Nudo Gordiano #34

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Enero-Febrero No.34

DIRECTORIO Consejo Editorial Enrique Ocampo Osorno Julia Isabel Serrato Fonseca Ana Lorena Martínez Peña

Dirección Enrique Ocampo Osorno dirección@revistanudogordiano.com

Jefa de Diseño Editorial Mary Carmen Menchaca Maciel

Jefa de Contenidos y Marketing Linette Daniela Sánchez

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Difusión Erasmo W. Neumann

Toluca, Estado de México, México. Nudo Gordiano, 2024. Todos los derechos reservados. Revista literaria de difusión bimestral contacto@revistanudogordiano.com Todas las imágenes y textos publicados en este número son propiedad de sus respectivos autores. Queda por tanto, prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos de esta publicación en cualquier medio sin el conocimiento expreso de los autores. Los comentarios u opiniones expresados en este número son responsabilidad de sus respectivos autores y no necesariamente presentan la postura oficial de Nudo Gordiano.


Cuentos - la Espada A las Dos de la Tarde 6 Martina Free

El Lombriz, Ríovuelto y los Murmullos Walter Hugo

La Última Navidad José Espinosa Silva

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Rin del Angelito 14 Eduardo Fernández

Poemas - la Lanza En el Silencio 20 Isabel Hernández

Fortaleza 22 Claudia Alejandra Auriol

Lágrimas del Abismo 24 Hugo René

Momentos 28 Yuleysi Cruz Lezcano

Solo Entonces 32 Adriana Bonza

Reseña El Zaino 36 Rubén Hugo Carballo

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Martina Free Sábado. Cuatro y media de la mañana. Un sedán gris se estaciona en la calle que, dentro de unas horas, iniciará su jornada. A unos pasos del auto, un individuo baja de su camioneta, es un anciano que viste un sucio mono azul. De la parte de atrás de la camioneta, el viejo saca los fierros y una lona que le darán forma a su puesto de ropa de paca. El trinar de los pájaros y un poco de neblina rodean la atmósfera de la calle. Las luces de las lámparas comienzan a menguar una a una. De a poco, el sol despliega sus cálidos cabellos sobre el asfalto. Seis de la mañana. Los titulares de los periódicos: “Nueva religión reivindica la fe”, “El nacimiento religioso”, anuncian las novedades del día aún con la tinta fresca. Los comerciantes llegan a la avenida, con ajetreo van de un lado a otro. Algunos salen de sus casas transportando la mercancía en diablos y otros la bajan de sus camionetas. Allá va el señor de la fruta, grande y corpulento, que lleva un delantal desgastado y una gorra roja que dice Hoy. Se estaciona una camioneta pequeña que resulta ser de la señora de las plantas que acaba de llegar con su hijo de diez años. El niño, todavía medio dormido, le ayuda a bajar las macetas pequeñas al suelo. La señora va que corre por la lavanda, las rosas, los alcatraces. Toma al niño de la mano y le señala a la mujer que vende tamales, le da un billete de cien pesos y el niño se dirige hacia el puesto. La tamalera ha comenzado a servir los primeros vasos de atole de vainilla. Cinco personas se apiñan alrededor de la gran olla que contiene los tamales. Unos le piden de dulce, otros más de mole. La tamalera dice: uno por uno, de favor. Nueve de la mañana. La mercancía de los puestos está acomodada y lista para ser vendida. Huele a verdura fresca. Los comerciantes comienzan a gritar las ofertas del día a las marchantas: «¡El mejor producto de la zona! ¡Vara, vara! ¡Pásele güerita, aquí encuentra lo mero bueno!». Las señoras caminan despacio comparando precios. Algunas familias ya están desayunando en el puesto de los huaraches, «sírvame uno con queso y al otro póngale longaniza». Un señor de mediana edad, con ropas de manta, va ofreciendo ajos; otra señora, canosa y jorobada, vende cerillos. Los coches comienzan a estacionarse en las cercanías del tianguis. Desde el asiento del conductor, una mujer observa la escena amparada por los vidrios polarizados del sedán gris. Sus ojos oscuros lo devoran todo, sonríe y saca de la guantera un pequeño artefacto en forma de control remoto, prende la radio y se sumerge en el Réquiem de Mozart. Medio día. La avenida parece un hervidero de hormigas. La gente de la colonia y de otros sitios de la ciudad, se ha reunido a comprar la despensa de la semana. Las chicas les sonríen a los jóvenes que venden discos de música. Otras más preguntan por la blusa 6


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con encaje y el vestido de lunares color rojo, quieren regatear pero el comerciante no se deja y les dice: es lo menos. Se dificulta el caminar porque hay señoras con carriolas, niños que pasean a sus perros; parejitas de novios que no paran de besarse y aprovechan el exceso de gente para acariciarse y no ser vistos; el señor de los helados que va ofreciendo cucharitas con nieve de limón para que las personas se animen a comprarle. Los puestos de comida despiden olores diversos: barbacoa, cecina, pescado frito y pollo enchilado. En el tianguis, también, las personas van con su michelada en mano mientras miran las chácharas de la señora con gafas color verde. Suena el celular de la mujer del sedán gris. «Si Dios así lo desea, me someto a sus designios», dice. Apaga la radio y deja caer su cabeza suavemente en el volante. Afuera, la música es diversa y se confunde con el sonido de las películas que proyectan en el otro puesto cercano a éste. Algarabía, perros olfateando de cerca los puestos de carnitas, un bebé que de pronto suelta el grito al saberse atrapado entre el tumulto y el agobiante calor del medio día.

Dos de la tarde. El tianguis está a reventar. Es la hora de comer para las personas que trabajan en la fábrica. Los obreros, con gran apetito, ignoran al señor de los tacos de canasta y se dirigen a la doña que vende pozole. Un grupo de niños se reúne en el puesto que vende videojuegos, gritan y se emocionan al ver exhibidas las imágenes en la televisión. Las señoras van con sus bolsas pesadísimas de tantos kilos de verdura. Un chico con sombrero de ala ancha va tocando con su guitarra por todo el tianguis, de su pantalón cuelga un vaso para quien le quiera ofrecer una moneda por su canción. La mujer del sedán gris susurra sin parar«por la expiación del cuerpo, por la reivindicación de la fe» y, como una autómata, toma el control remoto y aprieta el botón. El coche explota y todo se hace añicos, el piso tiembla. Por el suelo se ven pedazos de alimentos, fierros retorcidos y restos humanos. Se escuchan gritos y llantos. El tianguis se llena de humo y olor a carne quemada. Ha cesado la música. Se han caído los tenis que colgaban del cable de luz.

