguien más, aparte de Nietzsche, y este alguien no es otro que Johannes Brahms, un músico que conocía muy bien todas estas cuestiones. En junio de 1882 urgía a su editor para que le enviara la partitura; y en broma, pero no sin un deje de seriedad, daba la explicación de que, de todo el catálogo de Simrock, es decir, incluidas sus propias obras, era la partitura que más amaba.

Opera italiana: lo demoníaco-romántico en Rossini

El país que menos acusó la influencia del período romántico fue Italia, cuna de la ópera, con todas sus viejas tradiciones sobre el género. Y el caso es que el único motivo para que nos ocupemos de Italia es la ópera que, paultinamente, se había convertido en el centro de interés de toda la nación. Después de que, a finales del siglo xvín renunciara al primer puesto en la música instrumental en favor de Alemania, durante el siglo xix Italia produjo muy pocas obras dignas de mención en el campo de la sinfonía o de la música de cámara, y sólo un número muy pequeño de obras de concierto o religiosas que merezcan destacarse. Se trataba de un caso de autosuficiencia y retraimiento musical que tenía su base no sólo en la antigua tradición de la ópera, sino también en razones políticas. Ni los Habsburgo en Lombardía y Venecia, e incluso en Florencia, ni tampoco los Borbones en Ñapóles y los Papas en Roma, veían con buenos ojos un intercambio cultural floreciente entre sus dominios y el resto de Europa. Es más, el romanticismo fue un movimiento esencialmente «norteño». La gente del Norte, tacaños, desheredados, «cimmerianos», buscaban hallar la realización de su propia esencia en el Sur, sensual. En gran medida el movimiento romántico constituía una añoranza del Sur, de su entusiasmo, de su colorido y su libertad. Por el contrario, la gente del Sur —de Provenza, de Italia y de España— no necesitaba de este tipo de romanticismo. La otra vertiente de esta añoranza del Sur, por parte de la gente del Norte, solía ser su jactancia de lo «teutónico». En cierta ocasión, Peter Cornelius expresa muy claramente este sentimiento al satirizar a Spontini: «...a pesar de todo en nuestro Freischütz, en nuestro Heiling, sopla una brisa de los bosques y montañas alemanes, una brisa más libre y celestial que la de las palmeras y cocoteros de su Cortez, de suerte que en el palacio gótico de Euryanthe, o en la catedral románica de Lohengrin se puede soñar más fácilmente con el Dios del pasado y del futuro, y estar más

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cerca de Él que entre los muros del templo del compositor de Vestalin» % Idéntico talante encontramos, al principio del movimiento romántico, en Madame de Staél en su obra De la Literature, considerée dans ses rapports avec les institutions sociales (1800), donde resalta la superioridad de la civilización cristiana sobre la cultura antigua y la considera como la paladina de la Edad Media. Pero incluso en Italia pueden apreciarse las huellas del romanticismo; sobre todo se ponen de manifiesto en el énfasis nacionalista tal vez todavía inconsciente. Ya vimos en la primera parte de esta obra (pág. 63 [96]) que Rossini nos parece más italiano que Cimarosa o Paisiello, por no mencionar a los antiguos maestros. Y ello no se debe al empleo de los distintos dialectos musicales —de Romagna, Bolonia, Roma, Ñapóles— con los que, sucesivamente, se fue familiarizando desde el principio de su carrera; es más bien una cuestión de su propio estilo personal, con sus nuevos y provocativos estímulos de la melodía y la coloratura, de la armonía y del ritmo, que Louis Spohr desaprobó con tanta violencia cuando escuchó la Italiana in Algeri en la Pérgola de Florencia, el invierno de 1816 47. Y va en ello también el carácter secretamente demoníaco de la música de Rossini, carácter que se aprecia mejor en su ópera buffa que en su ópera seria. Así, por ejemplo, constituye un grave error buscar en el Barbero de Sevilla (1816) una diversión inocua. Rossini tiene una marcada tendencia a exagerar el elemento cómico de las situaciones, como ocurre en el inmortal quinteto del segundo acto, donde, mediante un tipo de medicina especial, se induce a Basilio a andar, y hace mutis con una sinuosidad melódica irresistiblemente simpática. El motivo aquí es lo de menos, la situación lo es todo. También cometeríamos un error al pensar que los personajes del guardián Bartolo y el intrigante Basilio no son otra cosa que figuras burlescas tomadas de la commedia dell'arte. Sí lo son, pero también son más reales, más peligrosas. La llamada «aria de la calumnia» que canta Basilio, no es una simple aria-buffa. Por ejemplo, al describir el nacimiento del rumor, como un zumbido, y su posterior crecimiento, con un solo crescendo, el pasaje es a la vez una muestra de humor y de fuerza demoníacos. El pasaje más fantástico está en el delicadísimo pianissimo del triunfo antes de la cadencia final, con la escala ascendente y descendente. En su opera seria, Rossini presentó los asuntos «clásicos» o «heroicos» al uso, como en Ciro en Babilonia (1812), Tancredo (1813), Armida (1817), Semiramide (1823), etc. Simultáneamente empezó a llevar a la escena temas «románticos», en La Donna del Lago (1819); según la Dama del Lago, de Sir Walter Scott, de la que ya había tomado Schubert algunas letras), Blanca e Vallero (1819, según la tragedia nacionalista de Manzoni, II Conté di Carmagnold) y el 'pasticcio' Ivanhoe (1826). Ahora bien, la presencia de este material «romántico» tiene poca importancia relativa 46 «Der Lohengrin in München», Neue Zeitschrift für Musik (1867). reimpresa en Literarische Werke, III, págs. 95 y sigs. 47 Autobiography, I, 306.


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puesto que con anterioridad a Guillermo Tell, Rossini no tenía nada que decir en cuanto a tipismo local. Incluso en una leyenda como la Cenerentola (1817) despojó totalmente al cuento de la Cenicienta de su cualidad de leyenda y la convirtió en opera bulla. Aun así también aquí está presente ese rasgo demoníaco-romántico: en la falta de sentimiento con que trata a la heroína de la ópera, en el talento con que, de pronto, hace saltar el marco de la presentación para involucrar al público en la farsa. En el segundo acto puede verse un ejemplo de ello en el burlesco sexteto («Questo é un modo avviluppato»), que hace saber al público que toda la representación no es otra cosa que fingimiento y locura —¡diviértete, no lo tomes demasiado en serio! Algo parecido hallamos en algunos románticos, por ejemplo en Gestiefelter Kater, de Ludwig Tieck, donde de repente el público empieza a participar en la representación. El modelo de estas situaciones bufas se halla, naturalmente, en la commeclia dell'arlc, tal como Cario Gozzi la ha transmitido en sus fiabe; pero en el siglo xix adquirieron un significado nuevo y siniestro. Rossini era único, como lo es todo gran maestro, pero en el brevetiempo que duró su personalidad creadora (hasta 1829) determinó el ca rácter de la ópera italiana y trató de desmontar de sus sitiales a los maestros apegados a las viejas fórmulas, a hombres como el bávaro Johnn Simón Mayr (1763-1845), totalmente italianizado, que compuso su última ópera hacia 1823. Rossini rebajó, asimismo, la categoría de sus contempo ráneos, como el muy prolífico G. Saverio Mercadante (1795-1870), que prefería Madrid, en vez de París, para exportar sus óperas. Fétis censuraba en Mercadante la falta de cuidado con que trataba sus obras, la ausen cia de una originalidad auténtica, la instrumentación pedestre y ruidosa: «...no obstante, es lo cierto que se trata del último maestro italiano qur conserva en sus obras las tradiciones de la ilustre y antigua escuela. Sus partituras están bien escritas, y en ellas vemos un gusto por el arte serio que después de él ha desaparecido».

Bellini Hubo una generación de compositores algo más jóvenes que Rossini que siguieron sus pasos. Le siguieron incluso en su fatal viaje a París y en la combinación de la opera seria con la gran ópera, combinación cuyo camino, dicho sea de paso, había preparado Spontíni. Gaetano Donizetti (1797-1848) y Vícenzo Bellini (1801-1835) pueden considerarse «rossinianos» entre los cientos de compositores de ópera que todos los años llenaban los teatros italianos con la rutina de sus nuevas óperas más o menos aceptables o rechazables. Empezaremos por Bellini, cuya carrera e influencia fueron menores debido a su pronta muerte. Entre sus contemporáneos pasaba por ser un rival de Rossini, de tal modo que alrededor de 1835 se sucedían los manifiestos y ensayos sobre el tema de quién de los dos era más importante. Pero cuando, en 1854, Franz Liszt se vio obligado a representar en Weimar

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Montecchi e Capuletti, de Bellini, escribió un ensayo muy desabrido contra este «venerable producto de una escuela anticuada», que según él per-, tenecía a ese tipo de obras mestizas «que deben su existencia a una mezcla de las ideas de Rossini y de los principios de uso corriente en la Escuela Romántica». ¿Qué querría significar Liszt aquí por Escuela Romántica? En Bellini, el romanticismo se basa sobre todo en la temática. Shakespeare, que con su Othello ya había influido en la obra de Rossini (1816), era fuente de inspiración para los libretistas de ópera italiana, al igual que Sir Walter Scott {Lucia di Lammermoor, de Donizetti), o Víctor Hugo (II Giuramento, de Mercadante, 1837). «La indolencia más absoluta de la imaginación, la desidia más completa en este agradable y joven caballero, este Bellini todo pálido, delicado, endeble y blando, que parece envuelto en un aura de tísico, con su elegante despreocupación, su disinvoltura melancólica de intelectual y sus hábitos de médico, todo esto le ha llevado a preservar de la destrucción a una antigua tradición de ópera italiana sin preguntarse si se ajusta a las condiciones intelectuales de nuestro siglo y a nuestra necesidad de la verdad dramática o, cuando menos, de la verosimilitud». Liszt estaba en lo cierto cuando pensaba en Shakespeare y en alguien como Berlioz que, con el mismo tema, había tratado de hacer justicia a lo que el gran poeta merecía, en su sinfonía-cantata Romeo et ]uliette. Pero se equivocaba al olvidar la ingenuidad de la ópera italiana que utilizó para sus propios fines el material que le ofrecía la literatura mundial. El círculo en torno a Wagner y Liszt no era el más apropiado para tratar con justicia la ópera italiana. Pero Liszt sí acertó al considerar que Bellini no era ningún gran pensador o filósofo en lo que se refiere a los objetivos y fines de la ópera. Es más, Bellini era incluso un alumno mediocre en composición, y resulta difícil averiguar lo que aprendió durante sus ocho años de estudios en el Conservatorio de Ñapóles bajo la dirección del anciano Zingarelli. Años más tarde Verdi pensaba que «Bellini tenía cualidades poco frecuentes, que ningún conservatorio podía darle, y carecía de todo lo que los conservatorios hubieran debido enseñarle». Bellini fue un maestro rutinario de la composición operística, sin ningún refinamiento especial en cuanto a las materias técnicas. Con todo, en las diez óperas que se fueron amontonando durante los diez años de su trabajo creativo, dio muestras de un gran progreso en sus conocimientos y de un desarrollo interior notable. Si queremos hacernos una idea de las condiciones en que se desenvolvía la ópera italiana en el tiempo en que Rossini, había dejado de componer basta con echar un vistazo a tres de estas diez óperas, cada una de las cuales corresponde a un tipo distinto de opera seria: La Sonnambula (1831), I Puritani (1835) y Norma (1831). La Sonnambula es una ópera-idilio sentimental, el equivalente italiano,. cabría decir, de un Singspiel alemán como Schweizerfamilie, de Weigl, o de ciertos tipos pastoriles de opéra-comique, sólo que sin ningún diálogo hablado, que nunca estuvo presente en la ópera italiana estilísticamente pura. La heroína, una campesina que canta coloratura, despierta las sospechas de haber sido infiel a su amado mientras camina sonámbula, hasta que la


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explicación de su inocente anomalía convence de su castidad y de que no existen fantasmas, incluso al más estúpido de los lugareños. Evidentemente, es un asunto para una opera buffa. La novedad —o si se quiere, el romanticismo— consiste en que Bellini trata el asunto en serio, y no lo presenta echando mano de media docena de solistas, sino que, por decirlo de algún modo, tiene carácter público. Tras casi doscientos años, la ópera italiana volvía a descubrir el coro. En esta ocasión el coro raras veces sale del escenario, y cuando no está visible se mantiene entre bastidores. Ya no hay arias y dúos a la antigua usanza: todo se desenvuelve dentro del conjunto del que destacan los caracteres sólo en la medida en que lo permiten consideraciones de eufonía. Todos los elementos se tratan con la mayor simplicidad y a la vez con un grandísimo acierto en cuanto al efecto escénico. 7 Puritani di Scozia o 7 Puritani e i Cavalieri fue compuesta pensando en París, y aunque únicamente se presentó en el Théátre Italien, viene a coincidir con la gran ópera. 7 Puritani se viste con lujosos ropajes de época, pero ello tiene muy poca importancia, ya que sólo sirve como pretexto para presentar situaciones sensacionalistas, entre ellas la explosión de locura por parte de la heroína, que también canta coloratura. La acción no es otra cosa que el marco donde exhibir las distintas voces, pero las formas de Bellini se desenvuelven a mayor altura, su paleta armónica contiene muchos más matices y su sentido de todo lo sonoro se hace más refinado. Muchos de sus conjuntos son de una transparencia que sólo puede conseguirse con la naturalidad de la experiencia práctica. Una nueva faceta de Bellini es el rico colorido de las escenas militares: trompas, trompetas, la función que se asigna a los timbales y tambores y, por lo que respecta a las devotas huestes de Cronwell, incluso las campanas. Se trata de una obra de incertidumbre y transición, en buena parte insípida, convencional, anticuada, pero también muy noble y cargada de música. En I Puritani, Bellini explora nuevas vías; y es bastante trágico que todos estos inicios se encuentre únicamente al final de su obra: sería Giuseppe Verdi quien los llevara adelante. Mucho más afortunado estuvo Bellini en Norma —mucho más afortunado en cuanto que su obra mereció la aprobación de los románticos alemanes—. Aun así se trata de un caso especial. Sabemos que Wagner llamaba «prostituta» a la ópera italiana, y que probablemente pensaba en Rossini, «ese sensual hijo de Italia que pasa sonriente y vive con el mayor lujo», como principal alcahuete; pero para Wagner y para los wagnerianos, Norma no participaba enteramente de este carácter peyorativo: era como si Bellini hubiera redimido con su obra la virtud y la moralidad do la ópera italiana. De joven, Wagner no sólo dedicó a Norma un artículo entusiasta en el Rigaer Zuschauer hacia finales de 1837, con motivo del estreno de la obra, sino que también compuso para ella una gran aria para voz de bajo con coro, a modo de inserción, cuando en París, en 1840, trataba de atraerse a un cantante influyente. Posteriormente, claro está se rió de esta «atractiva composición», y en Mein Leben se expresó a propó

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sito de Bellini con el mismo matiz de perfidia que es característico de sus juicios acerca de sus contemporáneos. Pero, en términos generales, este tipo de consideraciones «morales» poco tienen que ver con la ópera en sí. Norma es superior a 7 Puritani por ser una ópera de estilo más puro. Se trata de una opera seria auténtica, como lo eran las de Piccinni o Spontini, si bien el argumento se sitúa en época de los primeros galos, cuando empiezan los conflictos entre los habitantes autóctonos de Francia y los romanos: una mezcla de Medea y La Vestale, aunque el tema se trate con un apasionamiento totalmente insólito en la opera seria del siglo xvm. La ópera todavía contiene arias heroicas, como era tradicional en la ópera antigua: por ejemplo, la narración de su sueño por parte del héroe («Meco all'altar di Venere»), que en los ocho primeros compases cambia de Do mayor a Mi menor, algo que Verdi tuvo después bien presente. Pero Norma es ante todo una ópera coral con solos, en la que el gran aria lírica o «cavatina» (por ejemplo, la «Casta diva», de Norma) contiene una sonoridad coral y orquestal muy rica y delicada —solos compuestos para un puñado de mujeres y hombres cuyos nombres todavía hoy perduran como una leyenda: Giuditta Pasta, Giulia Grisi, Marisa Felicita Malibran, Giovanni Battista Rubini (para quien en 7 Puritani Bellini pudo escribir una cuarta por encima del Do agudo) y Luigi Lablache. El elemento romántico de esta ópera reside en el crescendo del lirismo, en su plétora musical, lo mismo que el preludio de Lohengrin o algunas de sus escenas corales están repletas de música. Quien piense que el movimiento romántico pasó por la ópera italiana sin dejar huella probablemente no conoce bien las óperas Norma o La Sonnambula, de Vicenzo Bellini. En una carta que dirigió a Camille Bellaigue, el 2 de mayo de 1898, Verdi se expresaba así: «Cierto que Bellini es pobre en cuanto a instrumentación y armonía... pero es rico en sentimiento y en una melancolía que le es propia y distintiva. Incluso en sus óperas menos conocidas, en La Straniera, en II Pirata, hay melodías extensas, muy extensas, como nadie antes que él las ha escrito...» Estas «melodías extensas, muy extensas» fueron muy imitadas por aquel entonces. Bellini llevó a la perfección el inicio y el desarrollo del aria —esa cabalgata por encima del ir y venir de la orquesta, tras la cual empieza el solo vocal, con un salto suave en cuarta en figuras de puntillo, pausadas; esos ritmos de compases rápidos, con un dulce comienzo y un sosegado desvanecerse de la fioritura, intensificada en ondas, que prosiguen las demás voces del coro; y al final, la evocación del tema principal, y la cadencia. La ópera italiana se basaba, y continúa basándose, en la voz humana; nada sabe de «óperas orquestales», de acompañamiento sinfónico. Donizetti Donizetti estaba tallado en una madera más tosca que Bellini, como lo demuestra su estilo en general y su superabundante productividad. En-


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tre 1818 y 1844 (año en que ataques sucesivos de locura pusieron fin a su obra creadora) había escrito más de sesenta óperas. Era un compositor poco cuidadoso y sin pretensiones, a quien muchas veces la necesidad le acuciaba a escribir. Sólo durante el breve período en que compitió con Bellini experimentó su ambición artística un aliciente verdaderamente fuerte, y a esta ambición le debemos su mejor opera seria, Lucia di Lammermoor (Ñapóles, 1835), éxito internacional, con un sexteto lleno de movimiento («Chi mi frena»), famoso no sólo por sí mismo, sino también porque sirvió de modelo a otro número de conjunto famoso, el cuarteto de Rigoletto. Donizetti trabajaba tan aprisa que sólo el azar decidía que una obra suya fuera un acierto o un fracaso. Pero toda su obra es el producto de un gran compositor popular; apenas hay en sus óperas una sola melodía que no tenga el acento del Sur, que no sea popular y pegadiza; pero tampoco hay apenas ninguna que no tenga la marca de lo frivolo y trivial. Su obra no establece ninguna distancia entre el creador y el público, y esta ventaja hace soportable, en algunas ocasiones, una «historia» tan terrible como la de Lucrezia Borgia (1833), que, no obstante, todavía no había mutilado la gran ópera. La segunda visita que hizo a París fue motivo para una ópera cómica, La Filie du Régiment (1840), con un encanto muy francés. Pero su obra maestra es sin duda Don Pasquale (París, 1843), una auténtica opera buffa, compuesta en ocho días,'que se sitúa en una posición intermedia entre el Barbero, de Rossini, y el Falstaff, de Verdi, extrañamente individual pero perfectamente parangonable con éstas. Eesencialmente se trata de la ópera de un buffo postumo; pero la tradición de la opera buffa era tan fuerte en Italia que, entre 1750 y 1900, cualquier momento era bueno para este tipo de obra más o menos atemporal. Y una vez más fue un mero accidente que una obra muy similar a ésta, L'Elisir d'amore (1832), compuesta unos once años después, no alcanzara una altura parecida aun cuando Donizetti invirtió en ella el doble de tiempo, catorce días; algo que era posible porque en el estilo buffo todo está previamente fijado, normalizado; las arias, dúos, conjuntos y coros, todos tienen un lugar señalado. En L'Elisir d'amore un coro de encantadores voces femeninas viene a cumplir el mismo cometido asignado al famoso y humorístico coro de los criados en Don Pasquale. Preciso es mencionar como ejemplo de «rudeza romántica» el hecho de que, en el Acto I I , L'Elisir d'amore prefigura con toda exactitud, si bien en estilo buffo, la escena de las doncellas coronadas de flores de Parsifal: las rústicas bellezas agolpadas en torno a Nemorino, el héroe tenor; una muchacha que conduce el coro canta «Yo soy la primera», hasta que la prima donna al pronunciar el nombre del héroe hace dispersar al tropel de sus rivales. Verdi: un hombre de su país Casi sin proponérnoslo hemos mencionado varias veces el nombre del músico que completa la evolución de la ópera italiana: Giuseppe Verdi

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(1813-1901). Es fácil defender la postura de que basta con tomar el término en su sentido más alto para incluir a Verdi en un capítulo bajo el encabezamiento de «Opera neorromántica», dado que es el antagonista perfecto de Wagner. El hecho se ilustra por la postura que tomaron los seguidores de Wagner, pues por lo que respecta a este compositor, Verdi apenas si existió, y resulta tarea vana buscar su nombre en las cartas y ensayos de Wagner. Era como si «en su testamento Meyerbeer hubiera nombrado herederos de su fama e influencia a esa pomposa nulidad que es Ambroise Thomas y a su émulo transalpino Verdi», declaraba Hans von Bülow en mayo de 1874 48. No obstante, preciso es reconocer que tres años más tarde (octubre 25 de 1877) von Bülow añadiría que, en su opinión, comparándolo con Thomas, «Verdi, tanto en su tosquedad primitiva como en su actual confusión, es un 'tipo' totalmente distinto» 49. Incluso el apacible Peter Cornelius se tornaba combativo cuando se discutía sobre Verdi y, tratándole desdeñosamente, pedía «un impuesto a las importaciones extranjeras» s0. Asimismo, se opuso al drama romántico francés de Víctor Hugo por «no haber querido acomodarse a nuestro legítimo teatro y haber encontrado en la ópera un lugar suficientemente bueno para rumiar sus caricaturas en Lucrezia Borgia y Rigoletto». Cornelius expresaba así la indignación que le producía el saqueo de la literatura alemana por parte de Verdi: «...quién puede extrañarse si mañana, en nuestros escenarios, oímos a Rduber y a Don Carlos, de Schiller, gorgear sus sentimientos cuando es más que obvio que para este Don Juan de Verdi ninguna tragedia alemana es sagrada... Lessing, al declarar la guerra a Racine, le abrió el camino a la poesía alemana, pero comparado con Verdi, ¡Racine es un modelo noble!». Uno se maravilla de que Cornelius no se autoproclamara, asimismo, el defensor legítimo de Shakespeare contra Verdi, quien ya había «operatizado» la tragedia de Macbeth. Y el caso es que Wagner y Verdi sólo tenían una cosa en común: el ser contemporáneos. Ambos fueron combativos; pero Wagner luchó contra su tiempo y Verdi por un ideal ennoblecido de la ópera italiana, cuyos contornos él aceptaba, no por cierto con la irreflexión e ingenuidad de Donizetti o de Bellini, sino con pleno conocimiento de su tradición y de su evolución natural. En esencia, Wagner siempre despreció al público; el hecho de que no obstante quisiera conquistarlo forma parte de su naturaleza contradictoria. Verdi consideraba el veredicto popular sobre sus obras como una especie de juicio divino, y soportaba el fracaso con ecuanimidad. A veces apelaba nuevamente a este juicio divino rehaciendo sus obras y dándoles una nueva versión, pero por lo general prefería idear una nueva ópera. No fue en modo alguno un «revolucionario», se limitó a proseguir la obra de Rossini, Bellini y sobre todo de Donizetti. Como éste, fue un compositor popular que dependía y se apoyaba en el aplauso de su patria, y en ningún caso se hubiera expresado sobre sus paisanos 48

Schriften (Leipzig, 1896, pág. 350. i50 Ibid:, pág. 361. Op. cit.


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como pensaba Wagner acerca de Alemania y de los alemanes en una carta que dirigió a Mathilde Wesendonck el 3 de agosto de 1863: «Es un país miserable y alguien llamado Ruge tiene razón al afirmar, El alemán es un ser vil.» Verdi fue un ardiente patriota que participó con ahínco en la unificación de Italia, ganándose la gratitud de su patria. Sabido es que las letras de su nombre fueron el símbolo de la unión italiana bajo la casa de Saboya {Evivva VERDI, significaba Evivva Vittorio Emmanuele Re D'Italia). Nadie ha sabido expresar esto más bellamente que el poeta Antonio Fogazzaro51: «La verdadera alma de Italia, que tan intensamente brilla en la belleza de la naturaleza y en la obra de los grandes poetas y de los grandes artistas que secretamente viven en cada matiz y en cada repliegue de nuestra tierra, así como en el corazón de todo nuestro pueblo, está hoy encarnada en el nombre de Giuseppe Verdi. Cuando su voz brota y resuena, cada uno de nosotros sentimos que nuestro corazón se conmueve con el misterioso poder de nuestra patria, y nos parece que de algún modo la canción brota de cada uno de nosotros y del sinfín de voces que se nos unen, nacidas de la amada tierra que es la madre de todos. En un momento así nos olvidamos de Verdi, y ésta es precisamente su gloria.» Nadie hubiera podido decir lo mismo de Wagner, ni siquiera a propósito de Die Meistersinger. Además, Verdi vigilaba apasionadamente para preservar la pureza del carácter italiano dentro del arte. Sentía una veneración profunda pot Beethoven; «...ante su nombre», escribía en una carta a Josef Joachim, fechada el 7 de mayo de 1889, «todos nosotros nos inclinamos reverentemente», pero consideraba una desgracia que los jóvenes músicos italianos se pusieran de pronto a componer música sinfónica o de cámara. Por extraño que parezca, él también había compuesto un cuarteto de cuerda, si bien de carácter marcadamente italiano, pero consideraba que la opera era la forma nacional de expresarse musicalmente, y que el instrumento o medio de expresión nacional era la voz humana. Nunca se interesó por Schubert, Schumann o Brahms, no digamos por Berlioz o Liszt. Siguió con atención el desarrollo de la ópera parisina, pero también con visión y oído críticos. A principios de septiembre de 1847 escuchó en París La }uive, de Halévy, pero le aburrió de forma indecible, y a principios de 1854 tuvo oportunidad de asistir a las primeras representaciones de Etoile du Nord, de Meyerbeer, e informó a su amiga Clarina Maffei, que, a diferencia del excelente público parisino, él había entendido muy poco, por no decir nada, «...fue muy poco o nada lo que capté, pero este bendito auditorio lo entendió todo y todo lo encontró bello, sublime, divino». En otra carta a esta amiga, escrita el 17 de diciembre de 1844, parece querer dar su opinión acerca del arte alemán en general y del de Wagner en particular. Sabía quién era Wagner, y el día siguiente a Ja muerte de éste escribía a Ricordi: «...Me sentí, de verdad, abatido por el dolor. No hablaré ahora de ello, pero una gran personalidad nos ha si Cito de la obra de Cario Gatti, Verdi (Milán, 1931), II, 400.

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dejado, un nombre que marcará su impronta en la historia del arte con una fuerza poderosa». Pero consideraba peligroso el dilettantismo que favorecía en exceso la crítica musical, «el nuevo flagelo del siglo xix», animado a proseguir un ideal extranjero que se entiende sólo a medias y nunca llega a asimilarse. «Estoy convencido de que este arte —tan ingenioso y tan extraño a veces incluso en su intención— no se compadece con nuestra verdadera naturaleza. Nosotros [los italianos] somos positivistas y, en una gran medida, escépticos. No somos inclinados a creer demasiado, ni tampoco somos capaces de creer durante mucho tiempo en estas fantásticas concepciones del arte extranjero, tan falto de naturalidad y simplicidad. ¡Y el arte que carece de naturalidad y simplicidad no es arte!» No quería fundamentar su arte, su música, en otros presupuestos que no fueran la sinceridad de sus sentimientos y la franqueza o fidelidad de la expresión melódica. Y este es precisamente el rasgo que le diferencia de sus predecesores Rossini, Bellini, Donizetti, Mercadante y demás. Es su seriedad, su formalidad, lo que le distingue de todos ellos. El 29 de julio de 1868 escribía: «Yo no deseo hallar en el arte lo que persigue el Júpiter olímpico de Passy [Rossini] —el placer puro y simple—.» Y se enfurecía cuando la gente se refería al arte, y especialmente a la ópera, como un «entretenimiento». «¡Divertirse! Es una forma de hablar que me sonrojaba incluso siendo yo joven y que todavía hoy me pone furioso.» Esta búsqueda de la simplicidad, la naturalidad y la verdad explica la esencia de su forma operística, que es lo más opuesta a la ópera orquestal, que culmina en la voz humana y jamás permite al elemento orquestal adquirir proporciones «sinfónicas», que conserva las formas cerradas y evita la «melodía ilimitada», que sólo toma en consideración a los hombres y atiende sólo a los impulsos humanos. La ópera romántica, empezando por Weber, había situado a los humanos en un milieu; cabría decir que el héroe del Freischütz es el bosque, que el mundo élfico es el héroe de Oberon, el Grial el héroe de Lohengrin, la noche la heroína de Tristan del Acto II. Con Verdi —excepción hecha de Aída, concebida como una ópera espectacular para ser estrenada en el Cairo—, el milieu es totalmente irrelevante. Cuando Verdi tiene que dar a su escena un fondo natural lo hace con unos pocos golpes ingeniosos que contrastan con la pomposa pintura orquestal wagneriana: por ejemplo, la tormenta en el último acto de Rigoletto, el campo solitario al principio del Acto II de Un Bailo in Maschera, mientras que a través de los ojos del héroe puede verse el resplandor de las estrellas en la escena del Nilo de Aida. Cuando, en el caso de Un Bailo in Maschera, el censor puso objeciones al trasfondo histórico de la acción, Verdi convirtió a un rey danés en un simple «governatore di Boston», sin que se resintiera en lo más mínimo la esencia de la ópera, pues el rey era también un hombre. Asimismo, los recursos escénicos podían ser muy pobres (si bien no totalmente ausentes, ya que Verdi era un hombre de teatro), y resultar todo bien, siempre que los cantantes fueran buenos.


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En í Vespri Scüiani y en Don Carlos, Verdi entra de lleno en el terreno de la gran ópera como habían hecho la mayoría de sus famosos compatriotas; pero él fue el único que pudo hacerlo sin sufrir un daño perdurable. Tal vez si lo comparamos con Meyerbeer —por ejemplo en L'Africaine, la última ópera de este compositor— se aprecie la diferencia de forma más clara, dado que al utilizar ambos la misma forma de ópera la comparación es mucho más factible. Meyerbeer fue un músico que ocasionalmente tuvo grandes ideas melódicas, pero no un maestro genuino de la ópera, como Verdi, sino solamente alguien que se limitó a explotarla, tratando continuamente de llenar el vacío entre convencionalismo y refinamiento, sin conseguirlo. Meyerbeer confiaba en el efecto que ya se había probado: así, por ejemplo, en L'Africaine, dispuso un gran dúo al final del Acto IV, precisamente en el mismo lugar que lo había hecho en los Huguenots, sólo que esta vez erró el tiro por completo, mostrándose endeble y muy limitado, dado que la situación no despertaba ninguna sensación melódica. Se apoyaba en todo lo que la ópera tenía de convencional, lo único que buscaba era imprimirle cierto sabor fuerte. Tampoco Verdi fue un gran revolucionario cuando pudo evitarlo, pero gracias a su seriedad, su honradez y su entusiasta humanidad o, en otras palabras, su participación como artista en todas las facetas de su perso nulidad, lo convencional volvía a adquirir vida. Cuando Meyerbeer dice en L'Africaine, «Ah, el tormento es excesivo» (Ah, c'est trop de torment) lo hace con toda la vaciedad que encierra la gran ópera, con todo el peso de las sucesivas generaciones de recitativo accompagnato. Pero cuando Verdi, en La Lorza del Destino, dice «Buenas noches, hija mía» (Ti benedica il cielo... Addio), anima la frase convencional con toda la fuerii y la finura de su sentimiento, y con matizaciones trágicas.. Fases en la evolución de Verdi La dilatada historia de las óperas de Verdi, que se extiende desde 18V; a 1893, casi tan prolongada como el reinado de la reina Victoria, es el proceso de un gradual refinamiento de los medios musicales dentro del marco tradicional. Verdi, a diferencia del poeta-compositor Wagner, dependió de una serie de libretistas más o menos rutinarios. Sin duda, pocas veces le satisfacían plenamente, y muy a menudo él les dirigía en l.i disposición escénica e incluso en la versificación, como ocurrió, por ejeni pío, con Antonio Ghislanzoni durante la preparación de Aida. Por regla general las óperas de Verdi constan de cuatro actos o de tres actos y un prólogo. La Traviata con sus tres actos constituye una excepción, lo mis mo que Rigoletto, si bien al dividir el primero de ellos toma la forma de una ópera con prólogo y tres actos. Todas sus óperas parisienses tienen, naturalmente, cinco actos. Además, en todas sus obras se sitúan en los mismos lugares los fragmentos más tensos: los grandes finales al acabar el se gundo y el tercer actos, el gran dúo en el centro del tercero, al principio del cuarto la plegaria de la heroína que suele ser una plegaria con en ros, etc. Todo parece ser una cuestión tremendamente rutinaria y obedece!

