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Tlacuache, por Iván Sandoval - Cuentos

Tlacuache

Por: Iván Sandoval

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El frío aire de la noche me abofetea la cara tan pronto bajo del destartalado autobús. El suelo se siente casi hostil en su irregularidad, indicándome que ya estoy cerca de casa. En esta parte de la ciudad hay banquetas tan escasas o destrozadas que cualquier paso en falso te lleva al piso, y mis pies dentro de los rígidos zapatos de vestir aún no se acostumbran a las caminatas diarias. Curioso, dado que yo caminaba 7 kilómetros diarios durante mis años universitarios, pero ahora estoy tan acostumbrado a andar en auto que la caminata de 20 minutos desde la parada del autobús me deja cansado y sin aliento.

El camión se aleja con el típico estruendo de la maquinaria descuidada, y veo las luces desaparecer en la oscuridad unas calles después. Por algún motivo me vienen a la mente todos los comentarios de mis padres y amigos. “¿Cómo puedes caminar tan tarde por ahí?” “Está bien solo” “¿No te da miedo?”. Quienes preguntan ese tipo de cosas evidentemente no se dan cuenta de que con la fuerza de la costumbre, cualquier evento se vuelve rutinario y pierde todo su misticismo. Andar por estas calles durante alrededor de 5 años las vuelve un entorno familiar, y a veces hasta bienvenido.

Comienzo a caminar en dirección a mi casa, molesto por el hecho de que mis audífonos hubieran decidido descomponerse al mismo tiempo que mi auto, así que aparte de verme obligado a andar a pie, también debo hacerlo en silencio. En cualquier momento algún ridículo pasará con los vidrios del carro abajo, tocando reggaetón o banda a todo volumen, o tendré que escuchar los mensajes grabados del vendedor de esquites, o pasará “El panadero con el pan”. Pero nada de eso sucede, la calle está vacía excepto por mí.

Bajo de la banqueta para atravesar la calle, y pienso en lo agradecido que estoy de que ya haya terminado la temporada de lluvias. El sistema de alcantarillado de los alrededores de mi casa es tan ineficiente que entre Mayo y Septiembre las calles se inundan con fuentes de agua que brotan desde casi todas las coladeras. Con una lluvia intensa, el drenaje se desborda en unos cuantos minutos y las aguas negras cubren hasta los tobillos. Cuando estudiaba en la Universidad, ese era mi problema diario. Ahora, trabajando y con auto, ya no es algo que me afecte en gran medida. Siento una punzada de coraje al pensar en que tengo que esperar al lunes para que el auto salga del taller. La pesada laptop, que normalmente estaría cómoda y segura en la cajuela, hace que la mochila que traigo al hombro sea una molestia más.

Unas calles más adelante, puedo ver una figura que parece deambular sin rumbo por la banqueta. Da vueltas, parece mirar hacia abajo, regresa al punto de inicio. Un pequeño susurro de miedo se manifiesta en mi mente, pero rápidamente lo hago a un lado. Este barrio no es particularmente peligroso, nunca he sido víctima de un asalto, ni he escuchado de nadie que lo haya sido. El ocasional robo a una casa particular es lo más que se escucha por estos rumbos. Por eso camino con paso seguro, sin prisas. La figura de enfrente es seguramente un borracho, está justo enfrente de la distribuidora de Modelo.

Un zumbido agudo me sobresalta. En mi bolsillo, la vibración de mi teléfono me da ese toque de ansiedad y adrenalina que siempre experimento al recibir una llamada de teléfono. ¿Soy raro por sentirme incómodo ante una llamada? Contesto.

“¿Joel?” dice una voz familiar del otro lado. Mi jefe. Mi corazón nuevamente da un salto, esperando una reprimenda, mientras que mi ánimo se va al suelo, deseando con todo mi ser que no sea una petición de regresar a la oficina.

No lo es. El jefe solo quiere encontrar unos archivos.

“Claro, están en el escritorio de la máquina 3” respondo con rapidez. Hay que quedar bien, eso solo se logra sabiendo lo que los demás no, y estando disponible cuando los demás no, dentro de lo razonable por supuesto. El jefe me da las gracias y me cuelga. Suspiro con alivio. Agradezco la oportunidad del trabajo, me esfuerzo y lo disfruto, pero no estoy dispuesto a regresar en viernes a las nueve de la noche, ni a llegar en sábado. Guardo mi teléfono en mi bolsillo, y hago una nota mental de cambiar el ridículo tono de llamada. Varias veces me he visto avergonzado al sonar el tema de la película Whiplash en mala calidad y a todo volumen cuando recibo una llamada.

