Revista Anaconda #34

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L I TERATU RA

cae en el error de reemplazar el tiempo real por el tiempo crónico. Ahora, vuelve sobre un episodio histórico —la Segunda Guerra Mundial—, trata de recrearlo en Ecuador, por medio de mínimos personajes, de mínimas creencias. Quiere reflejar el tiempo de la realidad, pero no hace otra cosa que reflejar el tiempo del calendario. Pero ahora, más allá del afán político, de la denuncia, aparece un afán estético que — aunque involuntario— es la única salvación de la obra de Gallegos. La historia lo ha vencido, sus personajes han pasado de oprimidos a opresores, sus escenarios se han vuelto universales, a pesar de seguir recurriendo a la aldea, pero, sobre todo, el tiempo de su narración lo traiciona por completo. La estructura de “La última erranza” es en sí misma la construcción de un tiempo que, partiendo del calendario, se va renovando ante nuestros ojos, actualizándose a medida que se crea, que avanza y retrocede, que viaja, rescatado de la continuidad avasalladora del tiempo real. Finalmente, estos dos tiempos que se han venido enlazando dinámicamente más allá de la voluntad de denuncia del autor —el tiempo crónico y el tiempo lingüístico— terminan confundiéndose y plasmándose en uno solo, el único posible, el tiempo del discurso. El tiempo crónico muere y emerge el tiempo del discurso. Cuando Heinrich, el judío alemán protagonista del cuento, está siendo lapidado por los campesinos ecuatorianos que lo creen el judío errante, el tiempo histórico se confunde en una simultaneidad de tiempos cuya presencia sólo es posible en el discurso. Ese hombre es todos los hombres, es también el lector, que con cada lectura actualiza un nuevo tiempo, esta vez sí vital. Todo él lacerado y con las vísceras vueltas afuera, desolladas vivas, su ánimo fulgía en efímero centelleo de relámpago. Sin pasar cuentas aceptaba la herencia. Ser judío era sencillamente ser hombre. Judíos fueron Judas y Shylock, pero también judíos Jesús y Marx. En cada magnate y en cada rebelde, alienta un judío.3 El tiempo sin tiempo de la humanidad lo trastorna todo, los hombres son uno solo, héroes y villanos, literatura y realidad confunden sus límites. Los campesinos —el ideal de proletario socialista en el Ecuador— se convierten, poco antes de la muerte del ideólogo del Realismo Social, en el más repulsivo de los villanos, que sin saberlo se destruye a sí mismo. Ha emergido en su plenitud el tiempo lingüístico, quizá a pesar del autor de ese su último cuento. El artista ha superado, como en lo mejor de la obra de Gallegos, al ideólogo, ha traicionado su voluntad para volverlo eterno, renovado en cada lectura.

Apostilla. Es extraño que la crítica contemporánea siga, a pesar de todo, aferrándose en muchos casos a una lectura de Gallegos que pretende anclarlo a su tiempo, a su ideología y a su categoría de hombre político. Fue precisamente este el gran error del autor guayaquileño al construir una obra que ha sobrevivido gracias a que ha podido huir de esas amarras, incluso más allá de la voluntad de su autor. 60


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