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a una organización muy convencional. Pero, una vez más, la seriedad de Verdi y lo que podríamos llamar su moralidad dramática hacen que en el transcurso de su evolución sean cada vez menos perceptibles. A pesar de su unidad esta evolución puede dividirse en diversos períodos. El primero de ellos va desde los comienzos de Verdi, con Oberto, Conté di San Bonifacio (1839) a Stiffelio (1850). Durante el mismo, Verdi parece competir todavía con sus contemporáneos. El segundo comprende las tres óperas Rigoletto, II Trovatore y La Traviata que hacen de él el más popular de todos los compositores italianos, el compositor de ese tipo de ópera que en una ocasión Peter Gast, el amigo musical de Nietzsche, calificó de «insensatez organillera». El tercero comienza cuando pone los ojos en la gran ópera, pero termina con Aida, la más italiana de todas sus obras. El último período, que básicamente queda fuera de los límites de esta obra, fue su período «Shakesperiano» con Otello y Falstaff. Se trata de una evolución dilatada y muy unificada, en la que no se da ninguna «locura juvenil» como ocurre en Wagner, ninguna «revolución» o rodeo, sino una continuidad sin vacilaciones. Todo ello como resultado de los propios méritos de Verdi, añadido a su buena suerte. Si queremos comparar el destino de la ópera italiana con el de la ópera alemana, preciso es echar mano de la siguiente fórmula: en Alemania no había una tradición operística y, en consecuencia, tras un comienzo muy tardío se sucedieron una serie de obras operísticas admirables e individualizadas. En Italia sí existía la opera, una ópera con una antigua tradición de tres siglos. Para ver claramente la continuidad del trabajo creador de Verdi, la profundidad con que sus raíces se hunden en la tradición, tal vez resulte de utilidad analizar más detenidamente una de sus primeras óperas, Nabucco o Nabucodonosor. Nabucco (1842) fue la tercera ópera de Verdi, escrita después de Oberto, Conté di San Bonifacio (1839), fruto de juventud un tanto primitivo, que como obra de principiante pasó por La Scala sin pena ni gloria. Seguía asimismo esta ópera al fracaso de i7 Tinto Stanisloa (o Un Giorno di Regno, 1840), la primera incursión de Verdi en el campo del género cómico, la primera y la única durante muchos años. Nabucco en cambio, una ópera bíblica, convirtió de repente a Verdi en un compositor nacional gracias al coro que cierra el acto tercero. Preciso es señalar que se trata de un coro, no de un aria, es decir, algo que pone de manifiesto hasta qué punto se ha alterado la situación de la ópera en Italia. Los judíos cautivos, sentados a la orilla del Eufrates, piensan en su patria y cantan: «Vuela, pensamiento mío, con alas de oro»; y para la desgarrada, esclavizada y fragmentada Italia de 1842 dicho coro viene a ser expresión y símbolo de anhelo, esperanza, confianza y certeza en la futura liberación. La ópera nacional que Wagner quiso crear a través de tantos y tan prolongados rodeos estéticos, la ópera del pueblo, la tuvo Verdi a su alcance desde el principio. Es una ópera con coros, italiana, y no hay que relacionarla con Haendel, pero su efecto fue contundente por su ternura y por su fuerza para enaltecer los ánimos. A pesar de su tema, no debemos relacionar a Nabucco con Haendel,


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porque Nabucco no es un oratorio, sino una opera de asunto bíblico, y en ella el elemento bíblico está menos acentuado que en Joseph (1807) de Méhul, por ejemplo, o incluso que en Mosé in Egitto (1818) de Rossini. En la ópera italiana lo de menos es que se trate de sacerdotes y sacerdotisas celtas, como en Norma, o de la destrucción del Templo de Jerusalén, como en Nabucco. Es difícil saber si el héroe de la acción es el rey de Babilonia o el pueblo judío (es decir, el italiano), pero tampoco importa gran cosa, porque lo verdaderamente interesante es la escena dramática, la situación vivida y cautivante que Verdi exige de sus libretistas y, en el mejor de los casos, consigue. El ídolo poético de Verdi fue Shakespeare y el matiz shakespeariano está presente en todos estos pobres aprendices de libretistas, incluso en alguien de calidad tan inferior como Temistocle Solera, remendón de Nabucco. El sentido escénico de Verdi, que compartía con Wagner y con otros grandes artistas dramáticos, se pone de manifiesto en el hecho de que escribió su ópera sobre un libreto que en un principio se había ofrecido a Otto Nicolai y éste había rechazado. Que cada cual juzgue si la acción no hubiera sido aceptable para el Shakespeare de Titus Andronicus o de Feríeles. En el primer acto Nebuchadnezzar entra a caballo en el templo de Jerusalén en su condición de conquistador. Una de sus hijas vive entre los judíos como prisionera y como protectora y colaboradora secreta. Ya en Babilonia exige que los oprimidos lo reverencien como a un dios; entonces Jehovah golpea su cabeza con su látigo flagelante y trastoca su razón. En este estado lamentable, tras apasionados dúos, lucha con Abigail, joven intrigante y belicosa que se supone es su hija mayor, pero que en realidad es sólo una esclava cuyos documentos que acreditan los datos de su nacimiento han sido robados y destruidos. A la postre, el rey reconoce al Dios verdadero y salva a su verdadera hija del sacrificio de la muerte. El ídolo de Baal cae hecho pedazos y los prisioneros recobran la libertad. Se prefigura en esta ópera algunos de los principales personajes de las obras posteriores de Verdi, como Felipe II de Don Carlos, o el protagonista del Rey Lear que Verdi planeó durante mucho tiempo pero nunca llegó a concluir. Tras un sombrío preludio de las cuerdas bajas, Nabucco, como Felipe, se sienta en su habitación y medita tristemente sobre su destino. Ismael, rey de los judíos, un tenor, y dos sopranos, cantan un gran trío, igual que treinta años más tarde lo hace Radamés entre Aida y Amneris. La belicosa hija canta un largo monólogo a modo de recitativo con el aria subsiguiente, semejante al de Rigoletto después del dúo con Sparo fucile. Inmediatamente después sigue una stretta con coro como la dj Manrico en el Trovatore. Abigail se sienta en el trono y contempla un ballet militar, como hará posteriormente la hija del rey de Egipto. En estos comienzos de Verdi está ya presente una buena porción de su obra más tardía, no tanto en el marco de la obra que todavía era convencional, ni en las cabalette líricas o arias abreviadas que introdujo Rossini, y que tanto Bellini como Donizetti hubieran podido componer al igual que Verdi, sino más bien en ciertos ritmos vivos, en los fantásticos sonidos di

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trompeta de un acompañamiento coral, en la importante ampliación de una «Gran Scena di Duetto», y en la seguridad con que se evita todo lo que se parezca al oratorio y se revela inconfundible el gran compositor de ópera futuro. En las siguientes óperas de este primer período, Verdi se diferencia de sus rivales por el vigor de su obra dentro del marco convencional, por su seriedad. Sus figuras ya no son marionetas disfrazadas que entonan arias y dúos, sino seres vivos con toda su pasión centrada en las situaciones trágicas Verdi fue un hombre melancólico, profundamente apasionado. Una indicación muy frecuente en la forma de interpretar sus partituras es la palabra cupo, sonido lúgubre que expresa la pena más profunda. Ningún asunto era lo bastante tempestuoso para él. En 1844 puso la vista en Ernani (1830) de Víctor Hugo, y puede decirse que el texto escrito por F. M. Piave supera en vaciedad e incoherencia al posterior Trovador; y lo supera también en la situación de la pobre heroína que tiene que resistir no ya a dos amantes, sino a tres. Y, no obstante, su éxito fue mayor que el de Nabucco, sin duda causado por la impetuosidad de Verdi. En esta línea, Verdi tomó, por ejemplo, tres dramas de Schiller: y los convirtió en Giovanna d'Arco (1845), I Masnadañ (1847), y Luisa Miller (1849), sin ningún respeto para el contenido poético de Jungfrau von Orleans, Rauber, y Cabale und Liebe. Utilizó estas obras debido simplemente a la fuerza explosiva del poeta alemán, sobre todo en las dos obras revolucionarias de su juventud. I Masnadieri, la única obra que Verdi compuso para Londres, se considera su trabajo más endeble; con todo, contiene unos cuantos pasajes musicales de lo más inspirados y consigue presentar el paisaje romántico alemán mediante los coros situados en el escenario, las voces fuera de escena, y una instrumentación muy colorista. Por el contrario, en Luisa Miller, Verdi y su libretista, el poeta siciliano Cammarano (quien también escribió el libreto de Trovatore), no se esmeraron gran cosa para la puesta en escena, situando la acción en el siglo xvn en un Tirol un tanto cómico y abstracto, en vez del corrompido principado alemán del siglo xvm. Del tema original nada queda en pie salvo los caracteres principales y el esqueleto desnudo de la acción. Lo único que Verdi exigía era una situación dinámica. Todavía hay mucho de convencional y de burdo, mucho tomado directamente de Donizetti, y mucho que apunta ya a II Trovatore que compuso dos años después (incluso en el aspecto de mezclar la sonoridad de las campanadas de un reloj con la del órgano). Con todo, en el último acto Verdi está ya presente, y de cuerpo entero. Hay en este acto un aria breve, melodiosa y sencilla, que expresa toda la profundidad y pureza de un alma resignada, un sentido dúo entre padre e hija, la escena de la declaración de los amantes, y un final que se condensa en unos cuantos compases y aun así resulta tremendamente conmovedor. Finalmente, preciso es señalar que el motivo de la obertura, al principio del tercer acto, cobra de pronto su significado de «motivo fatídico». Verdi, siendo como es un compositor operístico y no sinfónico, desdeña todas las ingenuidades del «leitmotif», y utiliza las repeticiones únicamente en la forma efectiva y directa propia de la ópera.


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Durante este período, Verdi, aun sin romper con la tradición de la ópera italiana, dejó en una ocasión que su amor por Shakespeare prevaleciera y forzó excesivamente su imposición al público. Tal fue el caso de Macbeth que se estrenó con muy poco éxito en la Pérgola de Florencia (1847), y no tuvo mejor acogida poco tiempo después en La Scala, con un público que no estaba a la altura de la obra, ni quería estarlo. Igual suerte corrió la reposición en París el año 1865. Para el público francés e italiano es una obra desagradable e incómoda; y para el público inglés y alemán resulta una ópera muy contradictoria que despierta sentimientos encontrados, ya que dicho público le compara continuamente con Shakespeare. Un centenar de veces se violenta el texto de éste, que se adentra en las mágicas, grises y tenebrosas regiones medievales; y están presentes asimismo un centenar de lugares comunes de la ópera italiana. Pero también Verdi prueba un centenar de veces que al final está en lo cierto. No puso música al Macbeth de Shakespeare, sino que lo transcribió a su propio estilo operístico. Lo que en Shakespeare es niebla, en Verdi toma forma, pues él sólo podía pensar dentro del marco de la ópera tradicional que había adoptado. Lo que en Shakespeare es horror y muerte que surgen de un pasado remoto y de un paisaje norteño, en Verdi es sólo pasión humana. Verdi no acepta las matizaciones de un hombre del norte: un banquete es un banquete, y una batalla es una batalla; lo único que cambia son los trajes. Las tres brujas son ahora un coro de brujas a tres voces, aunque siguen siendo tan fantásticas como sus hermanas escocesas. El asesinato de Banquo se convierte en una reunión de miembros de la Maffia, pero su coro a cuatro voces en un staccato de corcheas no disipa de la siguiente escena del asesinato ni un ápice de su tremendo realismo. Lady Macbeth canta al principio del cuarteto, conjurando al fantasma de Banquo, un verdadero «brindisi» con estribillo coral (como posteriormente hace Violeta en La Traviata) que sacude al oyente, a pesar de estar perfectamente concebido como un contraste operístico. Todo el acto tercero, en el que Macbeth busca nuevamente a las brujas, parece ser una escena de ballet puramente decorativa que se cierra con un dúo, pero en realidad es una escena dramática de gran fuerza sinfónica, algo completamente nuevo para una ópera italiana. Hay asimismo en el recitativo de Macbeth algo nuevo y de matices «románticos»: la voz queda flotando en el espacio, y en las pausas parece oírse el eco de un llanto desconsolado. Aquí el recitativo, aunque no tanto como de costumbre, es una mera «preparación» para los números que cierran la escena. Verdi compone arias, dúos, conjuntos y finales; todo parece convencional, como una traición hacia Shakespeare, pero son muy pocos los pasajes donde puede verse un mínimo compromiso con la «ópera viciada» o con la «gran ópera». Verdi alcanza su plenitud en el dúo entre Macbeth y Lady Macbeth después del asesinato, o en la «Gran scena di sonnambulismo», como ingenuamente tituló el pasaje en que Lady Macbeth camina dormida. Su intento de profundizar en los abismos del alma humana se une aquí a lo que únicamente puede calificarse como belleza de la música, como el triunfo de la ópera sobre el drama.

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En. los años siguientes Verdi no volvió a repetir el experimento de Macbeth. El grupo de sus primeras quince óperas se completa con Luisa Miller y Stiffelio (1850, con una nueva versión, en 1857, bajo el título de AroTdo, predecesora de un Bailo in Maschera). Al segundo período pertenecen ya Rigoletto, II Trovatore y La Traviata, tres óperas populares en las que consigue dar la expresión más pura al ideal que trazó Donizetti. Traviata es la más endeble de las tres, debilidad que no sólo ha de imputarse al desagradable sentimentalismo del argumento, tomado de La Dame aux Camelias de Alexandre Dumas, que Verdi ha purificado hasta infundirle un toque humano. Además, y esto es algo que también incide en su endeblez, Verdi puso demasiado empeño en conseguir una melodía excesivamente simple. II Trovatore es la más popular de todas: en ella se suceden una explosión musical tras otra, y el tema gitano-español imprime una mayor riqueza al color local de toda la obra. II Trovatore es la ópera donde mejor se puede estudiar la concisión de Verdi, su poder emotivo y su inconsciente antagonismo con Wagner, algo que se aprecia muy bien en la introducción de la obra y de sus personajes. Mientras que Wagner en una ópera como Parsifal se toma más de la mitad de un acto para poner en claro los antecedentes de la acción, y en el Anillo acude a prolongadas recapitulaciones del significado, Verdi se ocupa de toda la «exposición del drama» en una breve «Introduzione», un aria con coro. La más completa de las tres óperas es Rigoletto, que se basa en el drama un tanto abigarrado Le Roi s'amuse de Víctor Hugo, y que originalmente se tituló «La maldición» (La Maledizione). Contiene varios «números», los cuales, en la relación de las voces con la orquesta, hunden sus raíces en el pasado a la vez que apuntan hacia el futuro. Verdi gustaba de introducir en escena a la banda, o conjunto de viento, tocando música de danza que se interrumpía por la interposición de diálogos. En cuanto a Italia, uno de los modelos de este procedimiento ya estaba presente en el Fandango de Le Nozze di Fígaro de Mozart. Esta música de Banda —que se da por ejemplo en Rigoletto, Traviata, y Un bailo in Maschera— es sobre todo de una superficialidad extrañamente naturalista. Sólo que Verdi refino el procedimiento, como ocurre en A,Allegro agitato que en el tercer acto de Rigoletto introduce el dúo entre el padre y la hija (núm. 10). O bien, este refinamiento de Verdi alcanza una expresión más lograda en el melancólico fragmento orquestal con el cello con sordina y el contrabajo, seguido del fantástico diálogo entre Rigoletto y Sparafucile. Aunque Verdi no tenía conocimiento de ninguno de los dramas musicales de Wagner, estuvo muy próximo al principio wagneriano de la importancia formativa de la orquesta sin menoscabar por ello la supremacía de la voz humana y sin pensar en el entretejido sinfónico de los leitmotifs. Junto a la fuerza explosiva de Rigoletto y Trovatore, las escenas finales, al igual que ocurre en Traviata, no van dirigidas a producir «efecto», sino al desenvolvimiento de los caracteres humanos: el sueño de Azucena, la desesperación de Rigoletto. Este es uno de los rasgos característicos de Verdi: su concepción de la muerte como una amiga formal, apacible.


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Desde «I Vespri Siciliani» a «Aida» En las obras posteriores de Verdi, incluidas las del tercer período, se prolongaron los intervalos entre los estrenos de una y otra. Sin reducir la fuerza, la producción se hizo más meticulosa. Las tres obras populares cimentaron su fama mundial y, consecuentemente, en este período recibió encargos para componer dos óperas para París: Les Vépres Siciliennes (1855) y Don Carlos (1867). En Les Vépres Siciliennes, que inmediatamente tradujo al italiano como I Vespri Siciliani, hubo de pagar el castigo por el hecho de andar en tratos con la Opera, o más exactamente, con el libretista de Meyerbeer, Eugéne Scribe. Verdi no estaba satisfecho con el libreto, sobre todo con el último acto. «Confiaba», escribió el 3 de enero de 1855 al director de la Opera, «en que (dado que la situación no es, a mi entender, desfavorable) pudiera haber encontrado para acabar el drama una de esas piezas conmovedoras que hacen saltar las lágrimas y tuviera un efecto casi asegurado. Comprenda, señor, que ello hubiera beneficiado a toda la obra que se resiente de falta de patetismo, excepto por lo que hace a la romanza del cuarto acto». He aquí, condensada en una cáscala de nuez, toda la estética de su obra. Necesitaba situaciones de verdadera pasión dramática, y como Scribe era demasiado exquisito y convencional para ofrecérselo, Verdi compuso la ópera bajo la presión de una mala conciencia, e hizo cuanto estuvo en su mano con estas marionetas históricas entre las que, por añadidura, sus compatriotas representan un papel siniestro. Trató, sin éxito, de infundirles vida, con el resultado de que la obra es más bien un eco y una anticipación del «Verdi» auténtico: la obertura brillante contrastando con un fondo oscuro, el dúo al final del tercer acto (utilizado también en la obertura), la magnífica efectividad de los finales de todos los actos. Algunos rasgos siguen siendo endebles, mientras que otros son imponentes y vigorosos. En Don Carlos, Verdi corrigió estas deficiencias. Y resulta significativo que aunque la obra consiguió un éxito inicial en la Opera nunca volvió a reponerse en la versión francesa, y la razón es que había superado a la «gran opera». El gran drama de Schiller, que es expresión de amor a la libertad, se transporta, naturalmente, a la ópera,, y ni siquiera consigue evitar el finale de un auto-da-fé. Y tampoco logran los dos libretistas franceses borrar en las figuras del rey y de la reina (que lucha entre el amor y el deber), del príncipe y de la apasionada dama de la corte, esos rasgos «conmovedores» y «emocionales» que Verdi exigía. En su ópera •—más que en el drama de Schiller—•, Felipe II aparece como un hombre que sufre profundamente y se hace comprender. Verdi termina el último acto con una gran escena de la reina, muy inspirada, que es a la vez heroicamente trágica y conciliadora, un final que representa la culminación de su arte. Antes de Aida restan aún tres óperas «italianas» en las que apenas si están presentes las notas de la gran ópera: Simone Boccanegra (1857), Un Bailo in Maschera (1859), y La Lorza del Destino (1862). Simone Bocearte gra fracasó el día de su estreno en el Teatro Fenice de Venecia. Poco des pues Verdi escribía a Chiara Maffei: «Boccanegra obtuvo en Venecia un

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fracaso casi tan grande como el de La Traviata. Creía haber hecho todo lo posible, pero me parece que estaba equivocado». Después de la recepción algo más favorable que tuvo en Reggio y en Ñapóles, el fracaso en La Scala fue todavía más sonado. Esta vez, sin embargo, Verdi se convenció de que fueron los milaneses quienes fracasaron. «Digan lo que digan amigos o enemigos», escribía Verdi, «Boccanegra no es inferior a otras óperas mías que han tenido mejor suerte...» (4 de febrero de 1859). «Dentro de algún tiempo, cuando las pasiones se hayan calmado, podrá comprobarse que hay en Boccanegra muchas cosas que no merecen desprecio...» (9 de febrero de 1859). Y mientras que no volvió a levantar un dedo en favor de I Vespri Siciliani, andando el tiempo —diez años después de Aida—• pidió a Arrigo Boito que rehiciera el viejo libreto de Piave, no por razones superficiales de ningún tipo, sino por causas «di professione», porque el artista que había en él le obligaba a dar a su ópera la forma más acabada posible. «Boccanegra puede ser representada en los teatros con asiduidad como el resto de sus hermanas», asegurada, «a pesar de que su argumento sea tan triste... Y es triste porque así debe serlo, pero es también conmovedor...» (2 de abril de 1881). Y dedicó a la música todo su talento artístico y su reputación. El hombre que ya peinaba canas mejoró la obra de juventud. Sin destruir para nada el impulso vital que encerraba la partitura consiguió que la ópera tuviera una gran unidad estilística. Esta vez triunfó en su estreno en La Scala el 24 de marzo de 1881, pero su éxito no fue duradero ni en Italia ni en ningún otro sitio. Las causas de la breve duración de su popularidad hay que buscarlas en la relación entre un Verdi ya bastante anciano y cada vez más exigente consigo mismo, y el texto. El argumento era obra de Gutiérrez, dramaturgo español que había escrito el modelo para el libreto de Trovatore y, al igual que en Trovatore, la acción resulta una mezcla de drama político y tragedia familiar con un toque de intriga apenas inteligible incluso para el oyente más preparado. Cierto que todas las acciones tienen su motivación, sin embargo, es difícil sobrepasar la economía de esta motivación: la narración de acontecimientos previos que son importantes, de antecedentes fundamentales para la acción, está contenida en las cabalette del preludio y del primer acto, y los motivos se entrelazan en una maraña casi inextricable. Pero el maestro, que ahora es más consciente de su arte, no consigue superar esta dificultad inquietante que en II Trovatore se neutraliza mediante la fuerza explosiva e inmediata de la música; de modo que transforma la escena teatral en una situación dramática; junto a los personajes, típicamente líricos, que forman la intriga traza dos caracteres perfectamente reales en los papeles de Boccanegra y su oponente Fiesco, y conduce la ópera —y este es el rasgo más significativo— desde la tiniebla nocturna del comienzo a la suave claridad del desenlace, de la desunión al sosiego, de la lucha a la resignación. Aunque lo cierto es que, tal vez sin ser él del todo consciente, a Verdi le venía ya pequeño este tipo de libretos.


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En Un Bailo in Maschera y en La Forza del Destino fue más afortu* nado. Se trata, una vez más, de óperas populares al igual que Trovatore o Rigoletto, con idéntica variedad de acción y colorido. En ambas la «grande ojiara» ha quedado atrás, si bien el Bailo se retrotrae a un viejo asunto histórico perteneciente a un libreto de Scribe al que Auber había puesto música. Todavía es más acusada la similitud entre Forza del Destino y Trovatore, ya que la primera de ellas utiliza asimismo la idea básica de un drama español cargado de pasión, de acción abigarrada. Verdi no intentó ni por un momento simplificar esta variedad: en el Bailo hay una conspiración, y una escena donde se dice la buenaventura en la cueva de una negra; en la Forza hay una puesta en escena con gitanos y un monasterio, y hasta personajes y momentos cómicos que Verdi había evitado desde que se decidió por la tragedia tras el fracaso de Giorno di Regno. Todos los elementos contrapuestos están presentes; pero preciso es señalar que el paisaje de tragedia se ha vuelto más sombrío, ha ganado en perspectiva y profundidad; por ejemplo, en la escena de Amelia que precede al gran dúo en el Bailo, o la famosa aria de Leonor del acto final de la Forza; como resultado de ello, sus portentosos desenlaces se ha aquilatado y sublimado todavía más. La escena del monasterio en la Forza es un climax de la ópera más pura: teatro y exaltación a un tiempo. Se puede establecer una comparación interesante entre la función que asume el órgano en Wagner, al principio de \)¡c Níeistersinger y la que le asigna Verdi: en Wagner está presente todo d esplendor histórico y armónico-polifónico del coral protestante, una introducción resplandeciente para la composición festiva; en Verdi hallamos el sonido más simple, la armonía más sencilla, el color escueto, una pequeña iglesia monástica con un instrumento pobre pero sorprendentemente impresionante y conmovedor. Pero tanto en Un Bailo como en Forza el colorido del conjunto induce a Verdi, en determinados momentos muy significativos en el transcurso de la ópera, a regresar en busca de unos pocos motivos enunciados en el preludio; de ellos el más intenso, en el caso de Forza, es el motivo sordo, apagado, de los instrumentos de viento, sencillo y siempre recurrente, en tres notas —un verdadero motivo fatídico. Con Aida, Verdi cerró el tercer período de su obra. Al componerla volvió a la costumbre del siglo xvín, ya que se trata de una ópera «de encargo», como lo habían sido las óperas de festival de Caldara o Hasse. Un nuevo ejemplo de su contraste con Wagner, pues desde el principio al fin de su actividad creadora, Wagner siguió únicamente su propio mandato e impuso al mundo sus resultados, incluso con violencia. Verdi escribió Aida para las celebraciones con motivo de la apertura del Canal de Suez en 1871, y no tuvo que ejercer ninguna violencia para ganarse el apoyo a su favor. Para entonces su renombre mundial era tan grande que no aceptó de ningún modo el libreto que le presentaron, antes al contrario dejó sentir su peso en este texto mucho más que en otros, tanto en lo que se refiere a la estructura como a los detalles; y de su correspondencia con el libretista Antonio Ghislanzoni se puede calibrar toda la dramaturgia de sus óperas.

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Por vez primera concedió especial atención al «milieu»: Aida es una ópera ambientada en el antiguo Egipto. En la segunda escena del primer acto, una escena religiosa, la «Gran scena della consacrazione», los muros del antiguo templo parecen retumbar con el sonido del arpa y el canto monótono de las sacerdotisas; y este sonido se combina con los ritmos igualmente religiosos de los guerreros. Aida, a la que se describe como doncella valiéndose únicamente de un motivo nostálgico, resulta ser una muchacha etíope en su Aria del Nilo, un aria brillante que queda suspendida en el aire entre La mayor y La menor, con su «exótico» acompañamiento de los instrumentos de viento. Amonasro es caracterizado como un salvaje por su temperamento musical irrefrenable. El pasaje etnográfico más genial tal vez se sitúe en el primer acto, en los pocos compases de recitativo a cargo del mensajero del desierto, con la fantástica melodía de los instrumentos de viento contrastando con el trémolo de los timbales y las cuerdas. Verdi no olvidó ni por un momento que componía de encargo: escribió una ópera de festival, con ballet, marchas y procesiones. Ante todo, el final del segundo acto debía conseguir su propósito: «¡Gloria al Egitto...!» Ni tampoco olvidó sus figuras trágicas: Amneris, Aida, Radames, que han quedado prisioneros entre la red del amor y la ley del deber. Hay arias líricas, escenas, dúos, tríos, y conjuntos, todos ellos ricamente recubiertos con música. Nunca antes se había logrado con tanta plenitud como en esta obra de festival egipcio la idea que inspira la ópera italiana. Pero esta ópera de festival termina pianissimo y con sordini, con una Liebestod que no es románticamente filosófica, sino puramente humana, que sólo tiene su paralelo en el dulce consuelo del Réquiem del propio Verdi. El último período: «Otello» y «Falstaff» Con Verdi damos un paso adelante y traspasamos los límites de la presente obra al ocuparnos de sus dos últimas óperas, Otello (1887) y Falstaff (1893); pero sin ellas la visión de Verdi no sería completa, y arrojan asimismo una nueva luz sobre sus obras más tempranas, pues con ellas regresa a los caminos de sus comienzos con Macbeth y con el poeta que había sido siempre su preferido: Shakespeare. Desde 1848 y durante muchos años, había pensado en componer la ópera Rey Lear. El 28 de febrero de 1850 escribía a Cammarano: «El Rey Lear parece a primera vista tan extensa e intrincada que hace impensable el obtener una ópera de ella. Pero, al examinarla más de cerca, se descubre que las dificultades indudablemente grandes que encierra no son del todo insalvables. Usted sabe que no es cuestión de hacer del Rey Lear un drama en la forma más o menos habitual; ha de tratarse de una manera espléndida, sin tomar en cuenta ningún convencionalismo». Verdi bosquejó el escenario y, tras la muerte de Cammarano, obtuvo de Somma un libreto totalmente acabado. Pero una y otra vez pospuso la composición, alegando, entre otras cosas, que no encontraba los cantantes adecuados para los personajes de su drama: tenían que


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ser, así lo aseguraba Verdi, no sólo muy buenos, sino haber nacido virtualmente para representar dichos papeles. («Créame», escribía el 15 de enero de 1857, «que es un tremendo error componer Rey Lear para un grupo de cantantes que por muy buenos que sean, no han nacido para representar los papeles»). La verdadera razón era que el libreto no acababa de gustarle y quería hacer justicia a Shakespeare, no a la tradición de la ópera italiana. Fue entonces, y en la persona de Arrigo Boito, cuando encontró el colaborador ideal y ocurrió algo que en una ocasión Mozart denominó la mayor de todas las dichas: «cuando se reúnen un buen compositor que conoce el teatro y tiene algo que decir y un poeta inteligente, cual auténtica ave fénix» 52. Boito había compuesto una ópera con la que se sumó a las filas de Berlioz, Gounod y otros muchos más: Mefistófeles (1868, retocada en 1875 y 1876), obra artificiosa, carente de espontaneidad, que no obtuvo de Verdi ningún elogio a pesar de la amistad que le unía con el músico-poeta. La contribución más imperecedera de Boito a la música será siempre la de haber preparado dos obras de Shakespeare —una tragedia y una comedia— de acuerdo con las exigencias de Verdi y sin sacrificar para nada la grandeza de Shakespeare en el arte trágico ni en el cómico. Es inútil pensar que Otello pudiera ser un drama con música, pues nunca fue otra cosa que una ópera italiana, una ópera de Verdi, que conserva casi intacta su conexión con la obra más temprana de su compositor. El dúo Otelo-Yago se produce en el mismo lugar que el dúo Gilda-Rigoletto. El tercer acto termina, como es usual, con un gran finale. El segundo contiene, en el famoso Credo de Yago, una auténtica pieza de «candilejas», que con mucho gusto se eliminaría de la partitura por ser una concesión al melodrama si no fuera porque también es una pequeña obra maestra. Para representarla en París, en 1894, Verdi llegó incluso a ofrecer un gran ballet «etnográfico» oriental-veneciano al inicio del tercer acto que, con muy buen acierto, suele ignorarse. Pero el primer acto sin obertura, que empieza con una fuerte tormenta y una escena coral, y concluye con uno de los dúos de amor más sublimes de todos los tiempos, es definitivamente insólito. Además, en el último acto, Boito hubo de cambiar muy poco en el original de Shakespeare y nada que fuera importante. Verdi seguía siendo el mismo, pero ahora tenía setenta años y, tras él, la experiencia de toda una vida. La parte vocal domina aún sobre la orquesta, pero ya no utiliza la melodía explosiva, y sí en cambio la declamación plástica y expresiva. Y la orquesta se ha hecho más rica, más fina, más llena de vida secreta, sin haberse convertido, ni un ápice, en «wagneriana». Se ha producido una transfiguración del estilo propio de Verdi, una sublimación, como puede observarse en el tipo de melodía, cromática y un tanto serpentina, que sirve para caracterizar a Yago. Cabría comparar, por ejemplo, la descripción de los celos que hace Yago («E un'idra fosca») y las expresiones muy semejantes de Azucena o Ulrica. El factor decisivo es, sin duda, la fuerza y la finura con que el viejo maestro secunda todos y 52

Carta de octubre 13, 1781.

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cada uno de los impulsos anímicos de sus personajes. En este último acto, y una vez más, la ópera demuestra su superioridad sobre el drama, pues la música eleva los tonos trágicos de cuanto sucede en la escena casi a los límites de la resistencia y, sin embargo, los resuelve dentro de un todo armónico. En Otello Verdi dijo, a no dudarlo, la última palabra sobre la «opera seria». Dicho en términos wagnerianos, «redimió» la opera seria que había producido a principios de siglo el Otello de Rossini, dándole la solución de «dramma in música» sin menoscabar la continuidad del desarrollo operístico italiano. Otello se destaca al final de toda una serie que habría empezado con el Orfeo de Monteverdi. En el tiempo que media entre los setenta y los ochenta años, Verdi consigue en Falstaff, para la opera buffa, lo mismo que había logrado en la ópera seria. Entre el Otello de Verdi y el Otello de Rossini se da la misma relación que entre Falstaff de Verdi y Las alegres comadres de Windsor de Otto Nicolai, que es una opera buffa muy efectiva con texto en alemán. Con todo, Verdi combinó su modernidad con la tradición antigua. Boito le entregó tres actos de la más estricta simetría; cada uno de ellos en dos partes: la primera parte «solista», mientras que la segunda unifica siempre todos los personajes de la farsa como exigía la tradición de la opera buffa. Consecuentemente, Verdi escribió tres grandes finales que no son comparables, en su vivacidad y maestría, con nada semejante de la antigua ópera italiana, excepto quizás con Nozze y Don Giovvani de Mozart, o los finales de los Actos I y II de Meistersinger de Wagner. Verdi se emparenta también con Wagner en cuanto que para la conclusión de Falstaff echa mano de la fuga «Todo el mundo es burla. El hombre ha nacido loco» (Tutto nel mondo é burla. L'uom e nato burlone). Pero la relación con Mozart se ahonda más: ni Fígaro, ni Don Giovanni de Mozart, son auténticas opere buffe. Donna Anna, el Conde y la Condesa no son caracteres buffo. Análogamente, la explosión de Mr. Ford, el marido que cree haber sido engañado, no es una escena buffa, sino de pasión trágica. Asimismo, también, la comedia de los demás personajes ya no es bufonada y en nada se parece a la commedia dell'arte, sino que es una comedia de carácter. Una vez más, como en Otello, Verdi crea su propio estilo dentro de los contornos de la tradición. Básicamente, las voces se mueven en un frenético parlando, y la orquesta ofrece un comentario de flexibilidad y gracia incomparables. Todos y cada uno de los rasgos melódicos se han hecho menos sensuales, cabría decir, más etéreos, más espirituales. Ni siquiera en la descripción de la mágica noche de verano en Windsor Forest, domina la exuberancia romántica, sino la belleza más absoluta. Esta obra la compuso un hombre muy anciano, un maestro muy sabio, pensando más en él que en el mundo. No ama ya a los personajes que ha creado, sólo los encuentra divertidos. Ya no quiere conquistar a nadie. En contraposición a Wagner, quien superó el romanticismo, Verdi lo redujo ad absurdum.


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()ffcnbach y la opereta El cuadro del desarrollo operístico del siglo xix no sería completo si no mencionáramos una variedad de la ópera que definitivamente es un producto del período romántico, desconocida en los siglos anteriores. Nos Ceferimos a la «operetta» u «opéra-bouffe», y a su principal maestro facqucs Offenbach (1819-1880). Este género cabe dentro de la ópera romántica, lo mismo que el teatro satírico formaba parte del drama ático. Cierto que la denominación de «operetta» no es nueva. En el siglo XVIII todas las óperas de carácter menor se llamaban así, sobre todo el Singspiel del norte de Alemania con sus modestas inserciones musicales dentro del marco del diálogo hablado. Ahora bien, la variedad vienesa, mucho más exigente, como es el caso de Entführung de Mozart, difícilmente podría denominarse opereta. Cierto que otro de los rasgos de la opereta —cuando menos de la de Offenbach— ya estaba presente en el siglo XVIII: nos referimos a la sátira social o parodia. Baste recordar la Opera del mendigo de Gay y Pepusch, los «intermezzi» italianos, el Théáli'c Italien y el Théátre de la Foire, de París, las farsas musicales francesas que se representaban en las ferias, tan variopintas en su burla y parodia de la Académie Royale. Pero al inicio mismo del siglo xix el movimiento romántico creciente, las invasiones de sentimentalismo, la avalancha de temas históricos, de Cuentos de hadas, apartaron de la opéra-comique y del Singspiel estas ¡Tendencias a la parodia y a la crítica, aproximando todo el género a la apera seria. Debido a las condiciones políticas de Italia, estas tendencias a la crítica y a la parodia de la opera buffa se suprimieron casi enteramente con anterioridad a 1859. Una de las vías a la opereta del siglo xix parece derivarse del Singspiel popular vienes, de la «comedia del trabajador» berlinesa con sus sencillas canciones incidentales, y sobre todo de la opéra-comique de Auber. Ahora bien, todos estos tipos de composición que se limitaban a reducir las dimensiones de las obras «serias» no excluyen en modo alguno el sentimentalismo más extremoso. En el mejor de los casos —por ejemplo, con Auber— ponen el acento en lo gracioso, lo picante, y a veces se deslizan en el terreno de lo frivolo, como ocurre por ejemplo en Wildschütz de Lortzing. Pero todas ellas carecen del elemento fundamental y definitorio de la opereta, de lo que posteriormente se ha llamado la «característica Offenbach»: la crítica política y social, la gran parodia. Con motivo de un concurso de operetas en 1856 =3, el propio Offenbach adelantó un manifiesto donde trató de describir las bases históricas de su obra. Muy acertadamente llamaba la atención sobre el hecho de que la opéra-comique francesa había perdido su rumbo a causa de su ambición dramática y musical y por una especie de envidia ante el éxito de la gran 53 He tomado este dato de una excelente monografía sobre Offenbach, de Antón Henseler, Berlín, 1930.

