Revista de Historia Bonaerense | Número 45

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“Tardes azules de la Villa paisaje de mi corazón lluvia de estrellas la noche y en el aire flotando una canción. (...) Villa dormida, tus caminos van subiendo como sube una canción desde la orilla tibia de tu mar hasta la orilla de mi corazón”.

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En una entrevista para el periódico Ecos de Villa Gesell, de febrero de 1977, dice nuestro juglar: “(...) estas canciones de la Villa tuvieron en su momento mucha repercusión nacional y también internacional. Fueron editadas en España, Méjico, Venezuela, Perú y hasta hubo un disco mío editado en Estados Unidos”. Y luego vendrían otros temas igualmente inolvidables, como “Muchacha del mar” o “Tu nombre en la arena”. Carlos Barocela, que hizo su última presentación en la Villa en 1998, sigue visitando puntualmente este lugar que ama y disfruta, sin faltar un solo verano, desde aquel marzo de 1950 en que lo trajeron sus padres por primera vez. Hubo lugar para todo tipo de expresiones musicales en aquellas décadas. En la Semana Santa de 1968, jóvenes de la Escuela Superior de Bellas Artes de la Universidad Nacional de la Plata dieron inicio a sencillos encuentros corales en el “pinar chico” (sobre Boulevard Silvio Gesell y Paseo 102), con el total apoyo de don Carlos Gesell y de su esposa Emilia. Así nacieron los Encuentros Corales de Verano en Villa Gesell, que con el tiempo se convirtieron en el acontecimiento coral más importante del país en cantidad de coros participantes y en continuidad, pues se vienen desarrollando de manera ininterrumpida desde el verano de 1970. En los '60 y '70, Villa Gesell fue también el lugar donde muchos de los famosos cantantes de hoy hicieron sus primeras presentaciones, o afianzaron sus carreras artísticas, en boliches, clubes, cine-teatros y café concerts: Luis Alberto Spinetta, Piero, Gianfranco Pagliaro, Nacha Guevara, Facundo Cabral, Celeste Carballo, Alejandro Lerner, entre tantos otros. Nacha Guevara, por ejemplo, “un patito feo irreverente que le hacía pito catalán a la dictadura de Onganía desde el entonces naciente café concert”, según la definió el crítico Pablo Sirvén en una nota de La Nación, del 17 de abril de 2011, cantó en Villa Gesell sus “canciones de protesta”. Uno de sus temas, acaso de los menos conocidos, titulado “Pedro”, trata con ironía y audacia el vínculo convencional de pareja: “Con Carlos fue así: Veraneábamos en cuartos vecinos en un hotel de Villa Gesell. De noche él me pedía fósforos o el diario IAHMM Revista de Historia Bonaerense Año XXIII nº 45 (2016)

no me acuerdo bien. La cama era tan ancha que se quedó a dormir.” Y... ¿dónde escuchar toda esta música y además poder bailar? En todas partes, pero especialmente en los boliches de la Villa. Los boliches: “Ven, que yo te quiero ver bailar...” “Ven, que yo te quiero ver bailar / mientras yo toco la guitarra y canto, / baila, baila”. Así comenzaba la super exitosa canción que en los años '70 interpretaban Los Naúfragos y que podría haber sido un eslogan de promoción turística para la Villa Gesell de entonces. Sí, en los años '60 y '70, en Villa Gesell se bailaba y se cantaba, con todas las letras, con todos los ritmos, en todas partes y a cualquier hora del día. Los jóvenes bailaban en la playa, en los campings, descalzos en las calles de arena y, por supuesto, en los boliches. A fines de los '60 se contabilizaban aproximadamente veinte locales bailables en la ciudad. Una cantidad nunca más superada. Tal vez los más emblemáticos fueron La Mosca Verde, Cariño Botao, Pipach, Chaganaky, Kopay. Pero muchos recuerdan también El Chivo Negro, Juan Sebastián Bar, 07, Palodú, La Bota Rota, Zákate, Tom Tom Macoute, La Cueva del Gitano, La Montonera, La Garrapata... Los nombres eran tan originales como los rubros de “traguería”, “bailería”, “cantería”. En la mayoría de estos lugares había “ruido”, “luces psicodélicas”, “alegría”, “frenesí”, “explosión de ritmos”, incluso “baile desenfrenado”, según los avisos publicitarios de aquellos años, pero muchos eran, al mismo tiempo, lugares de encuentro, que daban a los jóvenes la posibilidad de escuchar y bailar ritmos tranquilos, y de divagar largamente hasta la madrugada. Por supuesto, también hubo romances nacidos al abrigo de estos lugares de encuentro, de la música lenta, de los temas de jazz. Algunos habrán sido fugaces, pero otros fueron duraderos. Es el caso de Eva Sarka y Mario Tegli, que fue pianista de La Mosca Verde, el reducto del jazz por excelencia de fines de los '60, ubicado sobre Alameda 212, cerca de Avenida Buenos Aires, y que los intelectuales preferían llamar “La Mouche Verte”, en francés. Eva, integrante de una muy querida familia geselina, nos cuenta: “En enero del 67 nos conocimos Mario y yo en La Mosca... Al año siguiente trabajé yo en la caja y en la barra. Era estudiante universitaria en ese momento (1968) y vino una amiga mía de la universidad, que se había propuesto no frecuentar la noche, ‘porque vengo a descansar’... Yo le insistí para que viniera al menos una noche a La Mosca " Y

