A
dika Saputra se detiene un momento en su loca bajada por la falda del volcán. Me sonríe excusándose, y con la manga de su camiseta agujereada se enjuga el sudor de la frente. Descarga el par de cestas que lleva a la espalda y se derrumba sobre una piedra junto al camino. Adika tiene veintiocho años, pero parece que tenga cuarenta. El sol, el ejercicio y los gases del volcán lo han envejecido
prematuramente. No fumo, pero llevo un paquete de cigarrillos kretek, los favoritos de Indonesia con ese polvo de clavo de olor que le da un ligero sabor de anestesia dental al humo y que crea chisporroteo onomatopéyico que ha dado lugar al nombre. Adika acepta el cigarrillo que le ofrezco para animarle y le da unas cuantas caladas profundas. Habla un poco de inglés. Lo suficiente para interesarse por dónde vengo y responderme al preguntarle sobre su carga.
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