Justo al guardarlo, me doy cuenta de que acabo de pasar al ciudadano errático que vi unos minutos atrás. Le doy una mirada breve, solo para asegurarme de que no me mire por más tiempo del necesario, y para juzgar si representa una amenaza. Nunca me han asaltado, pero no pienso bajar la guardia estúpidamente por eso.

Es un sujeto promedio, moreno como yo, poco agraciado, cubriéndose del frío con una sudadera negra y una gorra. Las manos dentro de los bolsillos me provocan una extraña inquietud, y sus pantalones gastados me indican que su atuendo no ha sido renovado en un buen tiempo. No le doy mayor importancia y me alejo, dejándolo atrás. A diferencia de algunos miembros de mi familia, no suelo juzgar a la gente por su apariencia, pero de igual manera siento una particular inquietud al pensar en que la mirada del tipo se mantuvo en mí por uno o dos segundos más de lo necesario.

Continúo mi camino, agradecido por la cantidad de luz que provee una farmacia cercana. Considero brevemente entrar por un refresco, pero preferiría no detenerme. Hay una cierta inquietud en mi cabeza y no alcanzo a distinguir la razón. Doy un par de pasos más largos para alejarme de la tentación, y el cambio de velocidad me permite percibir un sonido detrás de mí. Pasos que seguían mi ritmo original de caminar, acercándose. Para no despertar sospechas, lanzo una mirada sobre mi hombro y por el rabillo del ojo distingo una figura a unos cuantos metros de distancia, dirigiéndose hacia mí.

Sin necesidad de confirmarlo, mi mente me dice que es el sujeto al que pasé un poco antes. No sé cómo lo sé, pero lo sé. Por primera vez me doy cuenta de lo realmente oscura que está la calle cuando uno se aleja de la farmacia. Los faros de luz están demasiado lejos uno de otro, y la débil luz incandescente a duras penas llega a cubrir la distancia entre ellos. Las sombras son largas y profundas, una oscuridad que ahora me parece amenazante. Siempre hay una primera vez para todo, tal vez ésta será la ocasión en que me asalten.

Meto la mano en mi bolsillo como reflejo para sentir mi celular, y justo mientras considero la posibilidad de usar mis llaves como arma de defensa, choco de lleno con una figura escondida en la oscuridad. Escucho el golpe de un bulto cayendo, y el agudo estruendo de metales y plásticos desperdigándose por el pavimento.Tropezando por el impacto casi caigo hacia atrás, pero logro retener mi balance. Sorprendido, me encuentro de frente con un hombre mayor.. Sus ropas viejas y un distintivo olor a orina y suciedad, junto con el desorden alrededor de su costal abierto, lo delata como un pepenador, un vagabundo que se dedica a la recopilación de distintos materiales para cambiarlos o venderlos. Normalmente este tipo de personas, las cuales no faltan en las cercanías, usan un carrito de supermercado para transportar su carga, pero este hombre parece ser de la vieja guardia, pues carga un enorme costal marrón, tan sucio como el mismo vagabundo. Mi ansiedad se convierte en enojo ante este obstáculo que me hace perder el tiempo, sobre todo cuando estoy siendo perseguido.

“Disculpe pero, ¡quítese del paso!” digo con una voz tan cargada de rabia que incluso me sorprende a mí mismo. El hombre no contesta, y trato de verlo a los ojos, pero su larga gabardina con capucha oscurece su rostro de tal forma que solo veo un par de destellos donde sus ojos deberían estar. Deja escapar un suspiro entre dientes, e inclina la cabeza ligeramente, como un perro curioso.

No le presto un segundo más de atención y paso de largo. Alcanzo a ver cómo se agacha para recoger las varias botellas, latas, corcholatas y otras curiosidades, y volver a meterlas en su costal. Siento una punzada de culpa ante la situación del hombre, y el papel que jugué en su desgracia del día, pero rápidamente la hago a un lado para concentrarme en alejarme de mi perseguidor.

