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un caLeidoScopio, julián acosta
Por: Julian Acosta Riveros
En esta primera imagen estoy yo, con una colección de libros de Oveja Negra (tapas verdes: grandes aventuras; tapas rojas: clásicos) ubicados encima de una mesa. Tengo 8 años o algo así. Mi hermanita llega y me pregunta: “Señor, ¿qué libro me recomienda?”. Yo le voy hablando de los libros: comento algo de los pocos que he leído; de los que no, me invento una historia a partir de su tapa (Drácula, con la imagen de Bela Lugosi, o Veinte mil leguas de viaje submarino, con una imagen de película que no reconozco, o el primer libro de La guerra de las galaxias, o Harrison Ford sopesando si toma o no el ídolo de oro) o completo con imaginación lo que cuenta la contratapa. A esa edad uno no sabe de lugares comunes, así que me valía cinco (incluso, me hacía sentir muy orgulloso) recitar fragmentos enteros de El principito, después de releerlo varias veces. No es muy apropiado decir que a mis siete años básicamente leí un solo libro, daña las estadísticas, pero qué se le va a hacer. En esta otra foto me veo leyendo. Leer era una excusa excelente para lidiar con esas reuniones de adultos que son tan aburridas, además de que era genial porque me podía aislar y la gente lo veía bien. ¿Qué es un lector organizado? ¿A qué se refiere la gente cuando dice “soy un lector desordenado”? ¿Acaso hay otra forma de serlo? Excepto si uno está en un doctorado, no hay forma de ser organizado. Por mis manos adolescentes pasaron Stephen King (gran anécdota: logré que mis amigos que no leían ni a palo, leyeran un libro suyo, así como uno de J. J. Benítez y el Poema de Mio Cid), Og Mandino, Tom Clancy, Borges (el poeta), Julio Flórez, José Asunción Silva, Dominique Lapierre, García Lorca, David Sánchez Juliao. Y Nietzsche, por supuesto, en esas maravillosas ediciones del Círculo de Lectores que vimos los que crecimos en los 90: desde La vorágine hasta novelas policiacas, esas ediciones en tapa dura eran joyas. Cada historia, cada libro, formaron en mí un placer único que, en medio de las constantes crisis de la adolescencia, se convirtieron en refugio y en lámpara: me guarda de lo que está afuera, pero también me ayuda a entenderlo a cada paso, en cada palabra.
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Otra imagen: llegué a la universidad y allí sí que los libros se convirtieron en todo: éramos de tres a seis (dependiendo del semestre y de los intereses) que gravitábamos alrededor de la lectura y de los libros, extasiados por descubrir a Rubiano Vargas, en ese esfuerzo editorial que fue Tercer Mundo, y la publicación de esa máquina perfecta que es El informe de Galves y otros thrillers; encontramos a Helena Iriarte y su ¿Recuerdas, Juana?, en esa edición perfecta de Carlos Valencia; perseguimos como personajes de Roberto Bolaño las ediciones de Planeta de los 80 y 90, donde se encontraba, entre otros, ese relato magistral de Hombre que mira la luna, de Evelio Rosero. (Hablando de Roberto Bolaño, creo que fue con él que entendí por primera vez que había unos seres en el mundo llamados editores y que, entre ellos, uno de los mejores era Jorge Herralde. Tras él descubriría a otros como Elsa Aguiar, Jacobo Siruela, Daniel Goldin…) Claro, también encontré obras y editoriales que eran imposibles para mis precarios ingresos de estudiante: El maestro y Margarita en la edición de Alianza (necesaria, pero impagable), la edición de Crítica de La Celestina o la de Cátedra de El museo de la novela de la Eterna.
Con los años, logré adquirir algunas de ellas (uno de mis tesoros favoritos es la edición numerada, en dos tomos, de las obras completas de don Tomás Carrasquilla, publicada por Bedout hace unos 70 años). Sé que tengo libros que probablemente no alcanzaré a leer sino después de pensionarme. O que la vida no me alcanzará para leerlos. Pero, parafraseando a Alex de la Iglesia hablando de El señor de los anillos (supongo que refiriéndose a esa hermosa edición de Minotauro), a veces me conformo con pasarlos (metafóricamente) por mis carnes pudendas. Deleitarme con su presencia, recorrer sus páginas, olerlos, palparlos. Sentir que son amigos que siempre estarán ahí. Para cuando se ofrezca. Quizás sigo siendo el mismo que hace casi 35 años pudo dar su opinión en la mesa frente a sus hermanos y su papá, que siempre hablaban de libros en la cena; ese que hace 25 años empezó a interpretar sus desamores adolescentes a través de poemas llenos de lugares comunes; ese que hace 20 años empezó a estudiar literatura y se encontró con tipos más raros aún que amaban visitar las librerías de viejo del centro de Bogotá para encontrar en promoción algún Aguilar o Tercer Mundo o Carlos Valencia (en la Panamericana de la 13 con Décima). Quizás soy un niño grande que ama los libros, solo que ahora rara vez tiene tiempo de releerlos y la memoria le juega tan malas pasadas como cuando intentaba timar a su hermana con historias inventadas en un juego en el que, sin saberlo, se le iba la vida.
Sonríe el velo cegador ya sesgado,
y descongelado el verbo humano