Revista Universidad de Antioquia 310

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Rosario. FotografĂ­a: Giselle

Marino


CONTENIDO

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octubre - diciembre 2012

Click para ir a la página

Balsa de bronce “Fuego”, agua y casa en madera. 55 x 15 x 13 cm Alejandro Castaño

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Arquitectura

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Poesía

Edward Hirsch Traducción de Pedro Serrano

El sombrero de Beuys

Click para ir a la página 4 18

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Esculturas Alejandro Castaño

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Mujeres des-generadas Sol Astrid Giraldo

Minúsculas En predios de la quimera Literatura argentina

Ciudad: memorias y patrimonio Luis Fernando González Escobar

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Fotografías de Giselle Marino 20

Poesía Juan Manuel Inchauspe Beatriz Vallejos María Lanese

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Cuento El cazador, Osvaldo Aguirre Lisboa, Beatriz Actis Despertaba dentro de un sueño, Pablo Makovsky El lujo, una travesía Carlos Andrés Salazar

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Dezhniov: el gran periplo del Colón ruso Anastassia Espinel Souares

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Ciencias de la vida en al-Andalus Carlos Eduardo Sierra C.

• El olimpo de mi barrio, por Jairo Morales Henao • Historia del pensamiento filosófico latinoamericano, por Claudio Daniel Ferreira • Dos novelas cortas contemporáneas: entre el dolor y la desesperanza, por Joaquín Arango Rojas • Cortina musical para la independencia, por Carlos Barreiro Ortiz

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Poesía

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La mirada de Ulises

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Reseñas

Cuaderno de las cicatrices Fernando Herrera Gómez Casablanca cumple 70 años Juan Carlos González A.


/ Y de su amor viuda / Los cuelga del ciprés./ Lamenta su esperanza / Que cubre losa fría; / Pero glorioso orgullo / circunda su alba tez”. El himno colombiano, según quien escribió el artículo, era de esos himnos que resultaba “mejor no escuchar”. Ahora, la fealdad de una pieza musical parte sin duda de una calificación subjetiva. Y el artículo creó tanta polémica que fue eliminado del sitio web del periódico. Pero las consecuencias no pararon allí: Philip Sheppard, el compositor que se encargó de hacer los arreglos para la ejecución de los himnos en las olimpiadas, recibió amenazas telefónicas desde Colombia, simplemente por ser una de las personas mencionadas en el artículo como responsables de la ejecución de los himnos durante el encuentro deportivo.2 Y lo irónico es que, al parecer, a Sheppard

en particular le gustaba el himno colombiano, por considerar que entre los mejores himnos suelen estar los operáticos, surgidos de tiempos revolucionarios. Este texto no va a centrarse en resolver si el himno es bello o feo. Dicha pregunta tiene, a mi juicio, tan poco sentido como tratar de imponer como único modelo de belleza a las mujeres rubias o a las morenas. De lo que sí se trata es de ver el papel que juegan los himnos en la concepción de una nación. No en vano, cuando Mandela se convirtió en el primer presidente de Suráfrica, una de sus primeras acciones fue cambiar el himno. Se fusionó el antiguo himno nacional Die Stem con la canción bantú Nkosi Sikelel' iAfrika, con lo que se creó un himno con cinco partes, cada una cantada en un idioma distinto: xhosa, zulú, sesotho, afrikáans e inglés. Todo

ello para resaltar la multiculturalidad de la “nación arcoíris” como la característica central de la nación austral. Los franceses, por su parte, tienen otro himno muy conocido, La Marsellesa, de la que quizá podría decirse que es aún más operática y revolucionaria que el himno colombiano. No en vano, su título original era “Canción de guerra para el ejército del Rin”. En La Marsellesa —el único gran hit de su compositor, Claude Joseph Rouget de Lisle— se clama a los “hijos de la patria” que se apresuren a defenderla de los soldados invasores enviados por la tiranía, que “vienen a cortar los cuellos de sus mujeres y sus hijos”. Dado esto, no resulta sorprendente que el himno francés ocupara un lugar central como símbolo aglutinador de la resistencia francesa ante la invasión nazi y que el carácter galo esté muy marcado por las nociones de ciudadanía y libertad. Lo que nos lleva a otro ejemplo. El Deutschlandlied, el himno alemán —cuya música es nada menos que de Joseph Haydn, como se podría esperar de la patria de Bach y Beethoven—, tiene una letra mucho menos belicosa que el francés. Llama apenas a la unidad nacional, especialmente para la defensa, y, en lugar de descripciones de degüello, destaca la necesidad de que haya justicia y libertad para todos los alemanes. Pero el primer verso del coro, “Alemania, Alemania sobre todo”, fue usado

Fundador: Alfonso Mora Naranjo Rector: Alberto Uribe Correa Vicerrector general: John Jairo Arboleda Secretario general: Luquegi Gil Neira Director: Elkin Restrepo Asistente de dirección: Janeth Posada Franco

Diseñadora: Luisa Santa Auxiliar administrativa: Ana Fernanda Durango Burgos Corrector: Diego García Sierra Comité editorial: Jairo Alarcón, Carlos Arturo Fernández, Patricia Nieto, Juan Carlos Orrego, César Ospina, Margarita Gaviria, Luz María Restrepo, Alonso Sepúlveda, Nora Eugenia Restrepo, Carlos Vásquez.

Impresión: Imprenta Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia Correspondencia y suscripciones: Departamento de Publicaciones, Universidad de Antioquia Bloque 28, oficina 233, Ciudad Universitaria Calle 67 N.o 53-108 Apartado 1226, Medellín, Colombia Tel.: (574) 219 50 10, 219 50 14 Fax: (574) 219 50 12 revudea@quimbaya.udea.edu.co

minúsculas Los himnos como cartas de presentación Andrés García Londoño

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egún un artículo publicado en la revista Semana durante los Juegos Olímpicos de 2012, el himno colombiano fue calificado como uno de los más feos del mundo.1 No llegó a figurar en el podio en tan poco decorosa categoría, pero sí ganó diploma: quedó en sexto lugar entre los himnos de las 207 naciones del mundo, según un comentarista del periódico The Telegraph, siendo superado solo por los himnos de Corea del Norte, Uruguay, Grecia, España y Argelia. El comentarista de The Telegraph no solo consideraba que el himno era horrible, sino que ironizaba sobre su cursilería, tomando como ejemplo la octava estrofa del himno: “La Virgen sus cabellos / Arranca en agonía

ISSN:0120-2367

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Esculturas: Igor

Mitoraj

por los nazis para exaltar la supremacía aria, en lugar de lo que el himno quería decir realmente cuando fue escrito, más de un siglo antes de la Alemania nazi: un simple llamado a la unidad alemana en un tiempo en que esta no existía como una verdadera nación, sino como una colección de pequeños Estados más o menos independientes. Dada esta asociación nefasta, no es raro que muchos alemanes nacidos después de la guerra manifiesten que preferirían cambiar de himno, para que este no les recuerde, cada vez que lo escuchan, el momento más bajo de su nación. Algo que lleva a pensar en la “solución de compromiso” de la Federación Rusa: país que decidió conservar la música del imponente himno de la desaparecida Unión Soviética, pero cambiando la letra, por lo que ya no hay menciones a Lenin o a la victoria del Partido Comunista, sino referencias a la extensión de la patria, a su fecundidad, y a la lealtad que le deben sus hijos, lo que de alguna manera lleva a recordar la muy tradicional noción de la Madre Rusia. Entre los muchos otros casos de himnos notables que quedan sin mencionar, destaca el de Estados Unidos, un país que no tuvo himno oficial por casi siglo y medio. Aunque dicha nación se independizó en 1789, “La bandera tachonada de estrellas” (The Star-Spangled Banner) no fue declarada himno nacional sino hasta 1931. La letra en sí ya

tenía más de medio siglo, pues el abogado Francis Scott Key, quien la escribió, quiso hacerle un homenaje a la defensa del fuerte McHenry frente a la ciudad de Baltimore durante la guerra de 1812 con Inglaterra, lo que encierra una paradoja, pues al parecer la música fue tomada de una melodía escrita por un inglés. El trasfondo es tan bélico como el de La Marsellesa: cañones que iluminan la noche, bombas estallando, arrogantes hordas enemigas que ensucian el suelo patrio con sus pies. Pero, gracias a la valentía de los defensores, en la mañana aún ondea la bandera tachonada de estrellas sobre “la tierra de los libres y el hogar de los valientes”. Todos estos casos nos llevan a hacernos una pregunta: no será que en lugar de hablar de si el himno colombiano es bonito o feo, habría que hablar de qué tan adecuadas son hoy para describirnos como nación las dos características que destacan de su letra: la primera, la reiteración de la fe católica como principal factor de la identidad nacional —según el himno, al parecer casi que el único—, y la segunda, las imágenes de la independencia como epítome de la gloria guerrera; lo que se hace de una forma muy distinta a como lo hacen los himnos de otras naciones bolivarianas; por ejemplo, el himno de Perú, que destaca como valor central de la independencia el que esta dio paso a la paz y la unión, siendo la exaltación del trabajo el principal componente de tal himno.

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La Revista Universidad de Antioquia no se hace responsable de los conceptos y opiniones emitidos en los artículos, los cuales son responsabilidad exclusiva de los autores. ISSN:0120-2367

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Por todo eso, en lugar de perdernos en discusiones acerca de la estética de nuestro himno —es decir, sobre si la tarjeta de presentación de nuestra nación debe estar troquelada o no—, habría que hablar sobre su contenido. Preguntarnos como nación si los valores que resalta esa letra son los que deben definir a la Colombia del siglo xxi, o si habría que seguir el ejemplo de Suráfrica o de Rusia y darle otro carácter: uno, por ejemplo, que destacara la necesidad de la tolerancia, el anhelo de la paz, la multiculturalidad de Colombia, o el respeto a la riqueza ecológica, que tan necesarios son ahora, a comienzos del tercer milenio, para que nuestra tierra pueda brindarle un futuro próspero a todos quienes hoy la habitan, en lugar de un nuevo ciclo de esa violencia crónica que tanto ha marcado nuestro pasado y nuestro presente. agarlon@hotmail.com Notas: 1  http://www.semana.com/vida-moderna/himno-colombia-feos-del-mundo/181556-3.aspx 2  http://www.independent.co.uk/arts-entertainment/music/news/composer-whoarranged-national-anthems-receivesthreats-7987568.html

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Coca

Ignacio Piedrahíta

M

i abuela tenía una mata de coca. La compró en uno de los primeros Sanalejos del Parque Bolívar, en los setenta. Era una matica de hojas verde amarillas con forma de orejas de ratón, cuyos frutos rojos eran celebrados por los pájaros con excitación de aleteos. En la terraza, junto a otras plantas medicinales, el arbusto fue creciendo no solo en tamaño sino también en fama. A partir de los rumores que comenzaban a circular en las calles, uno no podía mirar aquella mata sin darle un nuevo significado. Un día, puesto que mi abuela me había dicho que los indígenas usaban las hojas de coca para no sufrir hambre y cansancio durante sus largas caminatas, cogí un puñado y lo estuve mascando por un buen rato. Aparte de un sabor amargo en la boca, la verdad es que no sentí nada. No sabía entonces que la coca hay que mezclarla con otra cosa para que despierten sus alcaloides, entre ellos la cocaína que lleva dentro. Se trata de una simple magia producida por ciertos compuestos de tipo alcalino, que

pueden ir desde cenizas hasta piedra caliza pulverizada. Cada grupo indígena utiliza sus propias sustancias alcalinas según su tradición. En la Sierra Nevada de Santa Marta se usan conchas marinas trituradas. La famosa mochila arhuaca no es otra cosa que el depósito de las hojas de coca, mientras que en el poporo llevan la cal extraída de las conchas. Con un palito mojado de saliva sacan una pizca y la mezclan con las hojas en la boca para producir el efecto deseado: una estimulación leve que permite pasar muchas horas sin comer, al tiempo que la mente permanece clara y el ánimo atento. Con el palito, mientras mascan, se dedican a ampliar la boca del poporo, en un ritual que está relacionado con la fertilidad. La mata de coca de mi abuela siguió creciendo durante toda la década de los ochenta, cuando afuera crecía una desaforada guerra por ese punto cinco por ciento de cocaína que hay en cada una de sus hojas. Si bien los indígenas habían utilizado moderadamente el poder de la coca durante siglos y quizá milenios, el mundo moderno había descubierto una manera de abusar de ella. Se sabe que, a la manera

tradicional del mambeo, los cien gramos de hojas de coca que consume un indígena al día están lejos de cualquier sobredosis, como no sea de calcio, fósforo, hierro y vitaminas A y E, complemento ideal para la alimentación en la vieja América carente de productos lácteos. La otra historia comenzó en 1859, cuando el alemán Niemann aisló la cocaína en el laboratorio. De esta manera ya no era necesario ―para decirlo con una analogía― tomar café para sentir los efectos de la cafeína. Fueron varios los tónicos que salieron al mercado en Europa con la cocaína como uno de sus ingredientes. El famoso vino Mariani prometía, entre otras cosas, estimular y refrescar el cuerpo y el cerebro, y traía un retrato del papa León XIII en su afiche publicitario, como uno de los grandes consumidores del elixir. Otros famosos lo usaron para estimular la inventiva, como Thomas Edison; otros más para acelerar la musa e imaginar mundos, como Verne, Wells y Zolá; y uno en particular para curar el vicioso subconsciente de sus pacientes, Freud. Fue en este contexto donde surgió el más grande de todos los tónicos, la Coca-Cola, que durante quince años usó cocaína como parte de su fórmula. A partir de 1905, la chispa de la vida prefiere la cafeína como estimulante y solo usa la coca para dar sabor. Aun hoy la empresa importa la hoja, le extrae la cocaína —que le vende a laboratorios médicos— y deja el resto para el paladar de sus millones de consumidores. O sea pues que la coca, aun sin su principio activo, parece ser irremplazable para el mundo entero. La mata de coca de mi abuela, añosa ya, sobrevivió a todo el cartel de Medellín y apenas vino

Un montón de santos Claudia Ivonne Giraldo

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a agostarse en los primeros años del nuevo siglo. De tantos esquejes regalados y tanta bomba, no pudo más y pasó a mejor vida. A ella la siguió mi abuela. Después, alguien apareció con una mata nueva en la casa de mi tía como una especie de homenaje póstumo. Aquella recibió el regalo pero nunca se pudo acomodar a su falta de parecido con la original, repolluda por la cantidad de hojas. Era cierto, esta nueva planta no solo era más tallo que otra cosa, sino que tenía las hojas alargadas y como papelosas. De ahí que haya terminado en el balcón de mi casa. Fiel a su figura, esta nueva planta ha aumentado en altura sin llenarse mucho de follaje, pero su levedad es bella entre otras matas que dan fondo a su flacura. Sus hojas verde limón, sin embargo, son hermosas, y aunque no da frutos rojos, echa de vez en cuando unas diminutas flores blancas de cinco pétalos. Confieso que una vez dudé de su identidad y le pregunté a un jardinero, como prueba, qué tipo de planta era aquella. Sin dudar me dijo que era la misma coca, pero de otra variedad. Cuando dijo otra se refería a que no es la más comercial. El caso es que ahí la tengo. La admiro y la utilizo para contarle a las visitas el mismo cuento que acabo de escribir aquí, como un tributo a la planta sagrada de nuestras montañas. Así como a mi abuela, que me la enseñó a apreciar. agromena@gmail.com

santa Inés la decapitaron luego de martirizarla; santa Lucía ofrendó sus ojos; san Sebastián fue asaeteado; a san Lorenzo lo asaron poco a poco en una enorme parrilla; a santa Agatha le cortaron los senos; a san Clemente le ataron un ancla al cuello y lo arrojaron al mar. Estos son apenas algunos de los martirios que relatan las hagiografías sobre el trágico final de la vida de los mártires cristianos. Espeluznantes y adobadas con las alegorías de las leyendas, hasta hace algunos años estas lecturas fueron obligadas en colegios y escuelas como una manera de enseñar a las nuevas generaciones cuánto sufrieron estos ínclitos héroes de la fe. Por otro lado estaban las vidas de quienes, no habiendo vivido en tiempos de persecuciones, practicaron las virtudes y mandamientos e hicieron que sus vidas fueran memorables gracias a su devoción, caridad y capacidad de sacrificio, más allá de su propio tiempo, en épocas cuando sus huesos ya eran polvo regresado al polvo. Cómo no recordar a San Francisco de Asís, enamorado del sol y de la luna, de los pájaros y de los lobos; a San Martín de Porres, el humilde herbolario; a Santa Teresa de Ávila, doctora de la Iglesia, o al magnífico San Juan de la Cruz y su Noche oscura. Las vidas de los santos fueron inspiradoras lecturas en la infancia. Aún hoy continúan teniendo el aroma de un bello pero terrible cuento maravilloso en el que la intervención divina, el milagro y el sacrificio le confieren un brillo inusitado, por ejemplo, al breve lapso vivido por una jovencita virgen que murió en el martirio por defender su fe, allá, en épocas del emperador Dioclesiano. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Ingenuas, estas lecturas apelaban a la conmoción de los sentimientos a través del ejemplo edificante, para formar en valores y promover la fe católica; unos valores que para las generaciones a las que sirvieron de paradigmas fueron ciertos, hoja de ruta. Hoy, tal vez, las virtudes que hicieron a estos santos dignos de santidad ya no se practican tanto; la resignación ha pasado a ser una conducta incómoda, la caridad paternalismo, la obediencia una rendición de la individualidad. Las imágenes de madera, de yeso o de escayola que representan sus imaginados rostros se arruman en las anticuarias al lado de cuadros en donde se los ve orando u obrando prodigios. Sus ojos de vidrio son casi siempre tristes, triste la posición del cuello que enseña la yugular; las manos se extienden como para pedir o dar, algunos alzan los afligidos ojos al cielo. Si bien es cierto que en muchos países católicos los santos y santas siguen siendo profundamente venerados, esas devociones están cada vez más ligadas a sus supuestas potestades, a esos eventos sobrenaturales, curaciones, conversiones y milagros, y van quedando lejos sus ejemplos, sus enseñanzas. Su mundo se aleja, su mundo muere. No sin razón. Nos asiste una enorme y justificada desconfianza en una Iglesia que predica pero a veces no cumple, que sometió a sus feligreses a la condenación eterna y al escarnio por pecados que eran solo vida vivida e intensa, cuerpo con poder y con derechos, sentidos del alma. Una Iglesia despojada ya de ese enorme poder que le otorgaba el Concordato, una Iglesia a la que otras propuestas y creencias le han ido robando fieles. No obstante, el viejo anhelo de santidad persiste, una antigua 8

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y a la vez nueva relación con la vida espiritual, es decir, con el mundo de adentro, el del alma; esa relación profunda con uno mismo, con lo que llamaríamos el espíritu, que se resiente ante la chabacanería y la vulgaridad que campean, ante el crimen, ante la terrible certeza de la maldad escondida en el prójimo y en cada uno de nosotros. Despojados del fervor de la gente de antaño, una iglesia de puertas abiertas nos llama con su irrevocable semejanza con el alma, en donde también aún arden velas encendidas. Las imágenes de los santos, pacientes sobre sus peanas, nos interrogan. Al salir, gente común, una señora con una niña de la mano, un joven que lee en el parque, una anciana que sonríe, responden sin querer que la santidad hoy es nueva y alegre, que se va al mar a defender a las ballenas, viaja por el mundo para promover los derechos humanos, los derechos de los animales, el ecologismo —el nuevo valor de la ética del siglo xxi— a alegrar a los enfermos, a practicar las viejas y nuevas obras de misericordia. Están por todas partes, y tal vez, más adelante, alguien escribirá sobre sus vidas y sus obras para ejemplo de una humanidad que nunca dejará de buscar alma adentro. claudiaivonne09@gmail.com

Sobre erotismo y literatura

Luis Fernando Afanador

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l brasileño Rubem Fonseca es para mí uno de los mejores escritores eróticos. Y qué curioso: nunca describe las relaciones sexuales. Su lenguaje tampoco es propiamente erótico. ¿Cuál es el secreto? Que logra transmitir como nadie la intensidad y la inminencia del deseo. Sus personajes parecen a punto de enloquecer si no concretan una relación sexual: “Cuando veo una mujer, me dan ganas de gritar”, dice uno de sus tantos libertinos. El sexo se consuma pero no es narrado, ocurre en la trasescena. Y vuelve el deseo, siempre, como el mar eternamente recomenzando. ¿Hay algo más ridículo que la descripción de los órganos sexuales? Creo que las peores páginas de la literatura universal son esas. Quien habla de penes y vaginas inefablemente termina en metáforas de pájaros y azadones, de grutas y de surcos. El naturalismo nunca ha sido muy afortunado en la literatura erótica. En mi jerarquía de preferencias siguen los japoneses. Siempre he admirado la forma como los escritores japoneses se acercan al tema del sexo. Podemos encontrar violencia, perversidad e incluso cierta sordidez, pero nunca hay vulgaridad porque nunca pierden la elegancia ni la belleza. Ni siquiera alguien como Yasutaka Tsutsui, que En los hombres salmonela en el planeta porno podría haber cruzado la delgada línea entre el erotismo y la pornografía. Se me ocurre una explicación: ellos tratan el sexo como si se tratara de algo todavía sagrado. Kawabata, Mishima, Murakami y una nueva sorprendente escritora, Hiromi Kawakami, que en su libro de

cuentos, Abandonarse a la pasión, nos muestra el sexo desde la perspectiva de una mujer. Y bueno, también pienso en dos películas extraordinarias: El imperio de los sentidos (Nagisa Oshima, 1976) y La mujer de la arena (Hiroshi Teshigahara, 1964). Entonces, no es solo la literatura, son todas sus representaciones artísticas las que abordan el sexo como una ceremonia, como un ritual. Por algo decía Confucio: “Nuestro cuerpo, de pies a cabeza, es un regalo de nuestros padres, y debemos protegerlo de cualquier mal para demostrarles nuestro respeto”. Bataille tenía razón. Sin prohibición no hay erotismo. Si el sexo no es sagrado se vuelve insulso, banal. Por eso hay más erotismo en un convento que en un show de striptease. Sin la transgresión, el sexo se convierte en mera gimnasia. Encontramos

mayor erotismo en las películas de antes, en las que estaba prohibido mostrar lo que hoy en día no falta: la imprescindible escena del coito y sus preámbulos. ¿Puede haber escenas más eróticas que las que hay en La ventana indiscreta de Hitchcock o Tristana de Buñuel? Mirar es obsceno y peligroso a lo largo de La ventana indiscreta, pero llega a su clímax cuando la cámara hace un paneo por la espalda inacabable de Grace Kelly. Los placeres de la vista, “la historia del ojo”, el gran erotismo, como lo sabía Bataille. En Tristana, luego de que Fernando Rey ha esperado pacientemente —y nosotros con él— para acostarse con la joven y casta Catherine Deneuve, y al fin consigue llevarla a la alcoba, no nos dejan entrar, el voyerista que somos recibirá un portazo de Fernando Rey en plena cara. Todo lo que ocurra allí quedará al libre albedrío de nuestra afiebrada imaginación. Qué aburrido es el sexo explícito. Una prueba de lo lamentable que puede llegar a ser el sexo sin misterio es La vida sexual de Catherine, de la francesa Catherine Millet. En este libro, que tuvo bastante resonancia hace algunos años, ella se convierte en una máquina de follar (por cierto, menos eficaz que la de Bukowski). No, no es una exageración: se pueden contar 49 hombres que la han “penetrado”. Pero ojo, los 49, según sus propias palabras, se refieren únicamente a aquellos a los que se les puede “atribuir un nombre” o darles cierta identidad. Porque los otros son incontables, “se confunden en el anonimato”. Sexo en todas las formas posibles: oral, anal, vaginal. Y, no sobra la aclaración, simultáneo y con masturbación incluida: Catherine no deja sus manos quietas. Y sexo en todos

los lugares: en parques, en automóviles, en camiones, en restaurantes, en baños públicos y, por qué no, en apartamentos y casas. No se ha dicho, pero resulta fácil inferirlo: Catherine practica el sexo en grupo, la orgía o, como se conoce en francés, la partouze, que es una reunión sexual o fiesta libertina que engloba a las anteriores. Catherine no es una prostituta, aunque alguna vez lo intentó y solo consiguió la más triste de sus felaciones: su única frustración. Tampoco es masoquista o enferma sexual. Por el contrario, una respetable crítica llegó a decir que ella reivindicaba el derecho de la mujer a ser mujerobjeto. ¿Pornografía? Para nada. Sus confesiones son un alarde de cartesianismo: racionales, bien escritas, frías. Tienen “la mirada fría de un perfecto libertino”, como dijera el Marqués de Sade. Luc de Vallon, del diario Liberation, afirmó que Catherine Millet cuenta su vida sexual clínicamente, a la manera de una entomóloga. Si fuera pornográfica no la habría publicado una editorial tan seria ―très littéraire y de qualité― como Anagrama. ¿Qué aporta esta obra? Después de la página noventa y pico, un gran aburrimiento. El reiterado desfile de “pollas” y copulaciones ad infinitum —lo digo sin ningún tufillo moralista— se convierte en una monótona y previsible gimnasia: es el libro menos erótico que uno pueda imaginarse. Vargas Llosa sostiene —tesis que comparto— que no existe gran literatura erótica, lo que hay es erotismo en grandes obras literarias. La literatura especializada en erotismo y que no integra lo erótico dentro de un contexto vital es muy pobre: “Un texto literario es más rico en la medida en que integra más niveles de experiencia”. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Un ejemplo, entre muchos, sería el hermoso capítulo “La noche de Walpurgis” en La montaña mágica de Thomas Mann. Como todos los que hacen mala literatura con el sexo, Catherine Millet se defendió en su momento tachando a sus críticos de moralistas y resaltando el valor progresista de su propuesta frente al “avance de las corrientes conservadoras”. Siempre terminan asemejándose a los grandes libertinos del siglo xviii que hicieron de la transgresión sexual un instrumento de lucha por la transformación humana y la reforma social. Por supuesto: es pretencioso. Y falso. El capitalismo ha banalizado tanto al sexo que le quitó cualquier posibilidad subversiva. El erotismo se alimenta de la prohibición y muere cuando esta desaparece. Lo de Catherine Millet, y ahora lo de Cincuenta sombras de Grey, de E. L. James, triste porno para señoras, no pasa de ser otro pour épater le bourgeois. Porque los burgueses, esos sí, no han muerto y todavía sigue siendo divertido escandalizarlos. lfafanador@etb.net.co

Un elefante muerto Paloma Pérez Sastre

Quién te ha arrancado el espíritu sin cantar ni danzar en la luna nueva para devolverlo a tus antepasados. Dónde están los chamanes que debieron propiciar y desagraviar a Comba, el padre de todos los elefantes, por haberte robado la vida. Félix Rodríguez de la Fuente

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uando Internet empezaba a mostrarme sus capacidades y maravillas, en la página web de la Deutsche Welle encontré un enlace a una especie de zooreality. Se trataba de observar, a través de una cámara, el nacimiento de un elefante en el Elefantenpark del zoológico de Colonia. A pesar de que prefiero los jardines botánicos a los zoológicos, después de varios días de observar, con dificultad por la poca definición de la cámara en blanco y negro —a veces no lograba saber si la protuberancia era trompa o cola—, y con cierta vergüenza por mi indiscreción, logré distinguir, en un ambiente siempre oscuro, a la elefanta preñada, un pozo grande de agua y una paca de heno.

Algún miembro de mi familia se burló, y aun así me aficioné de tal forma a esa ventana virtual, que escribí un diario. Heidi, la directora del zoológico, me contó por correo electrónico que el grupo estaba conformado por seis ejemplares, dos hembras con sus dos hijos machos y dos elefantes adultos para reproducción. Los vi rascarse, defecar, orinar, unir sus trompas y balancearse de un lado al otro, levantando por turnos las patas delanteras con el movimiento de cabeza oscilante típico de los elefantes cautivos. Por la noche se echaban, y durante el día a veces estaban a la vista del público apostado en una terraza. Después de casi dos años de gestación, la hembra, atormentada por el peso, se notaba nerviosa e inquieta. Yo le atribuía a la elefanta los mismos afanes y temores humanos y, a la vez, confiaba en que, llegado el momento, el instinto obraría. La cámara impúdica enfocaba sus partes traseras. Movimientos convulsivos hacia adelante anticiparon largamente un parto que al final, era de esperarse, no presencié. Vi después al pequeño mamando, y hasta llegué a preguntarme si la madre sufriría depresión posparto y cuál sería el rol del padre en la crianza. ¿De dónde provenía tan elemental interés? El elefante es un animal mítico, rico en símbolos. Como instrumento de la acción y de la bendición del cielo, un elefante joven fertiliza a la reina Maya para concebir al Buddha; en la India y el Tibet, igual que el toro y la tortuga, desempeña el papel de soporte del mundo: el universo descansa sobre el lomo de un elefante; en África, representa la fuerza, la prosperidad y la longevidad. Para nosotros, un mito de infancia: Dumbo, el Tantor de

Tarzán, el tragado por la boa de Saint-Exupèry, los de Kipling. Canciones y cuentos, ilustraciones, cómics, muñecos y peluches. Por eso me resulta insoportable y dolorosa hasta la náusea la foto del rey de España (abril de 2012) satisfecho, presuntuoso, burdo y arrogante, con un rifle en el brazo, delante del elefante que acaba de matar. El gigante vencido, la cabeza pegada a un árbol, cuyo tronco aparece incrustado entre los magníficos colmillos de marfil. La trompa aplastada —apéndice de exquisita sensibilidad, trompeta, nariz y órgano del gusto; fino instrumento para coger hojas o bayas del piso, atomizador para los baños de polvo; y a la vez, grúa demoledora—. Ni defensa de la vida, ni caza primitiva por alimento y abrigo, ¿cómo fue capaz? Los hindúes dicen que los elefantes no hablan porque Dios les puso la lengua al revés, pero ¿qué dice un elefante muerto? Oigo, en la voz de su autor Félix Rodríguez de la Fuente, el “Monólogo para un elefante”: …pensando en la persona que le había descerrajado el tiro; pensando en el miedo que aquel coloso habría pasado. Aquella criatura tan inteligente como un elefante, que posiblemente después del hombre es el mamífero mejor dotado psíquicamente; que seguramente cuando vio ante sí el hombre del rifle y se dio cuenta de que aquello no era una cámara cinematográfica, las arterias y el corazón se le reventaron de espanto y todo su cuerpo se inundó con la amargura del terror, del miedo, y quizás del desprecio hacia el matador.

George Orwell, en “Matar un elefante”, cuenta que para

“no quedar como un imbécil” ante la multitud azuzante, mató un elefante en la Birmania colonial. La descripción de la caída y agonía del animal es desgarradora; inquietantes, sus reflexiones sobre la tiranía: Fue un incidente minúsculo en sí, pero me dio un atisbo, como no lo había tenido antes, de la verdadera índole del imperialismo, de los verdaderos motivos por los cuales actúan los gobiernos despóticos. […] A esa edad no tenía remilgos por matar animales, pero nunca le había disparado a un elefante ni había querido hacerlo. (No sé por qué, siempre parece peor si uno mata un animal grande). […] En ese momento comprendí que cuando el hombre blanco se convierte en tirano es su propia libertad lo que destruye.

Y pensar que, en 1991, cuando recibí la ciudadanía española —un cambio de normas permitió a las mujeres emigrantes transmitir la nacionalidad a sus hijos—, tuve que jurar lealtad a ese rey sin poder, matador de osos y elefantes. Ese mismo rey débil, en una segunda foto (agosto de 2012) aparece en el suelo, después de tropezar con un escalón y caer a la entrada de la sede del Estado Mayor de la Defensa en Madrid. Cuando cae un elefante, ¿qué cae? ¿Qué cuando cae un rey? Diez mil elefantes africanos son asesinados en un año. Sin recato, en Internet se discute cuáles son el mejor rifle y las balas más efectivas. Si el elefante —montura de Indra, fuerza “real”— sostiene el mundo, ah, qué mal está el mundo. sastreperez@gmail.com

Israel, más allá de buenos y malos Álvaro Vélez

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l leer sobre el viaje por Israel, en cómic, de la dibujante norteamericana Sarah Glidden, es inevitable la comparación con la obra Palestina, del dibujante maltés Joe Sacco. Pero lo que hizo Sacco, en una suerte de reportaje periodístico en historieta, en la franja de Gaza y con los palestinos confinados, Sarah Glidden lo resuelve con la otra cara del conflicto palestino-israelí, mostrándonos a los judíos en la tierra prometida, y en un libro más en clave de diario de viaje. Glidden accede a lo que llaman “derecho de nacimiento”, un programa que desde el año 2000 les permite a los judíos que viven fuera del país viajar gratis a Israel y así fortalecer su identidad religiosa (y, quizás también, su identidad nacional). El viaje se inicia con mucho escepticismo, de parte de Glidden, pero a lo largo del trayecto la autora, que, a pesar de su ascendencia judía, antes se mostraba más a favor de la “causa” palestina, se irá dando cuenta de que el conflicto es mucho más complejo que como lo pensaba desde afuera. Con una buena documentación antes de ir a Israel, sumado a sus notas y dibujos recopilados durante su viaje de “derecho de nacimiento”, Sarah compila toda su experiencia en una revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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novela gráfica llamada How to Understand Israel in 60 Days or Less (la edición española: Una judía americana perdida en Israel, de Editorial Norma). Iniciamos el viaje (marzo de 2007) de la mano de Sarah Glidden y sus veintiséis años, con una actitud de “mochilera” y con unas ganas enormes de conocer el Israel profundo. La autora, junto con otro grupo de judíos americanos, parte de Nueva York hasta Tel Aviv y de ahí es conducida por un comité de bienvenida que la acompañará durante todo el viaje por algunos kibutz, la zona norte de Israel (los altos del Golán) ganada a Siria en la Guerra de los Seis Días, hasta la mítica Jerusalén, la ciudad antigua y el último muro en pie del templo de Salomón. Todo parece una propaganda y Sarah se muestra siempre crítica en este diario de viaje dibujado, pero también nos permite acercarnos a la historia antigua y moderna de los judíos, del movimiento sionista, de la promulgación del Estado de Israel (1948) y a la actualidad del conflicto entre judíos y palestinos. Si bien el viaje de “derecho de nacimiento” parece superficial y una bella postal para los judíos fuera de Israel, Sarah Glidden nos muestra su viaje personal mucho más profundo, un periplo a las entrañas de ese pedazo de tierra que, por sus disputas, ha tenido muchas veces en vilo la estabilidad política de gran parte del planeta. Ella nos muestra todos los matices del conflicto más allá de un simple juicio de buenos y malos. La visión femenina afianza el relato de Glidden. En ese sentido es quizás más cercano a obras en cómic como Persépolis, de Marjane Satrapi (la visión de una musulmana en Irán), pues la autora se manifiesta en la obra de manera fuerte, subjetiva, contra 12

revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

algunas cosas con las que no está de acuerdo, e incluso llega a tener una crisis nerviosa. Pero también esa visión femenina del viaje lo hace quizás más íntimo, más personal, más emocional y sentimental, más cerca del corazón. Si bien esto también se puede ver en la obra del maltés Joe Sacco, también es cierto que el trato, en su obra Palestina, es más de un periodista, un poco al margen de todo el drama, mientras que Glidden se acerca más emocionalmente a su experiencia, como ella misma lo expresó en una entrevista para la Radio y Televisión Española:1 Lo que más me impresionó fue el muro de Cisjordania […] Reconozco que fue un shock ver ese muro y cómo afecta a las personas, encerrando a un pueblo con cemento y alambre de espino. Hasta que no lo vi no me di cuenta de que era una cosa muy real y no un concepto abstracto.

más al lector pues usa un dibujo sereno, con contornos en pluma y tinta, y coloreados con pincel. Nada del otro mundo, nada de grandes muestras de virtuosismo, pero eso sí, con la gráfica acorde para mostrar un Israel en su justa medida, o por lo menos el Israel que ella quiere que miremos. Al final del viaje, como se entenderá, no hay buenos ni malos, no hay un juicio absoluto, el conflicto seguirá durante años. Pero lo que sí es seguro es que después del viaje cambia la visión de Sarah; ella no volverá a ser la misma y, por ella, el lector tampoco. Quizás nosotros habremos aprendido algo más de Israel, pero Sarah Glidden reconoce que su cambio ha sido aún más profundo: La Sarah actual es más madura, más sabia... ve las cosas más en tonos de gris. Antes del viaje era mucho más inocente y neurótica. truchafrita@hotmail.com

La novela gráfica como tal tiene otro componente inherente a su condición: está hecha en cómic. Aquí Sarah Glidden muestra también una cercanía con sus emociones y acerca aún

Notas 1   Ambas citas son tomadas de: http:// www.rtve.es/noticias/20110520/sarahglidden-una-judia-americana-perdida-israel/433442.shtml

¿Todo es medicina? Luis Fernando Mejía

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egún una encuesta reciente, publicada en El Colombiano el 3 de junio de 2012, el 42.83% de los alumnos de 10º y 11º nivel del Valle de Aburrá quieren estudiar medicina. Esta carrera se impone, de lejos, sobre las demás profesiones, como la psicología, que al ocupar el segundo puesto en preferencias es pretendida por un 8.61%. ¿De dónde nace este sentimiento o interés desbordado por la medicina? Si la medicina, en la definición más simple, es el estudio del cuerpo humano, sus enfermedades y curación, es posible sospechar una primera razón que explicaría la inclinación o curiosidad por continuar el saber de Hipócrates de Cos. Resulta que el cuerpo siempre está ahí. Siempre se anda con el cuerpo de arriba para abajo, desde el vientre materno hasta que los animalitos blandos, cilíndricos y alargados hacen con él de las suyas o queda reducido a cenizas. Este trajín genera apego y conocimiento. Un cuerpo sano no se siente, parece no existir, pero son incontables los eventos donde el cuerpo se insubordina, como ocurre desde el lloriqueo del recién nacido hasta la llegada sin retorno de los achaques diarios de los titulares de todas las experiencias y nostalgias antiguas.

