Nudo Gordiano #30

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Nudo Gordiano

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Mayo-Junio No. 30
Cuentos - la Espada Eneuye Pilosta Ricardo Bugarín Silencio Dulia I. Fernández Vestigio Juan Martínez Reyes Gané Omán Hernández Musa Tania Rocha Poemas - la Lanza El Manantial de tus Ojos Isabel Hernández Mi Camino se Acaba Marcos David González Fernández Distancia Efectiva Emmanuel García Sandoval Tántalos Versos Alexis Francisco López Hernández 6 7 9 10 14 18 19 20 22 Índice www.revistanudogordiano.com

Ave acuática de tres metros de envergadura con un pico muy largo y ancho de cuya mandíbula inferior cuelga una gruesa membrana que forma una especie de bolsa para guardar su alimento. Su plumaje es de color amarillo con manchas rectangulares dispuestas de manera horizontal, y de un fuerte color sangre en los ejemplares adultos. Generosa cresta sobre su cabeza y un solo ojo central en su rostro.

Se dice que su voz es melodiosa y que con las lluvias de enero emite un sonido singular que se parece a la música de violines. Anida en cuevas en el monte y su cría es totalmente marrón.

Se ha propuesto su reproducción en cautiverio, pero todo intento ha sido inútil. No sólo no se aparea, sino que va desluciéndose su plumaje y se transforma en un animal totalmente mudo. Curiosamente se ha comprobado que, a pesar de su sólida figura, no posee armazón óseo.

Su nombre significa “engaño”.

Del libro en proceso de edición: “De los seres de este reino”.

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Observaba por igual a cada transeúnte. Enigmático y perdido entre los autos, sostenía entre sus manos una fresca flor, tan viva como el día en que la cortaron. Los zapatos rechinaban junto a las respiraciones agitadas de cada ser inmerso en su mundo, negándose a abrir la vista a cualquier anomalía que perturbase su inconsciencia mientras los pétalos brillaban ante el reflejo del sol, inquietos por contemplar común sufrimiento.

“Arriba, abajo, de lado… ¿cómo debería colocarlo?”

Las estrellas no resplandecían en el anochecer, los edificios y nubes las escondían de frialdad humana, empujándolas junto a la luna para declararlas desaparecidas. La flor continuaba con vida, la mano que le sostenía no se movía y su regente no se inmutaba ante cualquier calumnia. Ambos se mantenían en el mismo sitio vislumbrando la basura que volaba entre las calles y esperando recibir un soplo de calidez, calidez que no regalaba ni siquiera el Sol.

“De lado, no, mejor abajo… ¿puedo intentarlo?”

Los autos eran los únicos en detener su caminar, el cambio de colores en el semáforo regalaba al entorno una voz fría, una voz seria y una voz dulce. El resonar de los pasos se perdía entre el canto del claxon y las voces que susurraban maldiciones y pendientes por atender. La rosa se mantenía intacta ante tanta inmundicia, suspirando, pareciendo agonizar de tanta belleza ante la incredulidad de saberse etérea.

“Abajo, arriba… no… ¿qué estás haciendo?”

Las perversas risas de los adolescentes acaecían a unos cuantos pasos del individuo quien continuaba frío como estatua contemplando el vacío en el tiempo que tanto decían las personas adorar. Frente a él, una joven volteaba a verle intentando parecer discreta y serena, sin embargo, le alteraban las constantes burlas y comentarios despectivos de sus compañeros. La tarea era sencilla de cumplir, había meditado hacerlo con velocidad y después disfrutar de formar parte del selectivo grupo estudiantil, solamente debía tomar la rosa.

“De lado, o como quieras… ¡abajo! Me refiero a… yo dije… ¡haz lo que sea!”

