Edición 28 Revista Enfoque del Café

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opinion

Ya ni en la paz de los sepulcros creo Rodrigo Rivera Correa Este refrán, al que adhiero porque soy realista, me lo repito a diario, no obstante el muy justo fervor popular provocado por el anuncio del Gobierno Nacional y de las Farc sobre un nuevo intento de diálogo para buscarle fin al conflicto bélico que nos desangra desde hace décadas. Ojalá pronto terminemos abrazados fraternalmente. Es preferible encender una vela que maldecir en la oscuridad. Esa que creo que si este anhelado milagro ocurriera sólo sería de una paz, mero silencio de las armas, y parcial, obtenida con un grupo guerrillero o sólo con parte de él. Porque la guerra seguiría con otros subversivos renuentes, herederos o nacientes camadas, ya que, siendo partícipes en un negocio tan lucrativo como el del narcotráfico, (camuflado, encubierto o negado con cinismo por sus dueños de hoy, tratando de engañar a la opinión pública sobre su actividad en crimen tan destructor) no van a renunciar al ilícito enriquecimiento para aparentar ante el país, que suponen ingenuo, un patriotismo que hace mucho dejó de palpitar en sus corazones de piedra. Yo quiero la paz. ¿Quién no?. Pero soy pesimista sobre resultados positivos de tales diálogos porque estoy convencido de que nunca la alcanzaremos sin subyugar nuestro egoísmo comenzando por hacerle sólidos cimientos de JUSTICIA SOCIAL, garantizada por el Estado que dejaría de ser propiedad de los privilegiados. Este cambio sí sería la piedra angular sobre la cual imperaría la armonía ciudadana como producto de una paz duradera, sin riesgo de derrumbarse ante el primer leve empuje de la indignación popular amotinada frente al espectáculo desafiante del hartazgo de los menos y la hambruna de muchedumbres ahogándose en un mar de

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necesidades insatisfechas. La historia nos enseña que la rebelión de las masas surge irresistible como culminación de la protesta airada individual o multitudinaria, provocada por las injusticias alcahueteadas, por un Estado indiferente o cómplice que nada hace para eliminarlas porque sus beneficiarios son los mismos usufructuarios que detentan las riendas del Poder Público y quienes, por su codicia insaciable, nunca dan muestras de voluntad política para renunciar al botín y permitir que verdaderos patriotas le apliquen al cuerpo social los remedios adecuados que alivien los grandes males que padece. Tan aberrante miseria espiritual genera rebeldía espontánea en el ser humano. Para su eclosión no es necesario previo adoctrinamiento. Aún el más insensible la siente y se subleva, porque esto está en su naturaleza animal. Todos hemos sido a los 18 años de edad activos revolucionarios de palabra o de obra, en el ágora abierta o en la clandestinidad. Tales arrebatos juveniles se aplacan a los 30 años y ya actuamos en escenarios donde impera la razón en discursos persuasivos que hablan de reivindicaciones sociales. Nos hemos convertido en acérrimos defensores de las libertades. Y cuando llegamos a los 50 años nos declaramos guardianes de las tradiciones y cancerberos de la autoridad y del orden. En síntesis, somos comunistas (también se les llama perfectos idiotas) a los 18 años de edad; liberales a los 30 y conservadores a los 50. Marx dijo: “quien a los 18 años no es revolucionario, no tiene corazón, pero si a los 30 sigue siéndolo no tiene cerebro”. Fanklin afirmó que a los 20 años nos dirige la voluntad, a los 30 el espíritu y a los 50 el juicio. El hombre es un lobo para el hombre,(Hobbes). Está en su naturaleza animal. Recordemos que fue clavándole su aguijón en el cuerpo a la tortuga crédula como el escorpión le pagó el transportarlo sobre su espalda para cruzar el rio. Como nación supuestamente independiente, no hemos tenido paz verdadera nunca. Ni la romana. Desde la in-

dependencia de la Corona Española, los odios heredados por los grupos políticos inspirados en las ideologías proclamadas por los libertadores a la cabeza de Bolívar y Santander, han marchado por el camino tortuoso de nuestras cruentas peleas fraternales con las consecuencias nefastas que nos relata la historia. En el siglo XVIII no tuvimos tregua que pudiera llamarse paz. En el XIX vivimos en constantes guerras civiles. En el XX el exterminio selectivo de caudillos o de prominentes jefes de distintos partidos políticos provocaba la reacción violenta de sus fanáticos partidarios. Rafael Uribe Uribe, Jorge Eliécer Gaitán, Luis Carlos Galán y muchos más mártires del liberalismo, partido condenado al exterminio por decisión del falangismo importado de la España franquista en 1936 y cual, siendo minoría, llegó al poder en 1946 gracias a una división del partido mayoritario. Por último, el asesinato selectivo de los líderes de la Unión Patriótica le advirtió al pueblo lo lejos que estaba de llegar a ser dueño de su destino. Todos estos hechos, enumerados por su máxima importancia, pero que no son los únicos, fueron espeso caldo de cultivo de la violencia del siglo pasado, continuada con inusitada fiereza en el presente. En conclusión: Es cierto que la paz sólo se consigue con instrumentos tales como el diálogo, el entendimiento, la tolerancia, el respeto por las opiniones ajenas, el ánimo de reconciliación y la generosidad, todos conducentes a obtener Justicia social, económica, política, cultural etc., garantizada por el Estado y con la contribución efectiva de todos los estamentos de la sociedad. Si no es así no habrá jamás paz verdadera en nuestra atribulada patria. A menos que la juventud deje de poner los muertos y, como fuerza electoral irresistible, se imponga sobre los pocos vivos que viven de tanto bobo, que por inercia permiten que los exploten y ya, con el poder en sus manos, haga las reformas estructurales necesarias. Arriba los corazones y paso de vencedores hacia el paraíso de la justicia social.


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