Lo más probable es que el niño comience a familiarizarse con el cuerpo cuando sufre hambre, o cuando una comida no corresponde a su proceso digestivo y la consabida diarrea parece destruirlo. Y lo más seguro es que el viejo, todo el día, y en las noches eternas, se ocupe del cuerpo y, yéndole bien, lo arrastre de la cama al baño, y viceversa. El cuerpo es impaciente; cuando se altera su funcionamiento acude a todos los mecanismos de ayuda y emergencia en la lucha por regresar a su estado de normalidad. Llora o grita o palidece o suda o enfría, es decir, prende todas las alarmas, sin cuidarse de pasar inadvertido. Cuando la masa corporal se inquieta se roba el protagonismo y es insoportable. Rápidamente hay que buscar la cura, y es ahí donde aparecen las drogas, los médicos, las clínicas y la consabida parafernalia. El ser humano, con un mínimo de calidad de vida, primero conoce un médico, luego un sacerdote, y puede que más adelante se relacione con un abogado, con un ingeniero y, de pronto, es posible que se enfrente a un psicólogo. Un dolor de estómago persistente termina normalmente en el consultorio de un médico, quien se constituye en héroe si el paciente se alivia. Los sacerdotes llegan rápido con sus ritos pero tienden a ser incomprensibles y poco útiles;

una situación de injusticia concluye de cualquier modo sin que necesariamente haya que acudir a un abogado; de igual manera, una reparación de un edificio es resuelta en infinidad de veces por un buen albañil sin que la imaginación acuda a un ingeniero civil, y una depresión severa se ataca con una borrachera tras otra sin reconocer el valor de un psicólogo profesional. Para un niño es fácil comprender qué hace un médico, pero no logra adivinar la labor de un ingeniero, un abogado, un sacerdote o un psicólogo. Desde niño se juega al médico, pero no al ingeniero, por ejemplo. Es más, estos párvulos son los futuros viejos que intercambiarán pastillas con sus congéneres para embolatar el tedio. La medicina es omnipresente. Entre médicos, enfermedades y drogas, algo se aprende del organismo humano, tanto es así que la automedicación se ha convertido en costumbre. Y a veces se es exitoso en esta operación. La gente comienza a cogerse confianza y hasta llega a recetar a los demás. Muchos pueden catalogarse como médicos aficionados, “confidentes de la carne”, en palabras de Balzac. Por eso, pensar en estudiar medicina en una universidad puede entenderse como dar un paso más en unos saberes que ya se tienen y en una vocación que tempranamente ha surgido. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Es la búsqueda de sí mismo, donde el propio cuerpo hace de laboratorio. Si hay déficit de médicos es porque no hay suficiente oferta de cupos para estudiar la carrera que puede hacer parte integral de los deseos y aptitudes de muchas personas, para las cuales la medicina no es un aprendizaje que se les impone. Es más bien un saber que se adquiere natural y pacíficamente, y, por supuesto, un proceso educativo que se disfruta. Por eso es difícil que la medicina pierda el primer puesto entre las carreras más apetecidas para estudiar, no obstante la infinidad de nuevas profesiones que se ofrecen en el mercado. La medicina perdería su ventaja el día en que la ciencia le garantice al bípedo humano ser inmune a enfermedades generadas por el mismo organismo. Un cuerpo perfecto, resistente a todos los virus y bacterias conocidos y por conocer. Personas diseñadas genéticamente para no padecer alteraciones del funcionamiento corporal por razón de una úlcera, un cáncer, un tumor y los demás e infinitos padecimientos que atacan sin piedad el organismo. Mujeres y hombres sanos que solamente acudirían al médico por la ocurrencia de un accidente que haría inevitable hacer uso de los servicios de salud. Por supuesto, esta utopía no aparece a la vuelta de la esquina y la medicina seguirá siendo deseada por los siglos de los siglos. Pero mientras llega este paraíso, también es verdad que muchos humanos siguen siendo ajenos a las disquisiciones aquí consignadas, viven como animales silvestres: alivian solos sus enfermedades o se mueren. ¡Todo no es medicina! lfmejia@udea.edu.co

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Hágalo usted mismo Luciano Peláez

[…] El mundo se uniformiza ante nuestros ojos; los medios de comunicación progresan; el interior de los apartamentos se enriquece con nuevos equipamientos […] Y poco a poco aparece el rostro de la muerte, en todo su esplendor. Se anuncia el tercer milenio. Michel Houellebecq Ampliación del campo de batalla

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entamente comienza a tomar cuerpo en el mundo una suerte de revolución silenciosa: hágalo-usted-mismo, el inefable reino de la “automanufactura”. Pero como sucede con las revoluciones de nuestro tiempo, su armadura ya no es tan ideológica como técnica. Se insinúa, pues, un vasto abracadabra de la ciencia, merced al cual cada persona podría, por lo menos en el papel, fabricar todo cuanto anhele con sus propios medios. Con sus propias manos. Como en una especie de juego invertido de Dios, el Hombre produciendo y re-produciendo cosas a imagen y semejanza de sus urgencias. De sus caprichos. Basta sortear algunos rudimentos básicos de procedimiento y en un instante —los instantes cada vez se parecen más a los clics—, casi vano, se obtiene en casa un prototipo a escala del objeto preciado. Para ello la técnica ha debido vencer el espectro plano de las dos dimensiones y desarrollar impresoras 3D. Al poco, como en un pase de magia, la representación computarizada cobra materia y se obtiene el juguete o reloj o lámpara del caso. Hubo de imprimirse previamente en plástico líquido, incluso en madera, en fin, en materiales distintos al papel, que junto a la tiza ya corresponden a pasadas revoluciones. Algo así

como la alquimia contemporánea. Después, mandar a fabricar unidades en tamaño real y ya está: ensamblar, vender, usar, desechar. Bis. A los escépticos el tema no les concitará mayor entusiasmo, al fin y al cabo la evolución está llena de pequeños hallazgos que en su día reclamaron la pretenciosa etiqueta “histórica”, más aún durante la liturgia de las revoluciones. También es probable que les recuerde alguna novela de Aldous Huxley. La historia, palmaria y acomodaticia, no les niega razones a los incrédulos del progreso. Los adalides de la tecnología, por su parte, pregonan insospechados alcances sociales derivados de la Internet, como la llamada inteligencia colectiva, acuñada por Pierre Levy. Fenómeno de masas según el cual, a consecuencia de la inercia grupal, se eclipsan los errores y se potencian las virtudes. Como slogan de la sociedad, hay que reconocerlo, es harto sonoro. Así, la suma de los conocimientos individuales se entreteje y al cabo retorna a los usuarios en forma de solución o quintaescencia. ¿Una wikisociedad? Tal vez sea un exceso de confianza en la especie. Saber cómo se hace determinado proceso —el nudo de la corbata, una reparación, cantar, los misterios de las secuencias genéticas— será cuestión de dar con la tecla indicada en la computadora más que de prueba y error en la ortodoxa genealogía del saber. Hasta ahora nada que lamentar. Los grupos han buscado desde siempre seguir el discurrir de la historia. Con mayor o menor fortuna. Visto con detenimiento, no es mucho lo nuevo bajo el sol: el Hombre tiene un extenso recorrido de autoabastecimiento. Solo que eran otros métodos, más orgánicos, si se quiere. Hoy,

Ser artista para amar a las mujeres Ana Cristina Vélez

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el verdadero quiebre estriba en lo difusa que se hace la línea divisoria entre doctos y legos. Regodearse en la ignorancia parece no ser un escenario para los años venideros de globalización. Alguien tendrá la fórmula de lo por otros desconocido. Al abrigo del hágalo-ustedmismo (DIY, por sus siglas en inglés: do it yourself) ya se han fabricado autos. En breve serán las pequeñas piezas que componen un hogar. Chris Anderson, comentarista de la revista Wired, mucho ha vaticinado al respecto. ¿Estamos a las puertas de una nueva relación con el hacer? Es temprano para saltar a conclusiones. En cualquier caso, las incertezas revolotean por el aire: ¿Ante quién protestar por las pifias de un progreso dado en llamarse “colectivo”?

Más aún, muchos de aquellos productos “autofabricados” serán susceptibles de ser “personalizados”. Atrás queda la sociedad de masas, dirían de nuevo los más optimistas. El individuo como centro de gravedad del engranaje. Habrá de verse, pues, si los apuros de Charlot (Charles Chaplin) en Tiempos modernos — por cuenta de la mecanización de un trabajo que se repite hasta la saciedad en una cadena de montaje— serán una alegoría del pasado o si, por el contrario, corresponden al eterno presente. Tal parece, ironías de la vida, que el Hombre y sus manos retoman las herramientas más atávicas. pelaezluciano@hotmail.com

través del dibujo, Klimt trasmitió sus emociones más intensas o al menos las que más le importaban. Frente a las mujeres, su tema predilecto, Klimt se disolvía en amor y sensualidad. Se puede sospechar que leía bien la mente femenina, capacidad negada para algunos hombres. Además de despertar sensualidad, conocía las formas del amor y sabía cómo plasmar todo esto en su arte pictórico y gráfico. Por eso tuvo el privilegio de ser amado muchas veces. Se sospecha que dejó más de doce hijos, de distintas madres. Recordemos que Klimt vivió en la época más famosa de Viena, la misma de Freud, donde se levantaba el modernismo como una gran ola que revolcaba la cultura. En esa Viena de mediados del siglo xix se gestaban los primeros movimientos feministas, aparecía con fuerza el concepto de inconsciente y, con este, la idea de que era necesario reflexionar sobre el yo. El autoexamen era el camino para llegar a entendernos, para comprender las reglas que gobiernan nuestra sicología, la de la individualidad humana. Se hacía un intento por integrar y unificar el conocimiento y porque fuera la ciencia la que lo explicara. Se empezaron a estudiar las enfermedades mentales; nació la siquiatría. Es que hasta el siglo xix la medicina había sido pre-científica. En la Viena de mediados del siglo xix y principios del xx crecía la sospecha de que los métodos de la ciencia eran el camino acertado para revelar las verdades del universo. Arte cuyo tema haya sido el cuerpo femenino ha existido desde la prehistoria: recordemos revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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las venus de Willendorf. Dibujos sensuales, de mujeres desnudas, los hay en casi todas las culturas, pero estos han sido realizados para complacer a los hombres. En la obra de Klimt, la descripción del cuerpo femenino es vehículo, símbolo de su espíritu. Hay aquí un giro de actitud: Klimt quiere trasmitir las formas del erotismo femenino y lo consigue. La sexualidad de la mujer no había sido un asunto importante. Con la orden —obedece a tu marido— se saldaban las cuentas. Para Klimt lo que contaba era el placer del “otro”, el de sus modelos y amantes; y sin temor ni restricción se refería muchas veces al placer solitario. Sus obras El beso y El abrazo, pinturas sobre lienzo, alcanzan el nivel de imágenes icónicas. Para alcanzar la iconicidad hay que ser símbolo claro y definitivo de un tema emocionalmente importante. Ambos cuadros trasmiten la idea de la forma como las mujeres sentimos el amor; además, satisfacen plenamente nuestro sentido romántico. Por eso las dos imágenes gustan tanto, porque inequívocamente nos placen. En la obra gráfica de Klimt hay muchas etapas. Sin duda alguna fue un dibujante excepcional. Su etapa de dibujo clásico resuelve cualquier duda que pudiera haberse presentado respecto a su habilidad, dominio

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y maestría. El gesto fue para él siempre un asunto primordial. La modelo era utilizada como símbolo trasmisor de un estado interior. Después, aspectos visuales como el brillo y la textura de la piel lo entretenían, así como la mirada de la modelo que deja ver su pensamiento. Con un frotado del lápiz, Klimt nos trasmite la calidad del cabello sobre la almohada; con unas finas líneas, la textura de la piel; con un trazo intenso aquí que contrasta con uno tenue allá nos trasmite un estado de ánimo o la dulzura de unos labios que se tensan en el momento de la seducción. Las líneas del dibujo son contundentes. A veces van de extremo a extremo del modelo, como un corte de bisturí de un cirujano experto. Otras líneas rellenan los fragmentos necesarios para que en la mente del espectador se complete la imagen. Klimt conoce el cuerpo de memoria y muchas veces parece dibujar con los ojos cerrados. En otros dibujos, las líneas sinuosas ondulan con las curvas femeninas y los largos cabellos. Las líneas cada vez más libres, más modernas de sus dibujos posteriores se van volviendo abstractas, van al corazón de su intención, a un simbolismo expresionista, que recoge lo esencial en unos pocos trazos. Las líneas pueden describir una imagen, pero también

pueden comunicar un concepto, y Klimt no desconoce esta otra posibilidad. El experto hace magia, en dos rayas te hace ver lo que ha premeditado que veas. El artista conoce cómo despertar la imaginación y sacudir las emociones. El que ha aprendido a encantarnos y a engancharnos, y no tiene que hacer ningún esfuerzo, es un iluminado, como lo fue Gustave Klimt. Él sabía que cada mujer, con sus atributos particulares —todas los tienen— era un universo de posibilidades pictóricas que no dudó en aprovechar; por eso la fuerza de sus imágenes. Al verlas a ellas nos vemos a nosotras mismas. Es el repentino reconocimiento consciente de que en la descripción del otro vemos como en un espejo su mente, la nuestra y la del artista. Las imágenes exitosas tienden a ser explotadas profusamente. El empleo desmedido de los elementos decorativos utilizados por Klimt en sus pinturas ha terminado cubriendo toda clase de superficies, desde pocillos y platos hasta toallas. Pero no es culpa suya, es culpa del comercio, y si la novedad ha decaído es por causa de la repetición, lo cual no quiere decir que no haya sido un artista genial, y su obra, extraordinaria. velez.caicedo@gmail.com


en predios de

la quimera

Literatura

Argentina

Rosario, un río y seis autores

Inchauspe • Vallejos • Lanese • Aguirre • Actis • Makovsky Fotografías: Giselle Marino

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Literatura Argentina • Poesía

Juan Manuel Inchauspe Los tuyos

Trabajo nocturno

Has llorado, en secreto, a los tuyos Lenta, inexorablemente, los has visto partir alejarse para siempre. Has sentido, en tu corazón el desprendimiento de una rama que cae. Y luego has borrado las huellas de esas lágrimas, has contenido en el límite infranqueable los bordes de tu propio dolor y lo has devuelto a tu pobre vida, a los días siguientes, a las horas para que permanezca allí. Oculto como una invisible y constante cicatriz.

Temprano esta mañana encontré en el patio de casa el cuerpo de una enorme rata inmóvil. Moscas de alas tornasoladas zumbaban alrededor del cadáver y se apretaban en los orificios de unas heridas que habían sido sin duda mortales. Con bastante asco la alcé con la pala y la enterré en un rincón alejado del jardín.

No quiero esa canción. Tal vez llegue tarde, tal vez el paisaje esté mitad petrificado ya.

Al volverme desde el matorral de hortensias florecidas emergió mi gata dócil desperezándose. Su brillante pelaje estaba todavía erizado por la electricidad de la noche. Me miró y después comenzó a seguirme maullando suavemente pidiéndome —como todas las mañanas— su tazón de leche fresca y pura.

Yo escupiré mi propia sangre.

* He tratado de reunir pacientemente algunas palabras. De abrazar en el aire aquello que escapa de mí a morir entre los dientes del caos. Por eso no pidan palabras seguras no pidan tibias y envolventes vainas llevando en la noche la promesa de una tierra sin páramos. Hemos vivido entre las cosas que el frío enmudece. Conocemos esa mudez. Y para quien se acerque a estos lugares hay un chasquido de látigo en la noche y un lomo de caballo que resiste.

* Yo no quiero valerme de palabras que han sido quemadas, torcidas en una violenta noche de circo.

Pero no hay excusas. Solo aquello que aún no he visto de mí se agita en la noche. Solo las voces perdidas que el tiempo ha vencido en el fondo de mi carne me hablan. Y esto no tiene nada que ver con la frialdad que los otros han arrojado sobre el paisaje.

* Son gentes que han debido abandonar su antigua casa, su casa grande de troncos cercana al río. Son solitarios que solo reciben de la ciudad piedras heladas o recuerdos retrasados que quieren unirse, pero nada más. No solo de mí y de tu corazón oh alma: Hablo de seres que escriben largas cartas, que viven perdidos en los extremos de la noche y para quienes cada día es siempre, y peligrosamente, el último.


Literatura Argentina • Poesía

De vuelta a casa Anoche traté de poner las cosas en su lugar. De ordenar —como suele decirse cómodamente— mi vida. Traté de ver qué cosas estaban más próximas y cuáles más alejadas, qué desplazamientos había, de dónde venía este malestar, este sueño cortado en la fría madrugada: temblores que no me abandonan. Bruscamente uno ve con horror que aquel que está en el espejo a veces es otro. ¿Pero quién puede —fríamente— poner sus propias cosas en su lugar?

La araña Se pueden pegar los pedacitos del jarrón y rehacerlo de a poco y sentir que su forma es el hueco de tus manos —amor. Pero cuando lo negro despierta en lo hondo a veces y entra y sale de uno a oleadas interminables y uno acepta quedarse: ¿Quién desovilla el inmenso ovillo con manos de témpano sin encontrarse —al fin— enredado? (Es cierto ahora estoy caminando sobre escombros de fuego pero vuelvo a casa).

Alrededor nada se mueve. Pero ella debe haber escuchado un oscuro llamado: ¿Mide realmente la distancia que la separa del centro? ¿O se siente poderosamente atraída por ese vacío cargado de peligros? Como nosotros, a veces, en medio de la oscuridad y de las palabras, ella, la araña, emerge de pronto hacia la luz y se aquieta de golpe atenta a todas las vibraciones de la red.

*

Se pueden alzar del suelo los pedazos del jarrón roto sin maldecir.

Cómo puede la tristeza cubrirlo todo sin dejarse ver.

Se pueden quitar las infinitas telarañas de los rincones, descubrir el nido de las cucarachas, la cueva del ratón que se comió todos nuestros papeles en silencio y nos dejó vacíos.

*

Se puede salir con vida de un terremoto y después se puede volver —simplemente volver.

La veo asomarse en el orificio de un tronco podrido. ¿Cuál es, exactamente, su mundo? No lo sé. Quizás sea ese tenso cordaje entre ramas y hojas, sobre el cual pretende ahora avanzar.

Sentado en un banco de esta plaza bajo el desamparo de las tipas leo al viejo Benn. Dura, puntual, metódica, implacable dentro de mí la garra del crepúsculo hace lo suyo. Juan Manuel Inchauspe (Argentina) (Santa Fe, 1940-1991). Siempre residió en Santa Fe, con excepción de unos años pasados en Rosario. En esta ciudad formó parte de la redacción de la revista Alto aire, donde aparecieron, en 1965, sus primeros poemas. Su breve obra poética comprende los libros Poemas 1964-1975 (1977) y Trabajo nocturno (1985). Además estudió y enseñó literatura y realizó traducciones de los poetas brasileros Manuel Bandeira y Carlos Drummond de Andrade.


Literatura Argentina • Poesía

Beatriz Vallejos Una palabra es equilibrio Otra palabra es armonía Por esa perfección que gira medio rostro es velado

Mudanza

Al ángel

en un cajón de manzanas puse libros en un cajón de abejas poemas sueltos tanto empeño por no partir

En mi profundo corazón cantas solitario entreluz En mi profundo corazón de frondas opalino cantas de ese bisbiseo de mar alas de un soplo cantas

Serena conexión Una pequeña mujer china como sería yo bordó esta pequeña pantalla de rafia y de colores como lo haría yo Leo sus manos Leo su absorto perfil bordando un pequeño detalle: “Yo soy”

Detrás del cerco de flores

Tercera armonía por las pequeñas azucenas Grafías de la luz celebrando certezas Espacios claridades ungidas Espíritu brocal de las corolas de todo ayer tan enhebro luciente tan breve pareciera el don de regresar

Detrás del cerco de flores entreveo tejiendo: una madre joven y su niño pasan no saben que los amo no saben que su realidad es mi realidad pasan y un color dichoso esboza la intangible pero sí en la tarde alta

Islas Noche estrellada no turbes el atenuado resplandor del silencio

Beatriz Vallejos (Argentina) (Santa Fe, 1922 - Rosario, 2007). Su vida trascurrió entre Santa Fe, Rosario y San José del Rincón. Publicó su primer libro en 1945. Desarrolló una intensa actividad como laquista, exponiendo sus obras en galerías, salones y museos. En 1980, Ediciones Colmegna reunió gran parte de su poesía en El collar de arena. En 2012, Editorial Municipal de Rosario y Ediciones UNL publicaron El collar de arena. Obra reunida.


Literatura Argentina • Poesía

María Lanese Veleta

Cielo abierto

Paloma ala materna indócil amor

Encuentro de la carne estremecida con la luna en el inicio de su viaje hacia la noche. Instante derramándose. Universo encandilado ascendiendo en la pupila fija que atraviesa. La luz cabalga en el zumbido de la flecha. ¿El cuerpo está en el aire? Es el aire encontrando su forma.

¿viene a decirme tu blancura aquí en la casa más antigua que esta mirada de lobo es agua de vertiente? Te miro para verte luz que sangra. La herida fue buscarte sin estrellas.

Alianza Detesto esos abrazos en los que ninguno se entrega Ovidio

Estamos de acuerdo hay caricias que abrasan hasta el hueso y eso se nota se nos resbala por los párpados se mueve entre nosotros como una pesada seda dentro de un laberinto de espirales húmedas y no nos importa la salida porque un olor intenso nos impregna nos mantiene suspendidos en un aire prófugo que viene de un mundo del que sabemos poco y que tampoco importa nos basta con demorar el porvenir con permanecer a salvo de la escarcha.

Poemas de Ancora


Literatura Argentina • Poesía

No

Sinapsis

Sus ojos se apartan del lugar donde vive y se abstraen en el otro mundo donde ve a quien desea ver. Pascal Quignard

Pude haber amarrado tus plantas al umbral para que ese instante de acercarte fuera eterno pero no hubieran quedado tus zapatos nadie más podría llegar a mi puerta ni yo

Un gran amor cruza hasta la orilla de la muerte. Propercio

Unión sin contacto aureola macerada en las aguas virtuosas del recuerdo. Esto queda. Es lo que fuimos signado en un acorde venturoso y ese acorde es la clave que ordena partituras extasiadas volcanes sumergidos en un compás de espera armónicos haciéndose presente palpitando en la yema de los dedos.

desearlo.

Reliquia El espíritu se mantiene despierto con las idas y venidas de los cuerpos. Plinio el Joven

Era la danza eran líneas eras azor entre dos lunas. La cualidad del ansia delatándose en tu espalda. Torcaza eras vuelo perfecto jadeando entre el polvo estremecido. Precisión de serpiente mordiéndome los pies

Fotos Leer goza Pascal Quignard

El ojo se atreve a revelar lo vivo en nuestros cuerpos olvidados. Los retratos me abisman en un placer sereno como fue ese temblor tan esperado que aquellas arenas húmedas nos procuraban al tocarnos. Poemas de Cartas de cera María Lanese (Italia) Nació en Ripalimosani, Italia en 1945, en el seno de una familia de campesinos. Reside en Rosario, Argentina desde 1949. Egresó de la Universidad Nacional de Rosario como psicóloga en 1969 y ejerció su profesión como psicoanalista hasta 1995. En 1985 inició presentaciones como cantante con repertorios de música de diversos países en particular en el género de tango. Ha publicado dos libros de poemas: Sonidos graves (2006) con el artista plástico Adolfo Nigro y Mariposas en la lengua (2008). Tiene tres libros de poemas aún inéditos: Ancora, bilingüe español-italiano, II - Cuerdas y Cartas de cera.


Literatura Argentina • Cuentos

El cazador Osvaldo Aguirre

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l epígrafe dice: “Uno de los delincuentes es conducido a la seccional decimoquinta”. Tal cual, la imagen muestra a dos policías que llevan a un muchacho esposado, con la cabeza y el torso cubiertos por su remera. Se supone que intervino en el asalto a los pasajeros de un colectivo. Al costado se ve al patrullero de la comisaría, un Chevrolet Corsa, con la puerta del conductor abierta, como si acabara de llegar. Uno de los policías aferra al chico por el cuello y mira al piso, en una posición natural. La camisa un poco salida y el gesto concentrado subrayan su aspecto gris. El otro, en cambio, posa con un cigarrillo en la boca y la mirada hacia delante, como si dijera “estoy haciendo algo importante”. Por detrás asoma el camarógrafo de Canal 5. Esa es una de las fotos que guardé de las muchas que tomó Carlos Rolando. No recuerdo bien cuándo comenzó a trabajar en el diario. La fecha precisa, quiero decir. Sí recuerdo que la primera vez que lo vi, en un incendio, él se presentó como cazador de noticias. Y me extrañó porque la palabra cazador no condecía mucho con su figura, la de un gordito sobón, siempre dispuesto a festejar a los demás. Todavía más me extrañó porque los bomberos que hacían un cordón para contener a los curiosos lo dejaron pasar enseguida, mientras el resto de los periodistas estuvimos un largo rato mirando desde afuera cómo el fuego arrasaba con lo que había sido una fábrica. Rolando iba en un ciclomotor, con una cámara, filmaba cosas que ocurrían en la calle y después le pasaba ese material a los canales de aire. Solo le interesaban los sucesos policiales. Conseguía notas que los demás periodistas no conseguían. Era el que llegaba primero al lugar de los hechos, como se dice. No había ningún misterio: era amigo de la policía, él mismo una especie de policía aficionado. Se lo veía contento, expansivo, su sonrisa no parecía tan falsa cuando lo rodeaba, por ejemplo, alguna patrulla del Comando Radioeléctrico. De los canales pasó al diario. Fue después de un día de huelga que terminó con el triunfo de la empresa y el inicio de los retiros voluntarios. Primero hacía notas ocasionales pero enseguida se convirtió en un colaborador permanente. El jefe de la sección Fotografía lo justificaba por cuestiones

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prácticas: Carlos Rolando era el único que estaba dispuesto a cubrir el turno nocturno, el que comenzaba a las diez de la noche. Con él comenzamos a ver imágenes que rara vez conseguían los otros fotógrafos. Cadáveres todavía frescos, básicamente. Y en eso había una gran diversidad: tipos con la cabeza hundida de un hachazo, cuerpos desnudos en la camilla de la morgue, ojos abiertos que mantenían la última mirada de una vida. Las presas del cazador. Pero no tenía gran idea del oficio. Durante un tiempo había hecho fotografía y filmaciones de cumpleaños de quince y de casamientos. Era uno de esos fotógrafos que llevan a las parejas al parque Independencia, que les hacen bromas con la noche de bodas y les sacan fotos junto al laguito o en un bote. El otro antecedente era un poco más acorde, y agregaba una línea solemne en su currículum: investigador auxiliar en una agencia de detectives. Rolando explotaba su apariencia insignificante para seguir a esposos infieles en los hoteles o por la calle. Trataba de sorprenderlos con su cámara en alguna situación comprometida. En una imagen solo tiene sentido aquello que puede ver el que mira, y esas fotos que no le decían nada a un observador desinteresado tenían fuerza de revelación para sus clientes. Pero llegó un día en que se cansó de poner la cara y hacer el trabajo pesado, y pensó en su propio negocio. Tenía una cámara de revelado instantáneo, y a veces les ofrecía las fotos a los tipos en el momento, les pedía plata para destruir esa prueba. Otras veces les sacaba más el jugo: primero una copia, después otra, al final, si lo tenía, el negativo. Como si deshojara una margarita. El detective para el que trabajaba terminó por enterarse. Rolando se salvó de una paliza gracias a la intervención casual de un policía; y esa fue la primera de las nuevas relaciones que comenzó a tramar y que lo introdujeron en un nuevo mundo. En “Un policía junto a los jóvenes, de 20 y 16 años, apresados tras asaltar al motoquero”, la imagen fue tomada en la comisaría cuarta, supuestamente después del procedimiento. Los detenidos están de espaldas, con las manos esposadas; el policía, de perfil, toma del brazo a uno y mira hacia la cámara, igual que un domador de fieras. No estuve en ese momento, pero el gesto del policía no pudo ser casual. Rolando daba indicaciones antes de sacar las fotos, hacía actuar a los policías, incluso en secuencias, como si estuviera haciendo la producción de una fotonovela, y eso sí me consta; en fin, el gesto del policía al tomar del brazo a uno de los detenidos es completamente inútil y solo puede explicarse por su forma de animar la escena.

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A diferencia de otros fotógrafos, él intervenía activamente en las situaciones. A veces se ponía a hablar, sumaba su voz al coro de los que reclamaban penas de muerte o condenaban un robo, siempre con la costumbre de correr a la gente para el lado que disparaba; y se olvidaba de sacar las fotos. La mayoría de las imágenes corresponde a episodios sin importancia, y es, al mismo tiempo, simplemente horrible. En esta que ahora veo hay un auto con la trompa incrustada bajo un camión. En segundo plano aparecen policías y bomberos. Un policía y un bombero toman notas y parecen intercambiar datos. Otro policía se vuelve para mirar a la cámara, supuestamente distraído, como si dijera oh, un fotógrafo. En otra hay atados de cigarrillos, un par de cuchillos, encendedores, algunas cajas de golosinas. El botín de un robo de pacotilla. En otra se ve el frente de un cotillón donde a un vecino asustado se le escapó un tiro. En otra, cuatro policías del Comando Radioeléctrico tienen a dos escruchantes que levantaron la persiana de una verdulería, por la noche, y se llevaron lo que encontraron a mano: una balanza, un reloj, una calculadora. Los detenidos están acostados en la caja de la camioneta, uno de los policías aparece parado junto a ellos, con una Itaka, otro cierra la caja de la camioneta. La foto sugiere que el procedimiento está en curso, pero muy probablemente se haya tratado de una recreación a pedido del cazador. Sus recursos eran también su límite: llegaba primero gracias a la policía, pero tenía que servir a la propaganda que necesitaba la policía. Salimos un par de veces a hacer notas. La primera nos demoramos, porque él no quería ir. Justo era el momento en que el diario festejaba su aniversario, y había copetines y bebidas, estaban los gerentes y algún miembro del directorio. El ambiente en el diario se había puesto otra vez tenso, por el despido de una decena de pasantes. Rolando no quería perderse la ocasión de estar cerca de los gerentes por un robo en la villa. Tuvo que acompañarme, y en el camino dio rienda suelta, con toda franqueza, a su odio hacia las villas y los villeros, esas fábricas de delincuentes, esos mutantes que no merecían vivir y que sin embargo vivían mejor que la gente honesta, con su aire acondicionado, su ropa de marca, su televisión satelital. Pero como hicimos rápido, pudo volver a tiempo para picar algo y sacar fotos al gerente de recursos humanos y al gerente comercial. La segunda nota fue por un accidente de tránsito. Una pavada de la que no me acordaría si no fuera por lo que hizo Rolando. Habían chocado un auto y un micro escolar, sin lesionados, sin ninguna consecuencia grave. Ni siquiera había sido un susto; el micro iba sin pasajeros.

