Revista CIA Nº 4

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332 tener un funcionamiento performativo, influir sobre la obra futura de nuestros sujetos y, a su vez, verse influidos por ella. Más aún, al igual que el espectador de la paraficción, vamos siempre un poco rezagados. No sólo debido a que nuestro campo se expande temporalmente de manera constante, sino también a que, debido a la inmanencia de la globalización, crece en términos geográficos. Tenemos la responsabilidad –y, a menudo, la presión, creo– de que nuestros relatos sean más inclusivos y transnacionales. Pero como bien demuestra el foco euroestadounidense de este propio artículo, pocos de nosotros manejamos las competencias lingüísticas, los conocimientos culturales o los antecedentes de las historias del arte locales necesarios para dominar de manera adecuada una fracción de aquello sobre lo cual nos gustaría pensar, enseñar y escribir. ¿Qué hacer? El sujeto de la paraficción podría respondernos parafraseando al sitio web falso de Nike. Los académicos no suelen usar trajes de hombres de negocios. ¿Por qué tendría que hacerlo sus estudios? ¿Por qué debemos aceptar la postura de Milgram? ¿Qué ocurriría si la historia del arte contemporáneo difiriera de otras partes del campo por la afirmación de algunas de estas contradicciones y realidades, en vez de minimizarlas? Walid Raad dijo en 1989 –tal vez– que “hay que tratar a los hechos como procesos”93. El reconocimiento de que ninguno de nosotros puede constituirse como autoridad en la totalidad del ámbito del arte que necesitamos debatir podría alentarnos no a reducir nuestro ámbito de interés sino a buscar formas de investigar, escribir y asesorar en colaboración. Admitir e incluso valorar


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