Revista Dossier 80 - Edición Nro.80 / Año13

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DOSSIER SUMARIO 26 A 25 años de Pulp Fiction Wilmar Umpiérrez 8 - - -

Matinée del domingo, por Carlos Diviesti. J’accusse, de Roman Polanski. It Must Be Heaven, de Elia Suleiman. Martin Eden, de Pietro Marcello.

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Desde la primera fila, por Bernardo Borkenztain. El amor en tiempos del coronavirus. Chacabuco, de Roberto Suárez. Pájaro estúpido, de Aaron Posner/Jorge Denevi.

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Fisura sónica, por Alexander Laluz. Reseña de discos de Antonino Restuccia, Eugenia Sasso y la Yegros.

20 Esponjas y vinagre, por Nelson Díaz. - Leer en tiempos de pandemia. Reseña de libros. La peste, de Albert Camus / Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago / Soy leyenda, de Robert Matheson / Némesis, de Philip Roth / Los ojos de la oscuridad, de Dean Koontz / Apocalipsis, de Stephen King. 22 -

Puerta de embarque, por Pablo Trochon. Moscú.

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Entre palabras, por Felipe J. Fossati Lautréamont y el surrealismo.

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A 25 años de Pulp Fiction.

32 Con Tomás Linn Mitos y leyendas de los uruguayos Nelson Díaz

40 Rumbos del pop El caso uruguayo Alexander Laluz

50 Entrevista con Rita Fisher

32 Con Tomás Linn. Mitos y leyendas de los uruguayos. 40

Rumbos del pop. El caso uruguayo.

50

Entrevista con Rita Fisher.

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Notas sobre Estonia.

66 El Palacio Salvo: un abuelo casi centenario.

/revistadossieruy Año 13 / número 80 / mayo-junio 2020 / Publicación bimestral de cultura / Director: Fernando Cattivelli / Coordinación editorial: Stella Forner / Redacción: María Noel Álvarez / Guillermo Baltar / Bernardo Borkenztain / Celeste Carnevale / Nelson Díaz / Diego Faraone / Alexander Laluz / Melisa Machado / Inés Olmedo / Agustín Paullier / Eduardo Roland / Silvana Silveira / Daniel Tomasini / Colaboran en este número: Felipe J. Fossati / Fabricio Guaragna / Alejandro Michelena / Pablo Trochon / Wilmar Umpiérrez / Fotografía: Doménica Pioli / Reinaldo Altamirano / Diseño gráfico: Fernando Álvarez Cozzi / Dirección Comercial: Bulevar Artigas 1443, ap. 210. Tel.: 24032020 / agenda@revistadossier.com.uy / www.revistadossier.com.uy / Impreso en: Gráfica Mosca - D.L. 370.846 / Ministerio de Educación y Cultura Nº 2099 / ISSN 1688368-3 / El equipo de producción vela por la coherencia y seriedad de las notas, pero no se responsabiliza ni se identifica necesariamente con las opiniones expresadas en ellas. Se prohíbe la reproducción total o parcial del material publicado sin previa autorización. D

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Fabricio Guaragna

58 Notas sobre Estonia Pablo Trochon

66 Palacio Salvo: un abuelo casi centenario Alejandro Michelena


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MATINÉE DEL DOMINGO

Por Carlos

Diviesti

J’accuse, de Roman Polanski

La primera piedra

El affaire Dreyfus (1894-1906) no solamente dividió a la hasta entonces incólume Tercera República Francesa, sino que reveló pública y políticamente algo que hasta ese momento era propio de los cotilleos en los mercados populares: el antisemitismo. Alfred Dreyfus, un capitán del ejército francés de origen judío, fue degradado tras un juicio amañado en el que se determinó su culpa en cargos de alta traición. Según se indujo en ese juicio, Dreyfus habría pasado información secreta a los altos mandos alemanes, cuestión que Dreyfus negó a viva voz desde un principio y que determinó una sentencia a prisión perpetua en la Isla del Diablo, una piedra que emerge en los mares tropicales de la Guayana Francesa. Este podría haber sido un caso cerrado si el coronel Georges Picquart no hubiera descubierto que el memorándum con información sobre armamentos atribuido a Dreyfus había sido escrito de puño y letra por el verdadero traidor a la patria de todo este entuerto, el mayor Ferdinand Esterházy, un bon vivant descendiente de húngaros que despilfarró una fortuna y que culpaba a Francia de todos sus males económicos, y que aborrecía a los judíos, digamos, por cuestiones raciales. Sin embargo, la denuncia de Picquart se encontró con una valla infranqueable: la del propio ejército, una corporación que aspiraba a mantener el poder y que se enorgullecía de hacer silencio ante cuestiones que pudieran sacudir sus cimientos, como por ejemplo el antisemitismo del sifilítico coronel Jean Sandherr, el artífice de todo este desaguisado. El cine trató este tema a través de la figura de quien lo dio a difusión, Émile Zola, en una película que se llamó La vida de Émile Zola (William Dieterle, 1937, con Paul Muni como Zola y Joseph Schildkraut como Dreyfus). En la versión de Roman Polanski el foco está puesto en la investigación de Picquart y sus derivaciones, y no tanto en el artículo que Zola publicara en la prensa parisina con el título ‘Yo acuso’. Quizás Polanski (con todos los vaivenes, acusaciones y tragedias que ha vivido a lo largo de su vida y en sus sesenta y cinco años de carrera) haya tenido el buen tino de focalizar el tema en Picquart, a quien, como en la novela de Robert Harris en la que se basa el guion de esta película, se ubica en un rol protagonista alejado del romanticismo de la defensa al oprimido y mostrándolo como lo que aparentemente fue: un soldado que antepone la verdad a sus convicciones personales, que D

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incluyen la concupiscencia y la aversión a los judíos. Es quizás la versión más naturalista de los hechos, la más cercana a la literatura de Zola, pero que no se queda en el discurso, sino que refuerza sus intenciones (la búsqueda de la justicia, no de la inocencia) a través de una composición visual que es narrativa pura y belleza poética, tan infrecuente en estos tiempos de automatismo tecnológico. Baste ver la primera y muy larga escena en plano secuencia, esa escena de la degradación de Dreyfus en el patio de armas, con la torre Eiffel al fondo, que incluye al pueblo que se mantenía fuera de campo, o esa otra en el Salón de las Esculturas, para apreciar que Polanski no solamente quiere recrear un hecho político que signó el futuro de muy buena parte del siglo XX. También, casi a los 87 años, quiere dejarle al público la imagen de un mundo que fue suyo por

tradición, pero que en una película no puede tener el fasto de un museo sino la vivencia de una mirada absorta en el momento cúlmine de un duelo, esa mirada que soslaya la epopeya en los ojos del Picquart de Jean Dujardin y que desnuda el miedo en los del villano teniente coronel Henry, interpretado por el extraordinario Grégory Gadebois. J’accuse no acusa solamente al antisemitismo, sino que además interpela a la historia y su notable tendencia al olvido. Nota: Recomiendo fervientemente que vean en Youtube el unipersonal de Grégory Gadebois Des fleurs pour Algernon (Yves Angelo, 2014), que además de ser una gran película para televisión revela una actuación incomparable de Gadebois, un actor que no debiera quedar relegado a la hora de nombrar a los mejores de estos tiempos.


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MATINÉE DEL DOMINGO

It Must Be Heaven, de Elia Suleiman

Un callejón en el paraíso

Elia Suleiman va de Nazaret a París, para la época del 14 de julio, a conversar con el posible productor de su nueva película. El

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productor le dice que simpatiza con la causa palestina, pero que la película que quiere rodar Suleiman es muy poco palestina para su gusto. Luego Suleiman viaja a Nueva York a un encuentro de árabes estadounidenses consustanciados con la causa palestina, encuentro en el que el público aplaude enfervorizado no se sabe qué cosa. En ese viaje, Suleiman se topa con un taxista que llama a su señora sorprendido por llevar a un palestino en el taxi,

con Gael García Bernal que se queja porque lo llamaron para filmar una película sobre Hernán Cortés hablada en inglés, y con una muchacha que escapa de la Policía en pleno Central Park (con alas de ángel y el busto desnudo, aunque cruzado por una bandera palestina pintada). Pese a que todo parece muy raro en Nazaret, en París o en Nueva York, la realidad indica que una mujer con chador puede transportar dos cuencos con agua sobre su cabeza si los alterna en su recorrido, en tanto y en cuanto acepte que para avanzar siempre hay que retroceder un trecho. Lejos de ser una película excéntrica, It Must Be Heaven no se formula cuestionamientos retóricos ni le enrostra al espectador el estado de la violencia en el mundo en estos tiempos. Si es una película que bordea lo genial se debe a que Elia Suleiman, como personaje observador del mundo que lo circunda, presenta sus observaciones sin abrir la boca, sin que sepamos concretamente cuáles son los trazos subjetivos disueltos en una serie de aleatorias, aunque nunca gratuitas, viñetas. ¿Pueden circular tanques de guerra por una París en paz? ¿Un hombre con pinta de pesado necesariamente me hará daño? ¿Circular frente a los clientes de un café nos obliga a desandar la pasarela de un desfile de modas? ¿Soy el ladrón de los limones del vecino si podo y riego su limonero? ¿La exageración de la verdad es una forma poética de la mentira? Las preguntas que nos genera la contemplación del paisaje a veces no son tranquilizadoras, hay que aceptarlo.


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DESDE LA PRIMERA FILA

Por Bernardo

Borkenztain

El amor en tiempos del coronavirus Vivimos tiempos raros. Un evento que por primera vez logró unificar al planeta entero detrás de una causa tuvo como costo sacarnos la presencia del otro, su corporalidad y, muy especialmente, el poder generador de su mirada. En ese sentido, quizás el teatro y las otras artes escénicas han sufrido más que el resto, porque sin poner el cuerpo en juego no hay teatro. Y, efectivamente, no hay teatro en estos tiempos. Pero no hay dudas de que, como le pasó al rey caído en desgracia, esto pasará y llegará nuevamente el tiempo de jugarnos el cuerpo y el alma en la maravillosa experiencia del teatro, que necesita –desesperadamente– poner a un cuerpo frente a otro para existir. Que sea pronto.

Chacabuco, de Roberto Suárez

Del amor (casi) más poderoso que la muerte Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando; cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor; cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor… Jorge Manrique

El teatro de Roberto Suárez y su grupo, el Pequeño Teatro de Morondanga, es difícil de describir porque tiene rasgos demasiado sui generis para clasificarlo y, como tiene el mismo proceso de añejamiento que un buen whisky, su sutileza y complejidad sensorial desafían la capacidad del lenguaje. La primera palabra que viene a la mente es esa: complejidad. La complejidad es una propiedad de ciertos sistemas; consiste en que estos no pueden ser reducidos, sin pérdida, a la suma de sus partes: el Quijote puede ser descrito como medio kilo de papel y tinta, sin que esa forma de caracterizarlo pueda aportar nada que valga la pena. D

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Por lo anterior, vamos a dar cuenta de algunos aspectos que permitan apreciar mejor Chacabuco, pero sabiendo de antemano que la tarea estará incompleta y, por razones de extensión, resultará insatisfactoria. Esta obra guarda una relación de palimpsesto con su antecedente, Bienvenido a casa, con la que comparte personajes (Luisa, por ejemplo), nombres (Ángel es un mentor en la primera y un personaje articulador de la familia en esta, y –de una manera u otra– en ambas es un referente de los otros) y de alguna manera parecen ser versiones en mundos paralelos de los mismos seres o versiones alternativas en el mismo mundo, pero tanto la atmósfera como las actuaciones generan esa sensación de déjà vu. Otro posible texto que canta por detrás de la voz de Suárez es la obra de Bruno Pereyra (quien la dirigía y actuaba en ella) Silencio (breve historia para voyeurs), de 2017. No vamos a extendernos sobre Bienvenido a casa, pero es claro que ambas obras forman un díptico en el que Suárez consolida varias características de su micropoética que se venían perfilando. Una de esas características es lo coral; si bien los personajes giran todos en torno a Ángel (con todo lo que la onomástica implica, el enviado de Dios que anuncia los milagros y las desgracias), no hay mayores protagonismos (salvo, quizás, el personaje de Luisa que es también articuladora y, de alguna manera, la polaridad inversa de Ángel, pues al ser padre/hija su vínculo se presenta especular). En cuanto a lo colectivo, como el propio Suárez destaca en entrevistas, es una obra del grupo y no suya, pero es imposible no pensar en su sello de marca. También destaca el estilo de actuación, que tiene características expresionistas que

impiden la comodidad del espectador. Cada parlamento parece preceder un clímax y eso pone el registro de la obra muy alto, cargado de adrenalina. Esto parece imposible de sostener, salvo para un director que domine el ritmo como lo hace Suárez (o Rafael Spregelburd o Santiago Sanguinetti). Es muy difícil lograrlo sin caer en el griterío o el efectismo. Suárez genera siempre atmósferas que tienen un parentesco con el realismo mágico, en las que combina con una marca propia los elementos fantásticos, de ciencia ficción, las referencias pop o reflexiones psicológicas y filosóficas prácticamente metateatrales. En cuanto a las referencias pop, es un punto delicioso el que los peces de acuario de Bienvenido a casa se llamaran Harry y Laura Palmer, en referencia a otra obra de David Lynch, Twin Peaks, en la que los elementos sobrenaturales distorsionaban una investigación policial. En cuanto a los elementos de realismo mágico o de ciencia ficción que en Chacabuco se entrelazan, el planteo es dicho a texto expreso en la obra: cuando se aproxima la muerte de un ser querido, el tiempo se desdibuja y actúa de forma extraña. El tiempo de la historia se divorcia del tiempo del relato, y, como en Fractal, de Rafael Spregelburd, ocurren cosas extrañas, como eventos que se representan adelantados o efectos que anteceden a las causas. Hay elementos de retrocausación, un fenómeno teórico según el cual el futuro podría modificar causalmente el pasado y ser así el tiempo presente (el de la representación) consecuencia de eventos que (en el tiempo de la historia) aún no ocurrieron. Este nivel (o niveles) de ficción produce un efecto de extrañamiento que se retroalimenta con el expresionismo de las actuaciones y los elementos del dispositivo escénico. En cuanto


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DESDE LA PRIMERA FILA

a la escenografía, el trabajo de Francisco Garay es fabuloso, sin mencionar el tremendo impacto de la escena final que debe ser vista en su propio contexto, por lo cual la dejaremos sin analizar. El efecto de lugar sobrenatural aparece por los espacios obscenos, o sea por detrás o fuera de la escena, con una ventana que da al interior de la casa familiar. La obra se representa en la casa familiar de dos hermanos, Edgardo (Pablo Tate) y Ángel (Yamandú Cruz), que el primero desea vender, pero como la decisión impacta en el resto de la familia, y la muerte inminente de su hermano se roba la atención y energía libidinal de todos, se instala la tensión, de la que estalla el conflicto o, lo que es lo mismo, ocurre el hecho teatral. O la magia, que no es lo mismo, pero es casi igual. La rivalidad fraternal por la casa es, por cierto, un vaso comunicante con Silencio… En el dispositivo de Garay, los elementos icónicos como un sillón o sillas más propias de una sala de espera que de una casa –Ángel es un prestigioso terapeuta y sus pacientes Carlos (Gustavo Suárez), Jorge (Mariano Prince) y Olga (Inés Cruces) vienen de Argentina a verlo porque es “muy importante para ellos”– alternan con otros sobrenaturales, como una ventana desfasada en el tiempo en el que ocurren eventos futuros, o un armario cuyo contenido varía según el personaje que lo abra, coronado todo esto con el sistema de mamparas que separa los elementos en el espacio, pero también en el tiempo, llevando el tiempo escénico del lugar y momento presente a un añorado y lejano Chacabuco, que para los D

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personajes de la obra es la Arcadia, el tiempo y lugar de la felicidad y la inocencia perdida. Asimismo, los elementos que interactúan con los actores suelen tener múltiples simbolismos, como un pollo muerto que se convierte en marioneta y sujeto de una parábola fabulesca, o una bolsa que pervierte su sentido mercantil de portar mercaderías para pasar a ser la máscara tras la que se oculta Ángel (por una supuesta monstruosidad), pero que contiene su rasgo más distintivo: junto con su cabeza va su prodigiosa inteligencia, capaz de manipular a los demás a su antojo, una vez más, como marionetas. Por último, una característica de la obra que es probablemente la más disfrutable de su complejidad: el entramado de relaciones de deseo mimético y rivalidad, desde las arquetípicas como la ya mencionada fraternal (Edgardo/Ángel), mediada por Nelson (Óscar Pernas) su amigo/pareja desde que Edgardo recibiera en trasplante el corazón de una mujer y “tomara otro camino”, al decir de Pequeño Robert (Bruno Pereyra), su hijo. Otra es la romántica entre René (Rosario Martínez) y Alicia (Soledad Pelayo), que rivalizan en tanto que ex parejas de Ángel, por lo cual es más odiada por él. El deseo mimético es evidente, porque, aunque inviertan la polaridad amor/odio, son los sentimientos de Ángel los que las enfrentan. También tenemos la lucha de Luisa (Chiara Hourcade) por ser vista, tener en la mirada paterna el reconocimiento que todo hijo necesita y ese deseo modula su relación con Alicia

y Ángel. Del mismo tenor es la ambivalente relación de Alan (Pablo García), su discípulo, tanto con el Maestro como con su familia. Vemos que Suárez pone en escena un complejo entramado de deseos miméticos que se entrecruzan y tejen la trama de la obra, mientras el tiempo se encapricha en perder su linealidad y su coherencia; siempre está, fijo en el pasado y la distancia, el lejano momento en que vivían en Chacabuco, en una gran casa con piscina en la que no todo fue color de rosas, pero que todos añoran ahora que la muerte ronda el huerto. No conviene profundizar mucho sin develar secretos que deben ser vistos en el teatro por primera vez. Si bien mientras escribo la peste ha cerrado los teatros, la vida, como si fuera Chacabuco, vencerá a la muerte y cuando eso pase Chacabuco volverá e ir a verla será una valiosa oportunidad. Creación colectiva de la compañía Pequeño Teatro de Morondanga. Dirección: Roberto Suárez. Producción: Gustavo Suárez. Elenco: Mariano Prince, Óscar Pernas, María del Rosario Martínez, María Inés Cruces, Pablo Tate, María Soledad Pelayo, Pablo García, Bruno Pereyra, Chiara Hourcade, Gustavo Suárez, Walter Cruz. Iluminación: Pablo Caballero. Escenografía: Francisco Garay. Música: Nicolás Rodríguez.