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Llegamos un momento después del choque. El cazador se metió en medio de la discusión. Habló con el conductor del auto, con el del micro, con los policías. Les dio la razón a todos. Al fin, hizo una decena de fotos de los daños de los vehículos y se quedó pensando. Teníamos un auto esperándonos, con Carranza, el chofer del diario, impaciente porque en las salidas se las rebuscaba haciendo una distribución de quesos y salames de campo. Rolando nos pidió un minuto. Volvió a encarar al conductor del auto y le dio una tarjeta. Eran los datos de un oficial que arreglaba sumarios de accidentes, y su propio teléfono, porque el tipo necesitaría las fotos que había hecho. —Estos accidentes solo les importan a las compañías de seguros —se justificó Rolando, cuando volvíamos. Pareció enojarse—. Y los hijos de puta de las compañías están podridos en plata —agregó y levantó la voz, como si discutiera con alguien—. Bueno, ¡poniendo estaba la gansa! Sin embargo Rolando fue el mejor fotógrafo de sucesos policiales que conocí. En “Rubén Osuna, de 18 años, fue hallado sin vida a cuatro cuadras de su casa”, el cazador muestra el momento en que cargan el cuerpo en la mortera del Sies. Se alcanza a ver que el cadáver está desnudo, en la camilla, que sobresale del furgón. Un policía, con guantes de látex, parece manipular el cadáver. El chofer de la mortera, de guardapolvo blanco, mira a alguien que está fuera de cámara, desinteresado de la escena. Las paredes de la mortera son espejadas, de manera que la imagen se repite en sí misma, el policía, el chofer y el logo del Sies, invertido, se reflejan en ella, como si fuera una caja china. Rolando capturó el hecho policial, ese núcleo duro de sangre y miedo que nos deja sin palabras, esa cercanía inusitada de lo real, en muchas de sus fotos. En “Tres heridos al embestir un motociclista a un peatón”, un joven yace con los ojos cerrados y el cuello envuelto en un trapo, algo que no se distingue bien. A su lado, en cuchillas, de espaldas a la cámara, se ve a una enfermera, que tapa otro hombre que parece trabajar sobre el cuerpo bajo la mirada de un tercer enfermero, de pie, medio inclinado. Al lado del herido hay una camilla y se observa también un auto particular, presencia extraña ya que la crónica no menciona ningún otro vehículo aparte de la moto. Se han reunido vecinos y uno, de camisa blanca, con las manos en los bolsillos, adelantándose al resto, representa al curioso, esa claque muda de la desgracia. En “A Luis García lo atacaron con un tubo fluorescente para robarle en pleno centro”, la foto muestra precisamente al tal García, en el hospital, con sangre en la cara, la barbilla y la ropa y la mirada entre perdida y sufriente. Y en “Un ladrón fue muerto a tiros en un presunto enfrentamiento

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con policías”, un policía del Comando sostiene el arma que supuestamente llevaba el muerto, un descerebrado que pretendió asaltar un camión blindado, en el patio de un shopping. La policía fue a buscarlo a la villa de acceso Sur y Ayolas, dice el subcomisario Rando, especialista en inventar enfrentamientos y en conseguir confesiones instantáneas. Le dieron la voz de alto y disparó contra los agentes “que debieron repeler la agresión”. Rando dice que “habría actuado bajo los efectos de alguna droga”. —Te gusta? —me preguntó, una vez. En el servidor de fotos del diario brillaba su nota del día: un remisero al que le habían volado, como se dice, la tapa de los sesos. —No sé si es una cuestión de gusto —dije. En una foto, el remisero estaba todavía sentado al volante, pero con la cabeza llena de sangre. En la siguiente, unos enfermeros de uniformes verdes y blancos lo acomodaban en una camilla. En la última el auto aparecía con las puertas abiertas y un policía de civil ocupaba el asiento del conductor. —Ah, no te gusta —contestó Rolando—. Bueno, esa es la verdad. Eso es lo que pasó. Te puede gustar o no, pero es la verdad. Tampoco recuerdo la fecha concreta en que se fue del diario. Pero no hay ningún misterio, porque Rolando sencillamente no pudo seguir con nosotros. El despido de los pasantes fue motivo de una larga negociación que terminó en la nada. La empresa resolvió sancionar a la redacción por firmar un petitorio en solidaridad con los despedidos y por difundir el conflicto en la calle. Ese día, el de la sanción, hicimos un acto frente al diario. Cortamos la calle y repartimos volantes entre la gente que pasaba. Había un megáfono; los delegados y los pasantes hablaron al público. En medio de un discurso hubo un tumulto, volaron algunas piedras contra el edificio del diario. Tardé en entender qué pasaba: alguien nos observaba desde el balcón de la planta alta. Era Carlos Rolando. Nos sacaba fotos, y probablemente llevaba un rato. Su cámara iba y venía de derecha a izquierda, como la mira de un cazador antes de enfocar el mejor ángulo para capturar a su presa. Osvaldo Aguirre (Argentina) (Colón, Buenos Aires, 1964). Estudió Letras en la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado, entre otros, los libros de poemas Lengua natal (2007) y Tierra en el aire (2010); las novelas Todos mienten (2009) y El novato (2011); el libro de cuentos El año del dragón (2011); las crónicas Los pasos de la memoria (1996) y La Chicago argentina (2006), y un libro de entrevistas. Integra el consejo de redacción del periódico Diario de Poesía y el equipo curatorial del Festival Internacional de Poesía de Rosario.

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olívar, dice el hombre que bebe, acusa a Olmedo de que en el Canto a Junín exagera y que en la exageración de comparar Junín con Troya y Libertador de Colombia con Aquiles, convierte a la batalla de Junín en nada. Es implacable. Bolívar es héroe de la patria grande, es Aquiles —según José Joaquín de Olmedo— y es también un crítico literario sagaz. Eso dice el hombre que bebe, que es en ese instante, además, el amigo que relata no solo batallas épicas y verbales del siglo xix en Hispanoamérica, sino sus planes de trabajo futuros, mientras ella toma tempranillo y come empanadas chilenas con cebollas, fritas en manteca blanca de cerdo, y piensa en otra cosa. Ella en realidad solo recuerda en esos días, con cierta desganada vitalidad, un viaje tardío a Lisboa, un viaje distante. Ella recuerda como en ráfagas ahora a un hombre que amó —tal vez— hace una década y aquellos sus juegos sexuales con pañuelos, el amante parece disfrutar de verdad el tenerla sujeta a los barrotes del respaldo de la cama y hacerla gemir cuando con sus dedos juega con el sexo de ella, en tanto ella lo contempla, desnudo, desde abajo, y su piel y su cuerpo cercano y su olor, su olor que otras mujeres (pero es que ella no quiere saber sobre sus otras mujeres) ya han calificado, su olor de algún modo la perturba o incluso la enceguece, él entonces la penetra con sus dedos, él recorre sus muslos con la lengua, le dice obscenidades, le dice que la quiere, y ella, inmóvil y vencida en la prisión de la cama, átame, le dice, desátame, abrázame, duerme sobre mí, hasta que él se acuesta sobre su cuerpo y la penetra de una embestida, y ella grita a veces que está loca por él y otras veces que está harta de él, ella siente que él acaba y está con los ojos abiertos porque quiere verlo siempre cuando él comienza y cuando él acaba. Su cara nada expresa ante el amigo, ajeno como siempre a sus recuerdos, y entonces ella le pregunta si la empanada chilena no lleva también como agregado un chorro de vino blanco porque cree descubrir con su paladar poco habituado a los sabores araucanos que hay allí un dejo de aquel remoto, tímido sabor. Él responde que ha sacado la receta de la sección “Comida típica” o de la sección “Cartas de lectores” (no lo recuerda) del diario La Estrella de Arica, que compró alguna vez en su paso por el norte de Chile, justo durante la Semana de la Chilenidad (ella sonríe), en un periplo hacia Lima y el Cusco que terminó verdaderamente revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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mal (quizás más tarde explique con o sin detalles a qué se refiere, o quizás nunca lo haga). Ella, ante la mención de un viaje, vuelve a recordar Lisboa. Él retoma la prosa inédita de Bolívar como crítico de La victoria de Junín, canto compuesto por Olmedo a pedido del mismo Bolívar para celebrar la batalla y que hoy se conoce solamente como Canto a Bolívar, y remarca entre sorbo y sorbo de vino que Bolívar y Ponte, Simón, el Libertador de Colombia, denosta al poeta diciendo: “Usted, pues, nos ha sublimado tanto que nos ha precipitado en el abismo de la nada”. Se lo sabe de memoria incluso medio borracho como se encuentra ahora, piensa ella, mientras entrecierra los ojos para remontarse a una siesta primaveral en una plaza umbrosa del Barrio Alto de la ciudad de Lisboa cuando ella era intrépidamente joven. Ya no lo es. No puedo comer más, dice ella, casi al mismo tiempo en que él señala: Quiero otra empanada. Ella se la alcanza, separándola de las restantes que están sobre una bandeja, la elegida a punto de ser devorada por el amigo es envuelta por ella en una servilleta de papel. “Usted cubre con su inmensidad de luces el pálido resplandor de nuestras opacas virtudes”, es acusado Olmedo por el mismísimo Bolívar. La última parte de la cita en boca del amigo resulta para ella un tanto confusa porque él tiene ya la boca llena. El próximo trabajo que planea el amigo y que ella, como todos los que lo conocen, sabe que jamás llegará a realizar, tiene que ver con alambiques —alquimias, eso es lo que ella piensa— y fabricación de un gel de aloe para exportar. Pero no de aloe vera, dice el amigo, y ella pregunta qué otras variedades de aloe existen. Él enumera como en un rezo: aloe angélica, aloe azulada, aloe feroz, aloe africana, aloe bella, aloe confusa, aloe grata, aloe tormentosa, aloe rupestre, aloe deserti. El amigo tiene muy buena memoria, dice sin embargo que no se sabe los nombres científicos, excepto quizás en el caso del último, el del aloe deserti. También existe un aloe venenosa. No, a esa no la uses para tu gel, dice ella fingiendo alarma y se sirve otra copa de tempranillo de las Bodegas San Juan. Ella sabe que en la vida del amigo —y teme que quizás también en la suya propia— todo se diluye y se posterga, como bajo un sopor caribeño, piensa, imbuida ya del espíritu de la Gran Colombia. Pronto llegará el verano. Se escucha en el patio de al lado, viniendo desde el fondo hacia la cocina de la casa, una voz áspera y húmeda que canta: “Yo ayer estaba solo, y hoy también”. ¿Qué hay de postre?, dice el amigo, que se había invitado él mismo a almorzar aquel mediodía primaveral en la casa de ella, con las empanadas chilenas como pasaporte de entrada y “para no caerte un domingo como peludo de regalo”, según se había disculpado en la conversación telefónica de la víspera. Ella ha tenido pocas ganas y poco tiempo de prepararle a él un postre, solo palta dulce sobre

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helado de sambayón. Él la mira con cierta desconfianza. ¿Cómo se hace?, dice. Responde ella: Es simple. Ponés la pulpa de las paltas en la licuadora, agregás azúcar, algunas cucharadas, un poco de jugo de limón, licuás y queda una crema que después podés poner a enfriar en la heladera, media hora más o menos, la servís sola o con otra cosa, yo la mezclo con helado de sambayón. Bueno, dice el amigo sin verdadera convicción, como dicen por ahí “a nadie le amarga un dulce”. Ella va hasta la heladera y lo sirve. Él mastica los granos de azúcar, como piedritas o arena en la crema de la palta dulce. Todo muy latinoamericano, dice, o al menos el aguacate. Ella piensa: En eso justamente no estaba pensando. Él arremete una vez más: ¿Sabés que Marx escribió sobre Bolívar? Hace una pausa. ¿Y que Trotsky habla del neoclasicismo en Literatura y revolución? Pero habla de Ajmátova, piensa ella, aunque decide recordar, para seguir en tema, una descripción de Bolívar hecha por Uslar Pietri o alguien así, una descripción que dice que el héroe era “menudo, nervioso, iluminado”. Alguna vez dio una clase sobre aquello: “iluminado” es atributo que define menos al héroe que a quien lo describe, sí, Uslar Pietri era el autor, es esa la descripción de un escritor, no la de un biógrafo o un historiador o un político sobre Bolívar, solo un escritor puede cortar la serie y agregar “iluminado” después de “menudo” y de “nervioso”, solo un escritor pone punto y aparte recién después de “iluminado”. Dice el amigo que dice uno de sus detractores que Bolívar poseía un talento casi asiático para el disimulo. Ella piensa otra vez en el amante perdido, en quien no había reposado su memoria en todos esos años, pero que ahora vuelve en medio del tedio de la conversación. Sin embargo, ella no siente ya, no puede volver a sentir ya aquel oscuro y lejano dolor, el amor, la soledad o la distancia, la memoria de la respiración del amante en su cuello, su aliento desvaído. El amigo insiste con Marx, que escribe sobre Bolívar y que él ha leído en The New American Cyclopedia, hace una pausa y agrega: Tomo III. Ella piensa en la operación ginecológica a la que se sometió hace justo un año y sobre la que su amigo nunca ha preguntado nada, ni tampoco sobre sus consecuencias, sobre su vida sin la perspectiva de los hijos. Ella ve el mundo al revés porque está acostada sobre la camilla y va avanzando sobre ella a través de los corredores y las salas, después trepa ascensores largos, diseñados para transportar camillas. Desde la posición horizontal pueden verse los techos, las lámparas que cuelgan, las imperfecciones de las partes superiores de las paredes, las diferentes alturas de los cielorrasos, como en esas viejas películas musicales en las que bailan por las paredes: el mundo ya ha cambiado. Escucha voces alrededor de su cuerpo, delante y detrás de sí. Las enfermeras, llamadas camilleras, comentan algo sobre el precio de las medias. Ella piensa en las medias blancas de las camilleras. Anestesia. Sí, el mundo ha

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cambiado, su cuerpo al menos no es el mismo, es lo que ella piensa en tanto el amigo vuelve al proyecto del gel con aloe pero no aloe vera y ella lo mira con la lucidez que tiene para juzgar la vida de los otros y no la suya propia, y piensa que él es, a los cincuenta años, todavía, como una isla a la deriva. Mira al amigo, que es diez años mayor que ella y desde la juventud no la ha llamado por su nombre sino por el apelativo “Niña”, y recuerda, una entre tantas, la noche en que brindaron juntos por el levantamiento del estado de sitio. Él parece querer decirle ahora: Niña, quiero confesarte, me desespera no poder confesarte..., y simplemente come, bebe y no deja de contar aunque no se sabe bien ya qué. Ella, en tanto, aprovecha y piensa. Piensa en sus cosas. En el orden cósmico, en el orden (o el desorden) de su vida, en esas triviales conversaciones sobre el Trópico, en el arte bolivariano casi asiático del disimulo, que la mujer conoce tan bien. Ella acaba de comerse su postre de paltas dulces (aguacate, dice el amigo) y recuerda el relato reciente de una amiga común que él ni siquiera ha mencionado durante la charla paralela al almuerzo, cuando la amiga común le contaba la agonía de otro de los amigos de juventud, indigente casi, después de los exilios obligados de su vida, “una vida errante, una vida de escapes”, había recordado la amiga común, y casi llorando le decía hace un mes en esa misma cocina: “Pobrecito mi amor, le dimos besitos, le puse una música suave porque dicen que en ese estado todavía pueden oír y así no escuchaba los perros de los patios traseros”. ¿Adónde lo atendían?, había preguntado ella. “Al final lo llevaron a Oncología del Hospital, ya estaba con suero, en una posición parecida a la fetal, lo perfumamos, lo peinamos. Morirse así. Por lo menos no estaba solo”. Ella apenas había hablado con él en aquel mes previo sobre la muerte del amigo de juventud, ese silencio de él respecto de los temas profundos o importantes era a veces para ella verdaderamente difícil de desentrañar. Él explica ahora por qué se ha entusiasmado de modo tardío con los escritos de Bolívar y cómo a partir de los discursos verborrágicos de Chávez que resultan a veces no tan obvios como parecen (ella lo duda), él ha consultado las Memorias de Bolívar y de allí derivó a la lectura de los neoclásicos, no solo Olmedo sino también Andrés Bello y José María Heredia. Ella acota como al pasar que Bello es un personaje auténticamente interesante, y le ofrece beber alguna clase de té. Él elige uno de naranja y de canela y recuerda en voz alta el sabor de un té de maracuyá pegado al paladar, le dice, que había probado en uno de sus viajes por América en aquellas sus épocas de esplendor (así lo dice, con resignación, o nostalgia, o ironía), la flor de la pasión, la lejana voluptuosidad del Trópico, piensa ella, que se prepara en ese momento un té de hierbas aromáticas, ya que ese sabor le hace recordar un poco a Lisboa, es decir, a su primera juventud.

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Ella recuerda que él de sus viajes solía traer café y bebidas típicas, y sobre todo aguardiente de caña y todo lo que se le pareciera, y decía del ron que era una bebida fuerte y brutal que no solo alegraba sino que reponía de las fatigas; si iba al mar a veces traía también caracoles en una actitud casi femenina, caracoles blancos, violetas o rosa. Él dice sobre Andrés Bello: Sí, claro, el humanista, ¿sabías que mientras estudiaba Derecho y después Medicina, creo, daba clases particulares y uno de sus alumnos fue Bolívar? No, ella no lo sabía. Sí había leído que Bello y Alejandro Humboldt habían escalado, habían ascendido juntos al monte Ávila. El cerro de la silla, él es el que corrige, él, que con su pausada memoria implacable desliza: Bello publica en Santiago un libro de cálculos estadísticos sobre América, extractados de una carta de Humboldt a Bolívar. Humboldt estuvo en Venezuela explorando el Alto Orinoco, dice. Ella calienta las tazas antes de servir los dos tés. En la casa de al lado ya no resuena música, hay un silencio de domingo que preanuncia los sopores de la siesta. Él deja por un momento su relato sobre historia, ciencias naturales, poesía celebratoria de la independencia americana, etcétera, meras ramificaciones del tema aglutinante de la mañana, a saber: el espíritu bolivariano en América, y vuelve a detallar los pasos de su empresa futura, la que lo sacará de la ruina previsible (la actual y la futura que cuantos lo conocen e incluso lo aprecian vaticinan para él), y que consiste en un proceso de conversión, de fabricación y de purificación del aloe, indispensable, dice, para producir el gel que se exportará a la mismísima Unión Europea, ávida de exquisitez. Y de exotismo, agrega ella, y sorbe un trago de su té: crepúsculo en el barrio del puerto de Lisboa, su cara joven de frente al viento y a la tarde en el estuario ensombrecido apenas del Tajo, ancho como un mar y no solo como un río. Ella piensa mirando apenas de soslayo la expresión ensimismada del amigo: Él no sabe nada sobre mí. Nada de nada.

Beatriz Actis (Argentina) (Sunchales, Santa Fe, 1961). Egresada de la carrera de Letras. Reside en Rosario. Es autora de las novelas Los poetas nocturnos y Los años fugitivos, los libros de cuentos Todo lo que late, El día breve y Lisboa y el libro de poemas Sin cuerpo no habrá crimen, entre otros, además de literatura para niños y libros de educación. Ha obtenido varios premios, entre ellos, los premios Municipal de Córdoba, Municipal de Rosario, Rejadorada-Valladolid y Fondo Nacional de las Artes.

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Despertaba dentro

de un sueño Pablo Makovsky

All that we see or seem/ Is but a dream within a dream. Edgar Allan Poe, “A dream within a dream”

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espertaba dentro de un sueño. Eso lo angustiaba. O acaso lo angustiaba el hecho de que sus sueños eran demasiado estúpidos como para ingresar en la categoría sueño-dentro-de-un-sueño. Soñaba con animales pequeños, inofensivos. Por ejemplo, una vez había soñado que lo despertaban las uñas de un cuis en sus pies desnudos. Había una especie de barullo que precedía la vigilia, como si el cuis hubiese estado hablando antes de que él se despertara (en el sueño, se entiende). Cuando al fin notaba el cuis allá, al pie de sus pies, veía que llevaba puestos unos lentes de sol. Eran unos buenos lentes, marca Infinit (se daba cuenta por los rombitos que tenían en la parte delantera del armazón). El cuis hablaba y gesticulaba, decía que era amigo del intendente Miguel Lifschitz y esto lo ponía eufórico, así que alzaba sus manitos y las hacía girar en el aire mientras pronunciaba “Lifschitz” (que sonaba a “líchiz”), y decía “Miguel”: “Miguel me dijo la semana pasada”, o “Viste cómo es Miguel”. Y él, siempre sentado en algo que podía ser una cama, o un sofá, o una reposera, miraba al cuis y se daba cuenta de que esos lentes no estaban preparados para la cara del cuis y que en cualquier momento podían caerse. Y en efecto, eso sucedía. De repente las inquietas manitos chocaban contra una de las patillas y los lentes resbalaban de la cara del cuis, a la que le hacía falta una nariz en la que encajar el marco. Los anteojos volaban y caían al piso, que estaba mucho más abajo que el cuis y que sus piernas. Y aunque sabía (lo sabía en el sueño) que los lentes hoy día no se rompen tan fácilmente, estos se hacían añicos contra el piso (donde sea que estuviera). Y el cuis le enseñaba entonces su cara ramplona de cuis, que de pronto comenzaba a desencajarse en una mueca de tristeza. Entonces él pensaba que esos lentes eran todo para ese cuis. El cuis hablaba porque tenía esos lentes, recordaba haber descubierto eso en el sueño. Pensó cuánto le habrían costado y lo difícil que debió haber sido para un pequeño cuis reunir el dinero suficiente

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como para comprarse unos lentes Infinit, que ahora estaban allá, en la oscura nada del piso del sueño, hechos trizas. Todo lo extraño y solitario del mundo del cuis se le hizo presente en esa cara del cuis sin los lentes, que lo miraba ya desanimado de humanidad mientras en el aire se apagaba el último eco de un “Miguel”. Entonces despertaba. Había intentado una vez contarle esos sueños a su esposa. Lo había hecho con el sueño del cuis. Pero su esposa, que tenía un grado en Psicología por la Universidad Nacional de Rosario, lo había observado risueña y le preguntó si no sería algo que lo angustiaba por su trabajo en la Municipalidad. A él no solo le parecía que no había ninguna relación con su trabajo, sino que notaba que había sido un error comunicarle el sueño a la mujer: ahora, además del estigma de tipo angustiado, con un trabajo de poca monta del que evitaba hablar, cargaba con el de un ser insignificante que comenzaba a instalarse en el imaginario de su esposa junto a la estampita de un cuis que usaba gafas de sol. Una noche, al despertar en medio de la madrugada de un sobresalto, despertó también a su esposa. Y a la mañana siguiente, mientras él preparaba unos mates, su mujer le había preguntado si otra vez había soñado “con la ardilla”. ¿Qué ardilla?, había respondido él, aunque ya sabía a qué se refería, solo quería demorar, darse un tiempo para masticar algún tipo de respuesta que diluyera ese error que ahora se multiplicaba. “La ardilla con lentes, la que era amiga del intendente”, le decía su esposa. Pero de la boca de él, como si no pudiese evitar condenarse, solo salía: “No era una ardilla, era un cuis”. Y se preguntaba por qué no podía soñar con un león, un mastín, un dragón, un canguro al menos. Por qué la angustia, que vinculaba con esas imágenes ridículas del cuis con sus lentes oscuros, no provenía de alguna visión más digna de dolor: su padre muerto que le hacía señas desde el espejo o su abuela materna despertando de la muerte en sus brazos. En otra oportunidad había soñado que uno de los sapos del jardín de su casa, que indistintamente llamaban Chucho y Verdolaga, lo despertaba en la cama con los festejos habituales de un perro: saltaba alrededor de sus pies, se paraba en dos patas y apoyaba las manos contra sus pijamas. Él observaba al sapo con una mezcla de asombro y alegría. Pero entonces su esposa gritaba desde la cocina que debía deshacer las valijas (como suele suceder en los sueños, o en su recuerdo, las situaciones mutan de forma repentina, como si el sueño improvisara): había valijas en la pieza de un viaje reciente, del que él despertaba en ese momento; lo que explicaba, según el razonamiento que hizo dentro del sueño mismo, la alegría del sapo al recibirlo.

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Pero el grito de su esposa, desde la cocina, puso en funcionamiento —siempre en las circunstancias del sueño— un terrible fastidio y un mecanismo generado por el rencor (pensó que su esposa era insensible a ese momento de recogimiento, de sosiego posterior al viaje, que no había suficiente espacio para sí, para lo que él pretendía de ese estar en la casa, que siempre estaba todo bien cuando salían de viaje y gastaban montañas de dinero en pavadas, pero que las mañanas con el mate y la radio de fondo, ahí en la casa, eran indiferentes para toda la familia, salvo para él, que observaba como ajeno la escena). Y reaccionó de la peor manera: levantó las valijas de las sillas donde dejaban la ropa en uso y comenzó a tirarlas con estruendo en el piso para abrirlas luego. Y así estuvo, según recordaba el sueño, arrojando maletas como si el viaje del que había vuelto hubiera sido una mudanza. Entonces caía en la cuenta de que ya no veía al sapo. En el piso de la pieza había un desparramo considerable de maletas (incluso había más maletas de las que había en la casa: podía ver, o recordar, bolsos y valijas que había usado en la infancia y la juventud). Miraba fijamente la maleta con rueditas, la más rígida y pesada, que parecía hundida en el parquet, y sabía que ahí abajo yacía el sapo que antes festejaba su regreso: aplastado y muerto, con sus manitos ya inmóviles y la alegría sepultada bajo el peso de la valija. Pensaba (lo pensaba en el sueño, antes de despertar definitivamente) que ahora todo era irremediable y que podía identificar con precisión el momento, la chispa que había disparado su ira, y que ese reconocimiento le enseñaba también un límite turbio: el que separaba al hombre que creía ser del que lo avergonzaba. Y otra vez lo despertaba el movimiento de un animal pequeño y peludo contra su cuerpo, en la cama. Tardó en darse cuenta de qué animal se trataba. Como si solo fuera perceptible por la presión contra las costillas pero no por la vista. Sentía la filosa cosquilla de los pelos duros en la piel, a través de la camiseta, el calor de ese cuerpo pequeño contra el suyo, pero le costaba hallarlo entre las mantas. O se trataba, como se dijo antes, de una improvisación del sueño, como si eso que en él sueña, llamémosle la conciencia del sueño en el sueño, preparase la imagen mientras la buscaba. Había una idea básica, pero hasta ese momento solo estaba preparada la expectativa, sazonada con incomodidad y repulsión. Al fin lo encontraba, era una rata de juguete, un chasco con la que su hija se había encariñado y dormía con ella cuando era más pequeña. Una rata negra del tamaño de un ratón grande, con su cola dura, de plástico, y ojos pintados de rojo. Alrededor de los tres o cuatro años su hija la usaba como muñeco y la llevaba en un cochecito de bebés de juguete, dormía con

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ella, etcétera. Bien, pero la rata ahora estaba viva y, pese a que considerado desde la vigilia la situación podía parecer espantosa, en el sueño él entendía perfectamente de qué se trataba. Sí, le causaba cierta sorpresa que el bicho estuviese vivo, pero comprendía que lo que la rata buscaba era el mismo tipo de calor y compañía que le había ofrecido su hija, de modo que, como si al acariciar o abrazar la rata estuviese transfiriendo de alguna manera el cariño de su hija, la retenía contra sí. Pero entonces llegaba su esposa y él pensaba que no iba a entender la situación y, peor, que cuando viera la rata en la cama armaría un escándalo. En ese momento pensaba: claro, esto es un sueño, y como si la rata se hubiese dado cuenta de lo que sucedía y se apurara a aprovechar sus últimos segundos de existencia en el sueño, corría a subirse a su cabeza y saludaba a su esposa con sus manitos negras. Ella se asustaba y lo llamaba a gritos por su nombre y, claro, despertaba definitivamente con la voz de la esposa, que en efecto lo llamaba por su nombre para despertarlo porque se había quedado dormido, o porque sonaba el despertador. Ese día, sin llegar a revisar entre los canastos de juguetes, buscó con la mirada a ver si veía la rata, pero nada. Luego lo asaltó la idea ridícula de que el sueño venía a decirle algo sobre el amor a todo ser vivo, y la necesidad de retener aquellos objetos que pertenecieron a un momento feliz, sorpresivo, entrañable (su hija aferrada a esa rata de juguete en ese sinsaber de la infancia). Se sentía un san Francisco de utilería, con aquellos sentimientos de amor absurdo por una rata soñada, de plástico, pero no podía dejar de acariciar la cercanía de tales sentimientos, y así se le empañaba la percepción de las cosas cotidianas con una suerte de tristeza, de abandono. Recordaba la rata acurrucada contra sí en la cama, reconocía el sinsentido y en ese absurdo se hallaba solo, pero era una soledad llena de cosas que anhelaba.

Pablo Makovsky (Uruguay) Nació en Paysandú en 1963. Desde los once años vive en Argentina. Se formó en Rosario, Santa Fe, donde estudió Letras. Publicó La vida afuera (poesía, 2000) y San Nicolás de la frontera (narrativa, 2010), además de cuentos, crónicas y entrevistas en Rosario de antología (2004), Todos aquí (2009) y Sobrenatural (2012). Es uno de los curadores del Festival Internacional de Poesía de Rosario. Editor del suplemento de cultura del desaparecido diario El Ciudadano & la región (2001-2008), de la revista Lenta prisa (2007) y de la revista Lucera (2006). Su trabajo incluye colaboraciones en varias revistas, traducciones y ensayos.

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Giselle Marino (Argentina) Nació en Rosario, en 1976. Estudió fotografía durante los noventa y realizó diversos talleres, pero en verdad encontró una dirección cuando comenzó a disparar buscando la fugacidad en las imágenes, con la luz y los gestos como materia prima. Se ha especializado en fotografía de paisajes, arquitectura y editorial.


El lujo Carlos Andrés Salazar

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o es de extrañar que hasta hace poco el lujo haya sido relacionado con las más reprobables conductas del ser humano. Al estar por fuera de la norma, de lo que se considera estrictamente necesario, lo suntuoso ha cargado con el estigma de ser el incentivo utilizado por el deseo y sus aún más réprobas mutaciones: la avaricia y la lujuria, para mover a las personas a hacer algo que, en más de una oportunidad, parece distanciarse de lo permitido. En la actualidad, algunas de las formas del lujo se han abierto paso entre sus detractores para ser el motor de nuevas prácticas de consumo, algo alejadas de ese egoísmo por el que era señalado, y ha puesto a consideración de disciplinas como la biología y la sociología nuevas formas de comprender la naturaleza. Es posible remontarse hasta tiempos de la república romana para encontrar, en la defensa que hace Cicerón de Sexto Roscio, una evidencia de esa rígida visión que ha tenido Occidente respecto a este vituperado concepto: “El lujo se origina en la ciudad; del lujo nace —por necesidad— la avaricia, de la avaricia surge la osadía y de ahí se derivan todos los crímenes y delitos; en cambio esa vida rústica, que tú llamas salvaje, es maestra de austeridad, de economía doméstica y de justicia”. Y es más que apropiado remontarnos en el tiempo para ver que ese argumento no riñe con la reflexión que mucho tiempo después haría Fernando González a propósito de la herencia dejada por los conquistadores en América: “¿Qué


han aprendido los primitivos de los europeos? Eso pregunta Federico Nietzsche. Lo malo únicamente, el alcohol, el lujo, la exasperación sexual”. Este paralelismo muestra de manera patente dos características esenciales del lujo como concepto: la primera de ellas es su naturaleza hacia lo impropio o lo moralmente cuestionable, la segunda es que por su condición, por ese ser más que lo necesario, pareciese ser un rasgo exclusivo de las sociedades urbanas o “civilizadas”. Un análisis aparte requeriría la afirmación de Baldomero Sanín Cano, según la cual “la cultura es el lujo de una civilización”. Sin embargo, ¿cómo es posible lograr que una sociedad avance o se desarrolle sino es mediante la búsqueda de todo aquello que aguarda más allá de lo esencial? Y, por supuesto, no es posible hablar de lo que es fundamental para vivir si no se es consciente de que, precisamente, aquello que se considera esencial se transforma con el paso del tiempo y, en lugar de reducirse, sufre significativos incrementos. En este momento, por ejemplo, es evidente que un ciudadano del común necesita más cosas para vivir que cualquier señor feudal del Medioevo. Esas transformaciones, padecidas por las necesidades con el paso del tiempo, están estrechamente relacionadas con las tendencias impuestas por cada época; y Goethe, con su particular estilo, sabría explicarlo mejor: “Mientras la vida nos arrastra hacia adelante, creemos que actuamos movidos por nuestro propio impulso; creemos que elegimos nuestra actividad y nuestras aficiones, pero la verdad es que, si vamos a mirarlo de más cerca, no son más que los designios y las tendencias de la época lo que nos vemos obligados a ejecutar”. Son justo esas actividades, aficiones y tendencias las que se transforman en fundamentales. Es decir, rebasan, en cada una de las oportunidades, el umbral de lo rigurosamente necesario para su época. Lo esencial tiene, entonces, una profunda relevancia para hacerse a una idea de qué es lo suntuoso. Sin embargo, y como ya se ha dicho, el concepto de lo esencial se confunde con lo que nos hacen creer debe serlo. De hecho, Coco Chanel dice, de forma clara, que el lujo es una necesidad que empieza cuando acaba la necesidad. Los economistas, por su parte, opinan que, mientras los bienes normales o esenciales no 50

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sufren una variación significativa en su demanda, los bienes de lujo sí. Y, de hecho, estos últimos tienen un marcado aumento en su demanda si los ingresos del consumidor se incrementan. Es importante destacar entonces que los bienes de lujo son, más que ningún otro tipo de bienes, los que permiten que el dinero circule a través de los niveles socioeconómicos. Vale la pena recordar, no obstante, que hay un recurso, motivado por múltiples mecanismos, para que quienes no tengan el suficiente poder adquisitivo adquieran este tipo de bienes: la deuda. Así lo señalaría, en modo de advertencia, el economista John Kenneth Galbraith, y sirve de ejemplo para demostrar hasta dónde se tiende a llegar por adquirir, si quiera, un poco más de privilegios: Uno de los peligros que presenta la forma de creación de necesidades en el momento actual se encuentra en el proceso afín de creación de deudas. La demanda del consumidor viene así a depender cada vez más de la capacidad y de la disposición de los consumidores para incurrir en deuda. Un aumento de la deuda del consumidor se encuentra casi implícito en el proceso actual de elaboración de necesidades. La publicidad y la emulación, las dos causas mediatas de deseo, actúan a través de la sociedad. Producen sus efectos sobre los que tienen medios y sobre los que no los tienen.

Aunque Baudrillard opone a la posibilidad de compra a plazos una de las características que considera básica para que un objeto sea íntegramente un modelo de lujo. Según él, “hay una lógica del standing que hace que uno de los privilegios del modelo sea precisamente el prestigio de la compra al contado, en tanto que el constreñimiento de los plazos o ‘abonos’ incrementa todavía el déficit psicológico propio del objeto de serie”. Paradójicamente es Marx quien permite dejar a un lado todos estos vericuetos para introducir un nuevo elemento a la definición del lujo. Marx dividiría los bienes en dos grandes categorías: los bienes ordinarios y los bienes de lujo, destacando que la más relevante de las diferencias entre dichos tipos de bienes es la calidad. De manera general, y considerando que se pretende satisfacer

la misma necesidad, los bienes de mayor calidad tendrán, por tanto, un valor más alto que aquellos bienes que tengan una calidad menor, motivo por el cual el acceso al primer tipo de bienes está directamente relacionado con los ingresos de los potenciales consumidores.