Esquivo un poste, esta vez atento a mi camino, y me sobresalta una vez más el tono de llamada de mi teléfono. Con movimientos torpes, y poniéndome el otro tirante de la mochila al mismo tiempo, saco el celular de mi bolsillo. Es mi madre, debo contestar.

“¿Bueno?” Mi voz no se escucha tan agitada como debería de estar.

“Hola hijo,¿ya estás en tu casa?” dice mi madre con toda tranquilidad. Su tono de voz inmediatamente me pone de mal humor. Típico de mi madre no estar al pendiente de lo que el otro está pasando, solo quiere calmar sus propios nervios sobre mi llegada.

“No, Ma, aún no” contesto con voz seca, mientras echo otra mirada hacia atrás. El tipo sigue detrás de mí, y parece estar caminando cada vez más rápdido.

“Bueno, hijo, pero no seas grosero. Solo quería saber si vas a estar aquí mañana para el cumpleaños de tu abuelo”.

Por poco me detengo de golpe. ¡El cumpleaños de mi abuelo! Lo había olvidado por completo. Hice planes, tendría que cambiarlos... Sé que es mi culpa, pero no puedo cambiar la cita de mañana, además no podría regresar el lunes a tiempo para recoger mi coche antes de llegar a trabajar, tendría que irme directo de la terminal...

“Ay, Ma, no creo poder. Tengo algo que hacer...” comienzo a decir mientras escucho un suspiro del otro lado de la línea. Mi madre esperaba esta respuesta. Esto me hace enojar todavía más. Estoy enojado con ella, con mi auto, con el idiota que viene detrás de mí, con el mundo, con todo.

“Hijo, es importante que vengas, tu abuelo siempre nos dice cuánto quiere verte...” dice ella en ese tono de voz que tanto desprecio, el que usa para hacerme sentir culpable. Siempre funciona.

“Yo sé, Ma. Mira, ahorita no puedo hablar. Hablamos cuando llegue a casa.” Cuelgo sin esperar su respuesta, y guardo el teléfono en mi bolsillo de nuevo. Comienzo un leve trote, y escucho que quien sea que está detrás de mí hace lo mismo. Ya no me cabe la menor duda de que estoy a punto de ser asaltado, así que mi cuerpo empieza a producir aún más adrenalina mientras mi mente rápidamente hace una cotización de cuánto me costará reemplazar todos los objetos valiosos que traigo en mi mochila.

También podría enfrentar al ladrón. Nunca he estado en una pelea, pero debo saber defenderme. Antes iba al gimnasio, seguramente algo quedaba de esos músculos, ¿no? La voz de mi padre suena en mi oído: “Si te asaltan, tú dales todo. No pongas resistencia.” Pero eso no es algo que yo pueda hacer. Mis cosas valen mucho, y no solo en dinero, como para permitir que se las lleven así como así.

Además…“¡Joel!”

La mención de mi nombre detrás de mí me detiene en seco. La voz tuvo que ser de mi perseguidor. ¿Acaso era algún conocido que yo había ignorado? Volteo con lentitud mientras él se detiene a pocos pasos de mí. Intento ver su rostro, pero su sudadera me impide ver con claridad su rostro. Obedezco mi impulso, y pongo mi mochila frente a mí, abrazándola, en caso de que me la quiera arrebatar.

Trago saliva, y pregunto: “¿Te conozco?”

En ese momento el extraño echa su cabeza hacia atrás, y deja ver una amigable sonrisa en un rostro algo tosco, pero con expresión relajada.

“No, para nada. Es que traes puesto tu gafete.” dice mientras suelta una ligera risa.

Como tonto, volteo lentamente hacia mi pecho. En efecto, mi gafete del trabajo anuncia mi nombre como un anuncio de neón. No sé si reír, llorar o golpearme a mí mismo por descuidado. En una de esas se me queda atorado el gafete en el autobús, lo pierdo y pago su reposición. La sonrisa de vergüenza y alivio baja mi guardia ligeramente. El extraño aprovecha para mostrarme un pedazo de papel que tiene en la mano.