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DESDE LA PRIMERA FILA Pájaro estúpido, de Aaron Posner/Jorge Denevi

El deseo en el espejo

Estos ojos... ¿de quién son? ¿de quién son mis deseos de hoy? ¿y este insomnio de quién es? Carlos Solari

Esta adaptación de La gaviota, de Chéjov, en un tono irreverente plantea la reescritura de una obra que en Uruguay tiene tanta tradición que dio nombre a un teatro, nada menos. En este caso, Jorge Denevi opta por una adaptación de los nombres y una técnica de distanciamientos que agrede el pacto ficcional desde el inicio mismo, cuando el texto pauta una interacción con el público, que debe esperar a que alguien de la audiencia diga “Que empiece esta obra estúpida”, para que comience. Por momentos el estilo de actuación es hiperrealista (por ejemplo, se hace un jugo con un extractor y naranjas reales) y por momentos impresionista, en especial en los monólogos de los personajes, entre los que destaca el del doctor Eugenio Sorn que, encarnado por Juan Antonio Saraví, toma un tono de clown, en particular del estilo de Pietrolino (Pierrot), el payaso triste o blanco de la Commedia Dell’Arte que sublima sus frustrados deseos de amor en el alcohol. Los diferentes modos de actuación también contribuyen a la agresión al pacto ficcional, pero sin llegar a ser un distanciamiento propiamente dicho. Desde este ángulo, el dispositivo escénico juega a favor del ritmo de las actuaciones. Es un espacio icónico de naturaleza proteica que –siendo una simple tarima con cuatro rampas a modo de puente y un lago pintado alrededor– se reinventa y resignifica como una sala de la casa, un bar e incluso una cocina. Jugando con el título, la obra, ya desde el original de Chéjov, podría decirse que trata sobre siete personajes en busca de amor, pero como son fallidos terminan frustrados, incluso los que consiguen lo que desean. Es indudable que necesitamos la mirada del otro para existir, sin poder ser reconocidos por un igual (recordemos a Hegel) la necesidad vital de poder sentir que somos se frustra y la vida se hace imposible, o, en el mejor de los casos, insufrible. En este sentido, los personajes están destinados a fracasar porque los deseos (recordemos que para Hegel la diferencia entre el humano y el animal es que este desea cosas mientras que aquel desea ser deseado; sin un igual que sienta deseo por él, el homo sapiens se frustra) se entrecruzan y mientras Daniel (Gabriel Hermano) desea a Mash (Jimena Pérez), esta desea a Conrado (Andrés Papaleo) que ama a Nina, la cual desea a Trigorin (Diego Arbelo), el que le corresponde, pero solo temporalmente. Mientras tanto Arkádina, la actriz en decadencia (Alejandra Wolff) desea a TriD

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gorin, pero desde el narcisismo que comparte con él. Confrontando todo esto, como hombre impar, Sorn no tiene un objeto de deseo concreto, solo desea poder amar. Mientras todos desean ser amados, el que realmente está solo desea poder amar. Y este es el nudo gordiano de la obra. Los otros personajes –que también podrían compararse con los de la Commedia Dell’Arte– son resaltados como en un claroscuro cuando se confrontan con el único personaje realmente generoso en su deseo de la obra. Porque el tema esencial del deseo es que es deseo de posesión del otro. Eso implica la aniquilación del otro para convertirlo en lo poseído. Como nadie lo logra, todos terminan frustrados, como dijimos, pero cada uno a su manera. Quizás el personaje más complejo desde este punto de vista sea Conrado, que por algo es el protagonista. Junto con Nina son los innamorati, pero si bien Conrado ama a Nina esta desea a Trigorin. Por otro lado, y simétricamente, desea (necesita desesperadamente) el amor de Arkádina, su madre, que al negárselo impide su narcisización y por ende su ritual de pasaje desde la adolescencia a la adultez. Por eso, al enfrentarse con Trigorin, pese a los obvios defectos de su rival, pierde siempre, primero con su madre y luego con su amada. El núcleo esencial de su conflicto es cuando, al sentir que pierde a Nina –la que se compara románticamente con una gaviota por su alto vuelo– mata al pájaro (estúpido) que es hipóstasis de los deseos de trascender de Nina, en un desesperado intento por matar ese deseo de volar (que se deposita en Trigorin) y recuperarla. Pero la ofrenda del ave no sale como él quiere. Nada en la obra lo hace, de hecho. Arkádina y Trigorin serían los vecchi, los amos, que se caracterizan por un fuerte narcisismo. En este caso desean ser venerados, no solamente deseados, ella por su arte como

actriz y él por la excelencia de sus libros (que Nina leyó todos). El problema del narcisista es que una vez que logra su finalidad, el otro deja de ser un ser humano y pasa a cosificarlo, perdiendo todo interés en él. Eso le ocurre a Trigorin con Nina (que además es una jovencita insulsa, a diferencia de la diva que es Arkádina), que lo aburre rápidamente (pese a que tiene un hijo con ella, atándose a la resignación). En ese sentido, Daniel y Mash (en la Commedia serían los sirvientes) son los más genuinos porque saben que resignan su deseo vital, porque se casan, pero ambos sabiendo que nunca serán amados (el caso de Daniel) ni podrán amar a su compañero (Mash sigue deseando a Conrado). Se entregan a esa triste resignación que se llama madurez y que, tarde o temprano, alcanza a todos los burgueses. En suma, una comedia que, de la pluma magistral de Chéjov, domina los aspectos más profundos de la psique humana, adquiere un cariz humorístico de la mano de Posner y es tomada por Denevi, que le impone un ritmo shakesperiano a una obra que sigue siendo más del maestro ruso que de su adaptador. Dramaturgia: Aaron Posner. Dirección: Jorge Denevi. Elenco: Alejandra Wolff, Jimena Pérez, Andrés Papaleo, Diego Arbelo, Gabriel Hermano, Juan Antonio Saraví, Renata Denevi (actriz invitada). Escenografía: Lucía Tayler. Iluminación: Eduardo Guerrero. Vestuario: Diego Aguirregaray. Música compuesta: Riki Musso. Peluquería: Heber Vera. Traspuntes: Carmen Barral y Cristina Elizarzu. Encargado de montaje: Gerardo Egea. Encargada de vestuario: Mariela Villasante.


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FISURA SÓNICA

Por Alexander

Laluz

lo armónico sus planteos son transparentes, accesibles, estimulantes de la contemplación, y capitalizan la cantera de recursos tímbricos del tradicional trío jazzero, que completa con Mariano Gallardo en piano, y Fender Rhodes y Juan Ibarra en batería, más las colaboraciones especiales de Santiago Coby Acosta en percusión y Juan Olivera en trompeta. ‘Himno (Al bastión)’, ‘Trance’, ‘Evocación’, entre otras, hacen de este disco una obra más que bienvenida: una búsqueda hacia la construcción de un lenguaje personal, contenido; un camino, otro camino, sin juegos pirotécnicos inútiles, que tiene como punto de partida la amalgama de lo jazzístico con aires, gestos, referencias al candombe. Esta obra puede escucharse en la plataforma Bandcamp: https:// antoninorestuccia.bandcamp.com/

Adelantos de La vida real, de Inés Errandonea

Decidí cantar Otro camino, de Antonino Restuccia

La búsqueda, el hallazgo

Con un ensamble de entornos sonoros envolventes, que se concentran en el juego de detalles texturales y tímbricos de transparente factura, Antonino Restuccia da en el blanco expresivo con su más reciente disco, Otro camino, que se afinca con comodidad, con personalidad y oficio en el territorio de la música instrumental. Joven contrabajista, bajista y compositor, Restuccia es uno de esos nombres que no saltan a los titulares de los medios masivos –la sordera tiene esos efectos–. Pero esto está lejos, muy lejos, de ser un demérito. Su obra es concentrada, llena de buenas ideas compositivas, sólida en lo técnico, pero, sobre todo, muy musical. Las etiquetas acá tienen una vida complicada. ¿Jazz?, ¿música instrumental? No importa; de eso ya se ocuparán los que gastan tiempo armando listas. Desde muy chico se vinculó con la música. A los cinco años incursionó en el piano y cuatro años después comenzó los estudios de contrabajo. Inició tempranamente su práctica musical profesional y se asoció con proyectos de reconocidos artistas locales, como Hugo Fattoruso, Cuareim 1080, José Reinoso, Alberto Magnone, Héctor Finito Bingert, los hermanos Claudio y Rossana Taddei, Rodrigo G. Pahlen, entre otros. Su discografía personal suma tres títulos con este último lanzamiento; los dos anteriores fueron La búsqueda de la esencia (2012) y Océano (2016). Otro camino (2020) es una búsqueda musical con una marcada economía de medios, con foco en los detalles de la intimidad sonora, en el juego con las expectativas que se adhieren a cada segmento del devenir melódico. En D

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Alma sabe, de Eugenia Sasso

Calladita... ¿calladita?

Alma sabe es el título de la ópera prima, lanzada en 2017, de Eugenia Sasso, joven –muy joven– cantante, guitarrista y compositora argentina. Un hallazgo para los oídos atentos de este lado del río como mar, que comenzó a difundirse poco antes de un fugaz pasaje por Montevideo y por la costa poco antes de que quedáramos atrapados por la cuarentena. Después de escuchar la primera pista, ‘Calladita’, el disco se devora de un tirón. Inquieta, con imaginación armónica, con una interesante forma de trabajar las líneas melódicas, Eugenia Sasso se tira al agua con una obra intensa, hecha en serio. Se la juega a la canción y al despojamiento. Armada con su voz y su guitarra, urde una obra sin efectos ni superproducción del sonido. Esas armas están al frente. Pegan directo en la cara, sacuden, y no se distraen: van directo a lo expresivo, al relato descarnado y tenso y, sí, político; y, sin vueltas, esos relatos musicales y poéticos asumen explícitamente algunas referencias estilísticas muy cercanas: Eduardo Mateo, Leo Maslíah, Choncho Lazaroff. Repetición, patrones circulares, tensión creada con pocos elementos conmueven en canciones como la citada ‘Calladita’, o la notable ‘Empleada’, o ‘Alma sabe’, o ‘Sinsentido’. Alma sabe también puede escucharse en la plataforma Bandcamp:https:// eugeniasasso.bandcamp.com/releases

Quizás sin fecha precisa, quizás en un rincón algo lejano de la memoria, Inés Errandonea decidió cantar. Descubrió la voz, y el sonido devino razón de ser y de decir. La palabra y la música se convirtieron en poderoso ensamble. Fue, así, el comienzo de un camino con varias estaciones, con varios proyectos. Fue, así, la agrupación vocal Coralinas, fue su primer disco solista, un EP titulado Las canciones (2017), los viajes, las búsquedas. Ahora, la joven cantante, instrumentista y compositora uruguaya está concentrada en un nuevo proyecto: su segunda edición discográfica, La vida real, con la producción del artista argentino Juanito El Cantor. De este material en preparación, Inés está adelantando algunos títulos, como la entrañable ‘Decidí cantar’: un espacio íntimo, de lírica contenida y colores abolerados; una canción de amor que luce por su timbre de voz, su afinación, delicado fraseo, un arreglo instrumental que logra fundir lo baladístico y la tradición bolerística. Poco tiempo antes –incluso antes de esta inexplicable cuarentena–, Inés lanzó otros adelantos que merecen ser escuchados con atención, como signos de una obra en pleno proceso de maduración; estos títulos son ‘Isla grande’ y ‘Anti Radar’, realización en la que participa Papina de Palma. Estas canciones pueden escucharse en el perfil de Inés Errandonea en la plataforma Spotify.

Suelta, de la Yegros

La mezcolanza que pega

Uno. Seamos sinceros: ya está harta de la cuarentena. Lo sabe, pero no lo dice. No hay palabras para explicarlo. Pero lo tiene claro: algo está por explotar. Ya no soporta el encierro. No le alcanza con salir munida de su tapabocas hasta el supermercado o la farmacia y volver a la misma rutina. Tampoco soporta más las ma-


ratones de series, ni los desvelos con películas en las que desfilan los inefables peinados de los años ochenta ni las frustraciones de algún oscuro realizador, ni los ronquidos de quien duerme a su lado, ni los gritos de los chicos. Antes cumplía con orgullo las normas del buen gusto. Todo estaba claro y ordenado. Nada de cumbias. Nada de rarezas hiphoperas. Nada de indie. El playlist estaba disciplinado con las formalidades de lo culto para la noche, algo de pop sofisticado para la mañana, algo de jazz educado por los grandes sellos para la hora del té. Para el fin de semana, las reuniones con amigos y la banda sonora con fugaces pasajes por “el folclore de vanguardia”, la canción de autor; y si cuadraba una salida, el programa podría incluir algo de teatro, una visita a la temporada sinfónica. El menú completo y bien ordenado. Pero nada de eso vale ahora, con el encierro, con la pandemia que se volvió el tema único de los medios. Esto está por explotar.

Dos. Viernes, 21 horas. Llega un mensaje de Whatsapp. Es la loca de la barra. “Tengo algo para vos. Te paso el link de Youtube. Vas a ver que se te vuela la cabeza. La descubrí hace poco, se llama ‘Chicha roja’, y es de La Yegros”. Pasan cinco minutos, pasan diez minutos, y usted responde: “¿Qué me pasaste, loca? Esa música pega mal y no puedo dejar de escucharla”. Nuevo mensaje: “¿Viste? Pega duro”. Tres. Le dije, señora, va a explotar y explotó. Esto, antes, claro, le parecía sospechoso. Demasiado cuerpo en escena para un playlist tan pudoroso. Algo estaba mal y zafó. –¿Le inquieta? –Sí, por supuesto. Es algo adictivo, repetitivo, carnal, envolvente, con desparpajo swingueado. –¿Le molesta? Cuatro. Viernes, 3 AM. Suena ‘A ver a ver’ en los auriculares. En otra pestaña del explorador teclea “La Yegros”. Encuentra algunos datos. La Yegros es Mariana Yegros, nacida en Morón, provincia de Buenos Aires, y actualmente radicada en Francia. Actriz, música, La Yegros se convirtió en figura de referencia en ciertos ambientunes donde las mezcolanzas se rigen por reglas muy diferentes a las que se manejan en la escena de la correcta fusión de estilos. Baile y mucho cuerpo, swing, charango, acordeón, tambores, cumbias, chamamé, hip-hop, electrónica, bases sampleadas, colores estridentes, voz que pega en la frente, desparpajo. –¿Qué es esto? No entiendo mucho. –Es que ciertas formas del entendimiento están muy sobrevaloradas, estimada. –¿Le parece?

–Ya lo creo. Esto está despegado. La Yegros es, además, una figura más de una escena inquieta que viene agitando las fronteras entre lo tradicional y lo contemporáneo, pero poniendo el foco en lo bailable, en otras construcciones de lo corporal. Sigo sin entender, pero no puedo parar de escucharla. Nada parece estar en “su lugar”. A veces es áspero, muchas canciones chocan, son incómodas. Pero cómo pega. Cinco. Viernes, 5 AM. Escribe un nuevo mensaje: “No puedo parar. ¿Viste que tiene un nuevo disco?”. Pasan diez minutos, veinte minutos. Llega la respuesta: “¡Te enganchaste! ¡Mirá qué hora es! ¿Tu marido?”. Nuevo mensaje: “Fascinado… Insisto, ¿escuchaste el nuevo disco? Mirá, se llama Suelta. Tiene diez canciones. Las podés escuchar en Spotify. ¡Cumbia! Y yo que creía que esto era terraja. El disco está buenísimo. Me volví una experta en La Yegros. Tiene otros discos: Viene de mí, que es el primero como solista, y, dice en esta página, fue publicado en 2013. En 2015 saca Magnetismo, que tiene esa canción que me pasaste, ‘Chicha roja’. Y el año pasado sacó Suelta. ‘Linda la cumbia’ me mató. ‘Siempre estás’, es tremenda… ‘Asomo la cabeza para ver el sol…’, canta la mina. No sabía que estas fusiones se podían hacer. Además, fijate, acá dice que la producción fue de King Coya, que también es argentino, y participaron Eduardo Cabra, que colaboró con Calle 13, mirá vos, y hay un holandés, Jori Collington que colaboró con Skip&Die. Tengo que averiguar quiénes son estos nombres. Esta mezcolanza pega y pega fuerte”. 19

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ESPONJAS Y VINAGRE

Por

Nelson Díaz

Leer en tiempos de pandemia

por causas superiores a las personas, léase religiosas o ideológicas. La obra está ambientada en el siglo XX, pero la historia parece haberse inspirado en la epidemia de cólera que azotó a Orán en 1949 –Camus era de origen argelino– tras la colonización francesa. Una serie de Televisión Española, basada en la novela y de nombre homónimo, va por la tercera temporada y puede verse en algunas plataformas de streaming, pero recomendamos el libro.

El brote de Covid-19 y la cuarentena –exhortada o impuesta por los gobiernos– despertó el interés por libros que hablen de esta temática. Dossier seleccionó algunos de ellos para sus lectores.

Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago

La peste, de Albert Camus El clásico de Camus (1913-1960) volvió a cobrar vigencia. De hecho, la editorial Penguin Random House lo publicó hace unos días en formato digital, al tiempo que anunció que toda la obra del Nobel de Literatura 1957 será publicada, en formato papel, a fin de año. Una década antes de que recibiera el máximo galardón de las letras, Camus publicó La peste, donde un testigo relata una epidemia que azotó a la ciudad argelina de Orán. “La mañana del 16 de abril, el doctor Bernard Rieux, al salir de su habitación, tropezó con una rata muerta en medio del rellano de la escalera”, escribe Camus al comienzo de la historia. Entre ratas muertas y una ciudad en cuarentena, el autor pone voz a cada uno de los personajes (desde médicos y turistas a fugitivos) que estuvieron involucrados en la enfermedad. La novela, al igual que El extranjero, conlleva una reflexión de tipo filosófico: el sentido de la existencia –o el absurdo de ella– cuando se carece de moral. Camus deja entrever que el hombre no tiene control sobre nada y que la irracionalidad de la vida es inevitable. Sin embargo, hay en la peste de la novela un horizonte esperanzador. Lo desconcertante de la situación termina siendo positivo cuando unos médicos entienden el sentido de la solidaridad y el valor de la vida por sí misma y no D

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Seguramente los uruguayos recordarán cuando en abril de 2007 los actores Danny Glover, Julianne Moore y Mark Ruffalo, bajo la dirección de Fernando Meirelles, recalaron en Uruguay para filmar en la Ciudad Vieja algunas escenas de Blindness, la película basada en la novela Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago (1922-2010). El escritor portugués, Nobel de Literatura 1998, logró una historia atrapante, donde plantea una sociedad en la que de la noche a la mañana las personas pierden la visión, menos la protagonista que narra los eventos. Esta pérdida funciona como metáfora moral en un momento de la historia en que lo exterior, lo que se muestra, resulta más importante que lo interior. Ensayo sobre la ceguera aborda, además de lo que deben afrontar las personas que padecen esta “ceguera blanca”, las medidas desesperadas del Estado para controlar una peste de la que no conoce nada. Un grupo de personas que debe enfrentar una cuarentena por demás violenta y cruel deja en claro que la salvación es a través del camino de la solidaridad. Claro que, para llegar a ello, deberán transitar por lo peor del ser humano. Una lúcida y descarnada crítica del autor de El hombre duplicado de la sociedad moderna y su deshumanización.

Soy leyenda, de Robert Matheson El escritor estadounidense Robert Matheson (1926-2013) publicó Soy leyenda en 1954,

en la que imagina un mundo posapocalíptico, donde Robert Neville es el último hombre sobre la Tierra. En realidad, no está solo, porque el planeta es asolado por unos extraños vampiros mutantes debido a una guerra bacteriológica. Neville debe matar vampiros para sobrevivir y crear una rutina de vida diaria que le permita buscar comida, armas y reacondicionarse en las horas de luz. Por la noche, debe refugiarse en su casa, que protege durante el día para aguantar los ataques de los vampiros cuando cae el sol. La soledad de ser el último hombre normal sobre el planeta lo lleva a investigar las anomalías de los vampiros en busca de una cura. Es decir, Matheson nos dice que la especie humana es gregaria por excelencia y que la soledad puede ser el peor de los castigos. También, a lo largo de la novela, el protagonista se da cuenta de que existe una “nueva normalidad” (tan en boga en estos tiempos), en la que lo normal es el vampirismo y él, apenas, una excepción a la regla. La novela fue llevada al cine en tres oportunidades. En 1961, con el título El último hombre sobre la Tierra, protagonizada por Vincent Price, con guion del propio Matheson, aunque en los créditos aparece con el seudónimo de Logan Swanson. Diez años después se estrenó la olvidable versión El último hombre vivo, protagonizada por Charlton Heston, que poco y nada tenía que ver con la novela. En 2007, Soy leyenda, bajo título homónimo, fue llevada otra vez al cine protagonizada por Will Smith con dirección de Francis Lawrence. De las tres, la tercera es la vencida: es la que logró un resultado más que aceptable.

Némesis, de Philip Roth La última novela de Roth (1933-2018) está ambientada en la Segunda Guerra. Bucky Cantor –joven judío, líder comunitario en Weequahic, Newark– no pudo enrolarse en el ejército por problemas en sus ojos. Se siente deprimido y, sobre todo, disminuido frente a sus compañeros, por lo que decide continuar trabajando como líder de adolescentes en una colonia de verano. Hasta que llega una epidemia de polio y algunos de los jóvenes mueren a causa de la enfermedad. Marcia, novia de


los autores de dicho virus –denominado Gorki-400– son los soviéticos. La historia, básicamente, se centra en la búsqueda un muchacho (Danny) por parte de su madre, Christina Evans. El muchacho junto con otros jóvenes había participado en un campamento en el que todos murieron sin explicación aparente. Sin embargo, detrás de su muerte hay una red de complicidades y misterios relacionados con las armas biológicas y con un misterioso y secreto Proyecto Pandora.

TITULO: Juventud y Cine AUTOR: Alejandro Ventura EDITORIAL: NED En los últimos sesenta años, los cambios en las actitudes de los jóvenes han sido muy marcados. En todos los casos, siempre es el hecho de “ser joven” el hilo conductor que singulariza esos cambios. Este libro se propone reconstruir este fenómeno complejo a través del análisis de diversas películas emblemáticas como Rebelde sin causa, Busco mi destino, La Naranja Mecánica, Mi mundo privado, Matrix, etc.. TITULO: Contra Amazon AUTOR: Jorge Carrión EDITORIAL: Galaxia Gutenberg

Bucky e hija de un médico, será su apoyo en esos momentos. También, debido al estatus social de su padre, representa para el protagonista una forma de ascenso en la sociedad. Némesis, narrada en retrospectiva por uno de los muchachos a cargo de Bucky que se salvaron de la pandemia, es una gran novela del autor de El lamento de Portnoy que habla sobre el racismo, la discriminación y la culpa, temas tan bien tratados por Roth a lo largo de su excepcional obra.

Los ojos de la oscuridad, de Dean Koontz Cuando el Covid-19 se transformó en una pandemia mundial, en las redes sociales comenzó a difundirse que Los ojos de la oscuridad, del estadounidense Dean Koontz (1945), era el libro que había presagiado esta realidad. Se afirmaba que varios pasajes de la historia tenían una gran similitud con la realidad. Por ejemplo, en la novela, publicada en 1981, se hablaba de un virus creado en un laboratorio en Wuhan, la ciudad china donde comenzó el brote de Covid-19, llamado Wuhan-400. En realidad, nada de esto es cierto. En la novela de Koontz, todo un bestseller ya antes del Covid-19, existe un virus letal, pero está ambientada en plena Guerra Fría, y

Las bibliotecas y las librerías son escenarios fundamentales de nuestra educación sentimental e intelectual. En este libro de crónicas que ensayan y de ensayos narrativos, el autor rinde homenaje a algunas de las librerías y de las bibliotecas más fascinantes del mundo -y de su propia vida. Mientras Amazon sigue conquistando espacios físicos y virtuales, el autor de “Contra Amazon, Siete razones / Un manifiesto”, defiende la figura del librero y la librería de autor, al tiempo que nos invita a viajar y -sobre todo- a leer con espíritu crítico.

