Revista Exceso edicion nº 43 julio 1992

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Oquendo); otro de la CVF (Peña Dávila) y un evaluador de Gibbs & Cox, quienes debían viajar "el 16 de mayo en curso, para que estudiaran la calificación de la oferta". Lo sorprendente es, tal como afirmaron los analistas de la época —Jorge Olavarría, entre otros— que no se trataba de "cualquier barco" sino de un barco "que tenía nombre y apellido", y del cual se conocía su ubicación y hasta su precio. Cuando la comisión está en Long Island, Eduardo Peñaloza, delegado de la Contraloría en Nueva York, se le acerca al señor Kingston, de Gibbs & Cox, y le pregunta: "¿No es verdad que este barco cuesta 23 millones de dólares"?. Kingston le responde al otro día que el avalúo podría redondear los 22 millones, precio que acepta el flamante Contralor José Andrés Octavio. Con posterioridad, la CAVN pidió y obtuvo un auténtico avalúo de la firma Jacques Pierrot & Sons, fijado en 11 millones de dólares, y el mismo fue ignorado. Otro detalle: Pérez y su gente empezaron afirmando que el Ragni Berg era el único barco refrigerado que estaba en venta para el momento de la urgencia y después se supo que había por lo menos siete ofertas más, todas con precios que no pasaban de los 11 millones de dólares, una indicación del precio real del mercado. uis Alvarez Domínguez no desmintió una sola letra de lo afirmado por Raphael; por el contrario, las extendió y enriqueció. Empezó afirmando que él también había recibido órdenes y citó los puntos de cuenta al presidente, con su firma garabateada en los márgenes. Incluso, cuenta a la Comisión de Etica de AD que "en una oportunidad el presidente Pérez me solicitó que llamara al Contralor para pedirle que apurara el veredicto". Pero la cuestión era descubrir qué era, de quién y dónde estaba la compañía Hice, que había hecho la oferta en la cual se sentía tan versado el presidente de la República. Resultó fácil: la empresa Hice estaba registrada en Friburgo, Suiza. Mauricio Hatchwell-Toledano, ciudadario de origen judío sefardita, con téntaculos en Túnez, España y Venezuela, era su presidente. Tenía un hermano, Jack, con el cual constituyó el Grupo Hatchwell-Toledano con más de diez compañías en Caracas, todas dedicadas a la compra y venta, con comisiones

que hacían las delicias de los altos funcionarios de la Gran Venezuela. En el caso del Sierra Nevada, Hice había comprado el barco por 11 millones de dólares, vendiéndoselo días después al gobierno de Venezuela por 22, y todo con la anuencia del entonces Contralor General de la República, y hoy presidente de la Copre, José Andrés Octavio. Más todavía: resultó que los Hatchwell-Toledano eran del entorno íntimo de la señora Cecilia Matos, quien los recibía a menudo en sus saraos y reuniones. La citada revista Resumen publicó los vouchers donde se hacía constancia de los gastos de un viaje de paseo a Suiza realizado por la señorita Matos y dos invitadas —las señoras Gladys López y Nancy de Arenas—, dos meses después de cerrado el negocio, a cuenta del presidente de la Hice en ese país, señor Haynor, tal vez en gesto de agradecimiento para celebrar el éxito de la compra y venta del Sierra Nevada. Se explicaba entonces por qué el presidente conocía tan a fondo la oferta del buque refrigerado y por qué estaba tan interesado en que la operación se realizara cuanto antes. No quedaba entonces sino un solo camino: el enjuiciamiento y castigo de Carlos Andrés Pérez y sus cómplices. La única instancia donde se produjo algo parecido a una condena fue en la Comisión de Etica del Partido Acción Democrática, constituida para la fecha por Blas Bruni Celli, Marcos Falcón Briceño, Juan Herrera, Andrés Eloy Blanco Iturbe y Luis González Herrera. La Comisión decidió en un informe del día 11 de octubre de 1979 "que había una responsabilidad moral y administrativa" en la compra del barco, y que la misma recaía en "el ex presidente de la República, señor Carlos Andrés Pérez; en el ex ministro de Fomento, doctor Luis Alvarez Domínguez; y en menor grado, en el doctor John Raphael". El documento de la Comisión de Etica produjo una tormenta política y la esperanza cierta, expresada una vez por el propio presidente Pérez, de que alguna vez fueran presos altos funcionarios acusados de corrupción. Tan sólo que ahora aparecía él mismo ocupando el banquillo de los acusados, y, supuestamente, por su responsabilidad en una grave transgresión. En efecto, días después, el Congreso nombraba una Comisión Especial que debía conocer el caso y pro-

nunciar un veredicto; el optimismo de los menos escépticos creció ante posibilidad de sentar un precedente que saneara la administración pública al más alto nivel. Sin embargo, contrario a lo que se esperaba —o tal como—, el caso del Sierra Nevada comenzó a naufragar en el Congreso, a ser objeto de especulaciones, teorías y suposiciones —puestas a rodar por los propios perecistas—, que no tenían otro propósito que suavizar la culpabilidad del ex presidente, cuando no negarla en absoluto. Las más exitosas, y las que se vendieron con más facilidad, decían que Pérez era objeto de una maniobra betancurista y del sector más reaccionario de AD, que le cobraban su rebeldía contra la oligarquía tradicional y contra los Estados Unidos, así como su apoyo a la Revolución Cubana, la Revolución Sandinista y a los Tratados TorrijosCarter. De modo que lo del Sierra Nevada semejaba casi un invento, y condenar a Pérez equivalía a cerrarle el paso a un auténtico líder tercermundista. Esta tesis hizo estragos en AD, en algunos sectores del MAS, y en algunas personalidades independientes de izquierda, que no sólo compraron la mercancía, sino que se convirtieron en eficaces revendedores. Decían algunos, además, que el Congreso no tenía facultades sino para sancionar moral y políticamente a Pérez, porque la sanción administrativa sólo podían hacerla los tribunales ordinarios, previo pronunciamiento de la Fiscalía General de la República. Fue así como, producida la votación, Pérez salió con leves sanciones en lo político y moral, pero no en lo administrativo, salvado a última hora por los votos de Américo Martín y José Vicente Rangel. Quedaba, sin embargo, un escollo, el de la Fiscalía, en aquel momento, mediados de 1983, en manos del copeyano Pedro Mantellini González. Se aprovechó entonces la ausencia del titular, quien había viajado a los Estados Unidos por razones de salud, para que el fiscal encargado, el adeco Víctor Ortega Mendoza, previo hurto del expediente por parte del diputado Carlos Canache Mata, declarara cerrada la investigación y Carlos Andrés Pérez quedara vivo políticamente. Hasta el 4 de febrero de 1992.

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