Orsai Número 12

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BLACK JACK EN ATLANTIC CITY aunque en el fondo sé que tengo poco resto. Es-­ toy cansado: fueron demasiadas horas para mí. Petrona, en cambio, es mayor que yo —tiene más de sesenta años— pero muestra unas no-­ tables ganas de pelear, aun cuando estuvo des-­ pierta toda la noche. A los gritos, le explica al empleado del casino que ella decidió dejar pasar un colectivo de vuelta a su casa para jugar y que si no le abren la mesa se habrá quedado en vano y que está por descomponerse y que quiere des-­

Estamos viviendo una masacre en tiempo récord y, en una obvia alegoría del juego, lo ganado se va en un suspiro. Me levanto de la mesa desplumado.

cansar pero no tiene un cuarto de hotel porque pensaba quedarse jugando toda la noche. Petro-­ na es una catarata de la que cualquiera quisie-­ ra librarse. Cualquiera, menos el casino: todos sabemos que Petrona podría caminar algunos metros e ir a otra casa de juegos con cartas se-­ cas, pero Petrona sabe que a ningún casino le gusta perder clientes. Antes de que acabe mi ci-­ garro, Petrona tiene en la mano las llaves de su habitación, cortesía del lugar, aunque igual no abandona la mesa. Nadie lo hace. Angelina mira la escena con el rostro adormecido mientras silba, por lo bajo, lo que entiendo que es la canción «Bajo la rambla». &XDQGR HO VRO QR HVWi < OD WDUGH FDH DO ¿Q Quiero olvidar los momentos que en la rambla pasé. La miro extrañado. —The Drifters —dice Angelina—. ¿Escu-­ chaste la versión de Springsteen? En realidad pensaba en Gabriel Carámbula. —No sabía que Springsteen había graba-­ do esta canción —digo.

Angelina saca su teléfono, entra a You-­ Tube y bajo el título de «Huracán Sandy, lle-­ gando juntos» aparecen Bruce Springsteen, Billy Joel y Steven Tyler, entre otros, cantando «Under the boardwalk». Arreglar las ramblas, sabré después, costó más de cincuenta millones de dólares. Y los músicos juntaron la mayoría GH HVH PRQWR HQ XQD JDOD EHQp¿FD /D FDQFLyQ es linda y aunque no estamos jugando, por un momento la pasamos bien. Incluso el amigo de Angelina deja de pedirle plata. —Debajo de la rambla hay gatos —dice Petrona—. Gatos, cientos. Son famosos los ga-­ tos de Atlantic City. La gente estaba preocupa-­ da porque se fueron con el Sandy, pero ahora volvieron y voluntarios de todo el país vienen a cuidarlos. La gente no tiene casa pero cuidan a los gatos. Petrona sonríe. No sé si lo hace por la his-­ toria de los gatos o porque vino un supervisor con un mazo de cartas nuevo. Da igual. Lo im-­ portante es que junto con el mazo llega Lisa, una crupier entrenada en el arte de sacarnos la plata. Los crupiers, hay que decirlo, son gente de miedo: son, en muchos casos, jugadores con rasgos ludopáticos y capaces de desvalijarte en un minuto. Un estudio de la Universidad de Chicago advierte que el veinticinco por ciento de los empleados de casinos tiene severos pro-­ blemas de adicción al juego. Esa enfermedad es útil a la industria, y si no miren a Lisa: es feroz. Con ella las cartas vuelan y también nuestras ¿FKDV 7RGR HV PX\ UiSLGR (VWDPRV YLYLHQGR una masacre en tiempo récord y, en una obvia alegoría del juego, lo ganado se va en un suspi-­ ro. Me levanto de la mesa desplumado.

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o tengo idea de la hora pero estoy tan can-­ sado que a gatas llego a mi cuarto. Me tiro en la cama y prendo el televisor. Hay un show de Jerry Springer, un conductor televisivo que se hizo famoso por ser alcalde de Ohio y por pagarle a una prostituta con un cheque, razón por la cual Springer debió renunciar a su cargo de funcionario. «Si fuera posible jugar con che-­ ques tal vez seguiría abajo, en alguna mesa» me digo. Y eso es lo último que pienso. Luego creo que me duermo. Pasan tres horas y me despierto con acidez, dolor de cabe-­ za y una imagen. Prendo un cigarrillo, esto es lo que veo. Tengo cinco años y estoy con mis pa-­ dres caminando por alguna ciudad de Colombia cuando entramos a un lugar con tragamonedas.

EN MI CAMA APUESTO EL CUERPO. 88


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