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Walter Hugo Rotela G.

En los tiempos que estudiaba Medicina, conocí al Lombriz. Era uno de los auxiliares de la morgue de la escuela. Él tenía todos los datos precisos. Sabía quién era el docente que te tomaría el examen y casi sabía lo que te iba a preguntar. No por hacer trampas, sino por los años de estar allí, viendo los exámenes, las clases y todo lo demás. Él traía los cadáveres que eran donados para estudios médicos. Se encargaba de realizar los cortes de precisión junto con los médicos a la hora de disección gruesa. Después era el turno de los doctores, de los profesores, de los estudiantes avanzados, y mucho después, de nosotros los que estábamos empezando a conocer el cuerpo humano para realizar, en el futuro, las cirugías en los quirófanos de hospitales y sanatorios, pero ahora estábamos aquí en la morgue. El Lombriz te conseguía la pieza que precisabas siempre y cuando colaborabas con la yerba, con las galletitas y esas cosas. Era su trabajo, sí. Pero si te portabas bien con él, hacía un esfuerzo y te conseguía lo mejor disponible y aprendías con más detalle. Pero él tenía también, para quien quisiera escuchar, una buenas historias. Una tarde, cuando el sol iba dejando de alumbrar, lo invitamos al Lombriz a pasar por el apartamento para tomarse una cervecitas con nosotros. No era lo común, pero él aceptó. Nos apreciaba porque pasábamos muchas horas del día deambulando por allí, por los corredores de la morgue. Esa noche, cuando el sol dejó de calentar las polvorientas calles de la ciudad sobre el río rojo, el Lombriz se apareció por el apartamento y nos trajo para compartir, limones y una caña brasilera casi llena. Le faltaba un par de medidas que se había consumido con el gallego, dueño del almacén de la esquina. Siempre pasaba por ahí de camino a su casa cada tarde al terminar su jornada en la morgue. Esa noche se detuvo en nuestro apartamento y entre cerveza y caipiriña nos contó historias de los pasillos de la morgue. Él contó y nosotros le creímos, que en la hora de la tardecita cuando el sol caía, cuando los alumnos dejaban los corredores, cuando todo quedaba en paz, el silencio perturbaba. Por eso él nunca se quedaba más allá de las ocho y media cuando caía el sol en época de verano. Excepto un par de veces, cuando el viejo profesor Ríorevuelto se lo pidió, y le bastaron esas dos noches para nunca volver a quedarse más allá de la hora consabida, es decir, más allá de la caída del sol. Casi como dos horas y media después el Lombriz contó aquello de los pasos que se escuchaban en los corredores de la morgue, de los susurros que no eran de personas comunes pues pasaba todo el día entre jóvenes y adultos, hombres y mujeres, lo suficiente para reconocerlos. Y cuando se quedó no había tomado una gota de nada.

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No era su costumbre beber dentro del horario de trabajo. Era lo único que le pedían para trabajar allí. Y si no aguantabas el olor del formol, mejor dejar el trabajo a alguien que sí lo pudiera hacer. Por lo que lo cumplía. La paga no era buena, pero él estaba acostumbrado y no le importaba nada de lo que veía o sentía. Era su trabajo. Pero lo de las voces en los corredores no. Y entenderlo no era de su interés. Por lo que llegada la hora de irse se retiraba sin chistar. Excepto aquel par de veces. Contó que en aquella oportunidad que se quedó, el doctor Ríorevuelto estaba preparando una pieza para clases como de costumbre, pero tenía interés en terminar lo antes posible, pues estaba corto de tiempo y tenía mucho trabajo y un viaje impostergable. Por lo que lo ayudó, se quedó esa noche del primero de julio, pleno invierno, con la humedad que se colaba por todas partes. En eso, se escucharon ruidos ligeros que provenía de los corredores del fondo del edificio, la parte más antigua, como susurros. Y de repente se encendió una máquina y no había nadie más que ellos. Y esa máquina estaba a metro y medio de distancia, por lo que nadie más podría encenderla sin que lo vieran. Continuaron tras apagar la máquina. A continuación se volvieron a escuchar ruidos, murmullos más fuertes, más claros, pero al mismo tiempo con una suerte de sonido característico raro. A esa altura del relato, todos habíamos tomado algunos vasitos de la caipiriña y la acompañamos con varias cervezas, chorizo seco y queso, pero el alcohol subía y todos estábamos cansados, y al mismo tiempo ansiosos por saber cómo había terminado la historia. El Lombriz hizo una larga pausa como quien busca entre sus recuerdos y lo desembuchó pausadamente, con voz clara, ronca que salía de la garganta de un viejo fumador. Aunque Lombriz no era mayor a los cuarenta años, pero su estatura, el color de su piel oscura casi como el barro marrón de la orilla y su extrema delgadez lo convertían en el dueño de aquel mote. —El doctor Ríorevuelto era el tipo más decidido y firme que yo haya conocido, de buen carácter y valiente; pero esa tardecita fue el primero en correr después de que escuchamos por tercera vez los susurros. Y claro, tras él, también yo me fui. Me costó volver temprano a la mañana siguiente, pero debía venir, pues era quien abría temprano el portón. Y esa noche lo había dejado abierto— continuó el Lombriz, siempre con su ronca voz. —Del tema nunca hablamos con el doctor. Pero nunca más pidió quedarme después de hora— confirmó el Lombriz. —La segunda vez que me quedé fuera de hora, estaba encerrado. Había otro encargado y se quería ir temprano porque estaban por transmitir el juego de la semifinal del mundial, así que se apuró, no revisó todos los salones y me dejó encerrado. Me fui una hora después cuando logré romper una de las viejas puertas de madera de salón que da al río, el último, donde ya casi nadie va. Pero esa es otra historia, muchachos. Otro día se los contaré. Se hizo tarde y mañana debo volver para abrir el portón.

