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La ruta del libro

Por: Iván Égüez

Como la mayoría de los frutos, desciendo de los árboles.

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¡Qué prodigio un árbol! Deberíamos arrodillarnos cada vez que miramos alguno. Es la conjunción de la vida. Los elementos primordiales que lo constituyen, tierra, aire, agua y sol, perviven magnificados en toda creación: tierra fértil, vientos propicios, el agua de la constancia, el fuego de la pasión. Sin ellos no surge la magia.

Así, pues, si antes fui carne de árbol, pulpa y corteza, ahora soy un libro. Quizás el único objeto con alma humana, es decir con pensamientos. Más que el reloj que sólo piensa en el tiempo, o la cuchara que sólo piensa en la comida.

Por algo Jorge Luis, un lector–autor que frecuentaba la esquina rosada y casó con una dama de apellido japonés, dijo que de todos los instrumentos del hombre, el más asombroso, sin duda, soy yo. Los demás son extensiones del cuerpo humano. “El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones del brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y la imaginación”. un antílope, de las tablillas de los escribas sumerios, de los pergaminos en rollos o de la piel de los ríos donde los enamorados escriben sus promesas. (No se debe olvidar a los antepasados, aunque ellos sean literalmente “leche derramada”; cabe nombrarlos porque al comienzo no fueron lo que son, así como nosotros no somos lo que seremos, cambiaremos sin dejar de ser). Algunos de estos enamorados dieron en llamarse autores. Desde entonces, todos los que aman, piensan o sueñan por escrito, se llaman autores, unos prometen más que otros, por tanto, también provengo de la pulpa cerebral de los autores, del corazón de su soledad, pues les gusta hablar solos y, al mismo tiempo, dirigirse con su soliloquio a una multitud. En eso consiste el sueño de un autor: convertirse en libro.

Sus ideas son mis semillas. Las semillas de mi árbol de hojas impresas, pensantes.

Los autores, mientras me piensan y escriben, son materia prima y fuerza de trabajo a la vez.

Son los que ponen en blanco y negro sus sueños de colores, sus pensamientos frondosos y floridos, profundos o ligeros, dubitativos o certeros; son los autores del pensar escrito, del sueño escrito, del original, porque ningún sueño puede ser soñado por dos personas a la vez. Magnus escrito, es decir escrito por su creador, por su demiurgo, por el único que lee (bebe) de sí mismo. Pero un diario íntimo escrito para uno mismo o una bitácora secreta, no son un libro ni son literatura. El texto existe a partir de otros ojos que lo lean, de otros que lo multipliquen.

Para eso vinieron primero los copistas. Copiaban las ideas del

autor en pergaminos, escribían con letra gótica, iluminaban las capitulares, cosían con fina cordelería mis páginas y las protegían con tapas de badana. A veces eran como los actuales editores, corregían a su manera el texto que copiaban. Con erratas como todo editor que se precie. Lo asombroso es que algunos copistas no sabían leer. Eran dibujantes de letras como podían haber sido dibujantes de aguaceros.

Pero pronto se cansaron de confeccionarnos de uno en uno. Entonces Johannes Gutemberg, un herrero y platero de Maguncia (hoy la catedral lleva su nombre) inventó la imprenta, que es la máquina de besos entintados, el beso de unos labios en forma de letras (en relieve como todo labio) sobre las mejillas del papel. Los llamaban tipos móvi

les, de madera al comienzo y luego de metal. Cuando los tuvo completos los guardó en orden alfabético en los compartimentos estancos de un mueble de imprenta llamado chivalete y llamó al pasante para que fuera componiendo línea a línea la página a imprimirse.

Era nuestra infancia, estábamos en pañales, por eso, a quienes nacimos entre 1450 y 1500, nos llamaron incunables. La cantidad de libros que vimos la luz en esos cincuenta años fue mayor a la de los que se habían copiado a mano en los últimos mil años.

Entonces comenzó la galaxia Gutemberg.

Soy, pues, el objeto paradigmático de la modernidad.

Agradezco a quienes fueron descubriendo la escritura y la lectura en todas las lenguas (todos los libros ya estamos escritos desde siempre, cada autor nos rescribe por primera vez). También agradezco a los chinos que inventaron el papel. Hasta ahora tienen papeles finísimos hechos de arroz. Con ellos se despintan el rouge las bellas. La huella de sus labios está llena de deseo, pero también de levedad, de olvido. Por eso se llama impronta, y no imprenta, que quiere decir amén (así sea), por los siglos de los signos.

Pero sobre todo existo gracias a aquellos por los que fui creado: mis lectores, esos jueces sin rostro.

Sin ellos sólo sería un solitario, no lo que soy: la comunión entre dos: el lector se apropia de los

pensamientos del autor, los recrea, los completa. De este modo facilito la fecundidad entre autor y lector: las ideas que habitan en mis páginas pasan a cohabitar con mis lectores, es decir con sus pensamientos, sus maneras de ser, sus fantasmas, sus deseos, su imaginación y memoria.

De otro modo sólo sería un objeto, una caja de letras, su envoltorio, su sarcófago. Soy su traje de luces. Y de sombras, porque he puesto el pensar en blanco y negro y del espectro solar he sacado el magenta, el amarillo y el ciam (así como las hojas toman del sol la clorofila para ser verde) y los mezclo para obtener todos los colores imaginables.

Ante mis lectores me abro de páginas para trasmitir no sólo el conocimiento, sino también las emociones, las sensaciones, las dudas, los silencios, como la poesía, por ejemplo, que más que un género literario es un estado de ánimo, la luz de todas las mañanas.

De este modo los libros somos una especie de especie. (Algunos nos creían una epidemia y nos quemaban para que desaparecieran nuestros microbios, es decir nuestras ideas).

Últimamente, en la era digital, me siento un mutante hacia otras pulpas, un pulpejo dactilar hacia otros teclados, tablillas y pantallas, hacia otros esqueletos que soporten el cuerpo y la textura de mi letra, hacia el esqueleto virtual, nebuloso, de un e-book, por ejemplo. Pero por ahora, es más liviana una libra de libro que una arroba punto com.

Texto de intervención de Iván Egüez en el Encuentro “Quito Ciudad de Letras” organizado por la Editorial El Conejo y la Secretaría de Cultura del Distrito Metropolitano de Quito.

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