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talla extraordinaria. Bajo mi lente de aumento se distinguía apenas una rara figura, como un rostro deformado, infinitesimal. Su brillo era extraño, y el joyero a quien se lo llevé a examinar no pudo identificar ese metal violeta y más luminoso que el oro. El cilindro contenía un minúsculo rollo de papiro con breves inscripciones en un alfabeto que no era griego ni rúnico, aunque sugería ambos. Guardé los objetos con cuidado y me ausenté de la casa de los familiares. Intenté rehacer mi vida, hacer nuevas amistades, cambiar de trabajo. Una tarde me encontraba en la taberna del poblado, tomando una copa del licor local, cuando advertí que un anciano se aproximaba a mi mesa. Era el padre de Eutimia. —La pequeña le ha dado una caja. Es necesario que usted no la abra. Sería muy riesgoso. Le ruego me la devuelva de inmediato. Olvidé sepultarla junto con Eutimia. Lo invité a beber conmigo, pero sólo aceptó un vaso de agua. Le expliqué que había abierto la caja y examinado el contenido, y que no sabía qué pensar de los objetos. —Acompáñeme —respondió solemnemente. Pagué y enfilamos hacia la vieja casona. No entramos en ella, sino que penetramos el bosque. El viejo me pidió que levantara una roca, y abajo hallé una escalera. La bajamos en silencio, alumbrados por una lamparilla que el viejo traía consigo.
Nos detuvimos ante una puerta herrumbrada, cuajada de símbolos como los del pergamino. —Antes de entrar, jure por las fuerzas del vacío que jamás revelará lo que le diga, lo que vea, la ubicación de esta sala subterránea. Jure o muera. Francamente asustado, juré. El viejo extrajo una llave del bolsillo e hizo girar la cerradura. Con un rechinido escalofriante se abrió la puerta, y accedimos a lo que a primera vista parecía un estudio, con varios libros antiguos, lámparas de querosén y una mesa cuadrada, inscrita también con los extraños símbolos. —Habrá notado usted que Eutimia y
Imaginación y crítica | Ritmo