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José Rodolfo Espinosa Silva

Me preparé un chocolate de olla, se podía ver el vapor emanar de la taza y el vaho salir de mi boca tras un buen sorbo. —¡Ya voy! —grité, era mentira. Había escuchado la sirena mucho antes de que la patrulla se estacionara afuera de mi casa, con sus luces azules y rojas. No tenía intenciones de entregarme sin terminar mi bebida, sabía que no volvería a probar una en mucho tiempo. —No, pero en la noche, ¿qué hiciste la Nochebuena? Un guardia se acerca a la puerta. Golpea la reja con su macana. Les gusta hacer eso, quizá sienten algún placer con los ruidos metálicos, también les gusta el sonido de las monedas. —Mudo, te buscan. —¿Quién? —Tu madre. El guardia introdujo la llave en la ranura y abrió la celda. El Mudo se incorporó y con una sonrisa contenida atravesó la puerta. El oficial volvió a cerrar y mi compañero desapareció en el largo pasillo. Entre criminales no nos juzgamos. Por lo menos entre nuestra clase, los que sí deben pagar su delito con todo el peso de la ley. Javier, en cambio, nuestro vecino, ¡maldito sea!, su mayor disgusto es que debe cagar en la misma celda donde duerme. Su esposa se llevó la mitad de todo lo que robó. Dicen que está en Europa dándose la gran vida. Y él sólo espera que sus abogados hagan un buen trato. Seguro saldrá en un par de años, mientras, espera viendo Netflix y comiendo carne y pollo a diario. Mi compañero sí que pagó su delito. Era prefecto en una secundaria, el imbécil se metió con una chamaquita. Se ganó su apodo el día que llegó a prisión. Permaneció en silencio sin emitir un solo ruido cuando los compañeros le brindaron la bienvenida. Esa noche tampoco hablé mucho. Fue hasta una semana después cuando comenzamos a llevarnos. Así me enteré de su historia, lo había dejado su mujer y le dieron quince años. Por lo menos él saldrá con vida de aquí. Aunque no me arrepiento. No 10


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me arrepiento. Pero no puedo evitar sentir algo de envidia cada vez que viene la madre del Mudo, lo visita religiosamente cada mes. Nadie ha venido a verme desde que llegué. Y eso me molesta. —¡Ey!, te vuelas, cabrón. Seco mis ojos con el dorso de mi mano. —Eh… lo siento. El Mudo regresa. Se le ve feliz. Trata de ocultarlo en cuanto me mira, y eso me ofende aún más. —¿A dónde te viajaste? Trae algo en la mano. —A una Navidad que me trajeron un puto caballo —Mamá me trajo tamales, quise guardarte un par. de madera en vez de lo que pedí. Lo pienso un segundo antes de aceptar. Siempre es mejor comida casera que la basura que nos dan en el comedor. Aún está caliente. Le doy una mordida, la masa es firme y la carne tiene un sabor fuerte, magro. —¿De qué son? —De venado. Cuando niño, mis hermanos y yo íbamos con mi padre a cazar antes de Navidad. Mi hermano Raúl decidió seguir con la tradición cuando el viejo falleció. —Has tenido suerte, la primera Navidad que recuerdo fue cuando tenía siete, mi padre se puso muy ebrio y golpeó a mamá, yo intenté detenerlo y me llevé este corte en la ceja —le señalé la cicatriz. —¡Qué grueso, mi Santa! Santa. Ese fue el apodo que me dieron al llegar a prisión. Es como un segundo bautizo, solo los jefes de la mafia conservan sus nombres: don Luis, don Tony; el resto de nosotros somos llamados por motes, incluso los oficiales nos dicen así. Lo cierto es que yo creía en Santa Claus, el original — bueno, el que Coca-Cola nos dijo que era el original—, a los ocho años le pedí un helicóptero que pudiera volar, que fuera a control remoto. Dicho juguete no existía en ese entonces, pero yo había escuchado que Santa tenía un taller en el Polo Norte donde tenía a duendes como obreros fabricando juguetes a diestra y siniestra. Yo estaba seguro que me lo traería porque ese año fui muy bueno. Le ayudé a mamá a cuidar a Juanita, incluso le cambiaba los pañales. Mi padre huyó de casa dos semanas después de salir de prisión, por lo que mi madre tuvo que conseguirse dos trabajos.

—¡Qué viejo estás!, pero creo que te entiendo, una vez pedí un Nintendo y me trajeron una mierda hecha en china con cincuenta juegos, todos culerísimos. ¿Cómo se llamaba? —Power Station —le respondo. —¡Ándale! —Hice lo mismo con mi hijo, ¿sabes?, por tres días fingió disfrutarlo. Yo me sentí terrible porque sabía que no le daba lo que quería, pero el otro juego costaba más de lo que yo ganaba a la quincena. —No te me achicopales, mi Santa, no en Navidad, mejor sígueme contando sobre el año pasado. Me quedo callado unos momentos. Controlo mi voz, no quiero que se rompa mientras estoy contando la historia. —El año pasado trabajé en un centro comercial. Ya tenía la barriga, y el trabajo era más sencillo que el de empacador. Debía sentar a los niños a un lado mío, escuchar lo que querían de regalo y decir: JOJOJO. —¿Cómo? Hazle otra vez, para mi niño interior. —¡Chinga tu madre! —¡Santa no debe decir palabrotas! —¿Quieres oír la historia o no? —Sí cabrón, pero divagas. Ya me contaste de las navidades pasadas, cuando llevaste a Rosita por primera vez con tu mamá, de la primera Navidad de casado, de la primera Navidad como viudo, de esa primera cuando te pegó tu papá. —Te estoy poniendo en contexto. —Pero no llegas a lo que quiero saber.

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—¿Qué quieres saber? —Acerca de tu última Navidad. —De acuerdo. Como te decía, ¿me vas a dejar hablar? —el Mudo guardó silencio, haciendo una seña como de cerrar un zipper en su boca —Lo más difícil era escuchar a los niños pobres, se distinguen muy fácil de los demás por los zapatos y la calidad de su ropa. Ellos siempre pedían una sola cosa. —Paz en el mundo. —No, ¡no mames, Mudo!, son niños, no santos, ni que fuera la Rosa de Guadalupe. —Perdón. —Deja de decir pendejadas. Me refiero a que siempre pedían un juguete, los niños ricos piden diez o veinte, pero quienes no tienen, a veces no creen merecer más. La niña se acomodó a un lado mío y recargó su cabeza en mi panza. Sentí la mirada protectora de la madre a la distancia. Decidí ignorarla y le regalé una gran sonrisa a la pequeña mientras palmeaba un par de veces su cabeza. —Me gustaría una Hoverboard. —¿Y eso qué es? —La niña me miró con extrañeza como si fuese un estafador. —Por supuesto que yo sé, es para ver si sabes lo que estás pidiendo. Me sonrió abiertamente y se recargó un poco antes de responder, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. —JOJOJO cuenta con ella, Miley. La niña me abrazó con fuerza y se bajó del sillón. Estaba por irse, pero dio la vuelta y agregó: —Vivo en la Calle Gardenia número 42, en realidad es casa de mi tía, pero mamá y yo vivimos con ella. Por favor pon en el papel de regalo mi nombre o Samanta dirá que es para ella. Siempre miente. —Yo ya lo sé —le aseguré —y si se sigue portando así, el próximo año le traeré carbón. La pequeña fue donde su madre y alcancé a escuchar que le contaba de nuestra charla con mucho entusiasmo. Mi turno estaba por terminar cuando un niño llegó corriendo a sentarse en mis piernas. —¡Abuelito! —no lo reconocí hasta que lo escuché hablar. —¡Iker! —Abuelito, qué gordo estás. ¿Qué haces disfrazado de Santa Claus? Divisé a mi hijo a la distancia. Usaba un suéter gris y unos zapatos color café muy sucios. Hacía cuatro años que no lo veía. Revisé los tenis de mi nieto, parecían estar muy desgastados también. —Iker, deja que el abuelo termine su turno. 12