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ópera, y consideraba que su salvación estaba en una vuelta al «tipo alegre y primitivo» (le genre primitif et gai), tal como lo crearon y cultivaron los grandes maestros del siglo xviii, Philidor, Monsigny, Gossec, Dalayrac, y sobre todo Grétry en sus primeras obras, cuando todavía no había sucumbido a la ambición de competir con Méhul, Le Sueur, Cherubini y Berton. Offenbach quiso contribuir a que se hiciera justicia a estos compositores pertenecientes al «segundo período de la opéra-comique», con los que asoció a Isouard, Catel, Boieldieu. Alababa a Hérold en La Clochette, Le Muletier y Marie, como contemplaba con preocupación cómo el género había perdido lozanía en Zampa y en Le pré aux Clercs. Finalmente, en Auber, Halévy, Adam y Thomas veía a los representantes de un tipo mestizo que «todavía no es gran ópera y ya no es tampoco opéra-comique». Sólo exceptuaba unas cuantas obras, como L'Eclair de Halévy o las casi italianas óperas menores «retrospectivas» de Albert Grisar (1808-1869), Les Porcherons (1850), Bonsoir, M. Pantalón (1851), y Le Chien du Jardinier (1855). Lo que Offenbach quería era revivir el tipo ligero y gracioso del primer período de la opéra-comique, «seguir devanando las hebras inagotables del viejo humorismo francés» y estimular la ambición «de decir las cosas brevemente» que, dicho sea de paso, no es pequeña ambición. No usaría ninguno de los libretos que «en vez de ser alegres, animados y graciosos, pudieron servir para óperas, ensombreciendo los tonos, sobrepasando los límites y complicando la acción dramática». El nuevo género le pedía «sólo tres cosas al músico: talento, conocimientos, ideas». En cualquier caso la idea debe ser buena, los méritos de la melodía han de ser notables. Pero este retorno al siglo xviii no podía contentar ni a Offenbach ni a un hombre del siglo xix. Vale la pena detenerse a considerar su personalidad. Era hijo de un músico ambulante, judío, natural de Offenbach am Main, Isaac Juda Eberst, que se ganaba la vida tocando en las sinagogas y en las salas de baile. Hacia 1802 su padre se estableció en Deutz, próxima a Colonia, y posteriormente se mudó a la propia Colonia, donde vino al mundo Jacques Offenbach, el «más parisiense» de todos los músicos. Jacques fue un niño prodigio como instrumentista del violoncello, así que su padre le llevó muy pronto a París, donde fue admitido en el Conservatorio. Como compositor empezó su carrera escribiendo valses, romanzas, y piezas de salón para su instrumento con piano, algunas de las cuales compuso en colaboración con Flotow. En 1838 intentó por vez primera la conquista del teatro escribiendo la música para el vodevil satírico Pascal et Chambord, pero el éxito no fue tan grande que le permitiera dejar la enseñanza, los arreglos orquestales, la composición de piezas instrumentales y canciones cómicas (entre estas últimas ya había puesto música a seis fábulas de La Fontaine), y dado que las puertas de la OpéraComique permanecían obstinadamente cerradas para él, presentó sus primeras obras en un acto, unas veces en el marco de los conciertos (en 1847


Parte II. La historia

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L'Alcove, un tipo de ópera burlesco-sentimental del período de la Revolución), y otras en el Théatre des Varietés (Le Trésor a Mathurin 1852, y Pepito, 1853). Estas primeras obras en un acto se consideraban como «algo intermedio entre la ópera cómica y la opereta, en las que el estilo propio de Offenbach todavía no se expresaba en toda su plenitud» ^. Con todo, están llenas de gracias e ingenio y no les faltan las alusiones satíricas, tendencias que ya se había manifestado en la obra de Offenbach, por ejemplo, en su parodia (1846) de la oda-sinfonía de Félicien David, Le Désert. Por fin, en 1855 siguió el ejemplo de Florimond Ronger, alias Hervé (1825-1892), organista de Santa Eustaquia, y fundó su propio teatro, Les Boufles Parisiennes. Hervé mantuvo una relación muy peculiar con Offenbach: si bien abrió su Folies Concertantes año y medio antes que éste, en sus parodias no dejó de imitarle, aunque no tenía comparación con él en la música de sus escenas cómicas y pantomimas. Pero sí es significativo que Offenbach no fuera el único creador de este género operístico antirromántico: la oposición se sentía en el ambiente. Hervé sólo mantenía en el escenario dos actores; Offenbach al principio llegó hasta tres. El mismo nos describe el procedimiento en una carta de 1860: «He obtenido un permiso que especifica que sólo puedo presentar saynetes [escenas breves, jocosas] con dos o tres personajes. Compré [¿?] el teatro de M. Comté con idea de transformarlo en las Bou/fes Parisiens. Entonces me ampliaron la licencia, por cuanto me permiten presentar operetas en un acto, en vez de los saynetes. Más adelante me consintieron hasta cuatro actores en el escenario. En los dos últimos años no ha habido limitación alguna en el número de actores; finalmente se me permitió representar óperas buffo en dos actos y tantos cuadros como yo quisiera...» 53 . Apenas si hemos de ocuparnos de las obras menores de Offenbach, con las que conquistó la escena parisiense: las pequeñas obritas idílicas o rústicas en las que realmente parece haber partido del siglo xvni —«las obras en un acto burguesas y militares», semejantes a Jos modelos Le Macón de Auber, o la Filie du Régiment de Donnizetti, y sus auténticas obras bufas—, si bien en todas ellas está ya presente la tendencia a la parodia. El éxito mundial de Offenbach —un éxito mundial que se basaba en las incoherencias de la situación cultural romántica de la Europa de aquel tiempo— empezó con la gran opereta Orphée aux Enfers (1858), y fue seguida de La Belle Héléne en 1864. En cuanto a su argumento, ambas obras son una parodia de la antigüedad clásica, de la cual Offenbach había jurado vengarse en los días en que, como director de los entreactos musicales en el Théátre-Francais, hubo de soportar las largas sesiones de tragedia francesa clásica. Una sátira de la leyenda medieval puede verse en Génevieve de Brabant (1859), nueve años después de que 54 55

Henseler, pág. 157. Henseler, pág. 179.

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Schumann tratara, y muy en serio, el mismo argumento, y sobre todo en Barbe-Bleue (1866) en la que Offenbach reduce alegremente ad absurdum el horrible tema que se hunde en las profundidades de la aberración sexual. En Pont des Soupirs (1861) se satiriza el drama de horror operístico, y en Grande-Duchesse de Gérolstein (1867), la sátira se extiende a la esfera política, y aun va más allá y viene a ser una sátira de la época. Claro está que ha de entenderse que Offenbach no fue un moralista. Le atraía la crítica en tanto en cuanto le servía de diversión. Las víctimas reían ante las situaciones que de una forma más o menos obvia eran objeto de burla —los reyes imbéciles, los golpistas militares, las libertinas damas de la aristocracia, los curas mercenarios y rapaces—. Pero, sin saberlo, se reían de sí mismos. Offenbach ponía al descubierto toda la corrupción del Segundo Imperio de Napoleón III, que veía y aplaudía las operetas de su crítico; y éste hacía patente la corrupción a la vez que se servía de ella. Su Vie Parhiennne (1866) contribuyó a que desde entonces y muchos años después París apareciera como Eldorado de la diversión. La ciudad hallaba placer en esa descripción lasciva, tras de la cual hacía muecas Nada de Zola. Su obra, increíblemente fértil, está plagada de alusiones a la actualidad de entonces que son totalmente ininteligibles para una época posterior, alusiones que no sólo están en los personajes, las situaciones, chistes, juegos de palabras y equívocos, sino también en la música. Pero sobre todas las cosas, el caballo de batalla de la parodia musical de Offenbach fue la artificiosidad y el patetismo huecos de las grandes óperas de Meyerbeer, y la insipidez estereotipada de la opera semiseria italiana a partir de Rossini. En una Symphonia de VAvenir, marche de Fiancés y en Tyrolieme de VAvenir trató incluso de satirizar a Wagner, pero el conocimiento que tenía de la obra de éste era demasiado pobre, así que era difícil que lograra una parodia efectiva. Los medios de que se valía Offenbach eran, naturalmente, los de la exageración y el contraste, corno ocurre, por ejemplo, cuando un recitativo patético cambia, de pronto, al ritmo de danza más atrevida, o cuando un finale se cierra con el triunfo de un can-can. En conjunto, en sus obras realmente importantes —ya que no debemos tomar en cuenta las docenas de ballets insulsos y revistas sin sustancia, compuestos para centenares de ejecutantes, todas esas chapuzas que compuso—, siempre es un dramaturgo y un melodista de primera categoría. Como era de esperar, Richard Wagner zahirió con el peor de sus venablos a su coetáneo Offenbach. Wagner se refiere a la «frialdad y regularidad cínicamente deliciosa de Auber», cuya base no es otra cosa que «indecencia graciosamente oculta», y califica a Offenbach como el explotador de este género musical: «Sin duda que hay calor, el calor del estercolero donde todos los cerdos de Europa podrían revolcarse». Lenguaje propio de un moralista de la cultura, pero nunca de un músico. Es más, el dramaturgo que había en Wagner no debiera haber dejado de reconocer al dramaturgo que había en Offenbach. El secreto de éste consistió en


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que no compuso números que pudieran insertarse, sino que tomaba sus ideas de la propia situación. Escribió docenas de canciones de brindis y unas veinte «arias epistolares», pero ninguna podía transferirse de una obra a otra. En cuanto al músico, Offenbach cumplió con sus propias exigencias de «talento, conocimientos e ideas»; sobre todo estas últimas. La opéra-bouffe es el producto corrupto de un período corrrupto; pero la música de Offenbach es limpia; sus melodías, de una simplicidad total, son siempre ideas lozanas y auténticas. Para hacer la prueba basta con escuchar la música de su última ópera «seria», Les Contes d'Hoffmann, estrenada en 1881 como obra postuma en una versión ya mutilada. En ella, su estilo no ha cambiado lo más mínimo, y no se encuentra en su música el menor vestigio de lasvicia. Su carácter único se aprecia con toda claridad al compararle con uno de sus sucesores e imitadores que más éxito alcanzó, el compositor de valses vieneses Johan Strauss (18251899), quien a pesar de su deliciosa Fledermaus (1874) llevó la opereta a un declinar desagradablemente confuso o resbaladizo. Nietzsche da muestras de su fino sentido para apreciar el fenómeno cuando el 21 de marzo de 1888 escribe a su amigo, el compositor Peter Gast: «...He... escuchado tres obras de Offenbach [La Périchole, La Grande-Duchesse de Gérolstein, La Filie du Tambour-Maior] y me han encantado. En tres o cuatro ocasiones, cada una de las obras alcanza el punto de la bufonería más inspirada, pero de una manera que se ajusta al gusto clásico, absolutamente lógica, ¡y a la vez maravillosamente parisiense!... Para ello, este muchacho mal criado ha tenido la suerte de encontrar a los más inteligentes libretistas franceses: Halévy... Meilhac y otros. Los textos de Offenbach contienen un encanto especial, y probablemente sean la única realización de la ópera que ha tenido consecuencias beneficiosas para la poesía». Nietzsche veía en Offenbach al enemigo de lo «romántico», y lo aclamaba, lo mismo que había aclamado Carmen de Bizet. Digamos de paso que Henri Meilhac y Ludovic Halévy fueron asimismo los libretistas de Carmen, y que fue Bizet quien, de joven, ganó junto con Lecocq (1832-1918) el concurso que anunciaba Offenbach y al que antes nos hemos referido. El verdadero sucesor de Offenbach fue el irlandés Arthur S. Sullívan (1842-1900) y no los compositores de operetas vieneses o parisinos. Sullivan consiguió mantenerse independiente de Offenbach y vencer también las influencias de su formación en el Conservatorio de Leipzig, cuando menos en esta faceta que le es tan propia, ya que fue un compositor Victoriano «serio» y polifacético. Lo mismo que Offenbach, tuvo la buena suerte de encontrar su igual en el libretista W. S. Gilbert. Y lo mismo que Offenbach, al final de su vida también quiso experimentar con una ópera romántica, Ivanhoe (1891), aunque, desgraciadamente, y a diferencia de Offenbach, se trata de una obra tediosa. Sus «óperas ligeras», entre las que Trial by Jury (1875) incluso está compuesta «unitariamente», son, a pesar de su sátira social y política, más blandas y con mejores modales que las de Offenbach, pero comparten con ellas el empleo de idénticos

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medios: la parodia de la gran ópera, el rápido cambio del sentimentalismo a la alegría desbordante, y la inocencia y simplicidad de la melodía. Si es que hubo un compositor nacional inglés, en el siglo xix, con anterioridad al despertar del nuevo espíritu nacionalista alrededor de 1880, éste no fue William Sterndale Bennett (1816-1875), discípulo de Mendelssohn y amigo de Schumann, sino Arthur Seymour Sullivan.


Capítulo 17 El Nacionalismo

Los elementos nacionales en la música pre-romántica En la primera parte de este libro hemos indicado ya que una característica esencial de la música romántica es la intensificación del acento nacional. Empleamos el término «intensificación» porque en música siempre ha habido manifestaciones nacionales bien diferenciadas. Incluso en épocas como el siglo xv, en que prevalecía en toda Europa el estilo umversalmente reconocido de los «Maestros borgoñones», es posible, hasta cierto punto, distinguir a los borgoñones del Norte —de Brujas, Gante y Hainault— de los maestros franceses; o a los ingleses de los alemanes e italianos, pero sólo hasta cierto punto, ya que es muy fácil autoengañarse creyendo que determinado rasgo representa a una nación cuando sólo es exponente de la escuela de un compositor muy individualizado. Ahora bien, las naciones musicales del siglo xvi empezaron a evolucionar o, cuando menos, a tener conocimiento de sus diferencias nacionales. Esta «creación» o formulación de un estilo nacional fue más fascinante en Italia, donde apareció un modelo italiano perfectamente diferenciado y, aquilatando aun más, un modelo del norte de Italia que se conoció por la denominación colectiva de frottola. Pero hacia 1525 dicho estilo volvía a sucumbir bajo la fuerza de una ola «internacional», todopoderosa, para emerger nuevamente a la superficie unas décadas más tarde totalmente renovado y transfigurado. Empezando por esta época, digamos que había ya entonces distintas escuelas: francesa, española, italiana, inglesa, flamenca y alemana, cada una de ellas con un carácter marcadamente individual. Ahora bien, el elemento nacional se puso de manifiesto en la música profana de forma más acusada que en la música sacra: en la chanson, el villancico, el lied y el madrigal, mientras que las misas, los motetes,, el Magníficat y los himnos, continuaban siendo de propiedad neutral, y tenían un carácter más «internacional». Dentro de las naciones también se iban estableciendo divisiones por regiones, que hacían sentir su voz: por 281


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ejemplo, en Italia, hacia 1535, están la Canzon villanesca alia napoletana, 0 la More sea en el sur de la Península; pero no existían ni barreras ni fronteras nacionales o regionales. De modo que, al igual que la canzon napolitana fue adoptada y absorbida de inmediato en toda Italia, así también se reconoció en toda Europa la idea básica de la reciprocidad: la 'chanson' se extendió a Italia, y el 'madrigal' a Francia y a Inglaterra. Sobre todo en el aspecto de las formas instrumentales difícilmente puede hablarse de ninguna demarcación: las «escuelas» de ricercar *, ya se llamara fuga, como en Alemania, tiento como en España, o «faney» como en Inglaterra, eran distintas; pero el espíritu y la forma eran idénticos. Y, en cualquier caso, nadie ponía el énfasis en el aspecto nacional. Con el inicio del siglo xvn se alteró la distinción nacional en el sentido de que fueron dos naciones, Italia y Francia, quienes dominaron en las cuestiones musicales. España se replegó, asumiendo el rango de provincia; Alemania, desgarrada por las luchas religiosas y la guerra de ios treinta años, únicamente supo mantener su autonomía musical en el ámbito religioso y en la música de órgano; y no ya sólo los músicos de la católica Alemania del Sur, sino también los protestantes como Heinrich Schütz veían en Italia la estrella que les señalaba el camino. Tras la época dorada de los virgínalistas y madrigalistas isabelinos, Inglaterra se replegó sobre sí misma y, con la muerte de Purcell, quien en su época fue tan importante que podía parangonarse con los músicos franceses e italianos, dejó de contar como nación musical. El «descubrimiento» de la monodia y su utilización en todas las formas musicales, sobre todo en la ópera, llevó .1 Italia a la cabeza de la música europea, con la sola oposición de Francia a esta invasión italiana, y de ello es buena muestra, y un dato significativo 613 cuanto a la resistencia francesa a la ópera importada, el fracaso de la Ópera italiana en París durante la época de Mazarino. Preciso es contrastar este fracaso con el de Tannhaüser en París, en 1861, que sólo fue un pequeño escándalo teatral, y que, más que entorpecer, contribuyó a que un poco más tarde Wagner triunfara definitivamente en Francia. A la vista del fracaso de la ópera italiana en el París del siglo XVII, tal vez constituya una de las ironías de la historia musical el hecho de que un florentino, Giovanni Battista Lulli, sentara las bases de la superioridad de la ópera francesa sobre la italiana durante más de un siglo. Más aún, a través del ballet y de sus formas particulares, que constituían un elemento esencial en este tipo de ópera, llegó incluso a ejercer sobre Italia una influencia de carácter retroactivo. En los primeros años del siglo xvili, Europa sólo admitía dos nacionalidades musicales: la italiana y la francesa. En la controversia literaria que, hacia 1700, se asocia al nombre del abate Francois Raguenet y su «Comparación entre los italianos y los franceses en lo que respecta a la música y a la ópera» (Paralléle des Italiens et des Francois en ce qui regarde la musique et les operas) no se considera ninguna otra nación; lo mismo ocuComposición contrapuntístíca de los siglos xvi y xvu. (N. del T.)

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rría hacia 1750 en el caso de Jean-Jacques Rousseau. Según testimonio de algunos representantes de la música alemana, como es el caso de Telemann, la música de su país era una «mezcla». En cuanto a su heredero alemán, J. S. Bach, utilizó el coral y cuantas formas precisó, pero también empleó la obertura y la suite francesas, y el aria, el concierto y la sonata italianos. A juzgar por su estilo y naturaleza, Haendel, el músico que —como Hasse o Graun— había nacido en Alemania, concretamente en la Prusia sajona, importó a Inglaterra la música italiana. La relación entre las dos naciones rivales fue, por lo que a Italia respecta, de carácter candido, con la despreocupación que da el hecho de estar segura de sí, mientras que en caso de Francia privaron los celos y la desconfianza. Ahora bien, ni siquiera Rameau, el más francés de todos los músicos franceses, pudo impedir que los elementos o gérmenes italianos se abrieran paso en sus últimas óperas; y, por otra parte, también en Italia existían ocasiones puntúales para la entrada de la música francesa, por ejemplo, la ópera de la corte de Parma. Gluck fue tenido en su época por un músico internacional, demasiado genial para confinarle en los límites de una nación, pero, en realidad, en la primera época de su vida fue más bien un compositor italiano, y en la segunda más bien francés, aunque por encima de todo siempre fue Gluck. Hacia 1750 las cosas cambiaron, y junto a las dos naciones que ya tenían cierta tradición, vino a unirse Alemania, gracias a un puñado de personalidades geniales y a un gran número de compositores menores que se dedicaron a la música instrumental. No todos estos últimos compositores, cuya música inundó París y Londres, tenían apellidos alemanes (en la medida que pueda hablarse de la existencia de una nación alemana). Stamitz, Holzbauer, Beck, Schobert, y Cannabich procedían de Bohemia, Moravia, Silesia, y Austria meridional. Pero el músico que más contribuyó a configurar el concepto de lo que se denomina «música alemana» fue Joseph Haydn, que con sus cuartetos y sinfonías hizo famoso su nombre en la Europa de entonces. Muy pronto, junto al suyo, vinieron a asociarse los nombres de Mozart y Beethoven, y estos tres grandes maestros hicieron que, a principios del siglo xix, el liderazgo de la música pasara a Alemania. En efecto, el concepto que hoy se tiene de «música alemana» se deriva mayormente de las obras de estos tres grandes músicos. Sin embargo, son muchos los que no se han percatado de hasta qué punto el cuarteto y la sinfonía de Haydn se nutrían de una base italiana y de la audaz amalgama de la melodía popular, comprendidas las melodías croata, eslovaca y bohemia; y tampoco han visto hasta qué punto es difícil aislar el elemento nacional en Mozart, que, por decirlo de algún modo, creó música de la música, en virtud de una especie de endogamia creativa; ni cuántas influencias asimiló Beethoven en su arte. Con respecto a este último compositor, sus contemporáneos experimentaban el sentimiento, un tanto apasionado y aterrorizado, de que en él se contenía una originalidad sin límites que se les aparecía con un carácter menos «alemán» que «romántico». Incluso los románticos franceses —por ejemplo, Víctor Hugo—, en modo alguno, le tenían por un compositor alemán, de las tierras del norte,


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o «gótico», sino por el más grande exponente de un arte al que atribuían dimensiones universaless*. Cabría establecer la comparación entre el proceso de nacionalización en el terreno musical durante el siglo xix, y un hecho histórico que se retrotrae al pasado: el proceso que erradicó a los dioses greco-romanos reemplazándolos por divinidades provinciales, cuyo poder se limitaba a una región y rara vez traspasaba sus fronteras. Haydn, Mozart y Beethoven fueron dioses universales, musicalmente hablando, a los que se puso sobre un pedestal, ensalzándolos y venerándolos, pero tras ellos hicieron su aparición una serie de divinidades musicales nuevas, de carácter menor, de ámbito regional, a veces, incluso provincial. La nacionalización en la música romántica: Bohemia En la región de Bohemia, o nación checa como debe llamarse en el siglo xix, se aprecia con toda claridad la estrecha relación existente entre nacionalismo y romanticismo. Con anterioridad al período romántico no puede hablarse de música genuinamente checa. Hubo, por cierto, un gran número de excelentes músicos bohemios que no sólo tuvieron una vida activa en su propio país, sino que exportaron su arte a todos los rincones de Europa, al igual que durante los siglos xix y xx ha habido una serie de excelentes músicos suizos —suizos, alemanes, franceses, italianos, e incluso reto-románicos, pero no puede hablarse de música suiza. Comparados con los suizos confederados, los bohemios se encontraban, a no dudarlo, en una situación infinitamente más ventajosa, dado que hablaban una misma lengua y recibían una educación musical común, educación que no se reservaba a las clases media y aristocrática, sino que estaba al alcance de los estratos sociales inferiores, con vistas a que prestaran sus servicios a la nobleza amante de la música. Y partiendo del tesoro melódico que era patrimonio del pueblo, de sus canciones y, sobre todo, de sus danzas, hasta la música de cámara y sinfónica de estos músicos bohemios europeizados fueron ascendiendo multitud de lenguajes melódicos y rítmicos, que muy a menudo delatan el origen del compositor. Ahora bien, este tipo de música todavía estaba muy lejos de lo que podría llamarse dialecto bohemio: Johann Stamitz fue un compositor «italiano», como lo fue Mysliveczek, tal vez éste más aún; y L. Kozeluch y J. W. Tomaschek fueron músicos vieneses, a pesar de su origen checo. En el capítulo de la formación de la música nacional no debe separarse la influencia política de las influencias del movimiento romántico en general. Los habitantes de las pequeñas naciones libres, como suizos, suecos y daneses, no sentían la urgencia de acuñar un estilo nacional en la misma medida en que la experimentaban los subditos de las naciones dominadas. ¿No es un dato digno de señalarse el hecho de que en los períodos de infortunio nacional, como el caso de Polonia alrededor de 1830, surja pu-

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jante el estilo nacional musical y que todos los sentimientos nacionales parezcan haber encontrado su expresión en la música de Chopin? ¿O nazca en pueblos a los que se niega la expresión pública libre de su esencia fundamental, como es el caso de Rusia, ella misma esclavizada, a pesar de ser la opresora de Polonia? Algo muy parecido ocurría en Bohemia donde, desde la época de la contrarreforma, desde que se suprimió con extremo rigor el mínimo impulso «herético» de un pueblo que había conocido la libertad, nunca había muerto del todo la revuelta interna, larvada, contra los Habsburgos. Y una revolución política sin esperanzas intenta siempre encontrar en el arte una vía de escape. Tal fue el caso, como ya hemos visto, de Schubert, en Austria, con anterioridad a la revolución de marzo de 1848, estando Metternich en el poder, y tal fue también el caso de los estados más periféricos de la monarquía. El sentimiento nacional checo obtuvo en la literatura su primer impulso artístico, a través de Herder y de los románticos alemanes: dentro de este capítulo, Jaromir Erben publicó la primera colección,de canciones checas, durante la década de los veinte, bajo el título de Kytice. Se compusieron canciones sobre textos checos, y cuando Weber marchó de Praga, se presentaron óperas traducidas al checo. En 1826 se puso en escena la primera ópera checa, «El chatarrero» (Dratenic), obra de Franz Skroup (1801-1862), autor del himno nacional checo, seguida en 1828 y 1834 por dos óperas más. «Ahora bien, estas canciones y óperas checas se vieron indudablemente influidas por los movimientos románticos alemán y francés, sobre todo por el Singspiel alemán y la opéra-comique francesa, y se consideraron bajo una falsa luz romántica como consecuencia de la cual se pretendía crear una música nacional mediante la simple imitación de la canción popular» 57. Pero el hecho de poner música neutra a unos textos nacionalistas no da por resultado canciones u óperas nacionales. Y como ya vimos en Chopin, las aspiraciones nacionales no llevan a ningún sitio a menos que se encuentre un talento superior que las respalde. Por lo que a la música checa se refiere, este talento lo encontró en Bedrich Smetana (1824-1884), uno de los ejemplos más definitivos de la afirmación que dice que el compositor nacional no «nace de la matriz misma del pueblo», como reza el dicho, sino que es el individuo quien da origen a esta «popularidad». El período de su juventud fue precisamente una época de decadencia musical en Praga, a pesar de que se fundó un Conservatorio y de la actividad de músicos como J. W. Tomaschek, W. J. Viet (1806-1864), y a pesar de las creaciones de J. H. Worzischek (1791-1825), que durante su breve estancia en Viena perteneció al grupo de los «beethovenianos» y tal vez estimuló a Schubert a que intentara el género nacionalista. Smetana hubo de imponer su nacionalismo a su propio país, y sólo consiguió sus objetivos tras violentas luchas con un grupo de críticos reaccionarios que le rechazaron por wagneriano, «neogermano», lisztiano, por ser «un músico del futuro». 57

36

Leo Schrade, Beethoven in France (Yale University Press, 1942), pág. 81.

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Helfert y E. Steinhard, Geschichte der Musik in der tschechoslovakischen Republik (Praga, 1936), pág. 26.


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S m e t a n a se c o n v i r t i ó en u n m ú s i c o del n a c i o n a l i s m o checo p o r la sencilla r a z ó n d e q u e n o era u n « a r t i s t a c r i a d o en su t i e r r a » , p o r n o h a b e r s e

quedado en su país, por ser un músico europeo. Su destino fue el típico del profeta en su propia tierra; los años (1856-1861) en que fue pianista, director de orquesta y compositor en Goteborg, Suecia, son quizá tan memorables como su encuentro con Niels W . Gade en Copenhaguen. La situación peculiar que rodeaba a un músico nacido en la Bohemia del siglo xix puede colegirse del hecho de que aunque Smetana pertenecía a la guardia nacional durante el año revolucionario de 1848, cinco años más larde compuso una sinfonía triunfal con ocasión de las bodas del emperador Francisco José, así como el hecho adicional de que cuando el espíritu nacionalista le impulsaba a fundar un conservatorio o a dirigir una serie de conciertos se viera obligado a solicitar el permiso de la administración imperial. No se trataba de una revolución de carácter externo, pero los acontecimientos políticos y musicales marchaban casi paralelos. El llamado «Diploma de octubre» de 1860 vino a ser para Bohemia el símbolo de que la era absolutista había llegado a su fin y se había conseguido una cierta dosis de independencia dentro del marco de la monarquía de los Habsburgo. Así las cosas, en 1862 Smetana redactó un documento memorable con el fin de implantar un programa regular de conciertos; en 1864 asumió el puesto de crítico en Narodni Lisli, y en 1866 el de director de la ópera checa, hasta que en 1874 su sordera le obligó a renunciar a sus deberes oficiales, encadenándole a su mesa de despacho, y hasta que los ataques de locura acabaron con su actividad creadora y con su vida. La fama nacional e internacional de Smetana se basaba en sus óperas y en sus poemas sinfónicos. Compuso un gran número de obras para piano lindantes con la obra de Schumann y de Liszt, y al igual que a estos dos románticos, también le fue totalmente imposible crear música «absoluta», música que no debiera su existencia a un estímulo poético. Baste con mencionar unos cuantos títulos: Las seis Hojas de álbum, Op. 2; los seis Sueños, de su última época; las Bagatelas e Impromptus de su juventud. Compuso, además, danzas: Tres polkas de salón, Op. 7; Tres polkas poéticas, O p . 8; Impresión sobre Bohemia en forma de polka, Opp. 12 y 13; y Danzas checas. No tenía un estilo pianístico que le fuera propio, ni nunca fue un compositor de música de cámara original, si bien compuso un trío para piano en Sol menor, y dos cuartetos de cuerda, el primero de los cuales —el cuarteto en Mi menor bajo el título de Desde mi vida— se convirtió en una de las obras más populares dentro del género de la música de cámara. Las tres composiciones son autobiográficas, plenas de originalidad e inventiva, pero rapsódicas y poco desarrolladas desde el punto de vista formal. Y, no obstante, las tres son muy personales y al mismo tiempo, muy «checas». ¿En qué consiste este elemento «checo»? ¿Acaso, en el empleo de «auténticas melodías populares»? Smetana vio con toda claridad que la cuestión no se terminaba en este punto. Se sabe a ciencia cierta que mantuvo una discusión muy sonada con Fr. Ladislaus Rieger, uno de los líderes más influyentes del partido nacional, sobre el tema de si «la canción po-

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pular checa podía ser el elemento básico para la creación de la ópera». Los círculos musicales de orientación conservadora respondieron afirmativamente a la pregunta. Para ellos, la esencia de una música nacional checa consistía enteramente en imitar la canción popular, opinión compartida por Rieger, que aseguraba que sería tarea fácil componer una ópera histórica seria, mientras que resultaría difícil crear una obra de carácter ligero acerca de la vida del pueblo checo; según él la base de este tipo de ópera tendría que ser la canción popular. Smetana, en cambio, opinaba que el resultado de una ópera de este tipo sería un potpourri de canciones diversas, un quodlibet, y no una obra de arte unificada» 58. En apoyo de su tesis compone La novia vendida (1866, segunda versión 1869, versión última 1870), que vino a ser la ópera nacional checa aun cuando no contenía ni una sola canción checa. La novia vendida es una de las ocho óperas de Smetana: tres serias y cinco alegres, y se destaca de las demás, a pesar de ser la ópera a la que dedicó menos tiempo. La obra se produjo casi espontáneamente, como llovida del cielo, y estaba unida a un libreto excelente y sencillo, mientras que todas las, demás, mucho más elaboradas y repensadas, adolecían de un libreto más o menos plúmbeo. Empecemos por las óperas serias: Los brandenburgueses en Bohemia (1862, estrenada en 1866) es una ópera popular con argumento histórico, concebida en escenas, a la que no le faltan los «números cerrados», sobre todo por sus coros animados y realistas. Dalibor (1867, estrenada en 1868) es una ópera heroica con un final trágico que en cuanto al estilo musical no está libre de la influencia de Lohengrin, de Wagner, pero que es insólita en el tratamiento melódico del diálogo y en los pasajes a modo de recitativo. Finalmente, Libussa (1872, estrenada en 1881), es una obra de fiesta nacional en la que todos los elementos líricos, dramáticos y corales toman una forma semidecorativa y semimística —la última voluntad y el testamento de un representante de su pueblo. Las cinco óperas alegres de Smetana son también muy distintas entre sí; y dice mucho en favor de su maestría artística el hecho de que ninguna de las cuatro últimas —Dos viudas (1847), El beso (1876), El secreto (1878) y El muro del diablo (1882)— pretendiera ser una réplica de la primera de sus óperas alegres, La novia vendida, que es también la que más éxito alcanzó. El beso es la obra que más se le aproxima: un drama campesino de tintes mucho más severos, con sus escenas de bosque y de contrabandistas, a la que no faltan rasgos «románticos». El secreto se parece más a una comedia ligera con personajes muy individualizados. Seguidamente, Smetana se vuelve a la ópera demoníaca, mañosa y variopinta, un poco a la manera de Marschner, en El muro del diablo; y en Dos viudas, al estilo ligero de diálogo, aria y conjuntos, un tanto parecido al Wildschütz. El mérito de todas estas obras reside, ante todo, en el hecho de haber preservado su propia individualidad colorista: ni sucumben al todopoderoso Wagner, aunque su creador era uno de los ardientes admiradores de éste, ni se dejan afectar por el influjo de la ópera italiana; sólo subE. Rychnovsky, Smetana (Stuttgart, 1924), pág. 135.


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siste la «gran ópera». Nada estaba más alejado del pensamiento de Smetana que lo que suele llamarse éxito internacional, y constituye una paradoja que lograra dicho éxito precisamente con su Novia vendida, la ópera en la que más se acerca a su pueblo. Ambos hechos, la proximidad al pueblo y el éxito internacional, descansan naturalmente en la acción dramática, sencilla y feliz, y en haber llevado a la escena unos cuantos personajes sin complicaciones —la doncella bella y leal, el granjero avispado y sagaz, el fabuloso charlatán (el casamentero), el tonto del pueblo— en el seno de una comunidad lugareña llena de vida. Se trata de seres humanos, no de marionetas de ópera, de granjeros de la montañosa Bohemia. Muy especialmente, Smetana establece los contrastes presentando a un director de circo alemán, de la vecina Sajonia, con toda su troupe de desharrapados. Y si bien los granjeros hablan «dialecto» en los coros y danzas, polkas y 'fuñantes', también se expresan en el lenguaje, universalmente inteligible, de la inspiración, por la rítmica firmeza del estilo melódico y por esa calidad melodiosa que combina la sencillez y la finura. El elemento «checo» no consistía en la vestimenta o en una mascarada folklórica; el elemento espiritual no estaba ni en la psicología ni en el naturalismo: se conseguía así el ideal de una ópera popular, alegre, casi sin precedentes y casi inimitable. En cuanto a sus composiciones sinfónicas, Smetana dependió de un modelo: Liszt. Sus tres primeros poemas sinfónicos, Ricardo tercero, El campamento de Wallenstein y Príncipe Haakon, basados, respectivamente, en Shakespeare, Schiller y Oehlenschláger y compuestos en su época de Goteborg tras una visita a Weimar, están concebidos de forma literaria siguiendo en todo la pauta de Liszt, así como la técnica lisztiana de la metamorfosis temática. Pero en el ciclo de los seis poemas sinfónicos que compuso en su última etapa creadora y que tituló «Mi tierra natal» (Ma Vlast), el elemento lisztiano tiene un papel mínimo que quizá se encuentra sólo en la apoteosis de los instrumentos de viento que, como ocurre en Liszt, suele introducirse con entradas excesivamente prolongadas. Nunca país alguno, ni su carácter, ni su naturaleza, ni sus recuerdos históricos, heroicos o conmovedores, se han glorificado de forma más pura que en este ciclo que temáticamente también forma una unidad, en los aspectos populares, religiosos, «dramáticos», elegiacos, idílicos. Cierto que en este ciclo —a diferencia de La Novia vendida— se habla un «dialecto» musical, de modo que sólo alcanza su efecto emocional, exaltante y conmovedor dentro de su país. Pero Smetana consigue realizar en esta obra el sueño que tantos románticos quisieron hacer realidad: convertirse en los rapsodas de su gente. Si Smetana fue el protegido de Franz Liszt (y está perfectamente justificado definirle como tal, tanto en un sentido material como espiritual), Antonin Dvorak (1841-1904) mantiene, en cierto sentido, una relación idéntica con respecto a Johannes Brahms. Esto es perfectamente comprensible, pues Dvorak superó muy pronto la influencia de Wagner, como si se tratara de una enfermedad infantil (si bien en sus últimos años se reac-

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tivaron los gérmenes de dicha enfermedad), y dirigió su interés a las formas «absolutas» de la música. Compuso sinfonías, de ellas, la Sinfonía en Fa, núm. 3, y la Sinfonía en Re menor fueron compuestas antes de mediar la década de los setenta), cuartetos y quintetos de cuerda, música de cámara para piano y obras para piano, pero ni una sola sonata para piano. Sin duda, que Dvorak debe haberle parecido a Brahms el ideal del músico, algo que él siempre encontró inalcanzable, porque el pasado le abrumaba con todo su peso. El caso es que desde la perspectiva histórica se contempla a Dvorak como la promesa de una joven nación musical, y en su relación con Smetana parece ser tan afortunado como lo fue Schubert con Beethoven, teniendo en cuenta que ahora, con el desarrollo del movimiento romántico y la existencia de Wagner la situación había cambiado. Dvorak asumió la herencia de la música absoluta con toda su ingenuidad, y llenó sus -contornos con un tipo de música elemental y lozana, con un ritmo vivo y un sentido de la sonoridad finísimo; una música llena de aninación, sin caer en la vulgaridad. Bebió siempre en las fuentes de la danza folklórica eslava, al igual que Brahms había bebido en las de la música alemana; la única diferencia consiste en que en Dvorak todo era fresco e inteligible, mientras que en Brahms todo tenía una sobrecarga de añoranza o de reverencia mística. Dvorak fue un artista mucho menos encasillado en su región que Smetana; si bien compuso polkas, dumkas y 'fuñantes', también escribió valses y mazurkas; y junto a sus dúos de Moravia y sus coros eslovacos masculinos, están sus danzas eslavas para piano a cuatro manos (Opp. 46 y 72) y sus rapsodias (Op. 45) para orquesta. Se interesó por las canciones populares de todos los pueblos eslavos, incluso durante los últimos años de su vida; la canción popular influyó secretamente en su proceso inventivo, si bien durante su última década, en su sinfonía «clasico-romántica» coloreada de nacionalismo, se aproxima al poema sinfónico neorromántico, mucho más descriptivo. Tal vez sea en las canciones y coros donde logra sus mejores acentos; y una de sus obras más profundamente sentidas es el Stabat Mater (1876-1877), con la que alcanzó un gran éxito en Inglaterra y fue espejo de los oratorios académico-victorianos. Nada tiene de raro que un músico tan fluido e inspirado intentara el género de la ópera, pero tampoco es de extrañar que un músico tan «candoroso», tan poco «intelectual», no pudiera llegar a ser un dramaturgo original. Sólo una pequeña parte de su actividad creadora queda dentro de los límites que se ha marcado la presente obra. Una historia de la música que abarque el período más reciente tendría que ocuparse detalladamente de Dvorak, y demostraría que su posición histórica al final del período romántico, al inicio de la gran feria musical que anunciaba dicho final, no era tan feliz y despreocupada como a primera vista pudiera parecer. También Dvorak fue un músico que nació tarde. Junto con Smetana fue el fundador de la música checa, pero ambos compositores brillan en solitario y no pueden ya fundar una escuela. El desarrollo posterior de la música va a seguir por otros derroteros.