Apocalipsis, de Stephen King Publicada originalmente en 1978 y reeditada en versión ampliada en 1990, Apocalipsis es el libro más vendido del prolífero autor estadounidense y el que los críticos consideran una de sus mejores obras. La historia cuenta cómo un virus gripal, creado artificialmente como posible arma bacteriológica, se extiende por Estados Unidos y provoca la muerte de millones de personas. Los supervivientes tienen sueños comunes, en los que aparecen una anciana y un hombre joven. La mujer anciana los incita a viajar a Nebraska para combatir a Randall Flagg, un abominable personaje que lidera las fuerzas del mal y busca la aniquilación definitiva mediante un temible arsenal nuclear. Mientras, el virus se propaga de persona en persona hasta que afecta casi la totalidad de la población del mundo que como consecuencia perece. Solo algunos corren con la suerte de tener naturalmente inmunidad frente al virus. Nebraska, en la historia un pequeño pueblo, está fraccionada en dos grupos. El primero, el de los buenos, es dirigido por una mujer vieja (Madre Abigail), que les hace la promesa de aniquilar los poderes del mal con la guía y apoyo del poder sagrado de Dios. El segundo grupo está liderado por el perverso Randall Flagg, cuyo objetivo es transformarse en el amo del mundo. Para lograrlo quiere desaparecer la especie humana, de manera que usa la catástrofe que ha generado el virus y su contagio, al que ha bautizado como La Supergripe o El Capitán Trotamundos. Se librará una batalla entre ambos bandos, pero no es conveniente develar el final. En Apocalipsis, King buceó en un miedo atávico del ser humano: el fin del mundo o de la humanidad tal como la conocemos.

TITULO: Mediocracia AUTOR: Alain Deneault EDITORIAL: Turner Nadie ha tomado la Bastilla ni ha prendido fuego al Reichstag, pero sí ha habido un cambio drástico: los mediocres han tomado el poder. La mediocridad nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a considerar inevitable lo que resulta inaceptable, y necesario lo repugnante. Da igual si es en el ámbito político, académico, cultural o mediático; se mire donde se mire, la mediocaracia se ha instalado. Alain Deneault analiza con un estilo ingenioso cómo las aspiraciones mediocres no dan como resultado sino ciudadanos también mediocres. TITULO: The Clash. Autobiografía grupal AUTOR: Joe Strummer, Mick Jones, Paul Simonon, Topper Headon EDITORIAL: Libros del Kultrum Los Clash fueron un grupo insólito, una perfecta anomalía que pronto trascendería su militancia en el punk más atroz, en companía de bandas como los Sex Pistols, a fin de ir incorporando, sin renunciar a su combativo ideario ni a sus principios estéticos, otras tradiciones musicales a su paleta sonora. Por desgracia, aquel periplo tan desbordante acabaría pasando factura a la banda. Mucha gente ha opinado sobre el cómo y el porqué de aquel estruendo, pero no está de más que los verdaderos protagonistas nos ofrezcan su versión.

OCEANO 21

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PUERTA DE EMBARQUE

Por Pablo

Trochon

Moscú Una ciudad que se hermosea con los diseños de las basílicas y la arquitectura masiva de los palacios, murallas y monumentos; un pueblo distante, un idioma imposible y una cultura diferente son los desafíos para quien quiera hacer algo más que tomar fotos, comprar matrioskas y lucir sombreros cosacos fluorescentes. Bicicletear por el Moscva Transitado por pequeñas embarcaciones, conecta escenarios diferentes, como la ultramoderna gran ciudad y panoramas más bucólicos. Los varios kilómetros del río emblema de la capital rusa, que a su paso deja varias islas, como la que cobija al Kremlin, y destaques, como el Estadio Olímpico Luzhnikí –sede de los Juegos Olímpicos de 1980–, permiten un entretenido paseo en las dos ruedas. Por el rio de Moskva/ Bajo al Gorky Park/ Escuchando vientos nuevos/ Verano atardecer. Mausoleo de Lenin En el rojo corazón de la ciudad, sito en la icónica plaza, se encuentra la eterna morada del líder soviético. El control de seguridad es muy riguroso, como todo lo que refiere a normas en este país, y se impide ingresar con mochilas, cámaras, celulares, etcétera. Atravesando una larga fila de tumbas de otros íconos comunis-

Kremlin.

tas, descendemos a un sitio oscuro y altamente custodiado, donde, en medio de una luminaria fantasmagórica, vemos lo que nos dicen que es el cuerpo embalsamado de Lenin, o al menos al muñeco que lo representa. Los guardias no permiten que nos detengamos a admirar el rigor mortis que descansa en un ataúd a prueba de balas, solito después de que echaran a Iósif Stalin para afuera, a la intemperie. My-My (se pronuncia mu-mu) Entre los tacos aguja y los vestidos ultracortos de delgadísimas princesitas rusas y los adustos caballeros con botas de cuero de algún reptil, se puede disfrutar de un menú tipo buffet muy rico, cuyos platos poseen nombres

impronunciables y sabores inidentificables pero que se deben probar. Catedral de San Basilio Colorinche templo ortodoxo que se asemeja a un artificio de juguete, ubicado en la gran explanada de la Plaza Roja e inmortalizado en los años ochenta por el videojuego ruso Tetris. Su arquitectura y diseño, que provienen del siglo XVI y que tomaron forma por orden del zar Iván el Terrible, son verdaderamente cautivantes. El entrecruzamiento de influencias bizantina, asiática y renacentista hace de este edificio majestuoso uno de los puntos más hipnóticos del lugar. Su intrincado interior, entre las diversas capillas, que atraviesa varios murales, molduras y retablos excepcionales en un estilo recargado, fue utilizado como establo por las tropas de Napoleón. Colosos Las líneas neoclásicas del prestigioso Teatro Bólshoi, la estatua de Karl Marx y el Monumento de Pedro el Grande, un poco desubicado quizás, ya que él no quería a Moscú y fue justamente quien corrió la capital a San Petersburgo. Kremlin Avasallante ícono mundial del gobierno ruso y fortaleza real donde actualmente reside el presidente, se destaca por las decenas de cúpulas doradas de sus basílicas, las señoriales y pintorescas columnas de la muralla terracota, los refinados palacios y las fuentes a su alrededor. En su interior se pueden visitar múltiples exhibiciones que dan cuenta de la vida señorial, entre las que se destaca la maravillosa colección de carrozas.

Siete Hermanas. D

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Catedral de Cristo el salvador El templo ortodoxo más alto del mundo, coronado de doradas cúpulas y reconstruido en la década de los años noventa tras ser destruido por el Soviet. Aquí mismo, en febrero de 2012, las Pussy Riot eran encarceladas tras irrumpir en el recinto cantando a la Virgen María para que echara a Vladimir Putin del gobierno.


Catedral de San Basilio.

Estaciones de Metro Como en otras urbes del mundo, son un capítulo aparte y merecen su detenida visita. Algunas son casi palaciegas, y están conectadas por la tercera red de metro más extensa del mundo, después de la de Londres y la de Nueva York. Se ubican a gran profundidad, por lo que las escaleras mecánicas de ingreso son eternas y muy empinadas. Siete Hermanas Este conjunto de rascacielos es un emblemático ejemplo de la dura e imponente arquitectura comunista impulsada por Stalin entre los años cuarenta y cincuenta, en cuya cúspide, en varios de ellos, se destaca una antena con la roja y señera estrella del soviet. El octavo edificio, el Palacio de los Soviets, que hubiera medido 389 metros, más una estatua de Lenin de cien metros, nunca se concluyó debido a la entrada de los nazis a la Unión Soviética. En ellas funcionan la Universidad Estatal de Moscú, el hotel Radisson, un edificio de viviendas, el Ministerio de Asuntos Exteriores, la plaza Kúdrinskaya, el hotel Hilton y el edificio de la Plaza de la Puerta Roja. Café Galáctica Sitio súper bizarro en el medio de la nada en el que, cada quince minutos, la estruendosa música explota y desfila un grupo de odaliscas rusas que pasa bailando sensualmente por entre las mesas mientras los parroquianos ingieren sendos mariscos y fuman shisha.

Río Moscva.

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ENTRE PALABRAS

Por Felipe

J. Fossati

Lautréamont y el surrealismo Este año se cumplirán 150 de la muerte de Isidore Ducasse, más conocido como Conde de Lautréamont, seudónimo con el que publicó Los cantos de Maldoror, uno de los libros más singulares y renombrados de la literatura mundial. Los números redondos como el que supone este aniversario suelen ser propicios para las conmemoraciones; aunque, más allá de lo vistoso del dato, cualquier pretexto es bueno para recordar a este montevideano cuya obra fue escrita medio siglo antes de que surgiera el surrealismo, movimiento del que es considerado precursor. Su biografía es tan breve como grande es su leyenda. Además del dato de su muerte prematura, hay escasos registros fidedignos de su paso por este planeta. Es sabido que nació en 1846, durante la Guerra Grande, cuando su Montevideo natal estaba sitiada por las fuerzas de Oribe; y que murió –triste coincidencia– durante el Sitio de París de la guerra franco-prusiana, en noviembre de 1870, con tan solo veinticuatro años. Al ser hijo del canciller de la Embajada de Francia en Montevideo, la capital uruguaya –más específicamente, la calle Camacuá esquina Brecha– fue su

lugar de residencia hasta los trece años; luego, su padre lo envió a suelo francés para que culminara allí su formación académica.

país; segundo, porque allí y en ese momento histórico particular estaban las condiciones dadas para que surgieran lectores interesados.

Su madre, también francesa, falleció –según algunas fuentes, se suicidó– cuando Isidore tenía un año. Es posible que acontecimientos como este y haber vivido una de las épocas más violentas de Uruguay hayan incidido en su carácter. Vale la pena recordar que eran tiempos de caudillos y rebeliones sangrientas. Como si la inestabilidad política del país no fuera suficiente, también le tocó vivir la epidemia de fiebre amarilla que, entre marzo y junio de 1857, diezmó la población capitalina.

El lugar destacado que ha ocupado el vanguardismo en la cultura es fundamental para entender el reconocimiento que hoy tiene la figura de Lautréamont. El vanguardismo –como lo sugiere la propia denominación tomada del léxico militar– implicó ir al frente, avanzar con la misión de explorar y conquistar nuevos horizontes, de chocar con los viejos modelos para expandir los límites de lo que era considerado bello dentro del arte. Fue necesaria esta insurgencia cultural para que textos como Los cantos de Maldoror pudieran ser leídos. En particular, hizo falta la aparición del surrealismo, que fue de las vanguardias artísticas más destacadas, nacida en el fervor parisino, en la Ciudad Luz, donde un ignoto Isidore Ducasse había desarrollado su vida literaria y cuya tierra fertilizó al morir. Podría decirse que su obra allanó el camino a los escritores surrealistas, quienes, a su vez, se encargaron de rescatar el valor que ella contenía. Se trata de un claro ejemplo de cómo las generaciones literarias se retroalimentan y dialogan más allá del tiempo.

Por otra parte, todo lo que se ha escrito acerca de su personalidad son meras conjeturas y, por lo tanto, es imposible determinar de qué forma le pudo haber afectado su contexto. Hay testimonios que lo presentan como un adolescente tímido y otros que expresan lo contrario. Lo mismo sucede con su apariencia física, existen descripciones contradictorias y tampoco hay certezas de que sea él quien aparece en la única fotografía que se tiene de referencia. Esta falta de información verificable, sumada al contenido siniestro de Los cantos de Maldoror, ha confundido a la obra con su autor y ha creado el mito de que Ducasse fue un hombre excéntrico de aspecto tenebroso. Lo cierto es que Maldoror, el protagonista que da título a este libro inclasificable –algo así como una epopeya grotesca escrita en prosa–, es un personaje sombrío, con ribetes sobrenaturales, un misántropo que pretende destruir a la raza humana y a su creador. Que el texto contenga evidentes referencias autobiográficas no significa que Maldoror sea portavoz del autor. No es casual que la primera versión de la obra –que constaba únicamente del primer canto– haya sido una publicación anónima, ni que haya usado un seudónimo para la edición completa que se publicó al año siguiente –es decir, en 1869, cuando tenía veintidós años–. Para disgusto de Ducasse, el libro quedó arrumbado en una imprenta belga, debido a que el editor decidió no distribuirlo por miedo a que su contenido transgresor y blasfematorio le significara una sanción. Como tristemente suele suceder, el autor –que murió un año más tarde– no pudo disfrutar de ningún reconocimiento, ni siquiera de una crítica negativa. Dos décadas después de su temprano deceso, la obra fue reimpresa, pero tampoco entonces causó gran repercusión, tan solo unos pocos comentarios –entre los que se destaca el del poeta nicaragüense Rubén Darío, en su libro Los raros (1896)–. Fueron los surrealistas, en la década de 1920, quienes realzaron decididamente su legado poético y dieron lugar al culto que desde entonces existe en torno al misterioso escritor franco-uruguayo.

Primera edición de Los Cantos de Maldoror. D

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Es natural que el florecimiento de su obra haya sido así y no de otra manera, que haya dado sus frutos antes en Francia que en Uruguay o cualquier otra parte del mundo. Primero, porque fue escrita en francés y en dicho

Que este extraño poeta sin par haya nacido y vivido más de la mitad de su vida en Montevideo es motivo de orgullo para los uruguayos, quienes –irónicamente– hemos tardado más que nadie en aquilatar la magnitud de su creación. Hoy nos complace aducir que su seudónimo podría leerse como conde del otro monte, lo que sería una alusión a su lugar de origen y a la coincidencia de que en París vivía en la calle Faubourg-Montmartre. Pero, a decir verdad, esa traducción no es del todo exacta y es una de las tantas interpretaciones que se han aventurado. No obstante, es innegable que el vínculo con la ciudad de su infancia lo acompañó durante toda su vida, al menos desde el punto de vista material, pues su padre –que residió hasta sus últimos días en Montevideo– le enviaba dinero todos los meses para que pudiera cubrir su costo de vida en la capital francesa. Más allá de estas cuestiones más bien prácticas, la evidencia quizás más clara del lazo de Lautréamont con Uruguay se encuentre en su mentada obra, en la que se identifica explícitamente como montevideano. Ya en las primeras páginas leemos el siguiente pasaje: “Oh pueblos, cuando oís el viento de invierno gemir en el mar y sus orillas, […] decís: ‘No es el espíritu de Dios el que pasa, es solo el suspiro agudo de la prostitución, junto con los gemidos graves del montevideano’”. Al final del ‘Canto I’ vemos otro pasaje autobiográfico: “El final del siglo diecinueve verá a su poeta […]; nació en las costas americanas, en la desembocadura del Plata, allí donde dos pueblos, antaño rivales, se esfuerzan actualmente en superarse […]. Buenos Aires, la reina del sur, y Montevideo, la coqueta, se tienden una mano amiga a través de las aguas plateadas del gran estuario”. Asimismo, esto no deja de ser más que un hecho curioso o un asunto secundario. ¿Qué importancia puede tener el país de origen del


autor de una obra que ha rebasado todas las fronteras? Da lo mismo que Ducasse-Lautréamont haya nacido en Uruguay o en Francia. Los cantos de Maldoror es un libro tan portentoso que no sería para nada inverosímil que lo hubiese escrito un extraterrestre. Lautréamont estaba influido por escritores como Baudelaire –y los poetas malditos en general–, pero su culto al mal y a lo irracional superó todo paradigma. Incluirlo dentro del romanticismo o cualquier otro movimiento literario resulta banal. Pertenece al grupo de escritores que son imposibles de encorsetar. Sería injusto limitarse a decir que su obra es inmoral o diabólica. Su contenido no es meramente perverso, no se agota en el horror de los cuentos de Hoffmann o de Poe. El lenguaje pomposo que emplea para relatar escenas grotescas parece una parodia de la épica, como si se burlara de la grandilocuencia de su propia escritura. El sentido del humor que subyace en su estilo lo acerca más a lo absurdo y surrealista que al terror. Un ejemplo de esto es la retórica solemne del narrador cuando, en el ‘Canto II’, describe el momento en que Maldoror tiene relaciones sexuales con un tiburón, o cuando, en el canto siguiente, va a un prostíbulo y se encuentra con un pelo de Dios, un pelo que no es pequeño e inerte como el de una cabellera humana, sino que es del tamaño de una persona y puede hablar: “Mi dueño me ha abandonado en esta habitación”, se lamenta el cabello, denunciando así la doble moral de Dios. La poesía de Lautréamont llevó el lenguaje a extremos de una irracionalidad sin precedentes, en la que abundan imágenes construidas a partir de combinaciones improbables, comparaciones de realidades inconexas, recursos que después fueron característicos de los surrealistas. En el Manifiesto del surrealismo (1924), André Breton señala que para él “la imagen más fuerte es aquella que contiene el más alto grado de arbitrariedad, aquella que más tiempo tardamos en traducir al lenguaje práctico”, por contener una enorme dosis de contradicción; y cita la siguiente frase de Los cantos de Maldoror, a modo de ejemplo: “Bello como la ley que detiene el desarrollo del pecho de los adultos cuya propensión al crecimiento no guarda la debida relación con la cantidad de moléculas que su organismo produce”. De hecho, la prosa ducasseana está plagada de estas fórmulas disparatadas. Tal vez la más famosa sea la utilizada en el último canto para referirse a un adolescente al que considera bello “como el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser, sobre una mesa de disección”. Profundizar en el análisis de estas extrañas palabras merece un artículo aparte. Este es apenas un muestrario de la imaginación delirante de Isidore Ducasse, pero alcanza para entender por qué despertó el interés de artistas como Salvador Dalí y de una lista innumerable de escritores. Casi un siglo y medio después de su publicación, Los cantos de Maldoror sigue ganando nuevos lectores que se sorprenden con este montevideano abuelo del surrealismo y renovador de la literatura francesa.

Dos retratos atribuídos a Isidoro Ducasse.

André Breton.

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A 25 ANOS DE PULP FICTION

Buenos muchachos 27

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Wilmar Umpiérrez

ulp Fiction es al cine lo que el disco Nevermind, de Nirvana, es al rock, o la novela Trainspotting, de Irvine Welsh, a la literatura. Vino a remover un panorama (el cinematográfico) que estaba estancado en una narrativa y una estética que se habían anclado en una zona de confort muy amable con la industria, pero que en términos artísticos se parecían más a un bostezo que a buen cine. El disco de la banda de Seattle se editó en 1991, el libro del escocés apareció en las bateas en 1993 y la obra de Quentin Tarantino explotó en 1994. Y hay pocas películas que tengan tanta música, tanta literatura y, fundamentalmente, tanto cine. Hace un cuarto de siglo, este film vino a salvar un lenguaje ‒léase: el cine‒ y confirmó algo que es tan obvio como difícil de lograr: para hacer una película se necesita una buena historia. Pulp Fiction tiene varias historias que se entrelazan en un guion que aún hoy huele a espíritu adolescente y, al igual que la novela citada, nos ayuda a entender cómo era la década de los noventa. Era sábado de noche y quien esto firma hacía una fila interminable en lo que por entonces era el cine California, en la calle Colonia, entre Ejido y Yaguarón. Las caras de quienes salían de ver esa película de la que tanto se hablaba reflejaban asombro. La mayoría salía en silencio, pero con una sonrisa. Tampoco faltaban los que decían no haber entendido nada. Es que Pulp Fiction era, ante todo, un artefacto provocador que no estaba en los planes de nadie, menos del espectador promedio desacostumbrado a ver un cine fuera de lo convencional. Ya instalado en el fondo de la enorme sala, las reacciones del público eran también un termómetro de lo que ocurría en la pantalla. Unos reían, otros se tapaban la vista y algunos, entre los que se encontraba este humilde servidor, nos lamentábamos de no tener más ojos y oídos, porque no alcanzaba con los que nos dio la naturaleza para procesar toda la información que nos llegaba. Quentin Jerome Tarantino (Knoxville, Tennessee, 1964) ya había llamado la atención, y mucho, con su debut, la magnífica Perros de la calle, en la que se las arreglaba para situar casi toda la acción en un galpón. Siendo una película sobre un atraco, casi no se ve un disparo. Pero con Pulp Fiction llegó tempranamente a la mayoría de edad y así, de un día para otro, este exempleado de un videoclub se había transformado en el fenómeno de moda, solo que, al contrario de lo que ocurre con lo efímero, había llegado D

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para quedarse en el Olimpo del cine industrial. Y lo haría escribiendo, o reescribiendo, la historia, como haría después con Bastardos sin gloria, Django sin cadenas y la oscarizable Había una vez… en Hollywood.

