Revista Transeúnte - Edición 4

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Revista Transeúnte

Edición No. 4 Colombia - 2022

Los derechos pertenecen a cada autor Dirección: Camila Melo Parra Edición: Julián Acosta Riveros Diagramación: Andrés Castañeda Muñoz

Arte de portada: Andrés Castañeda Muñoz

Contacto:

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Edición 4

Los dioses ocultos

Sinfonía cóSmica, León Sacro.................................................................................................. 7 Harapiento o briLLante, pero nueStro arte, fernando araújo Vélez...................... 9 ¿Qué me SoStiene? isabel cristina Salas................................................................................... 11 Síndrome de frégoLi, ana maría barbosa............................................................................. 13 notaS a una memoria, Liceth dayana Holguín beltrán.................................................... 15 refugio, alejandra cabello......................................................................................................... 19 La canción Que noS SaLVa, marta gómez.................................................................... 21 eL arte dormido, León Sacro.............................................................................................. 25 curar a VeceS, aLiViar a menudo, conSoLar Siempre, Luisa noguera.............. 27 La Literatura: un eSpejo de tinta, mauricio palomo riaño..................................................... 31 La imagen y La paLabra, jael Stella gómez................................................................ 33 LoS LibroS Que SaLVaron mi Vida, daniela castillo manosalva.......................................... 37 un caLeidoScopio, julián acosta........................................................................................ 41 doS minutoS duran para Siempre, andrés castañeda................................................. 45 La Latina, julio Serna................................................................................................................... 47 un breVe encuentro con Lo SubLime, caro abello onofre...................................... 53 poética, León Sacro..................................................................................................................... 57 LaS paLabraS: Sobre LaS primeraS miradaS deL cabLe a tierra, camila melo........... 59 eL nido, felipe bueno................................................................................................................. 67 LoS poetaS caminan entre tumbaS y muraLLaS, Luna Salomé garcía............... 71 papeL en bLanco, david cleves guarnizo...................................................................... 75 crear eS un acto de fe, andrea castellanos rodríguez.......................................... 79 eL creador, Luis alberto becerra....................................................................................... 83 Ser ViVo, Letnia Lizeth ráquira osorio........................................................................... 87 LÍRICO I LÍRICO II LÍRICO III COntenIdO

edItORIAL

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gracias por acoger esta nueva edición de Transeunte. teníamos un punto de partida no del todo claro, una idea apenas etérea, si se quiere: una cita de raúl gómez jattin en una entrevista en la revista puesto de combate, en la que refleja una inquietud fundamental para nosotros: “¿Qué dios invoca en sus oscuros e iluminados senderos? no soy cristiano, creo, como pessoa, que los dioses son los artistas”. nuestro puerto de llegada era incierto, como lo son todos los finales.

Lo que nos reúne acá, alrededor de estas páginas, es la voluntad de seguir descubriendo que nació de ese primer contacto con el arte, el cual nos transformó. así como ese poema, esa canción, esa pintura, todas esas obras que se volvieron camino y que, de alguna manera, nos crearon. ¿Son los artistas dioses? ¿Somos creaciones de dioses humanos, tan humanos como nosotros? en esta edición se citaron voces diversas y cada una, de forma espontánea, dio su propia respuesta a partir de su experiencia artística personal, ya fuera como creadora o como espectadora, así como desde sus vivencias y sus dudas más profundas. este número es un regalo para aquellos que creemos que el arte es salvación y refugio, y que los artistas son demiurgos que juegan con lo fundamental para hacernos una existencia más vívida. titulamos esta edición Los dioses ocultos pensando en esos actos místicos que nos trazaron un rumbo, pensando también en todos esos dioses que han existido. Los invitamos a leer estas experiencias, estas inquietudes estéticas narradas por transeúntes en diferentes lugares del mundo.

LÍRICO I

| Alejandra
Marta
El arte como conmoción Fernando Araújo Vélez | Isabel Cristina Salas | Ana María Barbosa | Dayana Holguín
Cabello |
Gómez

Sinfonía cósmica

Una escala de sonidos resuena desde mis átomos en vibración.

Astros de acorde al preludio orquestal, o como tambores a un armónico ritmo, el concierto inaudible por tono sideral, que resuena vibrante al unísono canto.

Sinfonía o vibración estelar se entona, y el sol centro, por director de orquesta, al tono de su luz recita una frecuencia del canto maestro o la música poética.

La música celeste o al reflejo humano, y sinfonía astral de neuronas o células, su tono luz de acorde a mi sol corazón, y al armónico verso da forma poética.

Poesía, su música o de intérprete al ser, despierta al sentir una noción intuitiva y, aún así, cante en otra lengua la mente, esa sinfonía astral el alma la presiente.

Harapiento o brillante, pero nuestro arte

Me gustaría poder decir que soy un poco de arte y la creación de algunas gotas y notas de arte, aunque aún no tenga muy en claro qué es el arte, ni cuándo algo empieza a ser o a dejarlo de ser. Creo en el arte y en la creación, y creo, ante todo, en la voluntad de crear y de hacer arte, y ahí comienza mi muy particular definición de arte. Lo demás queda a la libre interpretación de los críticos y los estudiosos, de la academia con todas sus ramificaciones y de aquellos que se han tomado el derecho de definir desde dónde y hasta dónde algo es arte, y lo que es peor, de calificarlo. Creo en los humanos, y como suelo repetir citando a Nietzsche, por supuesto, creo también en lo “demasiado humano” y en lo que hay de “demasiado humano” en nosotros, que en últimas es lo que nos hace desviarnos del camino de la creación.

Me gustaría poder decirle al carpintero que la silla que construyó con tanto esmero es arte, y al cocinero que se inventó un plato con lo que tenía y con lo que podía, y al alfarero y al joyero. Al relojero, que inmerso en su mundo de tiempos, le ha dedicado su tiempo a echar a andar un mecanismo que alguien creó y otro alguien recreó y muchos alguienes después multiplicaron, convencidos de que “el tiempo es oro”, pero quizá no tan seguros de que en su labor haya habido aunque sea una mínima parte de arte. Me gustaría sentarme a conversar sobre el arte y la belleza y el ejemplo con la pareja de contadores que sale todas las mañanas a correr al parque, y que corre y en cada paso disemina una estética en su movimiento, que es arte, y más allá de la estética, riega sus pasos con decenas de ejemplos para quien quiera verlos.

Me gustaría poder gritar que el arte está en cada quien, y que anda por ahí, a merced de aquel que lo quiera percibir y entender, y que somos nosotros, simples mortales y tan humanos, los que deberíamos definirlo, en lugar de ir a los manuales y a las diccionarios para que nos expliquen qué es y qué no es una obra de arte. Porque la naturaleza es arte y es creación, y es evolución, obvio, pero también es mensaje, o millones de mensajes que nos cuentan y nos han contado miles de millones de historias de hace miles de millones de años. Es una infinita enciclopedia de belleza y de concepto, y dentro de ese natural perfecto, creó, cobijó, reprodujo a los animales, que son arte, e incluso a nosotros, los humanos, muy a pesar de que hagamos lo posible y lo imposible por negarlo, e incluso, por destruirlo.

Me gustaría poder ir al tiempo de las primeras definiciones, de las primeras palabras y los primeros dioses, Zaratustra, Confucio, Buda, e impregnarme de orígenes, de todos los orígenes que pueda, viajar por los siglos y detenerme en aquel “ars, artis” del latín, que significaba habilidad, y hacer una de las tantas escalas que querría en el siglo XIX y conversar con Óscar Wilde sobre su idea del arte por el arte. Empaparme, impregnarme de ese arte por el arte, y terminar de comprender que una de las mayores muestras de honestidad que podemos ofrecer es nuestra creatividad y nuestra obra. Poca o mucha, pero nuestra. Débil o fuerte, pero nuestra. Harapienta o brillante, pero nuestra.

¿Qué me sostiene?

Si algo me heredó la familia católica en la que crecí, es eso de creer en las múltiples formas que puede tener Dios. Y es precisamente una fuerza invisible y poderosa la que me embarga cuando me enamoro, cuando veo algún atardecer memorable, cuando conozco algún lugar inimaginable, cuando río con mi madre, cuando un libro me estremece o una canción me rescata. Dios, quizás.

Por eso, hay dos tipos de personas que son mis favoritas: las que recomiendan libros y las que rotan canciones. Ellos y ellas, tal vez sin saberlo, me han salvado de la vida innumerables veces. Y cuando digo de la vida me refiero a la rutina pesada en la que se puede convertir la cotidianidad, a la ansiedad inamovible que genera pensar en el mañana.

En los libros he encontrado refugio, asilo y hogares, lugares seguros para estar, para zafarme de posturas que ya no me sirven, para desnudarme y achicarme, para ser frágil. Pero, también, lugares seguros para crecer, para transformarme, para cargarme de combustible vital, para ser fuerte.

He encontrado espejos, reflejos dolorosos y alegres de quién soy, de las múltiples versiones que he sido o que puedo llegar a ser. Los libros, tal vez, son los que más me han enseñado que todas las historias son posibles y que estamos atravesados por los mismos relatos. No importa de dónde vengamos, qué cultura o familia nos haya hecho ser quienes somos, no importa en qué creamos o por qué camino vayamos en la vida, ahí están los libros, sus historias y personajes con sus reflectores para iluminar nuestras grietas, pasados y miedos, y para que, al ver dentro de ellos, encontremos que muchos, por no decir todos, llevamos en la cara (en el cuerpo y en el alma) las mismas marcas. Dios, quizás.

Y la música, la música, la música, ¿qué sería de mi vida sin la música? Escucho música desde que me levanto hasta que me acuesto, escucho en aleatorio, paso del rock al reguetón sin sobresalto, busco canciones tristes cuando quiero vaciarme de lágrimas, busco canciones alegres cuando me canso de la tristeza y el cuerpo quiere moverse.

Hay canciones que me transportan a otros lugares, a otros momentos y personas. Hay canciones que son banda sonora, que hacen parte de alguna época de la vida, canciones para recordar quién he sido. Y cuando creo que ya lo han cantado todo, aparecen nuevas canciones, nuevos ritmos y letras que me hablan acerca de quién soy ahora o que me recuerdan todo lo que me he transformado.

En mi vida, la música es máquina del tiempo, paracaídas y flotador, es cinturón de seguridad y oxígeno, es freno de mano y primeros auxilios. La música tiene el poder de llevarme a la luz, de hacerme sonreír y bailar cuando la oscuridad se me pinta en la cara, tiene la capacidad de levantarme cuando la vida me pesa y ya no doy más, logra reiniciarme cuando me desconecto y volver a creer cuando las razones se me agotan. Dios, quizás.

Cuando me pregunto ¿qué me sostiene? Me respondo, sin duda, que me sostienen muchas cosas, muchas personas, experiencias y sueños, pero si algo las atraviesa todas, son los libros y la música. Dios, quizás.

Síndrome de Frégoli

Quizá he transitado poco por este camino al que denominamos vida, algunas personas lo mencionan con cierta frecuencia. Quizás, en muchas cosas carezco de experiencia, pero he sentido que las historias han encontrado un dulce hogar en mí. Y estas palabras son para honrar a esas historias difíciles que no solemos contar, pero de las que aseguramos haber sobrevivido gracias a un propósito más grande que nosotros. Ser distraída me ha traído las fortunas más grandes que he tenido, es así como descubrí el arte, la apreciación de los instantes, desde cualquier forma de expresión, y cómo logré escapar de la locura.

Abril es un mes que no suele pasar desapercibido, no le colocaría ninguna palabra para describirlo, pero fue el mes en que nació una parte de mí que desconocía.

No sé si es natural tener un alma que anhela vivir aventuras, en un cuerpo que es cobarde desde sus raíces más profundas, pero esto ocurre en mí, en la ciudad de las sombrillas y las caras largas, donde dicen que la metamorfosis suele ser más pesada.

Por mucho tiempo tuve la sensación de que pensaba demasiado, que podía pasar ensimismada por horas, las horas más entretenidas e interesantes que ocurrían gracias a una realidad que no era la mía.

Diálogos que nunca salían de mi cabeza, no era capaz de pronunciar aquellas palabras que en verdad anhelaba decir, y como respuesta a esto el universo me llenó de situaciones donde tomé las decisiones equivocadas e invertí tiempo simulando estar en lugares en los que jamás estuve.

Pero refugio siempre ha sido sinónimo de una guitarra acústica que escuché en 2011, que tejió hilos hasta este instante, me sostuvo y me salvo de esa delgada línea entre la imaginación y la realidad que perciben nuestros sentidos.

Nunca había tenido líos por imaginar, hasta que cada una de mis fantasías se convertía en realidad; dormía poco, pero los instantes despierta parecían un sueño.

Llegué a estar en una simulación de mi mente. Era fantástico, pero ¿cómo salir de ese estado, si al cerrar los ojos seguían ahí esos personajes? ¿Cómo salir de ahí si la delgada línea se había hecho casi imperceptible? ¿Cómo encontrar el rumbo, si ignoraba por completo el momento presente?

Sentía que algo me ataba, me sostenía de la solapa, no me dejaba volar por completo hacía ese mundo infame; me llenaba de razones, era gasolina, impulso y motor de un alma que había perdido las luces.

Era una promesa: “Cuando salgas del hospital, iremos a conocer a Santiago Cruz, pero tienes que poner de tu parte”, me decía mi tía, quien me miraba con amor y con una esperanza absoluta.

