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Ilustración por Alejandro Bahos

nadie habla al respecto. Tal vez “pocos hablan” sea más preciso. Anoche volvieron a asesinar y mi barrio sigue en silencio, intocable. El vecino de los perros no me ha dicho nada. La señora de la miscelánea tampoco habla. El periódico que cuelga y revolotea con la brisa en la entrada del local tampoco tiene palabras. Los buses pasan de largo, apurados, y con ellos se van todos y sus silencios porque ya dije que pocos hablan y las letras de sangre no alcanzan a mancharnos a todos. Anoche volvieron a asesinar, pero fue allá, no acá, aunque haya sido más acá que en cualquier otro lado. Pienso que hay voces que retumban más que otras, y que “pocos” no es más que una percepción inicial e incompleta de mi parte cuando la realidad puede ser otra, y que bastantes hablan pero las voces de mayor alcance se han quedado calladas. La muerte viene y la vida sigue. “La vida sigue” es una de las frases que más he escuchado, y seguro pensado, aunque haya días en que sólo siguen las muertes, así en plural, y uno quisiera que todo parara; que pare la vida si consigo trajera un alto a las muertes. Entonces una sirena a la distancia me recuerda que no todo es silencio, en especial cuando los perros del vecino ladran desconsolados porque la ambulancia arruina su quietud que también es mía y porque ellos también lo huelen: anoche volvieron a asesinar y lo que más tememos es que esta noche se repita. Anoche volvieron a asesinar y la edad de la víctima me ha dado un golpe húmedo en el pecho. En el espejo reflejo un hijo, un hermano, aún no un padre y vuelvo a pensar que también podría haberse tratado de un padre. Pero las familias de la zona seguimos en silencio. El que llora y sale a gritar contra el casco de protección de los oficiales de negro es otro padre, otra voz de las muchas que hablan y que gente como yo cuantificamos como pocos. “Dios y la vida pasan factura”, dice un comentario en la noticia de Instagram. Porque todo tiene un precio y me pregunto si al igual que la fuerza, el precio de la vida es también desproporcionado, si la muerte es la nueva moneda local con que factura la protesta social y el dolor es la deuda que va sumando en un país donde todo resta. El silencio se hace más pálido y el sello en la boca se hace más pesado. Sólo el del otro lado que no vio regresar su hijo a casa desentierra el significado del verbo “asesinar”. Una palabra arrítmica, dispuesta a la aliteración como si tantas eses la eliminaran de cualquier registro. Palabra cacofónica y abrumadora. Pero este soy yo, con el celular en la mano y el espejo en frente, con una ventana por la que cae el sol de la mañana y desde donde veo el mundo en sinfonía de vehículos y gente que hoy no ha leído sobre asesinos. Así seguiremos, hasta que el silencio nos enloquezca o hasta que un impacto en el tórax detenga el latido de todas las voces que decidieron no callar. Anoche volvieron a asesinar, y la palabra se vuelve agria y seca. Mejor me tercio lamochila, me quito el temblor de las manos y abro la puerta, porque la muerte parece haberse vuelto monotonía y salir a la calle es un privilegio que poco a poco vamos olvidando.

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