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Ratas de biblioteca, por Ernesto Tancovich - Cuentos

Ratas de biblioteca

Ernesto Tancovich

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—Cincuenta mil por un libro. Hay que ser idiota —dijo el alto. —Por un libro no. Por ese libro —replicó el pelado. El alto se encogió de hombros. —Un libro es un libro. Lo mismo da uno que otro.

—No seas ignorante, —se impacientó el pelado—. Pensá. Una Biblia, por ejemplo. Los evangelistas las regalan. Pero ¿si fuese una Biblia dedicada de puño y letra por el propio Jesús? Esa valdría millones.

—Si puede valer tanto, no veo por qué largarlo por cincuenta mil. Hagamos nosotros el negocio.

—Nosotros no entendemos de libros ¿Acaso leíste alguno?

El alto miró hacia arriba, donde más allá del parabrisas polvoriento el ramaje desnudo de los tilos se dibujaba sobre un cielo de negruras y simuló escupir.—Stup. —No hagas eso –dijo el pelado— Dios nos puede castigar. —Dios. Tu dios. Al diablo con tu puto dios —masculló el otro.

El pelado, molesto, no contestó. Reclinados en las butacas delanteras de un destartalado Ford Fairlane vigilaban la casona del tal Howard. —Esperemos que no tarde –dijo el alto. Sacó un cigarrillo. Iba a darle fuego cuando el pelado manoteó el encendedor. —Lo vas a echar a perder. No debe vernos. —Me pone nervioso que no salga. —Ya saldrá. Todas las noches sale. Eso dijo el hombre. Aquel hombre. Un tipo inquietante. Cara alargada, orejas que sin ser puntiagudas, vistas desde cierto ángulo lo parecían. De pocas palabras, que dejaba ir entre dientes. Y largos silencios en que mordía el labio inferior llevándolo hacia atrás, como temiendo que alguna se le escapara.

—Me traen el libro y se van con los cincuenta —había dicho. —Descuide —fanfarroneó entonces el alto—. Somos especialistas. —No lo crean tan fácil —advirtió el hombre—. Otros han fracasado. Los cincuenta no van de regalo. Les dio anotados nombre del libro y autor, y un plano de la casa con la ubicación de la biblioteca. —Esta ordenada por autores. La A empieza arriba a la izquierda. Les entregó una cartera negra, con cierre relámpago. —En cuanto lo tengan, guárdenlo acá. Ni se les ocurra abrirlo. —¿Usted estuvo ahí adentro? —Estuve, sí. —Y no dijo más. —Veinticinco de los gordos —susurró el alto, entrecerrando los ojos—. Mi local propio. Ya tengo el nombre. Será el mismo del libro. Por cábala.

Y abajo uno de esos carteles que se prenden y apagan: Copas, tapas y putas. Soltó una cascada de risitas chillonas. El pelado lo miró con curiosidad, como si acabara de conocerlo. Después quedó pensativo, la mirada perdida en el punto que reunía en haz las líneas de la calle.

—Tengo vista una granja como a cien kilómetros de aquí —dijo por fin—. Ni lejos ni cerca de un pueblo donde nadie me conoce. Cerdos, pavos, gallinas, un maizal. Ya no me verán en esta ciudad piojosa.

El alto dejó escapar un gruñido.

—No, gracias —dijo—. De chico pasé mis años entre cerdos. Del centro no me mueven ni a guinche. No aguantaría quince minutos en el campo.

El pelado volvió a dejar que el silencio se alargara. Parecía querer separar claramente sus palabras de las del otro.

—Crecí en un piso donde el sol entraba apenas un rato a la mañana —recordó—. Y todo el tiempo ese olor de fritanga, pis y querosén. Todavía lo llevo pegado a la nariz. Quiero aire y luz.

El movimiento de una sombra tras el ventanal los volvió a la actualidad.

—El tipo ese, el loco. Esperemos que cumpla lo prometido — dijo el alto.

—Pagará —dijo el pelado—. No es loco. Raro nada más. Shhh.

Las ventanas de la casa se oscurecieron una a una. Hubo ruido de puertas, luego el de un motor. Segundos después las luces de un auto barrieron el parque, atravesaron la verja de hierro y se derramaron en la calle. La claridad, atenuada, llegó casi hasta donde los dos hombres acechaban.

—Ahí sale. - —Era hora. Una figura encorvada se recortó sobre la luz viva. La vieron abrir el portón, ir al auto, sacarlo a la calle, cerrar, volver. Sus movimientos eran trabajosos como si tuviese dolores repartidos por todo el cuerpo.

El auto partió. Los hombres vieron huir hacia el fondo de la calle los dos focos rojos, hacerse uno solo, desaparecer.