Para que un bien de lujo sea objeto de deseo debe, ante todo, seducir al consumidor, y para ello la exclusividad, lo difícil de su fabricación y su inherente belleza son factores importantes para su posicionamiento en un mercado cada vez más complejo. Pero hay otros aspectos que deben considerarse a la hora de comprender por qué es necesario hacer la división entre unos bienes y otros, y por qué dicha diferencia ha sido motivo de reflexión para economistas, artistas y filósofos. Para que un bien de lujo sea objeto de deseo debe, ante todo, seducir al consumidor, y para ello la exclusividad, lo difícil de su fabricación y su inherente belleza son factores importantes para su posicionamiento en un mercado cada vez más complejo. La calidad y lo esencial no son otra cosa que el resultado lógico de estas búsquedas. Más allá que hacerle guiños a la originalidad, la exclusividad se hace del lado de la escasez. Lo difícil que puede ser conseguir la materia prima para la fabricación de un producto es un asunto clave y es una condición invariable para que un objeto se convierta en un bien de lujo. Ejemplo de ello son los metales, las piedras preciosas y las esencias. De hecho, las cifras con respecto a estos ejemplos así lo avalan: en toda la historia, solo se han extraído 161.000 toneladas de oro, apenas lo suficiente para llenar dos piscinas de tamaño olímpico; en cuanto a los diamantes, pese a todos los esfuerzos, solo es posible extraer en promedio

24 toneladas de estas piedras preciosas al año; y, por supuesto, se requieren no menos de 800 kilos de rosa para producir un solo kilo de concentrado, y son justo las grandes casas de moda las que persisten en utilizar esencias naturales para la fabricación de sus fragancias, pese a los elevados costos que significa obtenerlas. Otro de los rasgos esenciales en la obtención de un producto suntuoso es la fabricación. Procesos de fabricación que terminan siendo clave en la calidad, el estatus y la belleza de este tipo de bienes. Un sinnúmero de ejemplos respecto a este punto son puestos a consideración de los lectores en el libro El lujo eterno de Gilles Lypovetsky y Elyette Roux: Hermès solo selecciona los becerros exentos de toda cicatriz, y no utiliza para la confección de sus famosos bolsos Kelly más que la parte central de la piel. Los artesanos de los talleres Pantin siguen cosiendo a mano con el punto llamado el “guarnicionero”, y no se requiere menos de diecisiete horas de trabajo manual para coser un bolso Kelly. Asimismo, las pieles de cocodrilo son pulidas de manera natural con una piedra de ágata durante largas horas para que aflore el barniz natural de la piel.

Todas estas condiciones no son más que una muestra de lo complicado que es dar vida a un producto de esta naturaleza; no en vano cuesta millones de dólares crear y posicionar una fragancia en el mercado. No en vano ha sido imposible para una potencia económica como Estados Unidos tener una participación destacada en el mercado global del lujo. El que un bien de lujo convencional, aparte de la calidad, la exclusividad y las especiales formas de producción, requiera una excesiva paciencia, va en contravía de las formas de hacer industria. Sin embargo, ¿cuál es el secreto para que otro tipo de productos que parecen no cumplir con estos dos requisitos gocen en la actualidad de un lugar dentro de los bienes que consideramos suntuosos? Más allá de las grandes casas de moda o las grandes marcas de bebidas espirituosas, las empresas tecnológicas han emulado los mecanismos de la industria del lujo para forjar marcas que, en la actualidad, obran como los creadores de innovaciones y revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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nuevas tendencias. Es con la estética o el diseño, la característica que aún falta reseñar respecto al concepto del lujo, que marcas como Audi, Apple o Bang & Olufsen han logrado imponer esa distancia que las separa, sin lugar a dudas, de su competencia. La industria de la tecnología, de hecho, no solo ha copiado de los bienes de lujo el concepto de objeto de deseo, también ha aprendido de ellos a manejar los ritmos o ciclos de las tendencias para hacer que los consumidores nunca pierdan el interés. Si el artista, como sostiene Umberto Eco, solo puede poseer y comunicar la verdad a través de la belleza, ¿qué opinión tendrán los diseñadores y publicistas? De hecho, el mismo Gadamer sostiene que una característica de la belleza es la inmediatez con la que se transmite, al viajar por medio de ella, cualquier mensaje. Gadamer agrega, incluso, que “lo bello convence aunque no se encuadre en el conjunto de nuestras orientaciones y valoraciones”. Adicional a esto, afirma Stendhal, lo bello siempre ha sido promesa de felicidad, y cómo no dejarse convencer, entonces, de bienes o productos que pretenden hacer realidad tan ineludibles aspiraciones. La estética, entonces, asigna un rumbo diferente a lo que significa un bien de lujo. El concepto de belleza, además, pone en entredicho el concepto de necesidad, de la que se había hablado en un principio. ¿Quién podría afirmar que los seres humanos no necesitamos de la estética para vivir? Muy seguramente esta última es la pregunta que en determinado momento se hizo Werner Sombart mientras escribía su libro Lujo y capitalismo, y ella lo llevaría a proponer que hay dos formas de entender lo necesario: a través de un juicio subjetivo de valor (ético, estético, o de 52

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otra clase), o tomando un criterio objetivo para establecer la comparación. Para el primer caso, sostiene este autor, el deleite de los sentidos y el erotismo son los que impulsan y fomentan de forma consciente o inconsciente el lujo. De una u otra forma, los bienes de lujo deben ser objetos seductores. La seducción, recordemos a Baudrillard, es más fuerte que el poder, pues nunca se da desde el orden de la fuerza o de la relación de fuerzas. Y es a través de este mecanismo, sin la intermediación de ningún otro, que los fabricantes de bienes y objetos de lujo logran captar la atención de los consumidores. Es apelando a nuestra profunda necesidad de dar deleite a los sentidos que las casas comerciales y las nuevas grandes marcas rompen con las hegemonías y con las formas convencionales de poder. Son ellas las que distorsionan las jerarquías y configuran una especie de sistema rizomático en el que no hay cabida para los modelos de mercado convencionales. Mientras que los demás se preocupan por fabricar productos funcionales, las marcas de lujo llevan esa angustia hasta un lugar en el que el diseño y la estética son centrales. No obstante, el asunto de la belleza no parece ser aplicable para todos los casos; también con respecto a ella es necesario hacer una salvedad, y es que, como reconoce Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa:

Tomando en cuenta las anteriores condiciones y conceptos, es posible reconocer que de una u otra forma el costo de uno de estos productos está sujeto a un sinnúmero de variables, incluyendo aquella que está relacionada con lo que, por un lado el fabricante, y por el otro el consumidor, consideran una necesidad tanto cuantitativa como cualitativa. Hacer un balance del estado en el que se encuentra actualmente el mercado del lujo es una empresa difícil; en dicho balance sería posible incluir productos como los habanos cubanos, las artesanías indígenas, las aplicaciones para dispositivos móviles, los gadgets y el café premium. Incluso, no se podrían dejar pasar aquellos bienes que, según presagiaba Hans Magnus Enzensberger en su ensayo Memorias de la abundancia, serían los bienes más codiciados: el tiempo, la atención, el espacio, la tranquilidad, el medio ambiente y la seguridad. Estos bienes compartirán con los demás un espacio dentro del mercado, pero, a diferencia de los otros, estos permiten presagiar un tiempo en el que lo superfluo dejará de tener un mayor valor que lo necesario. No sin dejar de lado, y como el mismo autor alemán destaca, que para este caso quien tenga solo uno seguramente no tendrá ninguno. Hemos pensado hasta el momento en las formas materiales que adquiere el lujo. En la actualidad los productos, y el más que destacado trabajo que al respecto han hecho las marcas y los grandes emporios del lujo, nos hacen pensar que esa es su única forma. Pero no siempre fue así, el ocio y con él los modales o incluso las fiestas fueron los primeros símbolos de gasto ostensible. De hecho, una de las primeras manifestaciones del gasto suntuario y del derroche es lo que Marcel Mauss llamó el potlatch y que años después George Bataille entendería como una manifestación pura del derroche y por tanto del consumo suntuario:

La exigencia de que las cosas sean ostensiblemente caras no figura, por lo común, de modo consciente en nuestros cánones de gusto, pero, a pesar de ello, no deja de estar presente como norma coactiva que modela en forma selectiva y sostiene nuestro sentido de lo bello y guía nuestra discriminación acerca de lo que puede y lo que no puede ser legítimamente aprobado como bello.

El potlatch es, como el comercio, un medio de circulación de riqueza, pero excluye el regateo. Frecuentemente consiste en la donación solemne de riquezas considerables, ofrecidas por un jefe a su rival a fin de humillar, de desafiar, de obligar. El donatario debe borrar la humillación y recoger el desafío: debe cumplir con la obligación contraída al aceptar la donación; no podrá responder, más

tarde, más que por un nuevo potlatch, más generoso que el primero: debe devolver con usura.

La manifestación del lujo en el potlatch parece repetirse con esas nuevas formas de gasto que, como señala Hans Magnus Enzensberger, están cobrando una fuerza inusitada. En las sociedades actuales, tener la libertad necesaria para apropiarse de uno de esos seis aspectos está cambiando la sociedad de consumo. La felicidad, la paz, el descanso, la tranquilidad, son algunas de las promesas que los spa, las clínicas estéticas, los centros comerciales, las casas de moda, una que otra concesionaria, las marcas tecnológicas, los gimnasios, los clubs privados, los hoteles, las artes marciales, la cultura oriental en suma, las salas de velación y los campos santos utilizan con un objetivo común: ser una alternativa a esa búsqueda de placer estético, a esa necesidad de satisfacer los sentidos. Y es que, precisamente, ¿qué otra cosa brinda más placer que estar tranquilo, sentirse seguro, respirar lo natural o tener el tiempo suficiente para hacer algo de esto? ¿Qué otras cosas son, en la actualidad, más escasas y requieren, más allá de eso, habilidades especiales para su adquisición? Las características señaladas poseen a los objetos de lujo y permiten concluir que su consumo no es exclusivo de las sociedades modernas. Después de satisfacer las necesidades básicas, los seres humanos tendemos a emprender nuevas e insólitas búsquedas. Si así fuese, con el consumo o nuestras aspiraciones, como se ha creído siempre, debería haber un instante de satisfacción absoluta y no es así. Baudrillard hace un señalamiento que parece confirmar que, con respecto al consumo, no hay una solución, ya que “el proyecto mismo de vivir, fragmentado, decepcionado, significado, se reanuda y se aniquila en los objetos sucesivos. ‘Moderar’ el consumo o pretender establecer una red de necesidades capaz de normalizarlo es propio de un moralismo ingenuo o absurdo”.

Carlos Andrés Salazar (Colombia) Magíster en Hermenéutica Literaria de la Universidad Eafit. Ingeniero de control. Docente de cátedra y miembro del Semillero de Investigación en Hermenéutica y Literatura en la misma universidad. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Dezhniov:

el gran periplo del Colón ruso Anastassia Espinel Souares

Nuestro Colón ruso, a través de las aguas turbulentas navegaste hacia las tierras desconocidas... Mijaíl Lomonósov

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n todos los mapas modernos, el extremo oriental del continente euroasiático, aquel promontorio alto y rocoso entre las gélidas aguas del estrecho de Bering y el mar de Chukchi, se denomina el cabo Dezhniov. Desde nuestras primeras clases de geografía aprendemos su ubicación exacta pero casi nunca nos preguntamos qué es lo que realmente se oculta tras aquel nombre. ¿Quién era Dezhniov el hombre y no aquel punto en el mapa? En realidad, es muy poco lo que se sabe sobre la vida de aquel gran navegante, explorador y aventurero que se convirtió en el primer descubridor del estrecho entre Asia y América. Debido a la escasez de documentos oficiales, resulta problemático recrear su biografía completa, por lo que vamos a limitarnos a algunos momentos claves de su vida y a sus descubrimientos más importantes. Su nombre completo era Semyon Ivánovich “para no morir de hambre, Dezhniov. Nació alrededor del año 1605 en Velikiy Ústiug o, según otra versión, en el pueblo de Pinega teníamos que cazar y pescar cerca de aquella ciudad al norte de Rusia; la fecha exacta de su nacimiento se desconoce, al igual que todos los días, y para no morir los detalles de su niñez y su juventud temprana hasta que entre los años 1628-1630 abandonó su tierra de frío fabricar nuestra propia natal para unirse a un regimiento cosaco y partir a la conquista de Siberia, aquel Nuevo Mundo para los ropa y calzado” rusos de su época.1 ¿Qué impulsó al joven Dezhniov a emprender aquella primera aventura de su vida? Para entenderlo, es preciso analizar el panorama histórico de Rusia del primer cuarto del siglo xvii, una época de grandiosos cataclismos políticos y sociales. Los turbulentos años del Gran Desorden (1605-1612), período de interminables conflictos, intervenciones extranjeras e intrigas de los usurpadores rusos, debilitaron el poder de los zares y pusieron la nación entera al borde de un colapso. Aunque la expulsión de los invasores polacos y la coronación del joven monarca Mijaíl Románov pusieron fin a aquel caos y rescataron la soberanía nacional, las escaramuzas en diferentes provincias, provocadas por algunos representantes de la nobleza descontentos con la imposición de la nueva dinastía y los conflictos revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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fronterizos con Polonia y Suecia, se prolongaron por muchos años más. Tratando de fortalecer su poder, los primeros zares Románov, tanto Mijaíl como su hijo y heredero Alexei, aumentaron los impuestos imponiendo al campesinado, aquella mayoría absoluta de la población, un régimen de servidumbre cada vez mayor. Como resultado, miles y miles de campesinos rusos, sobre todo los hombres jóvenes y emprendedores, abandonaban las sobrepobladas provincias centrales e ingresaban a las filas de los cosacos para buscar un futuro mejor en la lejana Siberia, aquella tierra de oro y diamantes, maderas preciosas, pieles finas y otras riquezas incalculables. El primer destino de Dezhniov fue Tobolsk, una de las primeras ciudades rusas al otro lado de los Urales; luego su regimiento se trasladó a Siberia Oriental, primero a Yeniseisk, y finalmente, en 1638, a la recién fundada Yakutsk, a orillas del caudaloso Lena, el décimo río más grande del mundo, en pleno corazón del territorio ancestral de los yakutos, aquellas tribus túrquicas de cazadores y pastores seminómadas, en su mayoría hostiles a las autoridades coloniales y a los rusos en general. Los primeros años en Yakutsk fueron sumamente difíciles para Dezhniov y todos sus compañeros. Más que una verdadera ciudad, Yakutsk en los tiempos de Dezhniov era un típico ostrog, puesto fortificado con empalizada y torreones de madera sobre la abrupta orilla del Lena, rodeada por la intransitable taiga siberiana, así como por escarpadas montañas e interminables pantanos. El salario anual de un cosaco raso consistía en “5 rublos en moneda, 5 pud2 de harina de centeno, 4 pud de cebada para el caballo y 1,5 pud de sal”.3 Incluso aquel modesto sustento nunca llegaba a tiempo, lo que no resulta extraño si tenemos en cuenta las distancias siberianas, las inclemencias del clima y el pésimo estado de las pocas rutas transitables. Según el mismo Dezhniov, “para no morir de hambre, teníamos que cazar y pescar todos los días, y para no morir de frío fabricar nuestra propia ropa y calzado”.4 Aquella desesperación resulta más que comprensible pues Yakutsk se encuentra a solo 450 kilómetros del círculo polar ártico. Aunque las autoridades solían ignorar las necesidades básicas de los cosacos, jamás olvidaban 56

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exigirles el cumplimiento de sus numerosas obligaciones: garantizar la seguridad de los colonos rusos, someter a los rebeldes yakutos, poner fin a las guerras tribales, convertir a los “infieles idólatras” a la fe cristiana y, ante todo, obligarlos a pagar el yasak, el tributo en pieles, una obligación odiada por todos los pueblos nativos de Siberia. Los yakutos, aquel pueblo orgulloso y amante de la libertad, que habitaba en el extenso territorio alrededor del Lena y sus afluentes mucho antes de la llegada de los primeros colonos rusos, se sentía profundamente indignado ante la perspectiva de abandonar sus antiguas costumbres, aceptar a un único Dios cristiano en vez de sus divinidades ancestrales, tener que resolver sus disputas ante el tribunal presidido por un gobernador enviado desde Moscú en vez de los torneos entre los mejores guerreros de cada tribu y, más que todo, entregar la mayor parte de pieles finas, fruto del arduo y en ocasiones peligroso trabajo de todos los varones adultos, en beneficio del desconocido e insaciable zar ruso. Como resultado, las batallas entre los indígenas y los cosacos eran frecuentes y sangrientas, pues a pesar de los arcabuces, cañones móviles y otros avances técnicos de los rusos, los yakutos poseían la ventaja de conocer el territorio, hecho que les permitía exterminar destacamentos enteros, conduciendo al enemigo a pantanos, quebradas rocosas, espesuras de la taiga y otros sitios perfectos para tramar una emboscada. Muchos cosacos dejaron sus huesos en los bosques y pantanos de Yakutia; el mismo Dezhniov recibió nueve heridas y en más de una ocasión logró sobrevivir “únicamente gracias a Dios y a la santísima Virgen”.5 Sin embargo, en sus notas Dezhniov escribe no solo sobre las crueles batallas contra los nativos y las interminables discordias entre los mismos conquistadores, sino también sobre la extraordinaria naturaleza siberiana: el majestuoso panorama del Lena con sus numerosos afluentes, grandiosos desbordamientos y famosas arenas auríferas, los apacibles lagos de agua cristalina, los infinitos bosques de seculares alerces y pinos, los enormes peñascos de caliza blanca, semejantes a las columnas de gigantescos templos elevados por la misma naturaleza, y la exuberante flora y fauna de la región, en su mayoría desconocida para los

Reconstrucción de un Koch. Museo etnográfico Krasnoyarsk

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europeos de la época. En estos escritos se percibe una admiración no oculta y un auténtico amor por aquella tierra inexplorada y virgen, pues, a diferencia de la mayoría de sus compañeros, Dezhniov no soñaba con regresar a Rusia con arcas repletas de oro sino con echar raíces en su nueva patria. También era uno de los pocos caudillos cosacos que se esforzaba por llevarse bien con los pueblos nativos. En sus apuntes Dezhniov reconoce que, “a pesar de que rezan a los ídolos, degüellan caballos y renos para los espíritus de rocas y árboles y luego se untan con su sangre, entierran a sus muertos en los árboles y hacen otras cosas repugnantes para cualquier cristiano, no carecen de valor, honestidad, nobleza de espíritu y otras cualidades envidiables”.6 Aquellos nativos, que servían en la guarnición de Yakutsk como guías, traductores y arrieros, describían a Dezhniov no solo como a un intrépido guerrero y talentoso estratega sino también como a un hombre magnánimo, justo, piadoso y, además, un hábil diplomático, pues era uno de los pocos rusos que había aprendido la lengua yakuta y podía comunicarse con los nativos sin ayuda de un traductor. En 1640, tras una serie de batallas, el destacamento comandado por Dezhniov logró por fin capturar a Onokoy, el toion (cacique) del linaje Sychu, el más poderoso entre los rebeldes caudillos yakutos, con toda su familia y la mayor parte de sus guerreros que, aunque derrotados, estaban dispuestos a defender a su jefe aunque fuera con sus propias vidas. Tratando de evitar un nuevo derramamiento de sangre y de ganarse la simpatía de los nativos, Dezhniov le perdonó la vida y prometió devolverle la libertad y todos sus dominios a cambio de la conversión al cristianismo y la promesa de vivir en paz con los colonos rusos. El prudente cacique siberiano aceptó todas las condiciones; salió al encuentro de los cosacos con sus nueve hijos y puso a los pies de Dezhniov el símbolo de la paz: una lanza con una sarta de pieles de marta cebellina amarrada a su punta. Es más, demostró su fidelidad incondicional a la corona rusa ofreciéndole a Dezhniov la mano de su amada hija Abakayada y una generosa dote nupcial: extensos terrenos en la cuenca del 58

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río Aldán con bondadosos pastos, cuantiosos rebaños de renos y vacas lecheras y bosques con abundante caza. Los datos históricos sobre la esposa indígena de Dezhniov, aquella “Malinche siberiana”, son escasos. No se sabe cómo reaccionó ante la decisión de su progenitor de entregarla en matrimonio a un forastero desconocido; a lo mejor se sometió a la voluntad paterna sin objeción alguna, pues entre los yakutos, pueblo de tradición patriarcal, la mujer no podía decidir nada y solo debía obedecer (es muy simbólico que en la ceremonia nupcial la novia caminaba tras su futuro esposo agarrándose a la correa del látigo que él llevaba en la mano). En cuanto a su apariencia, todos los testimonios coinciden en que era una mujer muy hermosa, cuya belleza seguramente respondía a los cánones tradicionales del Olonho, la narrativa épica de los yakutos, según la cual una muchacha debe ser “esbelta como un joven abedul, de ojos como estrellas, de trenzas como dos ríos caudalosos, de rostro como la nieve recién caída y de cejas como la piel de marta cebellina”.7 La boda de Semyon Dezhniov y Abakayada Sychu se convirtió en el primer matrimonio oficializado en la recién construida catedral de Yakutsk, y el primogénito de aquella unión, Liubim Dezhniov, en uno de los primeros mestizos nacidos en la joven ciudad y en una verdadera promesa del futuro de aquellas tierras. Sin embargo, ni los placeres de la vida familiar, ni todo el amor de Dezhniov por su dulce Abakayada y el pequeño Liubim, pudieron aplacar el espíritu aventurero de aquel explorador nato, por lo que no tardó en cambiar la paz de su hogar en Yakutsk por los peligros de las numerosas expediciones que marcaron la siguiente etapa de su vida.

En 1642, junto con Mijaíl Stadujin, otro caudillo cosaco, Dezhniov salió de Yakutsk a la cabeza de una numerosa expedición. Embarcados en varios koch,8 aquellos veleros tradicionales del norte de Rusia, diseñados para la navegación en las duras condiciones del Ártico, inicialmente navegaron por el río Lena, luego por su afluente Aldán y llegaron hasta la depresión de Oimiakón, actualmente famosa como el polo del frío del hemisferio Norte, donde las temperaturas invernales descienden hasta 70 grados bajo cero. Luego, la expedición siguió hacia el nororiente, ya navegando por los numerosos ríos, ya arrastrando los koch por tierra, a través de los bosques y pantanos, y en el verano de 1646 alcanzó la orilla occidental de un gran río desconocido que posteriormente recibiría el nombre de Kolymá (“el río profundo”, en uno de los dialectos indígenas). Cerca de la desembocadura de aquel gran río en el mar de Siberia Oriental, los cosacos fundaron un nuevo ostrog que recibió el nombre de Nizhnekolymsk. Al año siguiente, Stadujin y sus hombres partieron para Yakutsk con el fin de informar a las autoridades sobre el descubrimiento de una nueva ruta hacia el Océano Ártico y entregar al gobernador una generosa carga de colmillos de morsa, conocidos en Europa como “marfil ruso”. Mientras tanto, Dezhniov permaneció en la recién fundada Nizhnekolymsk con solo trece cosacos, encargados de reparar los koch y explorar el territorio adyacente. La población local —las belicosas tribus de los yukagiros que se encontraban en un nivel de desarrollo mucho más bajo que los yakutos, tenían la siniestra fama de caníbales y vivían en plena Edad de Piedra— intentó eliminar la poco numerosa guarnición de Nizhnekolymsk. En plena noche treparon los muros del ostrog, pero Dezhniov con solo trece hombres rechazó exitosamente el ataque de más de quinientos guerreros indígenas, cuyas lanzas y flechas con puntas de sílex y hueso resultaron inútiles frente a los sables de hierro, arcabuces y cañones de los cosacos. Aquella lección enseñó a los yukagiros a respetar a los forasteros, pues no volvieron a molestarlos ni a merodear en los alrededores del ostrog. En 1647, a orillas del Kolymá llegaron desde Yakutsk los tan esperados refuerzos y también un

joven noble llamado Vasili Vlásiev, recién nombrado por el nuevo zar Alexei9 como intendente supremo de Nizhnekolymsk y “de todas las tierras que iba a descubrir”. El joven y ambicioso Vlásiev envió una nueva expedición, encabezada por Dezhniov y otros caudillos cosacos: Gerásim Ankudínov y Fedot Popov —este último acompañado por su fiel esposa yakuta Kivil—, al interior del Océano Ártico, a bordo de seis koch que transportaban noventa hombres. El inicio de la expedición no fue favorable. Al salir a la desembocadura del Kolymá en el verano de 1648, el amontonamiento de grandes témpanos de hielo dañó considerablemente tres embarcaciones, obligando a sus tripulantes a regresar a Nizhnekolymsk. Otros tres koch, capitaneados por Dezhniov, Popov y Ankudínov, lograron salir a mar abierto y en septiembre de aquel mismo año circunnavegaron la península de Chukchi y pasaron el estrecho que une el Océano Ártico con el Pacífico. De tal modo, Dezhniov y sus compañeros se convirtieron en los primeros europeos que contemplaron las costas de Alaska, visitaron varias islas del estrecho de Bering pobladas por los esquimales y demostraron que América era un continente independiente y no unido a Eurasia. Al salir al Océano Pacífico, una cruel tormenta dispersó los barcos. Los koch de Popov y Ankudínov fueron arrastrados al sur, hasta la península de Kamchatka, mientras la nave de Dezhniov, con las velas rotas y los remos astillados, terminó estrellada contra las rocas en un lugar completamente desierto y despoblado al sur de la desembocadura del río Anádir. La situación de los veinticuatro náufragos sobrevivientes era desesperada, pues no podían sobrevivir por mucho tiempo en aquel territorio carente de agua potable, caza y plantas comestibles, por lo que se vieron obligados a emprender una marcha desesperada por la infinita tundra siberiana. Por el camino, Dezhniov perdió la mitad de sus hombres, así que fueron solo doce cosacos los que llegaron con vida a la desembocadura del Anádir. Los sobrevivientes fundaron un nuevo ostrog llamado Anádirsky y vivieron allí prácticamente aislados del resto del mundo hasta que en 1650 una nueva expedición rusa, enviada desde Nizhnekolymsk por tierra, llegó a orillas revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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del Anádir con el acta oficial del nombramiento de Dezhniov como intendente oficial de aquellas tierras recién descubiertas. En cuanto a Popov, Ankudínov y otros tripulantes de los dos koch perdidos, no se supo nada sobre su destino hasta el año 1654, cuando Dezhniov organizó una nueva expedición, esta vez a la costa norte de la misteriosa Kamchatka, donde, en una escaramuza con los koryaks, el pueblo aborigen de la región, los cosacos rescataron a una mujer yakuta en la cual Dezhniov reconoció a Kivil, la valiente compañera de Popov. Según el testimonio de Kivil, los barcos fueron arrojados a las costas de Kamchatka, donde Popov y Ankudínov murieron de escorbuto, otros cosacos fueron exterminados por los indígenas, mientras ella misma terminó capturada y durante varios años vivió entre los koryaks “cumpliendo con los trabajos más sucios y alimentándose de sobras”. Profundamente conmovido por aquel relato, y agobiado por la nostalgia por su propia mujer yakuta y su hijo, Dezhniov envió a Vlásiev, el gobernador de Nizhnekolymsk, una solicitud de remplazo porque deseaba dejar su cargo en Anádirsky y regresar a Yakutsk. Sin embargo, logró hacerlo solo en la primavera de 1662, cuando por fin entró en Yakutsk como un héroe, trayendo consigo gran cantidad de colmillos de morsa y pieles finos, la riqueza principal de las tierras recién descubiertas. El gobernador y todos los habitantes de la ciudad recibieron al explorador como a un gran héroe. Recibió numerosos honores pero, sin duda, la mayor alegría para Dezhniov fue el reencuentro con su amada Abakayada, quien, al igual que Penélope, lo esperó con paciencia y fidelidad durante todos aquellos años, y con Liubim, ya próximo a cumplir veintiún años y dispuesto a seguir la ruta paterna, pues ya había empezado su servicio como 60

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suboficial cosaco en el mismo regimiento donde en otros tiempos había servido su progenitor. Poco después del regreso de Dezhniov, las autoridades de Yakutsk le concedieron el gran honor de viajar a Moscú a la cabeza de una gran delegación, formada tanto por los veteranos de las primeras campañas como por los jóvenes cosacos de la nueva generación, en su mayoría mestizos siberianos, entre los cuales también se encontraba el joven Liubim Dezhniov. Llegaron a la capital en enero de 1664 y fueron recibidos en el Kremlin por el mismo zar Alexei. En la audiencia, Dezhniov le entregó al soberano una generosa ofrenda de pieles de armiño, marta cebellina y zorro ártico, así como de “marfil ruso” y cofres llenos de polvo de oro de las famosas playas auríferas del Lena. El zar quedó impresionado tanto por la riqueza de aquellas tierras lejanas como por el relato de Dezhniov sobre sus travesías, y en señal de reconocimiento de los méritos del explorador ante la corona le concedió un generoso premio en dinero y el título de atamán, el rango más alto de la tropa cosaca; además, ordenó al encargado del Sibirskiy Prikaz, especie de ministerio encargado de la administración de cargos y salarios para las tierras recién descubiertas, pagar todos los sueldos demorados en muchos años al mismo Dezhniov y a todos los demás miembros de su expedición.10 De regreso a Yakutsk, ciudad que se había convertido en su auténtico hogar, el recién nombrado atamán emprendió una nueva expedición, esta vez en compañía de su hijo, explorando el territorio adyacente a los ríos Yana, Viluy y Olenek. En 1666 falleció Abakayada, su amada y fiel esposa yakuta; un año después de su muerte, Dezhniov se volvió a casar con otra mujer yakuta cuyo nombre indígena era Kanteminka pero que, al convertirse al cristianismo, fue bautizada

como Pelagea. Era viuda del cosaco Iván Arbútov, miembro de la primera expedición de Dezhniov, fallecido durante la travesía ártica; en 1667 ella le dio a Dezhniov un segundo hijo llamado Afanasi, quien posteriormente eligió el mismo camino de su padre y su hermano mayor, alistándose en el regimiento cosaco de Yakutsk. En diciembre de 1671 Dezhniov partió nuevamente hacia Moscú con una carga de pieles y hueso de morsa y nuevos informes para el zar Alexei. Tras haber cumplido con el encargo oficial, quiso volver a su amada Siberia pero cayó enfermo y en enero de 1673 falleció en Moscú a la edad de 68 años. Los detalles de sus últimos días se desconocen, al igual que el lugar de su entierro. En la historiografía rusa, a Dezhniov lo suelen comparar con Cristóbal Colón. Al igual que el gran genovés, el valiente cosaco ignoraba la importancia de su propio descubrimiento; así como América no lleva el nombre de su descubridor, el estrecho que une el Océano Ártico con el Pacífico no recibió el nombre de su primer explorador sino del danés Vitus Bering, quien navegó en sus aguas casi ochenta años más tarde. El nombre de Dezhniov fue prácticamente olvidado en la historia de los descubrimientos hasta el año 1736, cuando Friedrich Muller, historiógrafo alemán y miembro de honor de la Academia de Ciencias de Rusia, encontró en el archivo de la cancillería distrital de Yakutsk los informes de Dezhniov y le dedicó una de sus conferencias en la sesión oficial de la Academia en San Petersburgo.11 Sin embargo, la grandeza de la hazaña de Dezhniov no fue debidamente valorada hasta 1890, cuando el miembro de la Sociedad Geográfica Rusa, Nikolai Ogloblin, publicó los apuntes originales del explorador, convirtiéndolos en un verdadero patrimonio nacional.12 En 1889, en conmemoración de los 250 años del descubrimiento de Dezhniov, por iniciativa de la Sociedad Geográfica Rusa, el extremo nororiental de Eurasia, que hasta entonces figuraba en los mapas como el cabo del Este, recibió el nombre de cabo de Dezhniov. Desde entonces aparecieron numerosas investigaciones, biografías, novelas, obras de arte y películas dedicadas a la hazaña de aquel gran hijo de Rusia cuyo nombre por fin ocupa un digno lugar en la historia de los descubrimientos geográficos.13

Anastassia Espinel Souares (Rusia)

Egresada de la Universidad de la Amistad de los Pueblos de Rusia. Ph.D. en Ciencias históricas. Desde 1998 reside en Bucaramanga donde se desempeña como docente de la Universidad Industrial de Santander (UIS) y de la Universidad de Santander (UDES). Ha publicado varios artículos sobre temas históricos en diferentes revistas internacionales. Autora de los libros: Sol de Libia (2002), Masinisa león del Atlas (2003), El hombre de las flores (2005), Catalina II, la gran leyenda de Rusia (2005), Auca sin nombre (segunda edición 2006), Cuentos de los vencidos (2007), Héroes y leyendas de la Antigua Rusia (2008), El Mundo Antiguo: misterios, enigmas, hipótesis (2009). Notas 1 Sobre la primera expedición rusa a Siberia ver “Yermak, la gran aventura siberiana”, de la misma autora del presente artículo, en: Revista Universidad de Antioquia, N.° 289, julio-septiembre de 2007, pp. 80-87. 2 Antigua medida de peso rusa equivalente a 16 kilogramos. 3 Elena Nikoláyevna Avadiayeva y Leonid Ivánovich Zdanóvich. Los grandes navegantes de Rusia. Moscú: Veche, 2000, p. 179 (en ruso). 4 Lev Mijáilovich Demin. Dezhniov. Moscú: Molodaya Gvardia, 1990, p. 97 (en ruso). 5 Ibíd., p. 99. 6 Ibíd., p. 101. 7 Zoya Petrovna Sokolova. En las extensiones de Siberia. Moscú: Russkiy Yazyk, 1986, p. 130 (en ruso). 8 Los koch eran embarcaciones de vela usadas por los comerciantes y exploradores del Ártico en el siglo xvii. Tenían uno o dos mástiles y remos, y dos timones (uno en la popa y otro en la proa para maniobrar mejor en medio de los témpanos de hielo). Su aparición data del siglo xii y estuvieron en uso hasta finales del siglo xix. 9 Alexei (Alejo) Mijáilovich El Piadoso (1629-1679), zar de Rusia entre 1645 y1679, el segundo de la dinastía de los Románov. Su reinado se recordó por una sucesión de guerras e insurrecciones y al mismo tiempo por una serie de importantes reformas político-administrativas, el creciente aumento del prestigio internacional de Rusia y nuevos descubrimientos geográficos en Siberia Oriental y Lejano Oriente. 10 L.V. Demin, Ibíd., p. 267. 11 Friederich Muller. Descripción de los viajes realizados por los navegantes rusos por el Océano Ártico y los mares orientales. San Petersburgo: Ediciones de la Academia de Ciencias de Rusia, 1869, p. 112 (en ruso). 12 Nikolai Nikoláevich Ogloblin. “Semyon Dezhniov (16051673)”. En: Revista del Ministerio de Educación, N.° 272, 1890, pp. 35-63 (en ruso). 13 Se destacan la película Dezhniov, que se estrenó en pantalla en 1983, producida por Nicolai Gusarov, con el actor Alexei Buldakov en el papel protagónico, y la novela La hazaña de Semion Dezhniov, de Serguei Márkov (1906-1979), publicada por primera vez en 1948 y reeditada muchas veces en ruso desde entonces. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Algo más que médicos

U

Médicos andalusíes en un banquete

Ciencias de la vida

en al-Andalus Carlos Eduardo Sierra C.

n rasgo notable en la ciencia islámica medieval es la integración de saberes, lo cual hacía de sus cultores genuinos hombres renacentistas siglos antes del Renacimiento propiamente dicho. Por ejemplo, Averroes, nacido en Córdoba en 1126, fue filósofo y astrónomo además de médico, lo que hizo de él el mayor sabio de su tiempo. Incluso, fue el primero que defendió los derechos de la mujer. En especial, en la concepción de la medicina en al-Andalus, la España musulmana medieval, su carácter integrador saltaba también a la vista, puesto que se trató de una medicina que produjo obras que hacían hincapié en el valor de la higiene y la alimentación para la vida sana, como podemos apreciar en la Granada nazarí. En esta perspectiva, se trató de una medicina que estuvo muy adelantada tanto para su tiempo como para las centurias posteriores. Para mayor precisión, conviene señalar que los andalusíes dividían las ciencias en dos grandes grupos: 1) autóctonas o musulmanas, las cuales comprendían la teología, la gramática, las ciencias jurídicas y la filosofía, entre otras, y 2) importadas o no árabes, las llamadas “ciencias de los antiguos”, que eran las traducidas de otros pueblos, sobre todo de los griegos, como la medicina, la aritmética, la geometría, la astronomía, la música, la alquimia y la mecánica. En general, entre todas las ciencias a la sazón existentes, los islámicos le concedieron mayor atención a la medicina, incluso durante el período de repliegue musulmán en la península Ibérica tras el descalabro sufrido por los ejércitos del Islam en la batalla de las Navas de Tolosa en el año 1212 —episodio bélico que cierra un

cenit en lo científico—. Así las cosas, la medicina fue el campo en el que los islámicos alcanzaron sus mayores logros. Con todo, cabe afirmar que la anatomía fue la rama menos desarrollada, un hecho acaso atribuible a condicionamientos religiosos que prohibían la disección de cadáveres, según apunta Camilo Álvarez de Morales. De todos modos, no parece que tal prohibición se cumpliese con rigor, puesto que en los textos médicos figuran datos que carecerían de sentido si el médico no hubiese observado en forma directa el cuerpo humano.

