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El horror en casa de los Vázquez, por Neopoeta en Viejo York - Cuentos

El horror en casa de los Vázquez

Por: Neopoeta en Viejo York

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2 de abril, 197X

Luciana;

Las cartas anteriores nunca te llegarán. Acabo de caer en la cuenta de que me equivoqué en el orden de ambas direcciones, así que tampoco creo que puedan devolvérmelas. De todas formas, no hay nada que no pueda contarte en solo una.

Aunque pocas, escasas, ninguna noticia hayas recibido de mí, Luciana, a mí sí me llegaron las cartas del asistente Fernández. Cuando vuelvas, porque confío en que volverás, podrías invitarle a visitarnos alguna vez. Pero que nos dé tiempo a hablar a solas a ti y a mí, Luciana. Que podamos mirarnos a los ojos y hablar de toda nuestra sangre…porque era nuestra sangre.

Talita sigue yendo por las tardes a casa de mi hermana. No habla conmigo desde entonces. Se parece a las lechuzas que lo vieron todo, las que volaron de un salto al escuchar los primeros disparos. Lo siento, pero no puedo evitar recordarlo. Estoy haciendo lo peor, Luciana, ¿crees que no lo sé? Pero no quiero acabar como tú. Eran nuestros hijos, Luciana. (…)

(…)Eran tus hijos, y los míos, pero yo no les enseñé nada de eso. ¡Carajo, Luciana! Bien sabes que yo quise que fuesen como nosotros, como lo es Talita, pero ellos…

Tú hiciste todo lo mejor que pudiste. Tú, verdaderamente, fuiste quien iba a materializar las ideas de nuestro deseo final. Y lo hiciste, Luciana, lo hiciste. No pienses que he olvidado un solo instante de cómo nos juntamos con tanto cariño, y cómo con al tiempo de tus entrañas iban saliendo ángel tras ángel, esperanza tras esperanza. Ahora la única esperanza que me queda es que te recuperes y vuelvas, Luciana, porque sé que tú conseguirás sacarle alguna palabra a Talita, aunque sea una de desprecio hacia mí.

Pero yo no tuve nada que ver, ¿por qué me juzga así esa niña? ¿Qué derecho? ¿Sobre su padre? ¡Si viviese un poco más se daría cuenta de que lo único que de verdad se tiene es la sangre, la familia! Pero quizás nunca llegue a vivir más de ver su propia sangre al despertarse. Tal vez al convertirse en mujer decida pegarse un tiro, como su tío.

Yo…yo…, no, no, no, no lo entiendo, Luciana, no lo entiendo. Amo a Talita, porque tú y yo somos Talita, porque tú. Pero ese sentimiento es, es, es algo raro, Luciana. Como si una pantera brotase de repente de mi alma. No lo entiendo, amor, pero me aterra. Me aterra mucho.

Quiero que vuelvas y asesines a esa pantera, Luciana. No sabes cuánto lo ansío.

Mira el recorte que lleva esta carta. Así lo llaman. Así lo describen. ¿Pero qué casa? ¿Qué maldita casa? Esto que queda son las ruinas de nuestra sangre por la tierra, remezclada con ella, como un fango pisado por todo el que quiera pasar. ¿Qué horror puede haber ya, Luciana? Está en el pasado. Tú lo viste. Yo lo vi en la cara de Horacio, cuando sin pensarlo hice aque

No me digas que tú no lo viste, Luciana. ¿No pudiste mirar? ¿Después de tanta que viste en su parto? ¿No podías aguantar verla esparcida por todo el suelo? ¿Te repugnaba ver a las mariquitas y escarabajos nadando en una piscina de la sangre de tus hijos, Luciana? ¿De tu propia sangre, esa que viste y verás tanto a lo largo de tu vida? Pero tú no podías hacer nada, ¿verdad, Luciana? Sólo quedarte allí, mirándome con una cara de horror cuando yo decidí actuar. El periódico se equivocaba, Luciana. El horror no estuvo en nuestra casa, el horror estuvo en tus ojos, en tu boca, y más aún en el chillido inútil que emitiste. Pero debías haber sabido que el horror no es algo que haga falta en ese tipo de situaciones, Luciana. El horror es algo que viene después, con las palabras, con las miradas y las malas caras, y los sollozos en los funerales. Debiste haber actuado, Luciana. Así tal vez ahora yo podría mirarte con asco y odio por hacer lo único que podías hacer, y tener el cariño de Talita, y esas estúpidas vacaciones para culear con alguna auxiliar del psiquiá

Te pido perdón, Luciana. Yo no he escrito eso. Jamás lo haría. Es esta casa, amor, ella lo ha escrito. Yo lo vi en los ojos de Horacio. Bajando y subiendo. El caballo bajaba y subía la cabeza para beber agua. Lo que hice, ya sé que no servía para nada. ¡Lo sé, Luciana! ¡Sé que todo lo que hago, a tus ojos de puta afrancesada en Europa, es irrelevante, inútil, obsoleto! Y allí que te fuiste, Luciana de los mil amores, a que te quitase el horror de la cara algún médico español. ¿Sabes acaso lo que significa enterrar a tus hijos, Luciana? Porque yo tuve que ayudar a todos, amorcito, a todos. Al de la ambulancia, al policía, al enterrador, ¡y a toda la puta familia que dejaste atrás! Tuve que aguantar cómo me miraban en el velatorio, y cómo torcían la vista al rastro del machete en el cuello de Horacio, y entender cómo verdaderamente les importaban un carajo nuestros hijos; sólo querían recordarme lo fracasado que soy.

Y a todos los del pueblo, Luciana. Porque no hubo uno al que no le mataran a un hijo, un primo, un hermano, un amigo o un trabajador. Y pensar lo tranquila que Talita estaba ya en su cama desde hacía una hora antes, y cómo tú y yo estábamos listos para darnos el uno al otro… Pero tú, en verdad, Luciana, no querías darte a mí. Siempre pensaste que era un pusilánime, un fracasado, alguien que te había mentido para hacerte hijos y vivir una vida cotidiana y estúpida.

Por eso me miraste así, Luciana. Horacio y Roberto nunca te importaron. Por eso dejaste acá a Talita. Por eso me mirasteis todos así. Porque no os importaban los muertos y dañados. No os importaba la vida de mi hija o la mía. Os importaba recordarme que yo en este pueblo no soy nadie, que valgo menos que un perro, que nunca seré aceptado y fracasaré en todo lo que haga.

El horror no estaba en la casa de los Vázquez. El horror estaba fuera, en todas las esquinas tras nuestro vallado