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Rusia También en la música rusa del período romántico —o mejor dicho, en la música rusa del siglo xix— se pone de manifiesto la paradoja del nacionalismo musical: la corriente nacional es joven, pero llega tarde y encuentra su lugar en un largo proceso de desarrollo dentro de las naciones-musicales más antiguas. La situación tiene cierto parecido con la de los pueblos salvajes que entran en contacto con la civilización europea y se encuentran de repente con que tienen que servirse de los logros de una civilización que no es la suya, como pueden ser los fusiles y el «aguardiente». En tales casos siempre ha habido una fracción que se ha resistido tenazmente a toda influencia exterior, mientras que otros se han zambullido de lleno en la corriente extranjera, y un tercer grupo ha buscado el compromiso. Lo mismo ha sucedido en la historia de la música. En el caso de Rusia, la única diferencia es que no hubo un primer grupo. El terreno musical que sirvió de sustento para el desarrollo de una nación musical en este pueblo, dotado para la música consistía en un vasto repertorio de melodías populares, diferenciadas por regiones, inconmensurablemente rico, y en una liturgia de carácter sumamente festivo procedente de fuentes bizantinas y orientales. Ya hemos indicado al principio de esta obra que desde la época de Pedro el Grande este terreno fue totalmente invadido, al menos en San Petersburgo, su portón de entrada occidental, y en los círculos más aristocráticos o «más cultivados». Durante todo el siglo XVIII Rusia fue una provincia de la música operística italiana, y el espíritu italiano penetró incluso en la música religiosa más refinada con la obra de Maxim Beresovsky (1745-1777) y Dmitri Bortniansky (1751-1825). Se sucede una serie ininterrumpida de compositores italianos que trabajaban en San Petersburgo, empezando por Francesco Araja {La ¡orza dell'amore e dell'odio, 1736): Manfredini, Galuppi, Traétta, Paisiello, Sarti, Cimarosa, Martin. En el primer cuarto del siglo xix, Clementi y Tohn Field llevan a la aristocracia de San Petersburgo su arte virtuoso y expresivo; además, sobre todo entre los aristócratas, se cultiva la composición como pasatiempo dilettante: variaciones y bagatelas para piano, «romanzas», canzonettas, y demás modalidades de la canción. En 1798, Pablo I cierra las puertas de la ópera italiana por un breve período, pero pronto vuelven a abrirse. Como ya hemos dicho, el director de la Opera Imperial era el veneciano Catterino Cavos (1776-1840), que con suave tacto supo proveer de música dramática a las tres compañías de ópera de San Petersburgo —la italiana, la francesa e incluso la rusa—. Pero cuando trabajó sobre temas rusos, como ocurre con su versión de Donauweibchen, de Kauer, bajo el título de La ninfa del Dniéper (1803), en Ilya el héroe (1807), y en I van Sussanin (1815), obra que se tuvo como modelo de ópera nacional hasta la época en que apareció la obra maestra de Glinka, el resultado fue siempre un tipo de música italiana, a pesar de que, ocasionalmente, utilizara melodías populares rusas. En cualquier caso, el entusiasmo ruso por la música italiana no puede explicarse enteramente por «la pasividad del carácter ruso», por su capa-

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cidad para recibir todas las influencias extranjeras, sino que debe basarse en una afinidad dentro del ámbito sensual, en la añoranza que siente la gente del Norte de realizarse en algún aspecto de lo sureño, nostalgia que es romántica. El único predecesor ruso de Glinka digno de memoria es el inspector musical del Teatro Imperial de Moscú, Alexis Nikolaievich Verstovsky (1799-1862). Pan Tvardovsky (1828), Vadim, o las doce vírgenes durmientes (1832) y, sobre todo, La tumba de Askold (1835), obra que no había perdido fuerza ni aún en la generación de Rimsky-Korsakov, son los títulos de tres de sus seis óperas. Sin embargo, Verstovsky, con su encantador dilettantismo, su imitación ingenua de los modelos francés e italiano, fue sólo un precursor. El verdadero fundador de la música nacional rusa fue Michael Ivanovich Glinka (1804-1857), con sus dos óperas, Una vida por el zar (1836) y Russlan y Ludmilla (1842), con sus oberturas y sus canciones. Su muerte prematura impidió que fuera también el fundador de una música sacra rusa que fuera a la vez moderna y nacional. Glinka fue el primer compositor ruso no dilettante, si bien empezó siéndolo. Se asemeja a Smetana en tanto en cuanto conecta con Europa en todo lo referente a los temas musicales, pero no se sintió nunca inclinado a entregarse por entero a la música europea, y aunque hubiera podido componer obras para la gran ópera de París, declinó el encargo. La enfermedad le hizo fijar su residencia muchos años en Italia (18301834) y en España (1845-1847), pero, a diferencia de Meyerbeer u Otto Nicolai, estas experiencias extranjeras acercaban cada vez más su espíritu a su patria rusa. Siguiendo la idea que le había llevado a preparar una colección de melodías de la Pequeña Rusia (ucranianas), en España se dedicó a recuperar las tonadas populares auténticamente españolas, libres de italianismos, y ello le llevó a componer dos oberturas, Jota Aragonesa y Souvenir d'une Nuit d'Eté a Madrid muy superiores por su originalidad a todo lo que anteriormente habían escrito los propios compositores españoles. La primera de estas oberturas, que en un principio se llamó Capriccio Brillant, consta de un conjunto de variaciones en un ritmo de danza brillante, y la segunda es una transcripción sinfónica de dos seguidillas castellanas. Posteriormente, en Rusia, hizo un trabajo semejante al realizado en España con la música incidental para la tragedia de Kukolkin El príncipe Cholmsky, y en su fantasía orquestal sobre dos canciones populares rusas, la una con música de danza y la otra una canción de bodas, que se conocen mundialmente bajo el título de Kamarinskava. El rasgo distintivo de estas obras sinfónicas no es sólo su brevedad y su vivacidad melódica, sino más que nada lo que podría llamarse contrapunto orquestal. Glinka fue uno de los grandes maestros del colorido orquestal, equiparable a Berlioz, independiente de él (aunque personalmente se conocían), y superior a éste en la calidad de sus efectos, aparentemente no intencionada. Sin embargo, es en sus dos óperas donde Glinka ejerce una verdadera influencia de carácter nacional. Cada una de ellas hizo vibrar una nota que ha reverberado en toda la ópera rusa y no sólo en la ópera, hasta


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bien entrado el siglo xx —la nota de lo nacional y lo legendario—. Pero ambas óperas tienen el toque de la canción popular y son modernas a la vez. Por un capricho irónico de la historia el libreto de la ópera nacional Una vida por el Zar se debe a la pluma de un escritor alemán, el barón ('.. F. Rosen, y la música de esta ópera antipolaca corresponde a un autor cuya sangre no era «rusa de pura cepa», pues por las venas de Glinka corría sangre polaca. El argumento era el mismo que el de lvan Sussanin, de Cavos; un granjero ruso sacrifica su vida para salvar a su príncipe, el primer Romanoff, de caer prisionero en manos de los espías de los invasores polacos —cuatro breves actos y un epílogo estimulante y festivo con el júbilo de todo el pueblo y el tañer de las campanas. Sobre todo en esta escena final con todo su complicado aparato de tres coros, orquesta, dos conjuntos de viento, fanfarrias de trompetas y campanas en el escenario, Glinka adelantó el modelo para escenas similares en Borodin y en Muso igsky, y en la melodía de los tutti, que hace las veces de un tema de rondó, parecen oírse las reverencias ceremoniosas y profundas de todo un pueblo. Pero la ópera no tiene pretensiones bizantinas. Las personas son personas sencillas que están representadas en el coro y en unos pocos personajes: lvan y Vania, un muchacho huérfano adoptado por lvan. Sólo en la caracterización de los dos amantes, la hija de lvan y su prometido, Glinka sucumbe a su época, ya que se trata de caracteres fuertemente «italianizados». Desde el punto de vista musical, la ópera tiene, asimismo, rasgos italianizantes, pues conserva la separación entre el recitativo y los números «cerrados», y cuenta con pasajes de cantilena y de coloratura. Pero lodo ello es sólo un matiz que comparado con todo lo «ruso» apenas destaca; los lenguajes populares, sencillos en ritmo y melodía, resaltan con nuyor viveza al contrastarlos con los rasgos «polacos», pues Glinka caraclerizó a los soldados polacos y a su jefe sin ninguna animosidad y despreocupadamente, utilizando polonesas, cracovianas, mazurkas y demás ritmos nacionales. Si se considera que en este mismo año de 1836 se estrenaron los Huguenots, de Meyerbeer, y Le Postillón de Longjumeau, ópera ligera de Adolphe-Charles Adam, uno de los imitadores de Auber, se aprecia mucho mejor la total naturalidad, la finura sin artificios, y el sentimiento sin sentimentalismos que son los rasgos dominantes de la ópera de Glinka. No menos significativa es su segunda ópera Russlan y Ludmilla en la que, por vez primera, toma el argumento de uno de los poemas de Pushkin, venero romántico de tantos dramas rusos. Se trata de una leyenda dramática a la que justificadamente se ha comparado con Oberon, de Weber. La transformación del poema épico en un libreto adolece también en este caso de una inspiración dramática pobre y ambas óperas tienen la incoherencia de ser una sucesión de cuadros brillantes. Pero en ambas se da la misma secuencia llena de color y fantasía de las escenas nacionales o regionales. La mezcla de lo fantástico con lo cómico (el dúo entre el desatinado caballero Farlaff y la hechicera Naína) es también una reminiscencia de Oberon. Más aún, el elemento «ruso» se mezcla con occidentalismos que son sólo brillantes, algo que se siente de inmediato al escu-

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char la obertura, toda ella demasiado resplandeciente. Pero junto a estos rasgos hay otros como un coro de hechura nacional en compás de 5/4, un coro-danza «persa», un frenético ballet caucasiano, además de lenguajes armónicos nuevos, como el empleo de la escala cromática para describir lo sobrenatural. Glinka descubrió en esta ópera el Oriente ruso y lo captó con los tonos mágicos más delicados. Así como Una vida por el Zar obtuvo un gran éxito, Russlan y Ludmilla fue un estruendoso fracaso y, sin embargo, es ésta una obra en la que Glinka se adelanta muchos años a su tiempo. Como en el caso de Smetana, no se libró de la suerte del profeta en su tierra, de modo que abandonó la idea de componer el drama musical Los ladrones del Volga o Doble boda (según la obra del Príncipe Shakhovskoi). El verdadero héroe de su obra hubiera sido, una vez más, el pueblo ruso, como lo fue antes en Una vida por el Zar y lo sería más tarde en Boris Godunov, de Musorgsky. En San Petersburgo y en Moscú los balbuceos de la ópera nacional sucumbían, una vez más, ante la riada italianizante, de tal suerte que Una vida por el Zar, de Glinka, se fue deteriorando, dada la indiferencia con que se trataron las sucesivas representaciones, hasta alcanzar el nivel de ópera de circunstancias con la que era tradicional abrir oficialmente la temporada de ópera, mientras que Russlan y Ludmilla nunca volvió a reponerse. El cambio no se produjo hasta entrados los años sesenta. Abrió el camino Alexander Sergeyevich Dargomijsky (1813-1869), un músico que se sitúa entre Glinka y la generación siguiente, uno de esos «dilettantes» que tan importante papel desempeñan en la historia de la música rusa. Dargomijsky trabó conocimiento con Glinka en el invierno de 1833-1834, y más tarde éste le entregó las anotaciones que había tomado cuando estudiaba en Berlín con S. W. Dehn, y éstos eran los únicos conocimientos que Dargomijsky poseía sobre la estricta disciplina de la composición. Contrastando con la versatilidad de Glinka, Dargomijsky fue un compositor casi exclusivamente «vocalista» interesado únicamente en la palabra entonada, es decir, en la canción y en la ópera. Sólo al final de su vida empezó a componer algunas obras instrumentales que más bien habría que calificar como frivolidades sinfónicas: una danza cosaco polaca (Kasatshok), un cuento de hadas ruso (Baba Yaga, o Desde el Volga a Riga), y una Fantasía finlandesa, scherzi orquestales en los que es fácil identificar los prototipos de muchas obras posteriores de Musorgsky, Rimsky-Korsakov, o Anatol Liadov, sugeridos por el paisaje o las leyendas nacionales. No hay duda de que existe cierta relación entre Dargomijsky y Berlioz, sólo que en aquél el elemento occidental apenas si incide en su obra, a pesar de que visitó París, Bruselas y Londres a lo grand seigneur, y aun cuando empezó su carrera de compositor con Esmeralda (terminada en 1839, pero que no se estrenó hasta 1847), ópera al estilo de Hérold o Halévy, sobre la tormentosa novela romántica de Víctor Hugo. La cantata u ópera-ballet El triunfo de Baco, según Pushkin, no llegó a estrenarse; de modo que en su producción dramática tiene lugar un vacío que él llena componiendo romanzas o canciones coloristas, sentimentales y a veces satíricas (véase


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páginas 192 y siguientes), que hacen de Dargomijsky un precursor y modelo de Musorgsky. Finalmente, en 1855, utilizando el texto de un drama que Pushkin dejó inacabado, Dargomijsky compuso su Russalka (estrenada en 1856), que cabría calificar de ópera romántica un poco a la manera de las de Hoffmann o de Undine, de Lortzing: se trata de la misma trágica leyenda del caballero desconfiado que camina hacia su destrucción de la mano de un ser élfico. Pero la combinación musical es nueva en parte: los coros de campesinos hablan el dialecto ruso, la ceremonia de la boda es mucho más vivida, y en vez de la comedia filistea de Lortzing o del anhelo romántico de Hoffmann hay aquí un humor bronco que es genuino y —sobre todo en la figura del viejo molinero loco— un tipo de realismo muy crudo. Mientras que las óperas de Glinka acusaban todavía ciertos vestigios de italianismo, las de Dargomijsky, partiendo del espíritu del lenguaje ruso, desarrollan un nuevo tipo de canción discursiva llena de carácter, en la que la paleta armónica contiene matices nuevos y libres —lo suficientemente nuevos como para que sus contemporáneos negaran a esta obra el éxito incondicional que no alcanzó hasta después de 1865. Después de que, en 1860, Dargomijsky abandonara, nada más comenzarla, una ópera cómica, en los últimos años de su vida empezó a pensar en una nueva obra: El convidado de piedra, que eventualmente concluirían César Cui y Rimsky-Korsakov, sobre la leyenda de Don Juan y Doña Ana en la versión de Pushkin. Dargomijsky puso música al drama de Pushkin palabra por palabra, cual si fuera una ópera-diálogo, casi sin ninguno de esos pasajes de descanso que se derivan de las formas «cerradas», una ('¡pera que dependía enteramente del nuevo tipo de recitativo ideado por Dargomijsky, sin intentar en ningún momento la unidad sinfónica o la unidad de motivos al estilo de Wagner. Se trataba de un experimento, de ese tipo de experiencias que en la jerga artística se llama «pieza de estudio» —ineficaz e ininteligible para el gran público, pero digna de recordar como punto de partida hacia algo nuevo. Desde 1859 en adelante la casa de Dargomijsky fue lugar de encuentro de un círculo de jóvenes músicos representantes de la música nacional rusa de la segunda generación, cuyas vidas se dilatan más allá de los límites de la presente obra: Mili Alekseyevich Balakirev (1837-1910), César Antonovich Cui (1835-1918), Alexander Porfirevich Borodin (18331887), Modest Petrovich Musorgsky (1839-1881), y Nikolai Andreyevich Rimsky-Korsakov (1844-1908). La situación característica de una nación musicalmente joven encuentra su expresión en el hecho de que este grupo se apartaría del gran círculo de la vida musical rusa y enarbolaría como bandera el más estricto nacionalismo. La dirección que habría de tomar esta lucha no estaba determinada en absoluto, de forma que el grupo no era ni mucho menos unitario. No sin humor Rimsky-Korsakov ha descrito en su autobiografía cómo Balakirev, que actuaba de líder o capitán de la tropa, y Cui, que hacía de asesor erudito y llevaba los debates, miraban con cierta condescendencia a Borodin, Musorgsky e incluso al joven Rimsky. Únicamente estaban unidos en su oposición al germanófilo Antón Ru-

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binstein (1829-1894) de tendencias internacionalistas, que había fundado en 1859 una asociación de conciertos, la Sociedad Musical Rusa, tomando como base un programa alemán, y un Conservatorio, en 1862, que contaba únicamente con profesorado alemán. Rubinstein, que era uno de los grandes virtuosos de su tiempo y un compositor instruido —al igual que Glinka, había sido alumno de S. W. Dehn— sólo sentía desdén hacia esta hueste de «amateurs». El caso es que todos los miembros del grupo, a excepción de Balakirev, eran músicos sólo incidentalmente: Cui era una autoridad en la construcción de fortificaciones; Musorgsky era funcionario público; Borodin era físico y químico; y el mismo Rimsky-Korsakov, el único que sintió la necesidad de obtener una formación más disciplinada, fue en un principio oficial de navio. No puede uno por menos de recordar a E. T. A. Hoffmann, que, durante toda su vida, supo simultanear su carrera artística con su posición oficial. El portavoz del grupo fue el periodista Vladimir Vassilievitch Stassov (1824-1906), que posteriormente fue biógrafo de todos ellos. Sin estar en la oposición, pero sin pertenecer tampoco de lleno al círculo, estaba el crítico y compositor Alexander Nicolaievitch Serov (1820-1871), uno de los primeros y más apasionados defensores de la escuela neogermana en Rusia, partidario de Liszt y, sobre todo, de Richard Wagner, con quien mantuvo cierto trato personal, hecho que no le impidió componer tres óperas decididamente no-wagnerianas. Escribió Judith, drama bíblico, y una gran ópera, Rogneda, obras ambas que pueden calificarse como composiciones al estilo chillón de Meyerbeer. Posteriormente compuso un drama rústico sobre la obra de Ostrovsky (El poder del Maligno), donde el matiz popular se interpreta e imita de una forma puramente intelectual. Pero hasta Serov trató de rusificar las influencias occidentales. No es tarea ni intención nuestra ofrecer la historia de la música rusa; sólo nos podemos ocupar de los cinco músicos que reciben el apodo de «La banda invencible», y únicamente en tanto en cuanto tengan cierta relación con el movimiento romántico. Estas relaciones son muy extrañas en el caso del semifrancés Cui, que como compositor de óperas tomó sus argumentos de las fuentes románticas: Cautiva en el Cáucaso (1859), de Pushkin, William Ratcliff (1869), de Heine; Angelo (1876), de Hugo —pero fundamentalmente no fue un dramaturgo. El carácter intimista de su expresión, y el exquisito acabado de su obra no se compadecen con la teatralidad de los argumentos. Como compositor de canciones y piezas para piano se expresó a un nivel más alto. Por el contrario, Balakirev siguió muy de cerca los pasos de Glinka, de cuyas oberturas española y rusa se hizo eco en sus propias oberturas sobre motivos de marcha españoles, en las tonadas rusas (tres canciones populares), en los temas checos, y en sus poemas sinfónicos Russia y Támara, proyectados, según la forma de hacer de Liszt, pero con una fuerza inventiva y de instrumentación mucho más elementales. En la fantasía para piano Islamey, Balakirev —como ya hiciera Glinka en Russlan y Ludmilla—, se adentró en el fantástico y lejano Oriente. Puede hablarse de una extraña relación con el movimiento romántico debido a la circunstancia de que Balakirev, a principios de los


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años setenta y tras el fracaso de su «Escuela de música libre», se dedicó de lleno al misticismo religioso y, a partir de entonces, sólo en raras ocasiones volvió a componer. Es en la obra de Alexander P. Borodin donde mejor se plasma la «juventud» del movimiento nacional dentro del romanticismo, la relación peculiar de las nuevas naciones musicales con el viejo Occidente. No es una obra extensa: Borodin, hijo ilegítimo de un príncipe georgiano, alegre, independiente, de corazón bondadoso, a quien sus numerosísimas obligaciones le impedían dedicarse a la composición, había de ser obligado siempre a concluir sus obras. En esencia, son sólo dos sinfonías, un poema sinfónico, dos cuartetos de cuerda y una ópera. Excepción hecha de una tercera sinfonía que dejó a medio terminar a su muerte, el resto son sólo obras de carácter menor. Pero tratándose de un gran maestro mucho depende no ya de la calidad, sino de la cantidad. En opinión de Philip Heseltine: «En lo que respecta a la forma sinfónica tradicional, el artífice del último cuarto del siglo xix no fue Brahms, sino Borodin» 59. La comparación es válida en tanto en cuanto Borodin, a pesar de toda su admiración por Liszt, fue un músico puro, un músico «absoluto». Hasta los exégetas o intérpretes más celosos encontrarían difícil la tarea de leer en sus sinfonías y cuartetos un programa poético. Pero así como Brahms había heredado de Beethoven y Schubert el arte de la sinfonía y de la música de cámara, y era dado a componer una música que se «relacionaba» conscientemente con la de éstos, Borodin escribía sus sinfonías y cuartetos sin preocuparse del pasado y plenamente consciente de ello. En este sentido se parece más a Bruckner: Brahms fue un compositor postumo; Borodin y algunos músicos nacionalistas más, fueron jóvenes. No es que Borodin estuviera libre de antecedentes en mayor medida que Brahms. Por ejemplo, su primer cuarteto se relaciona a sabiendas con un motivo de uno de los últimos cuartetos de Beethoven (Op. 130. Finale), y no le faltaba razón a Musorgsky al calificar su primera sinfonía como la «Heroica rusa», pues contiene el sello heroico de Beethoven y la calidad rítmica de Schumann, aunque todos estos elementos se funden con la expresión personal y genuina del compositor. Ahora bien, en la Segunda Sinfonía (en Si menor) y el Segundo Cuarteto de cuerda (en Re mayor), Borodin acertó a componer dos obras tan frescas y directas, tan llenas de color y viveza, como no había ya en los países de tradición musical más antigua ningún otro compositor capaz de conseguirlo. Lo que aquí se califica de viveza es una calidad de invención melódica que hunde sus raíces en los intervalos, el ritmo y —no se olvide—• en la ornamentación de la canción popular ruso-oriental, en la mezcla de lo bárbaro y lo íntimo, en el contraste, en la repetición primitiva, y en la instrumentación clamorosa. La grandeza musical de Borodin se comprueba con mayor claridad en su única ópera, postuma, que concluyeron Rimsky-Korsakov y Glazunov, 59 He tomado la cita de la monografía Borodin, the Composer and his Music, de Gerald H. Abraham (Londres, 1927), pág. 175.

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el Príncipe Igor, en la que trabajó desde 1871 hasta su muerte. La fuerza dramática de esta ópera es muy endeble. El propio Borodin, con la ayuda de Stassov, se ocupó de recopilar el prólogo y los cuatro actos que le siguen a partir del antiguo Relato de la campaña de Igor, monumento literario que se supone pertenece al siglo xn. En 1185 los rusos chocaron con un pueblo nómada, los polovetsianos, y sufrieron una terrible derrota: Igor y su hijo cayeron prisioneros, y Yaroslavna, la esposa de Igor, quedó en manos de un villano traidor. Para darse cuenta de la falta de sentido dramático de Borodin baste decir que dicho villano, de nombre Galitzky, no vuelve a aparecer después del primer acto. El final feliz se consigue convirtiendo al jefe bárbaro en un hombre tan bondadoso de corazón como un oso domado. Pero la maravilla ocurre, lo mismo que en la primera mitad del segundo acto de Don Giovanni, de Mozart, cuando la acción se detiene y se llena de trivialidades dramáticas —un vacío que se salva por la música. Algo que también resuelve con acierto Borodin en escenas colmadas de profundo sentimiento y naturalidad, que son a la vez dramáticas y arioso, en los coros que expresan la psicología de gentes extrañas y en los fragmentos orquestales que, por vez primera, captan la sonoridad del oriente ruso, esa tierra profundamente medieval. La simple mención de los pasajes que, según testimonio de Rimsky-Korsakov, Borodin concluyó y orquestó, equivale a hacer una relación de auténticas obras maestras: «el primer coro, las danzas Polovetsianas, el lamento de Yaroslavna, el recitativo y la canción de Vladimir Galitzky, las arias de Kontshak, de Kontshakcovna, y de Wladimir Igorevich, y el coro final». Era una nueva forma de romanticismo, muchísimo menos sofisticado, en que los atavíos eran auténticos y no una mascarada. El más original, si bien no exactamente el menos complicado del grupo, fue Modesto P. Musorgsky. Es muy significativo que fuera el único que no visitó Occidente y que nunca abandonó Rusia. Lo cierto es que la única vez que interrumpe su breve vida de bohemio en San Petersburgo es con ocasión de un viaje al sur de Rusia. Su forma de vida parece una extraña variante rusa de la manera de vivir de Schubert: compartiendo la vivienda de uno u otro de sus amigos, sin cuya contribución desinteresada no hubieran llegado a nosotros ni siquiera las composiciones fragmentarias que dejó al morir. Estas obras alcanzan en las canciones (véase página 194) y en las óperas su punto culminante. Sus composiciones para orquesta y para piano, como ocurre con Dargomijsky, son de carácter secundario salvo dos excepciones. El poema sinfónico Una noche en el Monte Pelado es un eco fantástico de la Danza macabra, de Liszt. Cuadros de una exposición, para piano (1874), es el equivalente humorístico y demoníaco del Carnaval, de Schumann, si bien acusa más la forma cerrada (cabría decir que es un rondó con tema variado y episodios alternos) y es mucho más rica en sus cambios de expresión en virtud del escueto realismo de cada uno de los «cuadros». Realismo es el calificativo que muchos comentaristas aplican a la individualidad de Musorgsky. Lo cierto es que en muchos aspectos él niega el romanticismo, pero al mismo tiempo siguió siendo un romántico, rasgo


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que se revela en la elección del argumento de sus óperas. Empezó, en 18631866, con Salambó, según la famosa novela de Gustave Flaubert, de la que no le atrajo tanto el aspecto humano de los personajes como la combinación de barbarie y refinamiento, el aspecto africano del escenario. Aspecto que se aprecia en algunos fragmentos, como el coro de mujeres orientales y en algunas escenas. A esta obra sigue, en 1868, La boda. Entre tanto, El convidado de piedra, de Dargomijsky, se daba a conocer al círculo de sus amigos. Como el propio Musorgsky señaló, La boda fue un «experimento con vistas a una música dramática en prosa»; es decir, empezó a poner música al diálogo, palabra por palabra, de una comedia de Gogol. Llegó a concluir cuatro escenas del primer acto en un estilo que podría denominarse recitativo accompagnato buffo: lo que Dargomijsky había hecho con los apasionados versos de Pushkin se aplicaba ahora de una forma todavía más delicada y flexible a la rápida prosa de Gogol, lo cual venía a significar la negación de toda la actitud «heroica» romántica; pero tampoco faltaban los elementos fantásticos y sobrenaturales en los que Gogol siempre ha destacado. Al igual que se ha llamado a Gogol, con cierta justicia, el E. T. A. Hoffmann de Rusia, también Musorgsky podría llamarse el Gogol de la música. Finalmente, en 1868-1872, Musorgsky compuso su obra maestra en el género de la ópera: Boris Godunov, que subtituló «drama popular musical». ¿Cómo clasificarla? Se trata de una «historia» musical, que tal vez sea comparable a los dramas históricos de Shakespeare. Nos introduce en el tormentoso período anterior a 1600, en una generación previa a la que Glinka se refirió en su primera ópera; nos lleva a la época en que un usurpador se apropia del trono de Moscú y es a su vez destronado por otro usurpador, el «falso Demetrio». Se trata, una vez más, de un argumento tomado de Pushkin, de una obra dramática que parece casi una sucesión de cuadros que ni el mismo Musorgsky, ayudado por sus amigos, consiguió reducir a las dimensiones de un verdadero drama. Su endeblez no se debe al drama, en el sentido operístico convencional. De hecho, las escenas polacas intercaladas que proporcionan una música instrumental brillante y culminan en un dúo apasionado le dan la apariencia de «gran ópera» y un aire extranjero al conjunto. Con todo, lo más importante de esta ópera es el aspecto psicológico de la caracterización del héroe, del resto de los personajes y del pueblo, al que no se le trata como una masa, como un «coro». Nada hay más auténtico, menos operístico, más enternecedor —habría que retrotraerse a Monteverdi— que la escena del «reloj mecánico» que sintoniza su tic-tac con los escrúpulos de conciencia del usurpador. El resto de los personajes se representa con idéntica fuerza: el viejo y venerable monje que escribe en su celda la historia de Rusia, el fraile mendicante borrachín, la burda can\ tinera, el aya maternal, los hijos del usurpador, el noble gentil y trampoVso, el idiota —-componentes todos ellos de un pueblo, el ruso—. Los meI dios de que se sirve Musorgsky para conseguir su caracterización son primitivos y elaborados a la vez. Felizmente no tenemos que participar en la

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controversia sobre el «dilettantismo» de Musorgsky, ni sobre la justicia o injusticia de revisar sus obras para eliminar sus «imperfecciones». Posteriormente, en carta dirigida a Vladimir Stassov (25 de diciembre de 1876), Musorgsky nos da cuenta del principio que había seguido: «... Sabe usted que antes de Boris yo ponía todo el énfasis en las escenas populares. Por el contrario, la intención que ahora me anima se vuelve hacia la melodía que participa de la vida, no hacia la melodía clásica. Exploro el discurso humano y llego así a la melodía creada por este tipo de discurso, a la encarnación del recitativo en la melodía (exceptuando, claro está, los pasajes de la acción dramática en los que cada interposición puede ser importante). Cabría decir que se trata de una melodía justificada por el sentido. Esta clase de trabajo supone un goce para mí; de pronto, e inesperadamente, suena algo que se opone a la tan amada melodía clásica y que, no obstante, todo el mundo comprenderá de inmediato. Si alcanzara esta meta consideraría haber logrado una conquista artística...» Esta «melodía justificada por el sentido», es decir, por el carácter y la situación, se concibe enteramente por medio de una armonía cambiante y vital que, además, no evita las disonancias absolutas, las «mezclas», meras masas de color, las audacias que en tiempos de Musorgsky parecían errores imperdonables. Sin género de dudas, en la relación de la voz con la orquesta Musorgsky se parece a Verdi, pero no en la formación de la melodía. Asimismo, era lo más opuesto a Wagner: a ambos los odiaba. Tras el estreno de Boris, Musorgsky empezó a languidecer como artista y como hombre; buscó consuelo a su soledad en la bebida y no llegó a terminar ninguna de sus obras posteriores. De 1872-1880 trabajó en una segunda «historia» cuya acción transcurría un siglo después, hacia 1682. El argumento trata de las luchas de la antigua Rusia, protagonizadas por el príncipe Khovanchin contra el joven zar Pedro, y de aquí el título de Khovanchina. Se trata, una vez más, de una mezcla de elementos operísticos y folklóricos: los matices básicos eran la Rusia primitiva y salvaje, lo «occidental», e incluso lo «alemán» en un sentido etnológico estricto. Su última obra La Feria de Sorotchinzk (1875-1880) recurre de nuevo a Gogol, esta vez en una comedia rústica que transcurre en la Pequeña Rusia —un nuevo colorido regional qué incorpora un matiz más con la música zíngara. Involuntariamente se siente uno tentado a compararla con La novia vendida, aunque en este caso todo es más terrenal, más naturalista, más libre de presupuestos o así hubiera sido, de haberla concluido. Musorgsky fue un revolucionario. Poco antes de morir escribió un bosquejo autobiográfico donde decía: «Musorgsky no pertenece a ninguna de las tendencias musicales hoy vigentes ni en el carácter de sus composiciones ni en sus ideas sobre la música. Su credo artístico puede formularse derivándolo de sus conceptos sobre los deberes del arte: el arte es un medio para comunicarse con los seres humanos, no un fin en sí mismo. Este principio determina toda su actividad creadora. Convencido de que el discurso humano está gobernado por leyes estrictamente musicales (Virchov, Gervinus) considera que el deber de la música es ser la reflexión tonal no sólo de los arranques sentimentales sino también de las vibracio-


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nes del discurso humano. Reconoce, ciertamente, que en el terreno musical los reformadores como Palestrina, Bach, Gluck, Beethoven, Berlioz y Liszt han puesto de manifiesto las leyes del arte. Pero no sostiene que tales leyes sean irrevocables, más bien cree que son susceptibles de progreso y cambio...» Todo ello suena como muy antirromántico, y su referencia a Virchov y al reseco Gervinus, el gran santón de las letras alemanas, es tan significativa como la relación de los compositores a quienes considera reformadores de la música. Se cuenta que en una ocasión en que Musorgsky tocaba para Borodin el primer movimiento de la Sinfonía en Mi bemol mayor de Schumann, se detuvo antes de la sección de desarrollo e hizo la siguiente observación: «Bueno, aquí comienza la matemática musical.» Pues para Musorgsky no existía el arte por el arte; nunca compuso una sola sección de desarrollo. Odiaba a Chopin, el compositor de salón; era un expresionista; su arte se dirigía directamente a los oyentes, al «pueblo». Y precisamente en este aspecto, fue un romántico. El último y más joven del grupo de los Cinco, que dedicó muchos años de su vida a sacar a la luz las obras de Musorgsky, fue N. A. RimskyKorsakov. Fue el único de su grupo que, en sus treinta años, sintió la necesidad de dominar todos los medios de la composición musical, y sometió a revisión todas las obras que previamente había compuesto. RimskyKorsakov fue un maestro de su arte. Fue también el único que en sus úliimos años, a partir de 1888, en que se estrenó en San Petersburgo El anulo del Nibelungo, no se resistió tenazmente a la influencia de Wagner. (üerto que esta influencia se limitó a la música: ninguno de los Cinco pretendió, como lo hizo Wagner, invocar al hombre total, ninguno quiso reKenerarlo ni «redimirlo». Fueron románticos, pero no neorrománticos. Rimsky-Korsakov no se retrotrajo a los grandes mitos rusos, sino a los cuentos de hadas, a los que —sobre todo, a partir de 1893— engalanó con el colorido más brillante y luminoso. Fue romántico en tanto en cuanto fue uno de los grandes maestros del color, tan independiente de Berlioz en este aspecto como lo fue de Wagner, incluso en sus últimos años. También Rimsky nos ha dejado una referencia de su arte en el comentario que hace a su Capriccio Espagnol (1887), obra que él califica como una composición que sólo es «efectiva y puramente superficial, de un colorido centelleante y animado». Y añade: «Es errónea la opinión que se ha hecho corriente, en los críticos y en el público, en el sentido de que el Capriccio es una obra muy bien orquestada: el Capriccio es una espléndida composición para orquesta. El cambio de la calidad tonal, la acertada selección de las líneas melódicas y de las figuraciones secundarias que se corresponden siempre con las características del instrumento que las interpreta, las cadencias ligeramente virtuosistas de los instrumentos solistas, el ritmo de la percusión, etc. -—todo ello configura la verdadera naturaleza de la composición, no simplemente su vestidura orquestal.» Rimsky-Korsakov encarnaba la conexión entre la generación de los Cinco y la siguiente, que en su mayoría se beneficiaría de sus enseñanzas, como es el caso de sus alumnos favoritos Glazunov y Stravinsky; y en

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cuanto a su obra de creación queda, en gran parte, fuera de los límites de este libro. Lo mismo puede decirse de la obra de Peter Ilich Tchaikovsky (1840-1893), aun cuando una buena parte de su producción más importante viera la luz antes de 1880: cinco de sus seis sinfonías (1866, 1873, 1875, 1878, 1880), el poema sinfónico Romeo y Julieta (1869), tres cuartetos (1871, 1874, 1876), el concierto para piano en Si bemol menor (1874), y la ópera lírica Eugene Onegin (1878, estrenada en 1879). Tchaikovsky se mantuvo apartado del grupo de los Cinco, si bien sus relaciones con la mayoría de los miembros eran buenas e incluso llegó a dedicar dos de sus poemas sinfónicos a Balakirev. Había sido discípulo de Antón Rubinstein. A partir de los veintiséis años abandonó San Petersburgo y se trasladó a Moscú, donde compuso la mayor parte de su obra. Preciso es contrastarlo con cuatro de los Cinco —exceptuando a Rimsky-Korsakov— por cuanto su producción, aunque a primera vista parece versátil, no destaca en el género vocal, sino en el género instrumental o sinfónico. Junto a sus sinfonías y conciertos compuso, asimismo, oberturas y poemas sinfónicos con tanta soltura como Dvorak: las fantasías orquestales La tempestad y E ranee sea da Rimini, la obertura festiva 1812, el poema sinfónico en cuatro movimientos Manfredo, y la fantasía-obertura Hamlet; pero esencialmente fue un compositor de música absoluta. Tchaikovsky llenó, hasta rebosar, con todo un programa de sentimientos, su música puramente instrumental. Tomemos, por ejemplo, el «programa» de su Sinfonía en Fa menor, según él lo explica en una carta a su protectora Mme. von Meck: La Introducción constituye el germen de la sinfonía toda, la idea de la que depende todo lo demás —el Destino inalcanzable, ineludible—. La desesperación y el desencanto se agigantan... al fin nos vence un dulce y tierno sueño que, poco a poco, se adueña del alma; pero era sólo un sueño, y el Destino nos hace despertar. De suerte que la vida es una alternancia persistente de la dura realidad con sueños que se desvanecen, y un aferrarse a la felicidad. El Segundo Movimiento expresa una nueva fase del sufrimiento: la melancolía que nos embarga cuando los recuerdos se agolpan en nosotros. A pesar de los momentos felices, uno se lamenta del ayer y se siente demasiado cansado para empezar a vivir otra vez; es más fácil permanecer pasivo y mirar hacia atrás; es triste y dulce hundirse en el pasado. El Tercer Movimiento es una sucesión de arabescos caprichosos que se suceden cuando la mente está vacía y la imaginación empieza a crear ideas intangibles: un campesino beodo, una breve canción callejera, un desfile militar. Las representaciones son inconexas, irreales, atropelladas y extrañas. El Cuarto Movimiento describe una fiesta campestre. Ante la alegría de los demás se olvida uno de sí mismo, pero el Destino inmisericorde reaparece para recordarnos quiénes somos. Los otros permanecen indiferentes a nuestra soledad y tristeza. La vida será soportable participando de estas hondas y sencillas alegrías.

