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III Felices ramas, nunca se podrán desprender de vosotras las hojas, en primavera siempre; y, feliz melodista, incansable, sin fin entonando tu flauta siempre nuevas canciones: ¡aún más feliz amor, amor aún más feliz, siempre cálido y siempre de su gozo en espera; jadeando sin tregua y para siempre joven; todos hacia la altura su pasión exhalando, que deja el corazón de alta pena atascado, con una frente ardiente y una lengua reseca! IV ¿Quiénes son los que vienen al sacrificio? ¿A cuál verde altar, sacerdote misterioso, conduces la ternera que muge hacia el cielo, adornados con guirnaldas sus flancos sedeños? ¿Qué pequeña ciudad junto a la orilla del mar, o junto a un río, o alzada, con pacífica ciudadela, en un monte, se vació de su gente esta piadosa aurora? Tú, pequeña ciudad; tus calles para siempre estarán silenciosas, y ni un alma que cuente por qué estas desolada, puede volver jamás. V ¡Ática forma! ¡Hermosas actitudes! De raza marmórea, de doncellas y hombres rebosante, con sus ramas del bosque y sus juncos hollados; tú, forma silenciosa, del pensar nos arrancas, como la eternidad: ¡oh, fría pastoral! Cuando la vejez gaste esta generación tú quedarás entre otros dolores que los nuestros, amiga de los hombres, diciéndoles: “Belleza es verdad, y verdad es belleza: tan sólo sabéis eso en la tierra, sin necesitar más”.

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Javier Alcoriza


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