Peste infame, hambruna desdeñable, muerte mezquina… paso tras paso, gota tras gota, persiana tras persiana. En la avenida ha disminuido el transitar, las luces se han desvanecido y, las pocas que sobreviven, bañan el panorama con diminuta sonrisa. Los semáforos se han detenido, el ambiente infundido por las luces ha sido reemplazado por uno de serenidad.

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El agua turbia que corre en los bordes llena de pestilencia los pulmones de los valientes vaqueros que se atreven a surcar la noche. La máscara de gas puede estar de más, fue decisión propia —quizá exagerada— portarla a pesar de haberse detenido el mayor mal. Con una mano en el bolsillo de un viejo suéter y la otra sosteniendo la rosa, se encuentra atado, maniatado. Su suspiro es callado y sus ojos no pueden ser contemplados.

La bolsa con golosinas y refrescos baila a su costado, la chica permanece en silencio observando el cielo deseando poder ver una estrella mientras con su mente dibuja los atardeceres que su hermano compartió desde la lejanía en el trabajo. Postales antiguas de ciudades extintas revivieron la avenida, pudo ver caballos galopar y un desfile de bicicletas bailar.

—¿El mundo de antes era hermoso?

El individuo no contestó. Ella no se esforzó. Acercó la bolsa a los pies de la persona y emprendió retirada. Probablemente regresaría en unos días a lanzar más preguntas a pesar de conocer la premeditada respuesta. Deseaba conocer los paisajes de los retratos bastando escuchar historias. Sin embargo, las palabras dolientes atravesarían su pecho al tener que soportar la realidad de saberlas muertas.

“No interesa dónde lo vas a colocar, sólo quiero sepas no te abandonaré jamás”

¿Y la rosa? ¿Dónde queda la rosa?

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Juan Martínez Reyes

Bajo la penumbra de la noche aparece su mirada siniestra que te mira, te escruta, te persigue. Estás petrificado por el terror. Se acerca lentamente. Dice tu nombre y no sabes qué hacer. No tienes a dónde ir. Te cubres con la colcha. Rezas en silencio. Crees que haciendo eso se irá. El silencio vuelve a habitar en tu cuarto.

Se ha ido por fin, piensas. Respiras aliviado. Enciendes la lámpara y allí lo ves, mirándote con esos ojos oscuros. Intentas gritar, pero es en vano. Te arrastra sin piedad hacia lo desconocido. Lo sé, porque estás aquí, atrapado en esta historia.

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Omán Hernández

¿Qué estarías dispuesto a hacer para arrebatar de los fríos sepulcros de la muerte a la persona que más amabas en el mundo? Nadie jamás lo había logrado, hasta hoy. Las cosas que uno hace por amor, amigo mío. El amor tiene tantas formas, tantos vértices, diferentes matices. Hablamos de amor cuando un padre abraza a su hijo o cuando una hija cuida de su madre. Es amor cuando dos personas se juran estar la una para la otra toda su vida. Es amor cuando permaneces junto a la cama de un hospital por un buen amigo. Y también es amor dar tu vida por la de alguien más. Son muchas maneras en las que se manifiesta el amor, incluso hay amor en donde no esperarías encontrarlo. Bien, yo la amé, Dios sabe que así fue.

Habían pasado años desde su muerte. Permanecí viviendo su duelo durante tanto tiempo que formaba parte de mí. Atravesaba una profunda depresión evitando salir de casa salvo para lo estrictamente necesario. La vida se había convertido en una rutina, nada me interesaba, nada me motivaba, perdí toda conexión con otro ser vivo. Yací postrado en cama semanas enteras, refugiado en el sótano de esta casona en ruinas. Día tras día, mes tras mes y año tras año, la soledad y la tristeza fueron mis más inseparables compañeras, mis confidentes, pero también mis verdugos personales arrastrándome de poco a la más vasta desolación.