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—Tonterías, ¿qué vas a querer para Navidad, amiguito? JOJOJO La cara de mi nieto se iluminó, sin embargo una sombra pasó por el rostro de mi hijo. —No creo que sea buena idea… —Quiero un helicóptero, pero de esos que vuelan a control remoto como un dron, los venden en Soriana. —JOJOJO pues si has sido un buen niño, seguro que lo tendrás. Mi hijo negaba con la cabeza. —Ven, Iker. Me levanté del sillón y me le acerqué. —¿Todo bien? —En realidad vine a pedirte un favor. Marina em- —No, usé cloroformo. peoró y las finanzas no andan muy bien. —¿Y cómo hiciste para saber su contraseña? —No me dijiste que estaba enferma. —Fecha de nacimiento, te sorprendería cuánta —Desde hace dos años, pero no tiene caso preo- gente la usa como NIP. Retiré todo lo que pude cuparte. Lo cierto era que no nos veíamos desde y también usé el efectivo que traía. Pagué los juel funeral de su madre. guetes menos costosos directamente con la tarHablábamos poco por teléfono. Siempre llamaba jeta, daba igual si la firma se parecía o no. Y me fui a repartir regalos. yo. —¿Cuál era ese favor? —pregunta el Mudo. —Su madre coleccionaba onzas de plata, tenía veinticuatro. —¿Y se las diste así, sin más?

—¿Y el de tu nieto?

—DHL. También le envié algo de dinero a mi hijo. Lo volvería hacer. Supe que al gerente le reembolsaron su aguinaldo.

—Es mi hijo. Le hubiera dado mi brazo izquierdo si Escuché nuevamente el sonido de la macana me lo hubiera pedido. contra la reja. —Y por qué no… nada… continúa. —Santa, te buscan. —Le pedí que pasáramos Navidad juntos, pero me dijo que sólo venía por eso, que debía regre- —¿Quién es? sar a Monterrey. Tenía que pasar las fiestas con su —¡Feliz Navidad! —dijo el guardia y sin decir más esposa. Tampoco quiso dejarme al niño, aunque se retiró. le insistí. —Creo que ya entiendo porque lo hiciste. ¿Pero Por primera vez en un año recorrí ese anhelado cómo supiste las direcciones de todos los niños? pasillo. Al llegar al final, una luz me cegó. El aire olía diferente, los focos brillaban distinto. Era la —Tengo muy buena memoria, JOJOJO, esa noche sala de visitas, en la que nunca había estado. era la última de mi contrato. Lo difícil fue convencer al gerente de que me diera un aventón a casa. —Hola, papá. —¿Lo golpeaste?

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Eduardo Andrés Fernández Gutiérrez ¿A dónde se fue su gracia, dónde se fue su dulzura? ¿Por qué se cae su cuerpo como la fruta madura? Cuando se muere la carne, el alma busca en la altura la explicación de su vida cortada con tal premura. Rin del Angelito, Violeta Parra

La fiebre de su hijo le impedía conciliar el sueño, y una vez que lo hizo, en contra de su voluntad y conducida por la fatiga que arrastraba de días anteriores, su niño murió. No pudo sentir su último suspiro o lo que sea que haya hecho el bebé de tres años antes de morir. Puede que haya llorado y ella no se diera cuenta. O puede que no lo hiciera: quizá se fue durmiendo y soñando delirios a causa de una mente que se derretía por el calor que emanaba su cuerpo. Lo tomó en sus brazos, ahora helado y pálido, y hundió su cara en el pecho del niño con fuerza, casi ahogándose. Justo cuando lo hizo, se abrió la puerta de la habitación de par en par y entró una señora, vieja, de negro, como si la mujer estuviese preparada para un duelo desde hace mucho antes, desde siempre. —Te prohíbo que sigas llorando —le dijo su suegra—, no te das cuenta, idiota, que ahora tenemos a un angelito. María se levantó con el bebé en brazos y se secó las lágrimas. —Él tiene la culpa, tu hijo. Le dije que no podía celebrar así el nacimiento del crío tomando por una semana, que algo malo le iba a pasar. María recibió una bofetada que la hizo tambalear, pero se esforzó por no caer, temiendo soltar al niño. La rabia que experimentó en ese momento fue tan violen- ta que sus manos comenzaron a temblar. Pero no reaccionó más allá de los temblores. —Pásame ahora al angelito. Le haré un hermoso traje, casi sin costuras. Y tú prepárate, que tenemos trabajo que hacer. Al niño, después de la visita en la madrugada del médico pueblerino que confirmó su muerte, lo pusieron acostado en un cajón de tomates. Ambas, madre y abuela, lo llevaron a la sala principal que era pequeña y humilde, y lo ubicaron en la mesa del comedor, la cual arrinconaron en la pared. Tras varios intentos lograron sentarlo y acomodaron sus manos de forma cruzada en sus rodillas. Llenaron la mesa de flores blancas que rodeaban una sola vela prendida, imágenes de santos, rosarios y medallitas. Le fijaron los párpados con engrudo para que mantuviera los ojos abiertos. María tuvo un papel secundario en todo el proceso. Su suegra le daba órdenes gritándole, y ella intentaba ayudar como mejor podía: 16 años bajo violencia, primero por parte de sus padres y luego de su esposo, la habían convertido en una persona insegura y tímida, que se cuestionaba con demasiada severidad cada uno de sus actos. Por otro lado, aunque lo deseaba, tenía miedo de llorar. 14


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«Ni se te ocurra derramar una lágrima, ¿me oíste? Suficiente con haber sido una mala madre cuando tu hijo estaba con vida. No te permito que le mojes sus alitas», le advirtió su suegra. Y María se había convencido de que la muerte del niño se debía a su propia negligencia y, por nada del mundo, quería infligirle más daño después de muerto. El inicio de la ceremonia estaba tardando. Dos razones: el traje de ángel que la anciana confeccionaba no terminaba de convencerla, por lo que hacía y deshacía la túnica blanca junto con las alas de papel; la otra, el padre de la criatura se había esfumado durante la enfermedad de su hijo y aún no había regresado. No era la primera vez que lo hacía. Para el día del cumpleaños 15 de María, después de haberle propinado una golpiza a su esposa porque la comida no estaba lo suficientemente caliente, se fue por cerca de tres semanas; días en que María tuvo que arreglárselas sola con su hijo de dos años. Mientras se esperaba la presencia del padre y el disfraz del niño, la criatura se estaba descomponiendo. Su cuerpo se había hinchado, desprendía un olor desagradable y había perdido la palidez inicial de su piel dando paso a tonos amarillentos y algo verdosos. Sus pupilas deshidratadas mostraban un extraño relieve y se habían vuelto opacas. Tan opacas que era difícil distinguirlas. A María, angustiada, le parecía que su niño estaba a punto de colapsar.