Desde el arranque, el director dejó bien claro que quería agarrar los géneros y ponerlos patas para arriba de la manera más simple: cambiando el estereotipo. Lo hizo con las ya mencionadas, pero también desarrolló esa idea con Kill Bill (donde todo se apoya en una mujer experta en artes marciales, algo solo visto en algunos pocos ejemplos de cine japonés o chino) y Los ocho más odiados, un western que le dio la espalda al paisaje, desde siempre la matriz del género, y que habría encolerizado al maestro John Ford. Pero en Pulp Fiction ‒a partir de ahora Tiempos violentos‒ las cuestiones más criminales se sustituyen por la más absoluta trivialidad de lo cotidiano y un enfoque que mira directamente hacia eso llamado cultura popular, mediante una cantidad kilométrica de diálogos brillantes. Algo que hasta hoy sorprende. ¿Cómo se puede hablar tanto en una película y al mismo tiempo ir aumentando la tensión del relato? Con el diario del lunes: es un Tarantino de manual. ¿Por qué estamos hablando de esta película veinticinco años después de su estreno? Una explicación posible es que no ha envejecido debido a ese cúmulo de referencias que se esconden en capas y más capas de estilo cinemato-


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La tarea de describir lo que se cuenta en Tiempos violentos no es tan sencilla. En principio, un par de pistoleros a sueldo (Samuel L. Jackson y John Travolta) deben recuperar un maletín que perdió su jefe (el enorme, literalmente, Ving Rhames) mientras que ambos discuten sobre cómo se debe comportar uno de ellos (Travolta) en un encargo extra del patrón: distraer por un rato a la esposa del mafioso para que no se aburra, pero sin cruzar el umbral que lo puede llevar a la perdición. Ella, claro, es Thurman. Paralelamente, en otra de las líneas narrativas, un boxeador que jamás llegará a la cima (Bruce Willis) tiene que dejarse caer en la lona en el quinto round a cambio de un montón de billetes, pero todo sale mal. Al mismo tiempo, una parejita de ladronzuelos (Tim Roth y Amanda Plummer) trata de ponerse de acuerdo sobre la pertinencia de asaltar un restaurante, en lo que es el arranque y cierre del film. Si quieren saber sobre la abrumadora aparición de Christopher Walken y su dichoso reloj, tendrán que ver la película, porque, como decía Federico Fellini, en el cine hay cosas sobre las cuales no se puede escribir porque aún no se inventó la forma. Eso es Pulp Fiction. D

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gráfico. La historia del cine está atiborrada de historias de boxeadores, gánsteres, pistoleros, traficantes, tipos lentos y chicas rápidas. Pero nadie contaba con la audacia mayor de este director: presentar todo ese combo desordenado, como si se tratara de una estructura musical y subrayando la erudición cultural de sus protagonistas. Sus personajes pueden ser lo más bajo de la escala moral, pero con un nivel de erudición fuera de lo común. Desde su debut, Tarantino tuvo bien claro que los espectadores de “su” cine deben conectar con las criaturas que habitan sus películas a través de las conversaciones. Y esos diálogos podían recorrer territorios de los más diferentes y absurdos a la vez, desde enfrascarse en discusiones sobre programas de televisión o sobre los sabores de las opciones del menú de McDonald’s hasta la importancia de un buen masaje de pies o las complejidades de la sensualidad femenina. Pero más allá del contenido, que escandalizó por igual a los espectadores uruguayos que a los de Cannes, el director siempre supo que el humor tenía que ser el fino hilo con el cual zurcir su relato. El humor y la violencia jamás se habían dado la mano de esta manera, y jamás volvió a ocurrir, por eso estamos acá. Y otro detalle para tener en cuenta: en 1994 el cine de Estados Unidos, el de los grandes estudios, estaba pasando por un enorme desierto de transiciones que apuntaban a la conformación de empresas productoras independientes; sellos como Miramax (del hoy caído en desgracia Harvey Weinstein) apostaban a proyectos más modestos desde lo presupuestal, pero que a la vez pudieran darles pelea a las superproducciones de Hollywood. Costo menor, ganancia mayor; ese era el Santo Grial de esas empresas. En ese contexto floreció el Festival de Sundance, que con buen ojo Robert Redford entendió que podía ser una gran plataforma para presentar un cine más pequeño en producción, pero de alto octanaje creativo. Ahí floreció Tarantino, pero también algunos colegas lustrosos, como Steven Soderbergh y Richard Linklater, directores que apostaron a las ideas y no tanto a los balances contables. Suele decirse con razón que Perros de la calle fue la mecha del cine independiente y Tiempos violentos la explosión. Es cierto, ese cine ya existía desde la época de Roger Corman, pero jamás llegó al nivel de respeto artístico y de rentabilidad económica que alcanzó Tarantino. Dicho en términos reales, la cinta de Tarantino que hoy nos ocupa costó diez millones de dólares y recaudó más de 220. Y otra campana de resonancia del éxito de esta película proviene de un elenco tan insólito como efectivo. Con algunas estrellas ya establecidas (Bruce Willis, Samuel L Jackson, Harvey Keitel, Tim Roth, Christopher Walken, Patricia Arquette), otros que estaban oxidados y casi olvidados y revivieron (caso John Travolta) y figuras en pleno estirón (Uma Thurman), resultó el combo perfecto. Se ha hablado mucho y escrito aún más respecto de la violencia que expone esta cinta. Es cierto que popularizó una suerte de aspereza estilizada que luego se ha querido copiar sin éxito, mezclada con una banda sonora hasta hoy imbatible. La violencia con pretensiones cool en manos de un director mediocre es solo violencia, en Tarantino se convierte en arte.


Ahí está la diferencia. Y están los momentos, esos fogonazos de cine que son imposibles de olvidar, por eso también esta película rompió moldes y etiquetas. Un ritmo vertiginoso, un montaje fragmentado que pavimenta el cruce entre varias historias que corren al mismo tiempo, los diálogos que ya hemos señalado como geniales y diversas secuencias que son en sí mismas clases de cine. El baile entre Mia Wallace (Thurman) y Vincent Vega (Travolta) en el Jack Rabbit Slimʼs, la sobredosis de Mia, los conocimientos eruditos sobre hamburguesas de Jules (Jackson) antes de despachar al hombre que le debe dinero a su patrón, no sin antes recitarle un pasaje de la Biblia. La practicidad de míster Wolf (Keitel) para resolver cualquier desastre. Son solo postales de un cuadro mayor. Todo eso surgió de la unión entre Tarantino y su amigo guionista y director Roger Avary, que en tres meses escribieron el texto encerrados en un apartamento en Ámsterdam. Es cierto que Tiempos violentos puede ser “una de gánsteres”, pero también funciona como comedia, como homenaje al cine y, fundamentalmente, como un ejercicio artístico que está más allá de los convencionalismos. Y después están los detalles, porque, en definitiva, lo importante está en los detalles. La famosa billetera de Samuel L Jackson con la inscripción “Bad Mother Fucker” es ya en sí misma un elemento que se vende por separado a varios cientos de dólares aún hoy; se dice que Daniel Day Lewis pudo ser Vincent Vega, pero Tarantino se negó y pudo imponer a su preferido, que era Travolta, un hombre con suerte si los hay. Se sabe también que Julia Louis-Dreyfuss estuvo a punto de ser Mia, pero la actriz de Seinfeld estaba con agenda llena y sonó el teléfono de Thurman. A eso se le llama estar en el lugar adecuado en el momento justo. Más de uno habrá buscado en la Biblia el pasaje Ezequiel 25,17 que recita el amigo Jules. Tarantino dice que se inventó ese pasaje hecho a la medida de su personaje. Otro guiño del director se aprecia cuando Butch (Willis) intenta fugarse después de matar a un boxeador que se suponía que debía dejar que le ganara, y llama a un amigo para que le consiga la forma más segura de llegar hasta la ciudad de Knoxville (donde efec-

tivamente nació Tarantino) y Vincent insiste en regresar a Ámsterdam, allí donde se escribió el guion del film. La antológica escena del pinchazo de la jeringa con adrenalina que le dan en el pecho a Mia generó más de un desmayo en diversas salas, algo que valió la advertencia previa en posteriores proyecciones. Tarantino rodó esa secuencia manteniendo en el mismo plano a Travolta sosteniendo la jeringa y el resto de la escena es una hábil maniobra de montaje donde la jeringa se queda sin aguja. Y después algunos sostienen que Sam Mendes casi que inventó el cine en su película 1917.

La música en tiempos violentos Otro apartado histórico de la película es su banda sonora, un soundtrack brillante y poderoso. Si uno habla de Woody Allen sabe que el jazz se derramará de los parlantes. En el caso de Tarantino, sus opciones son más eclécticas y personales. Se trata de una mezcla apretada de surf music, rockabilly, twist, pop de los años cincuenta, mucho soul y muchísimo funk. En la veintena de canciones que amueblan la película, casi todas tienen algo en común: ninguna forma parte de lo que se podría denominar historia aceptada del rock. En todo caso, caprichosamente se trata del lado B de los años áureos de la música popular de Estados Unidos. Una especie de equivalente de lo que fue el spaghetti western o lo más negro del cine blaxploitation. La cinta reboza de joyas olvidadas, como ‘You Never Can Tell’, de Chuck Berry; ‘Son of a Preacher Man’, de Dusty Springfield; ‘Girl, You’ll Be a Woman Soon’, de Urge Overkill, o el arranque furioso de ‘Misirlou’, de Dick Dale. Y esa canción define a la película. Inicio a toda velocidad, climas varios y resolución inesperada. Nunca una canción sonó tan pensada para arrancar una película. D Wilmar Umpiérrez. Periodista en medios nacionales y extranjeros, escritos y radiales. Crítico de cine. Miembro de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay desde 1999. Jurado en diversos festivales de cine internacionales.

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CON TOMĂ S LINN

Mitos y reflejos de los uruguayos 33

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Por

Nelson Díaz

Fotos: Daniela Scapusio.

Periodista de extensa trayectoria, docente y escritor, Tomás Linn es una de las mentes más perspicaces y reflexivas a las que prestar atención para entender Uruguay ‒el de ayer y el de hoy‒ y tratar de desentrañar (menuda tarea) la uruguayez, acaso resumida en la triada: fútbol, mate y carnaval. Autor de varios títulos ‒entre ellos, Los nabos de siempre‒ en la siguiente entrevista aborda algunos aspectos que desarrolla en su libro más reciente: Como el Uruguay a veces hay. Retrato de un país que se cree demasiado peculiar.

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esde el título hay un guiño al lector por aquella frase “como el Uruguay no hay”, que se convirtió en un latiguillo, casi en un mantra. Y eso, infiero, está relacionado con cuestionar esa idea de que somos únicos y peculiares, que no hay país en el mundo como el nuestro. La expresión “como el Uruguay no hay” se consolidó a mediados del siglo XX, en una época de bonanza, en un país que si bien era austero, tenía buenos niveles de alfabetismo, de políticas sociales y un grado alto de modernización. A su vez, los uruguayos tenían fe en su institucionalidad democrática y todo eso nos hacía sentir por encima de la media latinoamericana. Incluso por encima de la media europea ya que, a lo largo del siglo XX, en muchos lados la democracia no pasaba por su mejor momento. Ello consolidó un sentimiento de autocomplacencia, la idea de que éramos un pueblo especial, peculiar y distinto. La crisis de los años sesenta, el surgimiento de la guerrilla, una fuerte agitación política a comienzos de los años setenta y el golpe de Estado que instauró una dictadura que duró doce años, sacudió nuestras certezas y nos hizo muy críticos respecto a nosotros mismos. Sin embargo, con el retorno de la democracia y la bonanza de estos años, esa autocomplacencia volvió y a mi entender es muy paralizante. Además, si empezamos a ver cómo son otros países, veremos que mucho de lo que creemos que nos hace distintos (y mejores) también sucede en ellos. El libro abarca desde la década de los años cincuenta (el país de las vacas gordas) hasta la actualidad. Hacés hincapié en dos puntos de inflexión: la dictadura de 1973 y la crisis económica y social de 2002. ¿Cómo creés que marcaron esos hechos la idiosincrasia uruguaya y hoy, en perspectiva, la memoria colectiva? D

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Cuando empecé a imaginar el libro, sabía que tenía que acotarlo a un período y eso surgió con naturalidad. Por un lado, partir de aquella época en que nos creíamos tan fantásticos, hasta esta en que volvemos a creernos fantásticos: de las glorias de Maracaná al seleccionado que nos dejó bien parados en Sudáfrica, del país de las vacas gordas al país de la bonanza actual. También me resultó fácil porque (y quizás esto sea tramposo) ese período abarca mi tiempo de vida; es lo que viví y vi. Siempre digo que pertenezco a una generación “post Maracaná” por el simple hecho de que nací cuatro meses después del Mundial de Brasil. Pero también elijo ese período porque compruebo que desmiente, aunque sea parcialmente, eso de que en Uruguay no pasa nada y todo fluye sin dramas. Repito: empezamos esa etapa con una gran bonanza, lo que vos bien llamás los años de “las vacas gordas”, luego una crisis sostenida, luego una fuerte agitación política y el surgimiento de la guerrilla, luego la dictadura (que fue larga, asfixiante, cruel), luego la apertura democrática y –en medio de ese período– la crisis económica de 2002, luego el triunfo de la izquierda. Son muchas cosas, una detrás de la otra, que tuvieron impacto y dejaron huellas en el modo de ser uruguayo. Si bien hay cosas que se mantienen porque son parte de una idiosincrasia, esa sucesión de hechos tiene que habernos cambiado y no podemos parecernos tanto al apacible uruguayo de los años cincuenta. También creo interesante señalar que la crisis de los años sesenta y la de 2002 fueron diferentes en sus características y en sus efectos. La primera fue lenta y paulatina. No fue de impacto, como la de 2002, sino que fue creciendo de a pasos. Tal vez eso, tal vez el clima político internacional (guerra fría, Cuba, procesos revolucionarios en varios países), llevó a un deterioro político, a un descreimiento en las instituciones democráticas que facilitó el surgimiento de la guerrilla y ese clima de desgaste y agitación que se remató


con un golpe de Estado y la dictadura. Eso nos marcó a los uruguayos. Hubo atentados, secuestrados, muertes, gente presa y otra que se fue al exilio. Ya antes había empezado el proceso de uruguayos que emigraban por razones económicas, ahora se daba el de uruguayos que buscaban asilo en el exterior por razones políticas. No fue así la crisis de 2002. No fue paulatina ni en cuentagotas, sino de puro impacto, una crisis sin precedentes con consecuencias muy duras y fue solo económica. Sin embargo, de ella se salió con rapidez (le implicó un desgaste al partido gobernante, pero, aun así, al entregar el gobierno al vencedor Frente Amplio la recuperación ya estaba en marcha) y además fue una crisis que no sacudió la estabilidad democrática. El funcionamiento institucional siguió inalterado todo ese tiempo. Tuvo sí repercusiones sociales dramáticas. Si bien en los años posteriores a la crisis los índices de pobreza fueron mejorando, igual quedó un tipo de pobreza que antes no había (o no tanto), mucho más dura, marginal y excluyente, que no se revirtió. En la década de 1960 se discutió mucho sobre la viabilidad de Uruguay como país, teniendo en cuenta que estamos entre dos gigantes. Desde su origen, y te cito, Uruguay “se construyó a los tropezones”. Hay una discusión interminable sobre nuestra independencia cuando, casi simultáneamente, decidimos unirnos a Argentina.

Se discutió mucho si Uruguay era viable en los años sesenta y volvió a discutirse enseguida del fin de la dictadura. Hoy no parece estar en la agenda. La idea de que Uruguay funciona, pero no lo suficiente; la imagen de una permanente frazada corta que cubre, pero no a todos todo el tiempo; la dificultad para ser productivos y competitivos, las trabas para bajar el costo del Estado y hacerlo eficaz, y una larga lista de problemas han hecho que muchos economistas y pensadores se cuestionaran si el país era viable. Mi percepción es que esta discusión, que fue acalorada hace sesenta años, resurgió hace 35, pero el tiempo sigue pasando y acá estamos. Quizás no sea por la mejor de las razones, pero el solo paso del tiempo muestra que, mal que bien, el país sigue estando y por tanto es viable. En tu libro hacés referencia a la reflexión que en su momento hizo Carlos Real de Azúa al respecto. Tal vez sea hasta el momento la visión más ponderada sobre el asunto. Sin embargo, la discusión continúa. Esta pregunta está ligada a la parte final de la pregunta anterior referida a esa eterna discusión sobre la independencia, que por momentos parece absurda. ¿Cómo es posible, se pregunta mucha gente, que el 25 de agosto hayamos declarado la independencia si a renglón seguido nos unimos a las Provincias Unidas, a 35

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Argentina? Es una pregunta que se razona “con el diario de hoy”. Independencia en aquella época era romper con las coronas de España y Portugal (y el Imperio de Brasil) y al hacerlo la Provincia Oriental vuelve al seno de lo que era antes de la ocupación portuguesa, o sea a las Provincias Unidas. Por lo tanto, en aquel contexto, declarar la independencia y unirse con Argentina no era una contradicción. Esa independencia llevó a una guerra con el Imperio de Brasil para concretar la ruptura en los hechos y terminó en una paz negociada que implicó crear un país que no existía, independiente de Brasil y separado de su territorio natural: Argentina. Los uruguayos nos dividimos al leer esa realidad. Unos sostienen que Uruguay surge porque había una vocación de autonomía desde los tiempos de Artigas. Otros aducen que somos el resultado de la diplomacia inglesa. Ni tanto ni tan poco. El trabajo de Real de Azúa explica bien ese proceso y tal vez sea lo más aproximado a lo que realmente sucedió. El origen de Uruguay fue, por decirlo de algún modo, un poco forzado. De hecho, hizo falta crear un héroe nacional fuerte, forjador de nuestra nacionalidad. Pero Artigas terminó derrotado. Es decir, los cimientos de Uruguay se crean sobre la derrota, sobre el fracaso de su máxima figura. ¿Cuánto condicionó nuestra idiosincrasia el hecho de que nuestra vara máxima al momento de medirnos, de reconocernos, haya sido un perdedor? Artigas es ensalzado como nuestro único héroe nacional, y después cada uno lo valoriza como quiera. Lo de haber sido derrotado alienta la idea del líder puro, traicionado e incomprendido; su derrota es culpa de otros, siempre la culpa la tienen otros. Y además nos regodea decir que la culpa la tienen los argentinos. Otros pasan por alto lo del héroe derrotado y se quedan con el Artigas que dejó un legado de ideas que son el sustrato de nuestra forma de

Una carrera Tomás Linn (Montevideo, 1950) comenzó como periodista en El Diario, fue secretario de redacción de los recordados semanarios Opción y Aquí, y trabajó en la agencia Reuters, en radio y en televisión. En 1998 recibió, en la categoría Periodismo, el Premio Morosoli de Plata. Como periodista cubrió acontecimientos internacionales en varios países. Es autor de los libros De buena fuente. Una aproximación al periodismo político (Centro Latinoamericano de Economía Humana / Ediciones de la Banda Oriental, 1989), Pasión, rigor y libertad (Editorial Taurus / Universidad Católica del Uruguay, 1999), ¿Una especie en extinción? (Colección Búsqueda / Fin de Siglo, 2012), que abordan el periodismo y su función en la sociedad, además de Los temas sobre la mesa (Colección Búsqueda / Fin de Siglo, 1994), Los nabos de siempre (Colección Búsqueda / Fin de Siglo, 2004), Así concebidas: nuestras democracias imperfectas (Colección Búsqueda / Fin de Siglo, 2008) y Como el Uruguay a veces hay. Retrato de un país que se cree demasiado peculiar (Planeta, 2019).