Y así pasó un mes en el que regresaba una y otra vez a esas melodías que había escuchado. No quería olvidarlas, sabía que era el camino para volver a mí. Así fue como las manifestaciones artísticas, de la mano del cantautor colombiano, acogieron mi alma tras la oscuridad y mantuvieron mi esencia intacta; sané a través de aquellas palabras que construyeron un puente al otro lado.

Y ahí es donde radica la importancia del arte, ya que deja constancia de lo que ocurre en nuestra alma en épocas de cambio, y evolucionan con nosotros en estos procesos, no nos dejan desfallecer.

Notas a una memoria

Por: Liceth Dayana Holguín Beltrán

Existen algunas almas que se convierten en un eterno invierno; seres en los que la primavera es pequeñita y el calor del verano parece haber sido invadido por el frío de la ausencia; corazones que son frágiles, que se rompen en el recuerdo de los adioses, la nostalgia de abril y el dolor de las risas olvidadas. Es justo allí donde se producen grietas que parecen imborrables y vacíos que se acrecientan con el tiempo, que dificultan los pasos y que pintan todo con grises tonalidades.

Habitando este lugar hay quienes jamás notan las pérdidas y se mueven por la vida cargando con ello sin siquiera cuestionarlo, como si ya todo estuviera dicho y no tuvieran más opción que avanzar, incluso en contra de su voluntad. En contraste, hemos sido creados algunos espíritus melancólicos, quienes, aun en medio de esa total descomposición, buscamos desesperadamente un consuelo, un poco de paz, un ápice de tranquilidad o unas cuantas líneas de comprensión. Parece que estamos aquí para sentirnos ajenos al mundo y al mismo tiempo tratar, con todas nuestras fuerzas, de encontrar una razón para quedarnos en él, para retar a la penumbra y escapar de la muerte; particularmente, he descubierto que estoy aquí para, con algo de rebeldía, darle la razón a Cortázar y decir con total convicción que yo he nacido para “no aceptar las cosas tal como me son dadas”.

Sin embargo, saberte propietaria de esta alma y descubrir que dicha “debilidad” es lo único que te pertenece, no es para nada sencillo, es un camino desierto en donde las esperanzas son pocas y los trazos del ser se esfuman con particular simpleza. Pues un día descubres que, así como en la biblia no hay lugar para los gatos, tampoco parece haberlo para ti, que no hay nada más allá de ese deshabitado espacio del cual la figura de un dios ha decidido escapar llevándose todo consigo; cuesta tanto aceptarlo que cuando lo logras te aferras a la necesidad de negarte a ser olvido, de no convertirte en ausencia, incluso cuando no sabes cómo hacerlo.

Suena desalentador, en ocasiones lo es, pero son todos estos deseos juntos los que te llevan a nuevas voces, nuevos ojos, a miles de letras y millones de mundos posibles… Es justo esa desesperación la que te pone en el camino del arte, la que te permite encontrar un poeta, un cantante, una pintura que te atraviesan de principio a fin; tonalidades, lienzos, esculturas y paisajes, reinterpretaciones de este mundo que surgen a partir de los sentidos, que marcan un camino y te brindan un nuevo lugar para resistir y existir sin tener que estar en la sombra a la cual parecías estar condenada.

Estando allí encuentras un espacio para ser y continuar, por lo que haces de esta tu mejor y más preciada revolución. Te adentras en los libros, siempre han sido los libros; fijas tu mirada por horas en una obra que llegó a tus manos por casualidad; lees para habitar y frecuentar todo aquello que ya no existe; recorres calles cargadas de historias y enigmas; sueñas, lloras, cantas y bailas entre melodías; aprendes la magia de matizar la vida a partir de lo cotidiano; narras historias y compartes saberes, mientras ves cómo se dibujan sonrisas en los rostros de los que te escuchan; conoces pintores, cantantes, escritores, dramaturgos; te enfrentas a tu primera hoja en blanco y te atreves a crear.

Luego de todo esto, de romperte mil veces el corazón y de luchar con las ideas que buscan derrumbarte, decides darle un vuelco a tu existir, resignificar el dolor y asumir que tu dios no tiene razones para ser igual al de todos los demás, no tiene que ser uno solo, perfecto e inalcanzable, no será cercano a aquel que ya no está, ni siquiera

debe ser definible. Pero esta vez sí que está allí, presente en cada momento, te acompaña, te guía, te reconforta y cumple su papel: resguarda, salva y no abandona. Tu dios no es más que ese amor incalculable e indefinible que tienes por cada creación que te mueve el alma, por cada artista que ha logrado tocar algo de tu ser, por cada lágrima derramada en las letras de un tango, por el abrazo que le das a los sentimientos de odio y pasión que te habitan, por cada instante en el que encuentras tu permanencia y tu eternidad a través del arte.

Ahora has hallado una luz y un hogar, tienes todo lo que un día habías perdido, comprendes que, entre melodías, versos y colores, este poder protector y creador se convierte en ese espíritu eterno y etéreo que te da la fuerza para recaer, romperte y descomponerte, pues sabes que ya cuentas con una raíz, con un apoyo y una herramienta que te deja reconectar con la vida, con los sentimientos, con la sensación de seguridad y alegría que te hacía falta, que hace mucho no tenías.

Te haces a la idea de que tu dios es uno y son muchos al mismo tiempo, por lo que esta se convierte en tu manera de enfrentar la realidad, desde lo contemplativo y lo creativo. Para este punto amas y admiras miles de representaciones, de personas y de momentos. Trazas un camino y te aseguras de recorrerlo con firmeza y convicción, pues, aunque las piernas flaquean y las dudas te carcomen, el arte ya se ha vuelto un cimiento, un pilar para ese espíritu que antes de él solo se atrevía a hablar a media voz. Entonces esa alma acongojada, melancólica y rebelde se ve a sí misma desde una nueva perspectiva, desde la cual no se pierde, pero sí se fortalece; ahora se comprende desde un no lugar en el que el dolor encuentra su propia catarsis y la quietud ya no angustia. Te mueves entre letras, obras y un inmenso amor, haces notas a una memoria y las guardas en lo más profundo del corazón, justo al lado de esas primeras estrofas de aquel poema que, en medio de sentires abrumadores, te recuerda que todo lo que se ha creído y amado permitió que por azar o destino te hayas topado con el sufrimiento y con la luz. Has aprendido a apreciar cada trazo y cada letra como si la vida misma dependiera de ello, tal vez, porque es un poco así, porque es esta artística y colorida utopía la que te sigue permitiendo caminar, porque te reconoces en los otros, porque transmutas en sus letras y sus dolores, porque sabes que en el único lugar que te espera reside todo aquello que jamás escribirás. Concluyes que el arte sí es un dios y que lo que en principio era una resistencia se acaba convirtiendo en hogar, en un lugar en el que se tiene la certeza de que aún creciendo en medio de las sombras siempre se podrá florecer.

o como tambores a un armónico ritmo Astros de acorde al preludio orquestal,

Refugio

Por: Alejandra Cabello

Todo lo que pasa por el arte se transforma: los espacios, las personas, tu mirada…

La tristeza se instala ahí —es su refugio— para después salir con las alas extendidas. Llorar riega la vida, las pequeñas muertes. Lo mismo ocurre con el arte: nos empapa todos los días, es nuestro resquicio. La abertura por la que drenamos lo que nos alegra y también lo que nos duele. Siempre está ahí mitigando el desvelo, lanzando un canto a la distancia —la acorta, la diluye—, versando el silencio. Viene a nuestro encuentro cuando suplicamos una esperanza: nos sostiene.

En mi vida, ha sido una brújula. Un constante espejeo. La tertulia que colorea nudos —¿quién no tiene?— y propone reconciliaciones. Una búsqueda de voces cómplices, pese a venir de otros años —no se rige por tiempos—, aunque atraviesen otros cuerpos. Las almas se comunican al igual que los cuerpos.

Aún me visito en los versos de Benedetti, Gabriel Celaya, Borges, que durante la adolescencia me rescataron, pero poco a poco fui a encontrarme en los poemas de Rosamaría Roffiel, Elvira Sastre, Wislawa Szymborska, Rosario Castellanos; en las novelas de Marcela Serrano… en mis amigas artistas.

Diosas de la captura: en palabra, fotografía…

También ha sido la certeza de que los mundos son mejores cuando habitamos sus expresiones: desarrolla mi sensibilidad. Delicadeza. Tan necesaria en esta época de inmediatez y consumo desechable. El arte se siembra. Crece.

Aquí siguen floreciendo las lecturas en microbús camino al bachilleres, llorando a alguna de las mujeres sentipensantes que Serrano ha traído a mi vida: “Probablemente, en el camino he perdido muchas cosas por el miedo al riesgo y a posibles dolores futuros, seguro que a veces el presente se ha escapado”, dice Camila en Lo que está en mi corazón. Me sigue rondando en los latidos, recordando que esa lectura se grabó en la memoria de mi alma —piel—, en los pasos que daría después. En las puertas que toco hoy.

Enciende diálogos, internos y con otras personas —seres—. No solo mueve la energía, también nos relata historias —quizá la nuestra—, le expresé a mi madre una tarde que recorríamos algunas unidades habitacionales de la alcaldía Iztapalapa en la Ciudad de México, mismas que ahora están impregnadas de rostros de mujeres: poetas, pintoras, arquitectas, escritoras, políticas. Mujeres que podemos ser nosotras: Soñamos. Creamos. ¡SOMOS!

Se apellida como yo, respondió ella. Entonces, también es abastecimiento de referentes, reconocimiento, posibilidades de imaginarnos más allá del deber ser —madres—. Ser lo que nos plazca, pese a los intentos de mutilarnos a cada momento. Romper con las exigencias o las limitaciones. Tender puentes que permitan caminar hacia nosotras. Ser diosas creadoras.

Es lo sublime, tu eco de regreso a casa. Alguien más lo sintió, plasmó con él una obra que hoy te sana mientras estallas. Me ha pasado con la música de Vanessa Martín: sus letras sudan el beso que nos quedó colgando. Me ha estremecido en concierto. Su voz desnuda, pero lo que su cuerpo hace en el escenario con las canciones llega a ser inefable.

¡Es una diosa! Me recuerdo allí, llorando Ya, como si estuviera en plena ruptura, aunque no fuese así. Mi cuerpo que reposaba en la butaca se transformó en una ola de sentimientos saliendo al hallazgo de matices. Es lo sublime. Me volvió a ocurrir en pleno apagón en el Foro del Tejedor, Pavel Núñez interpretaba “quiero despertar en otra parte, quiero convertir en arte estas ganas de llorar” y algún vestigio se sintió arropado. Trajo la luz a las paredes. Los espacios oscuros extendieron las entregas. Se sembraron en la noche a la que hoy vuelvo, sintiendo ese eco en el estómago como si fuera nuevo ese sentimiento en mi existir. Algo parecido experimenté con la puesta en escena Mi hijo solo camina un poco más lento, de la que salí llorando todas las actuaciones. Me trastocaron —lo consciente y mi inconsciente—. Con sus interpretaciones se destapó el derroche de caricias al alma. Retumbaron en lo profundo: todo lo que llegamos a callar —o queremos decir— encuentra salida en la expresión artística de alguien más. Está enraizado en nuestro ser. Somos bifurcaciones constantes. No salimos incólumes.

El arte es refugio donde Diosas y Dioses calman la agonía o simplemente le proponen otras orillas para reposar. Tienen —desarrollan— los dones que nos permiten sentirnos en cercanía, porque todo lo que nos pasa por dentro se refleja afuera y sus voces lo han llevado a otro plano que sabe encontrarnos cuando menos lo imaginamos y más nos hace falta. Un ritual palpable que nos acompaña en todo momento. Fuegos que se multiplican en el acto de mirarse en medio de tanto ruido.

Cada quien tiene su propio refugio. Sus diosas protección, sus dioses bálsamo. Aquí mencioné parte del mío. Te la comparto porque también es tuyo: somos bifurcaciones constantes.

La música celeste o al reflejo humano, y sinfonía astral de neuronas o células

La canción que nos salva

Es imposible pensar en mi vida sin el arte.

El arte es definitivamente lo que nos salva como especie. El arte en todas sus formas. Pintura, escritura, danza, imagen, poema, canción. Pienso que solamente a través del arte logramos realmente sacar el dolor y sanarlo. Una canción nos cambia la vida. Una película nos transforma para siempre. Una sola escena nos marca.

Y en mi vida, particularmente, la canción. La canción que nos salva, que nos sostiene, nos eleva o nos hunde, pero siempre nos mueve.

Tuve la fortuna de crecer cantando porque entré al coro de mi colegio a los 4 años. Este hecho maravilloso me hizo la mujer que soy hoy y concretamente el hecho fortuito de que la vida me cruzara con la directora de ese coro. Mi segunda madre. Mi Flora. Junto a ella descubrí la fuerza de una poesía cantada. Cada mañana nos enseñaba alguna canción, analizando la letra, aprendiendo palabra por palabra, llevando el ritmo con las manos, sintiendo la música en todo nuestro cuerpo. Jugábamos a ser árboles, a columpiarnos en el aire, cantábamos qué sentiría una estatua en una fuente; si le gustaría estar mojada todo el día o no. Esa era Flora. Esa fue mi infancia.

Por ella hoy escribo canciones. Imaginando qué sentirá una nube, una flor, un niño minero.

No es simple. No es fácil. Porque significa ponerse en el lugar de otro y eso a los humanos nos cuesta la vida. Pero considero que es el pilar de lo que ahora soy en todos los sentidos. Lo que compongo y lo que pienso. Mis elecciones políticas, por ejemplo, vienen de las canciones.

