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El país de las mujeres hermosas

Por: Ramiro Tejada (1954-2019)

Poética del acontecer: Hay en esta obra del Teatro la Hora 25 un hálito, un soplo vital. Es como si se quisiera de un tajo beber todo el dolor que nos genera este país con sus tragedias del diario vivir (y morir).

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Dolor incesante ante la impotencia y también la esperanza. En ello se nos va la vida, en restituir la dignidad de las víctimas, de todas las víctimas de las violencias manifiestas y ocultas, las sutiles violencias cotidianas que igual taladran hondo en el corazón.

Hubo un tiempo en que se creía que el teatro era vía de escape, mera diversión y entretenimiento baladí, banal, que fuera algo así como una tregua con la realidad. ¿Para qué hurgar la herida?, se decía, nos decían. De ello da buena cuenta el sinnúmero de revistas light que retratan idem a la gente light, de allí que se dieran a la tarea de registrar los top, las puntas del iceberg de la farándula, a las “mujeres hermosas”. Hay, por fortuna, otra concepción del arte, vigente todavía, minoritaria si se quiere, que no escamotea la realidad ni escatima creación. Ya no el viejo teatro de denuncia de los años setenta, no, éste es un teatro elaborado, técnicamente perfecto, verosímilmente interpretado, que da cuenta de una realidad inevitable, pero que no la rehúye ni la soslaya. Sin eufemismos ni retórica los cinco monólogos a los que asistimos nos van revelando como en un daguerrotipo intemporal su trasegar por los vastos territorios del terror. Cada una desanda su tragedia, la hace verbo, la carga de acción dramática limpia.

Aquí septiembre, nefasto desenlace de un ser que no renuncia a la búsqueda de su ser amado, desaparecido ya hace veinticinco años, pero en ella la esperanza aún sonríe. Allí Abril y su loco delirio de juventud, desasosiego, desamor, honda herida que la lanza al vacío irrefrenable. Ahora es

Octubre la que nos devuelve en el tiempo, reclutada a la fuerza por las oscuras fuerzas del desorden institucional, víctima a su vez de las nunca olvidadas masacres. Viene luego Mayo vierte a cántaros su pasión, de cómo se “avergonzó de su amor” y desamor y de cómo restituyó su dignidad en un acto ominoso pero liberador. Y al final, sólo al final, como quien reserva para el final sus últimos vestigios de ternura, nos llega la voz de una niña, madre forzada ante la pérdida de su madre, Junio, como una diosa nos regala su relato desgarrador, relato del cual tengo ya el recuerdo, los niños del Arauca asesinados por un comandante militar, en tonada de “pajarillo pajarillo” nos instala en su color local.

Una suerte de dramaturgia “al alimón” ésta de Jorge Iván Grisales y Farley Velásquez, que le otorga la palabra a las víctimas: Tras la honda herida del dolor, es la palabra la que les restituye en su dignidad.