Alfonso X el Sabio dialoga con médicos musulmanes revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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En cambio, fue mucho más importante la farmacología, debido al cultivo de la botánica, ayudadas ambas por la creación de jardines botánicos, existentes en al-Andalus desde el siglo viii para la aclimatación de plantas, como el de ‘Abd al-Rahman I al-Dajil en la almunia, o huerto, de la Rusafa, al noroeste de Córdoba. En la terapéutica general, los muslimes españoles emplearon tanto los medicamentos simples como los compuestos. En cuanto a su fuente, las drogas usadas fueron en su mayoría vegetales, mientras que las de origen mineral tuvieron preferencia en oftalmología, como la atutía, el antimonio y la galena. Por su parte, las drogas de origen animal más empleadas fueron las hieles de animales diversos, el excremento de otros (como ratón, gallina y paloma), la sangre de pichón y de gallo, y la leche, sobre todo la de mujer. De los medicamentos compuestos, el de más fama fue la triaca, que constaba de hasta sesenta componentes y, en ocasiones, más de setenta. Ahora bien, a causa de lo complicado de juntar sus ingredientes y lo laborioso y costoso de su preparación, su uso estaba reservado para enfermos con los que habían fracasado otros medicamentos y estaban casi desahuciados, al igual que para reyes y personas de alta posición. Por lo que puede apreciarse, desde esos tiempos lejanos los médicos andalusíes afrontaban dilemas éticos como los que se ven en la práctica de la bioética

clínica actual —dilemas asociados a la escasez de recursos—. En todo caso, la triaca se empleó durante siglos hasta que, a fines del siglo xix y comienzos del xx, quedó comprobado que no servía para nada. Para mayores detalles sobre la triaca y sus orígenes, resulta bastante oportuno el capítulo 2 del excelente libro de Adela Muñoz Páez, química española, consagrado a la historia de los venenos desde la Antigüedad hasta nuestros días. En cuanto a tratamientos, los médicos muslimes disponían de una panoplia de preparaciones, que incluían píldoras, pastillas, cataplasmas, lavativas, supositorios, pastas dentífricas, pastas depilatorias, emplastos y ungüentos. En el campo de la cirugía ejecutaron operaciones de todo tipo, como cataratas, amígdalas y vegetaciones, además de traqueotomías, eliminación de hemorroides y fístulas, y reducción de luxaciones y hernias. Asimismo, contaban con anestésicos basados en el opio, el beleño, la mandrágora y el hachís. En fin, estamos ante una medicina notablemente avanzada para su tiempo, fundamentada en el estudio del cuerpo humano según la teoría humoral hipocrático-galénica. De facto, dado que Córdoba era una ciudad puntera en el mundo occidental del siglo x, allí solían llegar personalidades de la época con el fin de recibir tratamiento para sus dolencias, como en el caso de Sancho el Craso, hijo de la reina de Pamplona, quien fue a dicha ciudad a curarse de su obesidad, la cual le costó la pérdida del trono. Empero, hay más acerca de la fascinante medicina andalusí. Así que sigamos.

Aprendizaje médico

Operación de cataratas

Desde el punto de vista de la historia de la educación, conviene considerar aquí la formación de los médicos en la civilización islámica medieval, sobre todo en la andalusí. A este respecto, apoyémonos de momento en los datos brindados por Álvarez de Morales. Mientras en el Islam oriental, centrado en Bagdad, el aprendizaje de los médicos en agraz transcurría en los hospitales, en al-Andalus, dada la carencia de tales instituciones hasta época tardía, solía llevarse a cabo en las consultas de los médicos. Propiamente, el aspirante a médico

Oratorio del Palacio de la Madraza de Granada

asistía a las consultas, lo cual le permitía escuchar y ver lo que su maestro preguntaba o hacía al enfermo. Luego, ambos sostenían un diálogo sobre lo ocurrido. Por otro lado, a fin de ejercer la profesión, los aspirantes debían pasar por unos exámenes, supervisados por los médicos más prominentes de cada ciudad. Una vez superados los exámenes, los médicos noveles, o comunes, obtenían su licencia, o iyâza, para enseñar la ciencia contenida en los libros que habían estudiado. Además de los médicos comunes, existían los sabios reconocidos, como Averroes y Avenzoar, quienes no precisaban pasar por prueba alguna para el ejercicio de su profesión, y los curanderos, quienes laboraban supervisados por un almotacén o inspector.

Por otra parte, según Concha Vázquez de Benito, al detenerse en la Granada nazarí, la enseñanza médica tenía como escenario la Madraza, o centro de enseñanza superior, cuya creación fue tardía —apenas a mediados del siglo xiv—. En la actualidad, esta pertenece a la Universidad de Granada. Allí se enseñaban también el derecho, la teología y la filología. El texto médico leído era la Urŷūza, poema didáctico acerca de la medicina, conocido en el mundo latino como Canticum, escrito por el iraní Avicena. En general, los musulmanes medievales eran hábiles para componer estas obras didácticas mnemotécnicas en verso en todas las ramas del saber. Acerca de esto, he aquí un buen ejemplo, tomado de la Urŷūza Fī-l- Tibb, cuyo revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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autor es Ibn al-Jatīb, correspondiente al capítulo sobre las dolencias de la cabeza: 1. Si el síntoma es de cualidad, precedido por quejas del enfermo. 2. Por exceso de frío o calor externos, aplica en ambos el tratamiento contrario: 3. En el frío calentando con cobertores y a la llama del fuego, 4. La aplicación de fomentos en el baño con aguas de ajenjo y serpol, 5. La embrocación de la cabeza con óleo perfumado e inhalaciones de sukk o ámbar, 6. Y para comer platos suaves que hayan sido condimentados con especias de la mejor calidad. 7. Es originado por calor, laxa y refresca, porque notarás mejoría. 8. Mezcla asimismo siempreviva con óleo de rosa porque refresca y cura el dolor. 9. Da de beber a quien lo padece pociones refrescantes y como comida alimentos también refrigerantes.

Desde luego, este poema es mucho más extenso. Por lo demás, repárese en los inconvenientes inevitables al traducir del árabe al castellano. También en el período nazarí encontramos la fundación del māristān, el hospital destinado a acoger a los enfermos pobres de la ciudad de Granada, ordenado levantar por el sultán Muhammad V entre 1365 y 1367, que además funcionó como manicomio. No obstante, no parece que hubiese allí asistencia ni enseñanza médica, de acuerdo con la catedrática antedicha, en marcado contraste con otros hospitales del norte de África y de Oriente. Empero, Álvarez de Morales asevera que debió servir como lugar de estudio y práctica para los médicos. Por lo demás, en cuanto a la práctica médica en la Granada nazarí, existe el testimonio de un grupo de enfermos que certifican su curación a cargo de algún médico determinado, un hecho considerado como una especie de título profesional de la época. 66

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Énfasis en la medición

Suele pensarse que la medición entró con fuerza en la práctica de la ciencia a partir de la revolución científica. En el caso de la fase tardía de esta, correspondiente a la química merced a los descubrimientos de Joseph Priestley y Antoine Laurent de Lavoisier en el siglo xviii, ha cobrado fuerza la idea según la cual Lavoisier fue el primero en usar la balanza, en armonía con el principio de conservación de la masa en las reacciones químicas. No obstante, lo anterior no pasa del ámbito de las creencias consensuales. En el caso de la historia de la ciencia andalusí, hallamos antecedentes interesantes a propósito del uso de las medidas en la práctica científica. Veamos. En el siglo xi, con antecedentes que vienen desde la centuria previa, la dosificación de los medicamentos compuestos entró a ser parte del quehacer médico. Sobre esto, Julio Samsó afirma que el punto de partida fue el de los pesos y las medidas de capacidad a utilizar, dada la preocupación presente en la sociedad andalusí, cuya vigilancia estaba a cargo del almotacén. Tan delicada era esta cuestión que, para el colectivo médico, un error de medida podía tener consecuencias muy graves. A fines del siglo x, está preocupación está presente en la obra de Abū-l-Qāsim Khalaf ibn al-Abbas al-Zahrāwī (936-1013). En el tratado 29 de su al-Tasrīf aparece un capítulo dedicado a los pesos y las medidas de uso médico en Oriente y en al-Andalus. Del mismo modo, en el siglo xi se ocupó del tema el médico judío Ibn Ŷanāh en su Taljīs, e igualmente Ibn Wāfid e Ibn Buklāriš fueron bastante cuidadosos con la posología en sus obras. Incluso, buena parte de las unidades decantadas a la sazón seguían en uso en un tratado español de farmacia del siglo xviii. El tema de la dosificación de los simples que constituyen un medicamento compuesto con el fin de que este tenga determinada graduación ofrece un cariz curioso si se piensa en la óptica del proceso gradual y largo de consolidación, con aciertos y yerros, del principio de la conservación de la energía, cuyo cenit apenas llegará

en el período comprendido entre 1830 y 1850. De la excelente obra de Samsó, extraigamos unos cuantos datos ilustrativos a este respecto. Botón de muestra, según al-Kindī e Ibn Buklāriš, un simple podrá ser: Templado Cálido primer grado Cálido segundo grado Cálido tercer grado Cálido cuarto grado

Partes de calor 1 2 4 8 16

Partes de frío 1 1 1 1 1

Si, de acuerdo con este paradigma, se desea calcular la graduación en calor/frío de un medicamento compuesto constituido por 1 dirham (unos 3 gramos) de un simple A que es cálido en cuarto grado y 15 dirhams de un simple B que es frío en primer grado, tendremos: Simple A (1 dirham) Simple B (15 dirhams) Compuesto AB

Partes de calor 16 15x1=15 31

Partes de frío 1 15x2=30 31

De este modo, el compuesto hipotético AB resulta ser templado. Al contrastar con la termodinámica actual, los cálculos antedichos semejan los que conciernen a la capacidad calorífica de una mezcla. Esta doctrina quedó expuesta por Ibn Buklāriš como sigue, en un fragmento que defiende el método científico basado en el buen manejo de la teoría: La composición de lo que se aparta del equilibrio hacia una de las cualidades es más difícil y más complicada, no se aprende sino después de conocer el equilibrio, y es un saber que no le sobra a nadie que se interese por la ciencia de los cuerpos, solo que ellos, cuando ven cuánta dificultad y complicación tiene, lo abandonan y se confían en la copia de libros. Los recogen sin saber que ya han pasado por las manos de mucha gente que no los copia bien ni sabe su colocación; y es posible que la mayor parte de ellos tenga errores, exagere

en el peso de las drogas o se quede corto en sus cantidades, y, tal vez, se hayan perdido una droga o dos, más o menos. Y esto no lo ve sino quien arregla el manuscrito, obtiene los pesos, estudia las cualidades, mezcla las drogas unas con otras y luego las aplica todas al cuerpo equilibrado para averiguar el grado de medicamento compuesto; este es el procedimiento correcto.

Por tanto, la buena práctica científica requiere el conocimiento y el manejo rigurosos de los principios de conservación. De resto, se incurre en el empirismo precientífico propio del manejo de recetas sin la debida comprensión de los principios involucrados. En fin, este interés en la medición por parte de los médicos andalusíes quedó recogido también en los tratados de agronomía y botánica.

Agronomía, botánica y farmacología

En al-Andalus existieron al menos dos jardines botánicos: uno en Toledo, a orillas del Tajo, conocido como “jardín de al-Ma’mūn”, creado por Ibn Wāfid por encargo del monarca, y otro en Sevilla. En general, la agronomía andalusí surge por una confluencia de tradiciones, predominando la agricultura nabatea, basada en una tradición agrícola babilónica. Por ejemplo, los agrónomos andalusíes tomaron de Ibn Wahšiyya sus ideas acerca de la reproducción sexual de las plantas, junto con procedimientos para su fecundación artificial. Además, estaban las prácticas de los campesinos de origen hispano, representadas en los nombres romances de las plantas y en los del instrumental agrícola. En suma, tal agronomía fue el resultado tanto del contacto con la mejor literatura agronómica disponible como del recurso frecuente a la experiencia. Asimismo, existió un intento serio de estructurar una teoría que tornase a la agronomía en una ciencia auténtica, la cual tuvo la influencia tanto de la botánica y la farmacología como de la medicina. De aquí el interés de los agrónomos andalusíes por establecer clasificaciones de las revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Cultivo de la tierra en al-Andalus

plantas. Botón de muestra, he aquí la clasificación de las familias de plantas dada por Ibn Bassāl: 1) oleosas: olivo, laurel, árbol del incienso; 2) gomosas: albaricoquero, almendro, cerezo, ciruelo; 3) lechosas: higuera, morera; 4) acuosas: manzano, peral, membrillero, granado, vid; y 5) árboles con agua o savia de hoja perenne semejantes a las oleosas (naranjo, cidro), a las gomosas (pino, ciprés), a las lechosas (adelfa) y a las acuosas (limón). Otros intentos similares los llevaron a cabo Abū-l-Jayr e Ibn al-cAwwām, especie de precedente de la clasificación taxonómica de las plantas realizada a comienzos del siglo xii por el llamado Botánico anónimo. Ibn Bassāl también intentó clasificar tierras, aguas y abonos, los cuales, junto con el aire, constituían los cuatro elementos básicos de la agricultura en una teoría agronómica unida con la teoría humoral hipocrático-galénica, esto es, la correspondencia entre los cuatro elementos de Empédocles, los cuatro humores del cuerpo humano y las dos parejas de cualidades elementales (cálido/frío, húmedo/seco). En forma esquemática, se expresa así: 1) tierra-melancolía-fría y seca; 2) agua-flema-fría y húmeda; 3) aire-sangrecálida y húmeda; 4) fuego-cólera-cálido y seco. La clasificación de las tierras hecha por los agrónomos andalusíes fue acertada. De hecho, fue una clasificación rigurosa que solo mejoró en época reciente gracias al desarrollo de la química. Además, estos agrónomos seguían a Aristóteles al considerar que la tierra se nutre de materia 68

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orgánica, por lo que insistían en el abono y la práctica del barbecho. Por otra parte, mientras los agrónomos clásicos descartaban las tierras malas, los andalusíes procuraban recuperarlas mediante las mezclas de tierras, la determinación del cultivo adecuado para una tierra dada y el trabajo intensivo de la tierra con base en el laboreo y el abono. Incluso, acudían a instrumentos como la balanza y el astrolabio, el cual se usaba para la nivelación de terrenos o la medición de su desnivel. No solo esto: dado que el utillaje agrícola tenía una diversificación extraordinaria, al punto que era más completo que en la agronomía clásica y en la renacentista, esta supondrá una involución. En cuanto al agua, se la consideraba complemento del abono. Aún más: los andalusíes jamás aplicaban los abonos frescos, sino que se los dejaba pudrir de uno a cinco años, entre otras razones, con el fin de protegerse de los parásitos que suelen proliferar en estos. Tras el fin del califato andalusí, los reinos de taifas promovieron una labor de investigación importante en lo que a las ciencias aplicadas concierne, lo cual incluyó a la agronomía. Prosiguió en esta etapa el entusiasmo de los médicos por el estudio de la botánica aplicada a la farmacología. En el siglo xii, la pléyade de personajes dedicados a estos estudios es amplia: figuras como el Botánico anónimo, Ibn al-Baytār (el Dioscórides español), Abū-l-cAlā’ Zuhr y su hijo Abū Marwān cAbd al-Malik b. Zuhr, Abū Ŷa cfar Ahmad b. Muhammad al-Gāfiqī, Maimónides y Abū-l- cAbbās al-Nabatī son apenas unos pocos ejemplos conspicuos entre muchos más. En cuanto al saber acopiado en los libros de botánica, no se quedó en lo libresco, puesto que sus autores continuaron con la herborización y recolección de toda información posible sobre las plantas de al-Andalus y de otros países. Aparte de la labor de observación y catalogación de nuevas plantas —un espíritu enciclopédico que pretendía superar la Materia Médica de Dioscórides—, existió un espíritu teórico notorio que está manifiesto en la cUmda, obra que describe todas las plantas, medicinales o no, con un primer intento conocido de clasificación taxonómica que abandona la clasificación habitual hasta entonces, usada por Aristóteles, Teofrasto,

Dioscórides, Galeno y otros estudiosos, en árboles, arbustos y hierbas. Tal obra clasifica los vegetales según su género (ŷins), especie (nawc) y variedad o clase (sanf). Asimismo, hay atisbos del concepto moderno de familia botánica. Por tanto, estamos ante un precedente del sistema de clasificación inventado por Georges Cuvier, cuyo único predecesor directo fue Andrea Cesalpino. Otro problema teórico abordado fue el del cálculo del grado galénico de un medicamento compuesto en función del grado de los simples que lo constituyen. Recordemos que Ibn Buklāriš lo abordó en época anterior, basado en las teorías de al-Kindī. Por ejemplo, Ibn Rušd resolvió el problema como sigue: si tenemos una cantidad x de un simple A que es cálido en un grado n y la mezclamos con una cantidad y de un simple B que es frío en un grado m y suponemos que n>m, el compuesto que resulta es cálido en un grado inferior a n. En forma esquemática: x(n° de calor) + y(m° de frío) = (n – ym/x)° de calor. Según dice Julio Samsó, el tratamiento de este tema por Ibn Rušd aparece en el libro V de su enciclopedia médica, el Kitāb al-kulliyyāt fī-l- tibb, en el que trata de alimentos y fármacos, y no parece ser muy claro. De todos modos, como se dijo antes acerca de Ibn Buklāriš, en el caso de Ibn Rušd vemos también un planteamiento similar al del cálculo de la capacidad calorífica de una mezcla en la termodinámica actual. Cambiando de tercios, Carl Mitcham, al abordar la historia de la filosofía de la tecnología, se detiene en los ingenieros filósofos, como Samuel Florman y Stephen Unger, propios de culturas como la anglosajona, la gala y la tudesca, en marcado contraste con la cultura hispana. Ahora bien, esta ofrece una paradoja en la historia de al-Andalus, puesto que esta civilización produjo filósofos médicos, de los cuales aparecen unos primeros ejemplos al inicio de este artículo. A tal enumeración cabe añadir nombres como los de Ibn Rušd (1126-1198) y Moisés Maimónides (1135-1204), para quienes el estudio y la práctica de la medicina tienen un carácter más bien marginal y quedan insertados en una actividad intelectual mucho más rica y amplia. Por fortuna, a ellos no los afectó el nefasto síndrome del especialista, al ser espíritus universales como los que más.

En el terreno práctico, cabe hallar intelectos conspicuos por igual, como en el caso de la obra médica de los Banū Zuhr. Entre estos, Abū-l- cAlā’ tenía fama de clínico excelente y capaz de diagnosticar con acierto sin necesidad de interrogar a los pacientes, bastándole solo el examen de la orina y el pulso. Además, era prudente en cuanto al uso de los fármacos para el tratamiento de los pacientes (hecho que sugiere otro asomo temprano de las preocupaciones de la bioética clínica actual), como se observa en las Kulliyyāt de Ibn Rušd, quien enfatizaba el cuidado al aplicar la triaca para los dolores del parto, a causa de su elevada concentración de opio, dado el peligro que implicaba para el feto. Por su parte, Maimónides, representante de la medicina andalusí en el exilio, en su tratado sobre el régimen de la salud (al-Risāla al-Af daliyya fī tadbīr al- sihha) hace hincapié en la influencia del estado psicológico del individuo en la salud de su cuerpo y viceversa, con lo que se adelantó a la medicina psicosomática. En esta óptica, él plantea, en su Maqāla fī-l-rabw, el tratamiento del asma bronquial, vista como enfermedad nerviosa, en forma tanto psíquica como dietética. Fue además autor de un famoso tratado de toxicología que le encargó un ministro, al-Qādī al-Fādil, cuyo fin era dar instrucciones sencillas que pudiesen Estatua de Moisés Maimónides en Córdoba, España

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Estatua de Averroes en Córdoba, España

seguirse, hasta la llegada del médico, en casos de mordedura de animales ponzoñosos. Entre otras tantas cosas, distingue dos tipos de serpientes venenosas: las víboras y las restantes, lo que equivale a diferenciar entre las hemotoxinas producidas por las víboras y las neurotoxinas de la mayoría de las demás especies. De esta forma, Maimónides aportó su buen óbolo a la salud pública. Por algo se decía de él, con justicia, lo siguiente: “Desde Moisés, nadie como Moisés”.

La decadencia

Si bien la decadencia de al-Andalus inicia en la etapa almorávide, esto es, en los siglos xi y xii, se trató de un período todavía activo. De facto, la agonía de la ciencia en la etapa nazarí (el período que va de 1238 al 2 de enero de 1492) fue prolongada (esta agonía está fechada por Julio Samsó a partir de 1232, poco tiempo después de la Batalla de las Navas de Tolosa). En una visión panorámica, cabe resumir como sigue, siguiendo a Álvarez de Morales, lo logrado por los andalusíes en materia científica: estos cumplieron un doble papel, ya que fueron intermediarios, entre Oriente y Europa, del saber griego traducido al árabe, a la vez que brindaron el saber que ellos mismos elaboraron. Así, un pueblo que entró en la historia casi sin ciencia, la repartía un tiempo 70

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más tarde con prodigalidad, al punto que, en el siglo xiii, Averroes, Avenzoar y al-Zahrāwī fueron los maestros de los médicos de Occidente y siguieron siéndolo por largo tiempo. Ante el avance cristiano, los hombres cultos de al-Andalus decidieron emigrar a Granada o al Norte de África, jamás al resto de Europa —un movimiento migratorio que ya venía desde la centuria anterior—. Fueron raros los casos de hombres de ciencia que permanecieron en la España cristiana, a despecho de los esfuerzos de Alfonso X el Sabio por atraer a científicos muslimes tras su conquista de Murcia en 1266. Por ende, en general, no existió una ciencia mudéjar, mientras que los científicos mozárabes contribuyeron a la difusión del saber árabe en la España cristiana y hacia el resto de Europa, difusión posible merced a las traducciones latinas, cuyas primeras producciones surgieron en la Marca Hispánica en el siglo x, gracias a los monjes de Ripoll y Vic; la fundación de las primeras universidades y la movilidad de sabios por la Península y su contacto con las cortes cristianas. Ahora bien, en materia de traducciones, destacó la labor de la Escuela de Toledo impulsada por Alfonso X el Sabio en el siglo xiii, cuya historia es abordada con propiedad por Marietta Gargatagli. Gracias a estas traducciones, la vigencia de Averroes,

al-Gāfiqī y Avenzoar llegó hasta el siglo xvii. Incluso, se consideró que Avicena, oriundo de Irán, era andalusí. Al caer Granada en 1492, la práctica de la medicina árabe siguió con un nivel aceptable hasta 1550. Pero el declive se aceleró debido al ímpetu de las nuevas tendencias médicas europeas, el denominado “humanismo médico”, basado en la traducción de obras clásicas griegas y árabes al latín. Asimismo, pocos moriscos tuvieron acceso a la educación superior y los manuscritos médicos árabes quedaron considerados como de poco interés, como curiosidades para coleccionistas a lo sumo, máxime ante la prohibición, impuesta por la corona española, de la lectura de textos escritos en árabe. Y, claro está, no faltó el papel desempeñado por la Inquisición española, un fenómeno complejo y rico en matices, por lo que bien hará el lector en remitirse a la excelente investigación pergeñada por el hispanista británico Henry Kamen. Por desgracia, buena parte de la historia de la ciencia y la tecnología en el mundo hispano permanece oculta por el légamo de la insensatez, por lo que continúa en la ultrajante condición de pobre dama vergonzante. ¿Hasta cuándo? Carlos Eduardo Sierra C. (Colombia) Profesor Asociado de la Facultad de Minas de la Universidad Nacional de Colombia y autor de publicaciones sobre bioética, historia de la ciencia y la tecnología y educación en medios de Colombia, Venezuela, México, Argentina, Estados Unidos, España y Gran Bretaña. Glosario Almotacén: El almotacén es una figura traída de los zocos (o mercados) árabes. Dicho oficio sería una especie de chivato bajo las órdenes del zabazoque: el funcionario que regía los mercados locales en los reinos de Castilla, León y Aragón. El almotacén estaba encargado de reportar los incumplimientos de las ordenanzas. Sus principales funciones fueron el control de pesos y medidas, la fijación de precios y la limpieza y urbanismo. Atutía: Ungüento elaborado a partir de la capa que, producto de la fundición y purificación del óxido de cinc mezclado con otras sales metálicas, quedaba adherida a las paredes de los hornos y sus chimeneas. Mozárabe: Nombre con el que se conocía a los cristianos que vivían en territorio musulmán de al-Andalus.

Mudéjar: Término que denota a los musulmanes que permanecieron en territorio conquistado por los cristianos durante el avance de los reinos cristianos hacia el sur (Reconquista) a lo largo de la Edad Media en la Península Ibérica. Nabateo: Los nabateos fueron un antiguo pueblo cuya actividad transcurrió sobre todo al sur y al este de Palestina. Su capital, la mayor parte del tiempo, fue Petra, situada a 80 km al sudeste del mar Muerto. La época de mayor esplendor nabateo comprende del siglo iv a. C. al i d. C. Triaca: La triaca, o teriaca, era un preparado polifármaco compuesto por muchos ingredientes (en ocasiones, más de setenta) de origen vegetal, mineral o animal, incluyendo opio y, a veces, carne de víbora. Se usó desde el siglo iii a. C., al principio como antídoto contra venenos y, más tarde, también como medicamento contra numerosas enfermedades, por lo que se consideraba una panacea universal. Bibliografía Álvarez de Morales Camilo. “Medicina y alimentación: andalusíes y moriscos”. En: Mercedes García-Arenal (coord.), Al-Andalus allende el Atlántico. Granada: Fundación El Legado Andalusí/Unesco, 1997, pp. 134-162. Escudero Javier. Encuentro de las tres culturas en la medicina: Los padres árabes de la medicina, hace un milenio. En línea: <http://www.diariomedico.com> [7 de febrero de 2004]. ________. Encuentro de las tres culturas en la medicina: Averroes y Albucasis, algo más que médicos. En línea: <http://www.diariomedico.com> [7 de febrero de 2004]. Gargatagli Marietta. “La historia de la escuela de traductores de Toledo”. En: Quaderns: Revista de traducción, N° 4, 1999, pp. 9-13. Kamen Henry. La Inquisición española: Una revisión histórica. Barcelona: Crítica, 2004. López José María. La ciencia en la historia hispánica. Barcelona: Salvat, 1986. Malpica Antonio y Trillo Carmen. “La hidráulica rural nazarí: análisis de una agricultura irrigada de origen andalusí”. En: Asentamientos rurales y territorio en el Mediterráneo medieval. Granada: Athos-Pergamos, 2002, pp. 221-261. Mitcham Carl. “Los ingenieros, la responsabilidad profesional y la ética”. En: Carl Mitcham, ¿Qué es la filosofía de la tecnología? Barcelona: Anthropos, 1989, pp. 150-159. Muñoz Páez Adela. Historia del veneno: De la cicuta al polonio. Bogotá: Debate, 2012. Samsó Julio. “Las luces de al-Andalus”. En: Muy Especial, N° 53, 2001, pp. 22-27. ________. Las ciencias de los antiguos en al-Andalus. Madrid: Mapfre, 1992. Vázquez de Benito Concepción. “La Uryuza fi-l-tibb de Ibn al-Jatib”. En: Boletín de la Asociación Española de Orientalistas, XVIII(1), 1982, pp. 147-160. ________. “Medicina preventiva”. En: La aventura de la Historia, Año 2, N° 19, 2000, pp. 73-75.

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Ciudad Memorias y Patrimonio Luis Fernando González Escobar1

Q

ué tiempos angustiosos para la historia y la memoria. ¡Basta de historias! proclamó desde Miami Andrés Oppenheimer en 2010,2 para criticar la supuesta obsesión latinoamericana por el pasado, reclamando a los gobiernos tener una actitud pragmática y mirar más al futuro que al pasado desde las políticas educativas. Los áulicos, de manera acrítica y servil, hacen eco de sus sesgados análisis, de la misma manera como hace casi veinte años pregonaron “el fin de la historia” siguiendo a Francis Fukuyama.3 Ahora lo hace, con otros criterios de orden político e incluso éticos, el norteamericano David Rieff, en su provocador libro Contra la memoria, alarmado, como él bien lo escribe, por el abuso de la memoria histórica colectiva de tal manera que esta “lograba que la propia historia no pareciera sino un arsenal de armas necesarias para continuar la guerra o para mantener una paz endeble y fría”:4 algo que había visto con horror en Bosnia, Ruanda, Kosovo, Israel-Palestina o Irak. Mientras fluyen del exterior estos discursos fundamentados en evidentes intereses ideológicos y económicos, en Colombia desde 2005 se expidió una ley para constituir la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, dentro de la cual se configuró un grupo de trabajo “para

Arquitectura

la reconstrucción histórica y la memoria en torno al surgimiento y evolución de los grupos armados ilegales”. Un grupo encargado de una labor fundamental que ellos mismos definen como “un ejercicio de historia concebida como memoria social”.5 Así, a partir de una labor investigativa se busca aportar insumos para la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas, en un país con uno de los dramas humanitarios más preocupantes del mundo y a la vez con una de las peores amnesias colectivas, obviamente trabajada con ahínco por los grupos interesados. De ahí el valor de la memoria. No en vano cada año, el 27 de enero, se celebra en toda Europa el Día de la Memoria, para recordar aquella vergüenza humana durante la Segunda Guerra Mundial: el holocausto judío, pese a la creciente presencia de los negacionistas —tanto en el viejo continente como en este país a raíz del conflicto armado—. Aquella situación fue seguramente una de las razones para que el escritor checo Milan Kundera, en esa deliciosa novela llamada El libro de la risa y el olvido, pusiera esta

Fotografías del autor revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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sentencia en boca de uno de sus personajes: “la lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”; teniendo claro que los gobiernos le tienen miedo a la memoria y que les interesa más el pasado que el presente, y aun el futuro. Más adelante señala: “el futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro solo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar al laboratorio en el que se retocan las fotografías y se rescriben las biografías y la historia”.6 La memoria no solo tiene una connotación política, también es un hecho fundamental en La memoria no solo tiene una el proceso de autoconciencia, es su primera expresión, como lo entiende el filósofo español connotación política, también Manuel Cruz, para quien además “representa el ejercicio de (auto)reconocimiento originario, el es un hecho fundamental en el movimiento que funda la posibilidad del sujeto y del mundo social entero”.7 No existen pueblos sin proceso de autoconciencia, es su memoria y nunca se parte de ceros. Esto es una falacia. Con ella las distintas sociedades logran primera expresión... avanzar, pero no entendiéndola simplemente como un espejo al cual se debe mirar sino que ella misma es un proceso de construcción social. Por tanto, algo que es claro y suficientemente reconocido es que no existe una memoria unidireccional y hegemónica. Esta ha sido otra de las falacias configuradas por concepciones que han privilegiado intereses políticos no solo dictatoriales sino también, pretendidamente, democráticos pero excluyentes, como ha ocurrido con el caso colombiano desde su fundación como Estado-nación hace doscientos años. Por eso se habla de memorias múltiples. Aunque no se trata únicamente de la multiplicidad en términos ideológicos sino de su diversidad en cuanto a las concepciones de lo que se considera memoria, de cómo se configuran y cuáles son las fundamentales, aun si estas se centran o están referidas exclusivamente a la ciudad. Estrictamente en términos de la ciudad, es necesario considerar que en ella también hay relatos dominantes que configuran memorias en igual sentido. Pero cada día se reconoce la diversidad de miradas para captar sus distintas memorias. Para el caso, dos ejemplos literarios: el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, al hablar con el poeta Harold Alvarado Tenorio sobre su obra La Habana para un infante difunto, considera que esta obra era un “andamiaje para construir mi edificio de palabras, en este caso una ciudad de palabras, y al hablar de ciudad le puedo hablar no solamente de topografía, la referencia al terreno, sino de topología en el sentido que tiene esta ciencia moderna”;8 mientras que el escritor bellanita Reinaldo Spitaletta, en su más reciente obra, Barrio que fuiste y serás, configura una “arquitectura sentimental de la ciudad”, desde el barrio y sus calles, los lugares y los espacios vividos, los habitantes y los personajes, las texturas y los colores, en fin, el barrio como aquello que “trasciende al funcionario y su lenguaje cuadriculado, y ofrece posibilidades para la memoria colectiva, para lo que llaman identidad cultural”,9 aunque también con pesar y con 74