Comoquiera que Tchaikovsky se dejó llevar por programas melodramáticos y sentimentales de este tipo, raras veces consiguió dominar totalmente la forma de sus creaciones, y puesto que era un neurótico, que se abandonaba sin reservas a sus efusiones líricas, melancólicas y emotivas,


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viene a ser un exponente inigualable de la última fase del romanticismo —el exhibicionismo de los sentimientos. Nos abstendremos de formular aquí cualquier crítica, o de demostrar que junto a estas banales cadenas de secuencias consiguió crear climax auténticos, que al lado de sus insoportables vulgaridades produjo excelentes ejemplos de melodía— y al contrario. Todo lo llevó a su punto límite, lo cual es una señal inequívoca de romanticismo. No es casual que Bach le fuera indiferente («no lo considero un gran genio», declaró), y que tuviera a Haendel por un compositor de cuarta categoría, pues ambos músicos controlaron y dominaron sus sentimientos. Tampoco es accidental que entre los románticos alemanes, y a regañadientes, sólo concediera mérito a Schumann, que también llevaba el corazón en la mano. Pero lo cierto es que Tchaikovsky pudo haber invocado el nombre de casi todos los románticos, los de Liszt y Wagner, a favor de esta plétora de obras sentimentales; de todos menos Brahms, que siempre ocultó o veló sus emociones tras la máscara del arte y, consecuentemente, mereció el desdén de Tchaikovsky. Como ejemplo clásico de su emotividad ilimitada podríamos citar el Trío para piano, Op. 50, en La menor, compuesto en «memoria de un gran artista», es decir, Nicholas Rubinstein —obra en cuyos dos movimientos, un «pezzo elegiaco» y una serie de variaciones con finale y coda, hay una verdadera orgía de secuencias y de sentimientos al desnudo. En su última sinfonía este exhibicionismo encuentra un valor de escapada final. Ante tanta exageración era inevitable que se produjera una reacción revulsiva. De modo que la llamada Nueva Música fue en parte una protesta contra los ideales de la generación anterior, y fue causada sobre todo por la «exhibición de los sentimientos». Con lo cual nos situamos ante el final del movimiento romántico. Escandinavia El nacionalismo musical de los países escandinavos —Dinamarca, Suecia, Noruega e incluso Finlandia— se manifiesta con tonos más débiles y menos encendidos. Más o menos todos se volvían hacia Alemania; y al igual que en Alemania, todos cultivaban una nostalgia romántica por los países del Sur: por Italia y España; y, especialmente en Dinamarca, o mejor sería decir en Copenhague, sentían una gran afinidad por lo francés. En los países del Norte no hubo ningún grupo que pudiera calificarse de nacionalista, ni tampoco una personalidad sobresaliente que, con su música, influyera a su vez en Europa, como ocurría en literatura con los daneses Kierkegaard y J. P. Jacobsen, el noruego Henrik Ibsen, o el sueco August Strindberg. El acento nacionalista solía ser tan débil que apenas si sugería un matiz regional y más bien habría que juzgarlo como arte autóctono que como un arte verdaderamente nacional. | Esto se puso especialmente de manifiesto en Dinamarca, que durante los siglos xvn y XVIII ya había recibido, sobre todo de Alemania con Sehütz, Scheibe, Naumann, Schulz y F. L. A. Kunzen, determinados es-

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tímulos musicales. Ya hemos dicho (en página 192) que los patriarcas de la música danesa fueron alemanes de nacimiento: Christoph E. F. Weyse, de Altona (1774-1842), y Friedrich D. R. Kuhlau, de Uelzen (1786-1832), quienes, sin embargo, se ajustaron a las necesidades nacionales de su país de adopción ensalzando la canción popular danesa en sus propias canciones y en sus modestos Singspiele; por ejemplo, Kuhlau, en «La colina de los elfos» (Elverhoj, 1828; que, en realidad, es sólo una obra teatral de Heiberg con música incidental). Como en otros países el camino del romanticismo se había venido preparando, sobre todo en los escenarios, mediante colecciones que recogían la reserva nacional de la canción popular. La más destacable de estas colecciones se debe a un danés, A. P. Berggreen (1801-1880), discípulo de Weyse y maestro de uno de los auténticos compositores nacionalistas daneses: Niels W. Gade. El camino que facilitó la aparición de Gade lo había preparado, sobre todo, otro alumno de Weyse, Johann Peter Emilius Hartmann (1805-1900), verdadero fundador del movimiento romántico de Dinamarca, e incluso de toda Escandinavia. Su formación musical se ajustaba mayoritariamente a las normas alemanas —Weber, Marschner y Spohr—; pero bajo estos modelos subyacían ocasionalmente manifestaciones de la influencia francesa, de Auber, además de los vestigios ineludibles del italianismo: por ejemplo, su ópera «Los cuervos, o el juicio de los hermanos» {Ravnen eller Broderproven, 1832) con texto del maestro de los cuentos de hadas Hans Christiann Andersen, según Cario Gozzi. Pero el mismo año tuvo lugar el estreno de una obra que llevaba su música: Las trompas doradas, de Oehlenschláger, que hacía vibrar una nota nueva y apacible, un acento «del norte»; e intensificó este acento en una serie de óperas (p. e., La pequeña Cristina, según Andersen, 1846), en óperasballets con argumentos norteños {Las valkirias, 1861; y Thrymskviden, 1868), en oberturas para los dramas de los poetas daneses, en dramas corales, e incluso en música puramente instrumental. Este acento, que se caracteriza por el lenguaje de las canciones populares y ritmo vivo, lo asumió Niels W. Gade (1817-1890), si bien en el discurrir de su carrera musical tendió paulatinamente a minimizarlo. Gade perteneció al círculo romántico alemán. En 1843 fue a Leipzig con una beca real y allí se hizo amigo de Mendelssohn y de Schumann. Tras una visita a Italia regresó a Leipzig sucediendo a Mendelssohn en la dirección de los conciertos Gewandhaus: a partir de 1848 trabajó en su patria. Ahora bien, su amistad con los dos músicos románticos no fue la única causa de que la ópera estuviera ausente de su producción. Los compositores escandinavos, como los holandeses y los británicos, no estaban dotados con esa explosión dramática y esa pasión libre y natural que son características esenciales de la ópera. Gade escribió por lo menos ocho sinfonías, de las que la primera, en Do menor (que estrenó Mendelssohn en 1843) y la última, en Si menor, son las de acento más marcadamente «norteño», mientras que la cuarta, en Si bemol mayor (1871), suele considerarse la más importante. De sus oberturas, las dos primeras, Ecos de Ossian (Op. 1, 1841) y En los Haighlands, son sus obras más características. En sus ba-


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Jadas corales y cantatas dramáticas se inclinó más hacia Schumann, y en su música de cámara y pianística se dejó llevar más por Mendelssohn. Fue un idealista y fundamentalmente —al igual que Mendelssohn— un clásico con tintes románticos. Su acento nacionalista no tenía un matiz desafiante, le faltaba ese punto de protesta orgullosa que hizo a la música nacional checa y rusa tan fuertes y llenas de vitalidad. Con todo, gracias a su empeño fundó una escuela nacional en la que destaca Peter A. Heise (18301870) como compositor de canciones, sensible y con clase, una especie de Robert Franz danés. Suecia, no menos que Dinamarca, inició su historia musical bajo los auspicios de Alemania, o más exactamente bajo la influencia de Lübeck y Jlamburgo, durante el siglo xvil y el primer cuarto del siglo xvni, sobre todo a través de la familia Düben, uno de cuyos miembros, Gustavo el viejo (1624-1690), estuvo en contacto con Buxtehude y Christoph Bernhard. La única diferencia consistió en que, en el siglo xvm, Suecia produjo un compositor autóctono, Johann Helmich Román (1694-1767), que, discípulo de Pepusch e influido por Haendel, trató al estilo italiano los textos suecos, en su mímica sacra, así como en la profana. Sus composiciones instrumentales, conciertos de oboe, sonatas para flauta, revisten un interés considerable. Reinando Gustavo III se fundó un centro musical con una magnífica ópera de corte, que obedecía a tendencias mitad italianas y mitad francesas, para la que el compositor de Dresde Johann Gottlieb Naumann escribió, en 1786, Gustaf Vasa, una «ópera nacional». El texto de dicha ópera se debe a J. H. Kellgren, el literato más imporlante de la época, y contiene alusiones históricas y políticas sustanciales que, desgraciadamente, para nosotros han perdido todo su valor local. La ópera, que no escatima las escenas de grandes coros, conjuntos y ballets, en algunos de sus pasajes se alinea decididamente junto a Gluck, cuyas obras eran de sobra conocidas en Estocolmo; algunas de sus melodías han sobrevivido hasta nuestros días. También se representaban en Estocolmo Singspiele según el modelo francés, en los que gracias a Karl Stenborg (1752-1813) no faltaban totalmente las canciones nacionales. Y había música instrumental que seguía el modelo de Haydn al cien por cien: Joseph M. Kraus (1756-1792), compositor de grandes dotes que procedía de Mannheim y Gottingen, y K. M. Bellman (1740-1795) un bardo cuyo repertorio Frefmans Epistlar och Sánger, editado por Olaf Ohlstróm, alcanzó una gran popularidad. También en estas tierras se inició el movimiento romántico con la recopilación y edición de los antiguos tesoros nacionales de canciones populares —llenas de sentimiento unas, y otras de ritmo de danza; las primeras solían ser modales, y las segundas (polskas) muy afines a la mazurka. Primero apareció un grupo de compositores corales y de canciones suecas, entre los que se considera a Adolf Fredrik Lindblad (1801-1879) como el más representativo. La ópera, como ocurría en Rusia con anterioridad a Glinka, estaba totalmente italianizada, hasta que con Ivar I íallstrom (1826-1901) apareció un compositor que trató los temas nacionales, cuando menos por lo que se refiere al argumento, e intentó, asi-

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mismo, que su música tuviera un acento nacional. Su obra principal, ya tardía, fue «El rey de la montaña» {Den Bergtagna, 1874). Pero fue un compositor de óperas sin llegar a ser un verdadero dramaturgo. El iniciador de la música instrumental romántica sueca, y la personalidad más original de la música sueca del siglo xix, fue Franz Berwald (1796-1868), con una sinfonía en Sol menor {Symphonie Sérieuse, 1843), otra en Do mayor (Symphonie Singuliére), y obras de música de cámara. Al igual que en Copenhague, este romanticismo primitivo de Estocolmo responde, sobre todo, a los tonos de Leipzig en las obras de Albert Rubenson (1826-1901), en la música lírica para piano de Ludwig Norman (1831-1885), o de Jacob Adolf Hágg (1850-1928), y en las canciones y coros de Johann August Soderman (1832-1876), que hicieron especialmente hincapié en el elemento nacional, sobre todo en la popular suite coral Bondebróllop («La boda del campesino»). La llamada escuela neorromántica de músicos suecos, encabezada por el compositor de óperas y sinfonías Andreas Hallen (18461926), ya se había alineado del lado de los sucesores de Wagner y Liszt. Noruega fue la última en ocupar su puesto entre las naciones musicales de la península escandinava. Al iniciarse el siglo xix todas las apetencias musicales de los noruegos se satisfacían con sus músicos urbanos, en el género profano, y con sus organistas y directores de coro en el ámbito religioso. Pero uno de estos organistas que, como Bach, procedía de una antigua familia de directores de coro, Ludwig Matthias Lindeman (18221887), fue también el primero y más importante recopilador de las tonadas y contradanzas noruegas. Muchas de estas danzas evidencian su antiquísima e ininterrumpida tradición: la danza del salto (springar) en compás de 3/4, y el Halling en compás binario. Con todas sus variaciones regionales, su vivo ritmo y su melodía alegre o melancólica, configuran quizá el conjunto más diferenciado de toda la música popular del Norte. No debe olvidarse los largos años en que Noruega, sometida a la dominación danesa, formaba parte de los países sojuzgados. Uno de los primeros músicos en hacer vibrar el acento nacional fue Waldemar Thrane (1790-1828), con su música incidental para «Aventura en la montaña», de Bjerregaard {Vjaeldoeventyret, 1824). Y otro que nunca cejó en acentuar los matices nacionalistas fue Ole Bull (1810-1880),. tenido por un raro virtuoso del violín, con sus fantasías y caprichos sobre temas populares noruegos. Con todo, el más destacado de este grupo de románticos primitivos fue Halfdan Kjerulf (1815-1863), compositor lírico muy delicado, cuyas canciones y piezas para piano se han comparado, justamente, con las de Adolf Jensen 60 . Ni él, ni mucho menos la generación que le siguió pudieron escapar al peligro inherente al espíritu del Conservatorio de Leipzig, al clasicismo de inspiración romántica; ni siquiera el más sobresaliente de todos ellos, Johan Svendsen (1840-1911), en cuya obra el colorido nacionalista casi desaparece por completo, a pesar de sus rapsodias «noruegas» para orquesta. m

Walter Niemann, Die Musik Scandinavíens (Leipzig, 1906), pág. 68.


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Los músicos noruegos verdaderamente nacionalistas fueron Rickard Nordraak (1842-1866), creador del himno nacional noruego, y Edvard Grieg (1843-1907). Nordraak no vivió lo suficiente para que su música se desarrollara en toda su plenitud; su mérito consistió sobre todo en impedir que Grieg sucumbiera enteramente bajo el peso del germanismo clasicista. Lo mismo que Weber no fue del todo «alemán», ni Glinka del todo «ruso», tampoco Grieg era «noruego» puro al cien por cien, ya que su bisabuelo fue escocés. Pero esto no altera el hecho de que en la música de Grieg tanto los rasgos noruegos como los del Norte en general se destacan con más fuerza, por su armonía sólida, original y delicada y por su ritmo igualmente vigoroso y refinado. Con todo, Grieg fue un miniaturista. Sus obras de formato clásico —el Concierto para piano en La menor (obra que se hermana con el Concierto de Schumann), el Cuarteto de cuerda en Sol menor (Op. 27), las tres Sonatas para violín en Fa, Sol y Do menor (Opp. 8, 13, 45)— ponen todas ellas de manifiesto sus propias ideas, llenas de insinuaciones (aunque a menudo vulgares); pero en conjunto su estructura es mínima y frágil. No obstante, en sus obras para piano y en sus canciones fue un gran maestro —en miniatura—. Continuó la tradición de Schumann de las piezas características, y siguiendo su ejemplo, el título de tales piezas oculta siempre una experiencia íntima. Conocía, naturalmente, todas las ideas nuevas y las nuevas opciones de Liszt y la armonía de Wagner; pero las comprimió en el espacio más breve y se posesionó enteramente de ellas. Por su audacia y ternura, muchas de sus ideas inician la andadura al territorio de la «impresión», de suerte que la historia del impresionismo postwagneriano debería tenerle ni cuenta como uno de sus progenitores, o cuando menos como uno de sus abuelos. También Finlandia se sitúa entre Suecia y Rusia en cuanto a su evolución musical. Las razones políticas la inclinaban hacia su vecina occidental más que hacia el gigante del Este. Se dan aquí los mismos fundamentos y las mismas fases que en todos los países «periféricos»: una épica muy antigua, el Kalevala, en cuya interpretación vocal desempeña un papel muy importante un compás de cinco tiempos; la recopilación y arreglo de las melodías populares sacras y profana; y la tradición de las canciones y coros, especialmente de voces masculinas. También en este caso urjía ironía de la historia hizo que el fundador de la escuela nacional finlandesa, Frederic Pacius (1809-1891), naciera en Hamburgo y fuera discípulo! de Spohr y Hauptmann, tanto por su formación como por el tipo de música que cultivó. Y no obstante, no sólo dio al pueblo finés algunas de sus canciones nacionales, sino que fue el primero que organizó toda su vida musical. En torno a él se congregó un pequeño círculo de seguidores, entre los que destaca ligeramente Martin Wegelius (1846-1906). El primer compositor que hizo vibrar sinceramente los resortes del nacionalismo finés fue Robert Kajanus (1856-1933), con poemas sinfónicos, una suite orquestal, rapsodias finlandesas, etc., si bien el nacionalismo de sus obras tuvo que luchar contra las influencias europeas. El más grande de los músicos finlandeses, Jan Sibelius (1863-1957), empezó su

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carrera como romántico nacionalista finés; posteriormente, sin embargo, se fue aproximando a la música sinfónica de su vecino oriental, especialmente la de Tchaikovsky. Los límites que se ha marcado la presente obra no nos permiten estudiar a este músico. En cierto sentido también él fue un compositor «joven» y «postumo» a la vez. Holanda En el transcurso del siglo xix las demás naciones europeas se fueron articulando también en el campo de la música. El ímpetu y las fuerzas de las tendencias nacionalistas, aunque no su carácter distintivo, dependían en cada caso de la aparición de una personalidad sobresaliente. En Holanda esta tendencia no. se manifestó nunca de forma visible, a pesar de contar con una reserva de antiguas melodías, de gran clase, que en parte había recopilado a principios del siglo xvn Adrián Valerius bajo el título de Nederlandtsche Gedenk-Clanck. A finales del siglo xvi y principios del siglo xvn vivió en Amsterdam Jan Pieterszoon Sweelinck, gran compositor de formación italiana, o más precisamente veneciana, muy importante a escala mundial, ya que fue profesor de una generación de músicos pertenecientes a todos los países. Pero después de él la música holandesa decayó hasta un estado artesanal, burgués y meramente agradable, que en modo alguno podía compararse con la pintura de la misma época, no digamos ya con la inconmensurable grandeza de Rembrandt. El siglo xvill se carazteriza por la total ausencia de los requisitos previos necesarios para una composición de altura en los géneros de la época, de la gran música vocal religiosa, del oratorio e incluso de la sinfonía. Amsterdam, a través de los grabadores y editores Etiennc Roger y Michel Charles Le Cene, se convirtió simplemente en un centro de irradiación de la nueva música instrumental, pero no de los compositores holandeses, sino de los italianos y franceses. A principios del nuevo siglo surgió un músico holandés que sin duda alcanzó gran relevancia: Jan Georg Bertelman (1782-1854), que compuso música de cámara, además de un Réquiem y una Misa; uno de sus discípulos, Jan Bernard van Bree (1801-1857) llegó a escribir una ópera (Sappho, 1834). Pero la siguiente generación sucumbió totalmente al hechizo del romanticismo alemán o de Leipzig. Johannes Verhulst (18161891) fue su principal propagandista y, en estrecha asociación con Mendelssohn, ocupó durante un tiempo el puesto de director de los conciertos Euterpe en Leipzig; al regreso a su tierra —a Rotterdam, a La Haya, a Amsterdam— luchó a favor de sus ideales de juventud y en contra del movimiento neorromántico. Junto a él, mencionemos también a Richard Hol (1825-1904), autor de obras corales, de un oratorio, cuatro sinfonías, canciones e incluso, en la última etapa de su vida, algunas óperas. Fue, asimismo, uno de los muchos organizadores de la vida musical holandesa que llegó a un alto grado de desarrollo, y que verdaderamente adquirió un carácter nacional. Pero durante el siglo xix no puede hablarse de una


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música nacional que se corresponda con esta vitalidad musical, y tras el período Schumann-Mendelssohn sólo los neogermanos o wagnerianos fueron ganando terreno. Bélgica Dentro de las fronteras belgas tuvo lugar un notable desarrollo musical. Bélgica accedió a su independencia en 1830. De todo el territorio belga la región que más podía vanagloriarse de un pasado musical anterior era la que componía el Norte del Ducado de Borgoña. Baste con mencionar los nombres de Joannes Ciconia, de Lieja; Guillaume Dufay y Giles Binchois, de Hainault; Joannes Ockeghem, de Flandes, y Josquin, también de la antigua provincia de Hainault. Muy al final del siglo xvi, en el que, muy lentamente, se fue preparando el terreno para la música italianizante, fueron los compositores de la región belga quienes dictaron las leyes de dicha italianización: Willaert, de Brujas; Rore, de Amberes; Monte, de Mechlin; Lassus, de Mons, y Macque, de Valenciennes. Con el inicio del siglo xvn la marea empezó a descender; y así como en Holanda no hubo músicos ni la mitad de valiosos que Rembrandt van Rijn, o que Iludieran codearse con él, tampoco en Bruselas hubo nadie equiparable a Rubens. El único compositor de cierta talla, Henry du Mont, de Lieja, entró al servicio de Luis XIV como músico de capilla; y a principios del siglo xvín el único músico digno de mención, Jean-Baptiste Loeillet, marchó a Inglaterra. Por otra parte había toda una familia de músicos italianos, a la cabeza de los cuales estaba Joseph-Hector Fiocco, que se estableció posteriormente en Bruselas. Los compositores belgas se sumaron con entusiasmo al nuevo estilo instrumental que, procedente de Italia, se había propagado a Viena, Praga y Mannheim, a París y Londres: Pierre van Maldere, de Bruselas; Franeois-Joseph Gossec, de Hainault, y JeanNoél Hamal, de Lieja, que fue el más anciano de los tres y también el más destacable a este respecto por sus cuatro óperas valonas, obras en el estilo i buffo italo-francés, con texto en idioma valón. Su gran sucesor, André\Modeste Grétry (1741-1813), emigró a París, convirtiéndose en el representante más significativo de la opéra-comique; y algo parecido ocurrió con otro compatriotra suyo, F. A. Gresnick (1755-1799). menos importante. También Gossec (1734-1829) se hizo muy pronto un parisino, y junto con Grétry y Méhul, este último natural de Givet, en las Ardenas, fue «uno de los bardos reconocidos de la Revolución» 61. Lo que podría llamarse arte belga empezó a florecer solamente en 1830, tras un período de letargo y al socaire del movimiento revolucionario que condujo al establecimiento de un estado belga monárquico. Bélgica, que agrupó dentro de sus fronteras a los pueblos flamenco y valón, se encontraba en una situación cultural muy parecida a la de Suiza: al igual que allí los tres elementos que componían la nación se orien61 Charles van den Borren, «La Musique belge du Moyen Age et sous l'Ancien Rcgime», en La Revue Franco-Belge, 1932.

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taban hacia los centros culturales de sus afiliaciones lingüísticas; así, los flamencos, que tenían por centro a Amberes, se orientaban hacia lo holandés o lo teutón, mientras que los valones volvían la vista a Francia. Ahora bien, a diferencia de la situación suiza, donde incluso algunos de los músicos germano-suizos se sentían cada vez más atraídos por el ideal románico-francés, en Bélgica la separación lingüística adquirió un carácter polémico o separatista entre los propagandistas musicales flamencos: Peter Benoít (1834-1901), compositor de oratorios llenos de coloridos, y su discípulo Jan Blockx (1851-1912), autor de óperas igualmente llamativas. El equivalente valón a este territorio vecino es el distrito de Lieja, de donde proceden unos cuantos violinistas o compositores de música para violín, capitaneados por Henri Vieuxtemps (1820-1881), todos ellos inspirados en le ideal francés de elegancia y encanto sentimental. Preciso es reconocer a Adolphe (Abraham) Samuel (1824-1898) el mérito de haber fundado la escuela valona de compositores. A pesar de los viajes que hizo a Alemania e Italia con vistas a su formación musical, la obra de Samuel no acusa excesivamente la influencia de dichas escuelas. Hasta qué punto el lugar de procedencia de un músico tiene muy poco que ver con su estilo nacional lo demuestra el caso del más grande de los músicos nacidos en Lieja. Nos referimos a César Franck (18221890), cuyo nombre se ha mencionado ya varias veces en este libro. ¿Es un valón, como podría deducirse de su lugar de nacimientos? ¿Es alemán, como cabría pensar, porque los antepasados de su madre eran renanos? ¿Es un «belga», dado que dedicó su Op. 1 al primer Rey de los belgas? Franck marchó a París muy pronto, lo mismo que cincuenta años antes su compatriota Beethoven había ido a Viena. En París fundó una escuela de músicos franceses, sin llegar a ser un compatriota de Saint-Saéns, como tampoco Beethoven lo había sido de Gánsbacher o de Hummel. Y no obstante, Franck fue gloria de la música francesa instrumental del siglo xix, junto a Berlioz y contrastando con él, con quien nada tenía en común, como tampoco lo tenía con sus «predecesores», como Georges Onslow (1784-1852), en el género de la música de cámara clásica francesa. En cierto sentido Franck fue un músico intemporal o atemporal, como Antón Bruckner, con quien compartía además una fe católica profunda e inquebrantable. Pero fue más polifacético que Bruckner: compuso óperas —una «prematura» (1851) que posteriormente repudió, con un libreto parisino típico, de la pluma de Alphonse Roger y Gustave Vaes, y dos postumas (Huida, según un argumento «nórdico» y Ghiselle, que dejó inconclusa). Ya hemos mencionado (pág. 166 [251]) sus oratorios, desde el pastoral bíblico Ruth, de su primera época, al nazareno Beatitudes. Pero su importancia radica en unas cuantas obras instrumentales que, sin embargo, no encajan demasiado bien dentro de la historia de la música romántica: obras de música de cámara pura, y una sinfonía que contrasta con algunos de sus poemas sinfónicos escritos en el estilo de transición que va de Liszt a Debussy. Empezó Franck, a la edad de veinte años, con cuatro tríos para piano, Opp. 1 y 2, uno de los cuales él mismo calificó de «trio de salón». Pero el otro, Op. 1, núm. 1, en Fa


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sostenido menor, es una de las obras más sorprendentes en la modalidad del trío, si admitimos que las «últimas» sonatas para piano y cuartetos de Beethoven se han quedado mudos. Franck construyó los tres movimientos de toda la obra sobre dos temas —una unidad contrapuntística y un tema-canción—, lo que confiere una gran unidad a la composición, junto con la abundancia apasionada de invención y sentimiento. Presagiaba esta obra la Sonata para violín y piano de 1866, en la que se introducía lo fantástico y lo rapsódico dentro del marco de esta unidad temática y contrapuntística. Digamos de paso que este Trío influyó sin duda alguna en la sonata de Liszt; de modo que Franck no fue sólo un tardío seguidor de Liszt, sino que éste también lo fue de Franck. Como Señalara Peter Cornelius en su diario, el 22 de marzo de 1852, Liszt conocía y tocaba el Trío. Franck amaba las canciones de Bach, Beethoven y Schubert, pero a lo largo de toda su carrera fue, como Bruckner, un hijo del siglo xix, que acogió con entusiasmo su refinado sistema de tensiones armónicas, y lo tuvo por un auténtico logro musical. Precisamente este sistema de tensiones armónicas, junto con la polifonía, se conjugan en una nueva e inimitable síntesis en un Quinteto para piano en Fa menor (1878-1879), en un Cuarteto de cuerda en Re mayor (1889) v en la Sinfonía en Re menor (1886-1888). Síntesis que también está presente en una serie de composiciones monumentales para órgano y piano, para las que Franck eligió una forma tomada de Bach que parece improvisada: Pr elude, jugue et variation; Prelude, choral et fugue; Préludc, aria et finales. Finalmente, en su última obra Trois Choráis, se presrnia con una sencillez total. Ya hemos indicado que junto a sus obras muestras sumamente originales y llenas de una intensa pasión íntima, tamIHCII rindió tributo a su época con cientos de obras banales y de mal gusto. Por extraño que parezca, su música sacra suele pertenecer a la (alegoría en que el sentimiento devoto del siglo xix se mezclaba con una leairalidad dulzona.

Hungría Si resulta difícil clasificar a César Franck y a muchos otros compositores «occidentales» por su nacionalidad, la tarea se facilita bastante, siquiera sea de forma superficial, en el caso de los componentes de grupos nacionales cuya música popular tiene un sello distintivo muy acusado. Tal es la situación que prevalece en Hungría. Cierto que la fuente original de la música húngara, sin concomitancias de influencias occidentales, se vio trastornada muchas veces al correr de los tiempos: la que en el siglo xix se aceptaba como música húngara era la que interpretaban los músicos populares ambulantes (Janos Bihari, Antón Csermák y Johann l-avotta), caracterizada por la interpretación en rubato y por un ritmo vivamente punteado y sincopado, por el empleo apasionado de la coloratura y la melancolía de una tonalidad mayor-menor. Los gitanos, a cuyas manos fue a parar la música popular húngara, acentuaron aún más

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estos temas melódicos hasta imprimirles un aire casi de caricatura. En qué medida y con cuánta intensidad atrajo esta música, desde un principio, a los músicos occidentales y nórdicos lo demuestran los inapreciables ejemplos de las obras de Joseph Haydn y Franz Schubert. Por su peculiar carácter, el lenguaje zíngaro-húngaro es tan fácil de adoptar que Franz Liszt, el parisino versátil e internacional, lo utilizó como si él fuera un auténtico húngaro, y Johannes Brahms, nacido en Hamburgo, lo encontró muy de su agrado, lo mismo que su amigo húngaro el gran violinista Joseph Joachim, de mentalidad más bien clásica. Uno de los partidarios más fervorosos del movimiento romántico fue Robert Volkmann (115-1883), de Lommatzsch, en Sajonia, un pr>eo en la línea de Schumann y afincado muy pronto en Hungría. Junto a otras muchas obras de música de cámara y orquestales, de características románticas, compuso una Sinfonía en Re menor cuyo primer movimiento podría pasar por el ideal de composición nacional húngara; de suerte que los músicos autóctonos no hallaron ninguna dificultad especial para crear un estilo nacional. En el género de la ópera, Franz Erkel (1810-1893), el compositor autor del himno nacional húngaro, escribió dos obras para el repertorio nacional, Hunyady Lászlo (1844) y Bánk Bán (1861). En el terreno sinfónico, Michael Brand (1814-1870), que firmaba con el pseudónimo de Mosonyi, decidió adoptar el dialecto nacional en 1859, de una manera un tanto característica. Le siguieron algunos imitadores que interoretaron este dialecto de forma virtuosista. Sólo al llegar el siglo xx, y gracias a la obra realmente auténtica de Béla Bartók, se hizo evidente que, a pesar de su amplia propagación, esta obra sólo tenía un carácter patriotero, decorativo y artificioso.

Polonia La situación en Polonia era bastante similar. Ninguno de los sucesivos músicos polacos consiguió, como lo hizo Chopin, elevar lo «nacional» a la categoría de lenguaje mundial, ni expresar los sentimientos más íntimos y personales con los matices nacionales más encendidos. Recordemos otra vez la comparación que establecimos con la época romana cuando junto a los dioses griegos universales, vigentes todavía al llegar a su fin el Imperio romano, fueron tomando sus puestos las divinidades provinciales o regionales. Stanislaw Moniuszko (1819-1872) fue el creador de la canción artística y de la ópera nacional polacas, sobre todo con Halka (estrenada en 1847 en concierto, representada en la ópera de Vilna en 1854, y en su versión final en Varsovia, 1858), y el Castillo encantado (1865), dos obras llenas de color, cuyo mérito no pasa de tener un carácter patriótico similar al de Una vida por el Zar y La novia vendida. Moniuszko y sus sucesores desarrollaron una vida musical floreciente en Polonia, tanto por lo que se refiere a la composición como por lo que hace a la ejecución. Los nombres más significativos de este grupo son los siguientes: Vladis-


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law Zelenski (1837-1921), músico muy versátil; Sigismund Noskovski (1846-1909), compositor sinfónico notable; y, finalmente, el violinista Henri Wieniawski (1835-1880), un tanto afrancesado. España y Portugal Si volvemos la vista a la península ibérica encontraremos muy pocos vestigios de auténtico «romanticismo». El movimiento romántico es asunto de los países «nórdicos»; en una buena parte supone la añoranza por el paraíso perdido del Sur, por una existencia más sencilla, más natural, más feliz. Lo que en el siglo xvni Jean Jacques Rousseau llamó «vuelta a la naturaleza» se transformó, al empezar el siglo xix, en Romanticismo. Quizás la única expresión del movimiento romántico en España fuera una nueva autoconcienciación nacional, una renacionalización de la música. La gran herencia musical de los siglos xvi y xvn no había llegado a perderse del todo en España, pero es cierto que desde la época de Calderón, que produjo la antigua zarzuela —mezcla de canciones y bailes con diálogos dramáticos, el camino para la italianización de la música española estaba expedito. En 1629 se presentó ante el rey Felipe IV una |gloga, según el modelo florentino-mantuano; e incluso la zarzuela de este siglo estaba^ algo excesivamente aderezada con el espíritu mitológico y pastoril de la ópera italiana, con la única diferencia de que en este caso se permitía un tono más terrenal y rústico. Con el advenimiento de los IWbones al trono de Madrid, alrededor de 1700, la italinización era completa; pero simultáneamente empezó a agitarse secretamente la tradición nacional. Cierto que los compositores de ópera españoles, como Domingo Terradellas, de Barcelona (1711-1751), y Vicente Martín y Soler, de Valencia (1754-1806), estaban totalmente italianizados; y también es cierto que Curio Broschi, conocido por Farinelli, cantó las mismas cuatro arias italianas a}' melancólico Felipe V todas las noches durante varios años. Pero es igualmente cierto que Domenico Scarlatti, en los casi cuarenta años que vivió en la península ibérica, en Lisboa y Madrid, recibió casi tanto del espíritu musical de estas tierras como él a su vez las dio. Su rítmica Caprichosa y su invención melódica está cargada de la esencia hispánica, de la cual quedó imbuido, desde muy temprano, su discípulo el Padre Antonio Soler (1729-1783). Algo similar, si bien en un grado menor, puede decirse de Luigi Boccherini, cuya música de cámara no quedó libre di' influencias durante los treinta y siete años que pasó en Madrid, y ocasionalmente el luminoso colorido español imprime en ella su mayor encanto. La influencia de Boccherini facilitó mucho la entrada en España del arte de Haydn. Pero donde España dejó sentir su acento nacional fue en el género dramático. En la segunda mitad del siglo xvni el antiguo modelo de zarzuela de Calderón se acercó más al pueblo, se hizo más natural, siguiendo la misma evolución que en Francia infundió vida a la opéra-

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comique. Como ejemplo famoso puede citarse la «zarzuela burlesca» en dos actos Las segadoras de Vallecas, con texto de Ramón de la Cruz (17311794) y música de Antonio Rodríguez de Hita (m. 1787). Todavía contienen mayor riqueza expresiva las llamadas «tonadillas escénicas», escenas con diálogos vivos e interpolaciones musicales. Tal vez estén relacionadas con el intermezzo italiano (si bien este último cuenta con recitativos), y son equiparables a las primitivas bouffonneries o folies de Offenbach. En las décadas siguientes a 1750 se compusieron muchas de estas 'tonadillas', destacando Luis Misón como el gran maestro del género, si es que cabe hablar aquí de maestría. Ahora bien, la moda duró poco; pues el punto más bajo de la música española se prolonga hasta 1830, coincidiendo con la era napoleónica, los años de mayor infortunio nacional. El compositor que más éxitos cosechó en España fue Gioacchino Rossini. Y una vez más, otra ironía de la historia hace que un italiano que vivía en Madrid desde 1827 fuera quien abogara por un estilo nacional español. Fue éste Basilio Basili (180318...), hijo de Francesco Basili, que pasaría a la historia por haber denegado al joven Verdi su admisión en el Conservatorio de Milán. Las composiciones más decisivas que condujeron a este estilo nacional fueron la obra en un acto El novio y el concierto, de 1839, y El contrabandista, en tres actos, de 1881: es decir, zarzuelas a la manera realista de la tonadilla, llenas de música popular y de tipos de carácter igualmente popular. El verdadera maestro de este género de ópera ligera fue, no obstante, Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894), de Madrid, hombre del pueblo que posteriormente alcanzó grandes honores como director de orquesta y musicólogo. Compuso unas ochenta zarzuelas, italianizantes en sus comienzos, con obras como Jugar con fuego, 1851. Pan y toros (donde uno de los protagonistas es Francisco de Goya, 1864), y El barberillo de Lavapiés, 1874, que se consideran sus mejores obras. Pero Barbieri fue sólo uno entre otros muchos: Hernando, Gaztambide, Oudrid, Arrieta, Chueca, etc. Erróneamente, algunos creyeron que estas zarzuelas populares podrían «elevarse» a la categoría de óperas sustituyendo el diálogo por recitativos más o menos pretenciosos, pero lo único que consiguieron fue destruir su encanto. Tal hizo Emilio Arrieta (1823-1894) en su Marina, de 1855, que convirtió en ópera en tres actos el año 1871. Junto a éstos no escasearon los intentos de rivalizar con la ópera italiana: Baltasar Saldoni (1807-1889) y Miguel Hilarión Eslava (1807-1878), sobre todo, continuaron en el siglo xrx la obra de Terradellas y Martín, aunque no salieron de España. La protesta contra todo este italianismo la protagonizan el rebelde Tomás Bretón (1850-1923) y Felipe Pedrell (1841-1922), idealista adalid de la creación de un nuevo estilo nacional. Portugal, que estuvo unido a España por las uniones personales de las dinastías reinantes desde 1580 a 1640, siguió un destino similar al de su nación vecina. Hacia finales del siglo xvi y principios del xvii; Portugal tuvo un pasado musical brillante con compositores como Duarte Lobo en el género vocal y Manuel R. Coelho en el instrumental. Además, tuvo


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en el rey Juan IV (1604-1656) un compositor amateur de gran talla. La biblioteca con fondos musicales que él formó tal vez hubiera servido de base para una cultura nacional de no haberse destruido en el terremoto de 1755. Durante el siglo xvm, el italianismo fue protagonista. Al igual que Terradellas o Martín, Marcos Antonio Portugal (1762-1830) marchó a Italia cuando tenía unos treinta años; y los últimos veinte años de su vida los pasó en Brasil. La única diferencia es que junto a sus numerosas opere serie y buffe para Venecia, Florencia y Milán, compuso también algunas para Lisboa o, cuando menos, tradujo sus opere buffe al portugués en atención a sus compatriotas. Y a diferencia de España, donde el nacionalismo se dejó sentir casi enteramente en el género operístico, Portugal tuvo un compositor instrumental, Joáo Domingo Bomtempo (17751842), que no se formó en Italia, sino en París y Londres, y en sus sinfonías y música de cámara siguió los modelos de Haydn y Mozart. Como suele ocurrir, la concienciación nacional en el terreno de la música estuvo precedida por la recopilación de canciones de todas las regiones de Portugal: la primera de estas colecciones se remonta a 1793, pero hasta el período postrromántico no brotó una generación de músicos de mentalidad nacionalista: por ejemplo, Augusto Machado (1845-1924) o Alfredo Keil (1850-1907), músicos que podrían clasificarse grosso modo según siguieran sus estudios en Alemania o en París. Norteamérica En los Estados Unidos de América no puede hablarse de un movimiento romántico unificado ni tampoco de una gran música nacional, por la sencilla razón de que el país era demasiado joven para contar con una base espiritual compacta, y porque —cuando menos en el siglo xix— no hubo maestros de talla suficiente para crear un estilo nacional. Los indios nativos, confinados en las reservas, quedaron aislados de la yida cultural de la nación. Pero sus melodías, recogidas y estudiadas con/ sumo celo, proporcionaron material suficiente a algunos autores que compusieron sus obras al estilo de la Europa occidental. Por extraño que parezca, uno de los primeros músicos que realizó esta tarea fue Anthony Philip Heinrich (1781-1861), procedente de Schonbüchl, en Bohemia, que vivió durante algún tiempo entre los indios de Kentucky. En 1820, Heinrich publicó una obra titulada El alborear de la música en Kentucky. Compuso también obras corales y sinfónicas muy extensas en las que utilizó melodías indias «para sus obras un tanto vacías y singulares»62. Aunque los negros no son un pueblo indígena de esta tierra, en virtud de su exclusión ancestral y social constituyen un grupo unificado. Trasplantados allí desde otro continente, demostraron ser un pueblo de grandes dotes para la asimilación musical, es decir, la imitación creativa de los estímulos europeos. Las llamadas «canciones negras» y «espirituales a

Cari Engel, en Handbuch der Musikgeschichte, de Adler, 2. edic, pág. 1195.

