Revista de viajes Magellan Nº42

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Finalmente llegamos a otro poste y tras escudriñar la tabla de destinos y horarios... ¡comprobó que estábamos en la parada correcta! Eran las 18.52. El colectivo debía pasar 18.54, pero él no me dejó ahí. Quiso quedarse esos dos minutos más esperando conmigo. Dieron las 18.54 y la calle estaba vacía. Cuando empezaba a creer que en Japón también podía fallar la precisión, y antes de que el segundero de mi protector japonés marcara un nuevo minuto, la trompa del ómnibus que tanto habíamos buscado asomó por la esquina. Hasta que el colectivo llegó a la parada no paré de agradecerle de la manera más japonesa que pude: haciéndole incontables reverencias y repitiéndole “Arigato gozaimashita”. Aún así me parecía insuficiente la forma de expresarle mi agradecimiento. Él sonreía y también me saludaba con reverencia. El colectivo paró y yo subí. A través del vidrio lo seguí saludando con una mano y la otra en el corazón. Él, desde la vereda siguió saludándome con una sonrisa en su rostro. Fueron diecinueve minutos que este señor estuvo conmigo. Diecinueve minutos que el frío y el desconcierto hicieron más largos. Diecinueve minutos en los que caminó conmigo, se preocupó y se ocupó esforzada y desinteresadamente para que yo pudiese llegar incólume a mi destino. Esa noche yo interrumpí el curso natural de su rutina. No sé si viviría solo o si su esposa lo estaría esperando con la cena. Nunca supe su nombre. No hubo foto ni nada que dejara huella material de nuestro encuentro.

Sin embargo, nunca voy a olvidarlo. Cada vez que pienso en aquella tarde y noche que pasé en Arashiyama, a los pies de la montaña de bambúes, en las afueras de Kioto, no me apena no haber podido sacar una buena foto del famoso bosque, porque el más cálido recuerdo de esa helada noche será por siempre el de aquel afable, caballeroso y gentil señor japonés que en 19 minutos me enseñó los valores de una cultura milenaria. v

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