Eso no impidió que, cada mañana y cada anochecer, besara a su hijo en la mejilla. Se encontraba en una situación confusa: con la misma intensidad con la que deseaba que a su hijo lo enterraran, que finalizara aquella tortura, también quería que siguiera ahí. No le importaba que al cabo de un tiempo fuera solo huesos. Ver el cuerpo de su hijo minutos después de despertar, sintiendo sus pechos llenos de leche, era para ella un consuelo. Una tarde en que María estaba moliendo choclo con el moledero de metal que había heredado de su madre, llegó Juan. Entró sin hacer ruido, vio a su hijo vestido con el traje de ángel que por fin le había hecho su abuela, y se dirigió a la cocina. —¿Cuándo… cuándo pasó? —le preguntó a María. —Hace tres semanas, un día después de que te fuiste —respondió ella.

María lo observó: tenía la misma ropa, pero olía como a fierro, como al metal cuando se fricciona. Sin embargo, la voz con la que formuló la pregunta…. María percibió ciertas inflexiones, matices en su tono que le dieron la impresión de haber dolor y un rastro de ternura en sus palabras. Recordó los días en que él comenzó a cortejarla cuando era apenas una niña de trece años. Juan, mucho mayor que ella, trabajaba como peón de fundo, un allegado de la hacienda más grande de Olmué. Después de varios encuentros en donde intercambiaron no más que miradas, se presentó con algunos ahorros ante el padre de María y el viejo no lo dudó: le entregaba a su hija, la menor de siete. Que se la llevaría a Santiago, le dijo Juan, que allá en Recoleta había heredado una modesta choza. María soñó con un futuro con aquel hombre, alto, atento y amable. Pero el sueño resultó ser solo eso: un sueño. —¿Cuándo vai a tener listo el almuerzo? —En dos horas, ma’ menos. —Voy por mis compadres… Ese cabro chico ya parece un fantasma.

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María sabía que “los compadres” era un montón de borrachos, entre los que se encontraban algunos músicos y poetas que estarían encantados de asistir al velorio por un poco de “gloriado”: una mezcla de agua ardiente con azúcar. Los asistentes, junto con Juan, llegaron en poco tiempo, alrededor de las tres de la tarde. Traían guitarras, alcohol y energía para despedir al angelito. También llegaron mujeres: señoras vestidas de negro que María nunca había visto, pero que se comportaban como si la hubieran conocido a ella y a su hijo, como si la hubieran ayudado con el parto, como si le hubieran ofrecido pan cuando no tenía qué comer.La abuela los recibía en la puerta: «Me lo ojearon, ¿sabe?, de repente se sentía como si quemara, oiga, su cuerpecito tan chico. Tenía la mollera abierta y un ojito que apenas se le abría. Lo llevamos donde la santiguadora, pero na’ se pudo hacer», repetía como una especie de mantra, incluso antes de que le preguntaran qué le había pasado al niño.

María se ocupó de servirles algo de comida que había preparado: un poco de cazuela, un consomé, un caldito para que los cantores fortalecieran su canto: la oración cantada. Pero tuvo poco éxito. Era el “gloriado” el verdadero protagonista, preparado rápidamente por mujeres que ella desconocía, y el cual se pasaba, de mano en mano, caliente, con un fuerte olor a canela que disfrazaba el aroma a cadáver que desprendía del angelito. A pesar de su timidez e inseguridad, María caminó al centro de la sala y quiso decir unas palabras, pero Juan no la dejó. «No sabís ni leer ni escribir, ¿qué vai a decir, huacha de mierda?», le gritó frente a todos, interrumpiéndola. María sintió cómo su sangre fluía hacia sus puños y su rostro. Se sintió enrojecer de rabia, pero no hizo nada más que buscar un lugar apartado y oculto donde poder sentarse. Su suegra tomó el protagonismo. Lanzó un grito para que todos la escucharan: —Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. 16

—Ten piedad de nosotros —respondieron los asistentes. —Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. —Atiende nuestra súplica. —Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. —Danos la paz. «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…»

El ritual comenzó. Los cantantes afinaron sus guitarras, llenaron sus vasos de “gloriado” y empezaron a entonar canciones que hablaban de la muerte, de la resurrección de la carne, de la bendición que significa encontrarse con Dios, de la suerte que representa tener un angelito en la familia, de la fortuna que tuvo el niño de morir sin haber cometido un pecado. Se turnaban, cada uno, para vocalizar melodías en las que la voz, cantadita, pero fuerte, hacía vibrar los frágiles cimientos del hogar. Tenían una sola intención: que en el cielo se escucharan sus letras. «Un canto a lo divino» le llamaban, mientras el niño observaba con sus ojos muertos, sin pupilas, impávido, más cerca de la tierra y de los gusanos que de cualquier dimensión espiritual.


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Y entonces, parada observando cómo la escena se llenaba de borrachos, risas y gritos, María tuvo el deseo de tomar a su hijo y llevarlo lejos. Correr con él por las calles, sacarlo de esa fiesta y convertirse en una mujer errante con un niño cadáver a cuestas, escondido, oculto a todos porque no le pertenecía a nadie más que a ella. Vivir la muerte con su pequeño hasta que la muerte la encontrara. Sin embargo, como en todas las pulsiones que experimentó a lo largo de ese día, se contuvo.

Hizo incluso lo contrario: intentó empatizar con esa gente. Al fin y al cabo, las personas estaban ahí para despedir de una buena forma a su hijo. Se acercó a uno de los poetas y le dio las gracias, le dijo que estaba dispuesta a devolverle el gesto de alguna forma, que si había una manera que no dudara en decírselo. El poeta le tomó el hombro y le dijo con un halito alcohólico que obligó a María a bajar la mirada: «no se preocupe, mija, el angelito paga y paga bien».