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negros», llenos de pasión, de entusiasmo sin freno, de misticismo infantil, con una armonía sencillísima y un ritmo anglicista, dan fe de sus aptitudes. Pero es significativo que las más bellas de estas canciones, Oíd Folks at Home, Oíd Black Joe, My Oíd Kentucky Home, y muchas más, fueran obra de un autor blanco nacido en Lawrenceville, Pa., de nombre Stephen Collins Foster (1826-1864). De estas canciones, la titulada Oh! Susanna fue una de las más antiguas (1848) y la más difundida por los «espectáculos de músicos ambulantes». Y aunque Foster no conocía muy bien el Sur profundo los negros aceptaron estas tonadas como expresión de sus sentimientos más íntimos. «Probablemente sea la expresión más típicamente americana que haya conseguido compositor alguno»*3. Son también estas canciones la evidencia más temprana del movimiento en Norteamérica y, al igual que las melodías indias, los ritmos negros fueron el substrato para todo tipo de composiciones románticas nacionalistas. Uno de los explotadores más tempranos de este material Negro fue el virtuoso del piano un tanto charlatán Louis Moreau Gottschalk (18291869), nacido en el Sur (Nueva Orleans),, un criollo francés a pesar de su apellido de acentos alemanes. Se formó en París, donde conoció a Chopin, Berlioz y otros compositores. En 1844 debutó en París, y en 1852 viajó a España, donde, debido a su temperamento y a su apariencia romántica, tuvo un gran éxito, éxito que, empezando por su primera aparición en Nueva York, en 1853, le acompañó siempre en sus actuaciones por toda América del Norte y del Sur. Fue un compositor de salón un tanto excéntrico, que además de piezas virtuosistas «españolas»: Le Siége de Saragosse, La Jota Aragonese, Souvenir d'Andalousie, Manchega, La Gitanilla, etc., escribió obras características del Sur, tomando sus estímulos musicales de los barrios bajos de Nueva Orleáns, de Cuba y Brasil; «El Banjo» (Bamboula), Ojos Criollos, habaneras, tangos, guajiras. La parte más septentrional de Estados Unidos, cuyo gusto musical estaba dominado principalmente por Inglaterra, dio muestras de inclinaciones románticas de diferente origen y naturaleza distinta. Sería incorrecto creer que Nueva Inglaterra se sentía satisfecha con los toscos cantos que las congregaciones entonaban en la iglesia: Francis Hopkinson (17371791) fue ya un compositor norteamericano de música «profana», y William Billings (1746-1800), que en un principio fue curtidor, no ya sólo publicó himnos y cancioneros de tipo religioso, sino también algunas «tonadas en fuga» sumamente originales. En 1770 se presentó, en Boston, el Mesías, de Haendel, y San Paulo, de Mendelssohn, en 1828, en Nueva York. Una figura importante de la costa Este fue Lowell Masón (17981872), de Medfield, Mass., quien en 1822 adoptó los textos sagrados a las melodías de Haydn, Mozart e incluso Beethoven. Destacó como educador, formando musicalmente a jóvenes y adultos. No obstante, se trataba tan sólo de una enseñanza muy receptiva de las importaciones europeas. La fama de los llamados clásicos Vieneses hizo que Alemania 63 The International Cyclopedia of Music and Musicians, edic. Osear Thompson (Nueva York, 1943), art. Foster., pág. 616.


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apareciera como la patria de la música, y que se tuviera a Leipzig y a otros conservatorios alemanes como el centro de la educación musical superior. En consecuencia, John Knowles Paine (1839-1906), que fue el primero en ocupar la cátedra de Música en Harvard, había sido discípulo del organista C. A. Haupt, en Berlín; y George Whitefield Chadwick (1854-1931), que compuso sinfonías y obras de cámara, coros y óperas, fue alumno de Jadassohn y Reinecke, lo que no le impidió componer obras de marcado carácter anglosajón. Mientras imperó el movimiento romántico, los músicos norteamericanos tuvieron mucha dificultad para mantenerse independientes, considerando que incluso en el campo de la interpretación, se importaban de Europa todas las figuras más sobresalientes, empezando por Manuel García, Jenny Lind y Henriette Sontang, y siguiendo por Antón Rubinstein y Hans von Bülow, Tchaikosky y Dvorak. A final de dicho período la influencia dominante de Mendelssohn y Schumann fue desplazada por la de Wagner, que, ocasionalmente, en alguna época de su vida —aunque no muy en serio— jugó con la idea de emigrar al Nuevo Mundo. En contraste con la poderosa nación occidental, cuyos habitantes—un conglomerado de los elementos más heterogéneos— se veían continuamente impulsados a crear una nueva unidad artística, Europa en cambio, y en virtud de la tendencia romántica, estaba abocada a delimitar cada vez con mayor precisión las fronteras musicales de las distintas naciones. Gradualmente se fueron articulando unidades musicales más pequeñas, incluso mínimas: en los países bálticos, los estones, letones y lituanos; en los Balkanes, rumanos, búlgaros y griegos; en la zona sur de los pueblos eslavos, servios, croatas, eslovenos. Todos forcejeaban por un separatismo nacional y, en cada caso, el proceso se reproducía como siempre: recopilación y criba de los antiguos tesoros melódicos tradicionales, que constituían la base de un arte musical creativo, o tendrían que haberlo hecho. La consecuencia final de este separatismo fue el intento de dividir en regiones incluso la música nacional de los viejos pueblos de tradición musical: la música alemana, por ejemplo, en bávara, sueva, sajona, renana, de ¡la baja Alemania, de Wendish, etc.; o la música española, en catalana, vasca, andaluza, castellana, asturiana, gallega, etc. Muchos fueron los intentos para conseguirlo. Se trataba de un proceso para regionalizar la música, la etapa final de un movimiento que se había iniciado con el siglo, al hacerse «más italiana» la música italiana, «más francesa» la música francesa, «más alemana» la música alemana, cuando menos aparentemente. Ni más ni menos que la antítesis total de la tendencia clásica, cuya mayor gloria fue situarse por encima de las naciones, hablar el lenguaje de la humanidad o, dicho con las palabras de Goethe: «No hay un arte patriótico, ni una ciencia patriótica. Ambos pertenecen, como todo lo que es noble y bueno, al mundo entero, y sólo pueden progresar por la colaboración de todos los que viven en la misma época, sin perder nunca de vista lo que se conserva y se conoce sobre el pasado.»


Capítulo 18 Estética musical y musicología

Estética En la primera parte de esta obra hemos formulado, en dos de sus capítulos, los dos postulados principales del credo romántico: primero, que la música se sitúa en el centro de la asociación de las artes y con ella se relacionan todas las demás, que la toman como base original; y segundo, que entre las diversas manifestaciones de la música, la música instrumental —sin palabras, «ambiguas», autónomas— reivindica el puesto más importante. El cambio habido del siglo xvín racionalista al romántico siglo xix no puede haber sido mayor. En el siglo xvni los filósofos clasificaron a la música —en tanto en cuanto les interesara en su condición de estetas— en un lugar muy bajo de la escala artística. Resultaba útil, ya que servía a los fines de la devoción religiosa e, incidentalmente, como intercambio social y de cortesía. En realidad los únicos autores que tenían de ella un concepto serio eran los teólogos más fanáticos, que combatían su uso excesivo en el hogar y en la iglesia. Temían su poder de seducción sensorial; perduraba en ellos el recelo al poder órfico, tenebroso, de la música. La idea de que la música ocupaba un lugar muy subordinado dentro la jerarquía artística se mantiene en la Crítica de la razón (1790), de Kant. Aun cuando reconocía sin reservas que la música podía estimular la mente de muy diversas formas, incluso con mayor intensidad que la poesía, valoraba las artes de acuerdo con su contribución al engrandecimiento de las «facultades cognitivas» (Erkenntnisser), al progreso de lo que él llamó «cultura» del intelecto, y llegaba a la conclusión de que la música era «más entretenimiento que cultura» y que, a diferencia de las demás artes, «no soporta la repetición continuada sin producir tedio»; de modo que, como cualquier otra diversión, exige cambios frecuentes y 319


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Parte III. La filosofía

«según el criterio de la Razón su valor es inferior al de las demás bellas artes» . La crítica que hace Kant de la música sigue influida por las ideas que la sitúan en una posición subordinada, pero también reconoce su efecto terapéutico. La música era gratificante porque daba una sensación de salud y constituía la prueba de «que podemos llegar al cuerpo a través del alma y servirnos de ésta como médico de aquél». Pero Kant también estaba intensamente imbuido por lo que en su tiempo se llamaba «teoría de los afectos» (Affektenlehre), es decir, la idea de que el sentido de la música consistía en «imitar» las distintas conmociones anímicas. El árbol genealógico de esta idea es muy viejo y añoso: se remonta a la antigüedad, y a la noción generalmente aceptada de que el sentimiento artístico era imitatio naturae. El siglo xvi revivió religiosamente esta frase hecha, y el siglo xvm hizo variaciones sobre ella en todo tipo de claves y compases. También Kant lo repetía: «Así como la modulación [¿del discurso humano?] es ciertamente un lenguaje universal de sensaciones, inteligible a todos los hombres, el arte tonal utiliza el tono per se, con toda su potencia, es decir, como lenguaje de los afectos, y por tanto comunica universalmente, de acuerdo con las leyes de asociación, las ideas estéticas que se combinan de forma natural en su seno.» A lo que parece, Kant creyó siempre que la música era un arte, un órgano para la comunicación de las ideas estéticas, pero nunca aminoró la poca estima que sentía por ella: en su Antropología (1798), la describió una vez más como el arte de comunicar los sentimientos a distancia, en todo su derredor y a todo el que quede comprendido en su radio de acción —situación que no veía con entera simpatía, dado que no es posible evitar el recibir esta comunicación—. No sin disgusto volvía n hacer hincapié en el juego ordenado de sensaciones, y no de conceptos, que se da en la música, en el entretenimiento social que representa. «La música era para él una bella arte (diferenciándola de simplemente agradable) sólo porque servía de vehículo a la poesía» 65. /Resulta evidente que para esta estética musical la música instrumental apenas si contaba, y desde luego no se le concedía ningún mérito, ya que\era siempre entretenimiento sin otro valor que el que se le da al arabesco de un tapiz. Sobre este punto Kant concordaba con Jean Jacques Rousseau, que subestimaba sinceramente la parte que le cabía a la música pura, «absoluta», y ello casi cincuenta años después de haberse compuesto El clave bien temperado. Para Rousseau el origen lingüístico de la música era una cuestión axiomática, hasta el punto que cabría calificarle no ya sólo como el padre de los precursores estéticos de Wagner, sino del nacionalismo musical. En el estado de felicidad original de la humanidad que él imaginaba, cuando nació el lenguaje, discurso, poesía y música eran una sola cosa —no había más música que la melodía, ni más melodía «* Critik der Urteüskraft, I, § 53, trad. J. H. Bernard (Londres, 1914), pág. 217. Consúltese la excelente obra de Paul Moos, Die Philosophie der Musik von Kant bis Eduard von Hartmann (Stuttgart, 1922), pág. 15. 65 Moos, op. cit., pág. 18.

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que la variación tonal. Digamos de paso que esta teoría roussoniana del origen lingüístico de la música, errónea como era, reaparece incluso en los tratados de psicología del siglo xix. Creía Rousseau que del discurso intensificado apasionadamente, la melodía se diferenciaba únicamente por la duración de los tonos. De donde se deducía que la música también dependía de las diferencias en el discurso: «El elemento determinante de la melodía de cada país es el acento de los lenguajes, es él el que hace que las gentes hablen cuando cantan y les condiciona a hablar con mayor o menor energía, según que su idioma contenga más o menos acento... Estos son los verdaderos principios...» 66 . No hay duda alguna de que para Rousseau, como para Kant, la música puramente instrumental era un género de segunda categoría. «Puesto que para describir algo la música precisa de la melodía y deriva de ésta toda su potencia, es lógico deducir que la música no vocal, por muy armoniosa que sea, sólo es un tipo de música imitativa incapaz de conmover o de decir algo con sus bellas armonías, que el oído olvida pronto y siempre dejan frío al corazón» 67. A continuación Rousseau se apresura a utilizar esta última conclusión a modo de diatriba contra la música contrapuntística, contra la combinación simultánea de dos melodías que, por muy bellas que sean, lo único que consiguen es neutralizarse entre sí —«es como si alguien encontrara un medio de recitar dos discursos simultáneamente con el fin de reforzar su elocuencia». Debemos citar ahora la opinión de Johann Gottfried Herder (17441803) como desagravio al honor del siglo xvm. En un principio fue Herder uno de los partidarios de la estética de Rousseau, pero más tarde se opuso a este arrogante dilettante y, al analizar la música polifónica, pensando tal vez en alguna de las secciones de desarrollo de Haydn, la calificaba como una «disputa cariñosa» que «tras el más amargo de los conflictos se resuelve armoniosamente». Nueva valoración de la música «absoluta» No precisamos rastrear detalladamente el cambio de conceptos sobre la música en la filosofía post-kantiana —por ejemplo, no nos detendremos en la obra del filósofo de la época romántica Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling, que en sus disertaciones sobre la filosofía del arte (18021805) consideraba a la música como ese arte al «que se despoja de todo vestigio de corporeidad y se mantiene sobre alas invisibles, casi espirituales», noción que le llevaba seguidamente al aserto de que la música ideal no es en modo alguno audible por ser no sensorial y sí suprasensorial. Por el contrario, el científico danés Hans Christian Oersted (1777-1815) en su diálogo Sobre las bases del entretenimiento producido por los sonidos (1808, primera edición de 1851) concebía la música como sensualidad Dictionnaire de Musique (París, 1869), art. Mélodie, pág. 277. Ibid.


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inspirada espiritualmente. Un rasgo romántico de esta filosofía es la afirmación de que la conmoción íntima causada al escuchar un buen fragmento musical no nace de una reflexión consciente, sino de los oscuros abismos de la conciencia. En cuanto a Georg Wilhelm Friedrich Hegel, según manifiesta en sus Disertaciones sobre la Estética (escrito alrededor de 1820, pero no publicado hasta después de su muerte), la música era un arte compuesto de sentimientos y talantes. Su tarea consistía en «reproducir no ya sólo el aspecto objetivo... sino, antes al contrario, la forma y manera cómo se conmueve el ser más profundo, de acuerdo con su naturaleza subjetiva y su alma ideal». Es posible que la música, bajo ciertas condiciones, pueda también evocar en nosotros actitudes o ideas definidas, pero en tal caso serán ideas que nosotros ya habíamos leído en ella. Hegel no fue un filósofo muy «romántico»: prefería la música vocal que, mediante la palabra, gana en exactitud, a la música instrumental, en la que veía poco más que un movimiento formal, un juego de la forma, sencilla y puramente subjetivo. Esta actitud suya hacia la música instrumental le llevó a calificarla como un arte genuinamente romántico. A este respecto Hegel se situó en una posición contraria a la de Arthur Schopenhauer, el filósofo que se opuso a él con toda su alma y que siempre le despreció. En El mundo como voluntad e idea (1. a edición 1818, y 2.a ed. 1844), Schopenhauer veía en las palabras únicamente «un añadido extraño, de valor secundario». Proclamaba que la música tenía derecho a existir por sí misma, con total independencia del texto, y, en el caso de la ópera, libre de lo que sucedía en la escena. Aun sin el texto la consideraba decididamente efectiva; .de hecho, hasta le parecía una ventaja que no precisara de las palabras y manifestara su efecto con toda su plenitud en una ejecución puramente instrumental.,68. En un punto concordaba con Hegel, pues para él la música era también un arte de expresión indefinida, que no precisaba «esta o aquella alegría concreta o especial, este o aquel pesar, o dolor, horror, deleite, goce, o paz de espíritu, sino la alegría, la pena, el horror, el deleite, el goce o la paz del espíritu en sí misinos, en abstracto hasta cierto punto, en su ser natural, sin accesorios y, | p r consiguiente, sin sus motivos. A pesar de lo cual nosotros le entendemos en esta su quintaesencia extractada». La música cuenta la historia secreta de nuestra «voluntad». Ya hemos visto en la primera parte de este libro (página 230) has ta qué punto le afectó a Wagner esta doctrina estética, y cómo la aprovechó en su Gesamtkunstwerk, violentando un tanto el pensamiento de Schopenhauer, pues lo cierto es que éste nunca habló del «fin» de la música instrumental, y al mismo tiempo puntualizó con toda claridad que la validez de leer un programa en ella era cuando menos dudosa: «Si echamos ahora una ojeada a la música puramente instrumental vemos que una sinfonía de Beethoven, aun cuando sus fundamentos observen el orden más perfecto, nos ofrece una tremenda confusión, un conflicto cargado de pa68

Moos, op. cit., pág. 162.

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sión, que al instante siguiente se transforman en una bellísima armonía. Se trata de la rerum concordia discors, una descripción fiel y perfecta de la naturaleza del mundo que transcurre por el laberinto sin límites de innúmeras formas y se apoya en la continua destrucción. Pero en esta sinfonía también hallan expresión todas las pasiones y emociones humanas —alegría, pena, amor, odio, terror, esperanza— en incontables gradaciones, aunque todo ello in abstracto, sin ninguna concreción; se trata de la forma pura, sin la sustancia, como un mundo espiritual sin materia. Claro está que mientras escuchamos la música tendemos a aprehender estas formas, a revestirlas de carne y hueso en nuestra imaginación y a verlas en todo tipo de escenas de la vida y de la naturaleza. Sin embargo, y en términos generales, nada de esto se requiere para comprenderlas y gozarlas, antes bien les confiere un añadido extraño y arbitrario; por consiguiente, es preferible captarlas en su inmediatez y pureza». Otros autores menores, como August Kahlert, catedrático de filosofía en Breslau, en su Sistema de estética (1846), también sitúan a la música a la vanguardia de todas las artes y consideran la música puramente instrumental como el más eficaz de todos los medios artísticos para expresar libremente «la neutralidad del alma hasta ahora inefable» 69. Debe señalarse, y queda dentro del espíritu romántico, que a Kahlert le parecía que la música instrumental, como la pintura paisajista, procedía del espíritu «teutónico» más que del románico —conclusión errónea sólo explicable porque durante todo el siglo xix Italia había centrado su atención exclusivamente en la ópera. En épocas anteriores, Corelli, o Vivaldi, o Domenico Scarlatti fueron exponentes muy cualificados de la música instrumental. Pero es axiomático que los filósofos no necesitan saber nada sobre la historia de la música. Repitamos que no es preciso indagar al detalle la actitud de los filósofos del siglo xix hacia la música romántica. En casi todos los casos los representantes de la filosofía carecían de la preparación técnica que les hubiera permitido expresarse con la suficiente autoridad sobre los problemas de la música. Cuando acertaban a dar una opinión correcta solía ser un caso de percepción intuitiva. Lo único que les caracterizaba a todos ellos era que, a medida que el siglo avanzaba, iban otorgando a la música una posición cada vez más alta dentro de la jerarquía artística. A diferencia de la estética del siglo xvni, que siempre anduvo inquieta y preocupada por librarse de la música puramente instrumental, el siglo xix alabó y ensalzó precisamente esta rama de la música. Durante el siglo xvm Inglaterra había considerado la música sobre todo desde un punto de vista sensual y vulgar. Por ejemplo, Burney escribía en 1776: «La música es un lujo inocente, innecesario para la existencia, pero resulta un aprendizaje y una gratificación para el sentido del oído». «... un arte que auna el placer corporal e intelectual mediante una especie de goce que gratifica el sentido sin debilitar la razón». William Masón en el primero de sus ensayos sobre la música sacra en Inglaterra (York, 1795) 69

Ibid., pág. 179.


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escribía: «En mi opinión, la música como arte imitativo se sitúa muy por debajo de la pintura y de la poesía, lo que he visto confirmado en muchos de los últimos autores de mejor criterio, hasta el punto de que difícilmente podría llamársela propiamente un arte. (Véanse, Tres tratados de Harris; Dr. Beattie sobre Poesía y música, y, sobre todo, la Segunda disertación de Mr. Twining antepuesta a su traducción de la Poética de Aristóteles). A pesar de todo lo cual posee ciertas cualidades, análogas a las que configuran la Métrica o la Versificación, tales como el Acento, el Ritmo, la Pausa y la Cadencia, por todo lo cual constituye, al igual que la poesía, objeto de crítica...». De suerte que fue un triunfo para la música que el psicólogo Herbert Spencer, en su ensayo Sobre el origen y la función de la música (1857) dijera: «... la música debe parangonarse con las demás artes y encumbrarse por encima de ellas, por ser la que más contribuye al bienestar humano. De modo que, aun dejando a un lado las gratificaciones inmediatas que continuamente nos brinda, nunca nos cansaremos de celebrar el progreso de la cultura musical que constituye una de las características de nuestro tiempo». Y también fue un triunfo que James Sully (Sensación e intuición: Estudios sobre psicología y estética, 1874) hablara en los siguientes términos acerca del refinamiento y la intensificación de la música durante el siglo xix: «Desde que la música instrumental cautivó a las clases altas, el proceso ha seguido en aumento; y si bien en la valoración de la música vocal e instrumental se debe permitir que decidan las preferencias individuales..., el mayor logro de la música consiste en haber conseguido simultanear la consecución de la belleza formal más excelsa con la expresión emocional más honda... que se encuentran, no en la ópera o en cualquier otra manifestación musical ligada a la palabra, sino en el libre desenvolvimiento del tono puro que ha logrado una belleza y un esplendor de una fuerza que está fuera del alcance de la canción y que, no obstante, conserva en los pliegues de su estructura íntima poder en abundancia para estimular y satisfacer los anhelos emotivos más profundos del. corazón humano» 70. i Señalemos a continuación que Spencer consideraba como una de sus virtudes el incremento de la vida sensual al cual la música contribuye. Constituía éste uno de los rasgos especiales del movimiento romántico y situó a la música en un puesto muy alto al ser la más estimulante de todas las artes; por esta sola razón fue Wagner un archirromántico, pues no hay música más incitante y orgiástica que la suya. Ya en otro momento 71 , he aludido al hecho de que la música no es siempre expresión directa del espíritu de un siglo. Muchas épocas crean para sí la música que necesitan. Por ejemplo, el siglo xvi fue tempestuoso, desgarrado por las luchas religiosas, desequilibrado por la destrucción de las más preciadas tradiciones de las edades medias. Se tomaba la música como un don del cielo, como un sedante, como una forma de reconquistar la compostura perdida, 70 Cons. Cari Stumpf, «Musikpsychologie in England», Vierteljahrsschrift für Musikwissenschaft, I, 266 y 299 (1885). 71 Greatness in Music (Nueva York, 1941), págs. 166 y sigs.

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como medicina espiritual. Contrastando con esta época, está el siglo nacido de la Revolución, con todas las conmociones de ias guerras napoleónicas a sus espaldas, y que desde 1815 gozaba, en términos generales, de la paz burguesa. Para este siglo la música era un estímulo, un medio de avivar las emociones. Ya no tenía ningún derecho al heroísmo de Beethoven, pero todavía gustaba de mirarse en este espejo heroico; incluso Wagner debía su gran victoria a la «burguesía» a quien ofrecía conflictos muy modernos e íntimos con una exageración heroica, en la clave que corresponde a la pasión más exaltada. Convergencia de las artes La época romántica tendió a borrar las fronteras entre las artes. Consecuentemente, no hay que buscar conclusiones válidas con respecto a la posición de la música entre los filósofos, cuyo método conduce, o debe conducir, a la separación, sino entre los poetas. Estas observaciones las hallamos sobre todo entre los poetas y escritores de los comienzos del romanticismo en Alemania. Inicios que se delimitan con suma nitidez. Wilhelm Heinse (1746-1803), que fue, en cierto modo, un exponente de Sturm und Drang, redujo al absurdo a Rousseau y a su teoría lingüística sobre el origen de la música, y en sus Diálogos musicales (escritos en 1776 ó 1777, pero publicados por vez primera en 1805), demostró la superioridad de la ópera sobre el drama. En su «novela musical» Hildegard von Hohenthal (1795-1976) da cuenta de lo que pudiera calificarse como un presagio de la futura evolución del movimiento romántico, al reconocer la fuerza totalizadora de la música instrumental y su pesar por el hecho de que a Gluck le faltara el sentido de lo nacional. Ahora bien, Gluck es el compositor «más moderno» que utilizaría como ejemplo; por lo que a él respecta, sus contemporáneos Haydn y Mozart apenas si existieron, mientras que sus verdaderos dioses familiares eran los antiguos italianos, sobre todo los neo-napolitanos Pergolesi, Jomelli y sus continuadores. Heinse todavía pertenecía de lleno al siglo xvill; se refería a la música sólo desde su punto de vista del músico cultivado que era, y evitaba difuminar sus fronteras. Fundamentalmente, su concepto de la música era sobre todo hedonista, la música simplemente como placer. Pero al año siguiente, 1797, se publicó Efusiones del corazón de un hermano en el claustro amante del arte - Fantasías sobre el arte para los amigos del arte, obra de Wilhelm Heinrich Wackenroder (1773-1798), editada por su amigo Ludwig Tieck con algunas aportaciones suyas interpoladas. El nuevo ideal ya no era Grecia, sino las Edades Medias (o lo que se pensaba eran las Edades Medias); y en vez del racionalismo aparecía el misticismo cristiano. El mundo pasaba a ser un producto del ego. Y el ego tenía derecho a configurarlo según sus preferencias; así pues, lo hacía siguiendo la vía artística: la vida nada era, el arte lo era todo. Si bien el clasicista Herder había reconocido sin reservas la justificación de la música instrumental, considerando la unión de la música y la


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poesía como el punto culminante, y permanecía, por tanto, dentro del campo estético, estos primeros románticos permitieron que el arte y la relii'ion se fundieran en una sola cosa. Uno de los héroes en las confesiones ilc Wackenroder, el alemán sureño Kapellmeister Joseph Berglinger, que murió «en la flor de la vida», encontraba lógico que la música sacra fuera la cima de todo el arte; en él se hacía ya evidente ese culto al pasado, que fue tan característico de la época romántica, al estilo de Palestrina, «aquella antigua música sacra, coral, que suena como un eterno Miserere mei Domine!, y cuyos tonos lentos, profundos, como peregrinos cargados de • Hipas, se arrastran por hondos valles». A medida que se abatían las fronteras entre el arte y la religión, entre i-l pensamiento y la poesía, también se borraban las lindes entre cada una «ir las artes. August Wilhelm Schlegel andaba ya haciendo proselitismo ffí favor de la convergencia mutua de las artes: las esculturas deberían iurnai- vida en los lienzos, las pinturas deberían hacerse poemas, los poema:; música. La música se situaba siempre al final de la serie. Goethe, que abrigaba por la música el más profundo interés teórico, que al calificarla Como «forma y sustancia completas» hacía gala de comprenderla integralmente, y que experimentaba su «efecto liberador» como una especie de sacudida, no la consideró nunca el «centro del arte». Por el contrario, los románticos, con Novalis a la cabeza, despreciaban el lenguaje como medio de comunicación: el alma del lenguaje eran las vocales; su objetivo linal, emanciparse en el seno de la música. Todo tendía a establecer la importancia primaria de la música instrumental, debido precisamente a que no podía comunicar ninguna percepción nocional, a que era un arte indefinido, un arte del inconsciente. Finalmente, el sentido de la música se mezcló con el panteísmo. Decía E. T. A. Hoffmann: «El espíritu de la música impregna la naturaleza toda». De modo que el inventor de música, que todavía en el siglo xvm era poco menos que un artesano, se convirtió en un sacerdote, en una figura romántica. Con su Wilhelm Meister, Goethe había entregado a los románticos un modelo de ficción, con el resultado de que cuando los héroes de las novelas no eran concretamente músicos, sí solían ser cuando menos artistas, inadaptados mayoritariamente para la vida. Puede verse hasta qué punto la figura de Beethoven se correspondía con estas ideas románticas, ideas que en Alemania se formularon en su mayor parte antes incluso de que se hubiera extendido el conocimiento de la música sinfónica y de cámara de Beethoven, ideas que con la interpretación que E. T. A. Hoffmann da a la música de Beethoven en general, a su música instrumental en la Kreisleriana, y a temas puntuales de algunas de sus obras —la obertura Coriolano, la Quinta Sinfonía, los dos Tríos para piano Op. 70, la música de Egmont, y la Misa en Do mayor, se acentuaron todavía más. En Francia estas ideas románticas iban ligadas al conocimiento directo de las obras de Beethoven. Mme. de Staél, en su libro De l'Allemagne (1810), que transmitía al público francés la primera concepción del romanticismo alemán, tenía tan sólo conexiones literarias; pero lo que incidentalmente dice acerca de la diferencia entre

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versos bellos y auténtica poesía suena como un eco de las ideas de Schlegel sobre la música: «... Para concebir la verdadera grandeza de la poesía lírica hay que vagar por las regiones etéreas, olvidar el sonido de la tierra mientras escuchamos la armonía celeste, y considerar al mundo como símbolo de las emociones del alma...». ¡Qué revelaciones hubiera hecho a sus compatriotas de haber tenido alguna conexión con la música! En la época en que Mme. Staél visitó Alemania y Austria hacía tiempo que habían visto la luz la Heroica y la Appassionala. Pero lo que ella había descuidado lo ofreció en abundancia la generación de escritores franceses que la siguió. En pos de Stendhal, cuyo entusiasmo por la música sólo era una parte de su adoración por Italia, y cuyo principal interés lo constituía la ópera italiana —aunque no parecía importarle demasiado distinguir entre Cimarosa y Mozart—, vino la generación de Balzac, Víctor Hugo y George Sand, para quienes la música estaba por encima de todas las artes, como lo estaba también para los románticos alemanes. George Sand, quien tenía razones especiales para hacerse amiga de Chopin, se servía de la música como incentivo que permitía a su imaginación vagar por el terreno de lo infinito y lo desconocido. En sus dos novelas sobre la música y los músicos, Massimills Doni y Gambara, Balzac situó a la música, cuyo lenguaja le parecía mil veces más rico que el lenguaje de las palabras, a la cabeza de las artes y, especialmente en Gambara, describió al hombre «hechizado por la música» como una figura propia de Hoffmann, como el Kapellmeister Kreisler, para el que quizás pudo haber tomado a Berlioz como modelo. La mayor aportación al cambio de actitud francesa hacia la música, que partiendo del clasicismo fue a desembocar en el romanticismo, corresponde claro está al propio Berlioz en su condición de crítico, sobre todo a través de su apasionada propaganda de Beethoven n. Por otra parte, Chrétien Urhan (1790-1845), amigo y contrapunto de Berlioz («el angélico apéndice del diabólico Berlioz»), que tocaba la viola en la Grand Qpéra y compuso dos Quintettes Romantiques, sentía tal entusiasmo por la música en general y por Beethoven en particular que llegó a esa forma de exaltación que hallamos ya generalizada en los últimos años del período neorromántico, en el culto a Wagner. Lo que dijera Alphonse de Lamartine sobre las voces secretas de la música que impregnan el universo todo, concuerda precisamente con lo que el cuarteto de Friedrich Schlegel ya citado (página 204) señalaba como el impulso motor de la Fantasía, Op. 17, de Schumann. El culto a la música: Liszt y Mazzini Por lógica evolutiva fue el país de la Revolución el que atribuyó a la música, y especialmente a la música de Beethoven, la función de mejorar 72 Cónsul. Leo Schrade, op. cit., especialmente el excelente capítulo «Enthusiasm of a Poet», págs. 39-69.


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el mundo, una función socio-política moral. Comoquiera que la Revolución había desarraigado al músico —al compositor, al intérprete, al viril IOSO— de sus antiguas conexiones sociales catapultándole frente a las masas como individuo libre, se hizo totalmente necesario hallar una nuev;i relación entre él y el todo. Esto se intentó tratando de elevar a la música hasta una situación más digna, de edificar un templo para ella y asignar al músico la función de gran sacerdote del templo. El movimiento sansimoniano, y en especial el manifiesto de Emile Barrault A los artistas del pasado y futuro de las Bellas Artes (1830), formulaba el nuevo papel que cabía al artista en general. Por lo que se refiere al músico en particular dicho papel lo dibujaron Berlioz y Liszt. Berlioz, partiendo de su culto a Beethoven, utilizó todas las formas imaginables del ridículo, la desesperanza y la ironía en su crítica a las condiciones musicales de París. Liszt, con su manifiesto de 1835, al que ya hemos hecho referencia (página 39), intentó reorganizar la vida de los conciertos, propuso estimular la actividad creadora mediante congresos de músicos y premios a las obras excepcionales y, en general, tomó partido contra la ramplonería de la crítica pública y los estragos causados por una instrucción deficiente. Para calibrar hasta qué punto habían cambiado las condiciones desde 1800 baste con imaginar cómo se recibiría a Bach, Haydn o Mozart en este nuevo estado de cosas. Para Liszt la desintegración del antiguo orden había llegado tan lejos que pedía, «en nombre de todos los artistas, del arte, y del progreso social», que se impartiera instrucción musical en las escuelas elementales, de modo que pudiera nacer una nueva música religiosa. Pedía también que se facilitaran ediciones económicas de las obras más importantes de los maestros antiguos y modernos. Había que educar a las masas para que recibieran las revelaciones de la música y de sus vicarios. «Creemos con tanta resolución en el arte como creemos en Dios y en el hombre, ya que ambos encuentran en aquél una voz y una forma de expresión sublime. Creemos en un progreso ilimitado, en un futuro social sin cortapisas para el artista tonal, y creemos en ellos ¡con teda la potencia de la esperanza y del amor!» 73 . Era el éxtasis, totalmente imbuido del credo romántico. \ Por extraño que parezca, dicho manifiesto se asemejaba a otro análogo sobre el lugar de la música en el pasado, el presente y el futuro: el opúsculo Filosofía della Música que Giuseppe Mazzini escribió en 1836 y dedicó a la «divinidad desconocida» (ignoto numini) 74. Fue este manifiesto una de las publicaciones más extrañas del mundo •—juvenil, entusiasta, escrito por una persona que hablaba de música a las masas, desde su posición de lego en la materia—. Así, sitúa al mismo nivel artístico Don Giovanni de Mozart y Robert le Diable de Meyerbeer, y se refiere a ellas como si fueran la misma cosa. Italiano de pura cepa, se sentía confuso y dubitativo sobre todo lo que no pertenecía al género operístico; y veía en las óperas de Donizetti, especialmente en Ana Bolena y Marino Falieri, 73 74

Gesammelte Schriften, II, pág. 30. Scritti letterari editi ed inediti, II (Imola, 1918), págs. 117-165.