A través de ellas me entero lo que sufren quienes viven una guerra, “El derecho de vivir / poeta Ho Chi Minh, / que golpea de Vietnam / a toda la humanidad. / Ningún cañón borrará/ el surco de tu arrozal, / el derecho de vivir en paz”.

A través de ellas, me entero de lo que siente una madre lejos de su hijo, “No me llore, niño, si me demoro, / le peleo a la vida por usted, tesoro,/ no me reclame, niño, si me demoro/ ¡… ay! ¡Qué camino tan desparejo, / la angustia cerca y mi niño lejos!”. A través de ellas, me entero de la fuerza que se siente al salir a marchar por nuestros derechos, “Me gustan los estudiantes porque levantan el pecho / Cuando le dicen harina sabiéndose que es afrecho / Y no se hacen sordomudos cuando se presenta el hecho / Caramba y zamba la cosa, el código del derecho”.

Las canciones me dan luces cuando pienso que no hay esperanza, las canciones me salvan la vida una y otra vez.

Es en el arte en donde encuentro la belleza del mundo, la bondad del ser humano, el dolor que nos hace iguales.

Creo con toda la fuerza de mi alma que se puede cambiar el mundo e intento vivir cada día para, al menos, ¡intentarlo!

Barcelona, junio 15 de 2022

LÍRICO II Descubrir el arte

Luisa Noguera | Mauricio Palomo | Jael Gómez Daniela Castillo | Julian Acosta | Andrés Castañeda | Julio Serna | Caro Abello Onofre

El arte dormido

Después de un largo sueño; ese prodigio de despertarse.

Todo lo valioso, útil y poderoso, existe para ser visto o revelado. Nada que se haga y permanece oculto puede ser libre o bueno.

Existe desconocido todo secreto con el propósito único y perfecto, que alumbrar la verdad del ciego, y nada más puro al ser revelado.

Abre los ojos, se revela lo arcano, lo oculto ya no más oculto es arte, sonríe, es rasgado ya el velo ciego, y la verdad es un faro en la noche.

Brilla un rayo ahora y paz celeste, la cosmovisión crece o despierta, abierto ya sonríe nuestro interno, y entero el sol corazón entrañado.

Sonríe el velo cegador ya sesgado, y descongelado el verbo humano, es calentado por los rayos de sol al quemar su sesgo frío e inmóvil.

Despertar y descubrir lo oculto, es abrir los ojos al arte dormido, joyas y dones al vilo en desuso, son perlas y poderes al cultivo.

Tierra abierta, y los otros ciegos esperan el mensaje, el alimento, el pan humano de espíritu cierto, para despertar su arte dormido.

León Sacro

Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre

Por: Luisa Noguera Arrieta

Una de las personas que más he querido a lo largo de mi vida fue mi abuelo. Murió cuando yo tenía nueve o diez años, pero no se fue. Era médico y su consultorio estaba en el segundo piso de su casa; un lugar misterioso, siempre en penumbra, con una persiana entrecerrada y un aroma particular que nunca supe de qué se componía, y que no he vuelto a percibir jamás.

Entré pocas veces allí, nunca estando mi abuelo presente. Lo hacía cuando nadie me veía. No buscaba nada en particular, sin embargo adentro estaba todo: un mueble extraño de color verde menta, similar a una cama —pero muy alto para serlo—, con un cilindro mullido forrado en el mismo material plástico y corrugado, que parecía una almohada —sin serlo—, era el diván donde se recostaban sus pacientes.

Un sólido escritorio y una enorme silla, en la que me daba miedo sentarme, ocupaban casi todo el espacio. Era una poltrona amplia, de cuero negro y frío, que giraba sobre sí misma y parecía más un trono que una silla de trabajo. Su escritorio, siempre ordenado, tenía encima un protector de cuero con una gran mancha de tinta negra en una esquina; al levantar la tapa se descubría una hoja donde mi abuelo escribía las citas de cada día y algunas anotaciones, me imagino, de sus pacientes. Nunca las leí.

Detrás del escritorio se destacaba sobre la pared blanca, un diploma con letras adornadas que le conferían el título de Doctor en Medicina. El marco de madera no estaba envejecido, era genuinamente antiguo; tenía tres tonos de caoba y un reborde similar a una trenza. Me gustaba mirarlo, detallarlo, pasar el dedo por la madera pulida y tratar de leer esas letras enmarañadas de color rojo oscuro y dorado.

El pomo de la puerta era otro objeto encantador, redondo, macizo, dorado. Recuerdo el reflejo de mi nariz agrandada y deforme sobre su superficie brillante, y el placer de mirar a través del ojo de la cerradura antes de darle vuelta para abrir la puerta de madera, dividida en seis rectángulos. Nunca estaba puesta la llave, quizá se había perdido.

Detrás de la puerta —oculto cuando esta estaba abierta—, se encontraba el cuadro que me impresionó profundamente en mi niñez: una reproducción de El doctor, de Sir Luke Fildes.

En una habitación en penumbra iluminada parcialmente por una lámpara de aceite, sobre una cama hecha con dos sillas de madera, que no son del mismo mobiliario, yace una niña rubia. Su cabeza descansa sobre una gran almohada; está arropada por una tela amarilla, que se percibe pesada y áspera, una cobija improvisada, al igual que la cama.

Al fondo, entre las sombras, se ve borrosa y de pie la figura de quien podría ser el padre. A la derecha de la escena se insinúan los muebles de una sala o un comedor y al frente sobre una mesita cerca de la cabecera, se ve un aguamanil. La niña parece dormida o está desmayada; los rizos revueltos, una mano sobre el pecho, la otra extendida, lánguida.

Lo más bello del cuadro es, sin duda, la escena que se ve a la izquierda, detallada gracias a la luz de la lámpara: el doctor victoriano, de facciones hermosas, reflejando una dignidad increíble, mira a la niña. Está sentado a su lado. La barbilla se apoya en su mano izquierda que, a su vez, toma la barba canosa; en su dedo alcanza a verse el anillo de graduación. Está elegantemente vestido: camisa con cuello de pajarita, traje, chaleco

y corbatín de color café. Su expresión no nos dice nada o quizá lo dice todo. ¿Estará esperando la reacción de la pequeña tras haberle administrado unas gotitas del contenido del frasco de vidrio que reposa sobre la mesa a su lado, junto a la taza del café que acaba de tomar?

Cuando observaba el cuadro, siendo pequeña, pensaba que la expresión del doctor era de desconsuelo, de no saber qué más hacer. En su mirada hay tristeza, debe estar preguntándose muchas cosas: ¿qué omitió, qué hizo mal? ¿Está buscando, quizás, las palabras para enfrentar al padre que lo mira en silencio? Siempre pensé que la niña estaría apunto de morir. Tal vez ya ha muerto en esta escena y el doctor se rinde ante la impotencia.

Es un cuadro hermoso que me sacudió. Me enseñó a admirar el arte de manera desprevenida y natural. Amo las pinturas realistas, la perfección de las pieles, el brillo de las miradas, las texturas, el movimiento de las telas, la armonía de las formas. No sé qué pasó con este cuadro con el paso del tiempo; hubiera querido conservarlo para mí, pero claramente no habría sabido dónde ponerlo. Era enorme, además, o yo era muy pequeña y las proporciones eran otras.

La frase “Curar a veces, aliviar a menudo, consolar siempre” es un aforismo antiguo respecto a la actuación del médico y de la enfermera, que encierra una verdad irrebatible que se extiende, en mi caso, al recuerdo entrañable de mi abuelo y a mi relación poco profunda con el arte. La imagen de quien me quiso sin ninguna condición, su abrazo protector, los consejos que aún resuenan en mis oídos, sus chistes, su risa, o extasiarme con los colores de un atardecer maravilloso o el brillo de una mirada que conmueve, me han curado a veces, me han aliviado a menudo y me han consolado siempre.

Abre los ojos, se revela lo arcano, lo oculto ya no más oculto es arte

La literatura: un espejo de tinta

Pocos tenemos la fortuna de conocer a nuestros iniciadores en las artes a las que les hemos apostado como proyecto de vida. Tal es mi caso: en una habitación humilde de un barrio marginal al suroccidente de Bogotá, cuando afuera eran el hampa y la noche, a mis quince años empecé una travesía por la tinta, teniendo a la imaginación como único soldado en mi frente de batalla; fue una novela la que enmarcó esa senda a la que un día me adentré como sino: Los últimos sueños, prosa transparente del autor boyacense Fernando Soto Aparicio, que se constituyó en esa novela que me incrustó en el alma este amor por el arte de las palabras, hoy tan ensanchado que ya no es difícil reconocerlo como la metáfora de mi motor vibrante, mi impulso vital. Por eso, hablar de Fernando Soto Aparicio es para mí hablar del que, con sus pases mágicos, sus renglones atiborrados de historias y su prosa impetuosa, me abrió la carne para dejarme sembrado en las vísceras un amor por este arte errante de minorías denominado literatura.

Si algo en definitiva podemos admirar en la obra de Soto Aparicio es la concepción profunda de la mujer; las mujeres son la fuerza protagónica que se pasea por todas las novelas que escribió. Sus vicisitudes, sus miedos, sus angustias y también sus profundos amores son la materia prima siempre fundamental en la tinta del boyacense. Recordarlo hoy, cuando es prematura la distancia que nos aleja del tiempo de su muerte, es evocar todos esos espíritus femeninos que habitan en su narrativa, que se mueven por las bibliotecas y por las librerías del centro de la ciudad, en los colegios, en cualquier escenario donde se reúna el libro. Un escritor no muere jamás cuando ha dejado un testimonio de la vida en las páginas que ha escrito.

Tuve la maravillosa oportunidad de compartir con él en algunos eventos, tuve la fortuna de poder escucharlo, de aprenderle, de sumergirme en su humanidad desde sus palabras. Cuando se trabaja con la literatura, se trabaja con el otro, es la alteridad, es la vida la que está jugándose en las páginas. No hay ningún arte distinto a la literatura que sea tan semejante a la vida. Mis primeros amores y los más fuertes entrañablemente habitan en las páginas de los libros, y un personaje en particular se me robó el corazón a los quince años de edad, cuando en mi exterior la ley era el puñal y el bazuco, yo hice que mi escenario cambiara y me enamoré de Lorena Madrigal, una antropóloga maravillosa parida por la tinta de Soto Aparicio. Él, sin conocerme, usando como vehículo la tinta diáfana, porque otro de sus elementos mágicos está en el tratamiento con el lenguaje, posibilitó como plataforma ese salto hacia un abismo de paisajes y de ensueños, y de vida, al cual no he llegado aún a tocarle los fondos.

Un libro sí cambia la vida cuando sabe llegar en el momento propicio, una historia envuelta en páginas sí nos puede cambiar el rumbo si llega cuando la vida del sujeto se conecta con los renglones; no estoy hablando con esto de la literatura de superación personal, no es ese el concepto de salvación de la vida el que aquí abordo, es más bien ese brusco bofetón que te saca de la zona de confort y te hace pensar que los amores y los dolores (si es que son distintos), los miedos y los sucesos, las dichas y los desencantos de los hombres a través de los tiempos también son los míos, los nuestros. El egoísmo se anula entonces y empieza uno a sentir la vida de otras maneras. La buena literatura se parece por eso tanto a la vida misma. Supongo que algún día, cuando los fondos del abismo en el que estoy suspendido me reciban, tendré la oportunidad otra vez de hablar con el maestro para decirle que ese tránsito precioso y efímero entre las dos oscuridades valió la pena por ese amor que cuando yo más lo necesitaba tocó a mi puerta entre solapas con ese nombre escrito en tinta de eternidad.

Junio 22 de 2022

La imagen y la palabra

Fueron pocas mis experiencias artísticas en la infancia. La primera fue con las palabras cuando mi padre me enseñaba a jugar, a darles ritmo y sonido, a convertirlas en música a través de las coplas.

Allá arriba en aquel alto, tengo una mata de achuy. Cada vez que subo y bajo, me siento triste… muy.

Como esta, eran las coplas cojas que mi padre repetía para hacerme reír e invitarme a componer y jugar con la cadencia del verso. También las retahílas, las adivinanzas y las rondas llenaron mi infancia.

Dizque mi mama dizque le mande dizque una torta dizque de pan. Dizque mañana dizque le manda dizque con otra dizque le dan.

Las imágenes llegaron con los libros, de la mano de las palabras que ya conocía. Entré a cursar primer grado escolar con seis años, el mismo año en el que hice la primera comunión, y ya sabía leer y escribir, lo había aprendido en casa. Nací y crecí hasta los siete en un pueblo de Santander, católico y conservador; todo pronosticaba una adultez de ama de casa con suficiente prole y dedicada a sacar, de una oreja, a un marido barrigón de las cantinas. En aquella época los libros para la infancia se reducían a las cartillas de lectura. Por eso, quedé fascinada con un regalo que recibí en aquel sacramento católico que nos convertía en protagonistas de nuestra vida solo por un día. El regalo maravilloso fue un libro ilustrado y en gran formato del cuento Los músicos de Bremen. Quedé extasiada con sus imágenes, ilustraciones figurativas que no alcanzaban el apelativo artístico, pero llegaron a despertar mi perplejidad. Absorta estaba pasando sus páginas cuando la monja maestra lo confiscó hasta fin de año por no estar atenta a su clase.

