Orsai Número 2

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MUJICA, EL PRESIDENTE IMPOSIBLE

reproducciones de Modigliani y Van Gogh. En los rincones hay grandes ceniceros que acunan los cigarros fumados. En el living hay muebles de caña y una computadora culona. En los aparadores hay fotos recientes tomadas con una sencilla cámara de rollo: hasta las fotos nuevas parecen viejas. López Mercao, quien alguna vez se pensó que sería el jefe de prensa de Mujica —finalmente no fue— hace el relato de toda la historia que se cuenta en estas páginas: habla de Punta Carretas, del abuso, del Penal de Libertad, de la incertidumbre de los nueve rehenes, de la llegada al poder como un baño de sentido. Y lo cuenta con un hablar grave y pausado: el Negro —le dicen “el Negro”— tiene la voz endurecida por el humo. —¿Y vos has soñado con todo esto? ¿Te han llegado estos recuerdos en sueños? —No —dice—. Yo no sueño. Afuera está oscuro y llueve; suenan los grillos. Una de las hijas se acerca y busca música en la computadora del living. —Bueno —dice Isabel—, cada vez que él da alguna nota o se reúne con compañeros en un asado y recuerdan cosas, yo después lo noto distinto. Con los años la cosa se fue apaciguando pero yo noto que te quedás mal, Negro. Yo noto que te quedás como triste. Noto que soñás. La hija —Evelina— pone un tema de la banda uruguaya Cuarteto de Nos. El tema se llama “El día que Artigas se emborrachó”, hace alusión al primer libertador uruguayo —mítico héroe nacional que murió exiliado en Paraguay— y termina con esta estrofa: “Se emborrachó, porque la guerra perdió / y se emborrachó, porque alguien lo traicionó / se emborrachó, y la patria se lo agradeció / ¡Whisky para los vencidos!” En términos generales la letra es graciosa y encima aquí hay cerveza, así que todos reímos. Pero el Negro, a través de sus lentes de montura fina, con el codo en la rodilla, cavila. —La historia uruguaya es rarísima, los héroes históricos son todos derrotados con honor —dice—. Para la historia ser un triunfador no trae réditos. Miralos a Artigas, Aparicio Saravia, Leandro Gómez, Batlle Ordóñez. En general, vos vencés acá y cagaste. Pero te transformás en ídolo. Miralo al Pepe si no. Poné la otra que me gusta a mí. Evelina obedece y pone otra. Afuera la lluvia sigue y en algún momento el Negro se levanta,

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TOMÁ MATE.

tira una colilla por la ventana y se va a buscar el auto para llevarme al hotel. —Yo te quiero contar algo, porque él nunca lo cuenta —murmura Isabel cuando su marido se va. Y luego dice esto: que al Negro le llegó una indemnización por veinte mil dólares. A los muy heridos parece que les llega, y el Negro y su mandíbula tienen puntaje suficiente para entrar en ese club. Pensando en el futuro —en sus hijas, en las operaciones maxilares— el hombre mandó los datos. Y desde que los envió empezó a dormir mal. Una noche, Isabel encontró a su marido diciendo “no puedo”. —No puede aceptar ese dinero. Me dijo: si lo aceptara, si buscara una compensación, sería como arrepentirme. Y yo le dije Negro, es tu cuerpo, son tus huesos, la mandíbula rota es tuya. Yo no puedo meterme en eso. No aceptes la plata si no querés aceptar la plata. Y ahí se habrá sentido liberado, porque se puso a llorar. Isabel tiene cuarenta y seis años, ojos celestes, cabello rubio: si cada edad iluminara con una luz propia, podría decirse que a esta mujer la alumbra una luz de veinte años. En eso pienso —en la nobleza de su rostro— cuando el Negro toca el timbre para avisar que está en la entrada, esperando en el auto. El regreso al hotel es en silencio. La avenida 18 de julio, el asfalto mojado, el ritmo menguante de las calles céntricas: la ciudad parece una película muda; solo se oyen los neumáticos. —Bueno —el Negro detiene el coche—. Lo último que puedo decir es que fueron los años más lindos de la vida nuestra. No especulamos con nada. Lo dimos todo. Y ahora vivimos en un ejercicio de interpelación periódica con aquel gurís que fuimos a los veinte años. Yo no quiero hacer a los sesenta cosas que me hubieran avergonzado a los veinte. Quiero irme de la vida sin amputar partes de mí. Quizás a los otros compañeros le pase lo mismo. Eso es lo último que dice el Negro antes de despedirse con un ademán seco —apenas una palmada— y de dejar abierta una pregunta: si esta historia debía ser sobre José Mujica, o sobre la maravilla colectiva que permitió que exista, con sencillez absoluta, José Mujica. Este texto es, de algún modo, una larga respuesta. 


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