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los balbuceos que le conducirían al logro de sus ideales. (Más tarde, en Verdi, tendría ocasión de verlos realizados, pero no estoy muy seguro de si lo vio, pues en todo caso nunca dijo nada sobre el tema.) Pero tenía unas ideas demasiado amplias para hallarlas realizadas en la ópera. De forma inequívoca declaraba que era imposible revivir una época ya agotada, pero no por esto predicaba exactamente la revolución, sino sólo una evolución decidida. Lo insólito de todo ello es que condenaba por igual el Romanticismo y el clasicismo persistente. Vislumbraba al Mesías de la música como hijo y discípulo de Italia, como alguien que no obstante desarrollaría la música italiana en el seno de la música europea y fundiría en una sola «las fuerzas elementales creadoras» (elementi generatori) de las músicas italiana y alemana, con su melodía «individualista» y su armonía «social», en pos de «la música social, el drama musical del futuro» (alia música sociale, al dramma musicale dell'avvenire). «Hablo de un tiempo en que el público y el drama ejerzan entre sí una influencia recíproca y beneficiosa..., en que el drama musical se presentará ante un público que no será ni materialista, ni ocioso, ni frivolo, sino que se regenerará, consciente de la verdad que le será enseñada, y estará en posesión de una elevada misión educadora, mientras que el poder benéfico de la música sobre la mente se apoyará y acrecentará mediante la combinación de todas las formas del efecto dramático» 75. En medio de tanto dilettantismo, de tanta confusión retórica, está bien claro que también en Italia se elevaba un clamor en favor del genio, en favor de una mejor valoración del arte, de una relación de la música con la vida toda. En este opúsculo de 1836 se dan también extraños paralelismos con las demandas que más tarde hará Wagner: por ejemplo, cuando Mazzini pedía una participación más decisiva y activa del coro en la ópera. Leyendo a Mazzini no se puede por menos de pensar en Lohengrin: «¿Por qué el coro —que en el drama griego representa la unidad de la impresión producida sobre el juicio y la conciencia de la mayoría, actuando sobre la mente del poeta— no habría de asumir proporciones más amplias en el drama musical moderno y pasar de la posición pasiva y secundaria que ahora se le asigna a la representación solemne y total del elemento popular?» 76 ; o cuando pide que se le dé más importancia al recitativo accompagnato con el fin de lograr los mayores efectos dramáticos posibles en las formas cerradas de la ópera. Ideas que son como un presentimiento de la «melodía infinita» de Wagner. En contra de la fusión de las artes: Hanslick En vista de la polaridad actuante en el movimiento romántico nada tiene de extraño que el grupo de poetas, escritores y músicos que pedían la " Ibid., pág. 155. 76 Ibid., pág. 152.


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fusión más íntima de las artes se viera contestado por otro grupo que inii'iHaba preservar la independencia de la música, y no quería ni oír hablar de su fusión con la poesía, ni de su misión social o su fuerza regeneiiuionista. El representante de dicho grupo fue Eduard Hanslick (1825l'XM). Hanslick había sido uno de los discípulos de Tomaschek en Praga, pero anteriormente fue hombre de leyes. Muy pronto, sin embargo, empezó su actividad periodística dentro del campo de la música, actividad que le llevaría a partir de 1864 a convertirse en un crítico muy influyente, colaborador del Neue Freie Presse vienes. Una representación de Tannhütiscr a la que asistió en el otoño de 1846, en Dresde, le dio ocasión de escribir un artículo encomiástico sobre la obra, y en una carta muy lignificativa (enero de 1847) Wagner le daba las gracias («Estoy totalmente convencido de que la crítica adversa es más beneficiosa para el artista que la alabanza...»). Ahora bien, la actitud de Hanslick hacia Wagner y el apoyo que le prestó experimentaron pronto un cambio fundamental. En su opúsculo Sobre la belleza en la música: Una aportación para la revisión de la estética musical (1854), Hanslick se erigió en portavoz de todos los que veían en el neorromanticismo o la «música del futuro» una vía equivocada y un peligro, y estigmatizaban la melodía infinita de Wagner como la «informidad exaltada a principio». Visto desde nuestros días, estas luchas partidistas, el apasionamiento que desató el antagonismo —con Wagner, Liszt, Berlioz, Bruckner, Hugo Wolf de un lado; Schumann, Brahms y todos los demás exponentes del clasicismo romántico del otro— no están libres de ciertos ribetes de comicidad. Y son un tanto cómicos porque quienes hemos nacido más tarde sólo vemos con claridad lo mucho que tenían en común los enemigos que se agruparon KJ los dos polos románticos. Baste con señalar que Wagner se tomó a Hanslick lo bastante en serio como para perpetuar el nombre de su mortal enemigo en la versión original de Beckmesser («Hans Lick»). El caso es que hay que tomarse a Hanslick muy en serio, ya que él no ignoraba que a la comprehensión estética le es indispensable una respuesta emocional: —«el valor último de la Belleza dependerá siempre de la' evidencia de los sentimientos» 77—. Pero reaccionaba contra la tesis de qlne la música existe para despertar los sentimientos; expresamente criticó a Robert Schumann, que había «causado mucho daño» al escribir: «La estética de un arte es idéntica a la de otro arte; lo único que difiere es el tema.» A diferencia de muchos otros románticos, Hanslick defendió una clara separación entre las artes. Con toda justicia, y por vía de ejemplo, citaba la música puramente instrumental. AÍ igual que Schopenhaeur, señalaba que la música sola, con sus propios medios, era incapaz de representar o expresar sentimientos y emociones definidos y personales: se le negaba enteramente su potencial para describir de forma inequívoca —conmociones anímicas concretas como la amistad, el amor, la esperanza, la cólera, el odio, los celos, o la desesperación—. La construcción musical de una sonata o de uno de sus movimientos no sigue sentimientos reales 77

Prólogo a la 11 ed., pág. v.

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o idealizados, sino que se desarrolla de acuerdo con las leyes puramente musicales. La música es un arte autónomo. El psicólogo inglés Edmund Gurney {El poder del sonido, 1880) decía lo mismo, pero expresado con diferentes palabras: que la función de la música es «transmitir las impresiones de cosas desconocidas —es decir, de las formas tonales que no existen fuera de la música y cuya belleza no puede derivarse de ningún principio externo—. La música no es, como el resto de las artes, un arte representativo, sino presentativo; tal vez, y por una ilusión psicológica, nos parezca una especie de expresión, pero esto no equivale a decir lo que se expresa en ella» 78. Cabría añadir que en la música pura se expresa simplemente música, y nada más. El «arte presentativo» de Gurney se corresponde exactamente con la definición de Hanslick, que atribuye «autonomía» (Immanenz) a la música. «La composición es una actividad de la mente humana que trabaja con un material capaz de convertirse en el símbolo del espíritu. Liemos hallado que este material musical es abundante, elástico y permeable a la imaginación del artista... Pero las combinaciones tonales, en cuyas relaciones consiste la belleza de la música, se consiguen no porque el compositor las pulse mecánicamente, sino por la libre creatividad de su imaginación. De suerte que el poder espiritual y la individualidad de esta imaginación concreta ejercen su impronta sobre el resultado en forma de carácter. Consecuentemente, como fruto de un espíritu pensante y sensible, la composición musical contiene un alto grado de potencialidad para colmarse de espíritu y de sentimiento. Nosotros exigiremos que en toda obra de arte esté presente este contenido espiritual, si bien no hay que atribuirlo a consideraciones que no sean las propias configuraciones tonales»79. La riqueza artística de una composición no está, pues, determinada por su efecto sobre los sentimientos, sino por la consideración espiritual; y mientras una persona lega en la materia, y no crítica, se interesa por saber si una obra es triste o alegre, el conocedor se pregunta si es buena o mala. La música actúa sobre los afectos, sin ambigüedades de ningún tipo, sólo cuando va conectada a la poesía, que le asegura una expresividad definida. Ahora bien, «la unión con la poesía aumenta el poder de la música, pero no amplía sus «límites» m. Digamos de paso que este poder es muy grande: al componer sobre las palabras se hace mucho más que colorearlas o perfilarlas, tarea con la que Gluck se sintió satisfecho, pues que fue la que él mismo se marcó. Unido a la poesía, el poder de la música es máximo; puede transformar un poema mediocre en la más intimista revelación del corazón. «La música», según Hanslick, «es una forma animada tonalmente». Ahora bien, él nunca defendió la belleza vana puramente formal, pues una y otra vez insistió en la idea de que «las formas que establecen los tonos no deberían estar huecas, sino colmadas; no deberían ser los simples con78 79 80

Cónsul. C. Stumpf. op. cit., pág. 275. Hanslick, op. cit., 11 ed., pág. 65. Ibid., pág. 34.


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tornos de un vacío, sino que dentro de ellas debería tomar forma el espíritu». Sus ideas estéticas nacían de una concepción rígida pero, con todas sus limitaciones, eran impecables. Aún así se entiende muy bien la oposición que provocaron entre los que entonces defendían con todas sus fuerzas la reconciliación, la estrecha unión de las artes; los que consideraban a Bcethoven grande no porque fuera un gran músico, sino porque lo veían como a un «poeta del tono», como al iniciador de la idea del poema sinfónico, de la Gesamtkunstwerk. Y cuando se piensa en la tendencia de la música romántica a dirigirse no sólo al oyente con intereses estéticos, sino a todo el ser humano, como individuo y como miembro de la multitud, del todo, se comprende que estuvieran en desacuerdo con su tesis de que la música no apela a los sentimientos sino a la imaginación. De forma expresa Hanslick atacó este efecto narcótico y patológico de la música; y es de presumir que pensara en el público wagneriano cuando escribió lo siguiente: Arrellanados y dormitando en sus butacas estos entusiastas se dejan transportar y ¡irrullar alternativamente por las pulsaciones del sonido, en vez de escucharlo con la ¡ilcnción bien despierta. A medida que su volumen aumenta, se apacigua, triunfa o se desvanece, les transfiere a un estado sentimental indefinido que ellos, en toda su inocencia, consideran puramente espiritual. En conjunto, configuran el público «más agradecido» y también, seguramente, el más proclive a desacreditar el valor de la música. El rasgo estético del goce espiritual escapa enteramente a sus oídos... El principio es idéntico a cuando una persona se siente irreflexivamente consolada y otra cxicnsamente deleitada: el goce del aspecto elemental de la música81.

En este punto, Hanslick toca el tema de la buena salud espiritual, la salud mental de sus contemporáneos románticos —como más tarde lo hiciera Friedrich Nietzsche. Y no hay ninguna duda de que la persona musicalmente receptiva del siglo xix era más patológica de lo que lo eran sus contemporáneos menos melómanos. Musicología I • Ya hemos observado en la primera parte de este libro que el período romántico fue el primero en la historia de la música en cultivar una relación con el pasado remoto. Los románticos descubrieron las «Edades Medias», incluido en ellas el siglo XVI, la época de Palestrina; y descubrieron a Bach. Sin la ayuda de la musicología no hubieran podido hacerlo; o tal vez fuera mejor decir que, en muchos casos, la musicología fue el impulso motor para acercarse al pasado de una manera creadora. De no haber contado con la obra de Nikolaus Forkel, Ueber ]ohann Sebastian Bach's Leben, Kunst und Kunstwerke (1802), difícilmente hubiera pensado la Academia de Canto de Berlín, bajo la dirección de Cari Friedrich Zelter, en ocuparse minuciosamente del arte de las cantatas de Bach, y es de suponer que la 81

Ibid., pág. 122.

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fecha de la primera representación de la Pasión, según San Mateo, hubiera sido muy posterior a 1829. También la musicología es un producto de la época romántica. Se comprende esto con claridad cuando se analizan las primeras incursiones de envergadura en la historia de la música durante el siglo XVIII: Storia della Música (1757, 1770, 1781), del padre Giambattista Martini; A General History of Music (1777-1789), de Charles Burney; -y General History of the Science and Practice of Music (1776), de John Hawkins. La historia del erudito franciscano tiene un carácter decididamente anticuado, que no hubiera perdido aun en el caso de haberse extendido más allá de la historia de la música antigua. Esta observación es aplicable casi en igual medida a la obra también fragmentaria de Forkel, Allgemeine Geschichte der Musik (1788-1801). Sin embargo, las obras de los dos autores ingleses son todo lo contrario a una antigualla. Ambos, y sobre todo Burney, estudian el desarrollo musical, desde el punto de vista del presente, desde el enfoque del progreso que en su tiempo ya había llegado muy alto. Estos dos estudiosos no podían admitir que hubiera habido épocas en las que la música ya hubiera alcanzado un grado de maestría y de fama superior al de su tiempo; que, por poner un ejemplo límite, una cantata de Carissimi pudiera ser más valiosa que un aria de Jommelli, o una fuga de Bach más que una sonata de Galuppi. El efecto de este tipo de ideas encontró eco en William Masón (véanse págs. 323 y sígs.) en su Ensayo sobre la música de catedral (reeditado en 1795, pág. 112), donde afirma que el arte de los antiguos maestros era deficiente en los dos puntos que son esenciales a la música: agradar al oído, y «transmitir sentimiento e influir en las pasiones». La situación cambió en el primer cuarto del siglo xix, y el cambio va unido, ante todo, al nombre de un sabio belga, Francois-Joseph Fétis, de Mons (1784-1871). Basta con echar una ojeada a sus obras más importantes para darse cuenta hasta qué punto se habían modificado los términos. Su Traite de la Fugue et du Contrepoint (1825) no era ya la obra didáctica en el sentido mecánico propio del siglo XVIII, como lo era todavía —por poner un ejemplo— Gründliche Anweisung zur Composition (1790 y 1818), obra del valioso Johann Georg Albrechtsberger, maestro de Beethoven. Otra obra de Fétis publicada en 1830 nos indica, hasta en el mismo título, que la música no es ya un privilegio de los profesionales, ni tampoco una materia meramente hedonista, sino una cuestión social: «La música al alcance de todos» (La Musique Mise a la Portee de Tout le Monde). Obra que fue seguida de la Biographie Universelle des Musiciens de 1837, el Resume Philosophique de l'Histoire de la Musique del mismo año y, finalmente (1869), la Histoire Genérale de la Musique Depuis les Temps le Plus Anciens Jusqu'a nos Jours (1869, proyectada en ocho volúmenes, más dos de Apéndices, de los que sólo se publicaron tres por el propio Fétis y dos más con el material que dejó al morir). La universalidad de Fétis era, en esencia, algo distinto a la de Hawkins o Burney. No sólo conocía las épocas pretéritas de la historia de la música, sino que las comparaba y valoraba fuera de su contexto. En el prefacio a la segunda edición de la Biographie Universelle (1868) dejó bien claro


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este punto: «Uno de los mayores obstáculos para emitir juicios acertados sobre el valor de las obras musicales se halla en la doctrina del progreso aplicada a las artes. He luchado mucho contra esto y he tenido que soportar vivos altercados cuando he sostenido que la música cambia y que progresa únicamente en sus elementos materiales.» La idea de que el pasado pudiera ser mejor que el presente era un punto de vista nuevo antirracionalista y romántico, y condujo a la formación de nuevas «afinidades» con el pasado, afinidades que mientras un período artístico mantuviera un destello de vida creadora cambiaban continuamente. En la época romántica fue la afinidad con Bach y con las Edades Medias —aunque la afinidad con Bach tenía más bien el carácter de una relación más sentimental que viva, y la afinidad con la Edad Media era más erudita que auténticamente creativa. Un amigo del padre Martini, el príncipe-abate de San Blas, Martin Gerbert, publicó en 1784 una serie de tratados medievales sobre música, los famosos Scriptores Ecclesiastici de Música Sacra Potissimum; Edmond Henri de Coussemaker (1808-1876), lector de la revista crítica de Fétis, Revue Musicale, continuó dicha serie {Scriptores de Música Medili Aevi 1864-1876), pero con un espíritu nuevo y científico, muy lejos de una idea de anticuario. Idéntico fue el cambio operado en la actitud de los románticos hacia un período algo posterior de la historia, el siglo xvi. El patriotismo romántico y el orgullo nacionalista ya habían empezado a representar su papel cuando en 1818 Baini publicó su monografía sobre Palestrina. En 1826 la Real Sociedad de ciencias holandesa planteó la siguiente pregunta como tema de un concurso: ¿Cuál fue el valor de la música holandesa, sobre todo en los siglos xiv, xv y xvi? El concurso derivó en una reñida competencia entre Fétis y Raphael Georg Kiesewetter (1773-1850), funcionario público vienes, que ganó este último. Mientras que en Roma, París y Viena se tomaban en consideración este tipo de cuestiones, en Berlín, Cari von Winterfeld (1784-1852), distinguido/jurista, se ocupaba de estudiar las músicas sacra y profana del siglo xvi, y/ publicaba (en 1834) su «Giovanni Gabrieli y su época» (Johannes Gabriel und sein Zeitalter), en donde —entre otras cosas— se revelaba por vez primera después del padre Martini la importancia de Monteverdi. A esta obra le siguieron tres volúmenes sobre «La música sacra vocal evangélica y su relación con el arte de la composición» (Der Evangelische Kirchengesang und sein Verhaítnis zur Kunst des Tonsatzes) (1843-1847). Constituyen ambas dos obras fundamentales en las que el lenguaje y el tratamiento son a la vez científicos y románticos. Mientras Fétis, como el gran escritor que era, dominaba todos los géneros y criticaba por igual la evolución de su época (tanta era su crítica que despertó reacciones muy airadas por parte de Liszt, Verdi y otros compositores menores), Winterfeld era ya uno de esos hombres que viven enteramente en un pasado remoto. Para él el siglo xvm apenas si había existido. August Wilhelm Ambros, sobrino de Kieseweter (1816-1876), que también dejó incompleta una historia de la música, interrumpida al llegar

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al siglo XVII, representa a una generación algo posterior. Es más que obvio que el terreno preferido de Ambros fue la época que sus contemporáneos llamaron «Renacimiento», en armonía con las tendencias del período entre 1850 y 1880, época que gustaba creerse que era reflejo del tiempo de Tiziano y •—en Alemania— de Durero y Hans Sachs. Por vez primera aparecen en la obra de Ambros constantes paralelismos entre la evolución de la música y el desarrollo de las artes plásticas, en un intento de aprehender todas las artes como la expresión de un complejo cultural unificado. Se daba, pues, una transición a la investigación de los hechos, filosófica o puramente histórica, tal como se constata plenamente en la biografía sobre Beethoven del norteamericano A. W. Thayer (vol. 1, 1866). Con la aparición de esta obra la historia de la música romántica llegaba virtualmente a su fin, y no deja de ser interesante señalar que esto es lo que observó de inmediato, y muy satisfecho, el posterior antirromántico Nietzsche, tras conocer la obra de Thayer.


Capítulo 19 Conclusión

Por lo que a la música se refiere —y no sólo a la música— el romanticismo se nos aparece como un movimiento bipolarizado, cuyos puntos opuestos se unen en una gran corriente, ancha y copiosa. Pero al final de dicho movimiento la coexistencia de ambos polos resulta imposible. Al morir Richard Wagner no había un estilo definido de arte, como ocurría, por supuesto, siglos atrás. El propio Wagner nos ofrece un buen ejemplo de lo que es esta nueva evolución. En su Gesamtkunstwerk se daba, por supuesto, que todas las artes cedían algo de su propia naturaleza a fin de producir una unidad superior. En la realidad, su obra alcanza el punto culminante con la música o, más exactamente, con su orquesta sinfónica. No ya sólo las voces, sino también el drama, la poesía y las artes plásticas habían de subordinarse a esta orquesta y hacer de ella su vehículo. En cuanto a las artes plásticas, Wagner, el creador de la «obra de arte del futuro», se limitaba a ser «contemporáneo» hasta el exceso: la puesta en escena de su obra es tan naturalista que constituye la desesperación de todo artista: una especie de diorama en el que se mueven pequeñas figuras humanas, y animales, hasta que a la postre acaba jugando incluso con el décor escénico. Sus escenas de Venusberg y de doncellas coronadas de flores son el equivalente directo de los pletóricos cuadros de Hans Makart, uno de los exponentes «más decorativos» de la pintura de la Edad dorada en Alemania. Era, pues, inevitable que los poetas, pintores, escultores y, sobre todo, los músicos reaccionaran contra la idea de la Gesamtkunstwerk, y reclamaran con especial pasión los derechos de sus respectivas artes. Y una vez más insistieran, como ya lo hizo Lessing en el siglo xvín, en delimitar unas de otras con claridad y nitidez. ¡Pero cuánto ha cambiado la situación en el lapso de dos siglos! En el siglo xvín la separación de las leyes y posibilidades de la poesía, por un lado, y de las artes plásticas, por otro, había sido un tema puramente estético, una cuestión de estilo que se asentaba sobre la base firme de una cultura homogénea. Pero ahora, al final del si337


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glo xix, ya no imperaba este tipo de cultura homogénea y se había preciso Mltablecer previamente una base. Antaño no se ponía en duda que el arte v el estilo fueran una forma de vida; ahora el arte iba a reformar la vida que había perdido su estilo. Tal era la meta a la que, con su regeneracioniMiio por vía del arte, aspiraba Wagner al principio de su carrera, asociado a Friedrich Nietzsche y algunos más que compartían su pensamiento. Tías la profunda desilusión de la experiencia del primer festival de Bayiviitli, en 1876, cuando Nietzsche se volvió contra él, Wagner sintió el abandono de Nietzsche, no ya sólo como la pérdida de su seguidor y propagandista más distinguido, sino también como la condena final del objetivo último que se había propuesto el movimiento romántico como culminación de su obra. No obstante, Wagner quería seguir adelante. Su obra había nacido de la desesperación por la deformidad, o Informidad, artística de su época. Sobre todo, en su patria esta Informidad se iba ocultando progresivamente tras la Uniformidad, tras una identidad letal. Dondequiera que uno mirara, por ejemplo, en Inglaterra, se daba un compromiso con una antigua iiadición, donde el arte, sobre todo el musical, asumía una posición más bien decorativa. La única forma de arte que todavía estaba viva de verdad y tenía carácter nacional tal vez fuera la ópera italiana. Pero precisamente debido a este fervor nacional por la ópera, Italia se había alejado un tanto de Europa y pagaba el precio de este distanciamiento con la atrofia de las restantes ramas de la música. Brahms se volvía hacia el pasado, y el hecho de que consiguiera su estilo y su derecho a perdurar en virtud de su perNonalidad, tan cálidamente humana, y del dominio de su oficio en una época en que, por lo demás, el siglo estaba ya artísticamente exhausto y había llegado a un punto de imitación no-creadora de todos los estilos de los siglos pasados, constituye un indicativo más de la significación de su obra «retrospectiva». Al final de su evolución el movimiento romántico se había transformado en un carnaval de estilos. Parece una afirmación dura, pero no lo es tanto si pensamos en el compositor y en el oyente medios y no en los excepcionales, que suelen ser los que nosotros, pertenecientes a otra generación, tomamos como punto de referencia para juzgar los méritos de una ép^ca dada. En cierto modo estamos justificados, ya que una ponderación correcta exige que nos fijemos en sus producciones más cimeras; pero no lo estamos en otro sentido, si consideramos que la mayoría de los creadores de estas producciones hubieron de luchar con todas sus fuerzas para que su propia época los estimara, batiéndose contra la competencia de lo mediocre, lo ramplón, lo pedestre y lo que estaba de moda. Si deseamos calibrar la magnitud de la fisura abierta al final de la época romántica, preciso es considerar las diferencias existentes en la actitud de las masas con respecto a la música. El mecenazgo de la aristocracia prácticamente había desaparecido; sólo los príncipes alemanes seguían considerando la música como un deber heredado y continuaban patrocinándola; pero, con mayor o menor brillantez, se limitaban a seguir cultivando la ópera. Por otra parte, las clases medias cultas, agrupadas en asociaciones,

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19. Conclusión

asumieron el mantenimiento de la música, promovieron la audición de oratorios y otras obras corales, y —como una herencia de los antiguos collegia música y «academias»— contribuyeron a la perduración de las orquestas. Llenaban los teatros de ópera y las salas de concierto, pero esta burguesía era todo menos una congregación ideal. Tanto en la forma como en la calidad de las obras de arte que se presentaban, el contraste con el siglo xvm es chocante, incluso en el puñado de grandes ciudades donde coexisten y se mezclan la aristocracia y las clases medias altas. Durante el siglo xvm, en Londres y en Italia, los auditorios escuchaban opera seria y opera buffa; en Francia estaban la tragédie lyrique y la opéra-comique; en Alemania se daba una combinación de todos los elementos en la que la opéra-comique se representaba sólo en una variante un tanto filistea: el Singspiel. Como siempre ha sucedido, los auditorios escuchaban óperas buenas y óperas malas, pero el disfrute de la ópera nunca tuvo un carácter tan desigual como el que alcanzó al término del período romántico. El burgués asiduo a la ópera de 1880 no sólo tenía la oportunidad de escuchar un repertorio internacional —hoy Fidelio, de Beethoven, mañana Aida, pasado mañana Carmen—, sino que también podía asistir hoy a la representación de Tristan und Isolde y mañana a la de La Filie de Múdame Angot. Es inútil argumentar que hacia 1750 la situación era análoga, por ejemplo, en París, donde junto a las óperas de Lully y Rameau en la Académie Royale también se ofrecían sus parodias en el Théátre de la Foire. En este caso, todavía podía hablarse de una relación entre una categoría superior y otra inferior; pero al final del movimiento romántico el consumidor de arte se había convertido en una criatura omnívora, que devoraba bellotas y ostras con idéntica fruición. Es comprensible que Richard Wagner apartara su obra de arte de este tipo de auditorio, que quisiera transformar en una congregación a esta masa de gente que disfrutaba del arte. Pero es consustancial a la idea de masa sus grandes proporciones y, asimismo, también es consustancial a la idea de congregación su cuantía reducida. Este carácter omnívoro de finales del romanticismo se pone también de manifiesto en su relación con el pasado. Cada vez hacía suyas más y más cosas, tantas que fue ya incapaz de digerir el material acumulado. Dice Goethe en Fausto: Vara poseer de verdad tu herencia, Primero has de ganarla por tus propios méritos.

Pero la herencia se había hecho descomunal y no era posible merecerla. De suerte que el pasado fue adquiriendo progresivamente un carácter de museo, y progresivamente, también, fue aumentando el número de personas que vivían del pasado, y el gran pasado empezó a contraponerse al diminuto presente. Un síntoma de este proceso de «vivir del pasado» fue la aparición del «intérprete» en la sala de conciertos, en contraste con el virtuoso. El gran virtuoso había sido, por así decirlo, el fenómeno original de la sala de con-


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ciertos: se daba por sentado que su repertorio se lo proporcionaba él —Paganini para su violín, Liszt para su piano—. La tradición del virtuoso no murió del todo: una y otra vez volvía a reaparecer, y su gran efecto no lijaba lugar a dudas: en Rubinstein y Busoni, en Sarasate e Ysaye. Pero el cambio se produjo ya con Liszt y sus interpretaciones de Beethoven, interpretaciones que en siglo xx calificaríamos seguramente como ejemplos de violencia infringida al original. Hans von Bülow, discípulo de Liszt, se convirtió en el primer «intérprete» de todas las obras que tocaba. A pesar de toda su animación, la naturaleza de Bülow era estéril, no creativa; enseñaba la forma como debían tocarse las composiciones. Y lo que Bülow hizo con las obras pianísticas del pasado, lo hizo también Joseph Joachim con las obras para violín. Bülow, asociado con Liszt, cambió, asimismo, el tipo de director por el de intérprete y —por extraño que suene— por el tipo de intérprete virtuosista, subjetivo. En el prefacio a Hungaria, uno de sus poemas sinfónicos, Liszt ya había abogado por el cambio: no sólo pedía un ensayo minucioso de los distintos grupos instrumentales dentro de la orquesta, algo que hasta los más rigurosos directores a la antigua usanza no exigían, sino más aún: «Al mismo tiempo me gustaría hacer notar que en este tipo de obras la medida ha de realizarse con más sentimiento para los períodos musicales, mayor flexibilidad y un conocimiento de los efectos cromáticos, rítmicos y expresivos mejor de lo que suele ser habitual en muchas orquestas. Una composición no es más completa por estar medida y ejecutada mecánicamente con regularidad y con mayor o menor corrección, de suerte que el autor se siente satisfecho por la forma de ejecutar su obra y, conIficuentemente, reconoce que es una representación fiel de su pensamiento. El nervio vital de una buena ejecución sinfónica reside, sobre todo, en la comprensión que el director tenga de la obra que se interpreta, algo que el director debe dominar de arriba abajo para después comunicarlo...» Sin duda, es difícil comprender qué otra cosa pueden pedir el compositor y el oyente que sea distinta o mejor que una «fiel representación» de la obra. Sea/lo que fuera lo que Liszt pedía a los intérpretes de sus sinfonías, Bulo^ lo consiguió, incluso tratándose de sinfonías del pasado —una ejecución propositiva, una fluctuación en el tempo, un desmembramiento que, obviamente, no siempre acertaba a conseguir una nueva síntesis. En muchos pasajes de su famoso ensayo Sobre la dirección (1869), Wagner parece sancionar esta especie de «vitalización» de los clásicos. El resultado puede apreciarse en la crítica de un testigo intachable, de un wagneriano tan leal como lo fue Hugo Wolf. El 6 de febrero de 1887 daba cuenta de su consternación al observar que Bülow podía haberse distanciado de Beethoven: «Por sobre todas las cosas le aterroriza un Beethoven vivo; así que para acceder a él, se limita a golpearlo una vez muerto. Es entonces cuando comienza su actividad como intérprete de Beethoven: con sumo cuidado se disecciona el cadáver, se rastrean hasta las más sutiles ramificaciones, las complejidades de sus órganos, se estudian sus entrañas con la minuciosidad de un auríspice, y la lectura anatómica continúa...»

19. Conclusión

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El período del romanticismo musical tocaba a su fin. Y, como ocurre siempre que una época se acaba, se anuncian los síntomas: laxitud o agotamiento, y exageración. Contra la exageración, se hizo sentir la protesta; y en el agotamiento se manifestaba, apenas visible en un principio, el germen de lo nuevo. La protesta iba dirigida sobre todo contra el efecto, por demás anonadante, del arte de Wagner. Cuanto más arrolladora era la fuerza de su conquista, más vigorosa parecía la reacción; cuanto más internacional era el éxito que alcanzaba, más nacionalmente se dejaba sentir el contraefecto. Bajo la presión de la conquista de Wagner, hasta las antiguas naciones de tradición musical empezaron a despertarse: la primera que lo hizo y la más decidida de todas fue Francia. Por otra parte, se sucedían las manifestaciones de cansancio y agotamiento, y empezaban a desaparecer ciertas modalidades artísticas, mientras aumentaba el número de personas que permanecían indiferentes. Una bibliografía de la música pianística mostraría, sin lugar a dudas, que después de Schumann y Chopin, después de la Sonata en Si menor de Liszt, de las Ops. 1, 2 y 5 de Brahms, fueron contadas las sonatas para piano que se compusieron. Rubinstein, por ejemplo, escribió cuatro. Pero la sonata para piano como tal no evolucionó más, precisamente porque siempre había que compararla con la rotunda grandeza y la perfección de las sonatas de Beethoven, y porque se había apagado el entusiasmo romántico que inspirara a Schumann, a Chopin, a Brahms. Lo mismo puede decirse del lied. Cabría asegurar que con Hugo Wolf el género desplegó un ocaso luminoso y esplendente, pero en todo caso era el brillo de un sol que se ponía. Cabría pensar que el lirismo vocal francés había granado al final de este período en la obra de Gabriel Fauré (1845-1924) o Henry Duparc (1848-1933); pero lo cierto es que la gran época del lied había pasado, aunque a lo largo del siglo xix todavía se compusieran muchos Heder. En cuanto a la música de cámara, Brahms había sido el último gran músico, el modelo de un grupo de seguidores muy inferiores a él. Sólo dos fueron los géneros a los que el período romántico —en su fase de cambio o decadencia— se aferró con fuerza indoblegable: la sinfonía y la ópera. Y éstos son, preciso es decirlo, los géneros que cuentan con los recursos más ricos para conseguir potencia musical, con las mayores posibilidades para obtener un efecto por vía del sonido neto. Y paralelamente al efecto sonoro, se apreciaba una exageración en la armonía. Cabría representar la historia básica de la música romántica como la historia de una desintegración incipiente de los elementos musicales: melodía, ritmo y armonía. En Beethoven todavía guardaban perfecto equilibrio; pero con sólo mencionar su nombre constatamos de inmediato que él fue el último gran maestro del ritmo. Por encima de todo lo demás, el músico romántico pensaba en el refinamiento de la armonía, elemento en el que apoyaba sus ideas reales. Y la «más romántica» de todas las obras del movimiento romántico, Tristan de Wagner, fue culminación y punto de partida de la historia de la disonancia, no de la melodía o el ritmo.


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Parte III. La filosofía

Al margen del neorromanticismo de Liszt y Wagner sobrevino el hi|n-r romanticismo. Sobre todo a través de la impresión intoxicante de las Óperas o la orquesta wagnerianas comenzó un período de envenenamiento musical, una deificación del arte, que contrastaba visiblemente con la estrechez mental más extrema que también era moneda corriente. (El ejemplo más característico de esta idolatría de la música se encuentra en la obra de Scriabin.) El auto-engaño de los entusiastas del círculo neorromántico solía asumir formas grotescas: «Estamos al principio de una nueva era; vivimos en medio de un gran movimiento que, a partir de la Reforma, la humanidad ha venido gestando. Nos aprestamos a hacer frente a una concepción del hombre inconmesurablemente más elevada y más refinada. Sin embargo, todavía nos encontramos en una fase muy primitiva con respecto ¡i este final, pero hacia el año 2000 se desarrollará, como planta del siglo, una florescencia de la humanidad sensiblemente bella.» Así escribía Peter Cornelius el 9 de enero de 1861 a uno de sus amigos en Weimar. En los escritos de juventud de Friedrich Nietzsche se expresa también una esperanza exagerada en el regeneracionismo por vía del arte, por la función' «redentora» de la música. Digamos de paso que Nietzsche fue siempre un músico «traspapelado», un artista que hubiera encontrado en la música el mejor medio para hacerse entender, y que sólo por necesidad se servía del lenguaje. Al mismo tiempo y en el mismo lugar, que el joven Nietzsche, vivía y actuaba Jacob Burckhardt, verdadero representante del pesimismo cultural más profundo, auténtico profeta del futuro. Tal es la suma total del romanticismo musical. Pero al hacer el balance se pone también de manifiesto una contradicción: experimentamos el deseo apremiante de contrastar la apoteosis más resplandeciente del movimiento romántico. ¡Qué gran época! ¡En sus inicios destaca Franz Schubert, la encarnación más pura del músico, y al final brilla Richard Wagner, el creador de Instan! ¡Y entre los dos, cuántos nombres, oponentes acérrimos, realmente grandes! ¡Qué época musical tan heroica y qué tarea tan difícil la suya! Peter Cornelius se equivocó al decir en su profecía que la época todavía/estaba en una «fase muy primitiva». Fue una época sensible a las vibraciones más finas del alma y su sensibilidad alcanzaba a comprender también los balbuceos del impresionismo, que estaba demasiado vivo y era demasiado completo para evolucionar hasta la especialización. El movimiento romántico musical fue joven y viejo a un tiempo. La música justificó la fe que los primeros autores románticos pusieron en ella, y la justificó completamente. Realizó cumplidamente la tarea que le asignaron: situarse en el centro de las artes. Por grandes que hayan sido los logros conseguidos por las otras artes —la poesía y la pintura— en todas las naciones, durante el siglo xix, la música sobresalió sobre todas ellas, y allí donde las demás artes rehusaron actuar, ella estuvo presente. Cuando se piensa en las obras del pasado que todavía hoy sobreviven, la balanza se inclina decididamente a favor de los románticos sobre los clásicos. Si la historia de la música se hubiera detenido a la muerte de Beethoven, hoy seríamos inmensamente pobres. Cierto que la música del pe-

19. Conclusión

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ríodo clásico es como un cielo estrellado: no podemos alcanzar las estrellas, ni siquiera envidiarlas. Pero la música del período romántico es nuestra música, a la vez culminación y añoranza sin límites. En la historia del arte las eternidades no existen: no sólo mueren las obras, también las épocas. Pero la época romántica como símbolo de ruptura y de voluntad de salvar esa ruptura, constituye un principio eterno del arte. En la música romántica del siglo xix dicho principio halló su realización más reveladora, más «eterna».