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ser. Me refiero al Artigas del año XIII con el Congreso de Tres Cruces, con las Instrucciones y su famoso discurso, la llamada Oración de Abril, donde expresa con claridad su visión liberal, republicana y federal, que eran ideas de vanguardia. Ese es el que más me gusta. Pero lo grave no es si fue derrotado o no, sino que lo vemos como el único. No reconocemos que este país tuvo varios “padres fundadores” de diferente perfil. Solo cuenta Artigas y no hay, nunca hubo, ni nunca habrá nadie mejor que él. Lo cual implica ponernos un techo, un límite. Uruguay sufriría de lo que podemos llamar síndrome de Maracaná: un país pequeño capaz de grandes hazañas. Esa idea del paisito excepcional (en realidad hay países mucho más pequeños y más desarrollados) se extiende a otras actividades. Y volvemos a eso de sentirnos únicos, elegidos para las grandes hazañas, a la insistencia de creernos distintos y mejores: la Suiza de América. Ese diminutivo (paisito) esconde, tras un velo de falsa humildad, cierta pedantería. Sí, es así. Es parte de lo que intento desarrollar en mi libro. Cuando la gente dice que, a diferencia de nuestros vecinos, los uruguayos somos muy humildes, ya estamos actuando con soberbia y vanidad. El que es humilde no hace alarde de humildad porque automáticamente dejaría de serlo. Como cualquier otro pueblo, tenemos virtudes y también cosas complicadas, ni más ni menos que otros, pero tendemos a negar nuestras complejidades. Me hace gracia cuando se entrevista a una figura extranjera de renombre y la mitad de la entrevista consiste en cómo nos ve esa figura, qué piensa de nosotros, y queda muy poco para preguntar sobre lo que realmente interesa. Nos regodeamos con las respuestas, que por lo general son pura cortesía y amabilidad, porque tal vez esa figura no sepa tanto sobre Uruguay. Por citar un ejemplo: los argentinos se creen los mejores del mundo, a nosotros nos alcanza con ser mejores que los argentinos. Ergo, somos los mejores del mundo. Ese es el razonamiento que siempre hago. Es un poco cruel, debo reconocer, pero es así. Si nos creemos mejores que los que se creen los mejores del mundo, ¿dónde nos ubicamos? Volvemos, por lo tanto, a aquello de que tanto alarde de humildad termina siendo un pecado de vanidad. Y, además, con los argentinos tenemos un problema porque en muchos aspectos somos muy parecidos. Eso lo desarrollo extensamente en el libro. Uno de nuestros mitos, acaso el más frecuente, es “acá no pasa nada y todo sigue igual”. ¿Qué otros mitos tenemos los uruguayos? Quizás las cosas pasan con lentitud y bajo perfil, pero cuando uno se detiene y mira hacia atrás, vaya que pasaron cosas. Otro mito complicado que tenemos es el del país laico y le dedico un capítulo al tema, porque los uruguayos creen que la lectura que hacen del laicismo nos hace vanguardistas, cuando en realidad nos muestra intransigentes. Sin duda fue necesario separar iglesias de Estado, en especial en la escuela pública. Pero eso debería


valorarse como un respeto a la libertad de cada uno a ejercer la religión que quiera, si es que quiere creer en una. No para reprimir a los creyentes. El fenómeno religioso es tan viejo como la humanidad y, pese a la evolución histórica de ideas como el racionalismo, sigue habiendo gente que necesita ser religiosa y expresarlo. No he visto país más intransigente al definir un concepto de laicismo que Uruguay. Otros mitos, quizás menores, son todas esas tradiciones que creemos tan, pero tan, nuestras, que nos sorprende comprobar que las hay en Argentina en forma casi idéntica, o que tienen raíz en alguna región de Italia o de España. En eso somos casi insulares. Hemos sido influidos por una diversidad de culturas, pero luego suponemos que son exclusividad nuestra. En el capítulo ‘Una cultura con dueños’, afirmás: “Los uruguayos se jactan de ser cultos, leídos y de formar parte de una sociedad donde la gente está bien informada y formada. Donde hay buenos pintores, muchos escritores y músicos, el buen nivel educativo, además alienta el surgimiento de talentos. Si es o fue así en algún momento, corresponde a los historiadores corroborarlo. Pero ya no lo es más”. ¿Por qué ya no lo es más? ¿Qué cambió? No es que el país dejó de dar talentos en las artes, las letras y la música. Pero al grueso de la sociedad le importa poco que sea así. Hay, y así lo digo en el libro, un culto deliberado a la chatura. Ciertas formas de expresión artística de baja calidad y anodinas son alentadas, en forma expresa, como una forma de cultura popular. A lo largo de la historia y en muchos países, la cultura popular tuvo desarrollo por lo general gracias a una producción de calidad. Popular, sí, pero bien hecha. Sin embargo, y esto es solo mi opinión, lo que se ve ahora es una suerte de estrategia deliberada a darle valor a lo que no lo tiene, a lo que alienta expresiones hostiles y de mal gusto. En ningún lugar está escrito que lo popular tiene que ser de mal gusto. Pero algunos así lo piensan. Algo muy uruguayo, y a lo que hacés referencia en el volumen, es lo que llamás el unicato, una forma única de expresión cultural. El halago empalagoso, un sistema donde la pertenencia importa más que el resultado, donde se fortalecen los grupos en los que unos elogian a otros (como claques), a veces por gustos comunes o por afinidad ideológica y que nada tiene que ver con el arte o el talento. ¿Cómo llegamos al unicato? Al unicato lo entiendo como una forma muy uruguaya de ver las cosas, donde solo una versión, una forma, un personaje es la aceptada. Mencioné lo de tener una sola figura como héroe nacional, tan perfecta, tan indiscutida que nadie puede cuestionarla… ni superarla. Durante décadas se entendió que solo debía haber una única universidad. Eso cambió y lo destaco en mi libro. Hay otros ejemplos, incluso referido a la cultura popular. El tango es Gardel y para nosotros (no así en Argentina) nunca habrá nadie mejor. Si esa es la postura, ¿entonces para qué hacer el esfuerzo? En el libro me refiero a otras expresiones: en una época el folclore nos reflejaba y hasta oficializamos una versión del Pericón. Después vino el 37

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Así escribe El culto deliberado de la chatura* Los inviernos suelen ser depresivos en Uruguay porque el colorido y el brillo del sol, que da una nota firme en las restantes estaciones, se desdibuja y desaparece durante largas e interminables semanas húmedas, ventosas y frías. Pero dura tan solo eso y no explica por qué suele instalarse en el país, una y otra vez, un estado de ánimo que invita a la grisura, a la chatura, a la mediocridad, a quedarse quieto y ver cómo se sobrevive. Ya en 1960 Mario Benedetti decía que “los europeos que nos visitan en general opinan que somos bastantes civilizados, pero los latinoamericanos nos hallan irremediablemente sosos, sin color”. Esa impresión se mantiene. Los europeos nos verán civilizados, pero estarían de acuerdo con los vecinos que somos sosos. Un visitante inglés, en los años ochenta, se sorprendió por el esfuerzo que hacían los uruguayos para mantener un extremo perfil bajo. La tendencia cíclica a conservar las cosas en un vuelo raso y sin expectativas debería preocupar. Habría que preguntarse si los períodos de satisfacción y autocomplacencia son apenas un oasis en medio del desierto. Oportunos cuando viene, pero escasos. Sería negativo pensar que las cosas están amarradas a un destino ineludible y fatal. Los pueblos no siempre, D

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ni en todos los asuntos, son iguales a sí mismos para la eternidad. Deben sobreponerse a los traspiés, superar los malos momentos, saber que cada desafío es una oportunidad. No existe una idiosincrasia inamovible y eterna. La chatura que invade al ambiente se asimila a la idea de que el gobierno, cualquiera sea, se hará cargo; que no es necesario hacer las cosas lo mejor posible, basta hacerlas de modo improvisado y remendón. No importa cómo se haga y a veces ni siquiera importa que se haga. Los méritos y el esfuerzo no cuentan. No será por un sentido de responsabilidad o por talentos, aptitudes y formación lo que determine que cierta gente ejerza tareas relevantes. Todo es cuota de poder por el poder mismo, aunque no se sepa para qué usarlo. Para eso están las corporaciones, los militantes, los amigos. Quizás esta postura lleve a una vida distendida, donde nadie se hace problema ni se plantea dilemas existenciales. Somos panchos y hacemos la plancha. Esa actitud ahonda la gravedad de la situación social. Para reducir la indigencia y la pobreza, para que las clases medias vivan mejor y haya una consolidada vida en un país productivo y eficiente hay que superar la apatía. No es posible quejarse por estar mal y a la vez aceptar la pasividad como buena.

*Extracto del capítulo homónimo de Como el Uruguay a veces hay.


candombe y nada más que el candombe. Es un fenómeno interesante, estudiado por [Lauro] Ayestarán en su momento, que expresa y refleja una historia que viene de la Colonia y la cultura negra de los esclavos. Pero como expresión musical no tuvo evolución; tiene una limitada variedad de sonidos y de eso no se sale. Una expresión cultural no puede ser algo congelado. Luego se impuso la murga. Hoy es nuestra única voz oficial. Que sí evolucionó en calidad de los espectáculos y las voces, pero tampoco puede ser algo tan dominante que no deje espacio a lo demás. A su vez en el libro cuestiono mucha a una cultura que tiene dueños, que integra esa rosca (para usar una expresión algo vieja) donde los elogios se reparten por la sola pertenencia y no por la calidad y el talento. A veces eso vincula a una cuestión ideológica (algunos lo ven como la aplicación de las teorías gramscianas) y ahí la rigidez es mayor. Otras veces responde a un primitivo espíritu corporativo y por lo general ambas causas se mezclan. Lo cierto es que no da espacio para que los de afuera experimenten, aporten y crezcan. En lo personal, siempre me sedujo trabajar desde la independencia personal e intelectual. Aunque eso me deje en la intemperie y a veces me sienta muy solo. En el libro citás al ya nombrado Carlos Real de Azúa, Carlos Maggi, Mario Benedetti, Germán Rama, Carlos Quijano, Methol Ferré y Washington Lockhart, entre otros. Lo de Lockhart te lo agradezco, porque me parece un escritor y pensador injustamente olvidado. ¿Creés que hoy en Uruguay hay un pensamiento crítico? ¿O navegamos en la modernidad líquida de la que hablaba Zygmunt Bauman? Mientras iba pensando mi libro, se me ocurrió revisar lo que habían hecho otros autores en otros momentos. Y releerlos fue un redescubrimiento. La mayoría escribió en los años sesenta, en tiempos de crisis. Hubo otra camada más chica que reflexionó con el regreso de la democracia (Achugar y San Román, por mencionar solo a dos), en tiempos de expectativa y esperanza. Los autores de los sesenta están marcados por una visión ideológica vinculada a esa época y que hoy parece anacrónica. Quizás solo Maggi, que es más abierto, mantenga vigencia. Sin embargo, hay en todos ellos observaciones atinadas sobre el ser uruguayo que se mantienen hasta hoy. Me preguntás si hay hoy un pensamiento crítico. Creo que lo hay, pero no con la fuerza de esa época ni la difusión de entonces. El boom literario de los años sesenta ayudó a que esos ensayos editados como libros de bolsillos se vendieran. Todavía regía el concepto de las generaciones (aquella era la generación crítica del 45) y eso permitía una retroalimentación grupal que les daba mayor difusión. Hoy se trabaja a escala personal. Vos que sos escritor: ¿podés decir que integrás una generación, como ocurría antes? No creo, porque además hoy es difícil definir la frontera entre una y otra generación. No digo que eso sea malo. Quizás hasta ayude a terminar con la cultura con dueños que tanto cuestiono. El problema no es que falte un pensamiento crítico, sino que a nadie le importa demasiado si lo hay o no. O como digo en uno de mis

capítulos: “Sean intelectuales orgánicos o independientes, académicos o militantes, hay un hecho real, […] les toca trabajar en una época donde a gran parte del país poco le importa lo que digan. Cierta chatura, la desidia, un culto a la grosería se instaló y convirtió en una forma de identidad uruguaya. A diferencia de los intelectuales del siglo XX, los de hoy no tienen aureola. Piensan sobre el país, pero lo que digan o escriban a muy pocos les llega”. Esta reflexión no pretende ser pesimista, simplemente describe el presente. Y eso, es bien sabido, puede cambiar. D

Nelson Díaz. Periodista cultural en medios nacionales y extranjeros. Escritor, ha publicado poesía, narrativa y biografía.

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RUMBOS DEL POP CON MARCAS LOCALES

El caso uruguayo Aunque todos sabemos lo que es, aunque todos hemos escuchado una ingente cantidad de expresiones que se engloban bajo la etiqueta pop, poco se ha reflexionado en estas latitudes sureñas sobre este campo de producción musical. ¿El pop es una tendencia? ¿Es un género, o un macrogénero? ¿Cuáles son las experiencias musicales uruguayas que tienen las marcas de este fenómeno? Suárez, un periodista freelance, acepta la propuesta de una agencia de noticias de Argentina y encara, en tiempo récord, una investigación no muy formal sobre este tema. Las respuestas de corte definitivo, sancionatorio, se verán en esta ficción, serán seducidas por las interrogantes. En este oficio, la primera y última certeza son las dudas, las preguntas*.

Florencia Núñez. D

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Por

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Alexander Laluz

lovía. Otro estado del tiempo era improbable: la semana no tuvo otra constante que el pronóstico de lluvia y su irremediable confirmación. Suárez no salió de su apartamento, salvo para llevar la ropa a la lavandería. Para su último encargo periodístico tampoco tuvo que salir; era un texto corto, de esos que los editores llaman “creativos”, ágiles, “con mucho color”, y que suelen resolverse de taquito. Lo que Suárez tenía claro era que de taquito y con “notas de color” no lograba frenar la pérdida de fondos de su cuenta bancaria. Algo tenía que hacer. “Una extra no vendría mal”, pensó. A media tarde, tras una malograda siesta invernal ‒las dificultades para dormir ya le pegaban con la luz del día‒, vibró su celular, pero lo dejó allí, sobre la mesa de luz, esperando que una voluntad sobrehumana lo ayudara a salir del letargo. Al cabo de un rato venció ese estado de suspensión muscular y leyó el mensaje. Era de su editor en Buenos Aires, el de la agencia de noticias para la que escribía con cierta regularidad. “Suárez, tenemos que hablar ‒así, sin mucha retórica amigable comenzaba el mensaje de texto‒. Estoy abriendo una nueva línea de trabajo en la agencia, algo de periodismo de investigación, con temas originales o poco frecuentados, y tengo un caso para vos. Decime cuándo puedo llamarte”. Era la oportunidad que buscaba. Quizás era un trabajo de largo aliento; unos días de acción serían bienvenidos para zafar del hartazgo que le provocaba el clima electoral y, de paso, su presupuesto podría volver a la línea de flotación. “Impecable, llamame ahora”, escribió Suárez. –Hola. –¿Suárez? –Sí, ¿cómo estás? Por esas asociaciones instantáneas, las que irrumpen con la potencia de un relámpago, recordó a su tío, el que vive en Buenos Aires, que ganó prestigio en el ambiente periodístico por ‘El caso Benedetti’. Pero la voz del editor cortó rápidamente el recuerdo. –Tengo un caso para vos. Ojalá puedas con él. –¿De qué se trata? –Parece sencillo y a la vez es raro. Acá, en Buenos Aires, tenemos la idea de que la música que se escucha en tu paisito queda entre algunos pocos nombres. Viglietti, Zitarrosa, Roos, Rada, Cabrera, y, desde hace unos años, Drexler, La Vela Puerca, No Te Va Gustar, El Cuarteto. Ah, Bajofondo. En fin, ya sabés de qué hablo. D

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–Más o menos ‒Suárez ya se había resignado a reconocer que su universo musical conocido comenzaba y terminaba en tres o cuatro discos de Thelonious Monk; lo demás estaba en tierras desconocidas. –Bueno, me imaginé que estarías más metido en el asunto cultural… La cosa es así: alguien, que había estado en Montevideo durante una semana, pasó por la redacción y nos tiró algunas ideas. Acá, y sobre todo los cuarentones como yo, tenemos una idea algo limitada de lo que pasa musicalmente por tus pagos. Pero esta persona nos habló de algunos músicos que curtían un lenguaje más pop. Nosotros, ni idea; nuestros repertorios orientales quedaban, como te dije, en seis o siete nombres. Entonces, como también te dije, queremos abrir la cancha para otro tipo de reportaje, especialmente para publicar en los meses más próximos al verano. ¿Me entendés? Hacer algo interesante, con fuentes, con ideas, pero que no sea un plomazo. Queremos algo fluido, canchero, con datos para que la gente salga a buscar otra música. –¿Pop en Uruguay? ¿Qué querés averiguar? ‒Suárez daba algunos manotazos de ahogado ante la inesperada propuesta; ni su memoria ni su información musical lo ayudaban. –Eso, Suárez, eso. Ponete a investigar, que tenés solo unos días. ¿Te paso unos links de Youtube que me dejaron? Queremos saber si hay otro mundo más allá de las murgas, el candombe, los Drexler y rockeros hipermediáticos apadrinados por multinacionales. –Me mataste. ¿Multinacionales? –Discográficas importantes, Suárez, como Sony y otras. –Ni idea… –No embromes, Suárez. Ustedes viven en un pañuelo, se conocen todos… no vas a tener ningún problema. ¿Agarrás viaje? –Bueno, si no hay alternativa... Dame unos días. Arreglaron algunos detalles técnicos y el editor le pasó algunos contactos que solían manejar en la agencia, como para no mandar a Suárez a la guerra con un alfiler. Cuando colgó, y pese a cierta inquietud que le generó el encargo, Suárez se sintió bastante más tranquilo: no era lo que esperaba, pero era todo un desafío. Esa noche el insomnio lo iba a acosar como siempre, pensó, pero ya tenía algo para enfocar sus pensamientos. Después de pasar un par de horas en vela y multiplicando las pestañas del explorador de internet, Suárez


Federico Lima / Socio.

Campo.

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no podía más que reconocer que el mundo musical era bastante más ancho que su acotada discografía bebopera. La suposición de su editor era cierta. Más allá del panteón de consagrados, Uruguay tiene un mapa musical bastante más complejo e interesante. “El asunto es que hay mucha cosa diferente, proyectos truncos, otros más exitosos y con más continuidad, hay más serios y también de los otros, esos que no pasan del efecto ‘masificación a través de redes sociales’”, anotó en su libreta. “¿Qué es eso del pop, en realidad? ¿Es un género, un macrogénero, un estilo, una tendencia? ¿Por qué lo que no se etiqueta fácilmente cae en sacos sin fondo, a los que la prensa les pone etiquetas como pop o fusión?”, siguió con sus apuntes. Lo primero que agendó fue el nombre del periodista y escritor Bruno Gepé, uno de los contactos que le pasaron desde la agencia; a la mañana siguiente lo iba a llamar, aprovechando que, según le contaron, Bruno trabajaba por la noche y quizás durante el día tendría algún momento libre para charlar. Le iba a pedir más nombres, más títulos de discos; una buena oportunidad para encontrar algunas respuestas de alguien que estaba más involucrado con el ambiente, que había entrevistado a varios músicos para su programa en Tevé Ciudad. Así fue. Esa mañana llamó a su primera fuente ‒o su primer confidente‒ y se citaron en un café que está en la esquina de 18 de Julio y Barrios Amorín, cerca del canal. Quizás a causa de la noche en vela, quizás por la ansiedad que ya le estaba generando este asunto, la charla tuvo un

Martín Rivero. D

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comienzo enredado, con intercambio de anécdotas, historias de redacciones bizarras, periodistas malogrados y muchas preguntas incompletas y respuestas desordenadas. –Ojalá puedas hacer algo interesante con ese tema ‒sonrió Gepé–. Pero tendrás que escribir algo en serio, tendrás que escuchar muchos discos. Y no dejes de ver los videoclips. –¿Hay algo escrito sobre esto? –Tenés mis notas, las de otros colegas. Un amigo, que también escribe en la prensa, es más lapidario en sus opiniones sobre este tema. Él dice que acá ni la prensa ni la academia se arremangan y encaran un estudio como la gente de estos fenómenos. –¿La academia? ¿Vos te referís a la Universidad? –Bueno, mi amigo dice eso. Parece que en ese ambiente más intelectual el asunto de la música popular está muy verde, lleno de prejuicios. Pero eso lo dice él. Yo te recomiendo que arranques escuchando. –Algo ya escuché… –Probá con los discos de Florencia Núñez. –Anoto… –Florencia Núñez... Ella ya dejó de ser una artista emergente. Tiene un par de discos interesantes... valiosos, te diría. El primero fue Mesopotamia, que lanzó en 2014, y el segundo fue Palabra clásica, de 2017… en este disco trabajó con Guille Berta en la producción. Son discos diferentes, pero en ambos la canción es la protagonista. En el segundo, sobre todo, se la jugó por una estética definidamente pop… que es lo que vos estás buscando.


Alfonsina.

Buenas canciones, arreglos transparentes, para nada complejos, melodías también claras, directas. Ella misma lo define como pop. –¿Algo directo? –Por ahí… pero con buena cabeza, con inteligencia, con sensibilidad. No son canciones para poner en el supermercado. –¿Directo, transparente? –Bueno, para hablar y escribir de música hay que recurrir a las metáforas… quizás demasiadas metáforas. No creo que en nuestro oficio, el de periodistas, funcione mucho eso de hablar de acordes, tonalidad, texturas polarizadas. Eso se lo dejo a mi amigo, jeje. –La voy a escuchar ‒Suárez no disimulaba su desconcierto. –Prestale atención a Alfonsina también ‒Gepé recargó el entusiasmo; se notaba que la había escuchado atentamente‒. Es de otro palo, sus canciones tienen otras búsquedas sonoras, con otras configuraciones tímbricas, diría mi amigo, el que te mencioné recién. Son canciones con una fuerza expresiva muy provocativa… te moviliza.