Creo que estas dos experiencias de vida, los versos y el libro con dibujos, más otras huellas que no voy a referir ahora, me llevaron a disfrutar enormemente mi trabajo como editora de LIJ y a acercarme al arte como lenguaje. Aprendí a ser editora en el oficio mismo con los presaberes que me equipaban para observar nuevamente de manera perpleja lo que se podía hacer con la sonoridad de las palabras y con la figuración de las imágenes. Esa dimensión imaginaria, la capacidad de inventar mediante el juego las historias en las que se descubre nuestra naturaleza humana, estaban inscritas en los manuscritos que recibía con el encargo de convertirlos en libros físicos. Como un eco de los juegos de infancia, descubría ya adulta, como editora, la capacidad infinita de construir con palabras, de crearnos a nosotros

mismos y a nuestro entorno, la posibilidad de crear significado con el lenguaje y simbolizar a través de las palabras para comprendernos a través de la narración. Estamos orientados y sintonizados de manera innata con los significados culturalmente relevantes, lo señaló Bruner, y el lenguaje lúdico me permitió entrar en el dominio lingüístico formal para encontrar un modo artístico de comunicación sensible.

Los dibujos que acompañan las historias narradas llegan a su máxima expresión artística en el libro álbum y en esta pesquisa me alcanzaron los ecos de aquellos animales trepados uno sobre otro en la maravillosa historia de Los músicos de Bremen. Abordé con igual fascinación los libros de Maurice Sendak donde el juego y la fantasía se unen en imágenes oníricas para representar la sensibilidad humana. Aquellos de Anthony Browne que me sorprendieron con referencias intertextuales de grandes artistas universales como David Casper, René Magritte o Vincent van Gogh, entre muchos otros, alusiones al universo del arte que crean una atmósfera acorde con la historia.

Texto e imagen se acompañan de manera tan acompasada que tanto la una como la otra narran fragmentos de la historia en un tejido perfecto de colaboración estética y literaria en el que uno y otro se funden para dar cuerpo a la obra. En los libros de Keiko Kasza se evidencia el trazo combinado en la manera como, tanto el texto escrito como los dibujos, crean una trama astuta y divertida que despierta las carcajadas de los lectores a la vez que los lleva por una experiencia exquisita en la que se combina lo actual con lo clásico en las historias para niños y niñas.

Libros álbum que le apuestan a una narrativa osada en imágenes y propician momentos para pensar en infancias compartidas, travesuras y picardías, que acercan a generaciones de personas que, como yo, descubrimos la magia del arte apenas como un asomo sin profundidad teórica, pero con la sensibilidad que despiertan las huellas de la infancia. Recorrido que me lleva a reconocer el papel del arte en la perspectiva de vida de las personas, sin el cual yo misma habría sucumbido a la cotidianidad de manera literal, sin otras opciones que las planteadas por un contexto pobre en iniciativas y oportunidades.

Tierra abierta, y los otros ciegos esperan el mensaje, el alimento,

Los libros que salvaron mi vida

Recuerdo la historia en la que un ladrón entra a la casa de una familia que duerme. La niña protagonista del relato se despierta cuando unas manos heladas cubren su boca para impedirle que grite (Libro: La noche del ladrón). Yo tendría unos cinco años y era tal la narración, que llegaba a sentir las manos frías del ladrón sobre mi rostro. Un par de años después, tengo otro recuerdo de una frase que se ha fijado en mi memoria; pertenecía a la primera novela que leí con mi mamá: “Y esperaré la muerte, amiga muerte, mientras afuera llueve” (Libro: Mientras llueve). Cuando crecí, tuve la fortuna de volver a ojear esos libros y me di cuenta de que estaban llenos de tachones y anotaciones, pues mi mamá los leía primero y, como no eran aptos para mi edad, los adaptaba para luego leérmelos en voz alta antes de dormir.

En otra ocasión, me llevaron a una biblioteca y elegí un libro que terminé en una tarde. Cada página logró atrapar mi imaginación, que ya sentía una necesidad profunda por descubrir lo que los libros tenían que decirme; no obstante, mi emoción creció aun más cuando, en televisión, comenzó una película que era igualita al libro que yo había leído: esa magia de ver que un libro podía ser película no se me olvida (Libro: El pequeño vampiro).

Durante mis años de colegio siempre me preocupó quién sería mi profesor o profesora de Español, mi materia favorita. Me dolía que no llegara un buen docente. En primero de bachillerato tuve la mejor; solo recuerdo que se llamaba Pilar, que es mi segundo nombre, así que difícilmente lo olvidaría. Para ese curso leímos un libro que disfruté mucho, así que le pedí que me sugiriera otro del mismo autor. Ella notó mi interés, así que me dio un dato clave: el escritor estaría en Bogotá en una única conferencia. Eso sucedió hace 19 años y, si mi memoria no me falla, la entrada costaba 500 000 pesos; para mis padres, quienes habían despertado mi amor por las letras desde las bibliotecas públicas y los libros que mi mamá llevaba a la Universidad Pedagógica Nacional para que yo leyera mientras ella atendía a sus clases, esto era inviable. ¡Deepak Chopra en Bogotá! Ese fue el autor que leí gracias a la profe Pilar. La verdad poco sabía sobre quién era, solo quería conocerlo porque a mis once o doce años me intrigaba saber cómo se le había ocurrido la historia de El sendero del mago. Mi mamá me dijo lo que yo ya sabía: era imposible pagar ese dinero por ir al evento, pero en pro de no perder la esperanza, me dijo que llamara y pidiera un descuento por ser estudiante. No me aclaró cuántas veces debía llamar, así que cada día guardaba un par de monedas y al llegar del colegio llamaba desde el teléfono de la tienda, junto a mi casa, a los organizadores de la conferencia. Al cabo de una semana, una señora me dijo que esperara en línea; luego de unos minutos, me pidió mis datos y me dijo que usualmente no ocurrían cosas así con lectores tan jóvenes y que por esa razón habían tomado la decisión de regalarme la entrada. Conocí a Chopra, me tomé una foto con él (foto que se perdió, pero eso es otra historia), firmó mi libro y pude hablar con él gracias a una traductora (eso también es otra historia, pero no me quiero extender mucho más en esta anécdota).

Mientras iba creciendo entre personajes e historias en el papel, me di cuenta de que era un mundo más solitario, de adultos, introvertido, y que pocas personas de mi edad lo compartían, así que mi personalidad, de corte extravertido y social, quiso algo más.

A mis catorce años ingresé al grupo de teatro de mi colegio y descubrí, sin saberlo en ese momento, que el arte era mi lugar. Presenté una obra sobre El mago de Oz, una versión de Romeo y Julieta (donde fui un personaje secundario de los Capuletos), entre otras que usualmente provenían de los libros. Este gusto por el teatro continuó hasta la universidad, donde me uní a un grupo y viajamos por varias ciudades del país presentando una obra llamada Asunto terminado. Ahora soy una amante del teatro, pero desde el público.

Les hablé de mi infancia y parte de la adolescencia, pero mi vida adulta ha sido una grata sorpresa que se ha conectado con cada uno de esos recuerdos. Por ejemplo, en la primera editorial colombiana donde trabajé, una tarde llegó una mujer para hablar con el gerente; unos minutos más tarde me llamaron para presentármela y, cuando la vi, mi sorpresa fue tal que mi corazón se emocionó, abrazando a mi yo de ocho años y saltando con él: se trataba de Beatriz Caballero, cuyo libro Cuaderno de novios había sido una especie de diario para mí. Escribí tantos secretos en él, que lo dejaba escondido entre el colchón y las tablas de mi cama para que nadie lo leyera.

Así como con Beatriz, por mi trabajo he tenido la fortuna de conocer autores con lo que he tratado de disimular mi emoción de “fanática loca”, como Mario Mendoza, Rosa Montero, Afonso Cruz, Laura Restrepo, Fernando Soto Aparicio (q. e. p. d.) y otros que de seguro se me escapan en este momento, pero que, como a otros a los que no conozco, han estado acompañándome en mi caminar por la vida.

Cuando mi abuela me contó su historia en medio de orfanatos y hogares de paso, la entendí un poco mejor al leer El hogar de niñas indeseadas; en mi camino por Chocó me acompañó La perra de Pilar Quintana, mientras que Jalan jalan me consoló en un viaje para despedir a la señora Julieta (la mamá de mi esposo); cuando lidiaba con una depresión ajena llegó a mis manos Las muertes chiquitas, cuando estaba inundada por sentimientos de desamor encontré a Elvira Sastre y a Sara Búho. Mientras escribo esto que estás leyendo, me acompaña El gato que amaba los libros y no puedo tener mejor compañía e inspiración literaria para este momento. El arte ha acompañado mi vida entera; mis momentos de felicidad, dolor, angustia, mis logros, todo lo que me ha pasado hasta hoy ha sido acompañado por todas esas expresiones que, desde nuestro lado sensible como seres humanos, buscan explicar la forma en que nos sentimos y en la que percibimos el mundo. Cuando me invitaron a escribir este texto pensé específicamente en una de las partes de la invitación. ¿Qué es el arte en mi vida? Y no sé si es muy ambicioso tratar de responder o, por el contrario, me quede corta, pero siento que es mi propósito, lo que me permite estar aquí y me otorga la capacidad de seguir sorprendiéndome ante la vida. Los artistas, más que dioses, son ángeles y demonios que nos siguen y nos atrapan en sus obras para convencernos de que el mundo es como ellos nos lo muestran.

Es probable que nunca lea estas palabras de nuevo porque sé que me va a pesar todo lo que no incluya, me diré: ¿cómo es posible que estabas hablando del arte en tu vida y no incluiste las obras Las listas o Yo no estoy loca que tanto te gustaron? ¿Cómo es posible que no mencionaste a ninguno/a de tus amigos/as escritores/as que hoy acompañan tu vida? Así me está pasando ahora que ya voy terminando de escribir.

Pero así es el arte, atraviesa, nos cambia la mirada, nos ayuda a seguir, nos atormenta, crece con nosotros; por ahora, lo disfruto desde mi club cultural, que no es otra cosa que ir a visitar a mi abuelo fuera de la ciudad y hablar por horas sobre los libros que estamos leyendo, aunque desde que se pensionó me lleva ventaja en libros, series, caminatas y en la vida.

Brilla un rayo ahora y paz celeste, la cosmovisión crece o despierta,

Un caleidoscopio

En esta primera imagen estoy yo, con una colección de libros de Oveja Negra (tapas verdes: grandes aventuras; tapas rojas: clásicos) ubicados encima de una mesa. Tengo 8 años o algo así. Mi hermanita llega y me pregunta: “Señor, ¿qué libro me recomienda?”. Yo le voy hablando de los libros: comento algo de los pocos que he leído; de los que no, me invento una historia a partir de su tapa (Drácula, con la imagen de Bela Lugosi, o Veinte mil leguas de viaje submarino, con una imagen de película que no reconozco, o el primer libro de La guerra de las galaxias, o Harrison Ford sopesando si toma o no el ídolo de oro) o completo con imaginación lo que cuenta la contratapa.

A esa edad uno no sabe de lugares comunes, así que me valía cinco (incluso, me hacía sentir muy orgulloso) recitar fragmentos enteros de El principito, después de releerlo varias veces. No es muy apropiado decir que a mis siete años básicamente leí un solo libro, daña las estadísticas, pero qué se le va a hacer.

En esta otra foto me veo leyendo. Leer era una excusa excelente para lidiar con esas reuniones de adultos que son tan aburridas, además de que era genial porque me podía aislar y la gente lo veía bien.

¿Qué es un lector organizado? ¿A qué se refiere la gente cuando dice “soy un lector desordenado”? ¿Acaso hay otra forma de serlo? Excepto si uno está en un doctorado, no hay forma de ser organizado. Por mis manos adolescentes pasaron Stephen King (gran anécdota: logré que mis amigos que no leían ni a palo, leyeran un libro suyo, así como uno de J. J. Benítez y el Poema de Mio Cid), Og Mandino, Tom Clancy, Borges (el poeta), Julio Flórez, José Asunción Silva, Dominique Lapierre, García Lorca, David Sánchez Juliao. Y Nietzsche, por supuesto, en esas maravillosas ediciones del Círculo de Lectores que vimos los que crecimos en los 90: desde La vorágine hasta novelas policiacas, esas ediciones en tapa dura eran joyas.

Cada historia, cada libro, formaron en mí un placer único que, en medio de las constantes crisis de la adolescencia, se convirtieron en refugio y en lámpara: me guarda de lo que está afuera, pero también me ayuda a entenderlo a cada paso, en cada palabra.

Otra imagen: llegué a la universidad y allí sí que los libros se convirtieron en todo: éramos de tres a seis (dependiendo del semestre y de los intereses) que gravitábamos alrededor de la lectura y de los libros, extasiados por descubrir a Rubiano Vargas, en ese esfuerzo editorial que fue Tercer Mundo, y la publicación de esa máquina perfecta que es El informe de Galves y otros thrillers; encontramos a Helena Iriarte y su ¿Recuerdas, Juana?, en esa edición perfecta de Carlos Valencia; perseguimos como personajes de Roberto Bolaño las ediciones de Planeta de los 80 y 90, donde se encontraba, entre otros, ese relato magistral de Hombre que mira la luna, de Evelio Rosero.

(Hablando de Roberto Bolaño, creo que fue con él que entendí por primera vez que había unos seres en el mundo llamados editores y que, entre ellos, uno de los mejores era Jorge Herralde. Tras él descubriría a otros como Elsa Aguiar, Jacobo Siruela, Daniel Goldin…)

Claro, también encontré obras y editoriales que eran imposibles para mis precarios ingresos de estudiante: El maestro y Margarita en la edición de Alianza (necesaria, pero impagable), la edición de Crítica de La Celestina o la de Cátedra de El museo de la novela de la Eterna.