María sonrío. De repente, tuvo las manos de Juan apretándola del cuello. No mucho, pero María tuvo tanto miedo que no podía respirar. El poeta se paró e intentó ayudarla de forma débil, también con miedo. Juan la soltó, pero luego le agarró el cabello y se la llevó con fuerza a la habitación. La trató de puta, se sacó el cinturón y la golpeó con la hebilla en las piernas. María movió los bra-

zos para alejarlo, pero Juan la tiró sobre la pared. Su cara golpeó con fuerza el muro y se quedó así, dándole la espalda. Juan se bajó el pantalón y le subió el vestido. La penetró varias veces hasta que la borrachera se lo permitió. En un punto de aquel flagelo, su suegra entró en la habitación, pero al ver lo que estaba sucediendo, cerró la puerta y se fue tratando de no hacer ruido. María no sintió tristeza; se lo impidió a sí misma, pero sintió una rabia que ardía en sus ojos. Juan se ajustó los pantalones, dejó caer un poco de vómito en el suelo, trastabilló y regresó como pudo al lugar donde velaban al angelito, incorporándose al jolgorio que perdía fuerza por culpa del “gloriado” y el sueño. No supo cuánto tiempo estuvo sentada sin atreverse a levantar. Le dolía el cuerpo, se sentía enferma y cansada. Desde el espacio donde estaba el angelito, su angelito, ya no se escuchaban cantos; la música de fondo era solo ronquidos y el crujir de las maderas. La luz de la luna atravesó el cristal roto de la ventana e iluminó su rostro endurecido, sus ojos amarillos y su cabellera caoba… María entró en la sala semidesnuda con sus pechos descubiertos. Su esposo estaba tirado en el piso borracho junto a sus amigos. Las mujeres dormían. El angelito se había tumbado y estaba acostado boca abajo en la mesa de centro. María se acercó a él, le dio vuelta, le dio un beso en la frente y tomó la vela prendida. A los pies de Juan estaba la olla, todavía caliente, que contenía el “gloriado”. María la tomó y roció su contenido a los pies de Juan antes de arrojarle la vela. Las llamas lo envolvieron en cuestión de segundos y se propagaron con rapidez por toda la habitación.

María no escuchó los gritos. No quería hacerlo. Volvió a dirigirse a su hijo, lo abrazó con fuerza aguantando las lágrimas y le susurró, sin importarle la inclemencia del calor que sintió subir por su vestido: «al señor voy a pedir que cuide de mi mamá, con placer y gozo ya me voy de lo terrenal. Sin culpa original me espera la virgen pura en un tono de dulzura…»

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Isabel María Hernández Rodríguez

Suenan los violines en el silencio atronador, embelesada reposa mi cara sobre la sedosa almohada, la remembranza acude a mi alma dormitada, como si quisiera despertar en el resplandor.

Late mi corazón en la oscuridad de la noche, y siento los ríos recorriendo mi cuerpo extendido, mis ojos entreabiertos desean verte junto a mí, adormecido, acariciando mi lacia melena negra azabache.

Reina la quietud de las hadas que revolotean por la estancia, me sonríen con su boca rebosante de perlas, tú alzas los brazos, palmeas y bailas, como si quisieras atraparme entre la nacarada esencia.

Llama la madrugada arañando los gélidos cristales, trepo la soledad muda de la pared hasta el alpende de la ventana, lloran los naranjos cubiertos del rocío de la mañana, mis manos trémulas mecen silenciosos cascabeles.

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Claudia Alejandra Auriol

Conozco los sinsabores de la vida que adoctrinaron con su tortura la agonía de mis sueños. Conozco el infortunio. Los abismos, las mortajas y a los ángeles caídos. Conozco los jirones del destino. Sé del impacto y sus esquirlas. Conozco los perímetros de las lágrimas negras y los lienzos enlodados del salitre de su esencia. Aún así no me resigno. Una voz interna clama a gritos su redención. Y yo, que soy un jinete en medio del apocalipsis me pongo de pie ante las sombras y elaboro un duelo mientras sepulto los restos frente al espejo que se desconcierta y me alaba. 22


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René H.G.

I. Fragmentos rotos en el alma herida, suspiros perdidos en la noche fría, aliento robado por el dolor incesante, en este mar de tristeza, navegante. II. El silencio susurra triste melodía, acompañando el llanto de mi agonía, desvaneciéndome en un océano de pesar, donde los recuerdos no dejan de martillar. III. El viento suspira trágicas memorias, trayendo el eco de pasados días, donde el amor se deshizo en promesas, y el corazón quedó atrapado en tristezas. IV. La noche abraza mi melancolía, mientras las lágrimas claman por compañía, el eco de un adiós resuena en el silencio, y el suspiro de mi corazón se pierde en el vacío. 24


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V.

IX.

El tiempo se desvanece en el lamento,

El espejo refleja la imagen de un rostro apagado,

como un reloj que marca mi tormento,

donde se ocultan los suspiros sofocados,

noche tras noche, sueños que se desmoronan,

las grietas del alma se hacen más profundas,

y la tristeza eterna en mi alma se entrona.

mientras la tristeza en mí se multiplica y se ahonda. X.

VI.

El eco de un adiós resuena en cada rincón,

El sol se oculta tras un mar de nubes grises,

una despedida que hiere el corazón,

reflejando el dolor que mi corazón desliza,

mis sueños se convierten en cenizas,

las lágrimas desbordantes se confunden con la y la tristeza inunda mis días y mis risas. lluvia, XI. y mi tristeza toma la forma de una melancólica El reloj marca el paso del tiempo vacío, duda. una melodía triste en cada tic-tac sombrío, VII.

los recuerdos se arrastran como espectros,

El invierno trae consigo el frío desconsuelo,

dejando marcas imborrables en mis huesos.

congelando mis lágrimas en este triste cielo,

XII.

mi corazón se desvanece como nieve fundida,

El suspiro de mi alma se ahoga en lágrimas,

en un paisaje sin esperanza, sin vida.

un mar de tristeza que inunda mis caricias, el amor se desmorona como castillo de arena,

VIII.

dejando mi corazón en ruinas, apagado y sin pena.

La ausencia se viste de sombras y desolación,

XIII.

dejando un vacío en mi corazón,

Las sombras se alzan en danza fúnebre,

se esfumaron los días de amor y risas,

mientras mi corazón se desvanece en penumbra,

y ahora solo resuenan mis lágrimas marchitas.

la tristeza se instala en el rincón más oscuro, y mi alma se desgarra en dolor inseguro.

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XIV.

XIX.

