Dossier 51

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Por

Daniel Vidart

Fotografías: Reinaldo Altamirano

H

e contemplado la obra de Gabriel Vieira con ojos de antropólogo. Y la antropología, que estudia al hombre y sus culturas, y dentro de las culturas las manifestaciones poiéticas, esto es, creadoras, de las distintas etnias, tiene el privilegio –o quizá el castigo, impuesto por el nominalismo etnológico– de no aceptar ninguna orientación estética como norma universal. Las máscaras tibetanas habrían sido consideradas sueños maléficos de la materia por un artista florentino del Renacimiento. Del mismo modo el orfebre quimbaya de los Andes colombianos, fabricante de piezas áureas mediante la técnica de la cera perdida, no sentiría la emoción, entre estética y religiosa, que embargaba al hombre medieval europeo ante la magnificencia de los vitrales góticos. Es por ello que la antropología no reconoce cánones inmutables en el espacio y en el tiempo. Lo que determinada cultura considera arte –recordemos el asombro de los cubistas franceses al “descubrir” el legado escultórico del África negra– para las culturas melanoafricanas autóctonas es magia, invocación a los espíritus o presencia efectiva de los dioses. Cuando en una soleada mañana, al aire libre, rodeado por el aroma de las flores y el vuelo corto, casi recatado, de los chingolos, me senté ante la puerta de un vasto edificio rural, un galpón en suma, y Gabriel inició sus viajes de ida y vuelta hacia la fresca y oscura marsupia de aquel, ambos coincidimos en que de su interior brotaban los dones de un nuevo cántaro de Pandora, pero al revés. La mítica Eva griega había recibido un presente de cada uno de los dioses, y a causa de ello fue llamada Pandora: Pan, ‘todos’, y doron, ‘obsequio, regalo’. De tal modo fue favorecida por la belleza, la gracia y otras virtudes femeninas. A cambio de los beneficios recibidos le entregaron un recipiente que guardaba en su interior las enfermedades y las desgracias que caerían sobre los mortales si alguien se atreviera a destaparlo. El titán Epimeteo, el Adán griego, el imprevisor, el “que viene después de los hechos”, como indica la etimología de su nombre, desobedeció a los dioses y abrió el cántaro –que de eso se trataba y no de una caja como erróneamente 48 D

se traduce–, con las fatales consecuencias que los humanos seguimos padeciendo. Pero del cántaro criollo aposentado en un solar de Melilla no brotaban castigos y malandanzas, sino que, de a poco, en pequeños cargamentos entibiados por el padre sol y enfriados por la madre sombra, surgía el milagro de un arte que iniciaba su vuelo a partir de la mal llamada artesanía. En efecto, la excelencia creativa no reconoce clases sociales ni lo que, aristocráticamente, se exalta como cultura superior y se denigra como cultura inferior, popular o tradicional. Se me ocurrió, al contemplar el desfile meridiano de aquellos cuerpos, que me hallaba ante la presencia de un pequeño cosmos cuyos astros, no importa si los de primera magnitud o los de brillo apagado, eran el don de un demiurgo, tan imprevisto como gratificante. Y me acordé entonces del Lila, la diversión lúdicra de los dioses del hinduismo, quienes, entre juego y juego, terminaron dando luz al Universo y su orden pulsátil. ¿Cómo catalogar aquellos pedazos de mundos, aquel muestrario objetual que traía consigo la llave de una puerta abierta sobre el gozne de un significado oculto, de un signo que se negaba a ser un símbolo, de una frase que se repetía a sí misma como el eco en el interior de una caverna? Llegaron así las maderas, unas pintadas como las de los nativos de Nueva Guinea, dispuestas a fortalecer y decorar la maciza majestad del árbol paterno, otras labradas por el mar, curtidas por la sal, mordidas por el viento, limadas por las arenas de una playa remota. Esas maderas estaban a mitad de camino entre la roca, mineral inmóvil, y el salto grácil del venado, belleza zoológica en movimiento. Habían dejado de ser geología, pero conservaban el peso, la densidad y el aplomo meditativo de la celulosa petrificada, hermana de las ágatas. En estado virgen o ya humanizadas por la mano que otorga forma y sentido a la ciega Naturaleza, eran los palpables testimonios de la hylé, de la materia, puesto que en un principio materia y madera fueron la misma cosa en la voz y el concepto de los griegos y los romanos, quienes,


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