Perdí todo lo que quería en la vida, deseaba morir, pero no tenía el coraje necesario para hacerlo. Estaba profundamente abatido, muerto, viviendo cada día como una sombra añorando mi partida, proclamando su efímero amor con canciones de interminable agonía. Pero llegó ese día, o más bien, esa noche. Entre penumbras recluido por unas rotas cortinas envinadas polvorientas corridas al ras del ventanal, iluminado por el frágil destello de un par de veladoras dispuestas sobre su foto, atrincherado en la mecedora, soñando sueños que ningún mortal se había atrevido a soñar, vi una delgada silueta sobre un carruaje halado por

cuatro caballos blancos a lo largo de inmensas extensiones de nieve. Y dentro de la carroza un pasajero que no pude distinguir, ataviado con las más finas ropas, portando una máscara roja indescifrable y en su mano izquierda usaba un anillo verde y en su mano derecha un anillo rojo, ambos relucientes. Y las manos de aquella creatura eran largas y esqueléticas, parecidas a garras. Y su presencia era gélida, quebrantando el espíritu de cualquier vida. Alta, delgada y su aroma era similar al de las profundidades de la tierra y a los grandes volcanes marinos. Era ella, era la muerte. Pero la noche cayó y se perdió entre la espesura de la oscuridad.

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No la vi más. Desperté en la lobreguez de mi desdicha. Hacía frío, helaba. El ventanal estaba congelado y las cortinas rojas abiertas de par en par. La había encontrado, pero, ¿cómo? no lo comprendía. Me apresuré a salir de mi refugio, era muy de madrugada. Me refugié en ella, allí estaba, tallada en mármol, recargada sobre un abeto Douglas tal y como la recuerdo. Su lápida con letras doradas se leía justo en el centro: Janeth Escorza, amada esposa. Ojos grandes, labios gruesos carmesí, nariz afilada, sonrisa coqueta, delgada, alta y pelinegra, ella era mi esposa. Decenas de zanates revoloteaban con altivez sobre las otras tumbas y entre las copas de los árboles iban y venían a placer. El hedor a muerte saturaba el ambiente, la desolación, la angustia y tristeza colmaban todos los sentidos, una intensa melancolía y honda desesperanza llenó nuevamente mi espíritu, persuadiéndome en arrancar con mis propias manos este corazón y entregarlo a la muerte, a la misma muerte que me había arrebatado a mi Janeth.

Viajé a los rincones de la tierra buscando entre libros viejos y raros de olvidada ciencia, a cualquier osado que hubiese tenido las mismas intenciones. Naufragué sin rumbo entre leyendas fantásticas, relatos de lo extraordinario, rituales mágicos y objetos místicos, aprendiendo de aquelarres, conviviendo entre curanderos, chamanes, hechiceros, profetas malditos sabios e intelectuales, hurgando entre el esoterismo, la alquimia, la espiritualidad y todo aquello que ofreciera alivio a mi desdicha. Reuní todo el conocimiento que pude, pero ni aún así parecía ser suficiente, hablamos de derrotar a la mismísima muerte en persona.

Algunos valientes la habían rastreado, pero nunca nadie llegó hasta su presencia, serían acechados en cambio.

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Tuve miedo de que conociera mis planes y me escondí tanto como me fue posible, sin embargo, guardaba el consuelo infundado de que aún la muerte, con infinitos eones podría fenecer. Me preparé para hacerle frente, con todo lo previsto de varios años. Debía atraer a la muerte, ¿qué estarías dispuesto a hacer para arrebatar de los fríos sepulcros de la muerte a la persona que más amabas en el mundo? En un abrir y cerrar de ojos miles de personas habían muerto. La muerte enseguida se presentó.