El otoño dibuja colores de tristeza,

Las lágrimas inundan el río de mi desdicha,

en cada hoja que cae, en cada tristeza,

donde naufragan todas mis esperanzas marchitas,

la soledad se aferra a mi ser,

la tristeza me envuelve como un manto oscuro,

como una sombra que no puedo vencer.

y mi ser se desvanece en un eterno futuro inseguro.

XV. El eco de tus palabras se desvanece en el aire,

XX.

dejando un vacío que nada puede llenar,

En cada poema se dibuja mi tristeza eterna,

la tristeza se refugia en mi pecho,

en cada verso se derraman mis lágrimas internas,

y mi corazón sufre en silencio y despecho.

este poemario es el suspiro de mi dolor,

XVI.

la expresión de un amor perdido, un triste clamor.

El desamor se cierne como nube tormentosa, arrancando la ilusión, dejando solo tristeza, mis lágrimas se mezclan con la lluvia que cae, y en cada gota se esconde un adiós que no se va. XVII. La melancolía se cuela en cada verso, en cada línea se dibuja mi universo, el dolor se convierte en compañero constante, mientras mi alma sucumbe en este triste instante. XVIII. El tiempo consume mis sueños marchitos, en cada amanecer, se esparce mi grito, la tristeza se enreda en los hilos del destino, y mi corazón se desvanece, triste y clandestino.

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Yuleysi Cruz Lezcano

Es con el abrazo que la corriente encuentra la isla, ola sobre ola, se escuchan fantasmas, entran en las cosas de aquellos que se van para buscar el final del mar. Hay en todo una mirada, una especie de cielo, un agua de naufragio, un viaje, un volo, un viento de despedidas que saben combinar el día que ya no existe y la memoria que se queda en ese silencio que describe el momento en que la luna sale de una nube. Hay un tal vez de existencia en la imagen de cada astro 28


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que crea e impulsa los reflejos usando los brazos de una divinidad fluvial en el corazón de la justicia poética. Existe en la imperfección sin métrica un visible y un inmaterial que pueden cumplir el mismo viaje si se habla de regresos. Existen versos que llevan instantes presos en la flota del vino que se mueve dentro la resistencia que desea una voluntad que pueda buscarse en otro cuerpo.

Nostalgia

Llevaba momentos estrangulados, en los ojos pequeñas cosas conservadas detrás de la mirada. Una sombra rechazaba los relojes de mentiras y despojes encogidos en un puñado de lágrimas. Recuerdos

Madre, me gustaría contarte lo que ya no recuerdas, hablarte de tu casa con las paredes de madera, del sendero de tierra y de los gorriones. Me gustaría hablarte, pero veo

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que es inútil buscar

No quiero vivir de simulacros

en tus ojos

en una versión de mí “sacrificada”.

mi nombre, los nombres de mis hijos.

Quiero mostrar mi yo como la fuente

Dime, madre, ¿en qué lugar

y contarle a la gente

olvidado se escucha la resaca

del nido donde crecí como préstamo

de lo que fuiste?

del arte musical que hoy borra

Tu mente paralizada

las aguas torrenciales del comienzo.

intenta entender quién soy.

Quiero mostrar la sangre

A veces me sonríes y repites

que muerde mi sangre

mi nombre sin sentido.

cuando corre por las venas

¿Dónde estás, madre?

con la bandera de esa isla que se queda

¿Acaso recogiendo “mangos”

tatuada en la piel y dibuja

como cuando eras niña?

el velero fugaz de la distancia. Quiero mostrar la sed que devuelve cicatrices

Basta un suspiro

Se siente fuerte el ruido del alma

que me invitan a dormir al lado de una infancia que no se despierta.

anticipado del canto breve de la noche que rescata

Cartografía sideral

la última estrella.

Mirada y cartografía sideral,

Se duerme la noche sin apagar

los ojos aprenden encontrando

ciclones presos

el agrado de las combinaciones de tono.

donde escapan recuerdos ilesos,

Ir, dejar las propias raíces

sacudidos de silencios migratorios,

y después cargar

empujados en un promontorio

con el vacío deshabitado

de sueños que levantan la mañana.

que se repite como un castigo

No quisiera ser la mujer que habla

donde se oyen llegar pisadas,

de su tierra lejana,

corrientes marinas que caminan,

presentando la sonrisa como escudo.

barcos que se van

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para integrar lo que escapa en la palabra que es madre, en el río que es hijo. Palabra tras palabra el terco ruiseñor se despide y todo lo perdido parece una resurrección, mientras se camina en círculo y la palabra pregunta: ¿Dónde está la tierra prometida? No aparece la riqueza idealizada antes de la partida. Los ojos recién nacidos en salas de tímidas auroras, identifican y aprecian la nostalgia que se respira en la sal de una lágrima estrujada por soplos de un viento que rompe sangre, espumas, recuerdos inmersos en el estruendo de las olas que cuentan otra orilla, otra vida.

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Adriana Bonza Muchas veces me pasa que no sé cómo ser. En esos días quisiera que conmigo hubiera un algo, un dios, una palabra, una madre, que califique ante mí para que me invada, me conquiste, me amalgame y me simplifique. Pero oh, casualidad, en esos días estoy sola de soledad total. Está la nada y yo, que no sé cómo ser.

Envidio la mirada ajena. Qué bueno sería poder verme y significar-me desde ahí. Ser una extranjera, turista en mi cuerpo y explorarlo creyéndome el folleto. Ser esa que dicen que soy como si fuera cierto, sólo un rato.

Pero no. En cambio nace una urgencia de lluvia. Una invocación a la niña de agua 32


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que transmuta el territorio en disputa de mi ser en una paz líquida y fluida, que con amorosa prepotencia ablanda el entumecimiento de las guerras diarias. Ordena lo desordenado y lo prepara para la próxima irrupción de esa realidad que aunque extraña, hago mía.

Y soy mis hijas, mis hermanas, mi madre y mis abuelas. Soy lo que ellas pueden y pudieron, mas todo aquello que no pudieron ni pueden. Anudado en el trazo helicoidal de mi ADN serpentea y se multiplica silenciosamente lo que soy. Vive en el Ánima . Tengo muchos nombres, Me llaman bruja y también me llaman hada.

Desde las sombras profundas de la noche de los tiempos brotan voces en diversas lenguas, y explotan en mi garganta. Sólo entonces soy, todas ellas.