Con los años, logré adquirir algunas de ellas (uno de mis tesoros favoritos es la edición numerada, en dos tomos, de las obras completas de don Tomás Carrasquilla, publicada por Bedout hace unos 70 años). Sé que tengo libros que probablemente no alcanzaré a leer sino después de pensionarme. O que la vida no me alcanzará para leerlos. Pero, parafraseando a Alex de la Iglesia hablando de El señor de los anillos (supongo que refiriéndose a esa hermosa edición de Minotauro), a veces me conformo con pasarlos (metafóricamente) por mis carnes pudendas. Deleitarme con su presencia, recorrer sus páginas, olerlos, palparlos. Sentir que son amigos que siempre estarán ahí. Para cuando se ofrezca.

Quizás sigo siendo el mismo que hace casi 35 años pudo dar su opinión en la mesa frente a sus hermanos y su papá, que siempre hablaban de libros en la cena; ese que hace 25 años empezó a interpretar sus desamores adolescentes a través de poemas llenos de lugares comunes; ese que hace 20 años empezó a estudiar literatura y se encontró con tipos más raros aún que amaban visitar las librerías de viejo del centro de Bogotá para encontrar en promoción algún Aguilar o Tercer Mundo o Carlos Valencia (en la Panamericana de la 13 con Décima). Quizás soy un niño grande que ama los libros, solo que ahora rara vez tiene tiempo de releerlos y la memoria le juega tan malas pasadas como cuando intentaba timar a su hermana con historias inventadas en un juego en el que, sin saberlo, se le iba la vida.

Sonríe el velo cegador ya sesgado, y descongelado el verbo humano

Dos minutos duran para siempre

Supongo que existe un orden inexplicable en el Universo. Supongo que ese orden, este algo se parece demasiado a la magia y por eso va más allá de la razón.

Quizás ese orden esté lleno de pequeños pasos, de pequeñas casualidades, si es que las casualidades existen y a lo mejor somos nosotros, conscientes de nuestra propia pequeñez, quienes buscamos darle significado a una secuencia aleatoria de acontecimientos cotidianos para convertir en símbolos lo que encontramos por casualidad.

Pero debe haber magia en ese descubrir. En esa primera mirada. Puede ser un libro, un poema, una frase escrita en una pared, porque, dicen, las paredes son la imprenta de los pueblos, una pintura… siempre una obra, cualquier obra.

Mi primera mirada fue una canción. Una con la que me encontré por coincidencia.

Fue hace 16 o 17 años. Una tarde cualquiera encendí el televisor en un canal musical y justo en ese momento, en la pantalla, aparecieron cuatro tipos desaliñados con chamarras negras y jeans ajustados. “Take it, Dee Dee”, dijo el cantante, que llevaba unas gafas oscuras y era delgado y muy alto… Entonces la banda comenzó a tocar una canción de tres acordes que se repetían una y otra vez hasta que las voces entraron en un estallido colectivo: “Hey, ho! Let’s go!, Hey, ho! Let’s go!”.

El vocalista se movía aferrado al micrófono cómo si de ello dependiera su vida, el guitarrista tocaba tan rápido que su mano apenas se podía notar rasgando las cuerdas, el bajista saltaba sacudiendo el bajo y el baterista miraba a la nada, como si llevara el ritmo por dentro del cuerpo. Dos minutos después, la canción había terminado.

Ese día conocí a The Ramones y me transformaron para siempre. Me sacudieron, me inquietaron y busqué todo lo que pude encontrar de ellos. Por medio suyo llegué al punk y el punk se volvió un camino que me llevó a descubrir, a encontrar, a preguntar y a crear. Una primera mirada que se volvió muchas miradas.

Simón Bolívar decía que el lugar de nacimiento era un rayo de luz que nos golpeaba en la frente al nacer. No sé si los acontecimientos que queremos convertir en símbolos puedan ser un renacimiento, no sé si vivamos muchas vidas en una vida. Para mí, el punk no fue un rayo de luz en la frente, fue un golpe en la cara, uno que me sacudió y me hizo buscar y seguir buscando.

A veces lo siento como en la escena de un libro, en la que una niña ve un disco de The Beatles en la vitrina de una tienda de música y solo esa imagen le cambia el rumbo de la vida para siempre. The Beatles se volvieron camino y lucha.

The Ramones fueron eso para mí. Camino, lucha y algo en lo que creer. Por ellos indagué, pregunté, escribí canciones y cuando ya no pude escribirlas escribí poemas y luego historias y sigo aspirando a escribirlas. Sin The Ramones tal vez no escribiría ni creería que lo hago para luchar, para lanzarle piedras a lo establecido.

Lo que escribo comencé a escribirlo esa tarde, una tarde cualquiera después de los dos minutos que me cambiaron la vida.

La Latina

Cali ha sido considerada como “la capital mundial de la salsa”; esa idea ha servido de fundamento a muchas otras, como el de ser la ciudad donde mejor se baila salsa, donde se celebra el mejor festival de salsa (la feria de Cali) o donde están los grandes coleccionistas de salsa; claro, alrededor de estas afirmaciones también hay varias leyendas, como que a todos los caleños nos gusta la salsa o somos bailadores, y que la salsa es solamente para bailar. Tengo que decir que soy de Cali, crecí en los 80 escuchando salsa, me encanta y desde pequeño me enseñaron a bailar salsa… entro en el molde, soy del montón. Sin embargo, hay algo que sucede en esa ciudad y es lo que más extraño: se escucha salsa. Sí, hay lugares para escuchar, solo para escuchar. Es así como recuerdo la Taberna Latina, un bar pequeñito ubicado sobre la calle 5.ª (la misma del grupo Niche, “Si por la quinta vas pasando…”) al frente de la clínica San Fernando, donde me pusieron mi primer yeso en el brazo derecho después de romperme cúbito y radio al caer sobre la tapia de ladrillo limpio que era la portería de fútbol en el colegio Santa Librada y que quedaba muy cerquita, también sobre la calle 5ª. Taberna Latina era un lugar para ir, sentarse en la barra o en la mesa con amigos, pedir algo de beber y escuchar salsa toda la noche, era un lugar para escuchar y conversar. Allí asistían personajes que no sabían bailar, que no daban ni medio paso, como Papelillo, mi hermano. Él fue el primero que me llevó, creo recordar o así quiero recordar. Yo estaba empezando a estudiar arquitectura en Univalle, mi hermano y yo tenemos una relación de esas que hoy en día se consideran disfuncionales, porque no nos contamos las cosas, no nos preguntamos ¿cómo te sientes?, ¿cómo estás? Sin embargo, tenemos varios espacios donde los dos nos sentimos cómodos, uno de ellos es escuchando salsa. Recuerdo que esa noche llegué con mi hermano, nos sentamos en la barra y llegado el momento me presentó a Gary Domínguez, el dueño y una de las personas que en Cali más ha contribuido a la difusión de la cultura de la salsa.

—Ve, Gary, te presento a mi hermanito.

—¿Otro Papelillo? —preguntó Gary y nos pasó dos fotocopias de papel que contenían todo el programa de la noche, con una reseña del artista y el listado de canciones que se escucharían, cada canción con sus respectivos créditos: año, compositor, vocalista, integrantes de la orquesta, título del álbum, etc. Y arriba, en un título grande, el nombre de la orquesta o del artista. Esa noche asistimos a una audición del Bobby Valentín. ¿Se imaginan? ¿Toda una noche escuchando canciones del mismo artista o de la misma orquesta? Qué vaina más aburrida ¿no?… Pues esa noche descubrí una de las grandes pasiones que hay en Cali por la música salsa y es estudiar todo sobre cada agrupación, ya no solo saber las letras de las canciones y cantarlas a grito herido y al unísono en aquel pequeño establecimiento de quizás 30 metros cuadrados, con mesas, bancos de madera sin espaldar y paredes de ladrillo llenas de afiches de las grandes estrellas de la música afrocaribeña, sobre todo de los 60 y 70. Recuerdo que Gary tomaba de vez en cuando un micrófono que tenía al lado del tocadiscos donde ponía la música, leía el programa, hacía las introducciones de cada noche y nos desafiaba:

—¡Al primero que me diga a qué disco pertenece la siguiente canción y el año de lanzamiento le pongo un caneca de aguardiente en la mesa! —No habían pasado 4 segundos o 5 compases de la canción, cuando alguno de los presentes respondía—: Me abandonaste. Álbum: Se la comió. Del año 67 o 68 —y agregaba—: Canta Frankie Hernández.

NOTA: Amplía para ver las imágenes.

Jajaja, era increíble. A ello seguía un aplauso y el audaz erudito recogía su caneca en la barra para ir a compartirla con los de su mesa. Era la universidad de la salsa, la mayoría de los asistentes eran estudiantes y profesores de Univalle y de la Santiago, las universidades públicas de la ciudad. En aquel lugar circulaban preguntas como ¿cuál es la novela o el cuento de Kafka al que hace referencia Rubén Blades cuando el borracho se va tropezando y cantando desafinado?

Taberna Latina fue fundada en el año 1982 por Gary. Yo tenía entonces 7 años. La primera vez que mi hermano me llevó fue en el año 93, a mis 18 años. Entiendo que la Latina cerró en el 2002, justo cuando me vine a vivir a Barcelona. En los casi diez años que la disfruté, lo hice siempre con mi hermano o con los amigos de la universidad y del volley, que son casi los mismos. Hace un tiempo, Gary fundó Casa Latina; cuando viajo a Cali de visita, voy allí con mi hermano. Yo soy un bailador, del montón, él es más melómano, conocedor, y no da ni medio paso, pero allí, escuchando salsa, nos encontramos.

Nota: Gracias a John Jairo Boya por tirarme los datos precisos de la canción Me abandonaste del Bobby y a Nicolás Buenaventura por la corrección de estilo. Los dos son caleños, John es melómano y un gran bailador. Nicolás es cuentero y es de los que no sabe dar ni medio paso bailando.

Todo lo valioso, útil y poderoso, existe para ser visto o revelado

Un breve encuentro con lo sublime

Mi encuentro con estas ocho misteriosas ninfas ocurrió hace ya varios años, de manera repentina, un día cualquiera entre semana, mientras caminaba sin rumbo fijo por las afueras del suroeste de Londres, poco tiempo antes de despedirme del Reino Unido. Había tomado un tren para ir en busca de Strawberry Hill House, un pequeño castillo gótico ideado por su antiguo propietario, Horace Walpole, a mediados del siglo XVIII y que le sirvió de inspiración para escribir la primera novela gótica inglesa, El castillo de Otranto. Para mi desventura, la susodicha mansión estaba siendo reparada por aquel entonces, pero aun así quise visitarla. Llegar a Strawberry Hill House me tomó un par de horas; no obstante, la visita fue muy breve, pues en realidad no había gran cosa para ver: la mansión gótica estaba rodeada de andamios y cubierta con unas lonas enormes, apenas pude vislumbrar una lámpara encendida tras una ventana con vitrales; había mallas por doquier, árboles y arbustos, un muro descascarado y una gran reja con candado que no daban ganas de franquear. Decepcionada por no haber podido llevarme al menos una idea borrosa de la época que vio nacer al género de horror, me dirigí, sin grandes expectativas, bajo un cielo plomizo que por instantes dejaba filtrar uno que otro rayo solar, hacia el centro de Twickenham, localidad cercana a Strawberry Hill. Di vueltas por ahí, tomé fotos de esa orilla del Támesis, con sus garzas grises, gansos y uno que otro sauce llorón. Ya en el casco urbano, mi lente captó una que otra ventana; alguna mascota asomada y pensativa o algún adorno original que alguien había puesto entre las cortinas; también llamaron mi atención las publicidades murales como la de un pub llamado “The Fox Secret Garden”, en la cual una pareja conformada por un zorro y una rubia vestida de rosado están sentados a la mesa, debajo de un parasol en lo que podría ser una cita romántica; el zorro sostiene una cerveza y mira fijo a los ojos a la rubia que sostiene una copa de vino.

Así iba la visita hasta que, no recuerdo cómo, terminé delante de aquel jardín rocoso bañado por cascadas y rodeado por un estanque con lirios de agua y líquenes flotantes. Y allí estaban ellas… las Oceánides, rodeadas de árboles, con sus melenas espesas, sus carnes voluptuosas e imponentes.

De repente, la poca luz solar fue devorada por un cielo opresivamente blanco, no había ni un alma en aquel lugar. Solo ellas y yo. Sentí agujas por todo el cuerpo y por unos instantes me faltó el aire. Su gigantez me intimidó, pues miden más del doble que una estatua de tamaño natural, mientras que mi estatura no perturbaría al pueblo liliputiense. Como en los sueños, mis pasos se hicieron pesados y lentos mientras me acercaba. La ninfa que corona el monumento, de larguísimos cabellos, con los ojos entrecerrados, senos pequeños y pubis imberbe, está parada encima de dos caballos acuáticos cuyas alas abiertas, como sus ojos sin iris ni pupilas y sus bocas llenas de dientes amenazantes con la lengua afuera, me hicieron temer por un segundo que saldrían volando llevándome entre sus cascos.