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claridad reconoce que hablar “ahora de un barrio es como hacerlo de alguien que está en agonía, alguien que se está yendo, despacio eso sí, pero al fin de cuentas despidiéndose; porque el barrio es un pedazo de ciudad vieja, una entidad cada vez más pequeña, menos presencia, más pretérito que presente y casi nada de futuro”.10 Los dos ejemplos anteriores son dos formas literarias y metafóricas para construir la memoria de la ciudad: una desde la “arquitectura de palabras”, refiriéndose a la topografía y la topología, en el caso de Cabrera Infante, y otra desde la territorialidad del barrio, en la “arquitectura sentimental” de Spitaletta; pero hay otras formas planteadas desde la historia urbana y arquitectónica, con sus imaginarios, las formas representadas o las formas materiales construidas, demolidas o presentes en el paisaje urbano. La memoria, sin ninguna duda, “es un acto del presente”, y como construcción social está en permanente elaboración y reelaboración.11 Hace uso del pasado pero no es el pasado. En ese sentido, y volviendo a Cabrera Infante, esas memorias como experiencia estarán siempre limitadas por el arbitrio del recuerdo, pero este autor las usa para ir en busca no del tiempo perdido, haciendo referencia a Marcel Proust, sino del espacio por encontrar. En tal sentido es necesario mirar el problema de la ciudad y sus memorias arquitectónicas, es decir, el patrimonio arquitectónico,

entendiéndolo como una memoria materializada, hecha forma. En el patrimonio de Medellín hay símbolos fuertes, derivados de obras significativas, monumentales y presentes, como el caso paradigmático de la Catedral de Villanueva, en el parque de Bolívar; pero hay otro tipo de símbolos fuertes y con profundo arraigo que no existen como realidades materiales tangibles, pero sí como entidades de “memoria”, como es el caso, también paradigmático, del antiguo Teatro Junín, construido por iniciativa de Gonzalo Mejía e inaugurado el 4 de octubre de 1924 pero demolido en 1967. No se conoce caso más lamentado y criticado hoy en Medellín como la demolición de aquel teatro ubicado en la avenida La Playa con la carrera Junín, donde se erigió posteriormente el edificio Coltejer. Y no vuelvo sobre este tema para seguir lamentando aquel suceso como plañidera, sino para entender la manera como la gente construye relaciones muy particulares en torno a la memoria urbana y arquitectónica. Pareciera que cuantos más años pasaran, más se lamentara la destrucción y desaparición del paisaje urbano. A mayor distancia temporal se incrementa el valor que se le otorga y crece el imaginario al respecto, hasta convertirse en un hecho con ribetes épicos. Por lo mismo aquella edificación no tiene contornos claros y definidos, ni características arquitectónicas precisas, más allá de algunos tópicos como considerarla una de revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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las mejores obras del arquitecto que la diseñó, el belga Agustín Goovaerts, o un excelso ejemplo del art noveau, algo que se reitera hasta la saciedad sin conocimiento de causa. Hecho curioso y paradójico, si se tiene en cuenta que antes de su demolición fue considerado, más que un edificio invaluable, un valioso lote ubicado en la mejor esquina de Medellín, y como tal se publicitó en la prensa y se vendió para construir otro edificio en este mismo lugar estratégico que se valoraba en miles de pesos por metro cuadrado tanto ayer como hoy. En el momento de la demolición, iniciada el 4 de octubre de 1967, hubo remembranzas en torno a la primera película, La sombra, y se señaló como la “clausura de toda una época romántica de Medellín”, de acuerdo con el cronista Miguel Zapata Restrepo; sin embargo, él mismo lo consideró un hecho natural e inevitable “porque la esquina donde está situado, que es la más céntrica y la más valiosa de Medellín, merece convertirse en una edificación suntuosa que caracterice el avance incontenible de la ciudad”.12 En su momento y en su contexto esto fue lógico. La ciudad demolía porque estaba progresando. No tenía necesidad de mirar al pasado, considerado un lastre; se tenía claro que el progreso conducía al futuro y eso implicaba sacrificar todo lo viejo, lo obsoleto o lo que se consideraba

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que había cumplido su ciclo, como en el caso del Junín, cuya existencia fue de apenas 43 años. Luego comenzó la configuración de una creciente valoración de lo perdido. Muchas personas que nunca fueron uno de los 4500 espectadores que estuvieron en su luneta o sus balcones, aquellos que nunca pasearon ni siquiera por sus alrededores o, todavía más, aquellos que apenas lo conocieron de oídas o lo reconocieron por fotografías, reclaman con profundo dolor aquel tesoro arquitectónico que —según les han dicho— han perdido. ¿A qué se debe este fenómeno? Con el tiempo comenzó a construirse la añoranza, la nostalgia, la idealización y la mixtificación de una obra edificada que luego de su demolición quedó anclada en la tierra del nunca jamás. ¿Se puede considerar esta construcción social desde los imaginarios como parte de una memoria colectiva? ¡Categóricamente no! La memoria, para que cumpla con su objetivo de acción social y su transformación en política, debe estar soportada en el territorio. Es tal la escasez de referentes significativos arquitectónicos y urbanos de Medellín, que se debe acudir a este tipo de construcciones imaginarias. Desde principios del siglo xx se fue configurando un discurso del presentismo que determinó lazos débiles con el pasado por el arrasamiento cíclico de la memoria urbana. Por lo cual se debe considerar como una demanda frente al gran vacío dejado por los numerosos edificios que fueron arrasados. Al parecer, tal manera de ver la ciudad no ha cambiado actualmente. ¿Cómo se están configurando y reconfigurando las memorias colectivas y alrededor de cuáles espacios y referentes arquitectónicos? ¿La materialidad y la técnica arquitectónicas y constructivas de los nuevos edificios, por ejemplo, garantizará su permanencia en el tiempo? Inserción y permanencia en el territorio se reclaman para la memoria materializada —con efectos fuertes que determinen los espacios y el paisaje urbano—. En tal sentido debería ser una variable fundamental en la planeación urbana y en el territorio, y no simplemente una consecuencia, un sucedáneo o una acción remedial, posterior a las intervenciones de las obras públicas y de las infraestructuras, como ha ocurrido y sigue ocurriendo. Si se considera que el desarrollo es

incompleto sin la cultura, y que no se debe valorar únicamente desde las obras públicas, entonces la memoria materializada debe considerarse como un eje fundamental de las políticas públicas no circunscritas al campo cultural sino en el ordenamiento territorial. El problema de hacer efectivas la interculturalidad y la diversidad urbana, proclamadas y reclamadas también en la memoria materializada, es evidente: ¿dónde están incluidos los elementos patrimoniales de las comunidades negras e indígenas urbanas? ¿En dónde las memorias barriales y más locales se expresan en el inoperante Plan Especial de Protección del Patrimonio de Medellín promulgado en 2009 por el Acuerdo 23? Lo indígena es memoria arqueológica pero no presente y activa. Lo negro no se considera, y en la realidad urbana tanto lo indígena como lo negro son espacios de exclusión, agresión o guetización, mirados con temor; en todo caso, no se valoran ni se les da sentido positivo para el enriquecimiento de la memoria urbana. Entonces, ¿el recurso de la añoranza señalado en el caso del Teatro Junín es algo inane y perdido? Por supuesto que no. Es apenas un indicio de construcción social colectiva que reclama no volver a tiempos recientes, cuando un alcalde de la ciudad dejó de ser alcalde por unos días a conciencia, para que su remplazo temporal femenino sacara del listado del patrimonio un edificio representativo —el Pasaje Sucre— y en una celeridad burocrática sospechosa, de apenas quince días, contratara su demolición, para dar lugar a un nuevo edificio que se supone hoy es orgullo

de la ciudad. Pero, sobre todo, es necesario que se supere esa forma despreciativa y mercantilista de los lugares de memoria, solo cuantificables en pesos por metro cuadrado. Ayer con el Teatro Junín, hoy con buena parte del espacio urbano y los pocos referentes arquitectónicos. En la dominante y arrogante Ciudad Vertical no pareciera existir futuro para la memoria y el patrimonio, arrasado sin consideraciones por viejo, incómodo, sin valor comercial y, por tanto, poco rentable. Es cierto, hay situaciones extremas, como es el caso del abuso de la memoria con fines políticos (como lo denuncia David Rieff), pero no podemos vivir sin memoria ni patrimonio, aunque pareciera que en Medellín se empeñan en demostrar lo contrario, pues para eso, dicen muchos, son buenos los sucedáneos: un pueblito paisa, las fondas paisas, las cadenas de fotos antiguas en internet o la nostalgia por lo perdido. Luis Fernando González Escobar (Colombia) Profesor Asociado, Escuela del Hábitat, Facultad de Arquitectura, Universidad Nacional de Colombia sede Medellín. Notas 1  Una versión de este texto fue presentada inicialmente en el “Panel 2: Interculturalidad, Patrimonios y Memorias”, del Foro Municipal de Cultura, en la ciudad de Medellín, el 19 de mayo de 2011, en el marco de la presentación del Plan de Desarrollo Cultural de Medellín 2011-2020. 2  Andrés Oppenheimer, ¡Basta de historias!: La obsesión latinoamericana con el pasado y las 12 claves del futuro, México: Debate, Editorial Ramdom House Mondadori, 2010. 3  En 1989 el profesor y politólogo norteamericano Francis Fukuyama escribió un artículo titulado “El fin de la historia”, el que luego llevó al libro El último hombre y el fin de la historia (Editorial Planeta, 1992). 4  David Rieff. Contra la memoria. Bogotá: Random House Mondadori, 2012, p. 14. 5  http://www.cnrr.org.co/memoria_historica.htm. 6  Milan Kundera. El libro de la risa y el olvido. Bogotá: Seix Barral Biblioteca Breve, 1987, p. 40. 7  Manuel Cruz. Escritos sobre memoria, responsabilidad y pasado. Cali: Programa Editorial Universidad del Valle, 2004, p. 20. 8  Harold Alvarado Tenorio. Veinticinco conversaciones. Medellín: Ediciones Unaula, 2011, p. 126. 9  Reinaldo Spitaletta. Barrio que fuiste y serás. Bogotá: Ediciones B, 2011, p. 8. 10  Ibíd., p. 9. 11  Norbert Lechner y Pedro Güell, “Construcción social de las memorias en la transición chilena”, Montevideo, 1998, documento en pdf, disponible en http://www.cholonautas. edu.pe/memoria/lechnerguell.pdf. 12  Miguel Zapata Restrepo. “Medellín y sus teatros”. Medellín, 3 de octubre de 1967, Archivo Histórico de Medellín. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Poesía

Traducción de Pedro Serrano

Ventana de hotel Aura de ausencia, vértigo de no ser —¿podré algún día expresar qué pasó?— No fue nada, en verdad, o apenas nada. Asomado a la tarde a la ventana veía unos taxis o sombras de unos taxis alineados enfrente, uno tras otro, transportadores prestos a cruzar un gran abismo. Toda la tarde el portero, un Caronte silbando entre fantasmas, voceaba órdenes y azotaba puertas desde su orilla en el creciente tráfico. Desaparecía la gente dentro de los coches —gente normal, turistas, comerciantes— mientras la niebla adensaba los rasgos de la ciudad, vaciándole el color. No sé cuánto estuve allí donde la oscuridad inundaba hasta el aire, y de repente, cuando pasó, pareció que todo estaba dislocado, cargado de su propia inexistencia, como si ahí emergiera un vasto lago hundido invisible —permanente— desde el suelo. Al mismo tiempo nada había cambiado, los pasos seguían su eco en el pasillo y las risas escalaban el barandal, los pasajeros se lanzaban a los taxis sin nunca darse cuenta que zarpaban a un viaje fuera de su propio cuerpo. Sentí dentro de mí un vacío nauseabundo —intangible e inhóspito— y me acuerdo de yacer boca abajo en el piso del cuarto… Sonó el teléfono y todo había pasado. Nada había sucedido —solo tomó un instante— y era mareante, inagotable, eterno. De On Love (1998) 78

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La bienvenida

Después de la larga sequía y el estéril silencio, Después de siete años de clínicas de fertilidad De médicos y curanderos que soñaban con lluvia, Después de las lluvias y las drogas —que para nada engendraron un hijo— Lo que para otros es natural ha sido cultural para nosotros: Servicios sociales y abogados, investigación del hogar y juzgados, Pasaportes, órdenes de interlocución, un certificado de nacimiento que no será expedido hasta pasado un año, una marea de inducciones, jurisdicciones, apretones de mano, Todo el mundo alrededor de traje negro diciendo que sí, eso pensamos, sí… No ha pasado ni un mes y ya quiero sacarte fuera de la oscuridad, fuera de los hondos bolsillos del silencio… Al mismo tiempo que pasabas tu quinto día bajo luces brillantes en un nuevo mundo, Nosotros viajábamos de Roma a Nueva Orleáns, Veintitrés horas de angustia y aviones, Instrucciones en dos idiomas, música por audífonos color crema, jet lags en lugar de labores, Y al otro lado de un arco iris de banderines en el French Quarter, una fila de quinceañeros celebrando en Jackson Square, los tranvías De St. Charles Avenue zumbando calle arriba y calle abajo Las majestuosas y destartaladas mansiones sureñas guiñándonos el ojo detrás de nogales y magnolias de hojas oscuras.

Estabas por ahí en algún lado, parpadeando, comiendo omnívoro en brazos de una enfermera, durmiendo, ¿Pero quién podía seguir durmiendo fuera del inocente y el omiso, Quién podía soñar? Cuán irreal fue conducir por las estrechas y torcidas calles de una ciudad americana desconocida y llegar luego al bungalow vacío de un amigo de un amigo. Afuera, los árboles se mecían suavemente bajo una cuna de luz de luna Mientras adentro las duelas del piso se pandeaban y rechinaban, el aire acondicionado coceaba en el cuarto de al lado, en otoño, y un gato invisible chillaba —el chillido de un bebé— y deambulaba por el sótano a las 4 a.m. Toda la noche estuvimos fondeando en la bahía de la ventana, en el borde de un cielo curvo en que la luna se mecía y las estrellas eran pequeños peces crecientes nadando en un líquido amniótico. Había un crujir profundo bajo tierra, Y nuestros sentimientos iban y venían, como olas. Hacia los vagos tremores del amanecer, Hacia las primeras luces de calor azul rosado del amanecer surgiendo por el oriente,

Lo único en lo que podíamos pensar era en firmar los papeles en una parroquia del barrio, en el teléfono negro que sonaría en cualquier momento, una sola vez, en el viaje lento de la abogada al hospital con un asiento de niño bien fijo en el coche. Tú esperabas: Nadadorcillo, las enfermeras de Touro no querían entregarte a esa otra vida en nuestros brazos… Pero así estaba escrito: En el sexto día, Después de cinco días y sus noches en esta tierra Fuiste finalmente entregado a nuestro cuidado, Un viajero rugoso venido de muy lejos que había viajado una gran distancia, Un dulce ángel aborigen con vida propia, Un palpitante bulto de instintos y nervios —dedos perfectos, pies perfectos, brillante piel, ojos azules soñadores asomando en tu perfectamente formada cabeza— Oh gimiente mensajero, Oh valiente llorón de cuerpo entero de lo abandonado y lo escogido, Oh trompeta de risa, oh Gabriel, eterna dicha… De Earthly Measures (1994)

Edward Hirsch nació en Chicago en 1950. Ha publicado siete libros de poemas, el último de los cuales, The Living Fire (El fuego vivo), es una selección que incluye poemas nuevos. Tiene también tres libros de ensayo sobre poesía, entre ellos Cómo leer un poema y enamorarse de la poesía, que ha sido un éxito de ventas en Estados Unidos. Ha obtenido también varios premios importantes en su país. Fue profesor de letras inglesas y de creación literaria en la Universidad de Houston y actualmente es el presidente de la Fundación Guggenheim. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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El sombrero

de Beuys

Alejandro Castaño

Boceto de hombre. Terracota, 9 x 7 x 14 cm

Alejandro Castaño tiene el taller de escultura en su casa de campo cercana a Rionegro, donde vive con su familia desde hace una década, llevando allí la vida que ha querido y disponiendo de un galpón construido

De la serie “Sobrepaisaje”. Hierro, árboles, concreto

por él mismo, a unos cuantos metros, donde cumple la jornada diaria con las horas que le sean necesarias para darle a la materia, cualquiera que ella sea —piedra, hierro, madera, resina, el ensamblaje mismo—, la forma que su mente busca y encuentra siempre,

Boceto de balsa

en el formato, pequeño o grande, convencional o no, con entera libertad sí, que el impulso poético, la rica y constante invención y la alegría creativa le dictan. Desde que lo conozco, advierto en él y en su trabajo de escultor dos virtudes magníficas: el afán continuo de crear, que pareciera no darle tiempo a la siguiente obra y, teniendo en cuenta sus conocimientos de los materiales y los procesos técnicos que utiliza, el don de conseguir con facilidades de mago los resultados que se propone y que le han procurado, en su conjunto, una de las obras escultóricas de índole más diversa, bella y singular del arte colombiano, parte de la cual el lector podrá disfrutar en la muestra que de ella la Revista de la Universidad ha preparado para este número. De “Sobrepaisaje”. Hierro y resina, 12 x 12 x 100 cm

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Elkin Restrepo

Balsa. Bronce, 20 x 1 x 7 cm


Icaria. Aluminio, madera, 600 x 40 x 180 cm

Viajero. Madera, plomo y nivel de albañil, 90 x 5 x 17 cm

Caballo. Bronce, 18 x 18 x 35 cm

“De viajes y viajeros” El viaje. Bronce, 60 x 8 x 35 cm

Ensimismo. Aluminio, 7 x 7 x 38 cm

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Razón. Hierro, 12 x 12 x 12 cm revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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“De viajes y viajeros”. 35 x 8 x 35 cm

Balsa de bronce “Fuego”, agua y casa en madera. 55 x 15 x 13 cm

Árbol viajante. Bronce, 15 x 15 x 25 cm

Viajeros. Bronce, 50 x 2 x 5 cm

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<De la serie “Sobrepaisaje”. Hierro, árboles

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De la serie “Sobrepaisaje”. Hierro, árboles

Viajero. Plata, 7 x 5 x 3 cm

“De viajes y viajeros”

Caballo. Hierro, 100 x 100 x 220 cm

El árbol del patio. 700 x 300 x 400 cm

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Dibujo tinta. Serie “De viajes y viajeros”

El viaje. Bronce, 60 x 8 x 35 cm

De la serie “Sobrepaisaje”. Hierro, árboles

Mujeres

des-generadas Lo que hicieron y deshicieron Sophie Calle, Orlan y Madonna en Medellín Sol Astrid Giraldo

Balsa. Pizarra y árbol, 70 x 10 x 15 cm

Alejandro Castaño Correa (Colombia) Profesor asociado, Escuela de Artes, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Maestro en Artes Plásticas, Universidad Nacional de Colombia. Expone individual y en colectivo desde 1985. Ha sido seleccionado para el Salón Nacional, Salón Rabinovich, Escultura monumental en nieve en Quebec, Canadá, Centro Rufino Tamayo en México y Colombian Center en Nueva York, entre otros. Colecciones suyas pueden verse en el Banco de la República, el Museo de Arte Moderno de Medellín, Cartagena y Bogotá, además de colecciones privadas. Ha recibido las siguientes distinciones: Salón de arte joven, Museo de Antioquia, Luis Caballero, Planetario Distrital de Bogotá y Salón Rabinovich (MAMM). Algunas de sus obras públicas: Balsero (Campos de Paz, Medellín). La familia (Neiva). Chócolo (mosaico vía Las palmas - aeropuerto José María Córdoba, Medellín). Ha sido docente de la Universidad de Antioquia, Universidad Pontificia Bolivariana, Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín.

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B

rujas iconoclastas, perversas traviesas, mujeres que se han parido a sí mismas. Y, sobre todo, fabricantes de autoimágenes en los excesos y tiranías de la profusión iconográfica de nuestros tiempos. Cada una de ellas ha provocado no solo sismos sino sismas en la producción de las imágenes del cuerpo de la mujer. Han hecho historia en la escena internacional y han reescrito para siempre los libretos corporales de la época. Este año estuvieron en Medellín. Sophie Calle en el Museo de Arte Moderno: un cuerpo fantasmal, una sombra que no se fija, una huella difusa, un reflejo empañado, un discurso que se contradice a sí mismo, un cliché quebrado, el vacío que se abre entre imágenes y textos que no funcionan más, una dislocación, un forcejeo con la literatura y la fotografía. Orlan en el Museo de Antioquia: una ficción de carne, una amalgama de formas, una yuxtaposición de miembros, un corto circuito de ideales, un cuerpo después del cuerpo, la herejía de la autoimagen, en guerra con la historia y la biología. Madonna en el estadio Atanasio Girardot y en el Centro de Artes de la Universidad Eafit: un cuerpo simulacro, una mentira, una mascarada, una farsa sobre la farsa. Un combate en las entrañas caníbales de los medios.

Calle, Orlan, Madonna, en su incomodidad con el canon, en su subversión del icono se han decidido por la fluidez y la autoinvención solo posible después del asesinato de las formas fijas. Ellas las han zapateado con los pies descalzos o con botas de tacón de aguja. En su iconoclastia, han quebrado sus propios cuerpos y los han convertido en altares sacrificiales, en escenarios de catástrofes de la identidad. Oficiando ritos de disolución y nacimiento, se ofrecen como construcciones corporales inestables que solo surgen al tiempo del lenguaje que las crea.

Sophie Calle, la fantasma

Uno de los principales retos para las mujeres cuando quieren representar su corporalidad en la contemporaneidad es deshacerse del sino del espectáculo. Las mujeres en la historia del arte y la publicidad solo han tenido su pasaporte a la representación a condición de instalarse en la categoría del objeto bello y pasivo de la mirada patriarcal. Existen siempre y cuando sus cuerpos cumplan con los estrictos códigos del espectáculo que desde allí se imponen. En este sentido, es intrigante la relación de Calle con su propio cuerpo. Aunque lo vivencia desde adentro, lo describe con el lenguaje desapasionado de una

Sophie Calle *Douleur exquise*, *Avant la Douleur*, 1984/2003. Photographie, broderie, lin, aluminium, encadrement. Fotografía: André Morin © ADAGP, 2012. Cortesía Galería Perrotin, París.

taxonomista: tiene una nariz muy grande que debió ser operada si su cirujano no se hubiera suicidado (Le nez), tiene unos senos que durante años fueron demasiado pequeños hasta que por un milagro alcanzaron “el tamaño adecuado” (Les seins miraculeux). Incluso en alguna ocasión le pagó a un detective para que la siguiera, la registrara, la fotografiara y construyera hipótesis e imágenes sobre su presencia física en las calles de París (Detective). Y, en obras como Los amantes, simplemente desaparece entre los veintiocho huéspedes que ocupan su cama durante dieciséis noches. Entonces se transmuta en un gran ojo, en un cíclope que ha perdido todos sus otros órganos (la nariz grande, los senos pequeños) para volverse una mirada sin cuerpo desde la que registra ávidamente el incesante desfile de cuerpos en sus propias sábanas. Este cíclope sin carne, apenas deseo visual, es el que persigue a un desconocido en Venecia, el que viaja en el tren de Japón o por las carreteras tachonadas de moteles de Estados Unidos. Su carne ha sido sepultada por las urgencias de su mirada. Sí, por supuesto no es un cuerpo precisamente etéreo: sufre hasta los umbrales del dolor y con el dolor, como sabemos, el cuerpo se convierte en una omnipresencia insoportable. Sin embargo, este dolor y ese cuerpo adolorido no se ven. Es, al contrario, un dolor que ve y se convierte en el editor visual en trabajos como No Sex Last Night o Dolor exquisito. La ausencia del cuerpo del amado y de su propio cuerpo es entonces el leitmotiv de estas fotos desenfocadas, descentradas, a veces erráticas, y de los textos que oscilan entre lo anodino del telegrama y la poesía del haikú. Estas aventuras literario-visualintimistas son toda una antiépica de cuerpos enajenados, perdidos en discursos, en sus fallas, en sus baches y contradicciones internas. “Me gusta entrar a la vida por un camino lateral”, nos dijo Calle en una entrevista a su paso por Medellín. Las antiturísticas fotos tomadas durante un viaje que empieza en el expreso transiberiano y termina en el cuarto de un prosaico hotel hindú (Dolor exquisito) se suceden a manera de fotogramas de una película sin suspenso, y se mezclan con cartas, mensajes, recibos, papelería de hoteles y aeropuertos. Documentos oficiales o comerciales que cambian su función en esta

obra para volverse fetiches sustitutos del cuerpo amado que no llega. Las camas destendidas y los vestidos femeninos vacíos, donde su cuerpo expectante no está, también protagonizan este relato de la muerte de un amor, ahora solo un cementerio de reliquias banales que se cuelgan como testimonios en la pared del museo. No todas estas fotografías tienen el mismo tamaño: los palacios imperiales, los monumentos, los hitos turísticos aparecen en reproducciones minúsculas, mientras las camas, la ropa, los objetos nimios se exhiben en grandes formatos. Es la lógica de la memoria empozada caprichosamente en el mundo material. El dolor enquistado en soportes desechables, objetos baratos que gritan escandalosamente en la noche de la memoria. Objetos huellas, negativos sin vida de los huecos donde debió habitar la vida. Los relatos fallidos del amor, de las relaciones contemporáneas, del sexo, de los géneros colapsan en su cuerpo que decide desaparecer. Calle nunca enfrenta estos discursos con discursos, pero sí se empeña en demostrar maniáticamente su profundo desajuste con ellos: no tiene la nariz ni los senos adecuados, su matrimonio apenas es una farsa fotográfica, el sexo solo es una ficción cinematográfica, su striptease la enfrenta radicalmente al temor de que la miren… Así, su biografía va desapareciendo bajo un alud de ficciones literarias y visuales que logran confundir el límite entre la realidad y la ficción, entre la libertad de la intimidad y la normatización de lo público. Su cuerpo es un campo de batalla ficcional, que expone con un gesto entre sarcástico, ansioso e impotente. Es una mujer kamikaze y burlona, anarquista y descreída, romántica y memoriosa, que juega con el relato de los cuerpos. Ella prefiere sus agujeros negros, la ambigüedad de la huella.

Orlan, la exposición de la carne

Mientras Calle desaparece llevando los discursos sobre el cuerpo al absurdo, Orlan lleva el absurdo de los discursos a su cuerpo. No se transmuta en un ojo como aquella, sino que se convierte en el objeto del ojo de la historia, del arte, de los ideales, de la ciencia, del sicoanálisis. Un ojo que ha sido fabricado en un sistema patriarcal y que a su vez es la fábrica de las imágenes “correctas”. Se enfrenta entonces a este ojo en un reto estridente revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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y carnal, al convertirse en su espectáculo. Solo que se erige a sí misma como la directora de ese espectáculo en el que recrea su cuerpo en un acto profundamente político, pues como afirma, en el cuerpo todo es político, incluso y sobre todo sus transgresiones. Orlan, creadora de sí misma. Contra la perfección del canon de belleza occidental, contra la profusión de imágenes femeninas de la historia del arte, contra los cuerpos de mujer imaginados por este sistema sexista, racista y clasista, se erige la imagen perturbadora de Orlan. Engendro sin edad, raza, clase, religión, forma, género definidos: ahora solo es “Oro lenta” (que es lo que significa el nombre con el que se rebautizó), un ser sin apellidos ni adscripciones. Es la contra imagen por excelencia del cuerpo femenino tal como se le ha definido desde la cultura androcéntrica occidental. Y sobre su propia carne campean todos los debates corporales de los últimos años para entregarse al espectador como espacio de choque y resistencia a los discursos políticos, estéticos, religiosos, étnicos y, por supuesto, de género, que pujan en el cuerpo contemporáneo. El ojo de la historia del arte no ha sido neutro y Orlan quiere cuestionar esta mirada estetizante y maniquea, deconstruyendo la genealogía de las imágenes que moldearon los cuerpos de mujer del arte occidental. Entonces simula una técnica clásica. Los griegos consideraban que ningún cuerpo real alcanzaba el ideal de belleza. Esta solo se lograba cuando el artista imitaba los miembros más bellos de diferentes cuerpos para reunirlos artificialmente en una inhumana belleza que ningún mortal poseía. Ese era el arte. Orlan parodia esta búsqueda, pero en lugar de buscar los miembros perfectos en los cuerpos reales para llevarlos al artificio de una obra de arte como lo habría hecho Policleto o Rafael, busca en el arte sus artificios para llevarlos a un cuerpo real, el suyo propio, gracias a las posibilidades de las técnicas quirúrgicas actuales. Así, gracias a varias cirugías estéticas (intervenciones artísticas diría ella) se ha apropiado de la boca de la Europa de Gustave Moreau, de la frente de la Mona Lisa de Leonardo, de la barbilla de la Venus de Boticelli. Siempre extractos de belleza femenina con apellidos masculinos. Esta acción no tiene como fin construir un cuerpo perfecto, 92

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sino deconstruirlo y cuestionarlo, pero ya no como un problema teórico sino como una acción concreta sobre su propia carne. Al hacerlo, la unidad de su cuerpo se quiebra, y emerge como una posmoderna Frankenstein, hecha de los pedazos de los inútiles anhelos patriarcales. Uno de los cuestionamientos principales que el feminismo le ha hecho a la historia del arte es ¿dónde está la mujer? Teóricas como Griselda Pollock llegan a la conclusión de que esta serie de heroínas, madonas y diosas no hacen más que bordear un vacío. En estas imágenes lo femenino es “la diferencia negativa del hombre o su fantasía de ser otro”.1 Es decir, el cuerpo femenino aquí nunca es una afirmación, sino un hueco, un vacío, la fantasía de lo no-masculino de la que hablaba Julia Kristeva. Se trata pues de corporalidades desvanecidas por mistificaciones, imaginarios, negaciones, iconografías cerradas, hurtos y significaciones históricas ejercidas hegemónicamente y desde afuera por una ley y un ojo patriarcal. Orlan se ha mirado constantemente en los espejos y les ha hecho todo tipo de preguntas de las que han salido también todo tipo de imágenes que, sin embargo, siempre sabe insuficientes, arbitrarias, falsas: “Toda representación es insuficiente, pero no producir ninguna sería peor. Sería ser figura sin imagen, sin representación”.2 A cambio de este silencio, ella prefiere la algarabía de los reflejos y sus imágenes baratas, problemáticas, falsas: “Para mí lo que cuenta es girar alrededor de estas imágenes posibles, hacerlas surgir, a tientas, siempre asombrada de la visión de lo que podrían ser en sí mismas y de esta materia de ser”.3 La revolución de Santa Orlan4 es una reflexión que aborda la profusión de imágenes de la religión, referentes inevitables para todas aquellas creadoras que han querido arrebatarle el fuego de la imagen a los dioses masculinos. Dice Orlan: “Me di cuenta de que durante siglos el arte no fue más que una propaganda de la religión cristiana y me inquietó el papel del cuerpo de la mujer, la manera como estaba representada como una especie de super mujer inalcanzable, íntegra moral y socialmente: la virgen o la madre”.5 Su herejía entonces era subvertir esta iconografía. Orlan no quiere ser madre como la virgen María. No quiere ser una fábrica de cuerpos para

otros, y más bien decide ser madre de ella misma. Contras las leyes biológicas y políticas, decide autoparirse: “Necesitaba encontrarme un nombre, rebautizarme, inventarme a mí misma”.6 Y de esta manera se quitó su nombre de mujer (el cual era una marca que la adscribía a un sistema político, cultural y social) para volverse simplemente Orlan. Se erige así como un sujeto que realiza una acción radical y subversiva. En la mitología occidental de Zeus al dios judeo-cristiano del Génesis, el poder creador le corresponde en exclusiva a un dios masculino. Un poder que en la esfera artística comparte por extensión el artista genio, quien también es un hombre invariablemente. La mujer-musa, al contrario, es objeto y producto de esa mirada, fruto de ese demiurgo al que ofrece su cuerpo como carne dúctil y paciente. Sin embargo Orlan, con soberbia, se instaura ella como creadora de sí misma, contraviniendo siglos de representaciones y leyes patriarcales. Comete, pues, el pecado por el que las brujas fueron quemadas desde el siglo xiii. Entonces, el debate detrás de las hogueras fue lo lícito que podía ser el que un cuerpo se transformara, se deformara o se metamorfoseara en otros por cuenta propia. Al respecto dice el Malleus Malleficarum o Martillo de las Brujas: “Aquel que crea que una criatura puede ser transformada en mejor o en peor, o transformada en otra especie o parecido por alguien diferente a Dios es peor que un pagano o un infiel”.7 Orlan es de esa especie. Se ha erigido creadora de sí misma en su pugna por quitarse de encima las marcas del género, la raza, la biología, el lenguaje. Su cuerpo y su carne han sido testigos y campos de batalla, como lo es todo

cuerpo de mujer según la famosa sentencia de la artista estadounidense Barbara Kruger.

Madonna, la chica material

Calle, afuera del espectáculo; Orlan, antiespectáculo de carne; Madonna, la quintaesencia del espectáculo. Más que cantante, diva creada por y en los altares mediáticos, cuerpo electrónico con la consistencia vaporosa de los frames, omnipresente, omnipotente, comercial. Nueva diosa de la era de la reproductibilidad. Y totalmente ambigua e impredecible. Aunque se vende como una Coca-Cola light, apta para todo tipo de consumo, la Reina del Pop para algunos sería en cambio toda una artista posmoderna. Desde sus canciones, su música, su lírica, sus shows, pero también sus video-clips, se ha empeñado a fondo en desestabilizar las imágenes canónicas del cuerpo, de los géneros, de los sexos. Invento de sí misma, como Warhol. Confrontando todo el tiempo su nombre de “Madonna”, la artista ha cuestionado aquel ideal de feminidad occidental encarnado en la virgen y la imaginería religiosa que tanto le inquieta a Orlan. Los santos que invita son negros y miran a sus fieles con deseo, su virginal rostro se retuerce en muecas impúdicas, sus brazos débiles con el paso de los años se han vuelto musculosos, su cuerpo todo el tiempo explora movimientos entre tecnológicos y lascivos. Pero de ella nunca se sabe nada con seguridad, como lo ha dicho Stan Hawkins: “Madonna difícilmente puede ser ubicada en una categoría estable, cuando se piensa que está pidiendo igualdad, reclama la hiperfeminidad y la diferencia. Cuando se piensa que está cayendo en una representación estable o binaria revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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Fotografías: Carlos Tobón

de la sexualidad, inmediatamente deconstruye ese binarismo”.8 Sus videos y presentaciones en vivo, como las realizadas en noviembre de 2012 en Medellín, están llenas de herejías y paradojas. Pero lo que sin duda no puede negarse es que ha llevado al debate público el tema de la autoconstrucción corporal, la feminidad y la transexualidad: cuando besa a Britney Spears, cuando se rodea de hombres vestidos como mujeres, cuando juega a ser tan plateada como Marilyn Monroe, cuando se corta el pelo y se convierte en un muchachito andrógino que trepa como un héroe de cómic por las paredes de Nueva York. Who’s that girl? Para algunos es simplemente un producto mediático, pues a pesar de sus irreverentes tanteos en las fronteras de los géneros, “siempre termina apareciendo como una mujer blanca y atractiva que juega con la feminidad pero solo dentro de los límites seguros de su atractivo convencional y comercial”.9 En este sentido, el suyo apenas sería un performance superficial y apolítico, máxime si lo comparamos con la fuerza del rotundo y radical performance quirúrgico de Orlan. Sin embargo, de nuevo, con Madonna, nunca se sabe. Y esta farsa, esta insistencia en la feminidad como una mascarada, como un maquillaje, en este constante autoconstruirse, ha hecho que otros la consideren una exploradora adelantada en el mar de los signos devaluados de la contemporaneidad, una artista de la máscara, como lo pedía Nietzsche. A finales de la década de los ochenta, el artista antioqueño Javier Restrepo, cazador de divas mediáticas,10 vio premonitoriamente todos estos matices que apenas afloraban en la joven Madonna que él conoció. Entonces, dijo: “A mí me gusta Madonna por inconvencional, agresiva y autónoma. Esa mujer es muy rara porque no es la perfecta belleza. Tiene cierta suavidad femenina pero también la dureza masculina. Los extremos están en ella. Es un personaje impredecible”.11 Con una serie de retratos de Madonna12 se interesó en investigar su imagen, en la que se concentraban muchas de las tensiones del cuerpo contemporáneo. Y lo hizo agregándole una capa más al simulacro. Baudrillard ha considerado que la cultura posmoderna está saturada con imágenes que remiten unas a otras en lugar de referirse a la realidad o a una auténtica verdad que exista

debajo de la imagen, lo cual explicaría la tendencia actual a preferir los signos y los simulacros a los objetos de la realidad que les corresponden. En este sentido, Patricia Pisters ha propuesto que entendamos a Madonna, sobre todo, como una artista del simulacro.13 Javier Restrepo así lo hizo y en lugar de pintarla a ella misma se interesó por reproducir la prolífica estela de sus retratos que cortaba de las revistas de farándula. Esos retratos, donde ella misma se ha labrado una moderna iconografía de virgen caída, la cual ya no exhibe rosarios o azucenas, sino bombones que chupa provocativamente, mallas negras, guantes, corsés. En esta Madonna, que a falta de las sonrisas renacentistas de Rafael lleva con desparpajo sus chaquetas de cuero, Restrepo vio una diva que como una luz en la oscuridad atraía los deseos, pero solo para burlarlos. Porque al contrario de Marilyn en las manos de Billy Wilder o Andy Warhol, pasivo objeto de la mirada masculina que la funda, esta antivirgen solo era su propia fantasía. En el Centro de Artes de la Universidad Eafit tuvimos la oportunidad de presenciar ese ritual de encantamiento, esa imagen que entrega y oculta, ese deseo que no se satisface, esa ansiedad que produce el simulacro de su presencia. Ser mujer, parece decir Madonna, no es una marca biológica, sino una teatralización, un maquillaje, una caracterización en la que ella se empeña con toda libertad. En estas imágenes de Restrepo está la esencia de la propuesta de esta antidiva comercial, irreverente, autónoma, que abriría y cuestionaría el canon de mujer en los tribunales vociferantes de los medios globalizados. Restrepo tuvo los ojos para verla y las manos para pintarla. Por todo esto, Calle, Orlan y Madonna transitaron este año por las salas de Medellín mostrándose más que como iconos de afirmación e identificación, como provocadores espacios de desacomodo y transición. Tiempo de cuerpos en fuga, de identidades inestables. Tiempos de brujas. Sol Astrid Giraldo (Colombia) Filóloga con especialización en lenguas clásicas de la Universidad Nacional de Colombia y Magíster en Historia del Arte de la Universidad de Antioquia. Ha sido editora cultural de El Espectador y periodista de Semana y El Tiempo. Colaboradora habitual de revistas nacionales y latinoamericanas. Investigadora y curadora independiente.