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Rubén Hugo Carballo Llora la calesita de la esquinita sombría, y hace sangrar las cosas que fueron rosas un día... Palabras ahora nuestras, que fueran de Catulo Castillo. Doña Rosario, temprano, llamó a la puerta de mi casa. Sin la sonrisa habitual, la dulce gallega, lagrimeaba… Mi vasca madre, muy sorprendida por esta visita inesperada. Pero, más conmovida aún por el dolor que expresaba el rostro, siempre amable, de Doña Rosario. —¿Qué pasa? ¿Qué le pasa Doña Rosario? —¡Doña Felisa!... ¡Doña Felisa!... ¡Ramiro amaneció quieto! No se mueve… No respira... ¡Ay! ¡Dios Mío!... ¡Algo le ha pasao!

Tiempos de niño. Siete u ocho años, no más tendría. Corríamos entre varios, a los empujones, para llegar antes a la fila que se formaba en la reja de entrada de la calesita de Don Andrés. Él abría puntualmente a las 5 de la tarde. Sabía de las ansias y sueños de gloria por arribar a los mejores caños. Hacia aquellos que rodeaban y se erguían entre los pintos carruajes, animales de ensueños y personajes de cuentos que giraban hacia un destino incierto. A los que causaran menos molestias, para lograr el fin último y trascendente. Sorprender a Don Andrés, e intentar, aferrados a ellos con nuestras piernas entrecruzadas, y ambas manos al vuelo, arrebatarle de la pera, la tan deseada y ansiada sortija, a pesar de sus escondedores malabares, de sus intrincados firuletes en el espacio, de sus manejos del tiempo… Dentro… Tal dragón sin fuego ni alas… El zaino.

Con anteojeras el zaino. No debía ver nada que distrajera su inútil atención. Cruelmente cautivo, ahora lo sé, era el impulsor animado que permitía, giro tras giro por infinitas jornadas, que nuestros deseos arribaran a la meta… Con música iniciaba su andar, sin ella se detenía… Con música iniciaba su andar, sin ella se detenía… ¿Cuántas músicas y silencios? Su morral con alfalfa fresca entremezclada con avena, y los galones de agua que cada tanto le acercaba Don Andrés, eran sustento suficiente para sus ansias. Dormido estaba… Entrecerraba sus ojos siempre. Con movimientos instintivos y naturales, las crines de su cola alejaban las molestas moscas, que a su sensible piel hostigaban. No más. Caminar… 36


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Parar… Caminar… Parar… Caminar… Parar… Sortija. Cuántos lances imaginarios con miles de manos has librado. Has sido negada y cedida. Acariciada has sido. Observada entre palmas cerradas como mariposa que en breves momentos levantará vuelo… Don Andrés sabía esto. Conocía nuestros anhelos. Juntábamos centavo tras centavo. Hacíamos mandados, buscábamos barras de hielo, lavábamos veredas. Pedíamos a todos… A padres fatigados, a madres ahorrativas, a abuelos cómplices, a vecinos complacientes… Siempre algunas monedas conquistábamos. Claro está, no siempre. Algunos más, otros menos, algunos nada… Mirábamos los ojos sin brillo de los amigos que ninguna moneda habían conseguido. Desasosiego mayor no he conocido. Ver sus miradas tras el alambrado que rodea nuestro coliseo, era lacerante… Intuitivamente sabíamos lo injusto de tal suceso. Entendimos que, si compartíamos caramelos, juegos y picardías, debíamos hacer lo mismo con las monedas… A partir de tal comprensión éramos todos uno.

Luego del trajinar diario y repetido, el zaino era despojado de sus arneses, y Don Andrés lo llevaba al descampado lindero. Este zaino manso, alzaba entonces su testa, abatida siempre sobre su amplio pecho, y observaba el horizonte atardecido… Roía y masticaba los brotes verdes, cuando había. Al rato nomás, lo trasladaba al interior del terreno donde estaba emplazada la calesita y lo ataba al palenque. Destino final de otro día sin voluntad propia. Esta vez bajo las primeras estrellas con luces de años.

Con el tiempo, un grupo de vecinos amigos colaboró con Don Andrés, y le hicieron un tinglado de madera y chapa al zaino, para que se protegiera de los soles y lluvias.Invariablemente, siempre, lo encontraban erguido bajo diversos cielos.De tanto en tanto, los más pícaros se colaban, aprovechando las oportunidades que surgían cuando, en bulliciosas chiquilladas, invadíamos a su apertura el giratorio castillo de nuestros sueños. Eran también los más pobres los más pícaros, de ninguna o muy pocas monedas. Don Andrés lo sabía… Y bien que disimulaba. Pero, con su accionar posterior, les marcaba la cancha. Seguros de sí, envalentonados por su osadía, confiados estaban de conseguir, también, la venerada…

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No lograban tomar la sortija ni con cuatro manos… Los ingenios espaciales que Don Andrés lograba con la pera, les impedía contacto alguno con la sortija. Luego, tras notar la zozobra de mis osados compañeros, aflojaba la mano, cadenciaba los movimientos, suavizaba los giros de su muñeca, y las manos pícaras, agotadas ya por vanos esfuerzos, tomaban la sortija incrédulos aún de tal logro. Sonrisas así, pocas he vuelto a ver… Cruzaban con Don Andrés, entonces, miradas de agradecimiento, con disculpas y perdón incorporados. Algunos años pasaron, con sus diversos cielos. Don Andrés, para entonces ya con achaques varios y serios por su edad, requería la ayuda de vecinos para continuar con la calesita en funcionamiento. Tan importante y trascendente era para todos, su existencia… Amanece en su vida Doña Rosario, vecina perpetua del barrio, otros amigos… Y yo mismo. Alternábamos en nuestros tiempos libres la manutención del zaino, la limpieza del predio, la atención de los niños, el equipamiento y mantenimiento del coliseo. El portador de la pera con sortija y su manejo era mi responsabilidad. Arabescos espaciales surgían de mis manos y muñecas, eludía y cedía, ofrecía y concedía, emulando a Don Andrés, que tantas vueltas gratis había legado. Tantas… Observar con regocijo los brillantes ojos de los niños pequeños cuando asían la sortija... ¡Ahhhh!… ¡Todas las constelaciones relucían menos! Esta sensación, esta emoción revivió en mí muchos años después cuando llevaba a mis nietas y luego a mis nietos a las calesitas de plaza Irlanda, y de la plazoleta que linda con la estación del Belgrano, Lisandro de la Torre. -¡Abuelo!... ¡Abuelo! ¡Mirá!¡Mirá!… ¡Saqué la sortija! -¡Saqué la sortija!... ¡Abuelo!¡Mirá!¡Mirá!

Calesitas... Ya sin zainos… Sin Ramiros... Aquella luctuosa mañana de hace sesenta y tantos años, Ramiro, el zaino manso, había amanecido cara al soleado cielo con sus ojos bien abiertos, colmado de estrellas sin tiempo… Sus compañeras ahora, en itinerarios eternos.

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