Nuevamente al filo de una de tantas lúgubres noches, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido, cabeceando, casi dormido, soñando con la dicha de volver a verla, hui de mi cuerpo y transfigurado vi nuevamente a la creatura cuyos dos anillos, el verde y el rojo, resplandecían. No era un ser cualquiera, debía soportar su gélida faz, usé un abrigo hecho de plumas de fénix. Tenía que evitar a toda costa verla directamente como otros tantos que cometieron ese fatal error, así que cubrí mis ojos con hojas del árbol prohibido del jardín del edén. Su voz era profunda y para que no fuese mortal, tapé mis oídos con conchas del mar de los muertos. En afán de no oler su pútrido hedor, inhalé sales de las cavernas subterráneas de tierras nunca conocidas: revitalizaban mi espíritu.

Al llegar frente a él quedé mudo, su imponente presencia me paralizó. En lo profundo de un sitio indescriptible escuché el sonido de mil voces hablar en una sola como la voz de un estruendo. Y la voz dijo:

—Yo soy aquel a quien tanto temen —reprochó la voz de un gran ser omnipotente. Era momento. Las palabras de a poco salieron de mi boca.

—Te llevaste a quien yo más amaba en esta tierra —repliqué tartamudo, pero enardecido.

—Humano inmundo, no te atrevas a comparar tu tierra con este lugar santísimo —protestó con gran celo el ser.

—La quiero de vuelta, he venido para llevarla conmigo —grité en el susurro de una gran algarabía.

—Todo tiene su tiempo y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora. Tiempo de nacer y tiempo de morir. Tu tiempo aún no es llegado, humano, ¿por qué vienes aquí a pedir tu muerte? —me invitaba a reflexionar la creatura con máscara roja.

—No he venido a morir, deseo hacer un trato, uno que no podrás rechazar.

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Tengo la sangre de todos estos inocentes sobre mí, tal vez ninguno debía morir hoy. Te digo criatura maldita que, si no me devuelves a mi amada, derramaré la sangre de miles, de millones, en tan poco tiempo que tus sepulcros rebosarán de almas, el tiempo llegará para cada ser humano que exista. Si la liberas ahora me marcharé y tomarás mi alma cuando sea mi momento, pero si te rehúsas, habitaré eternamente en la tierra, y si te parece que un par de años pueden ser poco tiempo, he tomado un brebaje, un elixir que mantendrá mi cuerpo intacto por muchos siglos mientras que mi alma te perseguirá el tiempo que la última de mis células quede con vida. Viviré a través de toda mi descendencia y ellos me fortalecerán, persiguiéndote por años y años en un bucle que no terminará, crecerán tanto mis generaciones que desearás haberme escuchado, pero no habrá tregua —repliqué victorioso y añadí —no soy el único que desea venganza contra ti, hay miles y miles que has arrebatado, hablé a través de un tablero y ellos me han traído hasta aquí, hasta este lugar de lloro y crujir de dientes.

El ser permaneció en silencio por algunos momentos y contestó algo agitado:

—Humano, que se haga como tú desees.

Al momento su anillo verde se iluminó y de las frías tumbas del cementerio Réquiem salió victoriosa de la muerte aquella a la que tanto amé.

—Pero olvidas algo —dijo la muerte mientras se acomodaba el anillo rojo.

De entre sus finas ropas sacó un ojo dorado donde he morado toda una eternidad y mitad de otra.

—Humano tonto, no soy solo la vida y la muerte, soy la creación más sabia que existe. ¿Acaso has creído que podrías ganarme, insensato? ¿No conoces las penas del purgatorio? Ahora la mujer que amas vive, pero tú, tú te quedarás conmigo y no vivirás, pero tu cuerpo tampoco morirá y estaremos atados hasta que el último de tus huesos se convierta en polvo, y tu amada no conocerá de nuevo el dulce beso de la muerte, vivirá muchos siglos, eones incluso, y aunque anhele morir no la dejaré para que jamás nunca nadie crea que puede vencerme…

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Tania Rocha

Voy por un sendero añoso y polvoriento que da a la catedral. Está a un par de kilómetros de mi casa. Me agrada ir a tocar por las tardes porque la acústica es buena y, como está abandonada me siento a mis anchas. Un rato después termino en el antiguo recinto de ladrillos grisáceos: me gustan las siluetas angelicales esculpidas en sus muros. Me detengo bajo la pobre protección de un ahuehuete, el viento quejoso arrastra una fina capa de nieve desde sus hojas al suelo cuando salgo del auto cargando mi chelo en su estuche.