Notas: 1 Griselda Pollock. “La heroína y la creación de un canon feminista”. En: Karen Cordero e Inda Saénz (compiladoras). Crítica feminista en la teoría e historia del arte. México: Universidad Iberoamericana, 2007, p.166. 2 En: “Impone tu oportunidad, atrapa tu felicidad, arriésgate. Iniciación a los misterios de Orlan”, conversación de Orlan con Jacques-Alain Miller. En línea: <http://www.blogelp.com/index.php/impone-tu-oportunidad-atrapa-tu-1> [1 junio de 2012]. 3 Ibíd. 4 Serie de imágenes donde la artista se representa a sí misma como una santa barroca, con actitudes corporales correspondientes a la retórica de los cuerpos ejemplares cristianos y símbolos como la cruz, pero siempre con un seno afuera. 5 Ibíd. 6 Ibíd. 7 Citado en Consuelo Pabón. “Construcciones de cuerpos” En línea: <http://es.scribd.com/doc/45332816/PabonConsuelo-Construcciones-de-Cuerpos> [Agosto de 2012]. 8 Stan Hawkins. “Draggin out camp: Narrative Agendas in Madonna’s Musical Production”. En: Madonna’s Drowned Worlds: New Approaches to Her Cultural Transformations. En línea: <books.google.com.co/books/about/Madonna_s_ Drowned_Worlds.html> [Noviembre 2012]. Texto original en inglés, las traducciones de las citas son de la autora. 9 Ibíd. 10 Ibíd. 11 Testimonio extractado de la investigación inédita El “archivo” en los archivos de Eafit. La obra de Javier Restrepo, realizada por Imelda Ramírez, María del Rosario Escobar y Zulma Suárez, integrantes del Grupo de Estudios Culturales de la línea en Estudios Estéticos del departamento de Humanidades de la Universidad EAFIT. 12 Nueve de ellos, más sus dibujos preparatorios, se exhiben en el Centro de Artes de la Universidad Eafit de noviembre (2012) a febrero (2013) en la exposición “Como una oración. Las Madonnas de Javier Restrepo”. 13 Patricia Pisters. “Madonna’s Girls in the Mix: Performance of Feminity Beyond the Beautiful”. En: Madonna’s Drowned Worlds: New Approaches to Her Cultural Transformations. En línea: <books.google.com.co/books/about/Madonna_s_ Drowned_Worlds.html> [Noviembre de 2012].


Reseñas

El olimpo de mi barrio

El olimpo de mi barrio Fabio Zuluaga Ángel Universidad de Antioquia Medellín, 2012 117 p.

E

sta obra se sale de los patrones usuales de los libros de relatos y de las historias de barrio. Los textos que la componen no son estructuras ficticias argumentales, historias desplegadas en episodios ligados por sucesión temporal o relación causal, y donde al final se produce un cambio en la situación inventada que le da sentido y valor al cuento. Tampoco es la monografía usual, el relato ceñido a la historia y que aspira a recapitular los acontecimientos centrales que definieron el origen y crecimiento del barrio y sus protagonistas más destacados. Los personajes materia de la evocación son históricos, pero el enfoque del relato es literario. El narrador regresa a su barrio de infancia treinta años después. Va a asistir a las exequias de don Arturo, el polvorero. Ha elegido caminar: “De cada calle, de cada

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esquina, se levanta a mi paso un recuerdo”. Sus evocaciones van más allá de los recuerdos estrictamente personales y se dirigen hacia lo que es memoria coral, la que sus antepasados y vecinos fundadores le sembraron como semilla de identidad barrial: “Estas calles todas eran mangas. Mi abuela contaba que su padre la traía…”. En un pórtico que no fue incluido en la edición, el narrador cantaba: “En el principio todo era mangas, quebradas límpidas, árboles frutales con nidos y pájaros, y don Teodoro Gast, un alemán, propietario único de todas las mangas…”. Época para la que el narrador aún no había nacido. Y en la presentación que hace ya hay una voluntad patente de construcción literaria, de apartarse de la historia, de lo biográfico, para acercar el relato a la autonomía de la ficción: “Durante mi ininterrumpida ausencia me hice profesor de Historia Antigua y de Mitología Griega”. El Fabio Zuluaga Ángel histórico, ingeniero químico y profesor universitario en su campo de conocimiento profesional, se desdobla así, por voluntad de creación literaria, como narrador, en verosímil y atractivo personaje literario que hará entrañable y convincente la vinculación tejida entre los personajes humildes de su mitología de infancia y los dioses, semidioses y héroes de la mitología griega, sin que se enajene la humanidad real de sus héroes de la niñez. Por eso prefiere la imagen griega del Olimpo a la cristiana del cielo: “Pero si no es el camino al cielo, sí lo es al Olimpo, como se me antoja llamar ahora a este simple barrio perdido en la galaxia donde habitaron esos hombres y mujeres, no dioses ni semidioses, no héroes ni semihéroes, no ninfas ni náyades, sino simples mortales, hijos de simples mortales que

vivieron, trabajaron, procrearon y realizaron sus destinos de hombres, y como simples mortales desaparecieron para siempre”. Así, el dato histórico del regreso del autor a su barrio de nacimiento y crianza, para asistir al velorio de uno de los personajes que poblaron su infancia real, se transmuta en hecho literario, en truco que le permitirá construir un relato con la apariencia ilusoria de una evocación que ocurre mientras asiste al velorio y a la misa exequial de don Arturo, el polvorero. Como personaje tendrá la libertad de permanecer afuera o en la casa donde se vela al difunto, recostado a un poste o a un lado del ataúd; su mirada va de una fachada a otra en asociación “casual”, “arbitraria”, léase de un personaje al siguiente. En el cierre de cada semblanza se abre la expectativa de la siguiente. Así, la de “Don Víctor, el electricista”, luego de contarnos su muerte: “don Víctor se acostó bueno y sano una noche. Al amanecer llegó a su casa un carro de fuego tirado por cuatro caballos luminosos y se lo llevó a instalar la luz a otra parte”, engancha la siguiente: “Lo veo subir y bajar abrazado al Mono Cárdenas por esta empinada calle, la 63A, donde nací y me crié: ‘El Mono Cárdenas, Comisionista’”. Y cada semblanza, cada relato, va decididamente más a la literatura que a la crónica histórica. No es recuento soso o ameno, ni exhaustivo, de anécdotas, pegado de la veracidad como su mayor justificación, sino una selección de episodios de una vida y de los rasgos de un carácter que condensan la imagen trascendente de cada personaje en la constitución de la mitología de una infancia; no es cotilleo epidérmico sobre una vida, sino corte que deja al descubierto la poesía que hubo en ella para los

ojos de unos niños hambrientos del suceso extraordinario, de personajes cuya medida fuera la sal de la tierra, lo que está por fuera del cauce donde discurren las vidas anodinas de la mayoría de los seres humanos. Ese horizonte en la selección y el tratamiento no solo no se detiene ante la invención, sino que recurre a ella con todo desparpajo para condensar muchos episodios reales en uno con mayor intensidad significativa, imaginado en el conjunto de sus detalles, en su concatenación, pero convincente en su verosimilitud y en su correspondencia con repetidos sucesos reales aislados de cada personaje histórico. Recreación e invención. Literatura. Toda literatura es ficción. Solo que en este libro, ya lo anotamos, ocurre de manera diferente a la del libro que es fundamentalmente producto de la imaginación: su arranque ha sido una realidad biográfica en el sentido más estricto. Escogiendo al azar, y siguiendo el patrón de presentar a cada personaje en el último párrafo de la semblanza anterior, al cierre de “El Mono Cárdenas, Comisionista” leemos: “Debajo de la casa de don Arturo han puesto una venta de frutas y legumbres […] Esa casa la habitó don Pablo, el adivinador, cuando recién había llegado al barrio. Lo recuerdo ahora como si lo estuviera viendo…”. Cruzado este pórtico pasamos a conocer la historia de uno de los personajes más fabulosos del libro, por la distancia tan enorme que hubo entre su situación paupérrima cuando llegó al barrio con su mujer, doce hijos y toda la pobreza del mundo, y el sorprendente nivel económico que alcanzó en pocos años como “adivinador de la suerte”, un oficio con el que se encontró en la ciudad, aunque no se sabe cómo porque el relato calla lo que debió

ser el hecho real y da una versión poco creíble y santificadora de un supuesto vínculo con el padre Marianito. Pero en la leyenda todo se vale. Lo que sí se supo fue que, en pocos años, aquel hombre, a quien el párroco acogió con su familia en el sótano donde se encontraba el osario de lo que había sido la iglesia primitiva, porque cuando llegó del campo no estaba en condiciones de arrendar un cuarto, y que pasó a emplearse junto con sus hijos en mandados y oficios transitorios que la caridad de los vecinos les inventaba para que no murieran de hambre, conoció un desplazamiento social, pero hacia arriba, cuando su fama como adivino comenzó a llevarle clientela de clase alta y pudo adquirir en pocos años casa propia en el mismo barrio y luego en El Poblado, uno de los sectores de la ciudad de donde provenían los buenos pagos por sus artes adivinatorias. Automóvil fue cosa de semanas, y de meses, la finca en el Oriente antioqueño. Un cambio social de esas proporciones en alguien de ese Olimpo de la modestia que era el barrio no podía dejar de ser materia de la leyenda, sobre todo cuando frente a su casa comenzaron a parquearse carros particulares, un lujo impensable allí, y más aún cuando emigró física y socialmente y ya no volvió más. Ese ser ficticio le agrega a su ser histórico lo que le inventaron el deseo y la imaginación de sus vecinos, filtrado por el narrador, y convierte en literatura aquella versión de “Don Pablo el adivinador”, le concede su encanto. Igual cosa, en esencia, ocurre con los relatos restantes. Y a estos aciertos en el tratamiento se agrega el que recibe la prosa como un elemento de peso en la alquimia que hace de El olimpo de mi barrio literatura. La escritura, el estilo, le

apunta no solo a la precisión sino también a la belleza expresiva, a un horizonte donde el tono menor guarda coherencia estrecha con la elementalidad de esas vidas pero también con el reconocimiento de la cifra de humanidad más honda que hay en ellas; una prosa tejida de hechos cotidianos de gentes sencillas pero a la que no por eso le es extraño el vuelo de la imagen: “Entran con un ramo de rosas rojas; su aroma ya no lo percibirá don Arturo, ese Prometeo del barrio que empieza a ser presente interminable”; “lo recuerdo diminuto entre la nube de humo, abriéndose paso como un pequeño dios que dominara el fuego, entre tacos y papeletas, luces de bengala…”. Se trata de una alusión constante, pero no excesiva, a ese espejo de los mitos griegos que acompañan al libro como su mejor cielo. Eligiendo al azar una de las muchas y estupendas definiciones de mito que existen, nos dio por transcribir esta: “Es la historia de los acontecimientos que no tienen fin porque se repiten”.1 En ella se redimen las vidas de estos personajes. Se redimen de su condición humilde de existencias comunes, como las define el libro en sus primeras páginas: “… sino simples mortales, hijos de simples mortales que vivieron, trabajaron, procrearon y realizaron sus destinos de hombres, y como simples mortales desaparecieron para siempre”. “Simples mortales” que, sin saberlo entonces, constituyeron el espacio de lo maravilloso para los niños del barrio, y la mitología de sus infancias cuando se hicieron adultos. Solo que uno de esos niños se hizo escritor con el paso de los años, y el día de ese velorio aquellos seres llamaron a la puerta de su sensibilidad para que les diera la fijeza que merecían, revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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la perennidad de la cuartilla bien escrita, la mejor manera de pagarles haber sido la espuma dorada de los días de unos muchachos medellinenses al promediar la sexta década del siglo xx, cifras memorables de sus deslumbramientos primeros con el misterio, la aventura, el miedo, lo marginal a la rutina gris. Y, desde luego, esa cofradía de héroes barriales, de excéntricos, piantados y perdidos, de quebradas y arboledas, de cotos prohibidos y jolgorio, existieron en muchos barrios de la ciudad por la misma época y en otros lugares del país y el mundo, con diferencias obvias pero con idéntica corriente de lo maravilloso de unas infancias, de su poesía. Por eso este libro desata ecos en lectores que conocieron en su niñez los mismos seres y cosas, aunque sus nombres, encarnaciones, sucesos y circunstancias fueran otros. El olimpo de mi barrio ha recuperado, por tanto, un fragmento de la memoria ciudadana de una generación. Difícil encontrar en nuestra bibliografía literaria una historia de barrio que a la vez sea la historia de una infancia, la del narrador, contada de forma tan entrañable, tan auténtica; donde el testimonio que no falsea la humanidad sencilla de unas vidas vaya de la mano de la sensibilidad y el oficio necesarios para hallar la poesía que hubo en ellas y que las redime del silencio, de la finitud, de la humildad de su hora. Este libro de Fabio Zuluaga Ángel pasa a engrosar la bibliografía de ese tipo de libros que, al igual que El libro de los oficios de antaño, de Eduardo Santa, por citar el primero que nos viene a la memoria, eligen una línea diferente a las más usadas en el mundo editorial: la novela, el libro de cuentos ficticios, la crónica del secuestro, el escándalo nacional, 98

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el narcotráfico, la guerrilla o el paramilitarismo. Eligen la valiente marginalidad del libro menor, renuncian a intentar el Mágnum Opus y las líneas con más acogida comercial y editorial, para brotar y expandirse sobre la página desde un deseo de entrañable intimidad testimonial que se antepone a toda otra consideración, que aspira a dar fijeza a la poesía de aquello que fue y que solo puede decantarse desde una sensibilidad cultivada y una considerable brecha temporal con la materia de la evocación, materia a cuya fragmentariedad original se ha querido guardar fidelidad.

Historia del pensamiento filosófico latinoamericano

Jairo Morales Henao (Colombia) Notas 1   Victor Civita (ed.). Colección Mitología Vol. 1: “Mito: verdad y fantasía”. Sao Paulo, 1973.

Carlos Beorlegui Universidad de Deusto Bilbao, 2004 895 p.

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El 10 de octubre de 2012 falleció en Caracas, Venezuela, nuestra colaboradora y entrañable amiga

Valentina Marulanda.

a tensión entre imitación y originalidad, entre creación y eurocentrismo, atraviesa desde la base misma de la sociedad las reflexiones, las (re)producciones, los libros. La academia latinoamericana de hoy concentra de forma elevada esta tensión, resolviéndola, claro está, a favor del calco y del vaciamiento de nuestra identidad. Un libro como la Historia del pensamiento filosófico latinoamericano es una posibilidad de participar en esta tensión de forma un poco más consciente, esto es, atendiendo al desarrollo histórico de la misma, y entendiendo que nuestras propias ideas, como productos históricos, no pueden escapar a ella. La publicación de un libro que busca tomar partido abiertamente por un aspecto de esta contradicción no puede dejar de ser polémica. El libro de Carlos Beorlegui,

catedrático de antropología filosófica en la Universidad de Deusto (España) y profesor invitado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (El Salvador), desde su publicación ha despertado tanto aprobaciones como fuertes críticas. En este sentido, ha coadyuvado a recrear en nuestro presente la misma lucha interna contenida en su historia de las ideas. Al abordar insistentemente tal tensión, no buscamos encasillar en dos grandes grupos las ideas presentes en la reflexión filosófica en Latinoamérica; por el contrario, se trata de indicar el leitmotiv que acompaña el trabajo historiográfico de Beorlegui. Sin embargo, este hilo conductor no se presenta en el libro como una frase vacía, sino concretado en los matices entre las reflexiones de los diferentes autores, tan variados, que jamás podrían ser recogidos todos sin ser discriminados (p. 24), sin soslayar la complacencia de uno u otro lector de esta obra. Como señala el mismo autor, no hay una simple “recopilación neutral” (p. 50) de datos tal cual es concebida la historia por parte del positivismo; existe un análisis concreto pero elevado a una síntesis que recoge lo que bajo una posición, bajo unos presupuestos, se considera fundamental para la historia del pensamiento filosófico latinoamericano. Es precisamente en este punto donde se ha levantado de forma más álgida la polémica con el libro. La lectura de esta obra nos permite, más que introducirnos en el contenido estricto del libro, penetrar en la polémica que el mismo suscita. Atender a una posición definida por Beorlegui abiertamente como “americanicista” implica enfrentarla en su lectura a la visión academicista

del pensamiento supuestamente “apolítico”. Las críticas afloran, y son en buena parte ellas las que hacen necesario este trabajo historiográfico, las que le dan sentido. Sus críticos atienden, como antítesis, al enfoque mismo de este trabajo; por ejemplo, Sobrevilla Alcázar concentra su refutación bajo el término sesgo; el culto a la neutralidad, criticado como propio del positivismo, reaparece en la crítica cuando se intenta negarla en el libro. Al respecto, el crítico atina en el corazón de la polémica en el siguiente comentario a la obra: Lo criticable es que esta perspectiva provoque una distorsión tan severa que hace que esta Historia del pensamiento filosófico latinoamericano se convierta en verdad en una Historia del pensamiento filosófico liberacionista latinoamericano, o, en el mejor de los casos, en una Historia del pensamiento filosófico latinoamericano desde la perspectiva de la filosofía de la liberación.1

Esta postura es tenida en cuenta en el libro de Beorlegui, el cual se convierte en una herramienta para la discusión, en una necesaria lectura para quienes compartan algunos aspectos de su postura, así como para sus detractores. La Historia del pensamiento filosófico latinoamericano contiene once capítulos a lo largo de los cuales se hace un recorrido histórico desde las culturas “precolombinas” hasta recientes momentos que han sido recogidos en el capítulo “¿Más allá de la filosofía de la liberación? La postmodernidad y la postcolonialidad”; resaltando a lo largo de este trabajo la filosofía de la liberación y culminando con una concluyente explicación del sentido de la

segunda parte de su libro: Una búsqueda incesante de identidad como rasgo particular del pensamiento filosófico latinoamericano (p. 892). Es por esto que también emerge como un excelente manual para la introducción al pensamiento latinoamericano, tanto en su estudio autodidacta, como para la construcción de planes de estudio académico. En síntesis, la invitación a participar en esta discusión cuenta con una completa exposición presentada en este libro, publicación que puede servir para remontar la reflexión y producción filosófica latinoamericana con la que contamos hasta nuestros días. El libro de Carlos Beorlegui servirá también como herramienta para profundizar en nuestra investigación de la producción latinoamericana que se ha desarrollado hasta ahora, tarea que debe ser encarnada por los mismos pensadores latinoamericanos en la medida en que se avance en una construcción de un pensamiento original y creativo, surgido de la participación en la tensión a la que hemos venido haciendo referencia, a modo de golpe contra el eurocentrismo. Claudio Daniel Ferreira (Colombia) Notas: 1   David Sobrevilla Alcázar. “Carlos Beorlegui, historia del pensamiento filosófico latinoamericano”. En: Solar N.° 3, año 3. Lima: 2007, pp. 211-224.

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Dos novelas cortas contemporáneas: entre el dolor y la desesperanza

La luz difícil Tomás González Alfaguara, 2012 136 p. Elegía Philip Roth Debolsillo, 2009 160 p.

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a literatura narra siempre el eterno ir y venir del hombre y su existencia. Cuando pasa el tiempo, el ser humano se detiene “en busca del tiempo perdido” para perpetuar en la escritura los instantes que se diluyen con el paso de los años. Eso sucede en la nueva narrativa contemporánea. Hay varias novelas cortas en las cuales los personajes nos narran ese tiempo perdido que late en el

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límite entre los pasos de la vejez que anuncian la muerte y el dolor por la vida. De varias de esas novelas hay dos obras en las cuales confluyen no solo la temática sino también los personajes, la espiritualidad de los espacios, los hechos que nos cuentan, las ideas que atormentan a los narradores: la vejez, el dolor y la muerte. En estas dos novelas los personajes nos cuentan sus historias de la edad madura; en una el narrador lo hace en primera persona, y en la otra es un narrador omnisciente quien recorre la vida de su personaje. Se trata de dos seres a quienes los persigue la obsesión por la pintura. Uno, con el sentimiento latente de ser un pintor frustrado, y el otro, un pintor talentoso que ha triunfado y persigue un instante para eternizarlo en su pintura, pero que en su búsqueda ha agotado la vida y la luz de sus ojos. Esa luz se apaga paulatinamente mientras busca ese instante a la orilla del mar. Los dos pintores le dan sentido a sus vidas en las obras que realizan. El pintor frustrado recurre a la pintura como asidero de su existencia como jubilado de una empresa de publicidad. Aunque la pintura era una de sus obsesiones desde joven, no se dedicó totalmente a ella porque era un hombre “práctico”; entendió que ser artista —en el pleno sentido de la palabra— es un reto que él no estaba dispuesto a enfrentar. Este personaje de Elegía, la novela de Philip Roth (Alfaguara, 2007), se relaciona con La luz difícil de Tomás González (Alfaguara, 2011). Entre estos dos personajes hay encuentros y desencuentros muy particulares, tal vez marcados por su experiencia vital o por la época actual, en la que los narradores experimentados se obsesionan

por los temas de la vejez, el dolor y la muerte. Sentimientos semejantes En La luz difícil el narrador nos cuenta la historia amorosa y familiar de David, en un ir y venir entre el pasado y el presente. Un pasado feliz en Estados Unidos con su esposa Sara y con los hijos que tuvieron, y un presente solitario en el municipio de La Mesa (Cundinamarca, Colombia) buscando una forma de expresión por medio de la pintura y atormentado por la falta de percepción visual: la luz de sus ojos se apaga paulatinamente. Además, nos narra el dolor de su hijo Jacobo, que con la ayuda de su hermano se prepara para la muerte porque no aguanta los dolores en su cuerpo causados por un accidente de tráfico. En estos pasajes se agudiza el silencio como metáfora de los pasos de la muerte que se acercan paulatinamente para hundir a David y a Sara, su esposa, en el abismo de la soledad mientras esperan noticias de sus hijos: “El silencio empezaba a rodear implacablemente la vida” (p. 41). La obsesión de David es encontrar un instante de luz para perpetuarlo en su pintura, y cree captarlo cuando su hijo, en otro lugar de Estados Unidos, encuentra la muerte por medio de la eutanasia llevada a cabo en un Estado diferente a aquel donde están él y Sara esperando la noticia del deceso. Esta novela es el canto a la muerte como la búsqueda de una luz que libera tanto al pintor como a su hijo del dolor de la vida. Surge entonces una paradoja: en la medida en que el pintor parece encontrar ese instante de luz, sus ojos inician el camino hacia la oscuridad; la ceguera ocupa el espacio de los días que se acaban.

Así, muerte y luz son acompañadas por el silencio. En medio de ese silencio, el tono que asume la narración es, a veces, la de un diario personal: un eterno soliloquio, y quien escucha es el fantasma de uno mismo. Elegía es la novela de Philip Roth, cuyo personaje es también un pintor. La narración se inicia cuando su hija y los dolientes están con su cadáver en el cementerio. El narrador hace entonces una analepsis de la vida de este personaje: un publicista que después de jubilado se entrega a la pintura como forma de vida, quien además de pintar se dedica a enseñarles a algunos adultos de su edad lo que sabe de pintura. Desde joven deseó ser pintor, pero no tuvo el valor para hacerlo. Este personaje sufre tres rupturas matrimoniales, y quien lo acompaña en sus últimos días es su hija. Después de la última ruptura el personaje vacila entre vivir con su hija o vivir solo. Durante sus últimos días lo acompaña Mauren, la enfermera que llegó a amarlo y que en la sombra, sin que la familia lo perciba y sin interrumpirlos en su duelo, lo acompaña hasta la fosa. En La luz difícil la mujer que acompaña a David es Ángela, una campesina sencilla en quien David deposita la confianza y la seguridad de sus días de ceguera. Es el remplazo sublimado de Sara. Ella es quien sobrelleva las contradicciones de vida entre un melancólico y una mujer ignorante, plena de vitalidad y sabiduría. El narrador, al final de la novela, deposita en ella la voz de la narración, como una forma de sublimar el amor que llega a tomarle y de rendirle culto a la sabiduría del ignorante y rechazar la angustia del melancólico. Por otra parte, una de las particularidades de los dos personajes

es el comportamiento frente a las relaciones amorosas. Mientras en La luz difícil David narra la infidelidad como una parte de la vida en pareja, no es tan trascendental como para el personaje de Elegía porque ese es su mundo, su esencia, su modo de vida. En este mismo sentido, el amor en los personajes es disímil. David es un eterno enamorado de Sara. Ella es una presencia en su mente. Él nos narra la historia desde una finca en Colombia cuando ya ella ha fallecido. En Elegía, en cambio, por la vida del personaje principal pasan varias mujeres. Entre ellas Mauren, la enfermera que se enamora de él y lo acompaña hasta la tumba, pero desde la distancia y en la sombra, sin inmiscuirse en la familia. Además, el personaje había convivido con una joven modelo, quien fue la que provocó la ruptura de su matrimonio. El mar es el centro de la vida Para los dos personajes de estas novelas el mar es el centro vital de sus existencias; David, en La luz difícil, va al mar a mirar la luz para perpetuar en sus pinturas ese instante que busca. Mientras observa deja fluir su melancolía. El mar es su instrumento terapéutico. Para el personaje de Elegía el mar es un lugar que le devuelve la vida; allí flirtea con las mujeres que ve y practica la natación, una pasión que compartió con su hermano en la juventud. Para David es el centro de sus búsquedas: la luz. Para los dos, entonces, ese lugar es el punto convergente donde se eterniza la luz y el lugar donde se encuentra la felicidad de la eterna juventud. Entre la melancolía y el dolor de vivir El paralelo entre las dos novelas se presenta no solo por las

actitudes de los personajes sino también por la esencia vital que los impulsa a soportar el dolor de la vida adulta. La luz difícil es la novela del dolor físico y la melancolía; un tipo de dolor emocional que no se medica. Igual sucede en Elegía. En la primera novela, quien encarna el dolor físico es Jacobo, el hijo de David, y en Elegía es el mismo personaje principal y una de sus esposas (Phoebe), quien sufre los dolores de la apoplejía. También en la segunda novela quien representa ese dolor es Nancy, la hija del protagonista, quien tiene un accidente y pierde la oportunidad de ser deportista. Además, el dolor está representado en los ancianos que van a recibir clases de pintura con el publicista jubilado. Estos ancianos, más que aprender a pintar, van a compartir las dolencias propias de la edad, como le sucede a la mujer —una de las alumnas— que no soporta sus dolores y termina sobrellevándolos en la cama de su maestro. El personaje principal sufre, desde joven, los dolores de las operaciones a las que es sometido. Así, estas dos novelas del dolor están representadas en Jacobo, el hijo de David que se decide por la eutanasia, y Phoebe, la esposa del personaje de Elegía, quien no soporta el dolor físico y se decide por el suicidio. Dos maneras de rechazar el dolor físico. Una aceptada por la sociedad médica y la otra tal vez calificada por la moral. Dolor físico, vejez y soledad son los ejes de estas narraciones, puntos de encuentro en los cuales se retrata el ser humano en su plena dimensión. De esta manera, la agudeza de los dos narradores se centra en poner en la balanza situaciones semejantes y disímiles para el ser humano. ¿Se pueden sopesar en la misma balanza el deterioro de la vejez y el dolor revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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físico? Aunque en estas novelas la preocupación de lo que narran es el proceso de deterioro en la edad adulta, los dos personajes están, al final de sus días, igualmente solos. Pero en Elegía el narrador es más contundente con la apreciación sobre la vejez al afirmar: “la vejez no es una batalla, es una masacre” (p. 129). En La luz difícil, en cambio, se sobrelleva con paciencia y melancolía mientras la luz de los ojos se apaga. Algunas novelas, desde la época clásica, tratan los mismos temas. Claro que si miramos la novelística moderna y contemporánea encontraremos ejemplos destacables en la literatura universal. Son varias las novelas cortas en las cuales predomina el tema de los hombres adultos que se aferran a la esperanza de perpetuar sus últimos instantes. Los escritores nos narran los días de muchos adultos antes de sucumbir a la muerte. Están ejemplos como La muerte de Iván Ilich de León Tolstoi (la vanidad para no aceptar su propio deterioro); El coronel no tiene quien le escriba de Gabriel García Márquez (el viejo coronel jubilado que más que esperar el correo le hace trampas a la muerte); Memorias de mis putas tristes, también de García Márquez (la historia del anciano que va al prostíbulo a mirar una jovencita); El viejo y el mar de Ernest Hemingway (el anciano pescador sin suerte, a quien los peces le devoran su esperanza); La última escala del Tramp Steamer de Álvaro Mutis (la historia del Alción —personificación de la vejez—, un viejo barco que hace sus últimos viajes antes de morir para la vida marina); y la más reciente, El inquilino de Guido Tamayo (la historia de un escritor exiliado que se alcoholiza y se aferra a convivir con una prostituta como última 102

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esperanza que alivie el dolor del exilio y la soledad). Es así entonces como en algunas novelas cortas actuales prevalece el tema del temor a la muerte, a la soledad y al derrumbamiento del ser humano durante la vejez, ese paso inevitable cuya compañía es la muerte. Así lo afirma el personaje de Elegía, quien al cabo de sus días intenta encontrar la compañía de sus viejos amigos, pero los encuentra en peores condiciones que la suya, y para él, entonces, “la fuerza más intensamente turbadora de la vida es la muerte” (p. 139). Subyace entonces en la novelística contemporánea la idea de la eternidad y el dolor por la vida, pero quien se eterniza en la literatura es la complejidad del ser humano expresada en estas dos novelas, que nos dejan la incertidumbre de si es más profundo el dolor físico o el de la melancolía. También entonces la muerte aparejada con la vida —una verdad de perogrullo, pero eternizada en la literatura— la confirma el personaje de Elegía: “Una vez que has saboreado la vida, la muerte ni siquiera parece natural” (p. 39). Por otra parte, la preocupación de David, además de la muerte, la soledad, el dolor y la vejez, es esa búsqueda de la eternidad para expresarla en la pintura, pero que se escapa, tal vez, por la fugacidad de la felicidad o de la vida misma. Entonces esa eternidad tanta veces huidiza la sintetiza en esta sentencia, en la cual se refleja su convicción y la esencia de su ser como pintor: “Pero únicamente la luz, siempre inasible, es eterna” (p. 61). Joaquín Arango R. (Colombia)

Cortina musical para la Independencia

Música de guitarra de mi señora Doña Carmen Cayzedo. Santa Fe de Bogotá siglo XIX Julián Navarro: guitarra Libreto: Luis Carlos Rodríguez, Julián Navarro CD, Medellín, 2011 Duración: 32 minutos