la vida tiende sus trampitas" conoció allí a Pocho Lapouble (baterista, lo fue en algún momento de Astor Piazzola), luego se casaron (...) En ese año (1968) habían hecho una reforma muy importante en La Mosca, la ampliaron y colocaron muchos vidrios (...) Recuerdo las noches en la playa y la maravilla que nos producía la fosforescencia cuando caminábamos en la arena húmeda. Nos parecían estrellas... Las guitarreadas en medio de las lomas de los médanos, con fogones, cuyo chisporrotear nos inducía a contar historias de todo tipo...”[1] Eva y Mario se casaron en 1970 y están juntos desde entonces. Mario Tegli es hoy un músico reconocido, que sigue haciendo jazz con su piano, a bordo de cruceros por el mundo. En agosto de 2011, y por un pedido nuestro a Eva, Mario tuvo la gentileza de enviarnos por correo electrónico sus recuerdos de La Mosca Verde, desde el crucero donde estaba embarcado, en el Adriático: "Todos los músicos dormíamos detrás de La Mosca, en habitaciones. Y era como un camping, porque te levantabas por la mañana y algunos hacían fuego con los árboles caídos, para el desayuno. También algunos estudiaban música entre medio de los árboles con sus respectivos instrumentos y otros pintaron un cartel que decía ‘Escuela de sanata y clarificación’. ‘Sanata’, en el argot de los músicos, significaba ‘algo mentiroso’. Referido a los músicos que tocaban mal, siempre se decía ‘ese es un sanatero’. Todos, la gente que pasaba por el lugar, leían el cartel, pero nadie sabía de qué se trataba. También recuerdo a un baterista de nombre Taratuta, que con su mujer se dedicaba al estudio de la naturaleza y eran ‘practicantes’. Eran los comienzos del hippismo, y él tenía una larga barba y pelo muy largo, se lo veía siempre con pantalones cortos y semidesnudo. Todo un poema. Eran vegetarianos, y cuando íbamos a comer ellos pedían siempre una ensalada grande. Cuando terminaban de enumerar todas las verduras que querían, el mozo les preguntaba: ‘¿Y...para comer?’ Bueno, recuerdos más que chistosos de la época. En ese momento, todo esto despertaba mucha curiosidad y admiración (luego me contaron que ellos se fueron a vivir a Barcelona y les fue muy bien con sus escuelas de predicadores y amor por la naturaleza). Otro episodio era que, por las tardes, a modo de propaganda, Ben (el dueño de La Mosca) llevaba a algunos músicos en un descapotable para hacer publicidad y tocaban largamente por la Tres. Y por último, terminadas las actuaciones, eran rigurosas las caminatas hasta el centro y parábamos o en la Jirafa Roja (tomábamos leche con crema... ¡Ja, ja!, era una moda), pero también íbamos a comer los famosos ‘calzoni’ en una pizzería, creo se llamaba Roma, no recuerdo bien”. Una verdadera y simpática pintura de la vida libre, desenfadada y creativa de los jóvenes de fines de los '60.

Boliches. Cariño Botao fue uno de los más famosos.

Sobre la Avenida 2, casi esquina con el Paseo 104, está aún en pie, vacío y con su fachada llena de grafitis, el edificio que fue una especie de templo nocturno para Villa Gesell: Cariño Botao. “Todo el mundo fue a Cariño y allí se bailaba de todo. He estado en Cariño más de un verano”, declaró Carlos Barocela, el juglar de la Villa, en el libro de Juan Jesús Oviedo El alma perdida de Gesell (edición de autor, 2002). En este trabajo, de muy recomendable lectura, Oviedo presenta una serie de entrevistas muy interesantes a protagonistas de aquella época. Y una de ellas es a don Ricardo “Troilo” Matiaccio, que fue propietario de Cariño Botao a principios de los '60. “A Cariño iba toda clase de gente -recuerda Troilo-, como los Bullrich, los Guerrero, había gente brasilera, judíos... ¿La edad de la gente? Iban tanto jóvenes como adultos. A las nueve de la noche ya estaba abierto y hasta las diez no venía nadie y estábamos hasta las cuatro, las cinco o las seis de la mañana (...) Yo inauguraba para el 15 de diciembre y cerraba después de Semana Santa. La onda de Cariño Botao era una especie de marca en Gesell.” Troilo recuerda que, entre tantos otros, allí cantaron Fernando de Soria y Facundo Cabral, cuando aún era el Indio Gasparino. Y dice también: “La gente, al irse de madrugada, se iba a veces a la playa o hacía fogones (...) Aquella época era de la mejor gente, era más decente. Por ejemplo, de quinientas personas, tres o cuatro se iban sin pagar, y esos que no pagaban lo hacían por joda, no porque no tenían (...) Otra: la gente bailaba descalza, entonces, como se sacaba los zapatos para bailar, muchas veces los perdía. Por las mañanas, los mozos juntaban cerca de treinta o cuarenta pares de zapatos y era común que la gente viniera a buscarlos.” Mónica Elena García Villa Gesell, paraíso de la juventud. Reflexiones y nostalgias de los ’60 y ’70

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