Camino hacia la entrada, un par de puertas de hierro erguidas como espigas. Asomo la cabeza, soy un topo saliendo de su guarida. En lo alto de las paredes se refleja el resplandor del día que filtra los vitrales con sus figuras de discípulos y santos iluminando las baldosas plomizas y los pilares de mármol. Tengo la viva impresión de ser transportado a un castillo medieval. Hay bancas y bancos esparcidos por doquier.

Conforme me adentro, la claridad baja paulatina y tenuemente hasta mitigarse dándole un aspecto misterioso al complejo. Siento el cobijo de la paz silenciosa por un momento hasta que vislumbro a una mujer. Está sentada en una silla de madera con un violoncello entre sus piernas y la pica del instrumento clavada en el piso. Los rizos le caen sobre los hombros escuálidos cuando alza la mano pasando el arco sobre las cuerdas. Los rayos del sol se traslucen por los vitrales del techo abovedado y las motas de polvo quedan atrapadas flotando en haces de luz derramados en su cara y sus manos, siguiendo el fino juego de sus movimientos, creando sombras entre sus dedos.

Todo el solemne conjunto se impregna de música. Cada sonido se intensifica estallando en mis sentidos como si mi mundo estuviera conectado a un amplificador gigante, como si el aire se comprimiera y mis pensamientos fueran bloqueados por una fuerza vibrante y adictiva.

La música crece y se expande a lo alto por toda la catedral como una semilla que echa raíces a diestra y siniestra. Conozco la pieza, está en mi cabeza. La chica mira hacia el muro como si estuviera perdida en un universo mítico donde las notas corcheas, negras, redondas y blancas revolotearan como mariposas.

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Sus dedos se mueven entre las cuerdas con precisión y casi siento que puedo volar. No puedo evitar el impulso de sumarme a la melodía que crece en mi mente. Me siento en un banco cercano y acomodo mi chelo, tiro la pica abajo, pongo los brazos en posición, tomo aliento y lo consigo, me sincronizo a la par de la mujer. Toco con facilidad siguiéndole el paso. Ella ni siquiera voltea a verme. Es como si estuviera poseída. La música gira y baila dentro de mí como un trompo. Froto las cuerdas, la piel se me eriza al rozar el crescendo. Hay una sensación de desesperación, de anhelo, nada me haría parar, la tierra podría partirse en dos frente a mí y yo seguiría tocando.

Observo a la mujer, su cabello es castaño, distingo sus ojos color ámbar y la elegancia en sus movimientos. No es especialmente hermosa, pero quiero que me vea, que voltee hacia mí y vea lo mismo que yo veo en ella: esa pasión que resalta enseguida y cuando te atraviesa como un trueno, te dan ganas de salir corriendo y hacer lo que amas… para algunos deben ser unas ganas inmensas de tallar o pintar. Te provoca un hambre de más.

La emoción amenaza con romper las fibras de tu humanidad si no la dejas escapar; de pronto es como si todo aquello no encontrara cabida en tu pecho e inundara tu cuerpo amenazando con desfigurarlo. Es un placer. Simplemente no lo quieres soltar.

No sé cómo describirlo, cuando estás en presencia de una persona que hace algo que ama, te impregna los sentidos, las entrañas te empujan desde dentro. Es el fulgor en su mirada, un destello en sus movimientos, hay algo inmortal en ello como si estuviera más cerca de la divinidad. Cierro los ojos, siento el mástil rozándome el cuello. El sudor en la frente, el tiempo detenido ante la creación, la necesidad insaciable de dejar de existir y ser uno mismo con la pieza. La boca se me seca, me relamo los labios. La pieza está en las últimas, lo sé y, aún así, cuando finaliza lo siento abruptamente como un despertar exaltado...