—Un viejo. Un viejo hecho mierda —observó el alto—. Fácil de reducir y hacerle soltar el libro sin tener que buscarlo nosotros. Hubiésemos entrado y salido por la puerta principal, como duques.

—No seas bruto —se enojó el pelado. Este es un trabajo fino. Intelectual. El otro respondió con un eructo. —Vamos —apremió el pelado. El alto montó sobre las lanzas de la verja un cuero grueso. Tiraron por encima el bolso de las herramientas y saltaron al parque.

Ante la ventana que el hombre de cara larga les había indicado, el alto introdujo la barreta entre la hoja y el marco. El cerrojo cedió con inesperada facilidad. —Viejo inútil. Ni cerrar bien una ventana —murmuró. Entraron. La luz de la linterna exploró el recinto. Alfombra circular con diseños que semejaban alguna clase de escritura, y en su centro, un sillón mecedora tapizado en terciopelo negro. El espejo que cubría la pared opuesta los mostró de cuerpo entero. El alto hizo un saludo burlón, vagamente militar. Al pelado lo asaltó el temor irracional de que su imagen quedara impresa allí para siempre. Las estanterías cubrían una pared y media.

—La A —dijo el pelado—. Busquemos la A. Sacó del bolsillo el papel con las anotaciones. —Es por acá. —Nunca pude aprender el alfabeto de memoria —dijo el alto—.

Soy medio bruto para esas cosas. Se había instalado en el sillón, y meciéndose, dejaba que el otro hiciera. —Adorno, Ajmátova, Alcott… ahí está. Alhazred. Abdul Alhazred. La linterna enfocó un libro voluminoso, encuadernado en piel negra con letras de plata ya deslucida. Le indicó al alto que lo bajara.

El alto, apartando los volúmenes que lo aprisionaban, lo retiró y le dio una palmada, haciendo volar una nubecita de polvo. —Cincuenta pavos esta basura. Todavía no lo puedo creer. El pelado presentó la boca de la cartera. —Guardalo. Terminemos de una vez con esto. —Pesadito, eh —dijo el alto. Se demoraba en darle vueltas. —No lo abras. El hombre dijo que no lo abriéramos. —El hombre dijo, el hombre dijo… —canturreó el alto. Retrocediendo un paso abrió el libro. —Qué mierda… –alcanzó a decir. La habitación había desaparecido, y la casa. También el poblado. De pronto se encontraron náufragos en una playa de arenas negras. Hacia donde debía estar el horizonte se extendía un mar de aguas cenagosas. En la superficie se adivinaban formas invertebradas, oscuras, arrastrándose con lentitud de nieblas. Un ronquido sibilante hería la oscuridad, apenas vulnerada por la luz de un sol o luna del diámetro de una moneda, y de ese rojo sombrío que toma el hierro candente al enfriarse.

El alto, desconcertado, tuvo la sensación de haber sido trasladado a otro planeta.

La percepción del pelado, en cambio, fue la de haber caído en otro tiempo, un pasado remoto en que el universo comenzaba a tomar forma, o un futuro igualmente lejano en que todo marchaba a la extinción.

El auto, de regreso, se detuvo ante el portón. El resplandor de los faros traspasó las rejas, hizo verdear el césped y dio de lleno en la fachada. El conductor descendió y con movimientos seguros abrió el portón. Después de estacionar bajo la enramada fue a cerrar. Erguido, con andar resuelto, desanduvo el sendero y entró a la casa.

Ya en la biblioteca encendió las luces. El espejo devolvió la imagen de un rostro alargado. El pelo aplastado ponía de resalto las orejas salientes, algo puntiagudas.

En el piso yacían los dos cuerpos. La cara del pelado congelada en una máscara aterrada, la del alto en una expresión de asombro donde había empezado a pintarse el miedo.

—Otro par de idiotas, —murmuró. Los dientes de arriba mordieron el labio inferior. La boca se estiró en un rictus que no llegaba a ser sonrisa.

Corrió el sillón, recogió la alfombra. Quedó a la vista una puerta trampa, cuadrada. La retiró. En el fondo de la fosa algo se agitaba, susurrante.

Hizo rodar los cuerpos, primero uno, luego el otro, dejándolos caer. Sonaron muy abajo como si golpearan sobre algo que no era líquido ni sólido. A cada golpe suce- dió un rugido asordinado.—Buen provecho —murmuró. Volvió a clausurar la escotilla, la cubrió con la alfombra, repuso el sillón en su sitio, recogió el libro, que había caído boca abajo, y lo cerró sin mirar, ubicándolo en su hueco del estante, apretado entre Alcott, Louise May y Andersen, Hans Christian.

Después se acomodó en el sillón, meciéndose, pensando.

En la vida, en la muerte, en la precariedad de los sueños.