Revista CIA Nº 1

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43 naciones con cargo de hace cien años. Había un doble discurso en el museo: uno que trataba de reproducir el derrotero histórico de las artes visuales en Occidente ofrecido por los museos “centrales” y –superpuesto a éste–, otro vinculado a los imperativos de los cargos de exhibición. Si el primero corresponde a sobre cómo debe plantear su política de exhibición un museo ubicado en la periferia con la presencia de una colección europea, el segundo refiere a un marco legal, que se ha ido modificando. El desafío es cómo el museo puede pensar simultáneamente: desde las donaciones del coleccionismo privado, y desde una historia del arte y de la museología que se piense autónoma pero en discusión con los relatos centrales. Nuestro patrimonio es singular, pues está conformado por muchas adquisiciones del Estado –por caso la pintura europea en la gestión de Eduardo Schiaffino–, que responden a pensar la función educativa y estética de un museo nacional; pero luego, gran parte del patrimonio europeo proviene de donaciones de fines del siglo XIX –con muchas obras “menores”– y de relevantes legados recientes. A veces tendemos a olvidar cómo se modificó el patrimonio con donaciones del último tercio del siglo XX: Mercedes Santamarina en 1970, la adquisición del Di Tella en 1971, la colección Hirsch en 1983. Uno tiene la costumbre de ver al museo con grandes obras del arte europeo como si hubiesen estado siempre ahí. Al mismo tiempo, hay que manejar un museo que tiene una estructura edilicia muchísimo menor que la necesaria para dar cuenta de un patrimonio de más de once mil objetos.


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