Ellas no me confrontaron a lo hermoso, sino a lo sublime, entendido según el concepto de Edmund Burke. Estar de pie, desprotegida frente a la inmensidad de aquellas ocho estatuas y ese par de caballos en mármol de Carrara, teñido del verde de las plantas, era como contemplar el vacío desde un precipicio o el arañazo de un rayo en una noche de tormenta. Cada una de estas jóvenes desnudas pesaba cerca de 5 toneladas y su cercanía me agobiaba a la vez que me invitaba a hundir mis manos en esos cabellos ensortijados, en esos muslos y en esos senos generosos. No había nadie y sin embargo, no me atreví a tocarlas por miedo a despertar su ira.

De todos modos, me acerqué, y me di cuenta de que una de ellas ya estaba fuera del estanque, al tiempo que otra intentaba retenerla para que no la abandonara. Al acercarme un poco más, vi con asombro que algunas tenían miradas diabólicas y risas macabras, otras, las bocas abiertas como congeladas en un gesto aterrado y otras, las bocas apenas entreabiertas como al comienzo de un orgasmo. Solo la ninfa encima de los caballos mostraba un gesto apacible.

Me parecía ridículo sentirme aterrorizada ante la idea de darles la espalda, pero a la vez me fascinaba esa sensación de amenaza; era como espiar la intimidad de unas deidades escapadas de un templo secreto; era como observar por detrás de un cristal una escena en un asilo de locas peligrosas, de volumen y altura desbordantes. Tras dar muchos pasos hacia atrás, pensé también en la lucha del escultor que creó la escena; lo vi armado de puntero, cincel, martillo, paciencia y la fuerza de su cuerpo extrayendo a cada ninfa de su cárcel de mármol. Imaginé cuántos artesanos habrían pulido sus ásperas superficies dejando en ellas chorros de sudor.

Tras salir de mi estupor, leí la información contenida en una placa al lado del monumento y luego traté de buscar algo más al respecto. Su trasegar era confuso y misterioso. Como la primera edición de El castillo de Otranto, escrito a pocos kilómetros de allí, la obra se atribuye a un italiano, un tal Oscar Spalmach, que trabajaba en el estudio del escultor Orazio Andreoni. Se dice que llegaron a Inglaterra a finales del siglo XIX. Pertenecieron a un acaudalado empresario radicado en Surrey, que tras haber sido condenado por fraude, se suicidó. En 1909 un adinerado mercader de la India, Ratanji Dadabhoy Tata, dueño de York House, las hizo llevar a Twickenham, donde todavía se encuentran hoy, mediante una sociedad paisajística que las encontró en su empaque original, que estaba a punto de pudrirse. Gracias a su nuevo propietario, las Oceánides y sus caballos fueron testigos de muchas fiestas donde incluso Jorge V estuvo entre los invitados. Tras la muerte de Tata en 1918, su esposa dejó Inglaterra y tras ella, las estatuas, que se quedaron a cuidar el abandonado jardín, pues nadie quiso comprarlas en una subasta en 1922.

Luego pasaron a ser parte de los predios de la alcaldía del municipio y durante la segunda guerra mundial fueron untadas de barro para que su brillo bajo la luna no incitara a la armada alemana a bombardear. Se deterioraron, perdieron sus dedos y las perlas que entre ellos sostenían y fueron víctimas de vandalismo, pero por fortuna, en 2007 fueron restauradas para dicha de quienes como yo sentimos un vacío en el estómago ante su inmensidad. Así como los paisajes salvajes gritan el poder indomable de la naturaleza, despiertan nuestra angustia e instinto de conservación, estas ocho ninfas colosales y enigmáticas inundaron mi mente de sublimidad y solo atiné a hincarme con el corazón palpitante para rendirles culto en medio del silencio y la quietud incierta de aquel día plomizo en el que yo creía haber perdido la ocasión de impregnarme de cierta atmósfera gótica. Al alejarme de aquel jardín, el sol volvió a asomarse por entre las nubes y poco a poco volví a cruzar gente por las calles que me conducían a la estación del tren. En el camino de regreso, soñé que yo era la ninfa que casi había logrado escaparse.

LÍRICO III

Creación

Camila Melo | Andrea Castellanos | Luna Salomé García | David Cleves | Felipe Bueno | Luis Alberto Becerra | Letnia Ráquira

Poética

Nací creándome o me hago en el camino; el otro me contiene y el verbo me habita.

Tengo una cabeza calva como cielo abierto, y un pensar desnudo, no cubierto por velos; a mi llanura despejada, que muestra sereno la mente e ideas libres sin muros impuestos.

Tengo mis ojos grandes o con brillos negros, que miran esperanza en los vacíos inciertos, y pese a ser oscuros son dos cristales claros, para transformar mi luz en colores humanos.

Es mi boca o su verbo como fuego ardiente, es aliento y tornado que con tal furor evoca o quema vacío el verso si error mal-diciente para nacer al acto puro de mi voraz poética, y será porque muy cierto el dicho nos reza, que un artista de una mentira leal se sujeta para decir una verdad o de una verdad jura para destronar a una mentira y a su poética.

León Sacro

Las palabras: sobre las primeras miradas del cable a tierra

Lo que dejo por escrito No está tallado en granito Yo apenas suelto en el viento Presentimientos Pido lo que necesito Tinta y tiempo, tinta y tiempo. Jorge Drexler

Ritualitos que tiene uno para vivir Para seguir cantando bajo este sol. Marta Gómez

No creas que perdió sentido todo no dificultes la llegada del amor; no hables de más, escucha al corazón ese es el cable a tierra. Fito Páez

¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar. Fernando Birri

La palabra es todo para mí. Cuando escribo, no escatimo en ser otra. No hay abismos ni ascensos. No siento que haya máscaras o disfraz. Aun cuando narre desde la ficción, en esa ficción hay un entramado de verdades. Mis verdades. Por eso quiero contarles un poco de dónde vino posiblemente esa revelación. Ese encuentro. Ese regalo no pedido y que es mi cable a tierra y que es todo lo que necesito siempre: tinta y tiempo, tiempo y tinta. Eso que me permite seguir recorriendo el camino, sin pensar si existe un punto de llegada o no. Esa capacidad de mudar de aires, de querer hacerle trampa al camino recto, así sea deteniéndome para observar y oler las flores… Hace unos meses, en pleno pico de la pandemia, un conocido me hizo un par de preguntas sobre cuál era el primer recuerdo que tenía sobre mi encuentro con una obra de arte. Sonreí y recordé ese disco maravilloso que un novio le regaló a mi hermana, por allá en el 99. A mis nueve años amaba dos cosas: cantar todo el álbum de Pies descalzos (1995) de Shakira, que nos había regalado mi papá a mi hermana y a mí, ella con quince y yo con cinco, conectando un micrófono que resonaba en toda la calle del barrio en el que vivimos nuestra infancia, y otra escuchar ese disco que hablaba del amor, ese que ni en ese entonces ni ahora mismo acabo de comprender en ninguna de sus figuraciones divinas y malditas: Marinero en tierra, volumen 1.

Aquel disco era un homenaje al poeta chileno Pablo Neruda en voz de cantautores como Alejandro Sanz, Miguel Bosé, Presuntos Implicados y Fher, el cual me acercó por primera vez a los poemas del chileno.

Entre esos, la voz dulce de Sergio Britto me llevó a mi poema favorito, este que comparto en las fotografías y que escribió mi papá con su puño y letra: Farewell. El amor en su desolación, en su espera, en su frenesí. El amor que tantas veces he encarnado siendo el marinero, o el mismo puerto. El amor que se ha despedido, pero que ha guardado sus lágrimas en un cúmulo de versos.

Así es Farewell. Tan cercano a una de las versiones de amor que vivo:

Amo el amor que se reparte en besos, lecho y pan.

Amor que puede ser eterno y puede ser fugaz.

Amor que quiere libertarse para volver a amar.

Amor divinizado que se acerca Amor divinizado que se va.

El amor es todo lo que damos. Algún día repasaremos esas viejas líneas y esos viejos cuerpos que amamos, y sentiremos la satisfacción de no habernos guardado en ese puerto a solo a esperar, sino que nos arriesgamos a abandonarlo de la mano de alguien, y eso significaba darlo todo, así solo fuera por un instante.

La poesía se instaló en mi vida, pasaron muchos años tal vez para poder tener recuerdos más valiosos y tangibles de mis primeras miradas. Podría asegurar que fue en la universidad. Tal vez en la adolescencia la poesía la vivía en cánticos y frases religiosas, que de alguna manera alimentaron estas ganas de encontrar belleza por donde pasaran mis ojos. Llegaron los primeros fracasos, entender que la vida no solo era armonía, sino que en mí yacía esa herida fundamental, esa desgarradura de la que hablaba Alejandra Pizarnik. Y con ella empecé a escribir, a contar mi historia, mis dolores, mis utopías.

Fue con ella que me empecé a permitir que mi voz dejara de ser como una niña de tiza rosada en un muro muy viejo súbitamente borrada por la lluvia. Fue Alejandra la que me ayudó a seguir, a buscar, a encontrar razones para quedarme y escribirlo todo. Luego a su par llegaron otras letras: Anne Sexton, Idea Vilariño, Florbela Espanca, Sylvia Plath, Alfonsina Storni, “El castor”, algunos nadaístas, Andrés Caicedo, todos destechados, como lo diría un compañero de letras, todos con la incertidumbre atravesando sus ideas y su cuerpo. A veces no entendía mis padecimientos, pero abrazaba todos los de ellos, y allí estaba mi redención. Cómo no cantar mi propia canción, si precisamente era ese su legado. Cómo guardarme el caos o la virtud para mí sola. Así nació Mariana, La Utopía de Mariana, gracias a una canción que me salvó. Gracias a un Maestro, Álvaro Lizarralde, que me dijo que había fuego en mis letras. Y esa ha sido la canción que he cantado, con mis ritmos, mis ideales, mis principios, mis derrotas, mis luchas. Años después, Fernando Araújo Vélez, a través de sus conversaciones, y mucho más por sus columnas de El Caminante, me ha permitido cultivar más que ese estado de escritura constante que él alienta, una instintiva búsqueda de querer sentirlo todo como en esa primera mirada original.

Valido la experiencia, las obras que he leído, los viajes que he vivido. Pero uno de los ejercicios elementales es no darlo todo por sentado, y menos aún creer que esa herida fundamental algún día cicatrizará. Por eso el arte, la palabra, más allá de los escaparates, más allá de los repositorios y de lo sagrado, está acá: para convocar el amor, para el deseo, para incendiar el mundo y luego hacerlo primavera. Para despedir, a veces para olvidar, pero tantas veces más para volver a nacer. En las palabras transciende mi voz, y como para Lafourcade, también es mi canto un Derecho de nacimiento

En las palabras he cimentado mis grandes anhelos, mis grandes sueños. Con ellas he construido el camino y también me he permitido desdibujarlo, tantísimas veces. Nunca me han desamparado. Siempre son mi refugio seguro. El amor de los poemas ha sido la mejor forma de seguir acá, soñando mis propios sueños y los de otros. Gracias a las palabras he conectado con personas que quizás eran parte de mis idolatrías ingenuas e infantiles, gracias a las palabras he tenido discusiones que me han quebrado, gracias a ellas ha trascendido mi existencia misma llegando a ojos que solo saben de mí lo que leen. Ellas han sido todo: el alimento, el refugio, la brújula. Qué me perdonen un día por otorgarles tanta responsabilidad, aunque espero ser leal a ese amor que tanto les profeso.

Acá estaremos todos para escuchar nuestra canción. Para entender la riqueza de nuestros ritmos, tan diversos y variantes, algunos tan afines y otros tan dispares como la vida misma. Esa canción que a veces es la caída misma o el viaje en paracaídas, como lo profetizó Huidobro:

Abre la puerta de tu alma y sal a respirar al lado afuera.

Puedes abrir con un suspiro la puerta que haya cerrado el huracán. Hombre, he ahí tu paracaídas maravilloso como el vértigo. Poeta, he ahí tu paracaídas, maravilloso como el imán del abismo.

Acá están el arte, los rituales, la tinta y el tiempo, la utopía: todos son la palabra, y la siguiente línea nos llevará a otros mundos, a otros rostros, a otros ideales, a otras resistencias, a otras vidas que quizás ni percibimos y que serán el mejor borrador de nuestra mejor obra.

a mi llanura despejada, que muestra sereno la mente e ideas libres sin muros impuestos

El nido

Por: Felipe Bueno

Dentro de la vasta sabiduría india, más precisamente dentro del antiguo texto filosófico Mundaka Upanishad, existe una imagen muy particular que explica la coexistencia entre el alma individual y el alma universal como la convivencia de dos pájaros en la rama de un mismo árbol. El pájaro universal, una figura simbólica y arquetípica que podría cubrir el mundo con sus alas, permanece como un observador pasivo de lo que hace el otro, que salta y vuela constantemente, inquieto por probar los frutos de la vida.

Esta analogía me ha llevado a comprender el arte como la sensación de tener dos corazones en el pecho. Uno que bombea al cuerpo claramente todo eso que lo sostiene en pie y me deja tipear estas palabras. El otro, en cambio, es el que bombea desde una profundidad que surge de manera mucho más misteriosa y que propone un horizonte para continuar de pie. El que motiva la danza, la marcha o el reposo. Y es que si queremos decir una verdad menos metafísica, pero más pragmática, más diaria, sin esa doble corriente, la vida sería insoportable.

A esa conclusión he llegado a fuerza de no llevar bien el hecho de habitar una época hipercartesiana que nos exige partirnos a la mitad sin más, para que la dominación de la razón sobre el mundo tenga efecto. Y ahí el arte como reconciliación horizontal y ontológica ha sido esencial no solo para mí, sino para la sociedad que se avoca a la racionalización/comercialización de todo lo que puede llegar a existir, incluyendo la carne de sus más sagrados dioses. Entre ellos, la imaginación artística figura a veces como producto de lujo empresarial, y otras, con descuentos especiales en los recortes a los presupuestos de la cultura y las humanidades.