“Perdón por asustarte, amigo. ¿Sabes dónde es ésta dirección?” En el papel leo un número y una calle cercanos. Le explico que está ligeramente mal encaminado, pero que con caminar unas cuantas calles en la dirección opuesta encontraría lo que buscaba. “Muchas gracias, amigo” dice el extraño, sin perder la sonrisa. “Que tengas buena noche, y ¡aguas! porque he escuchado que por aquí asaltan”. Sin más, se da la vuelta y se aleja trotando.

Me quedo parado un momento, reflexionando en lo absurda que resulta ahora la noción de ser asaltado. Mi miedo anterior ahora se siente como vulgar paranoia, y mi cuerpo lentamente sale del estado de alerta. Recuerdo lo cansado que estoy, y noto que aún no estoy ni a medio camino de mi destino. Antes de comenzar a caminar de nuevo, guardo mi gafete en la mochila.

Con la baja de adrenalina, mi mente se pone a divagar una vez más. Pienso en los pendientes del trabajo, en las cosas que me gustaría hacer en cuanto llegue a casa, en las series que no he visto, en mi auto, en mi abuelo, en qué pretexto será suficiente para aplacar a mi madre y su insistencia, y en media docena de cosas más. Un escalofrío recorre mi piel, y me doy cuenta de que, a pesar de que no he caminado por demasiado tiempo, la temperatura bajó considerablemente desde que bajé del autobús.

Mis pies se quejan dentro de los apretados zapatos de vestir, y cada paso se siente más pesado que el anterior. Una incomodidad inexplicable se abre camino en mi espalda, mientras que mi pecho sube y baja con irregularidad. Respirar me cuesta un poco de trabajo. ¿Acaso tan pronto estoy cansado? Esto sería una vergüenza para mi Yo universitario, que iba al gimnasio dos horas al día. Mis recuerdos son interrumpidos por la vibración de mi teléfono. Lo saco de mi bolsillo, la luz de la pantalla me deslumbra en la oscura calle. En la pantalla veo el nombre de mi madre una vez más, y volteo a mi alrededor para ver si hay alguien que pueda presenciar los gritos que seguramente están a punto de suceder.

Algo no anda bien, pero no logro identificar qué. El sentimiento de incomodidad y ansiedad llega más fuerte que nunca, me siento aún más paranoico que apenas unos minutos atrás, solo que esta vez, al voltear hacia atrás, no hay nadie persiguiéndome. Aminoro la marcha para caminar con precaución, pues prácticamente no hay iluminación en esta parte de la calle. De pronto, me doy cuenta de dos cosas. La primera es que el faro bajo el que voy pasando estaba prendido hace apenas unos minutos. La segunda es que el timbre de mi teléfono no es el mismo de siempre. La canción de Whiplash ha sido sustituida por una melodía que me parece familiar, pero que no logro ubicar. Contesto el teléfono, solo para escuchar estática, con una voz tratando de sobresalir entre el ruido blanco.

“¿Bueno?” repito una y otra vez, sin lograr comprender lo que mi madre está tratando de decir. Me detengo para colgar el teléfono, y doy un breve vistazo hacia el frente.

Una calle más adelante, una figura solitaria se encuentra bajo la luz de un poste. Solo puedo distinguir la sombra, acompañada de un bulto más pequeño a su lado. Entrecierro los ojos para tratar de aclarar mi vista, cuando mi teléfono vuelve a vibrar en mi mano. Bajo la mirada mientras escucho de nuevo esa extraña melodía que me es tan familiar.

¿Dónde la he escuchado antes? Antes de que pueda contestar, la llamada se corta sola, y la música se detiene. Subo la mirada hacia la figura de la calle siguiente, solo para encontrarme con la calle completamente vacía. No hay rastro de alguien en ninguna parte.

La ligera incomodidad ahora se convierte en alarma. Algo está mal. Me muevo para guardar el teléfono, pero tras pensarlo dos veces abro Whatsapp para enviar una nota de voz a mi hermana.

“Hola. Oye, dile a mi mamá que voy a apagar el cel, está fallando. Dile que les marco cuando llegue a mi casa.” digo con una voz mucho más calmada de lo que en realidad me siento, apago el teléfono, y lo guardo.