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s bien conocida la rivalidad política que existió entre Simón Bolívar y el general Santander en los azarosos años de la guerra de independencia, y luego en los primeros pasos de la nueva república que comenzaba a hacerse visible en el mapa geográfico internacional. El punto más álgido de esa controversia ocurrió durante los sucesos de aquello que en la historia nacional se conoce como “noche septembrina”, de la que salió bien librado Bolívar gracias a la perspicacia y diligencia de que hizo gala Manuela Sáenz. El atentado se frustró, pero muchos de los contradictores de Santander lo señalaron como uno de los autores intelectuales del complot. En consecuencia, en lugar de sufrir el castigo de las armas, el “Hombre de las leyes” fue obligado a exiliarse en el Viejo Continente, por el

que entre 1829 y 1832 deambuló con unos cuantos pesos en los bolsillos pero con el espíritu suficiente para disfrutar de la vida mundana que ofrecían las capitales europeas en medio del estrépito de las máquinas que anunciaban la Revolución Industrial. El diario de notas que de allí resulta —siguiendo tal vez el ejemplo del legendario militar venezolano Francisco de Miranda— es un inventario de descripciones geográficas, puntos de vista, personajes, economías locales, cenas, banquetes, bailes, entrevistas y, sobre todo, el minucioso recuento de conciertos y funciones de ópera a las que asistió antes de su regreso al país dos años después de la muerte de Bolívar. Los partidos políticos colombianos se perfilaron siguiendo los lineamientos del carácter de los dos personajes: las ideas liberales se asignaron a Santander, mientras que un talante más conservador y ponderado es la bandera bolivariana que enarbolaron sus partidarios. Con el paso del tiempo, estas diferencias se han ido diluyendo en medio del grotesco escenario en el que intereses particulares riñen sin altura con el bienestar del país y los ciudadanos. No obstante estas olvidadas lecciones de historia política, los dos personajes sostenían un punto de encuentro en el gusto musical, y hasta en el coreográfico. El presbítero Perdomo Escobar cita a Luis Eduardo Abello, quien en el libro Bolívar y el folclor colombiano escribe que cuando el ejército republicano inició la marcha de los Llanos Orientales con el objetivo estratégico de cruzar el piedemonte hasta alcanzar la cordillera, “Bolívar solía escuchar complacido el ingenuo canto de los soldados llaneros, que al son de tiples y maracas poblaban el ambiente con las

notas de su música evocadora”. De esa cruenta hazaña que cobró la vida de soldados y caballería en medio del páramo y la neblina, todavía quedan corridos llaneros como aquel que invita en sus coplas: “Arriba zambos del Llano/ los de brazo arremangao/ que el Libertador nos llama a peliar/ como es mandao”. Por los tiempos de la campaña libertadora, el nombre de Bolívar era santo y seña de esperanzador futuro. El venezolano Lino Gallardo compuso una canción que se hizo popular y cuya letra dice: “Tu nombre Bolívar/ la fama elevó/ sobre el de otros seres/ que el mundo admiró”. Llegó a tanto el fervor supersticioso que la canción se entonaba a modo de salve después de la misa en las iglesias de las cinco naciones liberadas. El mismo Abello afirma que “Bolívar era un maravilloso bailarín. Las danzas y pasillos, los bambucos y los joropos eran los bailes preferidos por El Libertador”. Ese mismo aspecto lo resalta Bernardo Arias Trujillo en el texto Retablos bolivarianos: “Cuando más agradable parecía su figura era en la danza, porque daba al cuerpo cierta fascinadora flexibilidad de culebrón exótico y su oído musical le permitía llevar el ritmo con precisión de docto bailarín”. El general Santander, por no quedarse atrás en el virtuosismo coreográfico, parece que fue todo un artista del baile y también del rasgueo de la guitarra. Se dice que hizo famosas las contradanzas santandereanas, u obligadas, compuestas de figuras difíciles de ejecutar. En la época de la Gran Colombia fue común el dicho popular que reclama: “Viva el que puso la música”. En Cartagena los niños cantan en corro la letra de un porro que es ejemplo de canción patriótica conservada en el gusto popular: “Ola caracola/

vamos a bailar/ que viva Simón Bolívar/ que nos dio la libertad”. Todo este escenario de estrategias políticas y enfrentamientos bélicos se llevó a cabo en medio de un decorado musical que tenía tanto de velada doméstica como de solemnidad palaciega. El Cuaderno de música de guitarra de doña Carmen Cayzedo Jurado sintetiza con sencillez y visión histórica ese repertorio. La señora Cayzedo era hija del presidente Domingo Cayzedo (1783-1843) y nieta del oidor Juan Jurado, personaje significativo en el movimiento político del 20 de julio de 1810. Sus anotaciones musicales de ejecutante aficionada a la guitarra dejaron para la posteridad un repertorio de valses, contradanzas, pasodobles, danzas y bambucos criollos incipientes, y hasta muestras de infiltradas tonadas inglesas. Es posible que muchas de estas melodías fueran requisito indispensable en bailes y celebraciones en el Palacio de San Carlos. El citado cuadernillo es un manuscrito con decoraciones florales coloreadas en la carátula, que conserva legible la caligrafía de la autora, quien transcribió una serie de piezas que estuvieron de moda entre 1825 y 1840. De acuerdo con Joaquín Piñeros Corpas, luego de diversos peregrinajes el documento llegó a manos del historiador Guillermo Hernández de Alba, quien lo cedió en su momento al Patronato de Artes y Ciencias, en donde se conserva hasta hoy. En 1977, esta misma institución encargó a Blas Emilio Atehortúa la instrumentación de algunas de las partituras del cuaderno, tratando de evocar y reconstruir la conformación de los pequeños conjuntos musicales de la época, cuyos miembros, en general, no trascendían su condición de aficionados, o bien pertenecían a las revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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bandas militares que acompañaban a los ejércitos. Las versiones de Atehortúa, con la participación de Gentil Montaña, se oyeron por primera vez en el Palacio de San Carlos en 1977, en una velada de la Orquesta Filarmónica de Bogotá durante la presidencia de Alfonso López Michelsen. En sucesivas ediciones grabadas, que han pasado del disco de larga duración al casete y luego al soporte digital, este repertorio entrañable de nuestra historia musical ha llegado a convertirse en referencia obligada —y, tal vez, única— cuando se trata de celebraciones nacionales. El texto escrito por Luis Carlos Rodríguez para esta grabación, apoyada por la Gobernación de Antioquia, presenta detalles desconocidos del entorno familiar de la señora Cayzedo, que era una de los ocho hijos del presidente, descendiente de familias del Tolima, “de lejano origen vasco”. El 26 de agosto de 1843, doña Carmen contrajo nupcias con Eugenio Herrán Zaldúa, hermano del arzobispo de Bogotá y de Pedro Alcántara, quien llegó a la presidencia de Colombia en el año 1841. Uno de los hijos del matrimonio —Pedro Antonio, redactor de La Regeneración— fue quien mantuvo bajo custodia el cuadernillo cuyo contenido ahora escuchamos en las versiones originales ejecutadas con gusto y sin alardes modernistas por Julián Navarro, graduado en la Universidad Javeriana y doctorado con mención Cum laude en la Escuela Superior de Música de Cataluña. Andrés Pardo Tovar escribió que en la primera mitad el siglo xix “solo se escuchaban en los salones santafereños el valse colombiano —que es, tal vez, la raíz del pasillo—, la contradanza española, el aguacerito y uno que otro pasodoble”. Con esta descripción está de acuerdo José María Cordovez Moure quien confirma, a 104

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su vez, que “el vals colombiano y la contradanza española constituían el repertorio de los danzantes”. De todo aquello da cuenta este disco a través de veinticuatro breves piezas que manifiestan la supremacía del vals, que aparece en once obras, junto a tres contradanzas, dos pasodobles y otros aires de títulos tan descriptivos como el picaresco “Retozo de los frailes”, “El aguacerito” y “El ondú” —de origen peruano, aplaudido por Bolívar—. En medio de la formalidad rítmica de las melodías, resalta el discurso más enfático de la contradanza “La negra”, el tono reflexivo del vals “El filósofo caucano”, la nostalgia del vals “El desconsuelo”, la exacta coreografía de la marcha del “Baile inglés” y el emotivo patriotismo de la contradanza “La vencedora”, publicada en el Papel Periódico Ilustrado en edición conmemorativa del 20 de julio de 1884. Músicas que dan cuenta de un espíritu modesto en las ambiciones musicales de sus desconocidos autores. De todas maneras, estas melodías sirvieron de telón de fondo sonoro al ruido de las armas y modularon la agudeza social con que Tomás Carrasquilla describió la sociedad de su época y también las peripecias de Manuela en la novela de Eugenio Díaz publicada en 1858.

Novedades

Cuaderno de las

cicatrices Cuervo Marco Mejía T. Ediciones Otraparte Medellín, 2011

Antipoemas del malevo Jaime Jaramillo Panesso Medellín, 2012

Fernando Herrera Gómez

I

Bajo el laborioso artesonado de resecas maderas de la plaza de mercado, en las mesas desvencijadas de los comedores custodiados por poyos de baldosines de esmalte, me siento a almorzar. Muy pronto llegan dos policías de la estación vecina y se sientan en la misma mesa. Uno de ellos, el más joven, saluda con amabilidad, mientras conversa con el otro. Ese está de civil, aunque es claro que es policía. Tal vez si no estuviera acompañado por el otro no sería tan evidente su condición, y es en cambio hosco y no saluda. Yo estoy en la cabecera de la mesa, de tal manera que quedo mirando sus perfiles. Mientras ambos toman su humeante sopa y cruzan palabras, me doy cuenta de las cicatrices que bordan la garganta y el cuello del más viejo. Tienen el recorrido caprichoso de las esquirlas hirvientes, y la marca brillante del fuego apagado en la piel.

II

En la fila del banco, detrás de mí, un hombrecito risueño me conversa. Tiene un hoyo debajo de la quijada, justo donde el maxilar dobla para hacer ángulo y volverse mentón. Si se viera así nada más, podría decirse que es el rastro de una operación; pero en el otro lado del cuello, dos leves trazos en relieve de cuchilladas en la carne, hacen saber de la furia del combate.

Carlos Barreiro Ortiz (Colombia)

El brujuleo de los muertos Cristian Zapata Beca de Creación en Cuento Municipio de Medellín Hombre Nuevo Editores Medellín, 2011

III

En una cornisa de la cordillera, allí donde la niebla apenas se detiene, está la cantina en la que atiende el hombre. Queda en una carretera secundaria bajando de Fredonia hacia Puente Iglesias, abajo, en el Cauca. El cantinero es amable, pero sus marcas nos dejan saber que una noche tal vez no lo fue

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tanto: sus dedos no son rectos, y un tajo en la cara hace que sonría siempre. No es una sola, son varias las marcas que hablan de esa noche en la que tuvo que huir, arrastrándose herido, falda abajo por entre los cafetales, llenándose de tierra las heridas, hasta quedar medio muerto junto a la quebrada donde lo encontraron.

IV

El joven negro que limpia vidrios en el semáforo ¿qué noche tuvo para merecer esas marcas? Su cuerpo es esbelto, con las justas proporciones que marcó la selva en el trajinar de las maderas. Pero hubo un día de cuchillo. Un desacuerdo cualquiera que dejó huellas en sus brazos para siempre. ¿Cómo sería el alboroto, cómo sangrarían los tajos, cómo brillaría la sangre en la noche en medio del círculo que animaba la pelea, cómo quedaría el otro?

V

El Negro Zuluaica usaba sombrero de caña y carriel y andaba descalzo. Sus antepasados debieron ser esclavos libertos de algún vasco que seguía el aluvión en esas cordilleras. Unos dientes color crema parejitos, sonreían siempre debajo del bigote entrecano. Después del cúbito y el radio, su mano derecha estaba cercenada. Con ese muñón sostenía la tapa de carriel mientras hacía sus consultas. Saludaba a mi padre por su nombre sin anteponer el don o el doctor. Él me contó un día cómo el Negro Zuluaica había abierto una finca con sus propias manos, cerca del río Nare, descuajando monte con un hacha. Algo de oro sacaba también en las quebradas, barequeando. Una noche llegaron a robarle, y como no dijo nada, le cortaron la mano de un solo machetazo. Después se fueron llevándose los pocos castellanos que tenía amarrados en un trozo de tela, para comprar el bastimento el domingo en el pueblo.

VI

Al comienzo no supo qué pasaba. Estaba en medio del tumulto subiendo al bus que acababa de llegar y sintió de pronto un ensordecimiento, como un par de ventosas en las orejas, y luego un griterío. El muchachito rapaz ya corría entre el gentío. Y luego sintió las gotas tibias cayendo sobre los hombros, y al llegar a la casa, vio en el espejo los lóbulos rasgados y la ausencia de la filigrana de los zarcillos de oro de Mompox, que le había traído su hija hacía un año y medio.

VII

No es solo su actitud hosca y algo desafiante lo que se percibe aun sin ver su cara. Un aire de brutalidad lo rodea y sus ropas, aunque no están enteramente sucias, tampoco están limpias. Algo pide en un restaurante barato —sin duda un mendrugo— pues ya ha comenzado a trajinar los territorios sórdidos y obligados del mendigo. De repente, vemos la cicatriz perfecta que se inicia en el comienzo de la mejilla arriba, y pasando cerca del lóbulo de la oreja, termina en el cuello. Resulta inverosímil lo recto del trazo que hizo en su recorrido el cuchillo, como siguiendo el borde de una regla.

VIII

Bajo la sombra ociosa de los mangos, y cerca del curso arremolinado del río, en el bochorno del puesto de frutas de la carretera, observo al hombre que pone las sandías en el auto. Sus manos sin dedos son como las palmas de una foca. ¿En qué instante tuvo esa distracción? ¿Cómo fue que no atinó a arrojar la dinamita en la corriente turbia y dudó de la lumbre de la mecha? Odiosa mañana de ironía en la que sus falanges trizadas fueron a ser pasto de los bagres.

IX

De pronto se agrió la discusión con los del sindicato. Alguien dijo no sé qué cosa y de los abucheos el asunto pasó a los silletazos. La única alternativa fue correr y, al cerrar la puerta, cuando ya se creía a salvo, sintió el planazo de la rula que le hendió la carne de la cara, desde la oreja hasta la comisura del labio. No supo cómo salió vivo, pataleando desde el suelo, defendiéndose.

X

Las aguas de la fuente se habían roto hacía rato. El cuerpo palpitaba en cada estertor. La dilatación y las contracciones llevaban su curso obligado. Pero el médico tenía una cena, así que el alumbramiento fue por una cesárea apresurada. En el vientre adorable quedó, como una tachadura en una página perfecta —cerca del ombligo— el trazo torpe del bisturí.

Fernando Herrera (Colombia) Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia (1985), ganador de la Beca de Creación de Colcultura (1993) y Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Cultura en Poesía (2007). Entre sus libros figuran En la posada del mundo (1985), La casa sosegada (1999) y Breviario de Santana (2008).


La mirada de Ulises

C

n a c l a b a s a cumple 70 años

Todo el mundo va a Rick’s Juan Carlos González A.

Esperábamos que estuviéramos haciendo una buena película. No teníamos idea. No sabíamos lo que iba a significar la película para la gente y durante cuánto tiempo. Ingrid Bergman

¿Qué hay entonces en Casablanca que continúa inspirando el afecto y la lealtad de tantas personas?”,1 se preguntaba hace casi cuarenta años Howard Koch, uno de los guionistas de esta película, que en noviembre de 2012 cumplió setenta años de su estreno en Nueva York. El propio Koch —fallecido en 1995— no lo sabía. A veces hay cosas que es inútil preguntarse, pues sencillamente no dispondremos de una respuesta lógica o clara. Casablanca es uno de esos casos providenciales en los que una amalgama de talento y fortuna se combinaron en las cantidades precisas para obtener —irrepetible alquimia de celuloide— un clásico del cine a partir de una fórmula comercial que el sistema de estudios de Hollywood tenía bien probada.


En el lapso de tres años entre 1942 y 1945, la industria del cine norteamericano produjo y estrenó 1700 filmes, 500 de los cuales trataban temas relacionados con la guerra que el mundo padecía en ese momento. Y así como cientos de películas contemporáneas a Casablanca no son recordadas de la misma manera, o sencillamente están por completo olvidadas, este pudo haber sido perfectamente el destino de esta cinta, “concebida en pecado y parida con dolor, [que] sobrevivió a su precario origen por alguna fortuita combinación de circunstancias para convertirse en el más perenne de los títulos de Hollywood, tan dura y duradera como su antihéroe”,2 según recordaba Koch. Haber podido tocar la fibra más sensible del público —tanto el de los años cuarenta y el de las décadas subsiguientes, como el del siglo xxi— no es poco mérito para este filme, y probablemente ese sea parte del secreto de su éxito. En medio de una época de guerra (tanto dentro como fuera de la pantalla), donde las narraciones de heroísmo patriótico eran el lugar común, hacer del sacrificio personal en pro del amor el centro de un filme ambientado en un lugar de paso —donde nada parece tener valor, donde todo es negociable— en el que confluyen los diversos bandos de la Segunda Guerra Mundial, era toda una novedad. Y hacerlo con esa altura era todo un reto. La novedad y el reto mostraron sus bondades: Casablanca es y será siempre el estandarte de Hollywood, la películamito cuyos diálogos la gente se sabe de memoria, la más recordada y querida de las historias de amor que ha hecho el cine. Pese a eso, nada en sus orígenes permitía presumir el éxito y la resonancia que este filme tendría. Todo parte de una obra teatral, Everybody Comes to Rick’s, escrita por Murray Burnett y Joan Alison. Burnett, un profesor de inglés, se encontraba de vacaciones con su esposa en Europa, en el verano de 1938, visitando en Viena a unos parientes judíos de ella. Allí se enteró de una ruta de emigración hacia América vía Marsella, Marruecos y Lisboa. De regreso a casa se detuvieron en un poblado de la Riviera francesa y ahí vieron tocar en un club nocturno a un pianista negro ante un público que incluía soldados franceses, nazis y refugiados. Al volver escribió, 110

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junto a su socia Alison, una pieza teatral sobre sus experiencias allá. Así nacería el personaje de Rick Blaine, el norteamericano propietario de un café en Casablanca, Marruecos. A mediados de 1940, Everybody Comes to Rick’s, drama en tres actos, estaba escrito. Pese al entusiasmo de los autores, nadie parecía interesado en llevarlo a Broadway, y tras meses de negociaciones, conversaciones y esperas, decidieron enviarlo a los estudios de Hollywood. El manuscrito cayó en manos del editor de historias Jack Wilk, en las oficinas de operaciones de la costa Este de la Warner en Nueva York, de donde fue rescatado por Irene Lee, la editora de historias de la Warner del otro lado del país. Lee se llevó el texto a California y le pidió a Stephen Karnott, analista del departamento de guiones de la Warner, que lo leyera y conceptuara sobre sus posibilidades. La conclusión de Karnott, que sorprende por lo intuitiva y visionaria, fue: “Excelente melodrama. El trasfondo vistoso, oportuno, el ambiente tenso, la incertidumbre, el conflicto psicológico y físico, la ajustada trama, un sofisticado artificio. Un éxito seguro. Para Bogart, Cagney o Raft en papeles no habituales, y quizás Mary Astor”.3 Este halagüeño concepto llegó al reconocido productor Hal Wallis de la Warner Brothers en diciembre de 1941, cuatro días después del ataque japonés a Pearl Harbor. Wallis leyó el informe el 22 de diciembre, y seis días después compró los derechos de la obra por 20.000 dólares, la mayor cifra pagada hasta ese momento por un drama teatral no producido. El 31 de diciembre de 1941, Wallis ordenó que a partir de ese momento el proyecto se conociera como Casablanca, intentando que el público hiciera una asociación mental con Algiers (1938), una exitosa película de United Artists. Con el nuevo año que empezaba, Wallis iba a dejar su cargo en la Warner tras ocho años de labores, para firmar como productor independiente asociado al estudio, comprometiéndose a realizar cuatro películas al año, con libertad absoluta de seleccionar reparto, equipo técnico, director y guionistas. Casablanca iba a ser uno de sus proyectos personales. Tras un primer guión escrito por Aeneas MacKenzie y Wally Kline y entregado a finales de febrero, Wallis contactó

—para su revisión— a los gemelos Philip G. y Julius J. Epstein, conocidos como “The Boys”, un par de escritores expertos en arreglar guiones en dificultades y conocidos por introducir apuntes humorísticos en sus libretos. Los gemelos tenían un compromiso con Frank Capra y la serie de documentales propagandísticos gubernamentales Why We Fight, pero al regresar de Washington emprendieron la tarea, sin ningún tipo de motivación adicional. “Debe recordarse que nadie pensaba que la película iba a ser algo importante —recordaba Julius Epstein—. Warner hacía una película a la semana, como lo hacían Casablanca es todos los estudios importantes. Esta era solo otra 4 película del calendario habitual”.

y será siempre

el estandarte de Hollywood, la

Play it, Sam

película-mito cuyos diálogos

Tras difundir, solo con fines publicitarios, que la nueva cinta tendría como protagonistas a Ronald la gente se sabe Reagan, Dennis Morgan y Ann Sheridan, Wallis optó por vincular a Humphrey Bogart, a quien había visto recientemente en Across the Pacific (1942), mezclando rudeza y comedia. El papel de Rick Blaine estaba siendo diseñado a su medida. Mientras encontraba una coprotagonista, Wallis buscaba a la vez un director para el proyecto. Pensó inicialmente en William Wyler, pero este rechazó la propuesta. Se dirigió entonces a Michel Curtiz, quien aceptó sin complicaciones. Su nombre real era Manó Kertész Kaminer y había nacido en Budapest en 1886. Activo en la nómina de la Warner desde 1926, era un hombre riguroso, muy vinculado a la carrera de Errol

de memoria


Flynn, a quien dirigió en películas como Captain Blood (1935), Las aventuras de Robin Hood (1938) o La vida privada de Elisabeth y Essex (1939). A él también se le deben otros filmes de buena factura como Ángeles con caras sucias (1938) o Four Wives (1939), este último con un guión escrito por los gemelos Epstein. Versátil y eficiente, Curtiz prácticamente se atrevía a asumir cualquier género propuesto. Sin embargo no se imaginaba lo que dirigir Casablanca iba a representar para su carrera. Pese a eso, el éxito sin precedentes de esta película prácticamente devoró su carrera previa y posterior, reduciéndolo —de manera simplista— al hombre que dirigió Casablanca. Lo resume bien Paul Peterson en el libro Political Philosophy Comes to Rick’s: Casablanca and American Civic Culture, al afirmar que “En últimas, la diferencia entre Curtiz y Ford, o Curtiz y Hitchcock, es que pocos debatirían que Casablanca es el mejor trabajo de Curtiz, pero en cambio hay muchas opiniones distintas respecto a cuál es la obra más grande de Ford o de Hitchcock”.5 A Curtiz lo acompañarían eficientes veteranos en la parte técnica, como el cinematografista Arthur Edeson, un hombre que venía de trabajar con John Huston en El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941) y en Across the Pacific. Edeson contribuiría a la limpieza de la narración, aunque es notable el uso de los claroscuros y de los efectos de iluminación en las escenas nocturnas del Café de Rick, ejemplo de la influencia que el naciente film noir estaba empezando a tener en esos momentos. También se uniría al equipo un hombre habitual del cine de Curtiz, el compositor austríaco Max Steiner, quien para ese momento de su carrera ya tenía a su haber más de 200 bandas sonoras, seis nominaciones y un premio Oscar obtenido por la música de The Informer (1935), de John Ford. Steiner no fue quien compuso la canción emblemática del filme, As Time Goes By, escrita en 1931 por Herman Hupfeld para una revista musical llamada Everybody’s Welcome. Fue idea del dramaturgo Burnett incluirla en la película, pero Steiner quería sacarla del filme y así se lo propuso a Wallis, quien estuvo de acuerdo. Sin embargo, la canción es tan mencionada en el filme que su exclusión tardía obligaba a hacer múltiples retomas, incluyendo algunas con la protagonista, que 112

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ni siquiera consideraban proponer para el filme. Julius Epstein recuerda: “De repente me di cuenta que había hablado durante veinte minutos y Bergman ni siquiera aparecía en la historia. Así que dije: ‘¡Oh!, y va a haber mucha mierda como en Algiers’. Y Selznick me miró y asintió. Y así tuvimos a Bergman”.6 25.000 dólares sellarían el trato. Ingrid Bergman sería de ahora en adelante Ilsa Lund, una atormentada mujer debatiéndose entre el amor y el deber.

El comienzo de una hermosa amistad

ya tenía el cabello más corto de lo habitual, como lo requería el siguiente proyecto que emprendió. Fue ella la que en últimas salvó a As Time Goes By. Hablemos entonces de la protagonista de Casablanca: la heroína de la obra de teatro original se llamaba Lois Meredith y era norteamericana. Los Epstein sugirieron hacerla extranjera y disminuir así los problemas con la censura, pues había en el guión un tema de adulterio flotando en el aire. Tras considerar a actrices como Hedy Lamarr, Michèle Morgan o la bailarina rusa Tamara Toumanova, Wallis seguía indeciso, pues ya tenía en la cabeza enganchar a la actriz sueca Ingrid Bergman, en ese entonces bajo contrato con el productor David Selznick. Previamente había intentado sin éxito que Bergman y Bogart fueran pareja en All through the Night (1942), pero estaba dispuesto a intentarlo de nuevo. Selznick estaba incómodo con los rumores de una posible alianza entre Suecia y las fuerzas del eje nazi en Europa y temía que la Bergman dejara de ser codiciada por los demás estudios; por eso estuvo dispuesto a cederla, no sin antes pedir que lo enteraran un poco más sobre el tema del futuro proyecto. Wallis les pidió a los hermanos Epstein que fueran a convencerlo describiéndole el argumento. Pero dado que no había casi nada escrito, los gemelos improvisaron ante el productor, inventándole situaciones que

Para ayudar a los Epstein a darle una estructura narrativa a las ideas y diálogos que estaban creando —además de reforzar los elementos políticos y dramáticos del futuro filme— fue convocado el escritor Howard Koch, famoso por el guión de La guerra de los mundos, que Orson Welles escenificó en la radio —para conmoción ciudadana y pánico generalizado— en 1938. Koch recordaba que su “colaboración con los hermanos Epstein fue entretenida y, hasta cierto grado, productiva. Ellos salieron con una clase de líneas de diálogo y de incidentes divertidos para los personajes que estaban en el club nocturno de Rick, mientras yo trataba de encajar los pedazos y las piezas en una continuidad dramática, como resolviendo un rompecabezas”.7 De acuerdo con este guionista, tras una semana de labores se dieron cuenta de que no estaban progresando en su colaboración y los Epstein pidieron ser transferidos a otro filme mientras Koch —ahora contrarreloj— debía crear un guión en el que pudiera acomodar el material de los Epstein y los aportes de otro escritor que Wallis convocó, Casey Robinson, especialista en películas de mujeres, que debía reforzar los aspectos románticos del filme. La contribución de Robinson no recibió crédito en la película. Debe anotarse, sin embargo, que esta versión de los hechos difundida por Koch ha sido controvertida. Julius Epstein, en entrevista con Patrick McGilligan realizada en 1983, declaró; “Cuando regresamos [de Washington tras colaborar con Why We Fight] había quizá treinta a cuarenta páginas escritas por Howard Koch. Que quede entre nosotros, [pero] estaban muy infelices con el material. Lo suyo no se usó. Si hubiera habido un panel de arbitraje en esos tiempos —si tal cosa

hubiera existido— Howard Koch no hubiera recibido crédito”.8 Aparentemente nunca sabremos cuál fue la génesis real del guión de Casablanca. El primer día de rodaje, el 25 de mayo de 1942, apenas estaba lista la mitad del guión, conformado por unas 65 páginas. A medida que la filmación avanzaba, los diálogos terminaban por escribirse apenas la noche antes, y ya al final del rodaje los parlamentos llegaban al plató cuando se estaban rodando las escenas. Obviamente los actores carecían de motivación dramática alguna y se mostraban confundidos y frustrados frente a la imposibilidad de conocer el destino de sus personajes. “¿Puedes creerlo? —le contaba Ingrid Bergman a la biógrafa Charlotte Chandler—. Cuando empezamos Casablanca ninguno de nosotros sabía para dónde íbamos. Es la verdad. Incluso los escritores no sabían qué pasaba porque no lo habían escrito aún. Ni siquiera lo habían decidido. Esto provocó mucha inquietud. Había disputas. Usualmente nuestro director era un vigoroso participante en ellas”.9 Para la actriz el asunto fue particularmente difícil, pues no tenía claro con cuál de los dos hombres que amaba iba a quedarse. En total se rodaría durante 59 días, once más de lo previsto, con un costo total de cerca de 950.000 dólares, 80.000 más de lo que se había convenido en el presupuesto. Ahora los acontecimientos de la guerra al otro lado del Atlántico iban a jugar a favor del filme. En noviembre de ese año las tropas aliadas llegan a las costas del Norte de África y libran una batalla por el control de la ciudad de Casablanca, que a partir de entonces gana popularidad y difusión en los medios. Wallis ve una oportunidad magnífica en estos hechos y acelera la posproducción del filme para poderlo estrenar de manera limitada en Nueva York el 26 de noviembre de 1942, dieciocho días después del desembarco aliado. Durante las diez semanas de exhibición obtuvo 255.000 dólares de ganancias. Para el estreno nacional se escogió el 23 de enero de 1943, cuando Roosevelt, Churchill y De Gaulle estaban reunidos en una conferencia que buscaba planear la estrategia aliada de guerra. Tal reunión tuvo lugar en… Casablanca, Marruecos. Ni siquiera el departamento de publicidad de la Warner podría haber pensado en una estrategia de mercadeo mejor. revista UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

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La película obtuvo 3.7 millones de dólares por taquilla en su temporada de exhibición inicial, convirtiéndose en el séptimo filme más visto de 1943.10 Nominada a ocho premios Oscar, en la ceremonia celebrada el 2 de marzo de 1944 en el Grauman’s Chinese Theatre de Los Ángeles obtuvo tres de esos galardones: mejor película, mejor director y mejor guión. Para sorpresa y disgusto de Hal B. Wallis, al anunciarse el premio a la mejor película, Jack Warner —el jefe del estudio— se paró rápidamente a recibir el Oscar, dejando al productor con las manos vacías. “No podía creer lo que estaba ocurriendo. Casablanca había sido mi creación; Jack no tuvo absolutamente nada que ver con ella. Mientras el público se quedaba sin aliento, traté de salir de la fila de asientos hacia el pasillo, pero la familia Warner entera me lo impidió. No tuve otra alternativa que sentarme de nuevo, humillado y furioso”.11 Debido a esto Wallis dejaría definitivamente la Warner ese año. Pero Casablanca perduraría y Wallis sería recordado. En 1989 la película fue incluida —por sus valores cinematográficos— en el National Film Registry de Estados Unidos; en 1998 fue la segunda del listado del American Film Institute

(AFI) llamado 100 años… 100 películas; en el 2002 fue la primera del listado 100 años... 100 pasiones del AFI; dos años después la canción As Time Goes By se escogió como la segunda del listado del AFI 100 años… 100 canciones; y fue además seleccionada por el Writers Guild of America en el 2006 como la película poseedora del mejor guión. Esto sin contar con el cariño incondicional del público, que la ha hecho una de sus favoritas de todos los tiempos.

Reúnan a los sospechosos habituales

En su unidad espacial, Casablanca no oculta su origen teatral. Todos los eventos, todos los protagonistas, todas las situaciones dramáticas confluyen en un solo sitio, el abarrotado Café de Rick, un microcosmos diverso e incluyente que sirve como un directorio a pequeña escala de las fuerzas involucradas en la Segunda Guerra Mundial: todos los “sospechosos habituales” estaban ahí, relacionándose entre sí y midiendo fuerzas en los tres días y tres noches en los que se escenifica la acción. Aunque Casablanca se estrenó cuando ya Estados Unidos hacía parte del conflicto, la película se desarrolla en los primeros días de diciembre de 1941, cuando Norteamérica aún

pretendía mantenerse al margen de la guerra. Rick representa a esos Estados Unidos poco interesados en tomar parte, refugiados en sí mismos, cómodamente dormidos, mientras Europa sufría. En un interesantísimo ensayo de Tanfer Emin Tunc sobre las implicaciones políticas de esta película, “The Romance of Propaganda”, publicado en 2007 en la revista de cine online Bright Lights, este autor afirma que “una vez más el tema noir del presagio de la dominación nazi se hace eco por Rick cuando este pregunta: ‘Si es diciembre de 1941 en Casablanca, ¿qué hora es en Nueva York?’”. Aunque Sam responde que su reloj se había detenido hacía mucho tiempo, Rick procedió a responder su propia pregunta: “Apuesto a que están dormidos en Nueva York. Apuesto a que están dormidos en todo Estados Unidos”. Está claro que Rick no quería decir “dormidos” en el sentido literal sino en el sentido político.12 La película se convertía entonces en una invitación a despertar, a dejar de lado el aislacionismo y a tomar conciencia de las implicaciones globales de una guerra a la que nadie podía estar ajeno. Rick pasaba de ser un cínico egoísta a convertirse en aliado de la causa de la libertad, no importa que para ello tuviera que sacrificarse, entregando a su amada mujer en brazos de otro. Rick era un claro símbolo de entrega a unos ideales que algunos sectores norteamericanos — aún en 1942— todavía no abrazaban. Casablanca respondía así a unas intenciones propagandísticas que el Bureau of Motion Pictures —creado por la Oficina de Información de Guerra de Estados Unidos para trabajar en unión con los estudios de Hollywood— destaca en su reporte oficial sobre esta película: “Los deseos personales deben subordinarse a la tarea de derrotar al fascismo”,13 afirma el documento. Simplemente el modo como esos deseos personales —ese anhelo sentimental, ese breve regresar de la ilusión romántica— se sublimaron en esta película fue para el público una manera de exhibir el heroísmo mucho más efectiva que el arrojo de unos soldados en el frente de batalla. El corazón de Rick no necesitó de una bala nazi para ser herido para siempre. Todos así lo entendimos y lo entendemos setenta años después.

Juan Carlos González A. (Colombia) Médico especialista en microbiología clínica. Profesor titular de la Facultad de Medicina de la Universidad Pontificia Bolivariana. Columnista editorial de cine del periódico El Tiempo, crítico de cine de las revistas Arcadia y Revista Universidad de Antioquia, así como del suplemento Generación del periódico El Colombiano. Actual editor de la revista Kinetoscopio, donde escribe desde 1993. Dirige el cineclub de la Universidad EAFIT desde el año 2000, y presenta el programa Séptimo arte, del canal Televida. Autor de los libros François Truffaut: una vida hecha cine (Panamericana, 2005), Elogio de lo imperfecto, el cine de Billy Wilder (Editorial Universidad de Antioquia, 2008) y Grandes del cine (Editorial Universidad de Antioquia, 2011). Notas 1   Howard Koch. Casablanca – Script and Legend. Woodstock: The Overlook Press, 3.ª ed., 1988, p. 26. 2   Ibíd., p. 17. 3   Miguel A. Fidalgo. Michael Curtiz, bajo la sombra de Casablanca. Madrid: T&B Editores, 2009, p. 313. 4   Ann Sperber y Eric Lax. Bogart. Nueva York: William Morrow and Co., 1997, p. 187. 5   Paul Peterson. “Michael Curtiz: The Mistery-Man Director of Casablanca”, en: James F. Pontuso, ed. Political Philosophy Comes to Rick’s: Casablanca and American Civic Culture. Lanham: Lexington Books, 2005, p. 150. 6   Aljean Harmetz. Round Up the Usual Suspects: The Making of Casablanca: Bogart, Bergman, and World War II. Nueva York: Hyperion, 1992, p. 93. 7   H. Koch. Op. cit., pp. 18-19. 8   Patrick McGilligan. Backstory 1: Interviews with Screenwriters of Hollywood’s Golden Age. Berkeley: University of California Press, 1986, p. 185. 9   Charlotte Chandler. Ingrid Bergman, a Personal Biography. Nueva York: Applause Theatre & Cinema Books, 2007, p. 83. 10   Charles Francisco. You Must Remember This: The Filming of Casablanca, Englewood Cliffs, New Jersey: Prentice-Hall, 1980, p. 192. 11   Hal B. Wallis y Charles Higham. Starmaker: The Autobiography of Hal B. Wallis. Nueva York: Macmillan Pub. Co., 1980, p. 95. 12   Tanfer Emin Tunc. “The Romance of Propaganda”. Sitio web Bright Lights Film Journal, N.º 55, febrero de 2007. <http://brightlightsfilm.com/55/casablanca.php.> [25 de octubre de 2012] 13   Steven Mintz y Randy W. Roberts, eds. Hollywood’s America: Twentieth-Century America through Film. 4.a ed., Malden MA: Blackwell Publishing Ltd., 2010, p. 143.

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