La chelista ya no está, se ha marchado, pero no se ha llevado la magia, esa está conmigo, atrapada en mis dedos y hormigueándome el cuerpo. Cierro los ojos despacio y por unos segundos vuelvo a mirar a la mujer.

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Eres vida como el manantial de agua clara Libre como el viento cuando acaricias mi cara

Meces mi cintura y elevas mi cuerpo en el aura

Amas en silencio mi piel y cantas con la mirada

Nacen ilusiones que revolotean alrededor

Alegras el recinto con tu presencia y tu candor

Nácar en tu sonrisa que me deja embelesada

Tiemblo cuando recuerdo aquellas madrugadas

Ideales de mieles y corales envuelven mi sueño

Añoro tus risas y el calor de tus manos encariñadas

Lirios salpicados de lluvia me regalas con empeño

Días de colores se esparcen en la nívea estancia

Entre tus brazos me siento hechizada de fragancia

Tules y diamantes me rodean como a una diosa

Unidos nuestros corazones como en una nebulosa

Solo por tenerte a mi lado otra vez cruzaría el universo

Odas de terciopelo te cantaría durante toda la noche

Jades y zafiros brillarían en mi rizado pelo azabache

Olas de espuma embriagadas de luna y ternura

Sentires te ofrecería con el amor de mi alma pura,

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Ya no puedo vivir en esta intermitencia. Entre tu silencio cortante y tu despiadada ausencia. En esta línea estrecha, tan delgada. En la nostalgia constante de tu reminiscencia.

No puedo vivir en este agobiante tormento. Con estas ganas incontrolables por tenerte. En el dolor, la desazón, la inesperada muerte que lenta me suprime del hálito de tu aliento.

No puedo seguir persiguiendo un rastro invisible que no me lleva ni a ti, ni a ningún otro lado bajo un sol que no ya conforta. Un astro helado cuya diáfana luz desfallece marchita e inservible.

No, ya no puedo dar por sentada la esperanza ni las inhabitables horas sin volver a sentirte. Sin estar a tu lado, sin siquiera poder mirarte. En este infierno que sobre la vida se abalanza

No, ya no seguiré adelante. Mi camino se acaba sin otro remedio que a tu abismo precipitarme. La memoria vencida. La caricia lánguida duerme, cansada de aguardar aquello que nunca llegaba.

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Marcos David González Fernández

¿Cómo desprestigio a esta enfermedad de la longitud? Soy diminuto en comparación a la lumbre que hace legislatura, quepo apenas en un cartílago del legislador. No significo nada cuando se trata de la gravedad del evangelio.

Estoy lejos de las medidas de un revólver, me supera en tamaño la letra de la navegación, al igual que la ética cuando hace acupuntura sobre la arena. He sido menos que la sirena de los coágulos y de la austeridad de quien separa sus barcos con el fémur.

Alguien me dejó castigado en estas tribunas, con el sindicato de los meses parpadeando entre mis intestinos y todavía ignoro cómo acumular estatura.

Nunca tendré el volumen que exigen los heraldos, ni la zancada de las pesadillas.

Tampoco puedo compararme con las aves que quitan a las nubes el aliento de dios.

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Emmanuel García Sandoval

Desconozco si seré más grande que los gritos de quienes usan la espuma como joyería.

Conmigo no hace regates la temperatura, ni siquiera

cuando soy más pequeño que el sonido del teatro donde no hay paréntesis.

Por último, recordaré que soy minúsculo junto a la ruta del camión porque ella recorre la ciudad y yo no.

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Como basilisco, tu último recuerdo muerde, se aferra y emponzoña mis sentimientos. Pronto morirás, pronto olvidaré los besos y las caricias que te di, y la imagen de nuestros dedos entrelazados se disolverá en los torrentes de llanto.