–¿Pero es pop? –Bueno, no sé ‒duda Gepé‒. Quizás sea un lenguaje más cercano a lo alternativo. Tiene también dos discos, pero el segundo, Pactos, te va a volar la cabeza. Fue un trabajo en el que participó su pareja, el baterista Diego Bartaburu, y también recibió varios reconocimientos mediáticos, de la prensa. Tenés que tomarte tiempo para escucharlo. Además, está explorando en otros lenguajes artísticos; en la fotografía, por ejemplo. Eso le da otra amplitud a su proyecto. –Sigo anotando… Todavía sigo un poco confundido con lo de la etiqueta pop. No sé… es la primera vez que trato de reflexionar de forma sistemática, o algo parecido. –La confusión la tenemos todos. Es algo muy amplio, que se resiste a las explicaciones, o a las explicaciones que intentamos dar nosotros, los periodistas. –Faltan palabras. Falta, por lo que vi, algo que le ponga cabeza, como se dice, al asunto. Hay mucho escrito sobre el rock, especialmente sobre el rock de los ochenta, el de la salida democrática, mucha recopilación de memorias. Están los libros de Peláez, ¿no? –Palabras mayores ‒sentenció Gepé. 45

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–Sí, escuché de su trabajo… es matemático, ¿no? –El trabajo de Fernando es casi monumental. Recuperó toda una historia que parecía olvidada y que tuvo como protagonistas a los pioneros de eso que nos gusta llamar rock… toda una movida que fue silenciada. –¿De las cuevas al Solís? –Tremendo material, dos tomos… También escribió sobre Rada. Tiene la paciencia del matemático y la pasión del fan. Dos horas más tarde, con la libreta llena de nombres, de ideas, y con el ánimo encendido por el entusiasmo de su colega, Suárez acompañó a Gepé hasta el canal y volvió hacia 18 de Julio con la idea de llegar hasta la rambla, tomar aire, ordenar las ideas y volver a su apartamento. La noche estaba despejada, con algo de viento que entraba por la ventana abierta. Era acaso el momento más tranquilo de ese día: ideal para navegar por Youtube, al que Suárez siempre llamaba el supermercado de la porquería, un lugar insoportable, saturado y saturante, pero que, pese a sus histéricas notificaciones, de sus entrañas podían rescatarse algunas cosas valiosas como para derrochar muchas horas del día ‒y de la noche‒ frente al monitor. Pasada la medianoche, llegó un correo de Gepé ‒nada de Whatsapp, de Messenger; Gepé tenía la chapa de cincuentón: el correo electrónico es lo mejor y más práctico‒. Suárez lo abrió y leyó enseguida. “Suárez, ¿cómo va? Me quedé colgado con tu asunto del pop. Tengo más recomendaciones. Fijate, cuando puedas, en los trabajos de Dani Umpi, ¿lo tenés? Es un caso muy interesante, movilizador. Eso sí que es pop. Es un planteo performático, kitsch, irónico (sobre todo autoirónico) y muy lúdico. Nada es lo que parece en su obra. Tiene varios discos, novelas, obra plástica; ha colaborado con artistas muy diferentes, que no tienen nada común, como Wendy Sulca, Luciano Supervielle, Max Capote. Prestale atención al manejo de la voz: es algo deliberadamente exagerado, intenso, agudo, a veces chillón, sobreactuado ‒pero adrede‒, con un gesto casi trans. Tenés discos que encantan, o al menos a mí me encantan. Por citarte algunos, tenés Perfecto, Dramática, Lechiguanas. Los videoclips forman un capítulo aparte. Pero no te quedes ahí. En otra línea podés escuchar a Mateo Moreno; el primer disco como solista, Auto, de 2008, es impecable, sea en el canto, en los arreglos, en el toque de la banda. Tiene otros títulos interesantes, pero de ese primero escuchate, por ejemplo, la canción ‘Simple’... si eso no es un lenguaje pop hecho con buena cabeza en el arreglo, en el toque, en la composición… no sabría qué decirte. No tiene misterio, pero está muy bien producido. En la radio funcionó bastante bien. Después tenés al proyecto de Federico Lima, Socio. Otra apuesta muy cercana al pop, a esa idea de que el pop casi que puede englobar ‒¿fagocitar?‒ a la mayoría de los géneros existentes. Escuchá sus discos ‒otro artista bastante prolífico‒, primero con Loop Lascano, después con Socio. Y ahí tenés a un compositor e intérprete muy habilidoso en el trabajo con las melodías, esas que te enganchan, que se quedan pegadas al oído… fijate en la canción ‘Nos fuimos estrellando’. Otro D

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caso más: Martín Rivero, que tiene una carrera solista a la par de su participación en el colectivo Campo, que comanda Juan Campodónico (Campodónico, el de Bajofondo). Muy bueno (siempre para mí, claro). Su disco La espuma de las horas, lanzado este año, me dejó muy enganchado. Las canciones tienen una luz épica, intensa, componen fotos brumosas, melancólicas. Es tremendo melodista; vas a entenderlo cuando lo escuches. No te atomizo más. Cualquier cosa me llamás o me escribís. Abrazo”. Suárez leyó de nuevo el correo, pero esta vez anotando los nombres en su libreta para después hacer las búsquedas internáuticas. Mientras masticaba más preguntas, le llegó otro correo de Gepé. “Me había olvidado: si andás con ganas de conectar con una búsqueda más documental, histórica, para componer un poco el proceso que conecta esos proyectos ‒incluso llegando hasta los años sesenta, lo que pasó durante la dictadura, la irrupción del rock con filiaciones punk en la salida democrática‒, podés mirar la serie Historia de la música popular uruguaya, realizada por el equipo encabezado por Juan Pellicer… ahí también estaba Ina Godoy. Abrazo”. La sugerencia no tomó por sorpresa a Suárez. Esa serie, que se había emitido por el canal oficial, fue una patriada y fue, hace años, su principal o único contacto con músicas que estaban más allá de Monk. Los cierres, como se dice en la jerga periodística, son lapidarios: entregás o se produce un ‘entierro’. Para Suárez la situación se tornó complicada. Tenía una enorme cantidad de datos ‒títulos discográficos, nombres, biografías, notas de prensa, videos‒ que acumuló durante tres días, pero estaban enredados en una trama a la que le faltaba un hilo conceptual. ¿Cómo ordenar todo eso en un artículo y que el lector no naufrague en el segundo párrafo? Su editor ya lo había llamado tres veces pidiéndole el informe y recordando la idea inicial: el texto tenía que ser ágil, con datos, pero manejados con cuidado, para que los medios que recibían los cables de la agencia usaran el texto para dar forma a un artículo en “plan verano”. Nada de cosas raras. Eso lo tenía claro. Lo que no estaba claro era de qué se trataba eso de la música pop con marca uruguaya. ¿Tenía sentido algo así? ¿Todos los casos, los discos y videoclips que había audiovisionado, tenían algo, sea estético, sea técnico, sea estilístico, que los conectaba? ¿Había algo que podía llamarse pop por estas tierras? Era el bendito problema del hilo conceptual. Le dio vueltas al asunto hasta que se hartó. “¿Quién va a leer un texto así en “plan verano?”, pensó. “Nadie. Si fuera una revista o un suplemento cultural, la cosa sería diferente”, se consoló. Demasiadas dudas para responder en tan poco tiempo. Quien podría darle algunas pistas para la salida, pensó enseguida, era Gepé. Pero llamarlo a esa hora de la madrugada era algo desproporcionado. Lo mejor, asumió, era volver al viejo hábito de escribir un correo electrónico; seguramente tendría el celular y la computadora apagados, y, quizás, de mañana, antes de llevar a sus hijas al liceo, le podría escribir.


Mateo Moreno.

“Hola, Bruno. Espero que estés bien. Estoy, todavía, con las dudas que te planteé en nuestro encuentro en el boliche. Revisé con detenimiento los artistas que me recomendaste. Debo confesarte que algunos me encantaron. Lo de Alfonsina es realmente muy bueno. Lo mismo te digo de Florencia Núñez. Son muy diferentes; tenías razón: están en universos estéticos que no tienen conexión. Núñez tiene eso de que la canción funciona como eje articulador, como punto de partida y de llegada. Lo de Alfonsina va por la intensidad expresiva, algo que, me pareció ‒no tengo muchos elementos técnicos para evaluarlo‒, se aprecia en la interpretación y en la composición. Pero las dos conectan con la idea vaga de lo pop. Para aclarar el asunto ‒o para enredarlo más‒ estuve revisando un libro de Simon Frith, sociólogo, crítico de rock, que ha escrito mucho sobre el asunto, y algo aportó a estructurar… mi confusión, jeje. A lo mejor ya lo leíste. En ese libro, La otra historia del rock. Aspectos clave del desarrollo de la música popular: desde las nuevas tecnologías hasta la política y la globalización, que fue editado en 2006 y que encontré en una librería del Centro, Frith ensaya una caracterización de la música pop. Reconoce que es un concepto huidizo: puede diferenciarse de otras clases o géneros musicales ‒desde los cultos a los populares‒, pero, a la vez, puede englobar a casi todos los estilos existentes; filia músicas generalmente consideradas accesibles al público general, no dirigida a las minorías ni dependiente de la adquisición previa de unos conocimientos

especializados. Dice también que es música producida para el consumo, para ser rentable; es, en otras palabras, un producto de la industria, algo inimaginable en un marco socioeconómico distinto al capitalismo. Asociado con esto, otros autores que encontré en la enciclopedia del doctor Google hablaban también de la división del trabajo: cada rol ‒el del productor, técnicos, instrumentistas, cantantes, compositores, entre otros‒ está bien especificado y hacen máquina con el funcionamiento industrial del negocio pop. Es, también, música que no tiene un lugar de origen determinado ni define un gusto particular ‒algo que, me parece, reclama una discusión más detenida‒, y quizás la excepción serían aquellas producciones musicales dirigidas al público adolescente. Está interesante todo eso y hay otras ideas más. La cuestión es que muchas de las ideas de este buen hombre, Frith, funcionan bastante bien para entender lo que pasa en el mundo anglosajón. Lo que sucede aquí está a bastantes kilómetros de distancia. Los proyectos que estuve investigando ‒El Astillero, Mateo Moreno, Socio, Martín Rivero; les sumé los discos de Bajofondo, los trabajos de Campo‒ responden a dinámicas bien distintas. El éxito, los hits, en algunos casos están, en otros, quizás porque las emisoras de radio no les prestan mucha atención, las canciones quedan como buenas creaciones, pero cubiertas por un manto de desconocimiento para ‘la-masa-queconsume-pop’. Los más oportunistas, claro, corren con otra suerte. Y por ahí tenés a Campo y su Tambor del cosmos. Un curioso caso de apropiación y reapropiación de ‘músicas en 47

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Dani Umpi.

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alta rotación mediática’, como el reguetón, que convergen en un trabajo de producción con mucho oficio… y que quedan en eso de que podrían ser canciones de cualquier lugar del planeta, de formas sencillas, que se te pegan al oído, como decís vos, que son, inequívocamente, un producto de la industria orientado a que te lo apropies sin problemas: no tenés que tener un doctorado en musicología ni en ingeniería para moverte con ellas. Otros, en cambio, van por rumbos más interesantes. Diego Presa, por ejemplo, que da en el clavo en materia poética y en su forma de evocar, me pareció, a Dino en muchas de sus baladas. Una cantera interesante de buenas canciones. O Franny Glass, que suena más ‘indie’, ¿no? También escuché a Phoro, el proyecto de Patricia Horovitz… que también me pareció más alternativo que arrimado a una tendencia más ‘pop y hitera’ (¿viste?, ya se me pegó algo de la jerga de los críticos; decime vos si eso es bueno). Gracias por tu paciencia, Bruno. Cuando puedas, respondeme (si es antes de mañana al mediodía, mejor). Abrazo”. Pasó media hora, o quizás menos, desde que Suárez envió el vehemente correo cuando vibró su celular. Era Gepé. –¡Suárez! ‒el buen ánimo de Gepé parecía a prueba de balas incluso a esa hora de la madrugada. –¡Bruno! ¿Todavía despierto a estas horas? –Trabajando, estimado. A estas horas, con el silencio, la luz concentrada, funciono mejor. Leí tu correo. Ya veo que tenés la nota… –¿Te parece? Son solo apuntes ansiosos. Hoy, después del mediodía, tengo que entregar. No creo que llegue. –Llegarás, vas a ver. Lo que escribiste coincide con lo que pienso, con lo que vengo masticando desde hace años. –¿Sí? –Es así, Suárez. El pop es impensable fuera del mercado y de la industria, pero eso no significa que no existan realizaciones que apuesten a la calidad. Al marco capitalista también le sirven las músicas que se desmarquen de los clichés, del producto elaborado como si la gente fuera idiota o submusical. Aunque esos otros productos, pensados para invadir y saturar el mercado con banalidades, con letras telenovelescas, con músicas cuadradas, marquen el pulso, las otras músicas (muchas de las que mencionaste en el correo) le juegan la pulseada a lo hegemónico y, con sus propias armas, construyen otros lenguajes. –Pienso lo mismo ahora. Esos lenguajes, por otro lado, también tienen referencias locales. No todos son productos que podrían funcionar en cualquier otro país, aunque se hayan producido con cabeza de industria, con sonidos, instrumentaciones, formas de cantar, del estándar pop. No son músicas a lo Monk, jeje. Pero funcionan, incluso para banda de sonido de telenovela ‒hacía horas que Suárez, que por primera vez había salido del horizonte bebopero, tenía ganas de decir algo así, algo que lo conectara con la cultura popular. –Bien ahí. –El tema, Bruno, es que a nadie se le ha ocurrido encarar el fenómeno de forma crítica, en serio, con un buen marco conceptual. Por ejemplo, se me ocurre ahora, el

pop funciona más como una actitud, como una actitud contenida por una tendencia que se cuela en distintos lenguajes musicales dejando marcas que orientan la interpretación, más que como un género hiperestructurado. ¿No te parece? Por ahí encontrás canciones de Jaime Roos con esas marcas, aunque, como vos me dijiste, estas se arrimen más a la frontera rockera del pop. –Bueno, te pusiste semiótico. ¿Tomaste algo? –Sólo café, jeje ‒a esa altura Suárez llevaba demasiados tazones de café; la sobredosis de cafeína que espanta el sueño… para siempre. –¿Qué más se te ocurrió? –Mi problema, Bruno, es que el pop, por más livianito y plástico que suene… como las versiones uruguayas del k-pop, que superan en plastificación a la mismísima Natalia Oreiro o a Lucas Sugo… perdón por la digresión… –Jajajaja, mirá que resultaste cruel… te metiste con la buena de Natalia. –¡Perdón! Se me fue la mano… pero, te decía, por más livianitos que sean los fenómenos que se generan en torno al pop, son por demás complejos, sobre todo por esa intensa conexión entre los condicionamientos de la industria y los lenguajes creativos, lo que genera unas tensiones muy interesantes. Y, debo confesarte, me asombra y me alegra que la oreja uruguaya, tan pacata y conservadora, se permita explorar estos caminos. –Es verdad, Suárez. Lo que pasa, no te olvides, es que por acá tenemos problemas para lidiar con las cuestiones musicales… y también cuesta entender que los relatos siguen los caminos de ciertos pensamientos hegemónicos. –¿Te parece? Las conversaciones con Gepé se convirtieron en fuente de inspiración para Suárez, aunque a él esa palabra siempre le resultara molesta. Dos horas después de esta última llamada, ya casi al amanecer, había quedado con demasiada energía como para quedarse sentado frente a la computadora. Al mismo tiempo, era consciente de que, con esa energía, con esas ideas, no iba a llegar a completar un artículo en el plazo fijado por su editor. Con todo eso dando vueltas en su cabeza, Suárez decidió salir a caminar. El fresco de la rambla, pensó, lo iba a despejar. Aunque invisibilizado por algunos discursos, el músculo resistente del pop podía confabularse con los primeros vientos de la mañana y darle coraje para avisarle al editor que el artículo le llegaría, y confirmando su idea inicial, pero más tarde y con algunas discusiones no tan veraniegas ni de “color”. D * Este artículo fue concebido como una suerte de homenaje a un histórico artículo de Elvio Gandolfo (periodista y escritor argentino, que tiene una íntima y prolífica relación con Uruguay), titulado ‘El caso Benedetti’, publicado hace ya muchos años por la revista El Malpensante, y del que se toman algunos elementos para su estructura y para construir el personaje de Suárez. Ese texto de Gandolfo se convirtió en referencia ineludible para las prácticas de escritura que han explorado las zonas de confluencias entre la literatura y el periodismo.

Alexander Laluz. Periodista. Musicólogo.

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‘Ningún lugar’ (detalle), instalación, 2013. Museo Nacional de Artes Visuales.

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CON RITA FISHER

Unravel

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Por

Fabricio Guaragna

Fotos: Eduardo Baldizán, Néstor Pereira (Gentileza del MNAV)

Yo creo que la pintura es el vínculo entre lo que uno ve, lo que uno siente e interpreta y lo que uno devuelve. No es solo lo que uno hace, sino lo que todos hacemos.

Rita Fischer

I

ngresar al taller de un artista es ingresar a los líquidos de su esencia, a su territorio de descubrimiento; es permitirnos explorar un acercamiento trascendental a la creación, donde el espacio y el tiempo juegan un rol clave. Nos ubicamos en un espacio ocupado, construido y en constante transmutación. Asimismo, estamos delimitados por un contexto, por un aquí y un ahora en fluctuación creativa. Todo esto nos brinda información y se entrelaza con el cuerpo del artista. Es un escenario peligroso, lleno de posibilidades, donde nos vamos a encontrar. Porque de eso se trata, de encontrar(se) con el artista, permitiendo que su universo se devele frente a nosotros. El taller de Rita Fischer es en la Ciudad Vieja, detrás del puerto de Montevideo, en una casa antigua de altos. Comparte el espacio con otros artistas y trabaja desde hace un par de años desarrollando propuestas que atraviesan diversas disciplinas artísticas, desde lo bidimensional hasta lo tridimensional. Después de recorrer brevemente el taller, decidimos subir hasta la azotea, un lugar cuyo límite es el cielo, donde la naturaleza se mezcla con la ciudad y que de inmediato me conectó con los recuerdos que he tenido desde hace varios años, del contacto con su obra; un contacto profundo, con un recuerdo inmerso entre la naturaleza y la no-naturaleza. En ese entorno comenzamos a conversar con la artista, poniendo como pauta la ausencia de la temporalidad. Nos propusimos hablar sobre su obra sin pensar en la cronología que nos estructura un tiempo; acordamos hablar en un no-tiempo, sin negarlo pero con la posibilidad de maniobrarlo.

Los límites y una madeja En junio de 2019, en el Museo de la Universidad Nacional Tres de Febrero (Muntref) Centro de Arte y Naturaleza, en el marco de la Bienal Sur, Rita realizó el proyecto Bajo el tilo, en una residencia en la que investigó el entorno inmediato del museo. “Todo lo que hago es pintura. Para mí lo bidimensional y tridimensional es pintura, porque tiene un sentido pictórico. Las instalaciones que yo realizo, a veces las entiendo como pinturas expandidas. Siento que a veces puedo verlas como un metalenguaje para hablar de la pintura”, explica Fischer. Esta herramienta la acompañó durante toda su vida, propiciando su raíz conceptual. La artista cuenta sobre sus inicios: “En Young, estudié en la Casa de la Cultura con 14 años. Al tiempo me vine D

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sola a Montevideo. Entré a la Facultad de Derecho (por mi padre), y falté tanto que en un mes tuve todas las inasistencias que podía tener. En ese contexto, con 17 años, me anoté para dar la prueba de ingreso en la carrera de Diseño, en la que seleccionaban solo a 30 personas. Llegué muy temprano, con muchos nervios y unos lápices. Ingresé a la carrera y me recibí, estudiando en paralelo en el taller de Clever Lara y en la Escuela Nacional de Bellas Artes con el Tola Invernizzi. Con Clever estudiaba y observaba, con el Tola pintaba mucho”. Ese desarrollo paralelo y profundo la nutrió de infinitos elementos para tener presentes en el devenir de sus procesos creativos; los intersticios, las líneas indefinidas y los espacios inconclusos fueron los empujones necesarios para ir más allá en su carrera. “Para mí la pintura es como una forma de pensar en el vínculo con los otros. Dialogo siempre con las cosas que me rodean. En la obra del Muntref observaba objetos que me decían algo: un color me hablaba de la tierra, que conectaba al cielo, al piso roto de la sala, de la textura de las paredes. El resultado de este experimento fue una especie de vegetal que parecía un poco animal...”. Las ambigüedades, entendiéndolas como referencias a posibles sentidos, son connotaciones vibrantes en la obra de Fischer. Sus planteos nos abren incógnitas y nunca se cierran a lo certero. Logra en su intenso trabajo construir situaciones que se van escribiendo sobre un palimpsesto que nunca se borra: “En mis creaciones siempre hay capas, y siempre hay algo atrás. Cuando mirás, intentás buscar algo familiar y no sabés qué es. En el proceso de construirlo me acerco a una situación que nunca se llega a develar. Cuanto más me acerco, siguen apareciendo más cosas… En 2005 hice una muestra que se llamaba Horizonte, inspirada en un texto de Eduardo Galeano. Hablaba de un hombre que decía que la utopía está en el horizonte, camina dos pasos y avanza dos pasos más, entonces, ¿para qué sirve la utopía si nunca la puedes alcanzar? Lo que se responde es que justamente sirve para eso, para avanzar, para ir hacia adelante y seguir buscando”. En esta exposición, la iconografía se ubicaba en referencias simples y concretas: paisajes, lugares, trozos de madera, cuerdas, telas, pintura. Pero lo que se ponía en cuestión justamente era el límite de esas cosas, su relación y posibilidades, el cuerpo y la deconstrucción de las cosas como un horizonte inalcanzable.


Foto: Luis E. Sosa.

Errante, instalaciรณn, 2014. Segunda Bienal de Montevideo.

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Vislumbrar extático, 2019.

El conjunto de obras nos llevaba a caminar hacia más preguntas a medida que ingresamos en su abismo: “Yo mareo a propósito, mezclo muchas cosas, y me gusta mucho que la obra parezca atemporal (por eso las múltiples capas), me importa que tenga muchas maneras de leerse. Me interesa construir una especie de madeja, de tejido que voy enredando en mi hacer, y en ese hilo voy metiendo datos: los azulejos de un baño que encontré en la vereda, la caña que cortaron del jardín botánico, un espantapájaros, un látigo, como en la exposición Bajo el tilo”. El juego con el público es una parte fundamental de la obra de la artista, ya que es de primer orden conectar y amplificar las relaciones, desordenar las cartas de ese juego que nunca es un solitario. Motivar sentimientos a través de lo que llega como información visual al espectador y se transforma en sensación y emoción. “La mirada está banalizada, se ha vuelto todo muy banal”, refiere, y es ahí donde logra interceptarnos, al ubicar las cosas sobre parámetros líquidos.

