DOSSIER CINE Por Diego
Faraone
El cine de los hermanos Dardenne
Maestros de nuestro tiempo Mucho antes de volverse figuras ineludibles del panorama cinematográfico mundial, los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne ya habían producido decenas de documentales. También habían filmado películas que hoy en día son ignoradas hasta por ellos mismos, pero veinte años de práctica en rodajes depuraron y asentaron las bases de un estilo muy particular y reconocible. Ambos directores belgas son
reconocidos hoy como maestros porque en este preciso momento están haciendo escuela: sus últimas siete obras son una influencia notoria para decenas de cineastas alrededor del globo, quienes los reconocen como referentes e inspiradores ineludibles. Desde La promesa (1996), los Dardenne lograron obtener una atención generalizada. Allí había un abordaje muy particular y novedoso, un estilo realista de fuerte raigambre documental, carente de música, con un ritmo reposado pero con una cámara nerviosa, con protagonistas envueltos en labores cuestionables y situaciones profundamente conflictivas; la emergencia social de su cuadro y el acercamiento humano convertían la película en una denuncia que removía conciencias y calaba hondo: la verdadera promesa fueron entonces estos cineastas, y la intuición de que eran grandes talentos se convirtió en certeza cuando sacaron la increíble Rosetta (1999), una de sus mejores obras hasta la fecha. Palma de Oro a mejor película en Cannes y premio a mejor interpretación femenina para la no-actriz Émilie Dequenne, Rosetta significó un ascenso fulminante y una primera gran consagración para los cineastas. Allí podía verse que su estilo se asentaba y radicalizaba aun más, con una cámara que se pegaba a la 16 D
protagonista y la enfocaba desde una cercanía atípica, con sugestivos sonidos de fuera de campo y un enfoque cerrado que permite que el espectador descubra el entorno en la misma medida en que lo hace ella. Fue también un sentido e indirecto homenaje a Mouchette, la obra maestra de Robert Bresson; como en ella, una adolescente se ve obligada a madurar de golpe debido al entorno miserable que le ha tocado en suerte. La influencia de Bresson se siente en cada toma, en cada palpitación: está en la austeridad del enfoque, en las elipsis, en los cambios desconcertantes y abruptos. Es en este punto donde mejor puede definirse el estilo de los hermanos Dardenne: el montaje impone cambios inesperados, a veces saltos temporales muy duros que dan cuenta de sucesos terribles que fueron omitidos en la narración. Estas situaciones refuerzan una idea constante generada por sus películas: la sensación de que todo puede ocurrir, de que cualquier desenlace es posible. De la misma manera, por lo general las películas empiezan y terminan abruptamente, en la mitad de una acción, dejando la idea de que las cosas ya estaban ocurriendo antes de que las cámaras comenzaran a filmar, y que continuarán ocurriendo luego de apagadas. Se refuerza la sensación de realismo, de que presenciamos un retazo casual y aleatorio de la vida de una persona; los desenlaces quedan abiertos, de modo que no puede saberse con certeza qué sucederá en adelante con los protagonistas. Estos finales suponen una suerte de cierre provisional. Los personajes, que la mayoría de las veces tienen un accionar muy reprobable, podrían redimirse, pero eso no sucederá claramente. Como por lo general se encuentran abrumados por un entorno que los determina y de algún modo los aprisiona, su posibilidad de redención radica en su libertad para dar un paso al costado, en hacer un esfuerzo sobrehumano para salirse de los torbellinos. El crítico Aníbal Perotti escribió en un gran análisis
publicado en su sitio Cinemarama que la forma en que los Dardenne concluyen sus películas “es también una elección política porque sin redención estaríamos ante una suerte de determinismo social, y en el universo de los Dardenne siempre hay una grieta por donde se puede filtrar la libertad”. Luego de Mouchette, los Dardenne se hundieron de lleno en situaciones profundamente per turbadoras y en personajes extremos que hacían imposible que el espectador empatizara plenamente con ellos. La situación es notable: por un lado, seguimos a los personajes de cerca, somos testigos de sus desgracias y sus problemas, pero, por otro lado, nunca podríamos aprobar su accionar. En El hijo (2002), el protagonista, carpintero, acepta emplear a un muchacho ex convicto, consciente de que es el asesino de su hijo, aunque este último ignora la relación que los vincula. En El niño (2005), el joven protagonista decide vender su bebé en el mercado negro, a espaldas de su novia. En El silencio de Lorna (2008) la acción se traslada al más escabroso terreno de la inmigración, y la protagonista, una joven albanesa, se casa con un drogadicto para obtener la nacionalidad belga, con la intención oculta de provocarle una sobredosis y, una vez muerto, volver a casarse para transferirle la nacionalidad a otra persona. Si bien las tramas de estas tres películas nos colocan en el ojo del huracán de situaciones terroríficas, el abordaje omite cualquier forma de truculencia o gratuidad, trayendo a tierra planteos que, además, no podría ponerse en duda que ocurren, hoy mismo, en algún punto del globo. La grandiosa El niño de la bicicleta (2011) supone un viraje importante en la filmografía de los directores. En primer lugar, la fotografía es alegre, colorida. Ya no estamos inmersos en una atmósfera apagada y opresiva, sino que el escenario se nutre de una tonalidad viva, luminosa. En segundo lugar, el ritmo es imparable: las escenas están dotadas de un