Hasta entonces, como reyes atridas, reinarán la rabia y el desdén, gobernarán el odio antes que cualquier otro sentimiento que nazca por ti.

Luego vendrá Tristeza

Y me conducirá profundo Tártaro, no sufriré, como Tántalo, de inalcanzables sueños y esperanzas.

Casi al final, cuando te hayas alejado, cuando tu voz sea casi inaudible, y el brillo de tus ojos se haya extinguido, un Orfeo descenderá por mí y tendrá por nombre Olvido.

Y Órfico Olvido sostendrá mi corazón en tiernos brazos, relegará los resquicios de tu imagen, borrará el sonido de tu postrera risa, y cantará para evaporar hasta la imagen última de ti.

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Alexis Francisco López Hernández Basilisco

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Sólo entonces, el basilisco me soltará. Su ponzoña habrá surtido efecto, su mordedura no dejará marca. Y su último daño será: haberme hecho dejarte de amar.

¿Recordaste alguna vez?

Fue por febrero cuando me hiciste prometer que en menos de un año a nadie volviese a querer, que en menos de un año nos volveríamos a pertenecer. Dijiste que siempre nos amaríamos, que siempre estaríamos, y que nunca nos lastimaríamos.

Y creí, creí en tus ojos creí en tus labios, y creí en tu voz y creí en tu corazón.

Menos de un año ha pasado y a nadie he vuelto a querer. Sin embargo, sé que ya estás con él, (dejé de creer)

Por eso, dime

Acaso, ¿recordaste alguna vez?

Tántalo

E quella a me: “Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria; e ciò sa ‘l tuo dottore.

DANTE ALIGHIERI

Condenado por soñar, Tántalo llora por quererse saciar. Florecen sobre su cabeza

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dulces sueños incumplidos en forma de frutos prohibidos vedados por las fuerzas del sino. Sobre sus pies surgen viejas ilusiones perdidas como lagunas lénticas incapaces de ser bebidas.

Pero recuerda, Tántalo, que los castigos no son gratuitos, pagas los pecados cometidos: el amor quisiste vivirlo cuando era tu sino el olvido.

Cigarro

Algunas veces me regañaste por fumar tanto. Dijiste que ese aroma te asqueaba, que no lo soportabas; dijiste que nunca lo probarías porque era un aroma que asfixiaba. Te empecinaste en que abandonara ese vicio, porque me dañaba, me mataba, porque cada calada era una hora de mi vida devorada. Ahora, sólo me abraza el humo del cigarro, y su dulce quemadura muerde mis labios. Ahora estoy solo, fumando, olvidando, porque ahora que no estás aquí, el cigarro es lo único que no me recuerda a ti.

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Las mil y una noches

Mil veces te he matado y mil una has regresado. Por cada sueño que asesino regresas con una promesa; por cada promesa que mato renaces con una esperanza: por cada esperanza que entierro retornas con una ilusión.

Como Lázaro te levantas para no morir.

Pero lo noto, el alba está por despuntar, y las mil y una noches terminarán, los cuentos pronto acabarán. Esta será mi última estocada, pero a diferencia de Sherazada, tú morirás.

Eclipse

Como astros reyes, La vida en eclipse nos unió. Nuestra danza poética no fue sempiterna; no duró un día, tampoco un instante, duró lo justo: un fragmento de eternidad.

Ahora culmina el acto y los versos se agotan, nuestros corazones se desarmonizan, y nuestras miradas se separan. Ahora que ya casi no queda nada, tú, danzarás al cosmos para brillar en nuevos cielos; yo, bruñiré poemas para iluminar nuevos corazones. Pero en la serenidad de nuestro firmamento nos volveremos a contemplar mutuamente y recordaremos, sonreiremos, y tal vez en el próximo eclipse nos perdonemos.

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