Mi mente corre a mil por hora. El tipo que me preguntó por la dirección ¿será que esa es su técnica para asaltar? Me di cuenta de que me estaba siguiendo, tal vez su siguiente movimiento sería asegurarse de que yo no sospechara, esperar a que llegara a un lugar aún más oscuro y asaltarme en ese momento. Mi mente me dice que esto es absurdo, el tipo se fue corriendo en la dirección opuesta, para aparecer en la calle siguiente tendría que haber pasado al lado de mí, no había otra opción. No, se quien sea que haya estado enfrente de mí, si es que en efecto había alguien y no eran mis ojos jugándome trucos, tuvo que ser alguien distinto.

Me aseguro que mi teléfono y mi cartera estén bien guardados, agarro los dos tirantes de mi mochila con mayor fuerza de la necesaria, y retomo el camino con más rapidez que nunca.

En poco tiempo me encuentro justo debajo del poste de luz debajo del que vi a la figura, y rápidamente volteo a mi alrededor para asegurarme que no haya nadie escondido en las sombras. En efecto, la calle está tan vacía como siempre.

Me quedo helado de repente. Ahora sé qué es lo que anda mal: la calle está vacía. Literalmente vacía. No he visto a una sola persona desde el extraño perdido, no ha pasado ni un solo auto desde que pasé la farmacia, no he visto a los perros callejeros que suelen deambular a estas horas, no escucho gatos persiguiendo ratones, no hay grillos, ni siquiera el lejano murmullo de las calles más concurridas. En un vecindario como éste, siempre hay alguien viendo televisión, pero las luces de todas las casas están a p a g a d a s . H a s t a m i s p a s o s p a r e c e n s e r completamente silenciosos.

En ese momento, escucho un sonido. Pasos irregulares a lo lejos, seguido del susurro de la tela contra el duro pavimento. Volteo hacia la calle anterior, y veo a la misma figura extraña que noté antes, dirigiéndose lentamente hacia mí. Solo que esta vez lo reconozco con claridad: es el vagabundo con el que choqué, arrastrando su enorme costal. Al que le tiré todas sus cosas, al que le grité. Seguramente me ha estado siguiendo todo este tiempo para desquitarse.

Aún con la ansiedad de sentirme perseguido, me permito un suspiro de alivio. Es solamente un viejo loco enojado con un absurdo costal, no un verdadero peligro. La claridad de conocer la amenaza me da un momento de tranquilidad, y retomo mi camino para alejarme del tipo.

En el momento en el que le doy la espalda, puedo sentir su aliento podrido en mi nuca. Volteo, y el hombre no está directamente detrás de mí, pero sí se encuentra a una distancia imposiblemente menor de mí que hace apenas unos instantes. No hay manera de que haya recorrido una calle entera en los dos segundos en los que no lo veía. Mi ansiedad regresa, y trotar parece una mejor idea que caminar rápido.

Cierro los puños sobre los tirates de mi mochila para mantenerla en su lugar y, justo al voltearme, vuelvo a sentir el calor de la respiración del hombre en mi espalda, como si estuviera a centímetros de mí. No volteo, continúo mi camino. Aprieto el paso, comienzo a perder el aliento.

El pánico se apodera de mí, tanteo mis bolsillos para asegurarme de que mis llaves y teléfono siguen en su lugar, mi mente trabaja a mil por hora para determinar cualquier vía de escape posible, mi respiración se agita cada vez más, tropiezo sin perder el equilibrio… y de repente me detengo.

¿Qué estoy haciendo? ¿Huyendo de un hombre mayor sin hogar? Sí, puede que sea peligroso, pero yo sigo contando con mi fuerza. Puedo defenderme, cuidarme a mí mismo. Huir de alguien así, que obviamente tiene algún conflicto conmigo, es absurdo. ¿Y si me sigue a casa y la vandaliza? No puedo permitir eso. Incluso puedo evitar una pelea, probablemente solo quiera una compensación por alguna pieza de basura que perdió durante nuestro primer encuentro.

Me volteo para encararlo. “Bueno, ya estuvo ¿no?” digo con una seguridad mayor a la que en realidad siento. Planto mis pies con firmeza, y enderezo mi postura. Consigo convertir gran parte de mi temor en enojo, preparándome para pelear si es necesario. Hago lo posible por mostrar todo esto en una expresión tosca. Al hombre no parece importarle, pues camina hasta llegar frente a mí, y se detiene.

