GROENLANDIA ONCE

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Todo fue perfecto. Acabaron aquel ritual mágico con bromas y risas.

Ella

se

tenía

marchar:

la

responsabilidad

laboral

la

reclamaba. Y cuando la mujer se levantó de su lado, comenzó la transformación: Rafael dejó de ser gracioso, dejó de ser cálido. La conquista había concluido. El verdadero Rafael, desde la cama, estaba deseando que se largase, le metió prisa: ella quería ducharse, pero él le dijo que lo hiciera en su casa, con el pretexto de que en breve llegaría la asistenta de la limpieza. Finalmente, ella se vistió, rauda, le dijo que le llamaría luego, le regaló un tímido beso en los labios que no fue bien recibido por él que, malhumorado, en un gesto insensible, le dedicó un “adiós” tan seco que a la chica le sentó fatal. Sin embargo, no cuestionó nada, supuso que estaría molesto por haber manchado un poco las sábanas, y se marchó, cabizbaja: Rafael ni se preocupó en despedirse acompañándola a la puerta. Él se incorporó del edredón, sacó su caja de tabaco y empezó a fumar. Dejó de existir el sentimiento. Sacó su móvil y borró el número de la que acababa de marcharse, y, para evitar quebraderos de cabeza, también activó el desvío de llamadas. Luego, se incorporó, tomó su ordenador portátil, bloqueó su dirección del messenger; miró la agenda de cosas pendientes – hacer la compra, la cita con el psicólogo, entregar dos informes al despacho del director - y mandó su anuncio para una Web de citas: “se busca chica para relación estable, preferiblemente, virgen”. Mientras miraba como su mensaje se colgaba automáticamente en la página, Rafael decidió dejar de asistir a la consulta del psicoanalista: no podía entender

ni

evitar

esa

obsesión

de

desflorar

mujeres

y

abandonarlas una vez culminado el acto más delicado del amor.

Ana Patricia Moya Rodríguez62


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