Revista Anaconda #34

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Asombroso pasar por el pueblito marino llamado Cadeate, donde vimos una vasta oferta de panes: contamos diecisiete panaderías en una sola calle, ¿habrá otro tipo de comercio allí? ¿Quién compra tanto pan? Dos sitios de la costa nos impresionaron: el farallón del santuario de Santa María del Fiat, no solo por la rara iglesia encima del promontorio, sino porque el propio risco, que deja ver una playa espléndida de varios kilómetros de largo, está siendo devorado a dentelladas por el oleaje, tanto que en una zona ya queda prohibido estar. El otro lugar pintoresco es el farallón Dillon, en el pueblito que responde al simpático nombre de Ballenita. El sitio es una hostería muy bien montada por sus propietarios, el ex marino Alberto y la señora Yolanda Dillon, agradable anfitriona. Allí tomamos un chocolate mirando la extensión marina, recorrimos su pequeño museo de antigüedades náuticas y nos sorprendió su faro, su piscina que juega con el horizonte, presidida por una sirena pétrea, y aquella bandera cubana casi al centro del salón principal, destacable entre otras muchas. Hubiéramos deseado permanecer más horas, ¿por qué no tomamos una habitación para detenernos a nuestras anchas? Valdivia, Manglaralto, Monteverde y sus sitios petrolíferos, San Pablo con su simpática y joven iglesia de madera y concreto, la bahía pescadora de Ayangue, Santa Elena y su catedral espaciosa y La Libertad de paso hacia Salinas, nos atrajeron por sus ofertas turísticas y su naturalidad de vida. Personas amables y vocingleras, sencillas y hospitalarias pueblan el mercado de La Libertad, semejante a decenas de ellos en la Costa e incluso en otros países, pero lo que le rodea,

la variopinta condición étnica de las gentes y la multitud de mercancías costeñas y serranas, finge otra Babel, esta vez la del variado comercio. Nuestras expectativas sobre Salinas eran bien diferentes: esperábamos llegar a otro pueblito pintoresco y divertido, cuando de pronto comenzamos a ver supermercados y un aeropuerto, y hasta un conjunto de rascacielos, que nos mostraron una ciudad nueva y pujante. Pernoctamos en la casita playera de la amiga Marigloria, porque el día siguiente iba a marcar un hito en nuestra estancia ecuatoriana: avistaríamos ballenas en su hábitat de amor. Diecisiete personas salimos de la concurrida playa en un bote de pescadores, que nos condujo hasta el Mónica I, un yate destinado al avistamiento de los cetáceos. Avanzamos unas seis millas, entre altas olas, piqueros de patas azules, gaviotas y otras aves marinas, mientras quedaba en el horizonte una Salinas recortada o desdibujada por la distancia. Casi siempre a nuestra izquierda teníamos la punta más saliente del Ecuador hacia el Pacífico, donde se encuentran dos corrientes oceánicas, la de Humboldt y la de El Niño, que forman remolinos, y que el gracejo popular ha denominado La Chocolatera. Aunque el sitio resulta peligroso, se ven no pocos jóvenes armados de una tabla, surfeando felices el rizo de las olas, mientras más allá, en un promontorio rocoso casi inaccesible, una colonia de lobos marinos reposa displicente. El espectáculo de las ballenas saliendo a la superficie, madres con sus ballenatos, ha sido largamente filmado, no sé bien cuántos documentales habremos visto sobre estos cetáceos, pero verlas saltar a menos de cien metros de la 77


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