Sin el primer corazón, la tiranía de lo predecible nos arrastraría a triturar todo atisbo de primavera, o de frontera, donde las cosas suceden fuera del control de la mirada que quema la tierra con sus patrones en lugar de fertilizarla. Sin la posibilidad de un OTRO mañana, ¿cómo hacer frente a las sucesivas bofetadas de nuestro tiempo, a la precarización global de la dignidad humana producto de las guerras de todo tipo, a ver cómo hierve y se desangra la naturaleza? Sin el arte, incluso la supervivencia pierde sentido y no hacen falta meteoritos sino simplemente el vernos al espejo para extinguir nuestros fuegos primordiales.

El arte, como capacidad creadora, tampoco puede prescindir del otro corazón, pues permanecería en un estado fantasmal incapaz de manifestar sus contenidos y propósitos. Demasiado transparente para ser vista, demasiado fugaz para ser atrapada por nuestro apetito esencial. Sin su complemento, el arte no podría gustar los frutos ni podría ser saboreada, porque al igual que el ave cósmica, ella contempla y devuelve un eco infinito hasta del sentimiento más minúsculo. Sin embargo, necesita de su compañera para moverse por el mundo y llevar sus canciones a lo largo de la tierra.

En mi experiencia de resiliencia crónica, de vivir a pesar y gracias a la vida, he aprendido a ser devoto de esos dos ríos. A bañarme por igual en el encuentro de las dos corrientes sagradas que al final son una sola: un océano de incontables raíces. Y como si debiera mi ser beber agua dulce y salada en partes iguales, ya no puedo ser un ingenuo idealista ni tampoco rendirme ante la moledora financiera que traduce en dividendos cada gota de sangre. Resistir creando es la lección sobre balancearse para no quebrarse en la intransigencia trascendental o inmediata ni levantar casas donde va a subir la marea.

Es por eso que el arte, y no me juzguen demasiado poético, reposa en mi altar cotidiano como una diosa de doble cara: deidad bicéfala, que es por igual cielo y tierra, músculo para tallar el mármol y para escribir en medio de los duelos y los bailes. A ella le ofrezco la carroña y la belleza, las cervezas que me hacen tambalear y el aire que me despierta; la basura que llevo a la galería y las pinturas que terminan en la basura. Los dos corazones palpitan, no sin arritmias, no sin sobresaltos. Por ahora palpitan en una sincronía que se resume en un vivir para crear y crear para vivir. No simplemente producir, pues nuestro mundo está atiborrado de objetos y a veces hace falta crear la nada y desde allí recrearlo todo.

Con esa sensación en mi pecho, en mis pechos, puedo estar seguro de lanzarme a la bruma porque me espera la otra cara al regreso; y puedo también esperar en el árbol porque mi corazón ha partido para parir un ocaso u otro amanecer.

Tengo mis

ojos grandes o con brillos negros, que miran esperanza en los vacíos inciertos

Los poetas caminan entre tumbas y murallas

Comencé a escribir con la intención de cavar, hundir mis dedos en el fondo de esa brea oscura que Dios me había encomendado remover; juro que recé todas las noches, nunca desistí, solo hasta que la baldosa terminó por engullir mis rodillas. Limé las asperezas con cantos santos, me embriagué con sangre revoltosa, mientras le aplaudía al niño que juró convertirse en hombre a través del sacrificio. Antes de nacer, envuelta en tinta, revoloteaba como un animal marino por las fauces de mi madre. Me revestí con sudor y me acogí con polvo. Siendo otra nunca tuve la necesidad de mentir, yo misma me arrullaba, y silenciosa, entrecerraba mis ojos con sumo cuidado, para que las pisadas del coco no me advirtieran sobre sus colmillos. Otras veces soñaba con gatos, tan finos como el filo de un hacha, los escuchaba ronronear por Hawái, donde me contaban que un forastero vendía las botellas más baratas del mundo. Me gustaba coserme las partes rotas y acobijarme con la nieve blanca de Ingolstadt. Bailaba por los enormes salones de terciopelo, mientras el príncipe Próspero se protegía con los brazos gangrenados de sus tan excéntricos invitados.

Al final no me quedó más remedio que creer en otros dioses, ante la tentativa de un mal presagio. He oído que la adversidad nos hace más productivos. Nos otorgaron el don de la creación, la imaginación, entre otros, pero nunca he conocido a ningún compañero que se llame Hermes, Afrodita o Apolo, seguramente algún Camilo, Daniel o Lina. Sospecho que las flechas de Cupido se derritieron en el núcleo mielero de la tierra, junto con los tréboles de cuatro hojas, y el dinero nos lo gastamos en unas copitas de Don Julio. No me arrepiento de estar maldita, me consuela pensar que soy parte de un gremio, que no recibe regalos en navidad, pero que colecciona preciosos pedazos de carbón y los guarda junto con sus separadores y los billetes de dos mil. Temo admitir que durante el proceso nunca he sido demasiado excéntrica, conservo mis dos orejas, nunca he probado el opio, las escaletas me aborrecen a un punto irreversible y creo que escribir es más que el susurro hueco de un ángel con suerte de erudito. Las rosas me fastidian y prefiero contemplar el cielo desde otros sentidos. Ya saben, empaparme la lengua con el agua fétida que, en Bogotá, suele condensarse más rápido que en cualquier otra parte de Colombia. Aunque el olor a humedad es tan dulce... No me obsesiona el humo, el asma me atrofio bastante los pulmones, prefiero el tinto con leche, y solo una vez presencié el armonioso proceso de mezclarlo con esencias frutales. Eso sí, y esto es muy importante, en nuestro nicho, los chismes literarios son lo que para los matemáticos las ecuaciones. Antes de aprender un soneto, debiste leer las correspondencias dolorosas entre Artaud y Rimbaud. Si me permito contar una anécdota en relación, me gustaría describir la sensación de leer por primera vez a Baudelaire. Todos los que alguna vez hemos tenido un libro entre nuestras manos, conocemos lo que yo denomino “fase de luna de miel”, en la que estás tan fascinado con un autor o una historia, que lo demás parece irrelevante. Recuerdo estar mirando la lámina de un escritorio cuando las palabras flotaron sobre mi cabeza “y el cielo contemplaba la osamenta soberbia lo mismo que una flor al abrirse. Tan fuerte era el hedor que creíste que fueras sobre la hierba a desmayarte. Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido, del que salían negras tropas de larvas, que a lo largo de estos vivos jirones —espeso líquido— fluían.” Me dije a mí misma que jamás había escuchado algo tan bello. En la siguiente navidad, cambié las piedras por hojas, me dormí con las Flores del mal bajo mi regazo

y alguna vez le leí a un viejo amor algunos versos, intentando trasmitirle lo que, para mí, fue una primera vez. Probablemente, eso fue lo que me terminó de convencer, dejar a rienda suelta esas conexiones foráneas entre mis palabras y los sentimientos de otro. Darme el lujo o, tal vez, el atrevimiento de crear algo que lograra alguna correspondencia, volverlo tan sencillo como compartir una anécdota de tu infancia, un vínculo entre sábanas, la inocencia de algún sueño que fue consumido por el tiempo. Si me lo preguntan, no hay mejor refugio que las páginas de un libro.

Es mi boca o su verbo como fuego ardiente, es aliento y tornado que con tal furor evoca

Papel en blanco

Me encontraba en medio de un bosque en el cual difícilmente entraba la luz debido a su follaje frondoso. Sombras enmarañadas se extendían por el suelo haciendo imposible ver donde ponía mis pasos. Entrecerré mis ojos para intentar ver algo en medio de aquella negrura, a la vez que intentaba escudriñar las tenebrosas opacidades que me rodeaban y que me llenaban de un sentimiento de infinita incomodidad.

Cuando, de repente vi un pequeño resplandor blanquecino que sobresalía entre las penumbras.

Contrariamente a lo que usted como lector pueda pensar, este pequeño brillo no me calmó los ánimos, por el contrario, comencé a frustrarme y pequeñas gotas de sudor empezaron a coronar mis sienes. Podía percibir el ritmo de mi corazón acelerarse en mi garganta y un dolor punzante que empezaba en la frente y se irradiaba por toda mi cabeza hasta la base de la columna vertebral.

Respiré profundamente, busqué entre mis bolsillos para asir cualquier herramienta que en ellos pudiera encontrar... Quizás con algo de suerte encontraría aquella pequeña navaja que compré en un mercado de baratijas hace un par de semanas o quizás las llaves de mi casa, para ponerlas en mis nudillos como si fuera una manopla. Pero no, solo pude encontrar un triste lápiz pequeño con la punta casi completamente chata. Me aferré fuertemente a él y, armándome de valor, me acerqué sigilosamente hasta que pude hacer contacto visual con la fuente de esa luz. Y allí entre los matorrales me miraba fijamente, con unos estremecedores ojos blanquecinos, el papel en blanco, agazapado como un leopardo esperando su ataque.

Yo languidecí al ver como su frívola inmovilidad me paralizaba desde lo más profundo de mis entrañas...

Miré hacia el cielo como buscando alguna señal, un simple gesto para que me indicara que todo estaría bien. Sentía cómo la sequedad de mi boca sellaba mis labios formando una mueca lastimera y graciosa.

No es un adversario desconocido, he tenido épicas contiendas con él desde hace varios lustros, pero esperaba que después de nuestra milésima batalla pudiera al fin recuperar el valor para poder vernos frente a frente.

Golpeé suavemente mi pecho en busca de valor. La bestia parecía alimentarse de mis frustraciones y de mis temores, que aumentaba su tamaño con cada respiración entrecortada que se escapaba de mis labios; y tras un suspiro profundo, hice el primer movimiento.

Empecé blandiendo mi arma y llenando de garabatos su lomo. La bestia rugía mientras gruesas gotas de sudor empapaban su faz. Podía sentir su gesto penetrante hurgar en mis entrañas.

Veía como poco a poco su lomo iba adquiriendo otros aspecto. Ya su blancura era menos penetrante, podía empezar a distinguir las primeras formas que empezaban a aparecer sobre mi adversario, sentía como si su fuerza inmóvil estuviera lentamente cediendo.

El forcejeo fue intenso hasta que finalmente y con una gran estocada, tembló ante mi ataque y cayó rendida a mis pies.

***

Espero que como lector usted no haya creído en esta historia, solo es uno más de los millones de mitos creados en torno al oficio de la creación. No recuerdo cuál fue la primera vez que una persona usó la palabra “creativo” para describirme, pero es una palabra recurrente, sobre todo desde que empecé a ejercer mi carrera como artista, ilustrador y escritor.

Desde entonces me he enfrentado a la curiosidad de las personas que constantemente asocian el oficio de “crear” con algo divino, como algo que roza la mística. Pero si cuestionamos a otras personas cuyas profesiones se catalogan como creativas, esta idea da un giro de ciento ochenta grados.

Yo no considero que el acto de crear sea un privilegio de unos cuantos bendecidos por un talento. Al contrario, creo que dicha habilidad es inherente al ser humano y sobre todo a su capacidad transformadora. Es la comunión entre las ideas y los hechos, entre la fantasía y la realidad. Es una zona gris donde todos tenemos acceso y que vemos como inexequible.

Se nos ha enseñado a ver de forma mitificada a la creación cuando es la esencia misma de nuestra humanidad y vive en cada una de nuestras acciones. La creación no es una acción que toca forzar. Al contrario, cuando se desarrolla bajo su propio curso y tiempo, es mucho más poderosa.

Empecé este texto con un pequeño relato del papel en blanco porque es uno de los mitos más recurrentes para intentar dar explicación al proceso creativo. Siempre he escuchado historias sobre el miedo desbordante al papel en blanco y de cómo la inspiración desciende del cielo para arremeter contra este adversario.

Se ve en el artista una especie de semidiós capaz de transformar la nada y hacer la inmateralidad tangible, visible y disfrutable para otros, pero ¿realmente es así?

Hice el ejercicio de preguntar a otros colegas artistas (dibujantes, escritores, compositores) respecto a sus procesos creativos y a este llamado miedo al papel en blanco. Muchos de ellos me miraron con extrañeza, otros solo se rieron burlonamente mientras me preguntaban porque repetía viejos clichés sobre artistas.

Una respuesta en particular me llamó la atención. Esta persona me decía que nunca sentía miedo, que la sensación que tenía al empezar un dibujo era más parecida al entusiasmo, ya que a pesar de no conocer el resultado, le fascinaba la idea de ver como el famoso papel en blanco poco a poco se iba transformando a su antojo.

Empecé a decantar todas estas ideas y después de mucho reflexionar al respecto, puedo decir que dicho miedo al papel en blanco y que los creativos como semidioses no existen.

El papel jamás está totalmente en blanco, ni siquiera antes de siquiera ser tocado. El papel, lienzo, partitura o documento en blanco ya está repleto de las experiencias, ideas y el universo mismo de la persona que lo está usando.