Pasan unos segundos que se sienten como horas, mientras espero que hable para reclamarme, para gritarme, para decirme alguna incoherencia como suelen hacer las personas en su situación, lo que sea. Pero no dice nada, solo se para frente a mí. La oscuridad de la calle no me permite ver su rostro, pero puedo distinguir un brillo particularmente perturbador en donde están sus ojos. Su capucha sigue ocultando absolutamente todas las facciones de su rostro, así que rápidamente doy un vistazo a su vestimenta. (…)

(…)Es lo que uno esperaría: pantalones inmensos y rasgados, botas de trabajo destrozadas, una larga gabardina tan sucia que no se puede distinguir su color original y, por supuesto, el enorme costal de tela que sostiene con una sola mano. Parece infinitamente pesado, y no puedo evitar estar un poco impresionado con el hecho de que no lo haya puesto en el piso. Por un breve instante, mis ojos me juegan un truco y me hacen creer que la superficie del costal se mueve, como si hubiera algo dentro.

Con cada segundo de silencio siento cómo mi confianza se va desmoronando, y antes de que mis rodillas comiencen a temblar, pregunto con voz tembolorosa pero agresiva: “¿Se le ofrece algo?”

El hombre no responde. Su respiración vuelve a golpearme el rostro, y ii incomodidad se vuelve a convertir en rabia. Repito mi pregunta, casi gritando. “¡Ya déjame en paz!” Casi en automático, doy un paso hacia adelante, para ver si logro hacerlo retroceder. Nada. No tengo tiempo para esto.

“Viejo loco.” digo entre dientes, y me doy la vuelta. En ese momento siento la mano del hombre cerrarse alrededor de mi brazo, y mi enojo se desborda. “¡No me toques!” grito, dando la vuelta y empujando con todas mis fuerzas. Espero resistencia, espero fuerza, un forcejeo aunque sea. En su lugar solamente siento el impacto de mis manos contra su pecho, y el hombre cae al suelo. No se levanta. Como un muñeco de trapo, se queda en la misma posición incómoda en la que cayó. Hasta el sonido de su ronca respiración se detiene.

La rabia se disipa en un segundo, y deja lugar únicamente para la preocupación y la culpa. ¿Le habré hecho daño? Prácticamente no puso fuerza contra el empujón. ¿Y si estaba enfermo? Yo no soy un tipo agresivo, no sé qué me sucede. Me quedo congelado, sin saber qué hacer. ¿Lo ayudo a levantarse? ¿Y si es un truco, y me ataca? Siento las paredes de las casas a mi alrededor cerrándose como una jaula.

Mi teléfono suena una vez más. Mi teléfono. Suena.

El teléfono que apagué hace unos minutos está sonando con más fuerza que nunca. Mi instinto es sacarlo y contestar, pero me paralizo al darme cuenta de que sigue tocando la canción equivocada. Solo que esta vez, la reconozco al instante. Es una canción que me aterrorizaba cuando era niño, y que me da escalofríos cada vez que la escucho aún siendo adulto.

Es El Ropavejero.La calle cobra vida a mi alrededor.¡Botellas que vendan!

El estéreo de los autos estacionados a mi lado se enciende de golpe, haciendo un eco distorsionado de la canción que sale de mi celular.

¡Zapatos usados!

Dejo de sentir que los edificios se alargan, puedo verlo claramente, mientras las luces de las ventanas se encienden.

Sombreros estropeados…La música sale de todos lados, y de ninguno....pantalones remendados.

Me siento rodeado, atrapado, y entonces me doy cuenta que el hombre comienza a moverse. Paralizado de miedo, solo puedo observar mientras el vagabundo mueve sus piernas en un ángulo imposible, y sin ningún impulso su torso se levanta como el de una marioneta siendo jalada por un hilo invisible. Escucho un murmullo rasposo salir desde su garganta.

Está cantando.Chamacos malcriados...

Despierto de mi paralítico ensueño y me doy la vuelta para huir. Esta vez, siento cada instante hasta que siento el par de manos cerrarse sobre mi espalda. No, no mi espalda. Mi mochila. Lanzo un grito, y me libero de los tirantes. Volteo para forcejear, pero el vagabundo ya la tiene. Voltea hacia su costal descartado, luego hacia mí, y luego hacia mi mochila.