Apuntes sobre ningún lugar La obra de Fischer es un “disparador de pensamientos”; como ella la define, es un recorrido que propone interpelar el tiempo y la mirada, desatando situaciones y paisajes cuestionadores. “En 2013 hice una instalación que se llamó Ningún lugar, en el Museo Nacional de Artes Visuales, y justamente la propuesta era dejar las cosas en un punto D

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de confusión: no sé qué es lo que existe ahí. Plasmé un paisaje sin horizonte, donde las cosas obligaban a perder la idea de tiempo, si crece o no crece”, explicó. Este corolario que nos genera dudas nos hace perder las coordenadas y nos brinda una libertad sensorial. La libertad, los límites, lo (a)temporal, el sabor de la seducción; todos estos conceptos atravesados por un horizonte desarticulado se disparan al observar cada parte de sus obras, de sus composiciones interminables, ordenadas en su propio caos. “Me gusta trabajar en los puntos medios porque el punto medio es el de las posibilidades”. Ella considera que su obra intima con la ambigüedad, entendiendo esto como la intención de poder ser cualquier cosa. Obras sobre la pared que parecen pinturas, pero son capas de elementos inorgánicos que a su vez simulan una organicidad, elementos en el espacio que nos recuerdan a algo que seguro no es. “El nombre de la exposición, Ningún lugar, es la etimología de la palabra utopía, aunque a mí me interesa hablar más de las posibilidades. Ese lugar existe, pero es ninguno, no es un no lugar, es un lugar que no sabés dónde está. ¿Dónde se encuentra el ninguno? Mi obra toca la utopía como toca la naturaleza, el paisaje, la vida, el tiempo, la pintura. En esa mezcla, se produce un algo con infinitas posibilidades”. En ese espacio existen cosas, formas, dioramas efervescentes, donde una de sus posibilidades es estar vivos. Le preguntamos cómo, en su obra, es la vida de las cosas sin vida: “Cuando me pongo en cuestión la búsqueda de la vida de un objeto inanimado (una búsqueda fetichista


NingĂşn lugar, instalaciĂłn, 2013. Museo Nacional de Artes Visuales.

Muestra Horizonte, 2013.

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de animar), entiendo que lo que le da la vida a esa cosa es mi propia percepción. Mientras ese objeto es observado durante tanto tiempo, comienza a cargarse de sentido, se llena de algo”. Esta reflexión nos ayuda a entender la capacidad de transformarse en espejos que tienen las cosas que nos rodean, acercándose a las búsquedas universales de muchos artistas: tratar de encontrarle el sentido a todo. “La inquietud por encontrarle sentido a las cosas potenció mi trabajo, me moviliza”, explica. Esta gran instalación también nos abre un camino imaginario, lleno de tensiones: “Me interesa poner en juego la oscuridad de las tensiones, lo turbio de la dificultad de la toma de decisiones”. Es posible entender que la tensión es un lugar móvil inmerso en las posibilidades, de aquí que la artista usa este planteo para construir y componer. No hay fuerzas que se dirigen en direcciones opuestas; hay vectores que, en sus cruces, en sus choques de sinestesia, propagan preguntas como aros de ondas sobre un río, que justamente no quiere ser un río.

La seducción de las simples cosas La posibilidad de observar a la artista trabajar in situ (una hermosa posibilidad que tuve en su estadía en el

De la serie Ningun lugar, técnica mixta, 2013. D

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Museo Nacional de Artes Visuales) nos brinda un abanico más amplio de lecturas y referencias, que se profundiza y da pie para conectar su labor con su historia; más específicamente con su niñez y con la mía propia. Verla atar alambres, armar y desarmar, generar una geografía que replicaba los fondos de las casas de mis abuelas, el desorden de lo olvidado, una madeja de hilos solitarios y cálidos, el juego en tensión: “A veces lo lúdico en relación a mi niñez tiene que ver con dejar que las cosas sucedan solas, mirándolas con asombro. Ser espectadora de la naturaleza de esos rastros y de las capas constantes”, revela. Fischer conecta el acto pictórico con la sorpresa, al referirnos a su reminiscencia de la niñez nos propone ir hacia la sorpresa como uno de esos lugares utópicos, y es un acto que puede conectar con la sensibilidad del otro: “Yo concuerdo con el planteo de que el pintor es el primer espectador de su obra, y en ese devenir, sorprenderse es importante, porque es algo que puedo compartir incluyendo al otro. Las emociones no dicen ‘yo’, dicen ‘todos’. La sorpresa es un motor, es un captor de novedades, y la novedad es una posibilidad”. La artista nos propone una forma de atraernos a su trabajo a través de la seducción, de “contemplar los límites de la belleza”, sin especificar qué es lo bello, dado que


es una postura totalmente subjetiva, alejada del arte. Las intrincadas instalaciones, las imágenes que construye en su repertorio y las situaciones plásticas (todas transversalizadas por la pintura) problematizan “situaciones de pérdida y alienación”, dice Fischer, “la belleza tiene múltiples caras, como decía Baudelaire De Satan ou de Dieu, qu’importe?”. Esta asociación entre la seducción y su obra, estos intersticios amorfos y pulsantes nos acercan de alguna manera a la erótica, desvinculada de lo sexual, latente en el desear. La erótica del objeto marginal, la erótica de la naturaleza y, por qué no, el cuerpo en acción como erótica del devenir, entrecruzada con la erótica de la sorpresa: “A lo que vos le llamás erótica yo le digo pintura”, afirma.

Unravel El cuerpo es una herramienta y es también un vehículo, el cuerpo del público presente y el del artista ausente, en un tiempo y espacio único que contempla la obra: “El cuerpo está siempre. Yo tengo un cuerpo, un cuerpo que pinta y se relaciona con el hacer y la imagen. En las instalaciones, el cuerpo está adentro, está en relación directa con la obra y el espacio, está inmerso literalmente en el trabajo. En la pintura la inmersión es en el plano”. El cuerpo es un nexo indisoluble con la naturaleza, elemento clave en toda la obra de Fischer. Aquí, un testimonio de esa hermandad en su proceso creativo: “Durante mi infancia en Young, tuve un contacto importante con la naturaleza. A los cinco años, en mi casa tuvimos un gato montés, se llamaba Yenca. Yo sabía que era salvaje y mis padres me vigilaban para que no estuviera nunca sola con él. Lo amaba... En medio del montaje de la exposición de Ningún lugar, el montajista que me ayudaba me dice: ‘Tené cuidado que acá te puede salir un gato montés’. Y recordé al gato, mi casa, mi infancia, el halcón de mi hermano, los patos, las serpientes, los nísperos, las moras, los fondos de las casas, la soledad. Esa instalación tenía un aroma a baldío de casa antigua, y no me había dado cuenta de que también tenía un gato montés... Mi infancia marcó la dialéctica de mi obra. Recuerdo que mi abuela me contó que existía una flor con una virgencita rezando adentro, claramente yo fui a mirar esa flor y cuando me acerqué y la vi no podía creerlo, fue alucinante. Mis obras tienen eso de mirar y mirar dentro o en otro lado y conectar con historias”. En este breve relato encontramos una sensibilidad particular, una personalidad vibrante y aventurera, que marca con presencia y fuerza un camino de honestidad. Un cuerpo que se deja sorprender y actúa en vínculo con la contemporaneidad, lúcida y reflexiva, tenaz constructora de preguntas. Los complejos y a su vez claros procesos que la artista propone, cual madeja de hilo, tensan nuestra vivencia y la desarman. En ese intento por completar lo que no sabemos bien qué es, al ubicarnos en el medio simbólico de nuestras certezas, Fischer nos ayuda a aceptar nuestras propias madejas, nuestros hilos disidentes y desprolijos, habitando las posibilidades como fugas que nos permiten describir trayectorias que van del ícono más concreto al fluido más impredecible. Nos enreda y deshilacha, une con sus fibras el pasado y el

Novus, instalación, 2018.

Sin título, acuarela y tinta sobre papel, 2011-2013.

presente, develando por momentos rincones impensados de nuestra memoria. Sin idiomas específicos, con lenguajes emocionales, abre esperanzas en este mundo desamparado. While you are away, my heart comes undone Slowly unravels in a ball of yarn The devil collects it with a grin Our love in a ball of yarn He’ll never return it So when you come back, we’ll have to make new love… ‘Unravel’, canción de Björk.

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Fabricio Guaragna. Artista visual y performer. Integrante de la Fundación de Arte Contemporáneo (FAC).

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Vista desde Iglesia San Olaf. D

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NOTAS SOBRE ESTONIA

Fuga en clave bรกltica 59

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Por

Pablo Trochon

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n un mar que conecta un racimo de capitales, y que el viajero avezado ha de navegar alguna vez, he aquí una crónica lejana que busca el acercamiento a una de ellas. Un concierto arquitectónico y una maravilla testimonial de la cotidianidad del Medioevo en pleno siglo XXI. Mientras la tenue llovizna se convierte en diluvio en Toompea –la parte alta de la ciudadela–, me guarezco bajo un arco de piedra erigido en el siglo XIII que vaya uno a saber las miles de historias que ha de tener impresas. ¿De cuántas otras lluvias habrá guarecido, bajo estos mismos cantos, a seres centenarios que han de haberse hecho la misma pregunta mientras los miembros de la Hermandad de los Cabezas Negras –estos comerciantes jóvenes y solteros que rendían culto al santo africano Mauricio– correteaban por allí/aquí? Este tipo de disquisiciones siempre me asaltan en estos lugares cargados de historia; difícil de concebir para quienes venimos desde países tan jóvenes, o mejor dicho desde países en los que se conserva tan poco de épocas tan remotas. Algo parecido me pasó, en un arrebato de autocontemplación, sentado tomando unos vinos en una escalinata medieval de Venecia (ciudad con la que Tallin mantiene una relación de hermandad, de las que nunca sabré cómo se originan) como si fuera el más simple cordón de vereda montevideano o cordobés. Maravillas del viaje, de los mundos que habitamos…

Adagio en azul, negro y blanco El ronroneo de la interesante experiencia chelística de Apocalyptica, las muchas diéresis, vocales dobles y profusión de k, los raros peinados nuevos, una cantidad de pibes borrachos con gorros de capitán y los sosos diseños arquitectónicos vanguardistas entre los que se revuelve Helsinki aún resuenan en esta mochila. La capital finesa está aún buscando su identidad y por eso prefiero quedarme con la tarta que doña Fredrika creó a base de almendras, mermelada de frambuesas, azúcar y ron, y que hoy lleva el apellido de su marido (qué raro), el poeta nacional de obra perfectamente olvidable Johan Ludvig Runeberg, y que puede disfrutarse todo el año por las entrañables callecitas de Porvoo. Cruzo aguas bálticas durante tres horas y media, en un crucero grandísimo de doce pisos tapado de viejos. Los últimos adioses son de algunas antiguas chimeneas industriales de ladrillo, unas preciosas playitas con coloriD

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dos cambiadores de madera y unos islotitos con cristianos tomando sol sobre las rocas. Ya desde la cubierta se alcanza a intuir lo que será el encantamiento de mañana: varios torreones, cúpulas, murallas, siluetas que agradan inmediatamente. La modernidad del puerto no opaca la maravilla que se asoma por detrás. La fisonomía cambia rápidamente; no hay tanto verde, y los vestigios de una interesante arquitectura soviética venida a menos son evidentes. De camino a la ciudad, desde el puerto, grandes factorías convertidas en centros culturales, chimeneas que hoy rezuman otras inquietudes. Ondean los pabellones nacionales. Tomo el bus a casa de Ants, mi anfitrión de Couchsurfing, que está a unos diez kilómetros del centro, en el bosque, en una zona residencial de casas muy lindas, rodeada de altos árboles y mucha calma. Entre el humo de pucho y los mosquitos, me recibe con cervezas y Gijoe en un plasma enorme. Cumplo mis minutos de huésped agradecido y paso a refugiarme en mi cuarto, un altillo en una casa de madera que no solo cruje, sino que se mueve con cada paso: el hazmerreír de sus antepasados arquitectónicos que aún se mantienen incólumes a poco de aquí.

Gesta en sol sostenido Hace mucho calor. Se asoman como centinelas estoicos decenas de chapiteles, con uno o dos miradores y remates en aguja con figurillas en la punta, indescifrables a los ojos del transeúnte. Tallin –el centro histórico más grande del mundo según la Unesco– es increíblemente linda por ser, además, una de las urbes de origen medieval mejor conservadas, junto con la belga Brujas y la croata Dubrovnik. Es la capital de Estonia, un país subyugado por períodos al imperio ruso, a los nazis y a la Unión Soviética, que posee más de dos mil islas, que aún es marginado del grupo de países nórdicos pese a sus claros encuentros históricos y culturales, que está habitado desde hace trece mil años y que hoy es el país más ateo de Europa. Extasiado, recorro el casco antiguo de una de las más bellas ciudades del viejo continente –epíteto obtuso si los hay–. Se suceden por entre el trazado adoquinado y serpenteante de Vanalinn (la ciudad vieja) torres, tejados ondeantes, desagües metálicos con detalles decorativos, farolas y faroles de destaque, balconcitos abiertos y cerra-


Vista de la muralla.

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Catedral ortodoxa.

dos, austeros enrejados, postigos, portaestandartes y, por entre ellos, nosotros, simples mortales. Callejuelas de ensueño que se vienen unas sobre otras, creando un entramado urbano cautivante, un remolino nutrido por el legado sedimentado de los siglos. Que se quiebran, que pasan bajo pequeños túneles a través de las casas y reaparecen igual de simpáticas, con cafecitos que invitan a detenerse a observar el pastel que se crea entre el revoque caído, las capas de pintura de diferentes colores expuestas aleatoriamente por el paso del tiempo y la herrumbre en los techos y ornatos metálicos. Se conservan veintiséis de las originales cuarenta y seis torres terminadas en chapiteles –una de las marcas arquitectónicas de la Edad Media, ya fuera con finalidades bélicas o religiosas– que se desparramaban alrededor del muro perimetral. De sus seis puertas acompañadas por voluminosos torreones, una, en el sur, ha llegado a recibir los golpes de las olas, así como cañonazos que han dejado huellas aún visibles. La plaza central, antiguo mercado donde se encuentra el Ayuntamiento, con una imponente torre y pintorescos desagües con cara de dragón coronado, es una explanada rodeada de casas y restaurantes sin que medie calle alguna. D

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Pululan edificios de tres o cuatro pisos y cuatro o cinco chimeneas del siglo XV, muchos pertenecientes a antiguos comerciantes y que exhiben aún unas aparatosas roldanas en sus fachadas, usadas para cargar los sacos y almacenarlos en los diferentes pisos. Con piñón escalonado, cubiertas de ornatos, maceteros con lavandas furiosas y, de vez en cuando, antiguos escudos en madera, de familias de antaño, invitan al detenimiento. El gótico que se asoma en las naves de las iglesias, en los vitrales de algunas casas, se funde en tabernas subterráneas que aún funcionan a la luz de las velas y mantienen un mobiliario hecho a base de viejos barriles de vino. Por allí, orgullosos, no pasan desapercibidos la Raeapteek, la farmacia activa más vieja del mundo, cercana a cumplir sus primeros seiscientos años, y la Iglesia del Espíritu Santo Püha Vaimu Kirik (del siglo XIV), con un encantador reloj astronómico en su fachada. Subo a la torre de la iglesia San Olaf, del siglo XII. Este ícono urbano, construido bajo la égida noruega, culminado por un hombre poseído por el demonio, según el mito, y centro de inteligencia del KGB durante la ocupación, ofrece una vista fantástica de la ciudad con un cielo nublado subyugante. Desde aquí las calzadas se antojan canales,


Detalle del Ayuntamiento.

cuyos meandros se hayan tapizados de tejados de múltiples cumbreras con lamparones que crean los asimétricos patios internos, y a lo lejos las cúpulas de la alta ciudad vieja pertrechada tras su muralla, tomada por partes por la arboleda y los paraísos. Más allá, tras la foresta y al lado del puerto, un puñado de modernas casas coloridas.

Arrabbiata molto sensoriale Después de pedir, sin éxito, información en la Oficina de Turismo sobre lugares que ellos mismos recomiendan, paro famélico en el restaurante Le Chapeau a almorzar una delicia: pato con papas, albahaca y salsa agridulce, con un chop grande. Ya en la parte alta, visito el Parlamento, situado en el castillo, la catedral ortodoxa, que data en realidad del siglo XIX, y la iglesia Toomkirik, del temprano siglo XIII, que alberga unos cuantos ilustres sarcófagos. Es en la Toompea donde explota la lluvia y me guarezco bajo esta gentil arcada… Luego vendrá un paseo subyugante por los túneles del bastión, creados durante el dominio sueco, pero que tuvieron su mayor protagonismo durante la Segunda Guerra Mundial como refugio antiaéreo. Por cierto, fueron los soviéticos quie-

nes luego instalaron tendido eléctrico, ventilación y teléfono. Y así se pasan las horas. En un muro reza “The Century is yours” (El siglo es tuyo) y uno agradece para adentro, aunque prefiera, ya que está, alguno más primitivo. Dos por tres, emergen de las paredes los cuerpos frenéticos de artistas como Voldemar Panso y Gustav Ernesaks. También se anuncia, en un parco frente, que Fiódor Dostoievski habría vivido allí mismo alrededor de 1840. Incluso hay lugar para un paste up que podría ser del brillante y misterioso al mismo tiempo Banksy, el memorial Maarjamäe, dedicado a las víctimas del terror instaurado por el comunismo (un quinto de la población total de la época), algunos esténciles de Darth Vader y una inscripción con la fórmula de la teoría de la relatividad junto a un monstruo de trazos infantiles. Acabo el día habiendo recorrido, con una obsesión motivada por el embeleso, exhaustivamente todo el damero en una y otra dirección. Cada cuadra es una obra de arte, realmente: los frentes coloridos, las encantadoras ventanitas de los altillos y de los sótanos, los detalles, los guiños. A estas horas de la tarde ya está fresco; sin embargo, la mitad de la gente luce prendas de verano. Tengo la fortuna de haber arribado durante la Tallinna Vanalinna Päevad, una celebración que ocurre en junio y consis63

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Parque Nacional Lahemaa.

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te en remontarse a sus tiempos caballerescos durante cuatro días y por medio de diversas propuestas culturales y gastronómicas, entre las que brillan el jabalí, el alce, el queso de enebro, el chancho con gelatina y otras delicias locales. Por ello es también la profusión de vestimentas típicas, juglares, armaduras rimbombantes y otros menesteres. Asisto a la actuación de un coro de niñas muy dulce, con una coreografía de manos que desmerece ampliamente la performance, y de una orquesta militar para alternar. El público se compone mayormente de veteranos de tiradores y veteranas de enagua. Al llegar a la casa de Ants, luego de un periplo en ómnibus, mi anfitrión me ofrece hacer un asado ante mi completa felicidad; felicidad que durará poco y se transformará en angustia rioplatense al ver que se trata de un cerdo marinado enlatado que pone en una especie de brasero y al que, ante mis denodados intentos por aconsejarlo, cocina por ¡diez minutos! Sale medio crudeli, claramente; lo sirve acompañado con verduras salteadas con hongos, pero debo reconocer que está exquisito. Una buena charla con él y su novia, a la vera de medio litro de whisky distribuido groseramente en apenas tres vasos, es interrumpida cuando decreta ver la tele. Me invita con un licor casero que me recuerda a uno de cerezas que hacía mi tío en Córdoba, y fumamos.

Pizzicato por la natura Temprano en la ciudad vieja, desayuno capuchino, jugo de manzana y pan negro con queso, huevos y verduras. Los de la Oficina de Turismo tampoco saben dónde está la gente del tour que ellos recomiendan y que tiene un stand enfrente. Después de unas vueltas, los encuentro y me sumo a cuatro viejos con rumbo al Parque Nacional Lahemaa. Esta Tierra de bahías, que es muy grande en superficie, en ecosistemas y en biodiversidad, está repleta de hileras de pinos y es el primer parque nacional acuñado bajo el hashtag #UnionSovietica, lo cual dudo que sea un honor. Dentro de todo lo que hay para ver, visitamos una cascada, una antigua base militar soviética de submarinos invadida por los grafitis, un par de playas entre las cuales se ve algún antiguo polvorín subterráneo, una villa de pescadores y una casa-museo-restaurante cuidadosamente decorada con botellas de colores y muebles de época, donde comemos salmón a las brasas con papas, mayonesa con verduras y té con tarta, ¡todo muy rico y por solo ocho euros! Luego viene el relato aburridísimo de la moza guía sobre los hitos de su familia, por lo que me escapo a recorrer la orilla del lago, donde hay una canoa muy rústica hundida, llena de piedras. Me subo a una perimida torre de observación soviética y me evado a través de los ojos. A continuación, vamos a otra playa con antiguas casas de madera, la residencia señorial del alcalde, una garza con su nido en un puesto de alta tensión y, cuando ya creo que todo esto es un timo, terminamos con una amena caminata por el parque, sobre tablones para proteger la húmeda turba, como es habitual, cubierta de florecillas radiantes de nutrientes. Pasamos por un lago de agua casi roja donde nadan algunos niños.

Detalle de una antigua base militar soviética.

Volvemos a Tallin después de casi diez horas de recorrido. En el monumento Eesti Vabadussoda, que conmemora la campaña independentista, tras la Primera Guerra Mundial, contra la flamante nueva investidura del imperio ruso, una formación militar hace sus cabriolas alrededor de la gran cruz. Visito algunos lugares más, que habían quedado en el tintero, y me prosterno nuevamente ante Le Chapeau: esta vez, conejo a la Normandia style con una salsa de mostaza, papas y albahaca, y otra helada y dulce de morrones. Paso una última vez mis dedos por los rostros sempiternos de la muralla de piedras y ladrillos coronada, por partes, por una pasarela para guardianes que ya no están. Son las once de la noche y aún hay luz solar. Un hermoso concierto de música barroca se sucede en la plaza central.