Nada puede surgir de la nada, solo puede transformarse. El ser humano es un agente transformador y, solamente por el hecho de tener dicha capacidad, todos poseemos el don de crear, lo que nos convierte en seres creativos. Sin mitos, sin expectativas, sin superpoderes, sin ser semidioses. Creamos porque tenemos la capacidad en nuestras venas, creamos porque el universo mismo reside en un papel en blanco.

o quema vacío el verso si error mal-diciente para nacer al acto puro de mi voraz poética,

Crear es un acto de fe

Hay días que siento que crear una ilustración o una historia es como botar un mensaje en la botella en el mar junto a otras botellas y no saber si alguien valorará tu obra de arte o no. La lanzamos al mar porque queremos compartirla, saber que piensa la gente de ese mensaje. ¿Lo verán? ¿Se lo robaran y dirán que es suyo? Existe la posibilidad de que lo lean y lo desechen en la tierra, en vez de dejar que siga circulando en el mar en búsqueda de otra persona. Sin embargo, existe la esperanza de que una persona lo encuentre, aprecie los detalles de esa obra, medite y decida enmarcarlo. O decida compartirlo con otras personas y así sucesivamente.

Crear es un proceso de miles de factores que ni la computadora más precisa puede predecir que va a pasar, se puede crear una obra “perfecta”, pero ¿alguien se acordará con el paso de los milenios? ¿Seguirá siendo perfecta con una quinta relectura?, ¿cuando pasé el tiempo? ¿Su significado seguirá siendo el mismo? ¿O el éxito del momento es suficiente para el artista?

Aún así seguimos creando; sea cual sea el motivo que tengamos para hacerlo, el hecho es que los artistas estamos atrapados en una incertidumbre, pero por amor, por fe y por necesidad seguimos creando con la esperanza que está ligada a nuestra razón de ser artista y miramos nuestra creación ilusionados y con miedo deseando que funcione. Compartir nuestras obras es una prueba de fuego constante. Ante el fracaso, algunos se retiran de esos caminos, otros perseveran, otros aprenden y aprovechan ese conocimiento para prepararse mejor, mientras que solo unos cuantos son bendecidos con el triunfo.

Hay días en que me pregunto si debería renunciar a la escritura y en el fondo de mi corazón surge la respuesta con una voz segura: No. Independientemente de mis inseguridades y los tropiezos, es algo que no puedo permitirme porque siento que escribir me da vida a la vez que trabajo en una historia. Escribir es plasmar la creatividad, mi imaginación y mis experiencias de vida, pero también la de otras personas que han ido compartiendo conmigo fragmentos de su ser, consciente e inconscientemente, para que pueda aprender a sobrevivir en este mundo.

Estamos hechos de múltiples fragmentos que nosotros nos hemos encargado de armar, que adaptamos o modificamos, junto con los de otros, no necesariamente para crear algo nuevo (¿qué más puede crear uno si todo ya está creado?), pero sí para compartir con el mundo nuestra visión porque no todos piensan, viven y ven lo mismo.

Esa obra creada puede o no cambiar la vida de otros, pero si algo he aprendido en los últimos años es que hoy surgen voces que durante muchos años han permanecido calladas y que ahora expresan sus sentires, sus historias y sus creencias, con la posibilidad de llegar a todo el mundo gracias a la globalización: les han dicho a diferentes lectores, espectadores y oyentes que no están solos.

Esa obra creada puede o no cambiar la vida de otros, pero si algo he aprendido en los últimos años es que hoy surgen voces que durante muchos años han permanecido calladas y que ahora expresan sus sentires, sus historias y sus creencias, con la posibilidad de llegar a todo el mundo gracias a la globalización: les han dicho a diferentes lectores, espectadores y oyentes que no están solos.

En el camino del artista no hay certezas acerca de lo que ha de acontecerle en medio del mar a la botella que lleva su mensaje. Sin embargo, es por fe y necesidad que la lanzamos, con la esperanza de que alcance a ese receptor ideal, pero otras muchas la arrojamos con el anhelo de liberarnos del miedo y de las inseguridades que nos dicen que no somos suficientemente buenos.

¿Y qué mejor forma para mejorar en dónde fallamos, reforzar donde somos habilidosos o probar nuevos recipientes, que lanzar nuestra botella a ese vasto mar?

y será porque muy cierto el dicho nos reza, que un artista de una mentira leal se sujeta

El creador

Un lápiz, un buril, una pluma, un pincel y detrás una mano, un brazo que asume con su delicada fuerza aquel objeto que lo lleva a ser un dios, un creador que se enfrenta consigo mismo intentando, en medio del silencio y de los ruidos, dejar sus demonios abandonados mientras rondan su cabeza en un baile que se vuelve gigantesco, innominable, perverso, lleno de ilusiones y deseos.

Ejercicio personal, individual y casi único que se apropia del artista, lo persigue, lo atormenta, lo tortura, lo lleva a decir estupideces, a maldecir a cada instante, los miedos imaginarios y presentes lo rondan y danzan en su nombre, celebran su fracaso, mientras él se esfuerza por encontrar el camino en medio de las púas y los alambres que lo mantienen encerrado.

Embriagado en medio de los sueños, los días y los tiempos se bebe hasta el agua del florero, sus pensamientos lo persiguen, lo torturan, lo golpean con tal fuerza que lo hacen permanecer en el insomnio y con los ojos cerrados para no despertar sospechas de quienes lo rodean, allí la noche no existe por más oscuro que esté, las horas pasan tan lentas que los ruidos de las manecillas del reloj se sienten caminar, pesadas y dueñas del confín y la existencia.

Cada día es una lucha que debe librarse sola, no hay amigos, nadie que pueda ayudar con el lápiz o el martillo, alejado de su propia vanidad se siente abandonado, se deprime y castiga con palabras soeces, hirientes, se maltrata, evade los espejos, sabe que es un monstruo nacido de la nada y que no debe dar tregua a los malos pensamientos que lo buscan, acechan, y que están dispuestos a gritarle “cobarde, no eres más que un cobarde pedacito de ser insignificante ante el creador de todo lo que existe”.

Él se burla de todo, no se deja acobardar, debe sacar fuerzas de lo más profundo de su ser y responder como lo hacen los artistas: con trabajo, esfuerzo, dedicación y quizás algo de humor, porqué allí es donde está la fuente inagotable de su creación, cuando en medio de la tormenta se ríe solo, atropella, destruye y entra en la locura, se embriaga y manda al cesto de la basura lo que ha hecho, porque ese dios creador se califica, se compara y se destruye.

En algún lugar de la casa, de la ciudad, guarda silencioso su tesoro más preciado, su creación más significativa y poderosa, y sin decir palabra después de ese ataque de locura va, la contempla, la palpa, la abraza, la hace suya con sus manos, sus ojos y con su pensamiento, vuelve a mirar hacia atrás, lamenta lo ocurrido, se duele, pone todo nuevamente en orden, recoge las pocas herramientas de trabajo, deja caer un par de lágrimas, se siente insatisfecho, abandonado y triste, se atormenta y odia con todas sus fuerzas, niega su existencia, se larga, toma un camino nuevo y vuelve por momentos a ser eso que ha olvidado, vuelve a ser humano.

Camina por senderos vacíos, huye de la manada, no está dispuesto a tolerar consejos, sabe que crear es imaginar, es pasear aquello que lo agobia con tanto peso que no lo deja avanzar como él quisiera, se sienta y descarga a su lado la maleta “imaginaria”, la contempla con rabia, no con desespero, la maldice muchas veces, llora y se come sus lágrimas, las saborea como si con ello fuera encontrando una fuente que ayude a saciar la sed que lo persigue.

Sonríe porque eso también es parte de la vida, contempla sus manos, las acaricia en un gesto de nobleza, las lleva hacia la boca para calentarlas, descubre su existencia, reflexiona por lo que ha pasado y se pregunta en medio del silencio, ¿qué habré hecho mal?, ¿dónde perdí la razón?, ¿cuál camino equivocado tomé?, ¿por qué acabé con lo que hice? Toma en sus manos su cabeza, la deja descansar, descubre que eso exactamente es lo que necesita, descansar, reconocerse, ser humano.

Mira al cielo, dicen que allí están todos los dioses, divinos y humanos, reniega de cada uno, se siente abandonado, las ideas se han ido, han volado, se han perdido, por lo cual debe comulgar consigo mismo, encontrarse, darse razones para seguir, no es fácil seguir con la existencia que tantas veces ha negado; abandonado por todos, por lo divino y lo humano, hecho trizas, dueño de sus propios pensamientos y demonios, todos danzan alrededor, hacen una fiesta, lo han vencido, celebran, gritan y se sienten dueños de lo que no les pertenece.

El canto de los pájaros en cada madrugada lo convoca, lo pone alerta, lo despierta, le recuerda que juega una carrera por etapas, en el día el sol primaveral o aquel que se esconde detrás de oscuras nubes, en las noches la enamorada luna que inspira a los poetas a mirarla complaciente, a dejar correr el lápiz sobre un cuerpo imaginario de mujer bella con sus curvas peligrosas y esa piel fresca donde un par de senos lo alimentan mientras él se debilita en el calor abrasador de besos y caricias.

Puede haber caído en las llamas del infierno, arder, oler su carne chamuscarse, sentir hervir la sangre, golpearse contra el mundo en aquellas noches de bohemia y de embriaguez, todo es posible, la desesperación se hace presente, lo persigue, se burla desde lo alto, es ruin y miserable, suelta carcajadas que llenan de locura su cabeza, pero aun así se levanta, toma aire y vuelve a respirar, se hace amo y dueño de sí mismo, mira a quienes lo desprecian y sigue su camino en busca de un paraje solitario que lo lleve a encontrar una bocanada de aquello que le está haciendo tanta falta, la creación.

Aparece de repente, lo persigue, le advierte que no le va a dar respiro, por el contrario, le exige lo hace suyo, lo aprisiona, no lo deja, coloca entre sus manos la herramienta y de la nada empieza a golpear el papel en busca del poema, sale polvo, esculpe, hace ruido, se concentra, sus manos se llenan de pintura, lo tiñe con la tinta. Las palabras brotan y danzan como danzan las bellas bailarinas, los coros lo convocan, suben sus voces al compás de la música, los instrumentos se hacen uno, se acoplan, adquieren ritmo y hacen que los cielos se llenen de alegría.

De las cenizas ha nacido, se ha levantado y danza con sus manos, la imaginación se ha tomado el tiempo, lo posee, lo lleva con su ritmo cadencioso y, en medio del silencio y su propia soledad, va encontrando el camino, se deleita, siente placer, se hace sublime, entreteje sus ideas, sonríe, sus manos se vuelven livianas, la piel es más sensible, toca el aire, lo siente, atraviesa los poros, penetra y llega al corazón, allí donde los sentimientos hacen brotar ese aroma que solo el creador puede percibir, lo enaltece, lo convierte en ese ser creador que lleva dentro y en ese preciso instante se vuelve irrepetible, único y creador.

Grita, porque tiene que gritar, Soy un creador, soy un genio, soy un dios, algunos lo consideran loco, lo ven con indiferencia, o no lo ven, en esa selva de cemento hay mucho ruido, sin embargo, él, mira sus manos, enaltece su creación se hace dios, se embriaga y pide a los presentes que lo miren, que lo vean, que lo palpen porque es exactamente él, un ser de carne y hueso que ha superado la ignominia, el descrédito, y vive para verlo brindando un homenaje a los artistas, poetas y escritores que han pasado el horizonte sin ser reconocidos a pesar de su locura.

Desde la antigüedad hasta nuestros días, desde Roma y todo su esplendor artístico, nos llegan sus obras, esas bellas esculturas que se han salvado de los tiempos, las guerras y de los salvajes seres, un Leonardo da Vinci, Homero, Platón o algunos más cercanos a nuestros días, Dostoyevski, Oscar Wilde, Picasso, Salvador Dalí, Pablo Neruda y cientos de ellos que se merecen un homenaje por ser creadores “dioses”, perdidos en el tiempo, creadores de sueños, que nos han dejado sus obras para nuestro deleite, cuántos de ellos perseguidos, desterrados o muertos por haber traspasado las fronteras o haber enfrentado la mano poderosa de algún dictador de pacotilla.

para decir una verdad o de una verdad jura para destronar a una mentira y a su poética

Ser vivo

Hay quien respira. Percibe el aire entrar y salir de su cuerpo, en el pecho reconoce el ritmo incesante de sus latidos, se da el lujo de seleccionar su vista, su oído, su paladar, su aroma y su tacto. Hay quien en un acto casi de educación y decencia con su propia existencia, puede afirmarse vivo.

Hay quien suspira. Permanece viajando entre anhelos y ensueños, y en vanos intentos por aterrizar se consuela con el tranquilo acto de contemplar los cielos de nubes y los de teja, los que suenan con marchas de rutina y tacones de huidas, o los senderos sonoros de hojas secas; los reflejos enmarcados de última tecnología o los encapsulados en esferas vigilantes y parpadeantes. Hay quien, en un acto de comprensión del mundo que habita, puede creerse vivo.

Hay quien inspira. Siente la sinfonía en las escenas y los ensueños, las toca, las baila, las viste y las adorna. Hay quien en sus rincones busca más y se descubre vivo.

Pero hay quien al leer esta carta, ya se afirmó, se creyó, se descubrió para darse cuenta de ese golpe entre el pecho y la espalda, ese escozor en la piel, ese instante de nada donde no hay sentidos ni sensaciones, ni ruidos, ni pensamientos, el silencio eterno que dura un segundo en el que todo es al mismo tiempo. Es lo que provoca el idioma del arte: único y compresible para quien reconoce el llamado vertiginoso de todos los colores, todos los acordes, todos los vaivenes, todas las letras, todas las lenguas, del compás de quien respira, suspira, inspira. Hay quien, por un instante, puede proclamarse vivo.

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