índice antroponímico

índice antroponímico

Abegg, 203 Abraham, G. A., 296 Acliim, Adolphe-Charles, 275, 292 Aiblinger, J. K., 56, 160 Albrcchtsberger, J. G., 333 Alfieri, Vittorio, 62, 166 Alkan, Charles H. V. 214, 216-17 Allmcrs, Hermann, 189 Ambros, A. W., 334-35 Andei-sen, H. C , 303 Amlré, J. A., 114 Ajaja, Francesco, 290 A Mosto, Ludovico, 109 Ariiim, Achim von, 50, 64 Articta, Emilio, 313 Aubcr, Daniel-Francois, 36, 52, 123-24, 205, 223, 239-40, 247-48, 270, 274-77, 292, 303

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_

liaclr, Cari Philipp Emmanuel, 37, 57, 78, 158, 208 Bach, Johann Christian, 37, 108 Bach, Tohann Christoph Friedrich, 57 Bach, Johann Sebastian, 14, 17, 20-1, 24, 34-5, 37, 39-42, 45, 48, 53, 57-9, 67, 71, 78, 83-5, 127, 132, 141, 149, 151, 158-59, 167, 171-73, 176, 179, 187-88, 198, 203, 205, 207-08, 210, 215-17, 236-37, 252, 283, 300, 302, 305, 310, 328, 332-34 Bach, Wilhelm Friedemann, 37, 57, 208 Bnggesen, Jens, 69 Bami, Giuseppe, 160, 334 Balakirew, Mili A., 68, 294-95, 301 Halle, M. W., 247 linlzac, Honoré de, 327 344

Barbaja, Domenico, 118 Barbieri, F. A. 313 Barrault, E. 328 Bartók, Béla, 311 Basili, Basilio, 313 Basili, Francesco, 313 Baudelaire, Charles, 246 Baumgarten, G. von, 110 Beattie, Dr. James, 324 Beck, Franz, 283 Beethoven, L. van, 14-8, 23-4, 25-6, 3032, 34-9, 41-3, 48, 50, 52, 54-5, 57, 59-60, 62, 63-4, 65-6, 70, 73-6, 78, 80, 84, 86-7, 89-91, 93, 95-101, 103-06, 112115, 117, 127, 129-34, 140-46, 148-54, 157, 160, 163, 165, 171, 175, 185, 195-99, 201, 203-05, 208, 210-12, 216289, 296, 300, 309-10, 315, 322, 325, 326, 327-28, 332-33, 335, 339-42 Bellaigue, Camille, 165, 257 Bellini, Vincenzo, 59, 60, 182, 205, 223, 240, 254-57, 258-59, 261, 264 Bellman, K. M., 304 Benda, Franz, 68 Benda, Georg, 68, 175 Benevoli, Orazio, 164 Bennett, W. Sterndale, 138, 279 Benoit, Peter, 309 Béranger, Jean Pierre de, 183, 186, 193 Beresovsky, Maxim, 290 Berger, Ludwig, 197 Berggreen, A. P., 303 Berlioz, Héctor, 14-6, 24, 27, 32, 35, 37, 38, 49, 51, 54-5, 59, 65-6, 70, 76-7, 84, 87-8, 91, 106, 108, 119, 123-24, 127, 129, 134-41, 143-46, 154, 159-62. 168, 176-77, 178-79, 182-83, 184, 190,

200-01, 208, 210, 216, 237-39, 244, 246, 249, 251, 255, 260, 272, 291, 293, 300, 309, 315, 327-28, 330 Bernhard, Christoph, 304 Bertelman, J. G., 307 Berton, H. M., 275 Berwald, Franz, 305 Bihari, János, 310 Billings, William, 315 Binchois, Gilíes, 308 Bizet, Georges, 59, 63, 115, 236, 251252, 278 Bjerregaard, 305 Blake, William, 31, 43 Blockx, Jan, 309 Boccaccio, Giovanni, 118 Boccherini, Luigi, 196, 312 Bodenstedt, Friedrich, 191 Borne, Ludwig, 25 Bóttger, Adolf, 132 Boieldieu, F. A. 123, 275 Boito, Arrigo, 249, 269, 272-73 Bomtempo, J. D., 314 Borodin, A. P„ 68, 292, 294-95, 296297, 300 Borren, Charles van den, 308 Bortniansky, Dmitri, 290 Brahms, Johannes, 14-7, 38, 44, 45, 51, 59, 71, 77, 85, 105-08, 134, 143, 147, 149-53, 154-55, 166, 179-80, 182, 187, 188-89, 190-92, 195-96, 198, 200, 217219, 221, 236, 238, 252, 260, 288-89, 296, 302, 311, 330, 338, 341 Brand, Michael {ver Mosonyi, M.) Bree, J. B. van, 307 Breitkopf & Hartel, 94 Bren taño, Bettina, 30, 31, 204 Brentano, Clemens, 50, 64, 164 Bretón, Tomás, 313 Broschi, Cario, 312 Bruch, Max, 179 Bruckner, Antón, 38, 77, 106, 149, 153155, 162, 165-66, 192, 296, 309-10, 330 Bruno, Giordano, 18 Bülow, Hans von, 153, 168, 215, 227, 250, 259, 316, 340 Bürger, G. A., 148 Bull, Ole, 305 Burckhardt, Jacob, 246, 342 Burgmüller, N., 184 Burney, Charles, 56, 323, 333 Burns, Robert, 185 Busoni, Ferruccio, 215, 217, 340 Buxtehude, Dietrich, 70, 304 Byrd, William, 56 Byron, Lord, 32, 65-6, 120, 137, 144, 175, 185, 206

345 Caccini, Francesca, 109 Caldara, Antonio, 270 Calderón de la Barca, Pedro, 312 Cammarano, Salvatore, 265, 271 Campion, Thomas, 34 Cannabich, Christian, 283 Canova, Antonio, 29 Capell, Richard, 104 Carducci, G., 182 Carissimi, Giacomo, 22, 333 Castellani, Antonio, 182 Casti, G. B , 110 Catel, Charles S , 275 Catalani, Angélica, 59 Cavos, Catterino, 68, 290, 292 Cibber, Colley, 102 Ciconia, Joannes, 308 Cimarosa, Domenico, 27, 70, 108, 124, 253, 290, 327 Clementi, Muzio, 23, 59, 197, 199, 210, 290 Coelho, Manuel R,, 313 Coleridge, Samuel Taylor, 23 Corelli, Arcangelo, 196, 323 Corneille, Pierre, 135 Cornelius, Peter, 140, 189, 248, 252, 259, 310, 342 Costa, Michele, 176 Couperin, Francois, 27, 32, 70, 78 Coussemaker, E. H. de, 334 Cramer, J. B„ 197, 199 Croce, Giovanni, 161 Cruz, Ramón de la, 313 Csermák, A , 207, 310 Cui, César, 68, 294, 295 Czerny, Karl, 59, 90, 205

Chadwick, G. W., 316 Chamberlain, H. S., 246 Chamisso, Adalbert von, 185-86 Chateaubriand, Rene de, 66 Chausson, Ernest, 137 Cherubini, Luigi, 9 1 , 109, 275 Chezy, Helmina von, 118 Chopin, Frédéric, 14, 21, 35, 37-8, 59,60, 67, 69, 78, 85, 113, 130, 199, 200201, 208-14, 216-18, 221, 223, 236, 238, 285, 300, 311, 315, 327, 341 Choron, A. E., 160 Chueca, Federico, 313 Dach, Simón, 101 Delayrac, Nicolás, 275 Dante, 32-3, 145, 147, 169, 206 Dargomijsky, A. D., 193, 293-94, 297298


1-16

Diuimer, Friedrich, 189 David, Félicien, 38,76,249,276 I lebussy, Claude A., 309 Dehn, S. W„ 293,295 i lelacroix, Eugéne, 137, 239 I lelavigne, Casimir, 124 I levrient, Eduard, 120 I)iitersdorf, Karl Ditters von, 32 Donizetti, Gaetano, 60, 123, 182, 205, 215, 254-55, 257-58, 259, 261, 264-65, 267, 276, 328 Dowland, John, 56, 101 I (l'itseke, Félix, 179 Dreyschock, Alexander, 59, 113, 199 I ii ieberg, Friedrich von, 114 i luben, Gustav, 304 I lucré, Pierre, 177 I inicio, Alberto, 335 Diifny, Guillaume, 55,308 Dninas, Alexandre, 267 l)u Mont, Henry, 163, 308 Duparc, Henry, 341 Duuek, |. L, 68 Dvorak, Antonin, 77, 148, 196, 288-89, 101, 316 Eekardt, ]. G., 61 Eichendorff, Joseph von, 94, 131, 184IK5, 192 Eliner, T. X., 67,85,208 Bngel, Cari, 314 Erben, Jaromir, 285 Erkel, Franz, 311 Ellava, Miguel Hilarión, 313 Esquilo, 227 lisscr, X., 184 Elterhdzy, Príncipe, 21, 37, 94 Ett, Kaspar, 56, 160 / Ferinelli {ver Broschi, C.) Finiré, Gabriel, 341 l'rik-iico Guillermo IV, 56, 158 Felipe IV, 312 Felipe V, 312 Ferrand, Humbert, 137 Fétb, Francois-Joseph, 56, 182, 254, 333iH Fleldjohn, 67,210,213,290 Floeco, T- H., 308 Flftubert, Gustave, 66, 298 l'lotow, Friedrich von, 247, 275 Fogazzaro, Antonio, 260 Forkel, J. N., 56,58,332-33 I''oseólo, Ugo, 182 l'ostcr, Stephen C, 315 l'ouqué {ver Motte-Fouqué)

índice antroponímico Francisco de Asís, San, 206 Francisco de Paula, San, 206 Francisco I de Austria, 93 Francisco José de Austria, 286 Franck, César, 38, 59, 85, 106, 148-49, 164, 165, 178, 217, 236, 309-10 Franz, Robert, 84, 182, 187, 188, 189, 214, 304 Frescobaldi, Girolano, 26 Fricken, Ernestine von, 203 Gabrieli, Giovanni, 56, 86, 161, 165, 334 Gade, Niels W , 152, 193, 286, 303-04 Gansbacher, J. B., 309 Gagliano, Marco da, 109 Gal, Hans, 151 Gallus, Jacobus, 165 Galuppi, B., 70, 110, 290, 333 García Manuel, 208, 316 Gast, Peter (H. Koselitz), 263, 278 Gatti, Cario, 260 Gautier, T., 183 Gay, John, 274 Gaztambide, Joaquín, 313 Geibel, Emanuel, 192 Gerbert, Martin, 334 Gervinus, G. G„ 299-300 Geyer, Ludwig, 37-8 Ghislanzoni, Antonio, 262, 270 Gibbons, Orlando, 56 Gilbert, W. S., 278 Glazunov, A., 296, 300 Glinka, Michael, 68, 184, 193, 290, 291293, 294-95, 298, 304, 306 Gluck, C. V., 14, 24-6, 33-3, 37, 44, 51, 58, 61, 79, 84, 107-10, 112, 114 123, 143, 238, 246, 250, 283, 300, 304, 325, 331 Gobineau, J. A., Conde, 246 Goethe, J. W., 30, 32, 36, 50, 58, 68, 86, 88, 102-05, 107-08, 116, 135, 138, 145-46, 173, 175, 179-80, 182, 184-85, 187, 190-92, 202, 213, 249-50, 316, 326, 339 Goetz, Hermann, 248 Gogol, Nicolai, 298-99 Goldoni, Cario, 110, 221 Golenischev-Kutusov, A., 193 Gombert, Nicolás, 166 Gossec, F. J , 275, 308 Gottschalk, L. M., 315 Gounod, Charles, 38, 164-65, 179, 249, 250, 272 Goya, Francisco de, 313 Gozzi, Cario, 114, 221-22, 254, 303 Graun, C. H„ 158, 283 Grell, E. A., 160

índice antroponímico Gresnick, F. A., 308 Grétry, A. E. M, 34, 64, 70, 110-11, 120, 275, 308 Grieg, Edvard, 69, 193, 306 Grillparzer, Franz, 98, 116, 118 Grisar, Albert, 275 Grisi, Giulia, 257 Grove, G., 95, 172 Günther, J. C, 101 Gurney, É., 331 Gustavo III de Suecia, 304 Gutiérrez, A. G., 269 Gyrowetz, Adalbert, 68 Habeneck, Francois Antoine, 224 Haendel, G. F., 14, 16, 22-4, 26, 37, 45, 57-8, 61-2, 71, 84, 108, 141, 149, 167, 171-73, 175-76, 178-79, 198, 217-18, 222, 250, 263, 283, 302, 304, 315 Hagg, J. A., 305 Hálek, 193 Halévy, J. F. E., 249, 260, 275, 293 Halévy, Ludovic, 278 Hallen, A., 305 Hallstróm, Ivar, 304 Hamal, J. N., 308 Hanslick, Eduard, 121, 329-32 Harris, James, 324 Hartmann, J. E., 111, 303 Hasse, J. A., 24, 108, 270, 283 Haupt, C. A., 316 Hauptmann, Moritz, 306 Hawkins, John, 56, 333 Haydn, Joseph, 14, 17-8, 21-6, 35, 37-8, 42, 48, 50-2, 54-5, 57, 61-2, 70, 73, 76, 86-7, 89-90, 95-8, 100, 102, 105-07, 113, 127, 131, 149, 153, 160, 165, 167, 171, 179, 185, 189, 195-96, 208, 217, 283-84, 304, 311-12, 314-15, 321, 325, 328. Haydn, Michael, 114 Hebbeí, Friedrich, 122 Hegel, G. W. F., 322 Heiberg, B. A, 303 Heine, Heinrich, 60, 78, 102, 117, 134, 167, 184-86, 188-89, 191, 200, 209, 211, 213, 224, 295 Heinrich, A. P., 314 Heinse, Wilhelm, 325 Heise, P. A., 193, 304 Helfert, Vladimir, 285 Heller, Stephen, 214-15 Henseler, A., 274, 276 Henselt, Adolph, 131, 214, 215-16 Herder, Johann Gottfried, 50, 64, 143, 219, 285, 321, 325 Hernando, R. J. M., 313 Hérold, L. J. F., 36, 239-40, 275, 293

347 Hervé (Florimond Ronger), 276 Herwegh, Georg, 191 Herz, Gerhardt, 83, 113 Herz, Henri, 60, 199 Heseltine, Philip, 296 Heyse, Paul, 192 Hiller, Ferdinand, 198 Hiller, Johann Adam, 57, 61, 158 Hita, Antonio Rodríguez de, 313 Holderlin, Friedrich, 180 Hólty, Ludwig, 65, 102, 184 Hoffmann, E. T. A., 16, 31, 35-6, 41, 51, 54-5, 60, 88, 115-16, 119, 121, 127, 139, 200, 202, 243, 294-95, 298, 326 Hol, Richard, 307 Holzbauer, Ignaz, 62, 111, 283 Honegger, Arthur, 217 Honnauer, Leonzi, 61 Hopkinson, Francis, 315 Hoven {ver Püttlingen, G. V.) Hünten, Franz, 60, 113, 199 Hüntenbrenner, Anselm, 96, 200 Hugo, Víctor, 25, 32, 77, 145, 182, 190, 206, 255, 259, 265, 267, 283, 293, 295, 327 Hummel, Johann N„ 130, 197, 209-10, 215-16, 309 Humperdinck, E., 111 Ibsen, Henrik, 302 Immermann, Karl, 184 Indy, Vincent d', 187 Isouard, N., 275 Jacob, Benjamín, 57 Jacobsen, J. P., 302 Jadassohn, S., 316 Jahn, Otto, 88, 122 Janequin, Clement, 70 Jean Paul, 16, 54, 131, 139, 202, 215 Jensen, Adolf, 189-90, 305 Joachim, Joseph, 150, 260, 311, 340 Jommelli, N„ 108,110,325,333 Josquin des Prés, 55, 166, 308 Juan IV de Portugal, 314 Kahlert, A., 323 Kajanus, Robert, 306 Kalkbrenner, F. W., 59, 199 Kant, Immanuel, 31, 319-21 Kauer, Ferdinand, 290 Kaulbach, Wilhelm, 32 Keil, Alfredo, 314 Keller, Gottfried, 192 Kellgren, J. H., 304


',•18 Kemble, Charles, 135 Kcincr, Justinus, 185-86 Kjerkegaard, S., 302 Kicscwetter, R. G., 56, 334 Kind, Friedrich, 116 Kjerulf, Halfdan, 193, 305 Klein, Antón, 21 Klnpstock, F. Gottlieb, 102 Koi-ner, Theodor, 120 Knllmann, A. F. C , 57 Kopisch, August, 188 Kotzebue, A. F. F. von, 121 Kozeluch, Johann, 68,284 Kozlowski, Joseph, 208 Kraus, J. M., 304 Kuhlau, Friedrich, 69, 303 Kuhnau, Johann, 32, 34 Kukolkin, 291 Kukolnik, 193 Kunzen, F. L. A , 69, 302 Kupelwieset, L., 95 Kurpinski, K. K., 67, 208 Kurth, Ernst, 166

I .ablache, Luigi, 59, 257 Lrborde, J. B. de, 64 Lflchner, Franz, 247 Lflfage, J. A. L. de, 160 1 .a Fontaine, Jean de, 275 I .amartine, AÍphonse de, 144-45, 206, 327 l.amcnnais, Hugues de, 162, 206 I ,ange-Müller, P. E , 193 Lfllllier, Joseph, 212 Laso, Orlando, 26, 86, 308 Laussot (Hillebrand), Jessie, 231 Lavotta, Johann, 310 Le Cene, M. C , 307 Lccocq, A. Charles, 279 Lcnaé, N., 184 Leopardi, Giacomo, 182 Lesking, G. E., 29,259,337 Le ISueur, J. F., 70, 79, 111, 123, 177, 238, 275 l.iadov, Anatol, 293 Liliencron, Detlef von, 189 Liliencron, Rochus von, 159 Lind, Jenny, 316 Lindbíad, A. F., 304 Lindeman, L. M., 305 Lingg, Hermann, 189 Lisie, Leconte de, 148 Liszt, Franz, 14, 16, 32, 35, 37-9, 53, 55, 60, 69, 77, 85, 87-8, 91, 105-06, 108, 113, 131, 134, 136, 141-49, 150-51, 153, 162-64, 166-69, 175, 177-78, 179, 188-90, 191-92, 193, 196, 198-202, 204, 205-08, 209-17, 227, 229, 234, 238, 242,

índice antroponímico 244, 246-48, 250, 254-55, 260, 285-86, 288, 295, 297, 300, 302, 305-06, 309-11, 327, 328, 330, 340, 341-42. Lobkowitz, Príncipe, 23 Lobo, Duarte, 313 Loeillet, J. B., 308 Loewe, Cari, 65, 105, 176, 187-88, 191 Lortzing, Albert, 119, 121, 174, 247, 274, 294 Lübeck, Vincent, 70 Luis II de Baviera, 228, 236 Luis Felipe de Orleáns, 52 Lulli (Lully), G. B., 61, 98, 238, 282, 339 Lutero, Martín, 67, 157-58, 217 Lyser, J. P., 89 Macfarren, G. A., 247 Machado, Augusto, 314 Machaut, Guiílaume de, 34 Macque, Jean de, 308 Maffei, Chiarina, 260, 268 Mahler, Gustav, 53 Makart, Hans, 337 Maldere, P. van, 308 Malibran, M. F., 257 Mallarmé, Stéphane, 246 Manfredini, V., 290 Manzoni, Alessandro, 166-68, 182, 253 Marcello, Benedetto, 34, 159 Marmontel, J. F., 110 Marschner, Heinrich, 36, 88,119-20, 121, 174, 203, 222, 225-26, 240, 243, 287, 303 Martín, Vicente, 290, 312-14 Martini, Padre G. B., 56, 333-34 Masón, Lowell, 315 Masón, William, 323, 333 Massenet, Jules, 250 Matthison, Friedrich von, 103 Mayr, J. S., 254 Mayrhofer, Johann, 94 Mazarino, Cardenal, 282 Mazzini, Giuseppe, 327, 328-29 Meck, Mme. von, 301 Méhul, Etienne Nicolás, 70, 111, 116, 264, 275, 308 Meilhac, Henri de, 278 Mendelssohn, Fanny (Hensel), 184 Mendelssohn (Bartholdy), Félix, 14-7, 37, 44-5, 51, 55, 56, 58, 60, 75-8, 83-7, 99, 106-08, 119-20, 127-30, 132, 134-35, 137-38, 143, 148, 152, 157-59, 171-74, 176, 178-79, 184, 188, 196, 197-99, 213, 250, 279, 303-04, 307-08, 315-16 Mendés, Catulle, 246 Mercadante, Saverio, 205, 254-55, 261

349

índice antroponímico Metastasio, Pietro, 109-11 Metternich, F. K., 52, 285 Meyerbeer, Giacomo, 37, 60, 79, 108, 114, 123, 124-25, 190, 205, 215, 222, 224, 227, 231, 238, 240-41, 248-49, 250-51, 259-60, 262, 268, 277, 291-92, 295, 328 Miguel Ángel, 19, 192, 206 Milton, John, 178 Misón, Luis, 313 Morike, Eduard, 186, 192, 206 Moniuszko, Stanislaw, 311 Monpou, H., 182 Monsigny, P. A., 275 Monte, Philippe de, 308 Monteverdi, Claudio, 19, 25, 55, 109, 273, 298, 334 Moore, Thomas, 123, 174, 182, 185 Moos, Paul, 320, 322 Morley, Thomas, 34 Moscheles, Ignaz, 196-97, 199 Mosel, Ignaz Franz, 105 Mosen, Julius, 185 Mosonyi, M., 311 Motte-Fouqué, F. de la, 115, 233 Mozart, Leopold, 37 Mozart, W. A., 14, 17-8, 21-4, 26, 30, 35, 37-9, 42-4, 48, 51-2, 54-5, 57, 59, 61-3, 65-7, 70, 73, 76, 79-80, 86, 87-8, 89-90, 94-6, 98-100, 102, 105-06, 108, 110, 112-13, 115, 122, 127-29, 131, 133, 149-51, 153, 160, 165, 167, 171, 189, 195-97, 201, 205, 208-10, 217-18, 227, 230, 234, 239, 246, 267, 272-74, 283-84, 297, 314-15, 325, 327-28 Müller, Wilhelm, 50, 104 Muffat, Georg, 70 Musorgski, M. P., 63, 68, 77, 186, 193194, 292-96, 297-300 Musset, Alfred de, 182 Mysliveczek, Joseph, 68, 284 Nágeli, H . G., 105 Napoleón, 63, 106, 161, 197, 200 Napoleón I I I , 171, 277 Naumann, J. G., 302, 304 Neefe, C. G., 110 Nerval, Gérard de, 182 Nestroy, Johann, 98 Neukomm, Sigismund, 176 Nicolai, Otto, 247, 264, 273, 291 Niebuhr, Carsten, 64 Niedermeyer, L. A., 160 Niemann, Walter, 305 Nietzsche, Friedrich, 15, 78, 233, 246, 251-52, 263, 278, 332, 335, 338, 342 Noordraak, R., 306

Norman, Ludwig, 305 Noskovski, Sigismund, 312 Nourrit, Adolphe, 59 Novalis (Friedrich von Hardenberg), 102, 206, 233, 326 Novello, Clara, 202

43,

Ockeghem, Joannes, 308 Ohlenschláger, A., 69, 288, 303 Oerstedt, H. C , 321 Offenbach, Jacques, 240, 274-78, 313 Ohlstróm, Olaf, 304 Onslow, George, 91, 309 Orcagna, 147 Ossian, 43, 102-03 Ostrovsky, A. N., 295 Oudrid, Cristóbal, 313 Ovidio, 32 Pablo I, 290 Pachelbel, Johann, 70 Pacius, Frederic, 306 Paganini, Niccoló, 16, 60, 196, 200-01, 205, 207, 209, 218, 340 Paine, J. K., 316 Paisiello, Giovanni, 27, 68, 70, 108, 124, 253, 290 Palestrina, Giovan Pierluigi da, 14, 45, 53, 56-7, 86, 106, 158-60, 164-66, 247, 300, 326, 332, 334 Parabosco, Girolamo, 34 Pasta, Giuditta, 59, 257 Pedrell, Felipe, 68, 313 Pedro el Grande, 68, 290 Pepusch, J. C , 274, 304 Pergolesi, G. B„ 27, 70, 209, 325 Peters, C. F., 94 Petrarca, Francesco, 102, 191 Philidor, A. D , 275 Piave, F. M„ 265, 269 Piccinni, N., 257 Píndaro, 33 Pindemonte, L, 182 Planché, James R., 119 Planer, Minna, 232 Pohl, Richard, 227 Ponte, Lorenzo da, 88, 120 Portugal, M. A., 314 Poussin, Nicolás, 239 Püttlingen, J. Vesque von, 188 Purcell, Henry, 56, 282 Pushkin, A. S., 292-95, 298 Quantz, J. J.,

57

Racine, Jean Baptiste, 135, 259 Radiciotti, Giuseppe, 167


150 Rafael, 86, 160, 206 Raff, Joachim, 143, 179, 246-47 Raguenet, Francois, 282 Raimund, Ferdinad, 98, 110 liumuau, Jean-Philippe, 32, 34, 67, 70, 78, 108, 117, 238, 283, 339 Kiisiunowsky, Conde, 63 Relchardt, J. F., 30, 102-03, 113 Reinecke, Cari, 316 Reinken, J. A., 70 Rembrandt, 37, 307-08 Rlcel, Luigi y Federico, 110 Rkhter, .]. P. F. (ver Jean Paul) Rlchter, Ludwig, 204 Rfcordi, G., 168, 260 Rleger, F. L., 286-87 Kimski-Korsakov, N., 68, 291, 293-97, 100 Rochlitz. Friedrich, 74, 105 Rogar, Alphonse, 309 Roger, Etienne, 307 Román, J, II., 304 Ronger, Florimond (ver Hervé) Ronsard, Pierre, 190 Rote, Cipriano, 26, 169, 308 Rosend, C. F. von, 292 Roisi, Michclangclo, 109 Rouini, Gioacchino, 27, 59-60, 64, 70, 96, 107, 109, 111, 115, 123-24, 167-68, 181-82, 198, 210, 240, 248, 252-54, 255-56, 258-59, 261, 264, 273, 277, 313 Rousseau, í. J., 18, 34, 114, 215, 283, 512, 320-21, 325 Rubens, P. P., 308 Rubenson, Albert, 305 Rubini, G. B., 257 Rubinstein, Antón, 68, 178, 193, 294-95, 301, 316, 340-41 Rubinstein, Nicholas, 302 Rückert, Friedrich, 185, 188 Ruge, Arnold, 260 Kuiígc, P. O., 31 Rffchnovsky, E., 287 Sachs, Hans, 13, 235, 335 Saint-Saens, Camille, 38, 148, 196, 250, 251, 309 Saint-Simón, C. H., 39 Sakadas, 32 Saldorii, Baltasar, 313 Salieri, Antonio, 93, 110 Sammartini, G. B., 70 Samuel, A., 309 Sand, George, 209, 216, 327 Sarasate, Pablo de, 340 Sarti, Giuseppe, 68, 290 Sayn-Wittgenstein, Carolina, 177

índice antroponímico Scarlattí, Domenico, 27, 198, 312, 323 Scheffel, Victor von, 191 Scheibe, J. A., 302 Schelble, J. N., 83 Schelling, F. W. J , 321 Scherer, W., 50, 94, 202 Schiller, Friedrich von, 30, 32, 65, 86, 90, 102-03, 114, 145, 180, 259, 265, 268, 288 Schlegel, A. W , 13, 86, 102, 326-27 Schlegel, Friedrich, 57, 86, 102, 204, 233, 327 Schleiermacher, Friedrich, 233 Schneider, Friedrich, 176 Schober, Franz von, 52, 94 Schobert, Johann, 61, 208, 283 Scholes, Percy A., 172, 247 Schopenhauer, Arthur, 43, 54, 231-32, 322, 330 Schott, B., 94 Schrade, Leo, 284, 327 Schroder-Devrient, Wilhelmine, 223 Schubert, Ferdinand, 98 Schubert, Franz, 14-8, 34-5, 37, 43-4, 48, 50, 52, 59-60, 62, 64-5, 68, 70, 75, 78-9, 84, 93-106, 107, 112-13, 118, 127, 149154, 165, 169, 181-92, 195, 200-01, 204, 209, 212-13, 218, 250, 253, 260, 285, 289, 296-97, 310-11, 342 Schütz, Heinrich, 37, 282, 302 Schultz, H., 184 Schulz, J. A. P., 69, 102, 302 Schumann, Clara, 143, 147, 185, 202-03 Schumann, Robert, 14-7, 24, 34, 37-8, 42-3, 49, 51, 54-5, 60, 70, 75-6 78, 85, 87-8, 92, 97-8, 105-06, 111, 113, 121-22, 125, 127, 130-34, 135-36, 138, 141-42, 145-46, 149-54, 171, 174-75, 177-79, 182, 183-87, 188-93, 195-96, 198-200, 201-04, 207, 209-18, 221, 223, 226, 238, 244, 260, 277, 286, 296-97, 300, 302-04, 306, 308, 311, 316, 327, 330, 341 Schuré, Edouard, 246 Schuster, Joseph, 111 Schweitzer, Antón, 62, 111 Schwind, Moritz von, 94 Scott, Sir Walter, 32, 102, 120, 123, 137138, 251, 253, 255 Scriabin, Alexander, 342 Scribe, Eugéne, 124, 268, 270 Sechter, Simón, 84, 154, 215 Senancour, E. J. de, 206 Serov, A. N., 68, 295 Shakespeare, Willíam, 29-30, 32-3, 76, 90, 102, 118-19, 124, 130, 135, 137, 166, 222-23, 226, 230, 240, 247, 250, 255, 259, 263-64, 266, 271-72, 288, 298 Shakhovskoi, Príncipe, 293

índice antroponímico Shelley, P. B„ 134 Sibelius, Jan, 306-07 Simrock, Fritz, 252 Sjógren, Emil, 193 Skroup, Franz, 285 Smetana, Bedrich, 68, 77, 148, 193, 208, 285-88, 289, 291, 293 Smith, Ethel, 172 Smithson, Harríet, 135 Sóderman, J. A., 305 Sófocles, 33 Soler, P. Antonio, 312 Solera, Temistocle, 264 Somma, Antonio, 271 Sontag, Henriette, 316 Spaun, Joseph von, 94 Spee, Friedrich, 101 Spencer, Herbert, 324 Spitta, Friedrich, 159 Spitta, Philipp, 152 Spohr, Louis, 37, 45, 60, 66, 70, 108, 110-11, 114, 116, 119, 120-21, 128-29, 137, 145, 176, 234, 246, 253, 303, 306 Spontini, Gasparo, 79, 109, 111, 115, 118, 123, 222, 224, 238, 252, 254, 257 Stael, Mme. de, 253, 326-27 Stamitz, Johann, 61, 68, 283, 294 Stassov, V. V., 295, 297, 299 Steinhard, E., 285 Stenborg, Karl, 304 Stendhal (H. Beyle), 327 Stifter, Adalbert, 98 Strauss, Johann (padre), 212 Strauss, Johann (hijo), 278 Strauss, Richard, 21, 143 Stravisnky, I. F., 300 Strindberg, August, 302 Stumpf, Cari, 324, 331 Sue, Eugéne, 216 Süssmayr, F. X., 111 Suetonío, 109 Sullivan, Arthur S., 176, 278-79 Sully, James, 324 Svendsen, Johan, 305 Sweelinck, J. P., 307

Tácito, 109 Tallis, Thomas, 56 Tamberlick, Enrico, 59 Tartini, Giuseppe, 196 Tasso, T., 32, 109, 144 Tausig, Cari, 201, 215 Tchaikovsky, P. I., 21, 53, 68, 77, 193, 301-02, 307, 316 Telemann, G. P., 67, 208, 283 Terradellas, Domingo, 312-14

Thalberg, Sigismund, 60, 113, 199-200, 205 Thayer, A. W., 335 Thibaut, A. F. J., 160 Thomas, Ambroise, 249, 259, 275 Thompson, George, 50 Thrane, Waldemar, 305 Tieck, Ludwig, 30, 57, 102, 189,' 221, 254, 325 Tiziano, 335 Toepffer, R., 215 Tolstoi, León, 245 Tomaschek, J. Wenzel, 68, 208, 284-85, 330 Traétta, Tommaso, 290 Twining, Thomas, 324 Uhland, Ludwig, 189 Uhlig, Theodor, 91, 174, 226-28, 244 Urhan, Chrétien, 327 Vaes, Gustave, 309 Valerius, Adrián, 307 Veit, W. H., 184 Verdi, Giuseppe, 15-6, 39, 103, 108, 123, 125, 134, 162, 168-69, 181-82, 205, 224, 244, 246-47, 255-57, 258-73, 299, 329 Verhulst, J. J. H., 138,307 Verlaine, Paul, 246 Verstovsky, A. N., 291 Víctor Manuel I, 260 Victoria de Inglaterra, 128, 262 Victoria, T. L., 160 Viet, W. J , 285 Vieuxtemps, Henri, 309 Villers de lTsle-Adam, B. A. de, 246 Viotti, G. B., 196 Virchov, Rudolf, 299-300 Virgilio, 124, 135 Vivaldi, Antonio, 32, 129, 323 Vogler, Abate, 114, 124 Volkmann, Robert, 196, 311 Voltaire, 18, 29, 135 Wackenroder, W. H., 325-26 Wagner, Adolph, 38 Wagner, Richard, 14-7, 24, 27, 34-8, 43-5, 49, 51, 53-5, 59, 70-1, 77, 85-91, 103, 107-08, 111-12, 118, 121-23, 125, 127, 134, 142, 145-50, 153-54, 163, 167, 169, 174-75, 179, 181, 183, 186, 189, 190-91, 192, 205, 210, 221-48, 249, 251, 255-56, 259-60, 262-64, 267, 270, 273, 277, 282, 285, 287-89, 294-95, 299-300, 302, 305306, 316, 320, 322, 324-25, 327, 329-30, 337-38, 339-42


índice antroponímico

Vvíilmislcy, '['. A., 158 Wi-lx-r, C. M. von, 14-8, 27, 34, 36-8, 58-9, 64, 66, 74-5, 101, 106-07, 110-11, 112-19, 120-21, 124, 128-31, 147, 152, 154, 174, 177, 184, 195, 198, 201, 210, 212, 215-17, 222-23, 239-40', 243, 261, 285, 292, 303, 306 Weber, Gottfried, 74 Weelkes, Thomas, 56 Wegelius, Martin, 306 Weigl, Joseph, 255 Weinlig, Christian, Theodor, 223 Werner, Zacharias, 57, 164 Wesendonck, MathUde, 183, 191, 231, 233-35, 260 Wesley, Samuel, 57, 158 Weyse, C. E. R, 69, 303 Widmann, J. V., 221 Wieck, Clara {ver Schumann, Clara) Wieland, C. M, 111, 119 Wieniawski, H., 312 Wiertz, Antoine-Joseph, 217 Wilbye, John, 56

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Willaert, Adrián, 169, 308 Winter, Peter, 111 Winterfeld, Cari von, 56, 334 Wolf, Hugo, 105, 152, 182, 186, 188, 192, 248, 250, 330, 340-41 Wolff, P. A , 114 Worzischek, J. H., 285 Wranitzki, Paul, 110 Young, Edward, 43 Ysaye, E., 340 Zarlino, Gioseffo, 34 Zelenski, Vladislaw, 312 Zelter, C. F., 58, 83, 103, 106, 108, 113, 128, 173, 184, 213, 250, 332 Zeno, Apostólo, 109 Zichy, M. de, 144 Zingarelli, 255 Zola, Émile, 277 Zumsteeg, J. R., 30,102

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