Coda A medianoche tomo el bus que va a Sankt-Peterburg y luego tengo una situación con la parca agente de migraciones, que se niega a creer que los uruguayos no necesitemos visa cuando el resto de los europeos sí. Me pregunta por qué; le digo que le pregunte a Putin. Finalmente obtendré el sello ruso, y con ello vendrá el edificio pestilente donde me alojaré y en el que habrá que subir y bajar corriendo, aguantando la respiración, las cinco horas del museo Hermitage y el cerdo con verduras en un restaurante súper fino pero económico a la vez, con mozos de guantes blancos, dos cubiertos, servicio permanente, pianista en vivo, y en el que se puede fumar. Vendrán las estrictas normas y sus agentes atentos para hacerlas cumplir (como no dejarte cruzar a mitad de cuadra ni entrar por la puerta de salida a las estaciones –incluso cuando ya estás adentro–), la tosquedad, los uniformes caricaturescos herencia del sóviet, cuya simbología todavía se exhibe por doquier y se legitima en el merchandising de souvenirs. But no matters, road is life. D Pablo Trochon. Viajero, escritor, tallerista, gestor cultural, profesor de literatura y de español para extranjeros.

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El Palacio Salvo: un abuelo casi centenario

Es único por su estilo, dimensión y peripecia. Sin embargo, muy cerca, en Buenos Aires, se alza un hermano menor en tamaño, aunque mayor en edad: el Palacio Barolo de Avenida de Mayo, con una torre parecida, aunque más chica. Ambos edificios son obra del mismo arquitecto, el italiano Mario Palanti. 67

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Por

Alejandro Michelena

Fotos: Celeste Carnevale.

Arq. Mario Palanti.

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l edificio montevideano fue encargado por los hermanos Lorenzo, José y Ángel Salvo. Fue el homenaje a la ciudad de estos acaudalados hijos de inmigrantes itálicos. Para construirlo fue necesario demoler un recinto que –a comienzos de los años veinte– era ya legendario: la vieja confitería La Giralda, donde se estrenó ‘La cumparsita’, de Gerardo Matos Rodríguez. Para imprimirle más solemnidad al emprendimiento, se llevó a cabo un concurso de proyectos arquitectónicos, y el contratado fue Mario Palanti. Las obras se extendieron entre 1923 y 1928, cuando quedó oficialmente inaugurado. Se utilizaron mármoles y granitos nacionales y alemanes, así como roble floreado de Eslovenia en toda la carpintería. Su estructura es de hormigón armado, detalle que le iba a otorgar –durante pocos años– el cetro de edificio más alto del mundo basado en ese material (los rascacielos de Nueva York y de Chicago se hacían con armazón de hierro).

El resultado es una mole que oscila, en lo estilístico, entre las referencias renacentistas y las reminiscencias góticas, con algunos toques neoclásicos. Tiene 37.000 metros cuadrados, con un cuerpo central de diez pisos y en un costado la torre, que sobresale quince pisos más. A la altura del piso diecisiete, Palanti colocó cuatro torretas semicirculares que le dan un aire de castillo de cómic modernista. A esa altura comienza la propia torre central a redondear su culminante bóveda. Al igual que los parisienses con la Torre Eiffel, los montevideanos nunca tuvieron un acuerdo unánime en relación con la obra de Palanti. Muchos asintieron cuando el escritor Mario Benedetti lo consideró feo en uno de sus poemas y en boca de uno de sus personajes novelísticos, y otros aprobaron que desde una revista juvenil de los setenta se lo tildara de “lunar montevideano”. En el ámbito de los arquitectos se recordó siempre que el gran maestro de la arquitectura moderna, el francés Le Corbusier, lo bautizó en 1930 como “enano con galera”, recomendando su demolición como forma de contribuir a la estética de la ciudad.

Un pasado de gloria La idea original era establecer allí un hotel de lujo, al estilo de los mejores de Europa. Sin embargo, el emprendimiento quedó desde el comienzo a medias, dedicándose a hotel apenas algunos pisos y el resto alquilándose como apartamentos. Hoy son 350, y de muy variada índole. Están los monoambientes, con su baño y pequeño espacio para la cocina –concebidos como habitaciones en suite–, que según el piso tienen formas y tamaños diferentes. Pero en la torre los hay con varias habitaciones y hasta cierto lujo, con una vista privilegiada de la bahía y del cerro. En los pisos bajos abundan las oficinas de toda índole, y desde el entrepiso transmiten desde hace muchísimos años varias radioemisoras. En el subsuelo, donde ahora está el estacionamiento, hubo un teatro. Allí –según vagos testimonios que bordean la leyenda urbana‒ actuó, entre muchos otros artistas, la venus de ébano, Josephine Baker, a comienzos de los años treinta. En el primer piso, la imponente sala de baile fue testigo del movimiento –con los ritmos contrapuestos de “la jazz y la típica”– de gran parte de la juventud montevideana de los años treinta y cuarenta. En el décimo funcionó por mucho tiempo un restaurante panorámico. D

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El rascacielos latino De esa manera calificó al Palacio Barolo el arquitecto que lo construyó, el italiano Mario Palanti. Fue un encargo de Luis Barolo –inmigrante del mismo origen, que hizo fortuna como importador textil en Buenos Aires‒ y despliega sus formas cargadas de originalidad sobre Avenida de Mayo, a una cuadra de plaza Lorea. Luego de su inauguración, y por unos pocos años, fue la mole de cemento más alta del mundo; lo destronó un rascacielos con un gran parecido, obra del propio Palanti: el Palacio Salvo de Montevideo. Mucho se ha escrito sobre el Barolo, sus símbolos y la posible relación con la masonería y hermandades herméticas. Lo visible, lo palpable: la condición de monumento –sobre todo su majestuoso pasaje que va hasta Hipólito Yrigoyen‒, de homenaje y exaltación a la memoria de Dante Alighieri por medio de números y claves que remiten a la obra mayor del florentino. La leyenda urbana quiere que la intención de la dupla Palanti-Barolo fuera traer los restos del Dante para colocarlos bajo la bóveda que ocupa el centro del pasaje, una majestuosa galería en cuyas alturas se despliegan frases significativas de la Divina comedia. Mario Palanti, buen discípulo del maestro milanés Camillo Boito, procuró armonizar tecnología –el cemento armado, los ascensores, sofisticadas conexiones eléctricas, edificación en altura‒ con elementos estilísticos alusivos al Medioevo tardío, buscando un estilo personal que presentara una alternativa a la modernidad vanguardista. Su pasión dantesca era compartida por muchísimos otros compatriotas que habían venido a hacer la América al Río de la Plata, aunque fue el único que creó un monumento imponente en forma de edificio de oficinas, que celebrara su memoria y su gloria. Tanto el Palacio Barolo como el Salvo, las indiscutidas obras mayores de Palanti, son dos moles cargadas de símbolos misteriosos y sugestivos. En el Barolo, los ya aludidos; en el Salvo, menos claros… aunque seguramente, a criterio de algunos estudiosos de ciencias ocultas, de raigambre alquímica. D

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Pero la historia del Palacio Salvo pasa también por sus espacios privados. En el séptimo piso hubo un apartamento donde todos los lunes se reunía una tertulia de intelectuales. Desde 1935 hasta avanzados los años cuarenta, allí se pudo ver entrar habitualmente al narrador Francisco Paco Espínola y su esposa, Dora Baruch, al crítico Alberto Zum Felde con la suya, la poeta Clara Silva, y también al matrimonio formado por el psiquiatra Alfredo Cáceres y la escritora Esther de Cáceres, y al filósofo Carlos Vaz Ferreira, y a los músicos Hugo Balzo y Héctor Tosar. Alguna vez llegaron hasta el Salvo –en alguna noche de lunes– la poetisa argentina Alfonsina Storni, el músico del mismo origen Alberto Ginastera, la escritora brasileña Cecilia Meirelles, el gran muralista mexicano David Alfaro Siqueiros en compañía de su esposa de entonces, la uruguaya Blanca Luz Brum. Esta reunión era presidida por la dueña de casa, María V. de Müller, verdadera animadora cultural en aquellos tiempos. Pero más tarde y en otros apartamentos habitaron escritores, como la narradora Armonía Somers –quien vivió en uno de la torre hasta su muerte– y la poeta Idea Vilariño, que se afincó allí durante algún período. Más adelante, ya en los setenta, dos sufrientes y malogrados poetas tuvieron su refugio en oscuros apartamentos interiores: Julio Chapper, fallecido luego de sufrir una extraña enfermedad degenerativa, y la lírica sáfica Inés González Zubiaga, quien allí mismo se suicidó –en crisis de soledad y D

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desesperación‒ arrojándose desnuda por el pozo de aire central del inmueble. Y en tiempos más recientes tuvo su apartamento en el Salvo el mayor dramaturgo uruguayo de la segunda mitad del siglo pasado y comienzos de este, Ricardo Prieto.

Decadencia y renacimiento A partir de los setenta el edificio entró en franca decadencia. La crisis económica y la descalificación del lugar a raíz de los criterios modernistas imperantes entonces se complotaron para ello. Los ascensores se tornaron vetustos, la fachada se vino abajo, al punto de comenzar a desmoronarse sus artesonados decorativos (que hubo que eliminar, lamentablemente, por orden municipal), y la seguridad dejó mucho que desear debido a las muchas entradas del edificio y la precaria vigilancia. Todo esto llegó a su punto más bajo a comienzos de los noventa, cuando comenzó, de a poco, la reacción de los vecinos en procura de revertir tan lamentable proceso. En los años recientes se arreglaron decenas de persianas, se reciclaron y pintaron los espacios comunes y se instalaron ascensores nuevos. Ahora el emblemático edificio volvió a ser un lugar seguro para frecuentar o vivir. La mejora más reciente y visible fue la instalación de una réplica posmoderna de la posible farola original de la cúpula de la torre, con encendido de luces alternadas en las noches.


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Mensajes ocultos Más allá de los vaivenes del tiempo y las modas, el Palacio Salvo sigue siendo un edificio extraordinario, que además esconde –en tantas molduras y decoraciones interiores, en los capiteles de sus extrañas columnas, en su forma redondeada, en aspectos numéricos de pisos y ventanas‒ una simbología de carácter alquímico. Esas claves, decodificables para el conocedor, no son tan claras a la hora de su interpretación, como las que dejara Palanti en su obra anterior y equivalente, el Palacio Barolo, donde salta a la vista el homenaje al genio latino, a la figura de Dante Alighieri y a su obra mayor, La divina comedia. A grandes rasgos, la transmutación espiritual –verdadero sentido de toda la obra alquímica‒ está simbolizada en esas figuras de animales monstruosos, fabulosas criaturas del mar inquietante y caótico de las aguas primordiales en estado denso, que elevan su vibración y se sutilizan acompañando la propia elevación del edificio: alegorías significativas,

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en los espacios colectivos interiores de diferentes pisos, van señalizando los diversos estadios de ese trabajo en el que el fuego y el mercurio ocupan su lugar fundamental. La coronación en bóveda del Palacio Salvo, con sus pequeñas bovedillas a los costados y un poco más abajo, aluden al atanor, el horno de intensa combustión donde la Gran obra se fragua, se crea. Son cuatro, y con la mayor y central cinco: el primer número simboliza la realización completa de D

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esa creación que esforzada y oscuramente comenzó abajo. Y la bóveda mayor y culminante, la quinta, encarna la ley cósmica que preside toda labor de alquimia. D

Alejandro Michelena. Periodista, poeta y narrador. Conocido por sus crónicas sobre la historia urbana de Montevideo. Su libro más reciente es Viejo Café Tortoni (Corregidor, 2008), editado en Buenos Aires.


Por

Eduardo Roland

El Uruguay que vio la construcción del Salvo

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a construcción del Palacio Salvo tuvo lugar en una década cuyos años fueron catalogados como dorados para la vida del país. El adjetivo tiene sus fundamentos sociales y políticos, todos derivados de casi dos décadas de paz, de gobiernos batllistas de impronta socialdemócrata y de un contexto internacional favorable en materia económica. A propósito, vale recordar que “durante la década de 1920 el sistema político uruguayo pareció llegar a un clima de democracia triunfante”, según palabras del historiador Gerardo Caetano. La victoria del presidente José Batlle y Ordóñez (1856-1929) sobre las fuerzas revolucionarias de Aparicio Saravia ‒en setiembre de 1904‒ había marcado el fin de un país caudillesco, en el que las guerras civiles eran una alternativa corriente para expresar las reivindicaciones al gobierno de turno. De hecho, es a partir de ese acontecimiento histórico que el país se unifica realmente, ya que hasta entonces el gobierno central con sede en Montevideo (siempre en poder del Partido Colorado) administraba solo una parte del territorio, mientras que la otra estaba en poder de los jefes políticos del Partido Blanco o Nacional, quienes acataban las órdenes del gobierno central pero no las cumplían. El llamado Uruguay moderno nace justamente gracias al

batllismo y se traduce en grandes avances sociales, algunos de los cuales se establecieron en la nueva Constitución promulgada en 1919. Así, entre otros avances, se estableció la ley de ocho horas de trabajo, el sufragio universal masculino, se separó la Iglesia del Estado y se abrió la posibilidad de la sanción legislativa de los derechos de la mujer para votar. Montevideo cobró fuerzas como capital del país bajo un período batllista que privilegió lo urbano a lo rural. Y fue en los años veinte cuando la ciudad realizó avances nunca antes alcanzados, tanto a través de emprendimientos públicos como privados. Montevideo supo proyectarse como gran ciudad capital o, mejor, hubo gente con la suficiente visión de futuro como para pensar en grande y proyectarse en aspectos muy concretos, algo que con el correr de siglo XX se fue perdiendo y aún parece no recuperarse. Como apunta Pablo Rocca, en un estudio sobre las vanguardias literarias vernáculas que se asomaron en esta década, “confiada en su futuro, la urbe europeizada asfaltaba sus calles, remodelaba sus parques, comenzaba a explorar sus playas. En 1921 se inauguró el Hotel Carrasco, cuatro años después ocurrió lo mismo con el muy esperado Palacio Legislativo, a la vez que se iniciaba la acelerada cons-

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trucción de la Rambla Sur y la avenida Agraciada. Cuando en 1928 se terminó el Palacio Salvo ya se contaba con cuatro emisoras de radio”. Esta década, a la que también se catalogó como la de “los años locos”, fue también testigo de cómo en la capital uruguaya, mucho más abierta al mundo que antes y en franco crecimiento demográfico, surgían nuevos barrios, se multiplicaban los espacios verdes y se construían modernos edificios que oficiarían como centros de enseñanza. Conviene recordar aquí un dato nada menor: entre 1926 y 1931 Uruguay recibió 180 mil inmigrantes en el contexto de un país cuya población estimativa en 1930 rondaba la cifra de 1.900.000 habitantes. Y la mayoría de ellos eligió Montevideo como lugar de residencia, aspecto que ayudó a consolidar la macrocefalia que desde inicios del siglo XX se manifestó como tendencia irreversible de un Uruguay cuya ciudad capital alberga casi la misma cantidad de habitantes que el resto del territorio nacional. Paralelamente, el desarrollo de una fuerte y numerosa clase media trajo aparejado ciertos cambios en las formas de consumo, dando lugar a la aparición de grandes tiendas para satisfacer la demanda de la gente. Es el auge de las propagandas comerciales, a través de “reclames” que se publicaban en diarios y revistas o se difundían en la radio: no debemos olvidar que las primeras emisoras radiales uruguayas se abrieron en los años veinte causando furor entre una cantidad cada vez mayor de escuchas. En lo que respecta al mundo del espectáculo, si bien el cinematógrafo y el teatro convocaron cada vez más gente (las salas se multiplicaron), el fútbol se lleva todos los premios,

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seguramente motivado por los dos campeonatos olímpicos obtenidos por la selección uruguaya en Colombes (1924) y en Ámsterdam (1928), cuyo corolario fue la realización del primer campeonato mundial de fútbol en Montevideo (1930), para el cual se construyó el estadio Centenario, el más grande de cemento armado que se hubiera construido en América a la fecha. Y aún restaba la frutilla de la torta: la coronación de Uruguay como campeón mundial luego de derrotar a Argentina en el partido final. No obstante la fama popular lograda por algunos futbolistas que integraron las selecciones ganadoras de la década, fue desde el ámbito de la canción donde surgió el máximo ídolo de la gente. Nos referimos a Carlos Gardel, también conocido como el Mago o el Zorzal Criollo. Si alguien logró ser ídolo de multitudes en el Río de la Plata, ese fue Gardel, quien con su temprana y trágica muerte terminó convirtiéndose en un verdadero mito destinado a perdurar, ya que como dice el dicho popular “cada día canta mejor”. Otra de las características de los años veinte fue la mayor libertad que gozó la mujer. Quienes pocos años antes debían permanecer recluidas en sus casas, realizando las tareas de su sexo y atendiendo a sus maridos, comenzaron a comportarse más libremente. Ahora muchas trabajaban fuera de la casa por un salario, otras estudiaban, a la vez que algunas fumaban, vestían pantalones y se cortaban el pelo à la garçon. Justamente, como un signo del ascenso de la mujer en la sociedad podría interpretarse ese acontecimiento popular que fue en 1929 el nombramiento de la poeta Juana de Ibarbourou como Juana de América en una ceremonia mul-


titudinaria que se realizó en el Palacio Legislativo con toda la pompa estatal. Sin duda, Juana ha sido la mujer poeta más popular en toda la historia de Uruguay, solo superada por el fenómeno Mario Benedetti ocurrido a partir de los años sesenta. Siguiendo con la literatura de la época, es curioso que con la honrosa excepción de unos pocos poetas vanguardistas como Alfredo Mario Ferreiro y Juvenal Ortiz Saralegui (ambos cantan al Palacio Salvo en su obra), la ciudad no se viera reflejada en los textos que se publicaron durante la década del veinte, en los cuales ‒sobre todo en la narrativa‒ la ambientación y el tema rural fueron excluyentes. Es por esta razón que Orestes Baroffio escribía por 1928 en sus Emociones montevideanas que “la ciudad no había encontrado entre los cantores nacidos en su seno quien se detuviera a contemplar el bullicio de sus calles, el rodar de sus vehículos, el espectáculo de sus multitudes que se agitan, en los talleres, en las fábricas, en las fiestas, con sus bellezas, sus dolores, sus alegrías”. Sin embargo, el máximo historiador de la literatura uruguaya, Alberto Zum Felde, como reivindicando la nueva sensibilidad de los jóvenes y escasos poetas vanguardistas, le da un destaque particular a los nóveles cantores de la urbe montevideana, cuyo símbolo es el edificio que han mandado construir los hermanos Salvo en el centro mismo de la ciudad. “El Palacio Salvo, primer edificio con categoría de rascacielos que se ha construido en Montevideo, estirando su torre a cien metros de altitud, se ha convertido en un tema poético para la nueva generación literaria. […]. Por la noche, sus anuncios luminosos son una constelación más en el cielo urbano, una constelación comercial que tiene sobre las otras la ventaja de que es visible, aun cuando esté nublado o lloviendo. La Torre del Salvo se ha convertido en el eje de la ciudad, en el punto obligado de referencia, y puede decirse que por él pasa el meridiano edilicio y literario de la República. […] Con un poco de pesimismo o de malevolencia podría pensarse que todo este alboroto es, solo, en realidad, un ingenuo asombro de aldeanos ante el primer edificio de elevada estatura que se levanta en medio del caserío. Pero, es preferible pensar con optimismo y generosidad, que los nuevos poetas hacen uso metafórico del nuevo edificio, tomándolo como un símbolo de la vida actual, de la nueva realidad, opuesta al romanticismo y al academismo de antes”. A continuación, transcribimos los dos poemas que en el año 1927 publicaron Alfredo Mario Ferreiro y Juvenal Ortiz Saralegui en sus respectivos libros El hombre que se comió un autobús y Palacio Salvo.

Poema del rascacielos de Salvo El rascacielos es una jirafa de cemento armado con la piel manchada de ventanas. Una jirafa un poco aburrida porque no han brotado palmeras de 100 metros. Una jirafa empantanada en Andes y 18, incapaz de cruzar la calle, por miedo de que los autos

se le metan entre las patas y le hagan caer. ¡Qué idea de reposo daría un rascacielos acostado en el suelo! Con casi todas las ventanas mirando cara al cielo. Y desangrándose por las tuberías del agua caliente y de la refrigeración. El rascacielos de Salvo es la jirafa de cemento que completa el zoológico edificio de Montevideo.

Palacio Salvo ‒Antipoema‒

Radiotelefonía de un letrero luminoso. Los ojos oyen colores; están alerta los radio-escuchas de los horizontes. Super SUPER… Suuuuper… Trasmite PALACIO SALVO: es el tango del anuncio de una orquesta de 5 músicos verdes. Super… Araña una descarga. —Hola, hola, holahola… Trasmite PALACIO SALVO! —Están alerta están alerta los radio-escuchas de los horizontes!

Más allá de la poca llegada popular que hayan tenido estos poetas vanguardistas (elitistas por su propia postura de querer estar en la vanguardia), resulta evidente que el Palacio Salvo nació ya como un auténtico emblema urbano, un símbolo de los años veinte, un espejo del progreso en el cual se miraban orgullosos aquellos que naturalmente se sienten más atraídos por el futuro que por el pasado. Hoy en día se nos ocurre imposible evocar la década de los años locos ‒la del primer Uruguay feliz‒ sin tener presente al Palacio Salvo, que a fuerza de su excentricidad arquitectónica y de su céntrico emplazamiento ha eclipsado otras obras de mayor monumentalidad e importancia histórica, como es el caso del mismísimo Palacio Legislativo, corazón de la elogiada democracia uruguaya, esa marca en el estilo de vida de un país que por esa razón supo recibir el apodo de la Suiza de América. D

Eduardo Roland. Profesor de literatura y periodista cultural.

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