...miedosos que vendan.

El hombre abre mi mochila con lentitud. No puedo moverme. La canción se distorsiona, las notas ligeras y alegres se vuelven oscuras y perversas. La voz del vagabundo parece estar dentro de mi cabeza.

Y niños que acostumbren dar chillidos y gritar.

Le da la vuelta a mi mochila, y todo el contenido golpea el suelo con un sonido seco. Veo mi laptop partirse en dos. El hombre descarta la mochila como un despojo más, y me mira directamente. Esta vez, puedo ver una macabra sonrisa brillar junto con sus espectrales ojos.

Cambio, vendo y compro por igual.

Salgo del trance, y salgo corriendo mientras la música perfora mis oídos. No miro atrás. No descanso, no aminoro el paso hasta que me encuentro frente a la puerta de mi casa. Corrí 4 cuadras en lo que parecieron segundos. Saco mis llaves, se me resbalan y caen al piso, suelto una maldición mientras escucho la siniestra canción acercándose. Las levanto, después de varios intentos de insertar la llave en la cerradura, entro y cierro de golpe la puerta detrás de mí.

La música cesa. Espero unos minutos hasta que mi respiración se normaliza. Hace unos minutos mi mente era un torbellino de ansiedad y miedo, pero la seguridad de mi casa poco a poco me regresa la cordura. No sé qué hacer, no estoy seguro de que todo lo que acaba de pasar haya sido real. Me siento mareado, aturdido, enojado, triste. Pienso en todo lo importante que había en esa laptop, y de todas las cosas que perdí en la mochila. Lo que pasé me hace pensar en ese caso extraño que vi en internet, de dos niñas que aseguraban que habían sido atacadas por un grupo de brujas. Ridiculeces.

Saco mi teléfono, que ha vuelto a la normalidad, y le marco a mi madre. Después de unos cuantos tonos, recuerdo que ella nunca contesta el teléfono cuando uno la llama, pero pierde el control cuando mi hermana y yo hacemos lo mismo. Cosa rara en mí, decido dejarle un mensaje de voz. Le cuento lo que sucedió, sin los detalles extraños pues no quiero que piense que estoy drogado o alguna cosa así. Me siento en una silla del comedor, y hablo durante unos minutos, hasta que tocan la puerta de mi casa.

“Aguanta” digo, sin cortar el mensaje de voz “¿Quién?” pregunto. Nadie contesta. Espero unos segundos y comienzo a hablar de nuevo. No he dicho ni tres palabras y tocan la puerta, con más fuerza. “¿Quién?” pregunto nuevamente, más molesto. No sería la primera vez que los hijos del vecino tocan hasta que salgo y se ríen de mí escondidos detrás de un arbusto. Me levanto a regañadientes y me acerco a la puerta para asomarme a la mirilla.

Nada. No hay nadie en la puerta. Sin duda son los niños, me vieron entrar y decidieron jugarme el chistecito por lo agitado que estaba. Me doy la vuelta, y en ese momento la puerta vuelve a sonar, esta vez como si la hubieran golpeado con el puño cerrado. Doy un salto hacia atrás, y nuevamente puedo sentir el enojo apoderándose de mí. Tomo la perilla de la puerta, ahora sí estos niños van a saber lo que sacan por andar jugando al..

La puerta se abre de golpe, lanzándome hacia atrás. Caigo de espaldas en el piso, mi celular cae a mi lado. En el umbral de la puerta está el vagabundo, El Ropavejero, mientras la canción parece entrar en la casa como una explosión. Su respiración ahora suena como un rugido, su voz es un estruendo que me sacude hasta los huesos. No puedo distinguir lo que dice, no entiendo lo que pasa, solo puedo contener un grito mientras se acerca hacia mí como un manto que cubre mi visión entera. Debajo de su capucha puedo ver esos malignos ojos negros, y esa sonrisa perversa que me hiela la sangre. Dejo de sentir mis piernas, mis manos. Lo último que veo es el costal abierto, y lo que hay dentro consume cada uno de mis pensamientos, cada fibra de mi ser es sacudida hasta que lo único que puedo sentir es el contacto de la sucia tela con mi piel, y el calor del aire podrido que emana del Ropavejero.

Y lo último que escucho es esa maldita canción